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Agua (cuento)




Enviado por luis b martinez



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    AguaMonografias.com

    Agua

    Ella estaba a solas en la cocina, al final de la casa y
    al final de la tarde, abandonada de todo y abrasada de calor,
    dejando correr sus pensamientos en esa hora a medio andar en que
    la luz en su mansedumbre y debilidad se va difuminando sin
    apuros, sin la claridad del día ni la llegada de la noche,
    hasta que, poco a poco, negando brusquedades llega a
    desaparecer.

    Y con la fuga del sol todo quedaba a merced del bochorno
    y la inminente oscuridad que como una enorme capa al final todo
    lo cubriría. Sometida por la espera, se mantenía de
    pie y apoyada de costado con la cadera y media nalga contra la
    base del fogón que se afincaba en la pared. Sólo
    aquel espacio, en el ángulo más pequeño y
    arrinconado de la cocina, le brindaba el aislamiento y la quietud
    del refugio tan necesario para su ánimo. De una de las
    hornillas, en la que le mantenía el calor a un poco de
    arroz ya cocinado de varios días, le llegaba a la piel, y
    principalmente a los párpados y mejillas, la
    radiación de restos de carbones débilmente
    encendidos y cenicientos a punto de perecer. La envolvía
    el unánime verano, condensado dentro de la cocina y de la
    casa entera. Corría la hora de la calma y de la
    caída hacia el silencio nocturno, todo un decaimiento para
    acompañarla, sin aproximación de una brisa y sin
    posibilidades de cambio alguno, tanto en el verano implacable y
    su monotonía como en su vida entera.

    Y se quedaba parada allí, mirando desde su
    interior hacia una nada que sólo su mente podía
    penetrar en el recuadro de pared que se borraba ensombrecida
    frente a su visión, a un metro de distancia de su
    acostumbrada soledad. La cara y el cuello le brillaban finamente
    y un mechón inmóvil del cabello le caía
    sobre la frente y las cejas. Y sentía que hasta el aire en
    su aridez también estaba fatigado y estático,
    inmóvil, como ella, y como cada objeto a su alrededor. Los
    murmullos de voces vecinas, y hasta los latidos de un quehacer
    que estuvo detenido en espera de la aparición de un
    alivio, y los ruidos y movimientos del vecindario, y los
    niños correteando, despertando ahora todos levemente con
    la caída del sol, se anunciaban en voz baja a diferentes
    distancias. Pero apenas los escuchaba y reconocía, ni
    intentaba alcanzarlos, ni le interesaban. Se negaba a dedicarles
    un mínimo de atención. Dejaba llegar sus presencias
    en los mensajes del aire, y los sentía deambular a su
    alrededor, o los dejaba pasar de largo como si no
    existiesen.

    Ella estaba más allá de su propia
    existencia, apagándose también como el sol y los
    carbones del fogón en aquella expectación por el
    agua tan necesitada que una vez más las autoridades
    habían prometido para las primeras horas de esa misma
    tarde. Pero que en ningún momento había hecho acto
    de presencia. Cuatro días llevaban esperando. Cuatro
    días sin agua. Nada, en vano, ni por asomo, las
    tuberías continuaban secas y abandonadas. La falta de agua
    era una grieta más ahondando en aquella tragedia mucho
    mayor que los venía atropellando a todos, según
    sabía por más de cincuenta años, y que al
    paso que iba parecía que no alcanzaría a terminar
    jamás.

    Sin precisar los detalles de las tablillas y las losas
    que tocaba, recorría con las yemas de los dedos un
    pequeño tramo de madera que en la meseta soportaba el peso
    del fogón donde se apoyaban las hornillas y el metal del
    sediento fregadero. Su mano iba y venía sin voluntad,
    maquinal, acorde con la lentitud y el aburrimiento de su
    pensamiento. Actuaba acoplada al ambiente, detenida por la espera
    de la llegada del agua, sin quejarse, sin manifestar siquiera un
    mínimo de rebeldía, resignada y en apariencia sin
    furia alguna, sometida y más que ajustada a lo que los que
    mandaban quisiesen hacer. Y allí estaría, sin otra
    proposición que no fuese aguantar, simplemente aguardando,
    sin esperanza alguna, agotándose como una incierta vela.
    Por mucho tiempo su vida transcurría en un simple estar
    viva, pero pasando inadvertida entre las horas, sin alicientes y
    sin sorpresas, sin pensamientos nuevos, tan sólo
    acostumbrada a las desilusiones y a no esperar por nada
    significativo. Y así se mantuvo, más que inerte,
    dejando el mundo correr, sin siquiera intentar sujetarse al
    tiempo de la espera, perdiéndose ella también poco
    a poco entre las sombras del vacío y en el seno de la
    oscuridad creciente que se afincaba en la cocina en aquel
    encierro de ahogo y de vagón abandonado y puesto a un
    lado.

    Hasta que regresando de su dejadez, quizá
    reaccionando al escuchar los fuertes ladridos del perro vecino
    que por momentos se acercaba a la cerca que separaba los dos
    patios, frente a la pequeña ventana de desahogo del
    fogón, como si le ladrase a ella, dándole un algo
    de vida al espacio que compartían, hizo conciencia de lo
    que la rodeaba y de sí misma. Lo miró por la
    ventana y se sonrió al verle los mentirosos colmillos
    amenazantes. Se conocían demasiado bien. Y en esa
    conciencia se dolió del peso del cansancio que le
    maltrataba las piernas, los hombros y la cintura. Lo
    sintió como si en aquel tiempo de aguardar hubiese
    arrastrado sujeto con sogas un bloque imposible y gigante que a
    cada paso dado clavase una de las esquinas en el piso para
    aumentar su resistencia a ser removido. Y mirando a su alrededor,
    y al perro, y al patio entero ya en sombras, y viendo el abandono
    de la casa, pensó en la impertinencia de aquel verano que
    más que morboso se sumaba en exceso para que abusando en
    las últimas semanas no dar ni un minuto de respiro en un
    mínimo de alivio. Y que a su vez pesaba en el ambiente
    como otro bloque más, denso y asfixiante. Pero éste
    afincado aún más profundo, por la desgracia de ser,
    sin tregua, completamente abarcador. Las sofocantes temperaturas
    amodorraban la sangre y disminuían la voluntad de
    emprender cualquier acción. Y de ahí saltó a
    las otras horas. Y pensó en las interminables y sufridas
    noches de su cuarto, como la que pronto tendría ante
    sí y que se le venía encima para apoderarse del
    mundo y de ella toda, la que tendría que afrontar cual
    resumen de la desazón del día. No, las noches no
    eran mejores. Y el tiempo de estar esclavizada en aquel ambiente,
    y el tener que mantenerse pisoteada sin poder manifestar ni un
    asomo de protesta o rechazo, ni tan siquiera una queja, se
    hacía cada vez más vergonzoso y opresor. Aquella
    vida era como un no existir.

    Asomándose por una hendidura aparte de su mente y
    de su tiempo, se vio en su desánimo como desde el techo,
    parada en aquel rincón de la casa, en la cocina, al igual
    que en miles de ocasiones, cansada de su inactividad y espera y
    sometida a permanecer sin alivios ni soluciones entre el reguero
    y la suciedad de lo que la rodeaba. Nunca pensó que su
    vida podría alcanzar tal estado de asco y de naufragio y
    de abandono. Y ya sumaba esos cuatro días sin agua en la
    casa, esperando, sin fregar, sin lavar la ropa, sin limpiar los
    pisos, sin poder bañarse. Podía dibujar caminos en
    el polvo que se acumulaba sobre cada mueble. Y el aire
    olía caliente y a todo tipo de basura descompuesta. No
    provocaba estar allí ni salir a parte alguna.

    Tratando de quebrar el aburrimiento lo más que
    podía hacer era escuchar la radio mientras soñaba
    con la llegada del agua. Y de mala gana oía las mismas
    noticias de a diario. Y en raras ocasiones, rarísimas,
    acompañaba dentro del pecho una melodía o una
    canción, sin entusiasmo, a lo máximo
    susurrándola, siempre por lo bajo, queriendo pasar
    desapercibida hasta para el espacio y las paredes de su propia
    casa. Su ausencia quería ser total. Pero de igual manera
    estando como de costumbre, aburrida, siempre aburrida,
    soberanamente aburrida. Prácticamente tan sólo
    vivía dentro de su cabeza, zarandeada como un monigote,
    llevada sin voluntad por sus resquebrajadas y cada día
    más débiles emociones. Ni tan siquiera el rencor o
    el odio se hacían fuertes. Casi que la dominaba la
    indiferencia.

    La falta de agua no era otra cosa que un abuso
    más entre los múltiples a los que estaban sometidos
    en el vivir de aquel pueblo rodeado de campo y olvidado desde
    todas sus memorias y miserias. Y no se vislumbraba remedio
    alguno. Tan sólo restaba sostenerse y aguantar. De eso
    estaba segura. Y dibujando un gesto de dureza y burla, aceptando,
    pensó que de la capacidad de aguantar ya estaba más
    que graduada desde hacía muchos años.

    Por un momento pensó también, con moderada
    esperanza, que cuando llegasen las lluvias quizás todo
    mejoraría. Quizás. No quería ir más
    allá de esa expectativa. Ya ni la posibilidad natural de
    las futuras lluvias podía convencerla ni proporcionarle la
    certeza de que algo positivo para su alivio pudiese suceder. No,
    le costaba muchísimo creer en cualquier cosa que
    representase un bienestar para el futuro. Frente a cada esperanza
    se cerraba siempre una cortina gris de imprevistos que negaba y
    obstaculizaba de plano todas las posibilidades de mejorar.
    Parecía ser sistemático.

    Y así se mantuvo, en la reducida cocina,
    dándole vueltas a la cabeza, siempre de pie, atrapada y
    consumida de penumbras, moviéndose apenas en su
    rincón, taladrando el aire y las paredes con la mirada de
    la desesperanza. Por momentos acercándolas a la cara se
    fijaba en sus manos, revisando las uñas que casi ya no
    podía distinguir y que no sabía de qué
    manera limpiarlas sin tener agua. Se reconocía sucia. Y se
    acompañaba en aquella soledad analizando su propia
    presencia, sin orientación y sin importancia alguna. Y la
    noche avanzaba. Tan sólo la vaga iluminación del
    patio, procedente de las primeras estrellas y de algunos
    bombillos vecinos, se adentraba por reflejo como fisgona
    escurridiza y suave en la cocina. Pero aún siendo poco ese
    avance tímido de luz, para su vista acostumbrada a la
    naciente oscuridad de esas horas era suficiente.

    En el patio, como bandidos sigilosos, los grillos
    comenzaban a anunciarse con sus estridencias, sedientos de pareja
    y agua, rompiendo el silencio de la noche, subiendo de tono,
    insistentes, hasta llegar a penetrar de chirridos la cocina y la
    casa entera. Pensó que posiblemente llevaban rato en su
    monotonía sin que ella se hubiese dado cuenta. Aquel
    vibrar de fantasmas sonoros, convertido por la necesidad en
    absurda compañía, penetraba con su oculto descaro a
    través de las ventanas y puertas y rendijas de las paredes
    de tablas. Los imaginaba escondidos en los matorrales de los
    alrededores, amantes cantarines, desplazándose entre la
    hierba, seguramente también afanosos y acalorados. Amaba a
    los grillos desde niña. Y gustaba de sus largas y ruidosas
    patas en ángulos fácilmente quebradizos y de sus
    brillantes ojos y colores. Al menos por ese breve momento,
    pensó, podía distraerse con los recuerdos y las
    imágenes de esos grillos y aquellos tiempos de perseguir
    sus saltos entre la hierba.

    Pero de igual manera, un pensamiento después, con
    o sin su mundo de ensueños y retrospectivas, con grillos o
    no, no dejaba de estar allí y se sentía dentro de
    esa hora como había estado desde siempre en cada
    aniquilador mes de agosto, agobiada y sudada a más no
    poder. Y empujada por la actitud que la dominaba, y quizá
    más aún por la molestia que le ocasionaban el calor
    y el mal olor imperantes, y hasta el olor de ella misma, y
    más que adaptada a la oscuridad, repasaba hasta el
    cansancio la calamidad de su derredor. Nada agradable de ver.
    Suciedad y desorden por todas partes. Aquella visión tan
    conocida la hacía sentirse derrotada.

    Se pasó las manos por la frente, por los
    pómulos y las sienes, echando el insistente mechón
    a un lado. La pesadumbre de no tener nada que hacer, el latente
    daño de la furia aplacada tras un muro, y el
    tránsito constante de un estado de ánimo a otro en
    un mínimo de tiempo, siempre amenazaban con desgarrarla y
    romperla. Pero resistía. Volteada hacia la ventana,
    fijando la mirada y haciendo un esfuerzo por superarse, aplacaba
    su ánimo refugiándose en el sólo mirar y en
    el control de una apretada respiración.

    Enfrentada a un sentimiento de nulidad interna que
    aspiraba que no la venciera, tomó conciencia del tiempo
    que llevaba de pie, y más aún de su propio peso
    sobre las piernas resentidas. Y después, quedándose
    quieta, mirándose a lo largo de las telas opacas de la
    blusa y la falda, desde el pecho a los zapatos, humillando el
    cuello, reconociéndose, pensaba en la posibilidad tan
    necesaria de encontrar un atenuante que la pudiese aislar de
    tanta molestia física y anímica. Hacía
    demasiado calor y no había dónde refugiarse ni
    dónde disfrutar de un poco de fresco. Estaba molida.
    Necesitaba un minuto de alivio. Y más que nada en este
    mundo le urgía darse un largo baño, fresco y
    revitalizador.

    Tan sólo por costumbre abrió el grifo del
    fregadero. Le contestó el aspirar burlón del
    gorgoteo y el ronquido en ahogos del aire contenido en la
    tubería. Se supo tonta en ese intento que había
    repetido inútilmente durante los últimos cuatro
    días. Sin enojo, cerró la llave y se olvidó
    de conseguir un poco de agua donde bien sabía que no
    había. Se volteó y miró hacia el patio a
    través de la ventana, a su derecha. Anhelaba encontrar en
    el cielo de la noche una visión de nubes cargadas que
    anunciasen algo de lluvia. Mas no, ni remotamente.
    Entrecerró los ojos. Estaba obstinada de tantos fracasos y
    tanta negatividad. Y se supo una tonta repitiéndose.
    Encima de saber de la ausencia de nubes borrascosas, aunque
    mirase mil veces hacia afuera, podía percibir en el aire
    la total ausencia de humedad. Pero quería seguir
    imaginando locamente la cercanía de un ruidoso chubasco
    como único remedio a la necesidad que se acumulaba en su
    interior. Y aún más, imaginaba mucho más,
    imaginaba que sólo así, bajo la lluvia limpia y
    libre, se permitiría salir al patio para dejar que el agua
    fría le corriese por el cuerpo y la empapase de pureza
    hasta la médula de sus carnes y del alma y de su vivir
    enteros. Sí, un buen chaparrón la haría
    renacer y sentirse mil veces mejor. Y si acaso ocurriese, en
    medio de esa soñada lluvia, tan sólo bajo esa
    precipitación vivificadora y fresca, estaba convencida que
    entonces, y sólo entonces, todo lo sucio, y hasta los
    sinsabores de su alma, desaparecerían al caer uno a uno,
    enteramente mojados, al ir chorreando por su piel la totalidad de
    sus desagrados hasta sus pies.

    Sí, dibujando un alivio sintió que en
    medio de sus decepciones necesitaba ese aliciente de
    soñar. Se sonrió, aún podía
    regocijarse con alguna ilusión, aunque siempre supiese que
    fantaseaba y que soñar era lo más que podía
    hacer dentro de aquel encierro. Y así, sumergida en
    sí misma, dócil y entregada, obtuvo el minuto que
    anhelaba para relajarse un poco.

    Y en brazos de aquella transformación no quiso
    apartarse de ese sentir. Manteniéndose
    prácticamente sin mover un músculo, permaneciendo
    dentro de la imaginación, cerró los ojos para
    afirmarse y recordar pasados aguaceros. Y en su remembranza, como
    algo gris y muy lejano que se aproximaba con su caída y su
    sordo rumor, más que presente en su mente
    sintiéndola precipitarse en el patio y dentro de su cuerpo
    entero, llegó a escuchar la refrescante caída del
    agua. Y cerrando los ojos la vio bajando también a chorros
    por las canales de latón que pendían de los aleros
    del tejado. Y la vio cayendo por los bordes sin obstáculos
    del propio techo, salpicando en derredor, mojándolo todo.
    Llegó a fantasear con los relámpagos y con el
    trepidar del trueno profundo y desatador de esas nubes.
    Sentía una espléndida tormenta en su interior. Y
    alegre en su silencio, pensó que con la llegada verdadera
    de las lluvias hasta se contentaría de ver y escuchar la
    intermitencia de las goteras al caer y golpear en los cacharros
    distribuidos estratégicamente dentro de la casa.
    Podía recordar la ubicación de todas. Y de igual
    manera pensó que por primera vez en su vida, seguro que
    era así, cual si fuese en un momento como aquél en
    que soñaba, hasta le provocaría salir corriendo y
    desnudarse loca de alegría, pieza por pieza, en medio del
    patio, a la vista de la noche entera. Y quizás hasta lo
    haría. Sí, quizás.

    Pero un instante después, ante el freno de su
    arrastrada vergüenza, esa idea detuvo su respirar y la
    despertó casi en sobresalto, sintiendo que en su misma
    ensoñación se había excitado fuera de
    control. Por un momento lo pensó mejor y se contuvo con
    timidez, deteniendo su entusiasmo, abriendo los ojos y
    sabiéndose extrañamente absurda con esas ideas. No,
    era una locura, el pasado no se lo permitiría. No, no lo
    haría. Por más excitada que estuviese, no
    podría. Volvió a sonreír, esta vez con algo
    de desencanto y decepcionada de sí misma y de aquella
    obstinada mojigatería que fue por siempre un sello en su
    vida y que de continuo logró sacarla en su vida de tan
    hermosos sueños. Y pensó como excusa que tan
    sólo empujada por la exigua libertad de sus horas de
    soledad podía imaginar esos arranques que no iban con ella
    ni con su acostumbrado y tonto pudor. Sabía muy bien que
    no sería capaz de desnudarse al aire libre. Se
    perdería en ese intento de escapatoria y de aventura
    excepcional y sin sentido en aquel mundo de tanta duda propia y
    de tantos ojos murmuradores de vecinos saliendo a sus respectivos
    patios. Se convenció casi apenada, como si ya hubiese
    ocurrido, de que medio pueblo la vería desnuda bajo la
    lluvia.

    Pero aún así, atraída por esa idea,
    motivada y empujada quizá sin saberlo por esas delirantes
    posibilidades, caminó y se acercó a la ventana de
    la cocina para observar el patio donde caería la supuesta
    lluvia. Puras sombras. Frente a la noche, sabiéndose
    borrosamente dibujada entre el marco de la ventana para cualquier
    visión, sin llegar a salir por completo de lo imaginado y
    prohibido, extrañamente se sintió deseosa de algo
    diferente en su vida. Y sin pretenderlo, por instinto, empujada
    sin saberlo por el sentir anterior, hasta se desabotonó la
    blusa y se acarició el cuello y la parte alta de los
    senos. Y llegó a tocarse los pezones que de inmediato
    reaccionaron, clamando contactos, endureciéndose, erizados
    en crecida. El inventado aguacero y la fantaseada desnudez le
    habían hecho bien. Sus emociones tambaleaban, pero por un
    momento sintió que podía renovarse. Y se
    sentía mejor. Casi que se sintió renacer. Supo por
    primera vez en su vida, inundándole la sangre y las
    carnes, que la libertad y el no negarse, que por su manera de ser
    y las presiones que ella misma se había inventado se fue
    arrebatando, eran lo más importante que se podía
    poseer para en verdad tener la posibilidad de vivir
    plenamente.

    Y parada frente a la noche, mirando hacia la oscuridad
    sin saber ni buscar explicaciones, envalentonándose, de
    repente sintió que la colmaba el deseo de aislarse por
    completo de aquel mundo tan desapacible y opresor. Y sí,
    por qué no, sintió renovarse también la
    atracción y las ganas si acaso llovía de desnudarse
    locamente en medio del patio, dando voces que vaciaran su pecho,
    llamando a todos, sin importarle nada, sumergida en la noche, sin
    tomar en cuenta a nadie. Y esta vez, mágicamente, no se
    arrepintió de ese liberador sentir donde aparecería
    desnuda a la vista de miles de ojos. Todo lo contrario, estaba
    feliz.

    Sí, la embriagaba la idea de salir desnuda bajo
    la lluvia, y así, como vino al mundo, orgullosa de su sexo
    y de su piel completa al aire, con los senos liberados de
    sostenes y tapujos, desahogarse y escapar de su vida, desatarse,
    borrarlo todo de un tirón. Y entonces, después, sin
    más, sin enloquecer, agarrar la vida por el cuello y
    abrirle los ojos para que el mundo entero la viese desnuda,
    fresca y empapada, contenta y libre. Y a partir de ahí,
    cuando se hubiese rescatado de sí misma y de todos,
    cambiar de casa, de calle, de pueblo y de país. Hasta
    cambiar de cielo. Y quiso soñar que a partir de ese
    momento podría tener una vida lejana, donde pudiese
    desplazarse como si fuese ingrávida, ubicada dentro de un
    paréntesis de sosiego y frescura y libertad, donde nada ni
    nadie pudiese enjuiciarla, ni tocarla sin su consentimiento, ni
    molestarla, donde no la conociesen, alejada de aquel pueblo y de
    aquellos interminables veranos resecos que la sofocaban y
    aplastaban sin salida alguna. Y así, vivir, limpiamente,
    sin los añadidos compromisos por donde corrían sus
    obligaciones, donde no existiesen tan crudas aquellas necesidades
    de cada día, imposibles de solventar, que le fueron
    chupando segundo a segundo los deseos de vivir.

    Y dentro de ese acumular de pensamientos y emociones,
    siempre de frente a la noche, ahora repasando con las manos la
    aspereza del marco de tablones de la ventana, se mantuvo con los
    ojos de nuevo cerrados y los sentidos y los más profundos
    deseos abiertos, soñando con una escapada de desnudez y
    carrera total. Se quitaba un peso de encima. Calladamente,
    sonreía. Y así se mantuvo, también
    dejándose llevar, hasta que poco a poco, entreabriendo los
    ojos, entonces sin quitar la vista de la atrayente infinitud, se
    fue calmando. Pasados varios minutos se calmó aún
    más. Y se amalgamó con su cuerpo. Y sintiendo la
    disminución de sus latidos, pudo respirar pausadamente,
    más relajada, cual si se hubiese liberado de una larga
    fiebre. Como si se hubiese entregado dócil y mansamente en
    una noche de juegos y placer.

    Después, aún feliz por lo que había
    sentido, pero alejándose de sí misma y de esas
    emociones que la estremecieron, renunciando con cierta pena a
    ellos, pero sin sufrimiento, volvió a su realidad y
    entorno, por enésima vez, en esta ocasión con
    conocimiento y convicción de esa otra vida y de que
    resultaría arduo en extremo lograr escabullirse de las
    circunstancias en que vivía para ir hacia ella. Aquel
    ambiente, su mundo, no cambiaría nada, como nunca
    cambió en todos esos años de sufrir sus embates sin
    poder enfrentarlos.

    Y todo el mal estaba a la vista. Y no conocía
    otra manera de evadirlo que viviendo sólo en sí
    misma. Y más después de la última
    experiencia en la ventana. La carestía de hasta lo
    más elemental, y el omnipresente fastidio de la
    presión política y la vigilancia extrema en que ese
    poder se fundamentaba, se mantenían constantes para
    gritarle dónde vivía y bajo cuáles
    condiciones tenía que subsistir. Y lo del calor y el agua
    igual. A la piel se le adhería como un mugriento sello el
    resumen sudoroso de los cuatro días que llevaba sin poder
    bañarse. Y todo lo dejaban allí, para
    recordárselo, para que lo tuviese siempre presente y que
    entonces no le quedasen dudas de lo que era la suciedad, y el
    polvo, y el mal olor en ella, en sus partes y en todo lo
    demás. Pero no, no tenían que recordárselo,
    lo tenía bien presente. Demasiado presente, hasta la
    médula de los huesos. Y en su momento, consciente de nuevo
    de su espacio y ubicación, se protegió por un
    instante de todas esas incomodidades al penetrar en la caverna de
    su resignación. No había cómo escapar. Tan
    sólo quedaba soñar cuesta arriba

    También en ese instante sintió que hasta
    el tiempo y el aire se habían detenido de golpe en su
    pecho y en la sequedad del espacio y hasta de su
    respiración. Cada elemento del verano se sumaba cruelmente
    al variable estado de sus emociones y a las limitaciones en que
    vivía desde hacía muchos años. El calor, y
    la escasez tan abusiva de agua, eran una combinación
    letal. Y junto a ellos, iban arrastrándose en languidez
    sus emociones y pensamientos. Esto sí que por más
    que lo intentara, con o sin refugio, no lo dejaba de sentir y
    sufrir. Pero por todos los caminos su emoción ahora la
    empujaba y llevaba al mismo sitio: lo mejor era soñar y
    mantenerse soñando en lo que fuese posible, como si lo
    externo hubiese desaparecido.

    Entre las sombras de la noche, en la reducida cocina,
    aún en la ventana, sin querer abandonar su
    ensoñación, pero imponiéndose la realidad,
    sentía una vez más cómo le transpiraban las
    manos que durante horas había intentado secar en el
    delantal en un esfuerzo repetido por inútil. Su piel
    regresaba a comportarse como si cada poro se hubiese
    independizado y convertido en un fino manantial por donde
    brotasen sin freno, y sin brindar respiro alguno, todos sus
    sofocos y su irritada incomodidad interior. Llegó a pensar
    que hasta sus sueños sudaban y que quizá sudando
    hasta llegarían a desvanecerse.

    Y así, callada y sola, lentamente, ahora
    alejándose de la ventana en un regreso tantas veces
    repetido para volver al sitio acostumbrado en el espacio de la
    cocina y recostarse como antes a la pared y al inoperante y
    más que sediento fregadero, hizo conciencia de que ya
    estaban presentes las horas de la noche, las peores de cada
    día. Y pensó que lo único que le faltaba,
    para rematar la asquerosidad y el desagrado de ese otro
    día más, sería que se fuese también
    la electricidad para quedar sola, sucia y oscura.

    Pero hasta eso no sería ya tan grave.
    Pensó que era una tonta. Lo esencial era que el agua
    llegase a inundar las cañerías y corriese libre y
    plena por las tuberías de la casa, aunque fuese por una o
    dos horas, para que se llenase la cisterna, para bañarse,
    para poder fregar un poco de cachivaches y para lavar algunas
    piezas de ropa. Quién sabe cuándo sucedería.
    Dibujó una mueca de desagrado e impotencia que
    culminó en una sonrisa afirmativa y de convencimiento
    hacia sí misma de que todo seguiría igual,
    quizá hasta la tumba. Sabía mejor que nadie que
    aquel estado de constantes enfados y renuncias, añadido a
    la incomodidad de vivir entre la suciedad y el desorden de no
    poder colocar las cosas limpiamente en su lugar, la marchitaban
    mucho más de lo que la habían deteriorado los
    embates de la Revolución y el paso de los
    años.

    Y levantó la mirada, buscando un aire para
    recuperarse. Se revolvía. Sabía que la
    disminución gradual de sus esperanzas con el tiempo la
    dejaría prácticamente sin fe alguna, vacía
    de ilusiones. Y sin fe en el futuro, sin horizontes, sin esos
    ensueños, el resto del vivir sería, como lo fue
    hasta ese momento, una muerte lenta y un vivir carente de
    sentido. Nunca tendría ni un segundo de real
    satisfacción. En las condiciones en que vivía,
    donde resultaba imperioso guardárselo todo, y
    además tragárselo en seco, hasta esa sutil
    aflicción tenía que ser acallada y anudada
    firmemente para que no brotase. Y así tendría que
    seguir. Más de una vez pensó que moriría
    asfixiada, con todas las palabras no dichas atravesadas en la
    garganta, atoradas, amargas, hirientes.

    Se irguió. Y con toda intención
    viajó con su mente al patio. Y recordó el
    baño de desnudez que imaginó y que tanto la
    había ilusionado y satisfecho. Algo complacida se
    regresó. Un instante después, siempre frente al
    fogón, miró hacia el reloj que se acomodaba sobre
    una tabla adosada a la pared. Concentrando la visión en
    él, acercando la cara y aguzando la mirada, pudo ver que
    ya era más tarde de lo que creía, pasaba de las
    ocho de la noche. Tardaba más de lo acostumbrado, pero
    pronto llegaría su marido.

    A pesar del peso emocional acumulado, se puso de nuevo
    en acción. Encendió la luz, tirando de un cordel
    ajustado al bombillo que colgaba de un cable cayendo desde un
    travesaño a ras del techo, justo por encima y a un lado de
    su cabeza. El mundo de la cocina volvió a presentarse con
    todos sus trastos, a pesar de la debilidad del bendito bombillo.
    En seguida, por costumbre también, ordenó y
    apoyó algunos platos y tazas que estaban a su alcance en
    la pequeña meseta y en el abarrotado fregadero. Por la
    rutina de cada día, como olvidada de la hora que
    había indagado, o sin haber hecho conciencia de ella,
    levantó la vista una vez más y se fijó en el
    reloj. El tiempo no corría. Pero su marido tendría
    que arribar en cualquier momento, como a diario, cansado, con el
    uniforme verde olivo igualmente sucio y con su inseparable y
    siempre ladeada gorra roja que nunca lograba cubrirle todo el
    abundante cabello.

    Lo dibujó en su mente. Él vivía
    como si lo externo le golpease sin hacerle nacer un reclamo,
    aguantando, sin una queja, pero ciertamente atragantado de todo
    lo que tenían que soportar y con mil gritos ahogados en su
    interior. Quizás aquel su silencio era un escudo que
    portaba para protegerla de los chismes y delaciones que los
    rodeaban y así mantenerla lo más aislada posible de
    las provocaciones que reinaban en el pueblo. Él ni tan
    siquiera se lamentaba por la falta de agua que sin lugar a dudas
    sería lo que más le dolía también.
    Los llamados revolucionarios que ostentaban y paseaban el poder
    por las calles, y lo alimentaban tras los postigos y cortinas
    entreabiertas, que no daban tregua en su intimidación,
    aún en aquel pueblucho insignificante, interpretaban de
    otra manera cualquier reclamo que se hiciese. Lo veían
    como acciones contrarrevolucionarias que se tenían que
    aplastar. Era demasiado peligroso.

    Y se dolió un instante más de aquella
    necesidad sistemática que no había dado un respiro
    en tantos años de sufrir las mentiras y los fracasos de la
    cruel y siempre presente Revolución. No resolvían
    nada, todo era un discurso de pura palabrería.
    También en esto se contuvo, con lo de la falta de agua era
    suficiente. No quería pensar en ello. La Revolución
    y todas sus calamidades asimismo la tenían más que
    cansada y aburrida. Ya no le importaba Fidel, ni sus camaradas,
    ni nada que tuviese que ver con ellos. Se conformaría con
    el agua. No valía la pena sufrir más de lo que
    hacía tanto tiempo le sobraba. Aunque pareciese imposible,
    lo más importante para ellos dos, y para todos, y hasta
    para la jadeante Revolución, era tan sólo
    sobrevivir.

    Y en eso regresó a la realidad de su espera. Vio
    la cafetera a un lado del fogón y recordó que
    después que cenaran no podría ni preparar un poco
    de café, a pesar de que había conseguido una
    nimiedad de polvo con una vecina. De nuevo lo mismo: no
    había agua. Se fijó en el rincón junto a la
    puerta que daba al patio y vio el montón de ropa sucia
    atiborrando el cesto de mimbre que acusaba el tiempo de
    desvencijarse. Otras cuatro piezas sobrantes, tres camisas y un
    pantalón de trabajo, de mezclilla, se regaban en el piso
    alrededor de la base del cesto de donde cayeron. Y a un lado de
    la meseta, en un cacharrito, tan sólo quedaba un resto del
    último tinto que había podido colar. Ese residuo se
    iba consumiendo a pequeños sorbos de mojar los labios para
    acariciar el sabor tan concentrado del café, tanto por
    ella como por su marido, para que no acabase. Por supuesto que no
    podía ni estirarlo aclarándolo con un mínimo
    de agua antes de volverlo a calentar. Dolía mucho el tener
    tan poco que comer y nada con qué limpiar. Pensó
    que no sabía cómo, después de tantos
    años, podían soportarlo todavía. Por un
    momento se detuvo frente a la imagen precisa de ese pensamiento y
    se vio a sí misma como una estúpida. Un segundo
    después, se sonrió, con malicia: sí,
    sí lo sabía. Lo sabía demasiado bien, en
    carne propia.

    Pasó los dedos entre el abundante cabello y lo
    sintió grasoso y pesado. Su piel de igual manera estaba
    así, pegajosa y caliente. Y peor aún, se
    reconocía de aspecto horrible en aquellas condiciones en
    que vivía, casi sin feminidad ni atractivo, sin algo con
    qué arreglarse, sin perfumes, sin buenos jabones ni
    champú, sin desodorante, sin talcos, sin agua. Ahora no
    era su imaginación, ese abandono la colocaba a punto de
    amargarse para siempre al reconocerse en aquel estado calamitoso
    y deteriorado. Ya casi no era una mujer. Y no podía hacer
    otra cosa que aceptar y callar. Pero, dándose un respiro,
    también sabía que tenía que domeñar
    la retahíla de sus pensamientos y dislocadas emociones. No
    había de otra. Aunque aquella lucha la llevase en mil
    caídas hasta el propio borde de la tumba, tenía que
    superarse a sí misma y callar, de boca y de
    corazón.

    Y de nuevo se enfrentó con su realidad,
    envalentonándose, buscando un nuevo ánimo para no
    caer desplomada en el abandono de sí. Sabía y se
    repetía que tenía que seguir tragando duro, sin
    quejas ni debilidades de espíritu, aguantando, para no
    acrecentar las cargas que se acumulaban en aquel vivir sucio y
    aparentemente sin salida.

    Respirando hondo enderezó la espalda para entrar
    nuevamente en acción. Y lo hizo. Olvidándose del
    bochorno que reinaba en la cocina y en toda la noche, y superando
    el dolor de la cintura que había dejado en el alivio del
    olvido, con un paño seco limpió
    enérgicamente de residuos dos tenedores y dos platos que
    previamente había colocado también sobre la meseta
    y que sirvió con el arroz, un poco de frijoles negros y
    unas piezas de cerdo que había recalentado antes. Los
    colocó sobre la mesita con dos sillas que estaba junto a
    la puerta que daba acceso al resto de la casa. Después,
    los cubrió con otros platos para conservarles el calor. El
    olor de la grasa recalentada y el del humo del leve chisporroteo
    provenientes del carbón en la hornilla, reinaban
    contagiosos en el espacio de la cocina. Los sentía casi
    fundidos a su garganta y a su respirar. Pero los eliminó
    de su mente y de un golpe también de sus preocupaciones.
    Siempre mecánicamente, hizo un último intento por
    acomodarse el cabello, surcándolo con los dedos.
    Después, se quitó el delantal tras secarse el sudor
    y la grasa de las manos una vez más y lo colgó de
    un clavo en la pared.

    Abandonó la cocina, con paso rápido,
    dirigiéndose al dormitorio. Y sintió con más
    presencia de la acostumbrada que el sudor le corría por
    todas partes y que la ropa le resultaba incómoda al
    pegársele como otra piel sobre el cuerpo. Sabía que
    arrastraba con ella el halo de todos los tufillos que reinaban en
    la cocina. Camino del cuarto se olfateó los brazos y la
    blusa a la altura de los hombros y las axilas para comprobarlo.
    Sentía los diferentes olores adheridos a ella, a toda la
    ropa y también en el regusto que no podía eliminar
    de la boca y la garganta. Sí, los olió, estaban
    allí, en su piel y a su alrededor.

    Ya dentro de la habitación se quitó la
    blusa y el sostén, y se quitó también la
    falda. Se vio en el espejo de la peinadora ayudada por el
    bombillo del pasillo. No quiso encender la luz. Se rio de que
    siempre se resistía a prender las luces, como rechazando
    la certeza de ver más realidades. Frente al espejo, se
    consideró un verdadero desastre, con su belleza marchitada
    sin llegar a cumplir los cuarenta años, con hondas ojeras,
    sin una gota de frescura. La piel le brillaba por la grasa y la
    incesante transpiración. Y el ánimo se le
    ensombrecía ante las necesidades y la lucha por mantenerse
    siempre dispuesta y no ceder frente a la latente posibilidad de
    sucumbir en el temido abandono.

    De igual manera, una vez más pensó que si
    ése era su destino no se rendiría para echarse a
    morir. Después de secarse la cara, el torso, todo el
    cuello y la entrepierna con una toalla limpia, suavemente, a
    toques, oliéndose, se vistió de falda beige y blusa
    blanca y se echó un poco de colonia sobre los senos y los
    hombros. Luego repasó la colonia sobre la parte alta de
    los pechos para refrescarse un poco más. Se peinó
    como pudo. El pelo estaba sucio y no se dejaba someter ni se
    soltaba. Ahora, un poco más arreglada, no se
    reconoció tan mal. Y se sintió mejor. Aunque la
    improvisada frescura de piel que había logrado más
    arriba de la cintura no fuese ni remotamente suficiente al no
    opacar ni remotamente el olor a sexo de varios días y al
    de la cocina que le ascendía por el cuerpo entero. Lo
    sabía demasiado bien. Aún emanaba a su alrededor lo
    que sólo el agua y el jabón podrían
    eliminar.

    Pero así, sin remedio, se fue hasta la ventana
    del cuarto que daba a la calle, corrió la tela de la
    cortina improvisada y se inclinó para apoyarse con los
    brazos sobre el marco de madera. Sintió alivio en los
    músculos de la espalda. Aquel estar allí, sin hacer
    nada, aunque fuese esperando, dejando correr los minutos al
    observar la calma y el espacio en derredor, era su
    antídoto preferido contra la ansiedad y contra la rabia.
    Allí, serenándose, esperaría por su
    marido.

    Al poco rato, volvió a cerrar los ojos con
    agradecimiento cuando una mansa brisa, seguramente extraviada de
    un viento aventurero y lejano que viajando por el campo repasando
    arboledas y cañaverales logró llegar hasta ella, le
    aligeró la piel al acariciarle fríamente el sudor
    que ya estaba fluyendo de nuevo de la cara y el cuello.
    Gozó el roce fresco del aire sobre la frente y las
    mejillas y se alegró al sentirlo entrar y atravesarle las
    mangas y la botonadura de la blusa para acariciar sus senos y
    erizarle los pezones libres de ataduras. Este ligero contacto le
    indujo una sonrisa de sensualidad y le regaló un
    bálsamo momentáneo. Y le hizo recordar el aguacero
    soñado en la otra ventana.

    Resignada y consciente levantó la mirada hacia la
    noche para refugiarse una vez más en la hondura del
    firmamento. Ahora las estrellas brillaban como si todas fuesen
    luceros. Sonrió con satisfacción al recordar su
    soñada desnudez bajo la lluvia: aquellas luces la hubiesen
    denunciado en mil gritos luminosos llegando del espacio.
    Simpatizó con ellas y sus imaginados chismes de
    iluminación sobre su apetecida desnudez. Fue así
    que se amalgamó con la noche que la había rodeado,
    envolviéndola con su manto de cerrazón y
    lejanía, disfrutándola medularmente en ese momento.
    Aquel cielo era un regalo que ni la Revolución, que
    podía contra todo, le podría quitar jamás.
    Estaba tranquila. Ya no le sudaban las manos, aunque el calor
    seguía siendo el mismo. La que no creía ser la
    misma era ella.

    El momento de esa contemplación quedó
    interrumpido cuando vio en la penumbra de no más de
    sesenta pasos que su marido, tan alto y delgado como era, con su
    andar sin apuro de pantalones anchos, doblaba la esquina y se
    acercaba lentamente por el medio de la calle, como abriendo
    camino entre las sombras y las casas. Lo observó con
    cariño y comprensión. Salió del cuarto.
    Estando en la sala abrió la puerta un momento antes de que
    él llegase al portal. Ya afuera, lo miró
    sonriéndole, despejando de la cara los restos de
    preocupación por todo lo sentido y no mentando y el horror
    de la falta de agua que no les permitiría bañarse,
    con todas sus consecuencias.

    El hombre tenía muy mal aspecto y lucía
    sus profundas ojeras como si jamás durmiese. La barba
    naciente de varios días le hacía verse peor y el
    uniforme que usaba para trabajar estaba gastado y sucio, con
    numerosos redondeles de manchas de grasa en los pantalones.
    Cruzaron un ligero abrazo mientras ella le daba un beso en la
    cara, sintiendo a su vez en los labios el sudor y la grasa y la
    erizada barba de varios días. El hombre sonrió y le
    acarició suavemente la cabeza y la nuca cuando entraban a
    la sala. Inmediatamente se dirigieron a la cocina.

    No estuvieron cenando por más de diez minutos,
    comunicándose con la mirada que comprendían y
    aceptaban aquel compartir de escasez y poca higiene. Al terminar,
    sin levantarse, él estuvo leyendo muy por encima las ocho
    páginas del único periódico que circulaba en
    el país y que invariablemente traían hasta la
    puerta durante las mañanas. El agua sí, pero el
    periódico no faltaba jamás. Las noticias eran de
    igual cariz todos los días. Decían que pronto se
    daría por terminado aquel nuevo período especial y
    que abundaría el agua en toda la isla, y también la
    electricidad. No se necesitaban tantas palabras, Los grifos
    muertos eran una definición exacta del sistema y una
    tortura más para aumentar el grado de penuria y de
    impotencia en que se vivía. Había que
    resignarse.

    Cuando más tarde fueron al dormitorio y cerraron
    la ventana, el hombre se desnudó y se acostó. En un
    instante el bochorno del encierro se superó a sí
    mismo. Y el olor imperante también. Ella ni pensó
    en quitarse la ropa, tan sólo se echó sobre la cama
    y se sintió tan acorralada como cada noche. Y el tufo de
    él le llegó como una bofetada. Cerró los
    ojos y a pesar del calor se cubrió con la sábana.
    Se sentía aplastada y sucia y sujeta a su vergüenza.
    Él se volteó hacia ella y pretendió un juego
    amoroso, observándola y tocándola por encima de la
    sábana primero y luego metiendo las manos bajo la tela de
    la blusa, hasta mimarla y acariciarla directamente sobre la piel
    sudada y los senos generosos. Pero ella no podía
    responderle. Le retiró la mano suavemente. Le
    mintió avergonzada diciéndole que se sentía
    mal, que al igual que en otras noches le dolía la cabeza,
    que la perdonara, que estaba muy cansada, que hacía
    demasiado calor. Le dijo cualquier cosa. No podía
    resolverse en otra acción que no fuese resistirse y
    decirle que no, aunque le dijo que también lo deseaba. Y
    era cierto. Pero en verdad no podía.

    Partes: 1, 2

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