Agua – Monografias.com
Agua
Ella estaba a solas en la cocina, al final de la casa y
al final de la tarde, abandonada de todo y abrasada de calor,
dejando correr sus pensamientos en esa hora a medio andar en que
la luz en su mansedumbre y debilidad se va difuminando sin
apuros, sin la claridad del día ni la llegada de la noche,
hasta que, poco a poco, negando brusquedades llega a
desaparecer.
Y con la fuga del sol todo quedaba a merced del bochorno
y la inminente oscuridad que como una enorme capa al final todo
lo cubriría. Sometida por la espera, se mantenía de
pie y apoyada de costado con la cadera y media nalga contra la
base del fogón que se afincaba en la pared. Sólo
aquel espacio, en el ángulo más pequeño y
arrinconado de la cocina, le brindaba el aislamiento y la quietud
del refugio tan necesario para su ánimo. De una de las
hornillas, en la que le mantenía el calor a un poco de
arroz ya cocinado de varios días, le llegaba a la piel, y
principalmente a los párpados y mejillas, la
radiación de restos de carbones débilmente
encendidos y cenicientos a punto de perecer. La envolvía
el unánime verano, condensado dentro de la cocina y de la
casa entera. Corría la hora de la calma y de la
caída hacia el silencio nocturno, todo un decaimiento para
acompañarla, sin aproximación de una brisa y sin
posibilidades de cambio alguno, tanto en el verano implacable y
su monotonía como en su vida entera.
Y se quedaba parada allí, mirando desde su
interior hacia una nada que sólo su mente podía
penetrar en el recuadro de pared que se borraba ensombrecida
frente a su visión, a un metro de distancia de su
acostumbrada soledad. La cara y el cuello le brillaban finamente
y un mechón inmóvil del cabello le caía
sobre la frente y las cejas. Y sentía que hasta el aire en
su aridez también estaba fatigado y estático,
inmóvil, como ella, y como cada objeto a su alrededor. Los
murmullos de voces vecinas, y hasta los latidos de un quehacer
que estuvo detenido en espera de la aparición de un
alivio, y los ruidos y movimientos del vecindario, y los
niños correteando, despertando ahora todos levemente con
la caída del sol, se anunciaban en voz baja a diferentes
distancias. Pero apenas los escuchaba y reconocía, ni
intentaba alcanzarlos, ni le interesaban. Se negaba a dedicarles
un mínimo de atención. Dejaba llegar sus presencias
en los mensajes del aire, y los sentía deambular a su
alrededor, o los dejaba pasar de largo como si no
existiesen.
Ella estaba más allá de su propia
existencia, apagándose también como el sol y los
carbones del fogón en aquella expectación por el
agua tan necesitada que una vez más las autoridades
habían prometido para las primeras horas de esa misma
tarde. Pero que en ningún momento había hecho acto
de presencia. Cuatro días llevaban esperando. Cuatro
días sin agua. Nada, en vano, ni por asomo, las
tuberías continuaban secas y abandonadas. La falta de agua
era una grieta más ahondando en aquella tragedia mucho
mayor que los venía atropellando a todos, según
sabía por más de cincuenta años, y que al
paso que iba parecía que no alcanzaría a terminar
jamás.
Sin precisar los detalles de las tablillas y las losas
que tocaba, recorría con las yemas de los dedos un
pequeño tramo de madera que en la meseta soportaba el peso
del fogón donde se apoyaban las hornillas y el metal del
sediento fregadero. Su mano iba y venía sin voluntad,
maquinal, acorde con la lentitud y el aburrimiento de su
pensamiento. Actuaba acoplada al ambiente, detenida por la espera
de la llegada del agua, sin quejarse, sin manifestar siquiera un
mínimo de rebeldía, resignada y en apariencia sin
furia alguna, sometida y más que ajustada a lo que los que
mandaban quisiesen hacer. Y allí estaría, sin otra
proposición que no fuese aguantar, simplemente aguardando,
sin esperanza alguna, agotándose como una incierta vela.
Por mucho tiempo su vida transcurría en un simple estar
viva, pero pasando inadvertida entre las horas, sin alicientes y
sin sorpresas, sin pensamientos nuevos, tan sólo
acostumbrada a las desilusiones y a no esperar por nada
significativo. Y así se mantuvo, más que inerte,
dejando el mundo correr, sin siquiera intentar sujetarse al
tiempo de la espera, perdiéndose ella también poco
a poco entre las sombras del vacío y en el seno de la
oscuridad creciente que se afincaba en la cocina en aquel
encierro de ahogo y de vagón abandonado y puesto a un
lado.
Hasta que regresando de su dejadez, quizá
reaccionando al escuchar los fuertes ladridos del perro vecino
que por momentos se acercaba a la cerca que separaba los dos
patios, frente a la pequeña ventana de desahogo del
fogón, como si le ladrase a ella, dándole un algo
de vida al espacio que compartían, hizo conciencia de lo
que la rodeaba y de sí misma. Lo miró por la
ventana y se sonrió al verle los mentirosos colmillos
amenazantes. Se conocían demasiado bien. Y en esa
conciencia se dolió del peso del cansancio que le
maltrataba las piernas, los hombros y la cintura. Lo
sintió como si en aquel tiempo de aguardar hubiese
arrastrado sujeto con sogas un bloque imposible y gigante que a
cada paso dado clavase una de las esquinas en el piso para
aumentar su resistencia a ser removido. Y mirando a su alrededor,
y al perro, y al patio entero ya en sombras, y viendo el abandono
de la casa, pensó en la impertinencia de aquel verano que
más que morboso se sumaba en exceso para que abusando en
las últimas semanas no dar ni un minuto de respiro en un
mínimo de alivio. Y que a su vez pesaba en el ambiente
como otro bloque más, denso y asfixiante. Pero éste
afincado aún más profundo, por la desgracia de ser,
sin tregua, completamente abarcador. Las sofocantes temperaturas
amodorraban la sangre y disminuían la voluntad de
emprender cualquier acción. Y de ahí saltó a
las otras horas. Y pensó en las interminables y sufridas
noches de su cuarto, como la que pronto tendría ante
sí y que se le venía encima para apoderarse del
mundo y de ella toda, la que tendría que afrontar cual
resumen de la desazón del día. No, las noches no
eran mejores. Y el tiempo de estar esclavizada en aquel ambiente,
y el tener que mantenerse pisoteada sin poder manifestar ni un
asomo de protesta o rechazo, ni tan siquiera una queja, se
hacía cada vez más vergonzoso y opresor. Aquella
vida era como un no existir.
Asomándose por una hendidura aparte de su mente y
de su tiempo, se vio en su desánimo como desde el techo,
parada en aquel rincón de la casa, en la cocina, al igual
que en miles de ocasiones, cansada de su inactividad y espera y
sometida a permanecer sin alivios ni soluciones entre el reguero
y la suciedad de lo que la rodeaba. Nunca pensó que su
vida podría alcanzar tal estado de asco y de naufragio y
de abandono. Y ya sumaba esos cuatro días sin agua en la
casa, esperando, sin fregar, sin lavar la ropa, sin limpiar los
pisos, sin poder bañarse. Podía dibujar caminos en
el polvo que se acumulaba sobre cada mueble. Y el aire
olía caliente y a todo tipo de basura descompuesta. No
provocaba estar allí ni salir a parte alguna.
Tratando de quebrar el aburrimiento lo más que
podía hacer era escuchar la radio mientras soñaba
con la llegada del agua. Y de mala gana oía las mismas
noticias de a diario. Y en raras ocasiones, rarísimas,
acompañaba dentro del pecho una melodía o una
canción, sin entusiasmo, a lo máximo
susurrándola, siempre por lo bajo, queriendo pasar
desapercibida hasta para el espacio y las paredes de su propia
casa. Su ausencia quería ser total. Pero de igual manera
estando como de costumbre, aburrida, siempre aburrida,
soberanamente aburrida. Prácticamente tan sólo
vivía dentro de su cabeza, zarandeada como un monigote,
llevada sin voluntad por sus resquebrajadas y cada día
más débiles emociones. Ni tan siquiera el rencor o
el odio se hacían fuertes. Casi que la dominaba la
indiferencia.
La falta de agua no era otra cosa que un abuso
más entre los múltiples a los que estaban sometidos
en el vivir de aquel pueblo rodeado de campo y olvidado desde
todas sus memorias y miserias. Y no se vislumbraba remedio
alguno. Tan sólo restaba sostenerse y aguantar. De eso
estaba segura. Y dibujando un gesto de dureza y burla, aceptando,
pensó que de la capacidad de aguantar ya estaba más
que graduada desde hacía muchos años.
Por un momento pensó también, con moderada
esperanza, que cuando llegasen las lluvias quizás todo
mejoraría. Quizás. No quería ir más
allá de esa expectativa. Ya ni la posibilidad natural de
las futuras lluvias podía convencerla ni proporcionarle la
certeza de que algo positivo para su alivio pudiese suceder. No,
le costaba muchísimo creer en cualquier cosa que
representase un bienestar para el futuro. Frente a cada esperanza
se cerraba siempre una cortina gris de imprevistos que negaba y
obstaculizaba de plano todas las posibilidades de mejorar.
Parecía ser sistemático.
Y así se mantuvo, en la reducida cocina,
dándole vueltas a la cabeza, siempre de pie, atrapada y
consumida de penumbras, moviéndose apenas en su
rincón, taladrando el aire y las paredes con la mirada de
la desesperanza. Por momentos acercándolas a la cara se
fijaba en sus manos, revisando las uñas que casi ya no
podía distinguir y que no sabía de qué
manera limpiarlas sin tener agua. Se reconocía sucia. Y se
acompañaba en aquella soledad analizando su propia
presencia, sin orientación y sin importancia alguna. Y la
noche avanzaba. Tan sólo la vaga iluminación del
patio, procedente de las primeras estrellas y de algunos
bombillos vecinos, se adentraba por reflejo como fisgona
escurridiza y suave en la cocina. Pero aún siendo poco ese
avance tímido de luz, para su vista acostumbrada a la
naciente oscuridad de esas horas era suficiente.
En el patio, como bandidos sigilosos, los grillos
comenzaban a anunciarse con sus estridencias, sedientos de pareja
y agua, rompiendo el silencio de la noche, subiendo de tono,
insistentes, hasta llegar a penetrar de chirridos la cocina y la
casa entera. Pensó que posiblemente llevaban rato en su
monotonía sin que ella se hubiese dado cuenta. Aquel
vibrar de fantasmas sonoros, convertido por la necesidad en
absurda compañía, penetraba con su oculto descaro a
través de las ventanas y puertas y rendijas de las paredes
de tablas. Los imaginaba escondidos en los matorrales de los
alrededores, amantes cantarines, desplazándose entre la
hierba, seguramente también afanosos y acalorados. Amaba a
los grillos desde niña. Y gustaba de sus largas y ruidosas
patas en ángulos fácilmente quebradizos y de sus
brillantes ojos y colores. Al menos por ese breve momento,
pensó, podía distraerse con los recuerdos y las
imágenes de esos grillos y aquellos tiempos de perseguir
sus saltos entre la hierba.
Pero de igual manera, un pensamiento después, con
o sin su mundo de ensueños y retrospectivas, con grillos o
no, no dejaba de estar allí y se sentía dentro de
esa hora como había estado desde siempre en cada
aniquilador mes de agosto, agobiada y sudada a más no
poder. Y empujada por la actitud que la dominaba, y quizá
más aún por la molestia que le ocasionaban el calor
y el mal olor imperantes, y hasta el olor de ella misma, y
más que adaptada a la oscuridad, repasaba hasta el
cansancio la calamidad de su derredor. Nada agradable de ver.
Suciedad y desorden por todas partes. Aquella visión tan
conocida la hacía sentirse derrotada.
Se pasó las manos por la frente, por los
pómulos y las sienes, echando el insistente mechón
a un lado. La pesadumbre de no tener nada que hacer, el latente
daño de la furia aplacada tras un muro, y el
tránsito constante de un estado de ánimo a otro en
un mínimo de tiempo, siempre amenazaban con desgarrarla y
romperla. Pero resistía. Volteada hacia la ventana,
fijando la mirada y haciendo un esfuerzo por superarse, aplacaba
su ánimo refugiándose en el sólo mirar y en
el control de una apretada respiración.
Enfrentada a un sentimiento de nulidad interna que
aspiraba que no la venciera, tomó conciencia del tiempo
que llevaba de pie, y más aún de su propio peso
sobre las piernas resentidas. Y después, quedándose
quieta, mirándose a lo largo de las telas opacas de la
blusa y la falda, desde el pecho a los zapatos, humillando el
cuello, reconociéndose, pensaba en la posibilidad tan
necesaria de encontrar un atenuante que la pudiese aislar de
tanta molestia física y anímica. Hacía
demasiado calor y no había dónde refugiarse ni
dónde disfrutar de un poco de fresco. Estaba molida.
Necesitaba un minuto de alivio. Y más que nada en este
mundo le urgía darse un largo baño, fresco y
revitalizador.
Tan sólo por costumbre abrió el grifo del
fregadero. Le contestó el aspirar burlón del
gorgoteo y el ronquido en ahogos del aire contenido en la
tubería. Se supo tonta en ese intento que había
repetido inútilmente durante los últimos cuatro
días. Sin enojo, cerró la llave y se olvidó
de conseguir un poco de agua donde bien sabía que no
había. Se volteó y miró hacia el patio a
través de la ventana, a su derecha. Anhelaba encontrar en
el cielo de la noche una visión de nubes cargadas que
anunciasen algo de lluvia. Mas no, ni remotamente.
Entrecerró los ojos. Estaba obstinada de tantos fracasos y
tanta negatividad. Y se supo una tonta repitiéndose.
Encima de saber de la ausencia de nubes borrascosas, aunque
mirase mil veces hacia afuera, podía percibir en el aire
la total ausencia de humedad. Pero quería seguir
imaginando locamente la cercanía de un ruidoso chubasco
como único remedio a la necesidad que se acumulaba en su
interior. Y aún más, imaginaba mucho más,
imaginaba que sólo así, bajo la lluvia limpia y
libre, se permitiría salir al patio para dejar que el agua
fría le corriese por el cuerpo y la empapase de pureza
hasta la médula de sus carnes y del alma y de su vivir
enteros. Sí, un buen chaparrón la haría
renacer y sentirse mil veces mejor. Y si acaso ocurriese, en
medio de esa soñada lluvia, tan sólo bajo esa
precipitación vivificadora y fresca, estaba convencida que
entonces, y sólo entonces, todo lo sucio, y hasta los
sinsabores de su alma, desaparecerían al caer uno a uno,
enteramente mojados, al ir chorreando por su piel la totalidad de
sus desagrados hasta sus pies.
Sí, dibujando un alivio sintió que en
medio de sus decepciones necesitaba ese aliciente de
soñar. Se sonrió, aún podía
regocijarse con alguna ilusión, aunque siempre supiese que
fantaseaba y que soñar era lo más que podía
hacer dentro de aquel encierro. Y así, sumergida en
sí misma, dócil y entregada, obtuvo el minuto que
anhelaba para relajarse un poco.
Y en brazos de aquella transformación no quiso
apartarse de ese sentir. Manteniéndose
prácticamente sin mover un músculo, permaneciendo
dentro de la imaginación, cerró los ojos para
afirmarse y recordar pasados aguaceros. Y en su remembranza, como
algo gris y muy lejano que se aproximaba con su caída y su
sordo rumor, más que presente en su mente
sintiéndola precipitarse en el patio y dentro de su cuerpo
entero, llegó a escuchar la refrescante caída del
agua. Y cerrando los ojos la vio bajando también a chorros
por las canales de latón que pendían de los aleros
del tejado. Y la vio cayendo por los bordes sin obstáculos
del propio techo, salpicando en derredor, mojándolo todo.
Llegó a fantasear con los relámpagos y con el
trepidar del trueno profundo y desatador de esas nubes.
Sentía una espléndida tormenta en su interior. Y
alegre en su silencio, pensó que con la llegada verdadera
de las lluvias hasta se contentaría de ver y escuchar la
intermitencia de las goteras al caer y golpear en los cacharros
distribuidos estratégicamente dentro de la casa.
Podía recordar la ubicación de todas. Y de igual
manera pensó que por primera vez en su vida, seguro que
era así, cual si fuese en un momento como aquél en
que soñaba, hasta le provocaría salir corriendo y
desnudarse loca de alegría, pieza por pieza, en medio del
patio, a la vista de la noche entera. Y quizás hasta lo
haría. Sí, quizás.
Pero un instante después, ante el freno de su
arrastrada vergüenza, esa idea detuvo su respirar y la
despertó casi en sobresalto, sintiendo que en su misma
ensoñación se había excitado fuera de
control. Por un momento lo pensó mejor y se contuvo con
timidez, deteniendo su entusiasmo, abriendo los ojos y
sabiéndose extrañamente absurda con esas ideas. No,
era una locura, el pasado no se lo permitiría. No, no lo
haría. Por más excitada que estuviese, no
podría. Volvió a sonreír, esta vez con algo
de desencanto y decepcionada de sí misma y de aquella
obstinada mojigatería que fue por siempre un sello en su
vida y que de continuo logró sacarla en su vida de tan
hermosos sueños. Y pensó como excusa que tan
sólo empujada por la exigua libertad de sus horas de
soledad podía imaginar esos arranques que no iban con ella
ni con su acostumbrado y tonto pudor. Sabía muy bien que
no sería capaz de desnudarse al aire libre. Se
perdería en ese intento de escapatoria y de aventura
excepcional y sin sentido en aquel mundo de tanta duda propia y
de tantos ojos murmuradores de vecinos saliendo a sus respectivos
patios. Se convenció casi apenada, como si ya hubiese
ocurrido, de que medio pueblo la vería desnuda bajo la
lluvia.
Pero aún así, atraída por esa idea,
motivada y empujada quizá sin saberlo por esas delirantes
posibilidades, caminó y se acercó a la ventana de
la cocina para observar el patio donde caería la supuesta
lluvia. Puras sombras. Frente a la noche, sabiéndose
borrosamente dibujada entre el marco de la ventana para cualquier
visión, sin llegar a salir por completo de lo imaginado y
prohibido, extrañamente se sintió deseosa de algo
diferente en su vida. Y sin pretenderlo, por instinto, empujada
sin saberlo por el sentir anterior, hasta se desabotonó la
blusa y se acarició el cuello y la parte alta de los
senos. Y llegó a tocarse los pezones que de inmediato
reaccionaron, clamando contactos, endureciéndose, erizados
en crecida. El inventado aguacero y la fantaseada desnudez le
habían hecho bien. Sus emociones tambaleaban, pero por un
momento sintió que podía renovarse. Y se
sentía mejor. Casi que se sintió renacer. Supo por
primera vez en su vida, inundándole la sangre y las
carnes, que la libertad y el no negarse, que por su manera de ser
y las presiones que ella misma se había inventado se fue
arrebatando, eran lo más importante que se podía
poseer para en verdad tener la posibilidad de vivir
plenamente.
Y parada frente a la noche, mirando hacia la oscuridad
sin saber ni buscar explicaciones, envalentonándose, de
repente sintió que la colmaba el deseo de aislarse por
completo de aquel mundo tan desapacible y opresor. Y sí,
por qué no, sintió renovarse también la
atracción y las ganas si acaso llovía de desnudarse
locamente en medio del patio, dando voces que vaciaran su pecho,
llamando a todos, sin importarle nada, sumergida en la noche, sin
tomar en cuenta a nadie. Y esta vez, mágicamente, no se
arrepintió de ese liberador sentir donde aparecería
desnuda a la vista de miles de ojos. Todo lo contrario, estaba
feliz.
Sí, la embriagaba la idea de salir desnuda bajo
la lluvia, y así, como vino al mundo, orgullosa de su sexo
y de su piel completa al aire, con los senos liberados de
sostenes y tapujos, desahogarse y escapar de su vida, desatarse,
borrarlo todo de un tirón. Y entonces, después, sin
más, sin enloquecer, agarrar la vida por el cuello y
abrirle los ojos para que el mundo entero la viese desnuda,
fresca y empapada, contenta y libre. Y a partir de ahí,
cuando se hubiese rescatado de sí misma y de todos,
cambiar de casa, de calle, de pueblo y de país. Hasta
cambiar de cielo. Y quiso soñar que a partir de ese
momento podría tener una vida lejana, donde pudiese
desplazarse como si fuese ingrávida, ubicada dentro de un
paréntesis de sosiego y frescura y libertad, donde nada ni
nadie pudiese enjuiciarla, ni tocarla sin su consentimiento, ni
molestarla, donde no la conociesen, alejada de aquel pueblo y de
aquellos interminables veranos resecos que la sofocaban y
aplastaban sin salida alguna. Y así, vivir, limpiamente,
sin los añadidos compromisos por donde corrían sus
obligaciones, donde no existiesen tan crudas aquellas necesidades
de cada día, imposibles de solventar, que le fueron
chupando segundo a segundo los deseos de vivir.
Y dentro de ese acumular de pensamientos y emociones,
siempre de frente a la noche, ahora repasando con las manos la
aspereza del marco de tablones de la ventana, se mantuvo con los
ojos de nuevo cerrados y los sentidos y los más profundos
deseos abiertos, soñando con una escapada de desnudez y
carrera total. Se quitaba un peso de encima. Calladamente,
sonreía. Y así se mantuvo, también
dejándose llevar, hasta que poco a poco, entreabriendo los
ojos, entonces sin quitar la vista de la atrayente infinitud, se
fue calmando. Pasados varios minutos se calmó aún
más. Y se amalgamó con su cuerpo. Y sintiendo la
disminución de sus latidos, pudo respirar pausadamente,
más relajada, cual si se hubiese liberado de una larga
fiebre. Como si se hubiese entregado dócil y mansamente en
una noche de juegos y placer.
Después, aún feliz por lo que había
sentido, pero alejándose de sí misma y de esas
emociones que la estremecieron, renunciando con cierta pena a
ellos, pero sin sufrimiento, volvió a su realidad y
entorno, por enésima vez, en esta ocasión con
conocimiento y convicción de esa otra vida y de que
resultaría arduo en extremo lograr escabullirse de las
circunstancias en que vivía para ir hacia ella. Aquel
ambiente, su mundo, no cambiaría nada, como nunca
cambió en todos esos años de sufrir sus embates sin
poder enfrentarlos.
Y todo el mal estaba a la vista. Y no conocía
otra manera de evadirlo que viviendo sólo en sí
misma. Y más después de la última
experiencia en la ventana. La carestía de hasta lo
más elemental, y el omnipresente fastidio de la
presión política y la vigilancia extrema en que ese
poder se fundamentaba, se mantenían constantes para
gritarle dónde vivía y bajo cuáles
condiciones tenía que subsistir. Y lo del calor y el agua
igual. A la piel se le adhería como un mugriento sello el
resumen sudoroso de los cuatro días que llevaba sin poder
bañarse. Y todo lo dejaban allí, para
recordárselo, para que lo tuviese siempre presente y que
entonces no le quedasen dudas de lo que era la suciedad, y el
polvo, y el mal olor en ella, en sus partes y en todo lo
demás. Pero no, no tenían que recordárselo,
lo tenía bien presente. Demasiado presente, hasta la
médula de los huesos. Y en su momento, consciente de nuevo
de su espacio y ubicación, se protegió por un
instante de todas esas incomodidades al penetrar en la caverna de
su resignación. No había cómo escapar. Tan
sólo quedaba soñar cuesta arriba
También en ese instante sintió que hasta
el tiempo y el aire se habían detenido de golpe en su
pecho y en la sequedad del espacio y hasta de su
respiración. Cada elemento del verano se sumaba cruelmente
al variable estado de sus emociones y a las limitaciones en que
vivía desde hacía muchos años. El calor, y
la escasez tan abusiva de agua, eran una combinación
letal. Y junto a ellos, iban arrastrándose en languidez
sus emociones y pensamientos. Esto sí que por más
que lo intentara, con o sin refugio, no lo dejaba de sentir y
sufrir. Pero por todos los caminos su emoción ahora la
empujaba y llevaba al mismo sitio: lo mejor era soñar y
mantenerse soñando en lo que fuese posible, como si lo
externo hubiese desaparecido.
Entre las sombras de la noche, en la reducida cocina,
aún en la ventana, sin querer abandonar su
ensoñación, pero imponiéndose la realidad,
sentía una vez más cómo le transpiraban las
manos que durante horas había intentado secar en el
delantal en un esfuerzo repetido por inútil. Su piel
regresaba a comportarse como si cada poro se hubiese
independizado y convertido en un fino manantial por donde
brotasen sin freno, y sin brindar respiro alguno, todos sus
sofocos y su irritada incomodidad interior. Llegó a pensar
que hasta sus sueños sudaban y que quizá sudando
hasta llegarían a desvanecerse.
Y así, callada y sola, lentamente, ahora
alejándose de la ventana en un regreso tantas veces
repetido para volver al sitio acostumbrado en el espacio de la
cocina y recostarse como antes a la pared y al inoperante y
más que sediento fregadero, hizo conciencia de que ya
estaban presentes las horas de la noche, las peores de cada
día. Y pensó que lo único que le faltaba,
para rematar la asquerosidad y el desagrado de ese otro
día más, sería que se fuese también
la electricidad para quedar sola, sucia y oscura.
Pero hasta eso no sería ya tan grave.
Pensó que era una tonta. Lo esencial era que el agua
llegase a inundar las cañerías y corriese libre y
plena por las tuberías de la casa, aunque fuese por una o
dos horas, para que se llenase la cisterna, para bañarse,
para poder fregar un poco de cachivaches y para lavar algunas
piezas de ropa. Quién sabe cuándo sucedería.
Dibujó una mueca de desagrado e impotencia que
culminó en una sonrisa afirmativa y de convencimiento
hacia sí misma de que todo seguiría igual,
quizá hasta la tumba. Sabía mejor que nadie que
aquel estado de constantes enfados y renuncias, añadido a
la incomodidad de vivir entre la suciedad y el desorden de no
poder colocar las cosas limpiamente en su lugar, la marchitaban
mucho más de lo que la habían deteriorado los
embates de la Revolución y el paso de los
años.
Y levantó la mirada, buscando un aire para
recuperarse. Se revolvía. Sabía que la
disminución gradual de sus esperanzas con el tiempo la
dejaría prácticamente sin fe alguna, vacía
de ilusiones. Y sin fe en el futuro, sin horizontes, sin esos
ensueños, el resto del vivir sería, como lo fue
hasta ese momento, una muerte lenta y un vivir carente de
sentido. Nunca tendría ni un segundo de real
satisfacción. En las condiciones en que vivía,
donde resultaba imperioso guardárselo todo, y
además tragárselo en seco, hasta esa sutil
aflicción tenía que ser acallada y anudada
firmemente para que no brotase. Y así tendría que
seguir. Más de una vez pensó que moriría
asfixiada, con todas las palabras no dichas atravesadas en la
garganta, atoradas, amargas, hirientes.
Se irguió. Y con toda intención
viajó con su mente al patio. Y recordó el
baño de desnudez que imaginó y que tanto la
había ilusionado y satisfecho. Algo complacida se
regresó. Un instante después, siempre frente al
fogón, miró hacia el reloj que se acomodaba sobre
una tabla adosada a la pared. Concentrando la visión en
él, acercando la cara y aguzando la mirada, pudo ver que
ya era más tarde de lo que creía, pasaba de las
ocho de la noche. Tardaba más de lo acostumbrado, pero
pronto llegaría su marido.
A pesar del peso emocional acumulado, se puso de nuevo
en acción. Encendió la luz, tirando de un cordel
ajustado al bombillo que colgaba de un cable cayendo desde un
travesaño a ras del techo, justo por encima y a un lado de
su cabeza. El mundo de la cocina volvió a presentarse con
todos sus trastos, a pesar de la debilidad del bendito bombillo.
En seguida, por costumbre también, ordenó y
apoyó algunos platos y tazas que estaban a su alcance en
la pequeña meseta y en el abarrotado fregadero. Por la
rutina de cada día, como olvidada de la hora que
había indagado, o sin haber hecho conciencia de ella,
levantó la vista una vez más y se fijó en el
reloj. El tiempo no corría. Pero su marido tendría
que arribar en cualquier momento, como a diario, cansado, con el
uniforme verde olivo igualmente sucio y con su inseparable y
siempre ladeada gorra roja que nunca lograba cubrirle todo el
abundante cabello.
Lo dibujó en su mente. Él vivía
como si lo externo le golpease sin hacerle nacer un reclamo,
aguantando, sin una queja, pero ciertamente atragantado de todo
lo que tenían que soportar y con mil gritos ahogados en su
interior. Quizás aquel su silencio era un escudo que
portaba para protegerla de los chismes y delaciones que los
rodeaban y así mantenerla lo más aislada posible de
las provocaciones que reinaban en el pueblo. Él ni tan
siquiera se lamentaba por la falta de agua que sin lugar a dudas
sería lo que más le dolía también.
Los llamados revolucionarios que ostentaban y paseaban el poder
por las calles, y lo alimentaban tras los postigos y cortinas
entreabiertas, que no daban tregua en su intimidación,
aún en aquel pueblucho insignificante, interpretaban de
otra manera cualquier reclamo que se hiciese. Lo veían
como acciones contrarrevolucionarias que se tenían que
aplastar. Era demasiado peligroso.
Y se dolió un instante más de aquella
necesidad sistemática que no había dado un respiro
en tantos años de sufrir las mentiras y los fracasos de la
cruel y siempre presente Revolución. No resolvían
nada, todo era un discurso de pura palabrería.
También en esto se contuvo, con lo de la falta de agua era
suficiente. No quería pensar en ello. La Revolución
y todas sus calamidades asimismo la tenían más que
cansada y aburrida. Ya no le importaba Fidel, ni sus camaradas,
ni nada que tuviese que ver con ellos. Se conformaría con
el agua. No valía la pena sufrir más de lo que
hacía tanto tiempo le sobraba. Aunque pareciese imposible,
lo más importante para ellos dos, y para todos, y hasta
para la jadeante Revolución, era tan sólo
sobrevivir.
Y en eso regresó a la realidad de su espera. Vio
la cafetera a un lado del fogón y recordó que
después que cenaran no podría ni preparar un poco
de café, a pesar de que había conseguido una
nimiedad de polvo con una vecina. De nuevo lo mismo: no
había agua. Se fijó en el rincón junto a la
puerta que daba al patio y vio el montón de ropa sucia
atiborrando el cesto de mimbre que acusaba el tiempo de
desvencijarse. Otras cuatro piezas sobrantes, tres camisas y un
pantalón de trabajo, de mezclilla, se regaban en el piso
alrededor de la base del cesto de donde cayeron. Y a un lado de
la meseta, en un cacharrito, tan sólo quedaba un resto del
último tinto que había podido colar. Ese residuo se
iba consumiendo a pequeños sorbos de mojar los labios para
acariciar el sabor tan concentrado del café, tanto por
ella como por su marido, para que no acabase. Por supuesto que no
podía ni estirarlo aclarándolo con un mínimo
de agua antes de volverlo a calentar. Dolía mucho el tener
tan poco que comer y nada con qué limpiar. Pensó
que no sabía cómo, después de tantos
años, podían soportarlo todavía. Por un
momento se detuvo frente a la imagen precisa de ese pensamiento y
se vio a sí misma como una estúpida. Un segundo
después, se sonrió, con malicia: sí,
sí lo sabía. Lo sabía demasiado bien, en
carne propia.
Pasó los dedos entre el abundante cabello y lo
sintió grasoso y pesado. Su piel de igual manera estaba
así, pegajosa y caliente. Y peor aún, se
reconocía de aspecto horrible en aquellas condiciones en
que vivía, casi sin feminidad ni atractivo, sin algo con
qué arreglarse, sin perfumes, sin buenos jabones ni
champú, sin desodorante, sin talcos, sin agua. Ahora no
era su imaginación, ese abandono la colocaba a punto de
amargarse para siempre al reconocerse en aquel estado calamitoso
y deteriorado. Ya casi no era una mujer. Y no podía hacer
otra cosa que aceptar y callar. Pero, dándose un respiro,
también sabía que tenía que domeñar
la retahíla de sus pensamientos y dislocadas emociones. No
había de otra. Aunque aquella lucha la llevase en mil
caídas hasta el propio borde de la tumba, tenía que
superarse a sí misma y callar, de boca y de
corazón.
Y de nuevo se enfrentó con su realidad,
envalentonándose, buscando un nuevo ánimo para no
caer desplomada en el abandono de sí. Sabía y se
repetía que tenía que seguir tragando duro, sin
quejas ni debilidades de espíritu, aguantando, para no
acrecentar las cargas que se acumulaban en aquel vivir sucio y
aparentemente sin salida.
Respirando hondo enderezó la espalda para entrar
nuevamente en acción. Y lo hizo. Olvidándose del
bochorno que reinaba en la cocina y en toda la noche, y superando
el dolor de la cintura que había dejado en el alivio del
olvido, con un paño seco limpió
enérgicamente de residuos dos tenedores y dos platos que
previamente había colocado también sobre la meseta
y que sirvió con el arroz, un poco de frijoles negros y
unas piezas de cerdo que había recalentado antes. Los
colocó sobre la mesita con dos sillas que estaba junto a
la puerta que daba acceso al resto de la casa. Después,
los cubrió con otros platos para conservarles el calor. El
olor de la grasa recalentada y el del humo del leve chisporroteo
provenientes del carbón en la hornilla, reinaban
contagiosos en el espacio de la cocina. Los sentía casi
fundidos a su garganta y a su respirar. Pero los eliminó
de su mente y de un golpe también de sus preocupaciones.
Siempre mecánicamente, hizo un último intento por
acomodarse el cabello, surcándolo con los dedos.
Después, se quitó el delantal tras secarse el sudor
y la grasa de las manos una vez más y lo colgó de
un clavo en la pared.
Abandonó la cocina, con paso rápido,
dirigiéndose al dormitorio. Y sintió con más
presencia de la acostumbrada que el sudor le corría por
todas partes y que la ropa le resultaba incómoda al
pegársele como otra piel sobre el cuerpo. Sabía que
arrastraba con ella el halo de todos los tufillos que reinaban en
la cocina. Camino del cuarto se olfateó los brazos y la
blusa a la altura de los hombros y las axilas para comprobarlo.
Sentía los diferentes olores adheridos a ella, a toda la
ropa y también en el regusto que no podía eliminar
de la boca y la garganta. Sí, los olió, estaban
allí, en su piel y a su alrededor.
Ya dentro de la habitación se quitó la
blusa y el sostén, y se quitó también la
falda. Se vio en el espejo de la peinadora ayudada por el
bombillo del pasillo. No quiso encender la luz. Se rio de que
siempre se resistía a prender las luces, como rechazando
la certeza de ver más realidades. Frente al espejo, se
consideró un verdadero desastre, con su belleza marchitada
sin llegar a cumplir los cuarenta años, con hondas ojeras,
sin una gota de frescura. La piel le brillaba por la grasa y la
incesante transpiración. Y el ánimo se le
ensombrecía ante las necesidades y la lucha por mantenerse
siempre dispuesta y no ceder frente a la latente posibilidad de
sucumbir en el temido abandono.
De igual manera, una vez más pensó que si
ése era su destino no se rendiría para echarse a
morir. Después de secarse la cara, el torso, todo el
cuello y la entrepierna con una toalla limpia, suavemente, a
toques, oliéndose, se vistió de falda beige y blusa
blanca y se echó un poco de colonia sobre los senos y los
hombros. Luego repasó la colonia sobre la parte alta de
los pechos para refrescarse un poco más. Se peinó
como pudo. El pelo estaba sucio y no se dejaba someter ni se
soltaba. Ahora, un poco más arreglada, no se
reconoció tan mal. Y se sintió mejor. Aunque la
improvisada frescura de piel que había logrado más
arriba de la cintura no fuese ni remotamente suficiente al no
opacar ni remotamente el olor a sexo de varios días y al
de la cocina que le ascendía por el cuerpo entero. Lo
sabía demasiado bien. Aún emanaba a su alrededor lo
que sólo el agua y el jabón podrían
eliminar.
Pero así, sin remedio, se fue hasta la ventana
del cuarto que daba a la calle, corrió la tela de la
cortina improvisada y se inclinó para apoyarse con los
brazos sobre el marco de madera. Sintió alivio en los
músculos de la espalda. Aquel estar allí, sin hacer
nada, aunque fuese esperando, dejando correr los minutos al
observar la calma y el espacio en derredor, era su
antídoto preferido contra la ansiedad y contra la rabia.
Allí, serenándose, esperaría por su
marido.
Al poco rato, volvió a cerrar los ojos con
agradecimiento cuando una mansa brisa, seguramente extraviada de
un viento aventurero y lejano que viajando por el campo repasando
arboledas y cañaverales logró llegar hasta ella, le
aligeró la piel al acariciarle fríamente el sudor
que ya estaba fluyendo de nuevo de la cara y el cuello.
Gozó el roce fresco del aire sobre la frente y las
mejillas y se alegró al sentirlo entrar y atravesarle las
mangas y la botonadura de la blusa para acariciar sus senos y
erizarle los pezones libres de ataduras. Este ligero contacto le
indujo una sonrisa de sensualidad y le regaló un
bálsamo momentáneo. Y le hizo recordar el aguacero
soñado en la otra ventana.
Resignada y consciente levantó la mirada hacia la
noche para refugiarse una vez más en la hondura del
firmamento. Ahora las estrellas brillaban como si todas fuesen
luceros. Sonrió con satisfacción al recordar su
soñada desnudez bajo la lluvia: aquellas luces la hubiesen
denunciado en mil gritos luminosos llegando del espacio.
Simpatizó con ellas y sus imaginados chismes de
iluminación sobre su apetecida desnudez. Fue así
que se amalgamó con la noche que la había rodeado,
envolviéndola con su manto de cerrazón y
lejanía, disfrutándola medularmente en ese momento.
Aquel cielo era un regalo que ni la Revolución, que
podía contra todo, le podría quitar jamás.
Estaba tranquila. Ya no le sudaban las manos, aunque el calor
seguía siendo el mismo. La que no creía ser la
misma era ella.
El momento de esa contemplación quedó
interrumpido cuando vio en la penumbra de no más de
sesenta pasos que su marido, tan alto y delgado como era, con su
andar sin apuro de pantalones anchos, doblaba la esquina y se
acercaba lentamente por el medio de la calle, como abriendo
camino entre las sombras y las casas. Lo observó con
cariño y comprensión. Salió del cuarto.
Estando en la sala abrió la puerta un momento antes de que
él llegase al portal. Ya afuera, lo miró
sonriéndole, despejando de la cara los restos de
preocupación por todo lo sentido y no mentando y el horror
de la falta de agua que no les permitiría bañarse,
con todas sus consecuencias.
El hombre tenía muy mal aspecto y lucía
sus profundas ojeras como si jamás durmiese. La barba
naciente de varios días le hacía verse peor y el
uniforme que usaba para trabajar estaba gastado y sucio, con
numerosos redondeles de manchas de grasa en los pantalones.
Cruzaron un ligero abrazo mientras ella le daba un beso en la
cara, sintiendo a su vez en los labios el sudor y la grasa y la
erizada barba de varios días. El hombre sonrió y le
acarició suavemente la cabeza y la nuca cuando entraban a
la sala. Inmediatamente se dirigieron a la cocina.
No estuvieron cenando por más de diez minutos,
comunicándose con la mirada que comprendían y
aceptaban aquel compartir de escasez y poca higiene. Al terminar,
sin levantarse, él estuvo leyendo muy por encima las ocho
páginas del único periódico que circulaba en
el país y que invariablemente traían hasta la
puerta durante las mañanas. El agua sí, pero el
periódico no faltaba jamás. Las noticias eran de
igual cariz todos los días. Decían que pronto se
daría por terminado aquel nuevo período especial y
que abundaría el agua en toda la isla, y también la
electricidad. No se necesitaban tantas palabras, Los grifos
muertos eran una definición exacta del sistema y una
tortura más para aumentar el grado de penuria y de
impotencia en que se vivía. Había que
resignarse.
Cuando más tarde fueron al dormitorio y cerraron
la ventana, el hombre se desnudó y se acostó. En un
instante el bochorno del encierro se superó a sí
mismo. Y el olor imperante también. Ella ni pensó
en quitarse la ropa, tan sólo se echó sobre la cama
y se sintió tan acorralada como cada noche. Y el tufo de
él le llegó como una bofetada. Cerró los
ojos y a pesar del calor se cubrió con la sábana.
Se sentía aplastada y sucia y sujeta a su vergüenza.
Él se volteó hacia ella y pretendió un juego
amoroso, observándola y tocándola por encima de la
sábana primero y luego metiendo las manos bajo la tela de
la blusa, hasta mimarla y acariciarla directamente sobre la piel
sudada y los senos generosos. Pero ella no podía
responderle. Le retiró la mano suavemente. Le
mintió avergonzada diciéndole que se sentía
mal, que al igual que en otras noches le dolía la cabeza,
que la perdonara, que estaba muy cansada, que hacía
demasiado calor. Le dijo cualquier cosa. No podía
resolverse en otra acción que no fuese resistirse y
decirle que no, aunque le dijo que también lo deseaba. Y
era cierto. Pero en verdad no podía.
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