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Imaginando a Borges




Enviado por luis b martinez




    Imaginando a BorgesMonografias.com

    Imaginando a Borges

     

    Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada,

    singularmente remota,

    J. L. Borges, Funes el Memorioso.

    Estoy convencido que pretender imaginar el quehacer de
    otra vida es, en lo fundamental, el poder recrearla hurgando y
    entremezclando la personalidad que nos han dibujado los allegados
    a ese otro para luego cotejar esos datos con la obra que le
    conocemos, sin prescindir, ni por un instante, de la memoria
    total de las circunstancias en que esa otra vida se vivió.
    No hacerlo así sería como describir a Solzhenitsyn
    sin mentar los horrores del Gulag, o soslayar la homosexualidad
    de Whitman o su amor por Manhattan, o intentar ocultar el
    alcoholismo y ruina de Scott Fitzgerald con la obsesión
    del cariño hacia Zelda y el horror de sus propias
    angustias y pesadumbres al cargar su paso por cientos de
    recepciones y de litros de whiskey y el de ella durante
    años por los deprimentes manicomios y sus agresivos
    tratamientos.

    Pero mi sueño de navegar por tal aventura se basa
    en que siempre consideré que podría alcanzar a ser
    un cuidadoso observador al desplazarme entre las revueltas
    neblinas del pasado y presente de las vidas de los que iba
    conociendo, con el nivel que tuviesen, escindiendo sus carnes y
    heridas, mirando lo que miraban, abriendo el baúl de sus
    sentimientos y husmeando entre sus inalcanzables viejos papeles y
    posibles recuerdos. Y entonces, cual un espía, leer los
    versos que nadie conoció, y las cartas que nunca llegaron
    a Correos, y conocer la sal y el brillo de las ocultas
    lágrimas no derramadas y la presión de las pasiones
    que podrían estar aún disimuladas en el pecho
    apretado que pretende un sereno respirar. Tal un ejercicio
    intelectual recostado a la emoción, tanto de la propia
    como de la ajena, retratado en relatos y actitudes, dilucidadas
    al escudriñar en los residuos que se adivinaban en las
    entrelíneas del accionar y el sentir de cada etapa de la
    vida de los escogidos protagonistas. Caminar y alternar con la
    imaginación junto a variados personajes, más o
    menos trascendentales en la propia vida, conocidos o referidos,
    es esclarecedor en extremo.

    Cuando en la soledad de tu escritorio puedes ser otro
    sin dejar de ser tú, y lo transformas en un personaje de
    tu capricho, la visión del mundo cambia de ángulo y
    se transforma en una interpretación muy aleccionadora. Y
    entonces las opiniones se alborotan, y se entrecruzan, y de cada
    roce emerge un poco de luz, o un desacierto y se acopia un mayor
    entendimiento. Y así ha sido, hasta con el negro Bernardo
    de mi infancia, mi primera gran experiencia, el loco insignia de
    mis primeros sustos con la gente, que recorría diariamente
    bajo el sol abrasador todos los barrios y el trazado entero de
    las calles del pueblo, sin saltarse una, con su escachada gorra
    negra de visera levantada y sus grandes ojos amarillentos y
    perdidos que al andar solo miraban fijos al frente o hacia el
    suelo. Y yo lo quería.

    Y caminaba por esas calles como desmadejando un
    crucigrama, siguiendo siempre un mismo orden y arrastrando la
    arenilla y las piedrecillas del asfalto gomoso, con unos zapatos
    enormes que habían sido de dos tonos y a los que por mucho
    tiempo se le removieron las suelas y tacones como mantenimiento y
    que no tuvieron ningún otro color que no fuese el sucio. Y
    caminaba con pasos cansinos por esas calles mientras hablaba sin
    cesar, casi sin que se le entendiera, intercalando palabras del
    culto ñañigo de su herencia nigeriana, y hasta
    frases en extraños idiomas, como una copia del Cartaphilus
    errante, más venido a menos, y repitiendo como respuesta a
    cualquier comentario que se le hiciese "da iguá". Todo un
    filósofo. -¿Bernardo, tú crees que
    lloverá? –Sí o no. Da iguá".
    –Bernardo: ¿Qué hora es? –La misma de
    ayer: "da iguá".

    Me encantaba este negro que todos los días pasaba
    frente a mi casa como cumpliendo un horario, y que mi padre, que
    lo conoció de joven, y se saludaban, decía que
    había sido muy buen mozo y alegre y educado y mujeriego.
    En el pueblo se hablaba que su locura provenía de un
    brebaje de una supuesta brujería que una mujer celosa le
    dio con engaños a beber. Y así, observando
    cualquier otro protagonista que se quiera, hubo montones en mi
    pueblo, blancos y negros, y chinos y turcos, que no es ninguna
    bagatela para entender personalidades y aprender. Y debo agregar
    lo mucho que me he deleitado en esos recorridos en los que en
    tantas ocasiones se me hizo necesario ir tanteando las paredes
    tras los más enconados y difíciles personajes,
    midiendo con cuidado los pasos sobre los corredores a transitar,
    y rebuscando en las lecturas imprescindibles para tal tarea sobre
    las determinantes y consecuencias de cada personalidad, para
    empaparme lo mejor posible y no caer de narices al ser
    sorprendido por estar de repente frente a lo que no buscaba ni
    pretendía saber de tales protagonistas.

    Nadie deja de ser humano ni de llevar en sí
    muchas sorpresas. Y los errores y fortunas, y los fracasos, se
    amontonan confusos y golpean en todos los recorridos causando en
    muchas ocasiones un caos de reacciones y opiniones
    incomprensibles. Ni siquiera los grandes héroes y dioses
    de las mitologías, tan soberbios, con magníficos
    poderes, se excepcionan. Por lo contrario, la gran
    extrañeza puede surgir de sorpresa en un momento en
    cualquiera de ellos, como una liebre ágil y asustada que
    sale corriendo a nuestro paso, como un grillo que saltando desde
    los matorrales o la húmeda hierba se nos prende confiado y
    despreocupado de la ropa. La otra realidad, la paralela, la
    supuestamente verdadera, la que tratamos de ocultar con actitudes
    teatrales, siempre aparece y admira o golpea con sus ascensos y
    caídas y sus posibles exabruptos, surgiendo del aparente
    equilibrio que la mayoría quisimos representar.

    Y de experiencias y recuerdos, de extraños y
    personales, desfigurados o no, me entretuve por muchos
    años como biógrafo a medias imaginario, inventando
    héroes y situaciones, como si fuera un juego de ir y venir
    en el que el tiempo disfrutado en diferentes aconteceres, y con
    las personas más queridas o admiradas, y las más
    llamativas, parecía ser recuperable para vivir esas
    conjunciones aunque fuese una vez más con tan sólo
    recordarlas y tenerlas presentes.

    Ese recapitular pasó a ser un modo de
    soñar y de sentir diferentes vidas y una fuente para
    concebir muchas ideas más que fantásticas. O tal
    vez ha sido una manera de ser muchas veces distintos caminantes
    en un mismo camino, recorriéndolo de nuevo, aunque esa
    senda y ese andariego fuesen tan sólo copias diluidas de
    lo que fueron en la realidad en aquellos tiempos en que esas
    experiencias se vivieron.

    Igual lo hizo Borges con cada personaje que introdujo en
    su calmada y fértil soledad de poca luz y muchos
    pensamientos refulgentes. Y, tal que suele suceder, pocos de esos
    personajes fueron por cierto inventados a cabalidad y sólo
    correspondían a sustitutos de una vivida realidad que por
    siempre se mezcló con la imaginación y que fueron
    llevados de la mano y colocados en su puesto dentro de sus
    ficciones.

    Pero anoche, por primera vez, sin lograr desasirme de la
    agitación que me envolvía, como un resumen a su vez
    de tantas noches intranquilas en una pesadilla de carreras bajo
    una tormenta y lluvia de contradicciones, que se dibujaban entre
    el dormir y una despierta conciencia, sentí el peso de la
    madeja que durante el tránsito por esas rutas se fue
    formando tras de mí. Se trata de un gran tejido de masas
    densas y finas al unísono, de lianas colgando del
    vacío, de plomos flotantes y pesas sutiles entretejidas,
    de bloques inservibles, a duras penas arrastrados, rompiendo la
    espalda. Tal y como lo soñé y lo vi detrás
    de Borges, cual una capa, en una visita de otros tiempos, en una
    y otra ocasión de verlo andar en su ceguera insegura,
    delgado y débil, con ese peso permanente tras los endebles
    hombros, caminando por los ultrajados caminos con sus trajes
    apagados y sus corbatas tristes. Todos los hechos y pensamientos,
    y emociones, dejan un rastro indeleble en el sendero de la sangre
    y de las ilusiones. Lo suelen llamar conciencia.

    Tal ese rastro detrás de él. Esa era una
    figuración grabada y repetida de mis noches y ansiedades
    de cada pesadilla. Y vi esa madeja arrastrada claramente,
    expuesta a las espaldas como una carga en el destino de él
    y de cada cual, en todo su enredo, en su hilado y en sus nudos
    plomizos. Y esa madeja, al arrastrarla, por su densidad, sin
    llegar a ser materia, más que por otra cosa por lo
    insólito, llega a crecer hasta hacerse infinita e
    inconteniblemente desagradable. Y vi el enorme agujero, que
    también se arrastra, en que ese peso inmaterial se
    vacía de igual manera a mis espaldas, formando mi capa,
    para seguir creciendo, cundido de pesadas telarañas,
    metálicas y grises, cuyo espacio se afinca con gravedad
    como una acumulación de residuos aferrados desde la
    cintura hasta la nuca.

    Y tuve que aceptar, sin posibilidad alguna de
    escapatoria, que es verdad, que sí, que se ha abierto y
    ondula tras de mí esa pesadez, como una invasora oruga
    kafkiana reptando espacios dentro de una gruta de emociones que
    se me adiciona y no me suelta y que no sé si la arrastro o
    me empuja, pero que a todas partes viene conmigo. Y habita en una
    cueva viva y gigantesca y móvil tras de mi andar. Y
    también es una trampa, que al mismo tiempo que casi me
    aplasta con su absurdo y horizontal peso contrario, ineludible,
    intenta frenarme y succionarme y envolverme en retroceso hacia su
    seno, hacia lo marchito de lo vivido. Me siento cual si fuese un
    ridículo nadador sin desplazamiento ni apoyo que
    inútil y ridículamente manotea y boquea en el aire,
    con los miembros sin fuerza alguna. Y pareciera por momentos que
    pudiera ser vencido y chupado por la hondonada, cayendo hacia
    atrás y sin defensa en sus dominios, quedando prisionero
    de mí mismo, asfixiado en esta alucinación.
    Igualmente, desde el primer contacto, presentido y visto en
    Borges con su apenas simulada y a medias oculta
    desesperación.

    Pero no, no caigo. Y sé muy bien que esa oquedad
    de madeja, aunque no lo parece, contiene todo lo existido y es
    una confusión de imágenes desplazándose en
    una armazón de neuronas y emociones enloquecidas al
    máximo que se pueda conscientemente resistir. Lo vivido
    está acumulado y deambula dentro de ese vecindario para
    conformar la memoria de un particular universo, que sólo a
    mí me pertenece, y que puede confundirse si se enreda con
    las ajenas oquedades de los que entrecruzan mi camino con las
    suyas a rastras. Pasamos unos y otros a través de esas
    cargas con nuestras estelas arrastradas por las sendas que
    recorremos, sin percibir ese aparente y espeso manto vacío
    que remolcamos. Igual que las galaxias que surgen aparentemente
    incólumes y limpias de sus encuentros al chocar y pasar
    unas entre otras con su polvo estelar y sus billones de estrellas
    viajando a portentosas velocidades.

    Y sin embargo sé que en esa caverna que
    arrastramos están todos los resúmenes de los hechos
    consumados, y que, contrario a lo que antes creí, no
    están colocados en línea recta, ni agrupados
    segundo a segundo sobre una regla graduada de horarios y fechas
    en orden perfecto a medida que se fueron viviendo. Ubicado el
    momento y la acción de uno de ellos, no puedes hallar con
    facilidad el siguiente o el anterior en los alrededores, pues no
    son vecinos inmediatos. No son contiguos. No, ni por
    aproximación. Uno aquí y otro
    allá.

    Y hoy sé que se trata de un espacio curvo, sin
    brocal ni luces ni contornos, donde el mundo de ayer está
    presente en total confusión, revuelto, con las
    imágenes de lo sucedido moviéndose como amebas
    resbalosas en un agua turbia y en el musgo sobre piedras
    traicioneras bañadas por un aire enrarecido. Y conviven,
    sin lugar a dudas, a medias caóticamente, con tiempos
    variables de verdades y mentiras y con infinitud de rebotes y
    giros que vuelan a su antojo con más de un gran
    desconcierto escondido en cualquier parte. Lo inesperado te
    golpea en la cara en todo momento. Y te asombra, y te
    confunde.

    Pero todo está ahí, donde se hunde y se
    inunda de neblinas el recordar y el sentir. Lo demás, la
    atmósfera abarcadora, el exceso del éter que se
    reparte como canales divisorios de ese espacio en que se ubican
    todos ellos, donde no se asientan rastros de memorias y en el que
    nada se ve, donde no se confunden acciones, es el campo
    inhabitado de la ilusión y de los sueños rotos. Es
    el espacio para los simples recuerdos de las renuncias y de lo
    nunca sucedido. Ese sí es un vacío y un tiempo
    perdido que da pena.

    Y con estas experiencias aprendí que el
    fundamento de las evocaciones no es el tiempo, ni la línea
    de lo soñado, ni las costumbres, ni los acontecimientos en
    sí, ni los logros, ni los fracasos. Son las emociones que
    nos empujaron, y las que los hechos recordados nos hicieron
    sentir después más intensas que en el momento
    original, las que nos inducen a rememorarlos cuando cualquier
    nuevo detalle de la vida externa prende la chispa y nos induce a
    esos recuerdos.

    Y como la luz, que choca con una superficie y se va a
    otra, y luego a otra, y a otra, haciendo que se vean todas,
    así es que empiezan a aparecer. Después de meditar
    sobre ese tiempo y ese espacio, y sobre la necesidad de imaginar
    y de crear a que nos empuja, no pude evitar llegar por
    inducciones y reflexiones de mil disparates, repitiéndome,
    adonde el eterno Borges de mis figuraciones. Y lo hice al
    alejarme de esa ensoñación con la imagen de lo que
    le había leído y degustado para acercarme a
    él en mi amontonar de libros, como hipnotizado, como
    atraído por un imán, y acertar, y entresacar el
    cuento "Funes el Memorioso", como si algo de otro mundo,
    quizá un ente misterioso llegando de la magia, guiase mi
    mano a lo largo de la alineación de volúmenes para
    que abriese el libro donde estaba el relato preciso en la
    página exacta. Y leyéndolo una vez más,
    metiéndome en él, mejor aún que en las
    anteriores ocasiones que lo tuve ante los ojos, concluí
    que sí, que a Borges le ocurría lo mismo que
    sucedía en mi pesadilla: los recuerdos lo tenían
    sujeto por los hombros, halándolo hacia atrás,
    hacia su hueco, hacia su pasado.

    Y supe entonces que ya ubicado y atrapado dentro de esa
    oscura cantera tenebrosa, posiblemente sin resistirse, sintiendo
    ese raro pero preferido existir que no lo soltaba, le costase
    muchísimo esfuerzo el renunciar a meterse y ser un
    personaje central dentro de sus relatos. Tanteando frente a sus
    ojos mudos tomaría la inteligencia de su espacio y su
    memoria y se adueñaría de todas las posibilidades
    en el silencio de pasar inadvertido, pero en lo posible estando
    presente y a la vez sólido y reconocido. Él
    necesitaba poseer y vivir esa otra vida para existir en realidad.
    Precisaba respirar dentro de la cueva que arrastraba y le
    correspondía, y explorarla con los dedos y la mente, y
    revivir las emociones para afincarse en sus recuerdos al andar de
    nuevo los caminos ya recorridos para vivir y sentir más
    activamente. Requería navegar a su vez en el pasado y
    alimentarse de protagonismo para imperar y verificar una vez
    más ese poder en sus nostalgias y en su mundo de
    creación y de siempre presente
    melancolía.

    Y es que de continuo se percibe su espíritu
    inquisitivo y su memoria saturada de evocaciones rondando las
    situaciones y las acciones que dibuja, tanto de posible actor
    como de observador y consciente testigo. Probablemente, al tener
    un contacto muy limitado con el mundo externo por su
    archiconocido impedimento físico, entonces lo buscase para
    sentirlo bajo una presencia en sus recuerdos y creaciones,
    habitando en su mente, viendo lo que vio, volviendo a sentir lo
    que sintió, siendo lo que fue, para seguir en sus
    tímidos latidos actuando como una multiplicación de
    sí mismo en la interioridad de su fantasía
    creadora. Por eso hay tantos Borges. Y así, empujado por
    ese contacto introspectivo, podía darse el lujo de
    aparecerse de repente en cualquiera de sus relatos, y entrar en
    la narración como si cualquier cosa, y casi siempre como
    alguien que intentaba estar y hacerse presente y al mismo tiempo,
    como lo dicho, queriendo pasar desapercibido en una
    inacción expectante.

    Esa inevitable dualidad, que lo situaban en ocasiones
    como un oráculo y otras cual una burla irónica
    hacia los terceros, que de alguna manera se transformaban en la
    imagen exacta del entender y de la anuencia, estaba permanente en
    él. Y por intervalos se presentaba nebuloso, con las manos
    indecisas y perdidas, nerviosas, como él mismo en su
    ceguera, como si estuviese dudando pero casi inevitablemente
    certero. O era otro Borges llegando del pasado, histórico,
    culto, preciso, seguro y autoritario. O era un Borges indagador
    viniendo del futuro de lo que fue otro pasado, para ser esos
    personajes que extrañamente nunca establecían
    ningún conflicto con el Borges que narraba y que quedaba
    en apariencia varado en medio de sus dobles, muchas veces sin
    tomar partido, y en ocasiones, por lo contrario, casi tan
    estricto y apartado como un juez en sus alturas.

    Pareciera que esa batalla nunca la libró en la
    vida real, alejado de los compromisos, y su memoria quedó
    libre y protegida de tal posible mancha que pudiese demandar
    esclarecimientos que nunca quiso dar en el tiempo por venir. Esa
    ambigüedad de encuentros, nunca coetáneos,
    quizá constituía una manera de poner límites
    a su ambicionada y soñada ubicuidad, obligándola
    por su costumbre de ceguera a que se manifestase en las
    áreas que le resultasen cómodas y subyugadas, como
    las que vivía en el corto espacio que podía abarcar
    con sus manos, con sus objetos perfectamente colocados sobre un
    escritorio, frente a él, bien ubicados y al alcance de su
    voluntad, con su mapa de distribución en la cabeza, y
    siendo él el dominador del tiempo y del orden y quien
    movía todos los hilos con que hacía bailar a los
    títeres. Sí, siendo él el mago y
    hábil titiritero de su particular escenario, donde
    podía ubicar al propio muñeco que lo representaba,
    o a varios de ellos, que es lo que prefería, como copias
    de sí mismo, para manipularlos y jugar a su antojo con el
    futuro de cada uno de ellos y el de los que los
    rodeaban.

    Así, le servía para sus propósitos
    utilizar esa doble presencia en dos tiempos de un mismo instante,
    para estar en un banco de una acera viéndose andar por las
    calles en un eterno reencuentro en cualquier ciudad de sus cultas
    añoranzas, o indagando misterios en una oscura
    habitación de una cuartería arrabalera de Buenos
    Aires que fue visitada o habitada por él o por su
    imaginación en otros tiempos de su sentir porteño.
    En Borges nunca nos sorprende la aparición del "otro"
    visualizando o penetrando en la trama. Porque él quiere
    ser y no ser el hombre culto y refinado frente a su alter ego
    orillero, y quiere ser el aventurero ambicionado, y el
    clásico porteño, y el gaucho, y el cajetilla, y el
    bandido fronterizo con visión de pandillas y de potrero
    que se adentra por las selvas de Misiones, y de Uruguay y del
    Brasil, en noches quejumbrosas y oscuridades impenetrables, y
    todo eso sin dejar de ser el hombre señorial de la butaca,
    y el elegante en un concierto, y el bacán arrabalero y
    compadrito.

    Dentro de las posibilidades de esa atracción por
    este gran cuento, a mi juicio uno de los mejores que he
    leído, dos veces "memorable", por memorioso y por cierto
    en el dibujo y en el pincel con que fue dibujado, podemos
    imaginar a Borges visitando a Ireneo Funes en Fray Bentos, que es
    Funes visitando a Funes-Borges en Uruguay, o también
    Borges visitándose a sí mismo en una estancia de
    Fray Bentos, o en una casucha de un barrio de Buenos Aires que la
    imaginación convirtió en estancia, y que de seguro
    llenó un tiempo especial y feliz entre los recuerdos
    más queridos de su niñez y juventud, en los que la
    sombra de su padre, por añadidura, llegó a ser un
    actor de respeto, pero olvidado, a quién siempre
    dibujó distante y que vagamente perdió su
    trascendencia en él hasta que se extravió en el
    tiempo en que se almacenaba todo lo borroso.

    La memoria tiene que haber sido en Borges una manera de
    seguir "viendo" y sintiendo el mundo desde la misma oscuridad y
    sujeción en que Funes, a voluntad y morbosamente
    agradecido, en su recordar inmóvil y aguerrido sobre el
    catre, "oía" transcurrir las horas muertas y bien
    contadas, segundo a segundo y con absoluta exactitud hasta el
    mínimo de los infelices instantes y detalles. Y
    podía vivir en el grito del viento que volaba y
    batía amenazador su pieza en el rancho, y en las ramas de
    los árboles, cuyos movimientos y voces podía
    recordar con precisión de hojas batidas y de silbidos, y
    en la humedad de su espacio y en el correr y relinchar de los
    caballos salvajes de infalibles y recordados tonos de sus pampas
    internas.

    Así, el Borges ciego y desorientado dentro del
    tránsito de la gran ciudad, es el Ireneo tullido junto a
    la ventana escuchando a la tempestad corriendo por el campo, y
    viceversa. Y nos podemos dar el lujo de imaginar y asegurar que
    también este otro Borges, siempre hay otros Borges,
    podía declamar de memoria y en perfecto latín, al
    igual que Ireneo, al que se lo adjudica, más de una
    página de los más de treinta volúmenes de la
    Antropología y Psicología Humana del Naturalis
    Historiae de Plinio el Viejo que nos tira por la cara. La
    conocería a fondo, tal que la hubiese escrito él
    mismo. Igual que pudo escribir la Odisea, o El Quijote o la
    historia completa de las innumerables expediciones vikingas que
    tanto añoraba, por las ventiscas y las corrientes y los
    oleajes violentos de los fríos mares del Norte.

    Es muy posible, y se podría decir que cierto, que
    la oquedad de vida que Borges arrastraba a sus espaldas no fuese
    ni remotamente tan oscura como lo fueron sus ojos y los ruidos
    ariscos de su mente, entre los peñascos y las traidoras
    corrientes, ni como lo fue la cueva y el verdadero martirio y el
    dolor apagado de la pesadilla que le proporcionó a Ireneo
    en el cuento memorable y que no quiso retratar más
    allá de lo superficialmente que lo hizo en ese sentido,
    como si éste lo disfrutase. Porque Ireneo Funes no
    sentía, sólo recordaba.

    Y entonces Borges y Funes vivieron y murieron como lo
    que fueron en sus imaginaciones, o en la fantasía de
    Borges, uno en uno, en el mismo lugar y en el mismo instante,
    tras el último hálito y apagando un postrer
    recuerdo, tras una jornada de tormentas y frío que
    cruzó las pampas y se detuvo sin remedio a descansar, bajo
    la luz de un farol, en una abandonada estancia en cualquier parte
    del camino. Los abatidos y sudados caballos esperaban afuera por
    una continuación de viaje que nunca conoció la
    nueva partida y que quebró la línea de todos los
    recuerdos.

    Y allá están todavía esos caballos,
    amarrados y cabizbajos, soñando una carrera, y un vuelo
    por un llano, y un chaparral y una laguna, dibujados en esa
    estancia junto a una fogata y un menguado farol para el camino de
    ese mundo tan añorado por sus jinetes. Porque el tiempo se
    detuvo. Para que después, los fantasmas de Borges y de
    Funes, superpuestos, en un andar lento de bombachas anchas y
    pañoleta al cuello, dejándolos atrás, se
    fueran caminando lentamente, con Funes andando derechito y
    sosteniendo a Borges, difuminándose como dos gauchos
    viejos, hasta desaparecer, apenas con las espaldas iluminadas por
    las lengüetas de las llamas y el rojo de los carbones, en
    las espesuras del monte y de la noche. Junto con ellos, dos en
    uno, con un brazo sobre los hombros del otro, murieron las
    plenitudes de sus memorias y se desvanecieron como sombras
    derretidas en la fogata que abandonaban todas las oquedades de
    plomo que tuvieron que cargar tras ellos. Oquedades con las que,
    en pura imitación de otro mundo, durante los años
    de acumularlas y arrastrarlas para locamente recordarse, al final
    irse muriendo dejando rastros imprecisos en los caminos al
    despedirse con andares vencidos, ambos aplastados por el peso de
    ellas en cada pensamiento y recuerdo de la vida que no les
    quedó otro remedio que vivir.

     

     

    Autor:

    Luis B Martínez

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