Imaginando a Borges – Monografias.com
Imaginando a Borges
Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada,
singularmente remota,
J. L. Borges, Funes el Memorioso.
Estoy convencido que pretender imaginar el quehacer de
otra vida es, en lo fundamental, el poder recrearla hurgando y
entremezclando la personalidad que nos han dibujado los allegados
a ese otro para luego cotejar esos datos con la obra que le
conocemos, sin prescindir, ni por un instante, de la memoria
total de las circunstancias en que esa otra vida se vivió.
No hacerlo así sería como describir a Solzhenitsyn
sin mentar los horrores del Gulag, o soslayar la homosexualidad
de Whitman o su amor por Manhattan, o intentar ocultar el
alcoholismo y ruina de Scott Fitzgerald con la obsesión
del cariño hacia Zelda y el horror de sus propias
angustias y pesadumbres al cargar su paso por cientos de
recepciones y de litros de whiskey y el de ella durante
años por los deprimentes manicomios y sus agresivos
tratamientos.
Pero mi sueño de navegar por tal aventura se basa
en que siempre consideré que podría alcanzar a ser
un cuidadoso observador al desplazarme entre las revueltas
neblinas del pasado y presente de las vidas de los que iba
conociendo, con el nivel que tuviesen, escindiendo sus carnes y
heridas, mirando lo que miraban, abriendo el baúl de sus
sentimientos y husmeando entre sus inalcanzables viejos papeles y
posibles recuerdos. Y entonces, cual un espía, leer los
versos que nadie conoció, y las cartas que nunca llegaron
a Correos, y conocer la sal y el brillo de las ocultas
lágrimas no derramadas y la presión de las pasiones
que podrían estar aún disimuladas en el pecho
apretado que pretende un sereno respirar. Tal un ejercicio
intelectual recostado a la emoción, tanto de la propia
como de la ajena, retratado en relatos y actitudes, dilucidadas
al escudriñar en los residuos que se adivinaban en las
entrelíneas del accionar y el sentir de cada etapa de la
vida de los escogidos protagonistas. Caminar y alternar con la
imaginación junto a variados personajes, más o
menos trascendentales en la propia vida, conocidos o referidos,
es esclarecedor en extremo.
Cuando en la soledad de tu escritorio puedes ser otro
sin dejar de ser tú, y lo transformas en un personaje de
tu capricho, la visión del mundo cambia de ángulo y
se transforma en una interpretación muy aleccionadora. Y
entonces las opiniones se alborotan, y se entrecruzan, y de cada
roce emerge un poco de luz, o un desacierto y se acopia un mayor
entendimiento. Y así ha sido, hasta con el negro Bernardo
de mi infancia, mi primera gran experiencia, el loco insignia de
mis primeros sustos con la gente, que recorría diariamente
bajo el sol abrasador todos los barrios y el trazado entero de
las calles del pueblo, sin saltarse una, con su escachada gorra
negra de visera levantada y sus grandes ojos amarillentos y
perdidos que al andar solo miraban fijos al frente o hacia el
suelo. Y yo lo quería.
Y caminaba por esas calles como desmadejando un
crucigrama, siguiendo siempre un mismo orden y arrastrando la
arenilla y las piedrecillas del asfalto gomoso, con unos zapatos
enormes que habían sido de dos tonos y a los que por mucho
tiempo se le removieron las suelas y tacones como mantenimiento y
que no tuvieron ningún otro color que no fuese el sucio. Y
caminaba con pasos cansinos por esas calles mientras hablaba sin
cesar, casi sin que se le entendiera, intercalando palabras del
culto ñañigo de su herencia nigeriana, y hasta
frases en extraños idiomas, como una copia del Cartaphilus
errante, más venido a menos, y repitiendo como respuesta a
cualquier comentario que se le hiciese "da iguá". Todo un
filósofo. -¿Bernardo, tú crees que
lloverá? –Sí o no. Da iguá".
–Bernardo: ¿Qué hora es? –La misma de
ayer: "da iguá".
Me encantaba este negro que todos los días pasaba
frente a mi casa como cumpliendo un horario, y que mi padre, que
lo conoció de joven, y se saludaban, decía que
había sido muy buen mozo y alegre y educado y mujeriego.
En el pueblo se hablaba que su locura provenía de un
brebaje de una supuesta brujería que una mujer celosa le
dio con engaños a beber. Y así, observando
cualquier otro protagonista que se quiera, hubo montones en mi
pueblo, blancos y negros, y chinos y turcos, que no es ninguna
bagatela para entender personalidades y aprender. Y debo agregar
lo mucho que me he deleitado en esos recorridos en los que en
tantas ocasiones se me hizo necesario ir tanteando las paredes
tras los más enconados y difíciles personajes,
midiendo con cuidado los pasos sobre los corredores a transitar,
y rebuscando en las lecturas imprescindibles para tal tarea sobre
las determinantes y consecuencias de cada personalidad, para
empaparme lo mejor posible y no caer de narices al ser
sorprendido por estar de repente frente a lo que no buscaba ni
pretendía saber de tales protagonistas.
Nadie deja de ser humano ni de llevar en sí
muchas sorpresas. Y los errores y fortunas, y los fracasos, se
amontonan confusos y golpean en todos los recorridos causando en
muchas ocasiones un caos de reacciones y opiniones
incomprensibles. Ni siquiera los grandes héroes y dioses
de las mitologías, tan soberbios, con magníficos
poderes, se excepcionan. Por lo contrario, la gran
extrañeza puede surgir de sorpresa en un momento en
cualquiera de ellos, como una liebre ágil y asustada que
sale corriendo a nuestro paso, como un grillo que saltando desde
los matorrales o la húmeda hierba se nos prende confiado y
despreocupado de la ropa. La otra realidad, la paralela, la
supuestamente verdadera, la que tratamos de ocultar con actitudes
teatrales, siempre aparece y admira o golpea con sus ascensos y
caídas y sus posibles exabruptos, surgiendo del aparente
equilibrio que la mayoría quisimos representar.
Y de experiencias y recuerdos, de extraños y
personales, desfigurados o no, me entretuve por muchos
años como biógrafo a medias imaginario, inventando
héroes y situaciones, como si fuera un juego de ir y venir
en el que el tiempo disfrutado en diferentes aconteceres, y con
las personas más queridas o admiradas, y las más
llamativas, parecía ser recuperable para vivir esas
conjunciones aunque fuese una vez más con tan sólo
recordarlas y tenerlas presentes.
Ese recapitular pasó a ser un modo de
soñar y de sentir diferentes vidas y una fuente para
concebir muchas ideas más que fantásticas. O tal
vez ha sido una manera de ser muchas veces distintos caminantes
en un mismo camino, recorriéndolo de nuevo, aunque esa
senda y ese andariego fuesen tan sólo copias diluidas de
lo que fueron en la realidad en aquellos tiempos en que esas
experiencias se vivieron.
Igual lo hizo Borges con cada personaje que introdujo en
su calmada y fértil soledad de poca luz y muchos
pensamientos refulgentes. Y, tal que suele suceder, pocos de esos
personajes fueron por cierto inventados a cabalidad y sólo
correspondían a sustitutos de una vivida realidad que por
siempre se mezcló con la imaginación y que fueron
llevados de la mano y colocados en su puesto dentro de sus
ficciones.
Pero anoche, por primera vez, sin lograr desasirme de la
agitación que me envolvía, como un resumen a su vez
de tantas noches intranquilas en una pesadilla de carreras bajo
una tormenta y lluvia de contradicciones, que se dibujaban entre
el dormir y una despierta conciencia, sentí el peso de la
madeja que durante el tránsito por esas rutas se fue
formando tras de mí. Se trata de un gran tejido de masas
densas y finas al unísono, de lianas colgando del
vacío, de plomos flotantes y pesas sutiles entretejidas,
de bloques inservibles, a duras penas arrastrados, rompiendo la
espalda. Tal y como lo soñé y lo vi detrás
de Borges, cual una capa, en una visita de otros tiempos, en una
y otra ocasión de verlo andar en su ceguera insegura,
delgado y débil, con ese peso permanente tras los endebles
hombros, caminando por los ultrajados caminos con sus trajes
apagados y sus corbatas tristes. Todos los hechos y pensamientos,
y emociones, dejan un rastro indeleble en el sendero de la sangre
y de las ilusiones. Lo suelen llamar conciencia.
Tal ese rastro detrás de él. Esa era una
figuración grabada y repetida de mis noches y ansiedades
de cada pesadilla. Y vi esa madeja arrastrada claramente,
expuesta a las espaldas como una carga en el destino de él
y de cada cual, en todo su enredo, en su hilado y en sus nudos
plomizos. Y esa madeja, al arrastrarla, por su densidad, sin
llegar a ser materia, más que por otra cosa por lo
insólito, llega a crecer hasta hacerse infinita e
inconteniblemente desagradable. Y vi el enorme agujero, que
también se arrastra, en que ese peso inmaterial se
vacía de igual manera a mis espaldas, formando mi capa,
para seguir creciendo, cundido de pesadas telarañas,
metálicas y grises, cuyo espacio se afinca con gravedad
como una acumulación de residuos aferrados desde la
cintura hasta la nuca.
Y tuve que aceptar, sin posibilidad alguna de
escapatoria, que es verdad, que sí, que se ha abierto y
ondula tras de mí esa pesadez, como una invasora oruga
kafkiana reptando espacios dentro de una gruta de emociones que
se me adiciona y no me suelta y que no sé si la arrastro o
me empuja, pero que a todas partes viene conmigo. Y habita en una
cueva viva y gigantesca y móvil tras de mi andar. Y
también es una trampa, que al mismo tiempo que casi me
aplasta con su absurdo y horizontal peso contrario, ineludible,
intenta frenarme y succionarme y envolverme en retroceso hacia su
seno, hacia lo marchito de lo vivido. Me siento cual si fuese un
ridículo nadador sin desplazamiento ni apoyo que
inútil y ridículamente manotea y boquea en el aire,
con los miembros sin fuerza alguna. Y pareciera por momentos que
pudiera ser vencido y chupado por la hondonada, cayendo hacia
atrás y sin defensa en sus dominios, quedando prisionero
de mí mismo, asfixiado en esta alucinación.
Igualmente, desde el primer contacto, presentido y visto en
Borges con su apenas simulada y a medias oculta
desesperación.
Pero no, no caigo. Y sé muy bien que esa oquedad
de madeja, aunque no lo parece, contiene todo lo existido y es
una confusión de imágenes desplazándose en
una armazón de neuronas y emociones enloquecidas al
máximo que se pueda conscientemente resistir. Lo vivido
está acumulado y deambula dentro de ese vecindario para
conformar la memoria de un particular universo, que sólo a
mí me pertenece, y que puede confundirse si se enreda con
las ajenas oquedades de los que entrecruzan mi camino con las
suyas a rastras. Pasamos unos y otros a través de esas
cargas con nuestras estelas arrastradas por las sendas que
recorremos, sin percibir ese aparente y espeso manto vacío
que remolcamos. Igual que las galaxias que surgen aparentemente
incólumes y limpias de sus encuentros al chocar y pasar
unas entre otras con su polvo estelar y sus billones de estrellas
viajando a portentosas velocidades.
Y sin embargo sé que en esa caverna que
arrastramos están todos los resúmenes de los hechos
consumados, y que, contrario a lo que antes creí, no
están colocados en línea recta, ni agrupados
segundo a segundo sobre una regla graduada de horarios y fechas
en orden perfecto a medida que se fueron viviendo. Ubicado el
momento y la acción de uno de ellos, no puedes hallar con
facilidad el siguiente o el anterior en los alrededores, pues no
son vecinos inmediatos. No son contiguos. No, ni por
aproximación. Uno aquí y otro
allá.
Y hoy sé que se trata de un espacio curvo, sin
brocal ni luces ni contornos, donde el mundo de ayer está
presente en total confusión, revuelto, con las
imágenes de lo sucedido moviéndose como amebas
resbalosas en un agua turbia y en el musgo sobre piedras
traicioneras bañadas por un aire enrarecido. Y conviven,
sin lugar a dudas, a medias caóticamente, con tiempos
variables de verdades y mentiras y con infinitud de rebotes y
giros que vuelan a su antojo con más de un gran
desconcierto escondido en cualquier parte. Lo inesperado te
golpea en la cara en todo momento. Y te asombra, y te
confunde.
Pero todo está ahí, donde se hunde y se
inunda de neblinas el recordar y el sentir. Lo demás, la
atmósfera abarcadora, el exceso del éter que se
reparte como canales divisorios de ese espacio en que se ubican
todos ellos, donde no se asientan rastros de memorias y en el que
nada se ve, donde no se confunden acciones, es el campo
inhabitado de la ilusión y de los sueños rotos. Es
el espacio para los simples recuerdos de las renuncias y de lo
nunca sucedido. Ese sí es un vacío y un tiempo
perdido que da pena.
Y con estas experiencias aprendí que el
fundamento de las evocaciones no es el tiempo, ni la línea
de lo soñado, ni las costumbres, ni los acontecimientos en
sí, ni los logros, ni los fracasos. Son las emociones que
nos empujaron, y las que los hechos recordados nos hicieron
sentir después más intensas que en el momento
original, las que nos inducen a rememorarlos cuando cualquier
nuevo detalle de la vida externa prende la chispa y nos induce a
esos recuerdos.
Y como la luz, que choca con una superficie y se va a
otra, y luego a otra, y a otra, haciendo que se vean todas,
así es que empiezan a aparecer. Después de meditar
sobre ese tiempo y ese espacio, y sobre la necesidad de imaginar
y de crear a que nos empuja, no pude evitar llegar por
inducciones y reflexiones de mil disparates, repitiéndome,
adonde el eterno Borges de mis figuraciones. Y lo hice al
alejarme de esa ensoñación con la imagen de lo que
le había leído y degustado para acercarme a
él en mi amontonar de libros, como hipnotizado, como
atraído por un imán, y acertar, y entresacar el
cuento "Funes el Memorioso", como si algo de otro mundo,
quizá un ente misterioso llegando de la magia, guiase mi
mano a lo largo de la alineación de volúmenes para
que abriese el libro donde estaba el relato preciso en la
página exacta. Y leyéndolo una vez más,
metiéndome en él, mejor aún que en las
anteriores ocasiones que lo tuve ante los ojos, concluí
que sí, que a Borges le ocurría lo mismo que
sucedía en mi pesadilla: los recuerdos lo tenían
sujeto por los hombros, halándolo hacia atrás,
hacia su hueco, hacia su pasado.
Y supe entonces que ya ubicado y atrapado dentro de esa
oscura cantera tenebrosa, posiblemente sin resistirse, sintiendo
ese raro pero preferido existir que no lo soltaba, le costase
muchísimo esfuerzo el renunciar a meterse y ser un
personaje central dentro de sus relatos. Tanteando frente a sus
ojos mudos tomaría la inteligencia de su espacio y su
memoria y se adueñaría de todas las posibilidades
en el silencio de pasar inadvertido, pero en lo posible estando
presente y a la vez sólido y reconocido. Él
necesitaba poseer y vivir esa otra vida para existir en realidad.
Precisaba respirar dentro de la cueva que arrastraba y le
correspondía, y explorarla con los dedos y la mente, y
revivir las emociones para afincarse en sus recuerdos al andar de
nuevo los caminos ya recorridos para vivir y sentir más
activamente. Requería navegar a su vez en el pasado y
alimentarse de protagonismo para imperar y verificar una vez
más ese poder en sus nostalgias y en su mundo de
creación y de siempre presente
melancolía.
Y es que de continuo se percibe su espíritu
inquisitivo y su memoria saturada de evocaciones rondando las
situaciones y las acciones que dibuja, tanto de posible actor
como de observador y consciente testigo. Probablemente, al tener
un contacto muy limitado con el mundo externo por su
archiconocido impedimento físico, entonces lo buscase para
sentirlo bajo una presencia en sus recuerdos y creaciones,
habitando en su mente, viendo lo que vio, volviendo a sentir lo
que sintió, siendo lo que fue, para seguir en sus
tímidos latidos actuando como una multiplicación de
sí mismo en la interioridad de su fantasía
creadora. Por eso hay tantos Borges. Y así, empujado por
ese contacto introspectivo, podía darse el lujo de
aparecerse de repente en cualquiera de sus relatos, y entrar en
la narración como si cualquier cosa, y casi siempre como
alguien que intentaba estar y hacerse presente y al mismo tiempo,
como lo dicho, queriendo pasar desapercibido en una
inacción expectante.
Esa inevitable dualidad, que lo situaban en ocasiones
como un oráculo y otras cual una burla irónica
hacia los terceros, que de alguna manera se transformaban en la
imagen exacta del entender y de la anuencia, estaba permanente en
él. Y por intervalos se presentaba nebuloso, con las manos
indecisas y perdidas, nerviosas, como él mismo en su
ceguera, como si estuviese dudando pero casi inevitablemente
certero. O era otro Borges llegando del pasado, histórico,
culto, preciso, seguro y autoritario. O era un Borges indagador
viniendo del futuro de lo que fue otro pasado, para ser esos
personajes que extrañamente nunca establecían
ningún conflicto con el Borges que narraba y que quedaba
en apariencia varado en medio de sus dobles, muchas veces sin
tomar partido, y en ocasiones, por lo contrario, casi tan
estricto y apartado como un juez en sus alturas.
Pareciera que esa batalla nunca la libró en la
vida real, alejado de los compromisos, y su memoria quedó
libre y protegida de tal posible mancha que pudiese demandar
esclarecimientos que nunca quiso dar en el tiempo por venir. Esa
ambigüedad de encuentros, nunca coetáneos,
quizá constituía una manera de poner límites
a su ambicionada y soñada ubicuidad, obligándola
por su costumbre de ceguera a que se manifestase en las
áreas que le resultasen cómodas y subyugadas, como
las que vivía en el corto espacio que podía abarcar
con sus manos, con sus objetos perfectamente colocados sobre un
escritorio, frente a él, bien ubicados y al alcance de su
voluntad, con su mapa de distribución en la cabeza, y
siendo él el dominador del tiempo y del orden y quien
movía todos los hilos con que hacía bailar a los
títeres. Sí, siendo él el mago y
hábil titiritero de su particular escenario, donde
podía ubicar al propio muñeco que lo representaba,
o a varios de ellos, que es lo que prefería, como copias
de sí mismo, para manipularlos y jugar a su antojo con el
futuro de cada uno de ellos y el de los que los
rodeaban.
Así, le servía para sus propósitos
utilizar esa doble presencia en dos tiempos de un mismo instante,
para estar en un banco de una acera viéndose andar por las
calles en un eterno reencuentro en cualquier ciudad de sus cultas
añoranzas, o indagando misterios en una oscura
habitación de una cuartería arrabalera de Buenos
Aires que fue visitada o habitada por él o por su
imaginación en otros tiempos de su sentir porteño.
En Borges nunca nos sorprende la aparición del "otro"
visualizando o penetrando en la trama. Porque él quiere
ser y no ser el hombre culto y refinado frente a su alter ego
orillero, y quiere ser el aventurero ambicionado, y el
clásico porteño, y el gaucho, y el cajetilla, y el
bandido fronterizo con visión de pandillas y de potrero
que se adentra por las selvas de Misiones, y de Uruguay y del
Brasil, en noches quejumbrosas y oscuridades impenetrables, y
todo eso sin dejar de ser el hombre señorial de la butaca,
y el elegante en un concierto, y el bacán arrabalero y
compadrito.
Dentro de las posibilidades de esa atracción por
este gran cuento, a mi juicio uno de los mejores que he
leído, dos veces "memorable", por memorioso y por cierto
en el dibujo y en el pincel con que fue dibujado, podemos
imaginar a Borges visitando a Ireneo Funes en Fray Bentos, que es
Funes visitando a Funes-Borges en Uruguay, o también
Borges visitándose a sí mismo en una estancia de
Fray Bentos, o en una casucha de un barrio de Buenos Aires que la
imaginación convirtió en estancia, y que de seguro
llenó un tiempo especial y feliz entre los recuerdos
más queridos de su niñez y juventud, en los que la
sombra de su padre, por añadidura, llegó a ser un
actor de respeto, pero olvidado, a quién siempre
dibujó distante y que vagamente perdió su
trascendencia en él hasta que se extravió en el
tiempo en que se almacenaba todo lo borroso.
La memoria tiene que haber sido en Borges una manera de
seguir "viendo" y sintiendo el mundo desde la misma oscuridad y
sujeción en que Funes, a voluntad y morbosamente
agradecido, en su recordar inmóvil y aguerrido sobre el
catre, "oía" transcurrir las horas muertas y bien
contadas, segundo a segundo y con absoluta exactitud hasta el
mínimo de los infelices instantes y detalles. Y
podía vivir en el grito del viento que volaba y
batía amenazador su pieza en el rancho, y en las ramas de
los árboles, cuyos movimientos y voces podía
recordar con precisión de hojas batidas y de silbidos, y
en la humedad de su espacio y en el correr y relinchar de los
caballos salvajes de infalibles y recordados tonos de sus pampas
internas.
Así, el Borges ciego y desorientado dentro del
tránsito de la gran ciudad, es el Ireneo tullido junto a
la ventana escuchando a la tempestad corriendo por el campo, y
viceversa. Y nos podemos dar el lujo de imaginar y asegurar que
también este otro Borges, siempre hay otros Borges,
podía declamar de memoria y en perfecto latín, al
igual que Ireneo, al que se lo adjudica, más de una
página de los más de treinta volúmenes de la
Antropología y Psicología Humana del Naturalis
Historiae de Plinio el Viejo que nos tira por la cara. La
conocería a fondo, tal que la hubiese escrito él
mismo. Igual que pudo escribir la Odisea, o El Quijote o la
historia completa de las innumerables expediciones vikingas que
tanto añoraba, por las ventiscas y las corrientes y los
oleajes violentos de los fríos mares del Norte.
Es muy posible, y se podría decir que cierto, que
la oquedad de vida que Borges arrastraba a sus espaldas no fuese
ni remotamente tan oscura como lo fueron sus ojos y los ruidos
ariscos de su mente, entre los peñascos y las traidoras
corrientes, ni como lo fue la cueva y el verdadero martirio y el
dolor apagado de la pesadilla que le proporcionó a Ireneo
en el cuento memorable y que no quiso retratar más
allá de lo superficialmente que lo hizo en ese sentido,
como si éste lo disfrutase. Porque Ireneo Funes no
sentía, sólo recordaba.
Y entonces Borges y Funes vivieron y murieron como lo
que fueron en sus imaginaciones, o en la fantasía de
Borges, uno en uno, en el mismo lugar y en el mismo instante,
tras el último hálito y apagando un postrer
recuerdo, tras una jornada de tormentas y frío que
cruzó las pampas y se detuvo sin remedio a descansar, bajo
la luz de un farol, en una abandonada estancia en cualquier parte
del camino. Los abatidos y sudados caballos esperaban afuera por
una continuación de viaje que nunca conoció la
nueva partida y que quebró la línea de todos los
recuerdos.
Y allá están todavía esos caballos,
amarrados y cabizbajos, soñando una carrera, y un vuelo
por un llano, y un chaparral y una laguna, dibujados en esa
estancia junto a una fogata y un menguado farol para el camino de
ese mundo tan añorado por sus jinetes. Porque el tiempo se
detuvo. Para que después, los fantasmas de Borges y de
Funes, superpuestos, en un andar lento de bombachas anchas y
pañoleta al cuello, dejándolos atrás, se
fueran caminando lentamente, con Funes andando derechito y
sosteniendo a Borges, difuminándose como dos gauchos
viejos, hasta desaparecer, apenas con las espaldas iluminadas por
las lengüetas de las llamas y el rojo de los carbones, en
las espesuras del monte y de la noche. Junto con ellos, dos en
uno, con un brazo sobre los hombros del otro, murieron las
plenitudes de sus memorias y se desvanecieron como sombras
derretidas en la fogata que abandonaban todas las oquedades de
plomo que tuvieron que cargar tras ellos. Oquedades con las que,
en pura imitación de otro mundo, durante los años
de acumularlas y arrastrarlas para locamente recordarse, al final
irse muriendo dejando rastros imprecisos en los caminos al
despedirse con andares vencidos, ambos aplastados por el peso de
ellas en cada pensamiento y recuerdo de la vida que no les
quedó otro remedio que vivir.
Autor:
Luis B Martínez