Judith y el deseo – Monografias.com
Judith y el deseo
"y Holofernes la invitó a su
tienda".
Del cuento mayor: la Biblia.
Y así fue que la astuta Judith, convencida de su
verdad sanguínea para apoyarse en las leyendas y
tradiciones y creencias milenarias de su pueblo, se deshizo de su
ropaje de viuda austera para engalanar y mostrar la frescura de
su piel y de sus encantos todos y usarlos como sus armas
más poderosas ante el acosador Holofernes
babilónico. Y con ellas vencería.
Se adornó con tocados de perfumes y variadas
alhajas para seducirlo en procura de salvar a su pueblo y a su
ciudad. Y le abrieron las puertas, y salió a la noche, en
busca del guerrero, segura de no temerle y de poder mirarle a los
ojos sin que le temblara la palabra.
Salió apenas cubriendo esa hermosura entre
acariciadoras telas ligeras que volaban sin escapar de su
alrededor, cual una ninfa homérica en el viento. Y
más tarde, ya sin ellas, en plena desnudez, en presencia
del tremendo general (nadie lo aseveró ni negó de
esta segunda manera a pesar de las leyendas que se inventaron en
esos tiempos alrededor de estas aventuras de engaños con
los que se pretendía salvaguardar las honras de las
más señaladas matronas), igualmente en esa
decisión muchos destinos quedaron sentenciados para que
sirvieran de coro y de abandonos y así adornar ese
encuentro del guerrero con la bella judía y adornar
también de paso las fábulas venideras. Y ya
resuelta a continuar sin vacilaciones en su osado plan, entonces
su voluntad y arrojo se apoyaron en la necesidad de culminar esa
resolución de una posible entrega como máximo
precio a pagar dentro de lo ideado para la liberación de
aquel acoso. Y ese ideal de ligazón entre la venganza y el
sexo fue su sostén y guía. Se sabía
vencedora. Y de la culminación y deshonra de esa entrega
ella fue la única que posteriormente intentó
desmentir al decir que no fue mancillada por el héroe, y
que sólo su difunto marido, Manasés, hubiera podido
decir dónde se ubicaban los lunares en su piel. Y por
supuesto que parte de su plan era acomodar su regreso de tal
aventura liberadora impugnando todo comentario sobre este tema de
la entrega. Y lo logró alabando a Dios como inspirador de
sus acciones, para que los demás no tuvieran dudas y la
creyeran tan limpia de impiedades como antes. Y así
Jehovah pasaría a ser su único y máximo aval
como invisible testigo de su no perdida segunda virginidad y
honra. Y su pueblo la creyó. Y su dios no atestiguó
en su contra. Nunca lo hacía. Pero igualmente, y es lo que
nos importa, desde que ella concibió su plan engalanando y
perfumando sus redondeces, el destino de Holofernes y sus huestes
ya estaba decidido. Y todo transcurrió como una simple y
suave batalla sin mayores estrategias, sin que la palabra de
Dios, ni sus soberbias órdenes, ni sus rayos y tormentas,
ni su afamada iracundia bíblica estuviesen involucradas en
esta nueva historia de un gran crimen para salvar al pueblo
judío. Su Dios no intervino. Tan sólo las manos de
esta mujer, y las gracias de su sexo, y su astucia, y sus carnes
y hermosura como armas fundamentales de su capacidad de seducir,
serían decisivas, aunque Manasés se removiera en su
tumba y todos los votos y juramentos de ella y su difunta
fidelidad cayeran en picada junto a la supuesta pureza de su
viudez. Pareciera que ese Dios en esos tiempos, su Dios, el Dios
de Israel, cerrando los ojos, apostaba el futuro de historias y
partes de su creación basándose en adulterios o en
algún crimen horrendo ejecutado por alguno de sus fieles
preferidos, temerosos de él, según lo contaron
ellos mismos, a cualquier costo.
Tal Judith, como modelo de exigencia de una fe que
siempre requiere el pago de un precio para que quede constancia
de la fidelidad y obediencia total a su Creador.
Pero en este caso, en su albedrío, se trataba de
la hermosa viuda Judith por cuenta propia, abandonando el luto y
los ásperos hábitos de penitencia, avanzando hacia
el invasor casi desnuda, andando entre soldados con las mejores
telas acariciándole y destacando sus formas, y emanando
los más atractivos y cálidos perfumes para lograr
su designio frente al temible general. Y convencida de portar las
tentadoras galas necesarias para lograr tal fin, había
partido con una sirvienta desde su ciudad, que se asfixiaba
acorralada por este guerrero que asediaba y ahogaba a la Bethulia
de Israel por el hambre y la sed, rodeando sus muros con
círculos de fuego y con tantos guerreros que cortaban en
estricta continuidad toda posibilidad de abastecimiento o
fuga.
Las fogatas ardían en las noches de la
opresión anunciando las amenazas de muerte y
destrucción y exhalando en gritos y ruidos la posibilidad
de echarlo todo abajo por las llamas si acaso fuese necesario.
(Nabucodonosor, allá en su trono y reposo real de
Babilonia, se enteró tarde del posterior fracaso de este
acoso que no pudo contra la fuerza latente de la debilidad humana
que allí aguardaba y que al final se removió en las
entrañas esclavizadas de su General ante las carnes de
Judith). Todas las acciones y planes fueron superados al caer
éste bajo los excesos del vino, la suavidad de una cama y
la sabiduría de carnes y experiencias de una mujer que
condujeron todos los planes hacia una sola escandalosa muerte
liberadora, la del gran caudillo. Ella, cuando traspuso las
puertas de su amada Bethulia, saliendo al campo en busca de este
Holofernes, tan sólo portaba su extraordinaria y
subyugante belleza como salvoconducto y soporte de las astucias
acostumbradas y certeras de su raza. Y además, en sus
fuegos de mujer llevaba un plan que no podía descifrarse
en los disimulados ojos sonrientes ni en el silencio de la boca
hinchada por la aventura de un posible y verdadero deseo que
tendría que culminar y satisfacer.
Y su criada, que cargaba algunas provisiones en un
costal, vinos y quesos y perfumes, para alcanzar el máximo
de cuatro días de sustento y embriaguez que fue lo que
ella le pidió al cónclave de los ancianos poderosos
de su pueblo para lograr salvarlos a todos cuando venciera al
guerrero y desmoronara su ejército invasor, la
acompañaba. Iba hacia el campamento de Holofernes con la
certeza en el triunfo que le daban su determinación y el
inmenso atractivo de su sexo. (Tampoco nos aclararon si
también fue impulsada dentro de su mente y sangre por la
concupiscencia del deseo carnal que aquél pudiera
inspirarle, para, satisfecho éste, y dominado
aquél, hacer rodar a sus pies al tremendo rival como una
venganza y humillación mayor, duplicada, para su
íntima satisfacción de israelita y de mujer
acostumbrada a la admiración).
Y tras varios engaños ambas se escabulleron y
pasaron a través de los acantonamientos que
defendían los bien apertrechados vigilantes de las fuerzas
babilónicas, siempre del mismo talante y con iguales
subterfugios, para que ella, admirada por la otra, lograra
cautivar y engañar a los avizores guardianes. Las sedas,
que livianas la cubrían, volaban con suavidad sobre sus
hombros y caderas para apenas acariciar las curvas y
voluptuosidades de su figura en cada paso que daba. Era la
tentación hecha mujer. Y el aire se inundaba en sus
perfumes también acariciadores. Y no podía pasar
desapercibida. Y así se movieron, de una jefatura de filas
a otra, entre la soldadesca, hasta que al final tan solo ella
fuese conducida y entregada en la carpa de Holofernes, dejando a
su sirvienta en la puerta. Y se presentó como una traidora
del pueblo judío, convenciéndolo de que ella
podía entregarle la ciudad entera, sin tener que pelear,
sin gastos, cual una yegua traidora de Troya.
Ganándose su confianza, y seduciéndolo al
poco tiempo al ritmo de sus encantos y habilidades,
provocándolo, aparentando rendirse al entregársele
en el gesto en la boca deseosa para después descifrarle la
mirada ya perdida, fue motivándolo a realizar un gran
banquete, que éste, insensato y ciego, organizó. Y
Holofernes, hipnotizado por aquellos muslos firmes y furtivos que
se mostraban y se escondían, perdido en sus veleidades,
acompañado de la sensual hembra tentadora, y de sus
propios hombres de confianza, y de sus sirvientes, bebió y
comió, y rio la noche entera. Y siguió bebiendo,
frenético y ansioso, hasta quedarse a solas con
ella.
Después, ebrio ya, vacilante, turbio y desarmado,
como hombre y como guerrero, y seguramente ahíto de los
excesos de la noche, y muy cansado, en la madrugada se
recostó sobre su lecho de campaña. Y así se
quedó dormido, para que Judith, moviéndose ligera,
con la propia cimitarra de gigante vencedor que él usaba,
que desde su llegada tuvo localizada entre las telas y cojines
regados a un lado y otro, silenciosa y certera, lo decapitara sin
temblores de dos tremendos golpes. Y lo vio desangrarse y morir
sin misericordia alguna. En el costal en que trajeron las viandas
y perfumes, amparadas por la noche profunda y cómplice,
sacó con su sirvienta del campamento invasor la cabeza
cercenada y sangrante del soberbio General. Al día
siguiente la exhibieron clavada en lo alto de una pica, a las
puertas de la Bethulia judía. Dicen en el cuento que el
ejército de Holofernes, al enterarse de la muerte de su
líder, se dispersó horrorizado, abandonando todos
los campos, dejándolos desatendidos, con las fogatas
tristemente humeantes y las numerosas tiendas de campaña
repudiadas. Y de la misma manera cuentan que a la mañana
siguiente Judith regresó una vez más al
pabellón del homicidio, sin remordimiento alguno, y
cargó en una mula y un carretón muchas de las
riquezas en armas y vasos y bandejas de oro y plata que
Holofernes poseía. Y la ciudad de Bethulia se salvó
dando glorias a Judith.
Dieciséis siglos más tarde Tintoretto nos
lo contó en perfectos colores y simetrías: dos
diagonales de luz como lados de una pirámide, con la
mirada de la Judith vencedora sirviendo de vértice
común, y el inmenso héroe babilónico como
base lateral de la misma, dibujado a la derecha, descabezado en
exánime escorzo sobre el revuelto lecho, casi a sus
pies.
Dime tú Nabuco, tú que lo conocías
y le entregaste el vasto poder que ostentaba sobre tus legiones y
territorios, tú que regresaste al mundo donde eras Rey
todopoderoso despertando de un sueño de siete años
y alas doradas en el que fuiste un copioso árbol cuyo
ramaje todo lo cubría, igual que cubrías a tus
ejércitos: ¿será verdad que tu gigantesco
General Holofernes fue tan ingenuo y no se sintió
amenazado en ningún momento? Insignes estudiosos han
considerado que este crimen no fue otra cosa que una
castración histórica humillante.
Y un amigo mío, que es de oficio chapista, y que
sólo conoce estas leyendas bíblicas por referencias
fortuitas que le llegan al taller de trabajo, me dijo que en
sentido contrario, yendo un poco hacia el origen de todas ellas,
le admiraba que Isaac, mucho antes, en la otra historia, casi al
principio de los principios, burlando a ese dios que le adosaban
como Padre, tuvo mejor suerte que este Holofernes porque
seguramente desde muy niño debió haber sido
ventrílocuo para poder engañar al legendario
Abraham, su verdadero padre, y así salvar su vida. Y como
nos lo dijeron, lo logró deteniendo el avance en
caída del puñal asesino con el que este Abraham lo
aniquilaría, haciéndole escuchar un falso mensaje
que simulaba llegarle, no de un vientre parlante, sino de una
profunda gravedad de garganta y de caverna, desde una luz en lo
alto, o de la misma ultratumba, supuestamente por boca de un
ángel, ordenándole en sutil engaño que
detuviese el brutal asesinato.
Y cuentan que así fue.
Y cuentan además que el relato completo es
palabra de Dios, y los creyentes lo creen de esa manera. Los
"ismaelitas", agarenos de raíz, por su parte, dicen que el
niño a sacrificar era Ismael, que fue el verdadero
primogénito de este patriarca, y que venía signado
para ser manantial de musulmanes, hijo de Abraham con Agar, la de
la perla perdida en el mar, esclava que fue donada a éste
por su propia esposa, la seca Sara, para que pudiera engendrarle
el hijo tan deseado.
Vaya Ud. a saber por qué desde un principio todo
estuvo tan enredado y tan alejado de las reglas que
posteriormente pasaron a ser normas de moralidad y decencia para
no contravenir una posible salvación alejada del llamado
pecado de la trata de blancas y el adulterio. Y acaso cabe
preguntarse el porqué de la irremediable muerte del
degollado Holofernes, que no era más que un guerrero
cumpliendo otras misiones, seguramente ordenadas por otra
supuesta divinidad, en que ningún Ángel o Dios se
ocupó de interponerse para su salvación en ese
último momento de la muerte.
No hubo luz ni voz surgiendo de las alturas que
detuviese a la curva cimitarra aniquiladora que bajaba de un
tirón del brazo vengador de Judith hacia el cuello del
doble conquistador, que fue a su vez conquistado con armas mucho
más poderosas que la suma de las espadas y lanzas filosas
de todos sus ejércitos juntos. Y hubiese sido
también una hermosa historia con ese otro final de una
formidable mano salvadora, entre luces fulgurantes y voces
imperantes de órdenes que no se pueden rechazar, emanadas
todas del mismo dios de Abraham, deteniendo a esta espada que
blandía la hermosa y por siempre heroína Judith
para salvar a este otro héroe. Y entonces se hubiese
narrado este espléndido final con sumisa devoción y
miles de justificaciones del abolido horrendo crimen, como se
narró la aceptada historia original, cual un venerable
acto de salvación y gracia divina. Igual que se justifican
las demás escenas similares en tantas páginas del
venerado libro.
Y con el tiempo, el nuevo cuento también hubiera
pasado a ser palabra de Dios y ejemplo de su infalible poder.
Bastaría con creerlo. Como se ha hecho hasta
ahora.
Amén.
Autor:
Luis B Martinez