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Judith y el deseo (Cuento)




Enviado por luis b martinez




    Judith y el deseo – Monografias.com

    Judith y el deseo

    "y Holofernes la invitó a su
    tienda".

    Del cuento mayor: la Biblia.

    Y así fue que la astuta Judith, convencida de su
    verdad sanguínea para apoyarse en las leyendas y
    tradiciones y creencias milenarias de su pueblo, se deshizo de su
    ropaje de viuda austera para engalanar y mostrar la frescura de
    su piel y de sus encantos todos y usarlos como sus armas
    más poderosas ante el acosador Holofernes
    babilónico. Y con ellas vencería.

    Se adornó con tocados de perfumes y variadas
    alhajas para seducirlo en procura de salvar a su pueblo y a su
    ciudad. Y le abrieron las puertas, y salió a la noche, en
    busca del guerrero, segura de no temerle y de poder mirarle a los
    ojos sin que le temblara la palabra.

    Salió apenas cubriendo esa hermosura entre
    acariciadoras telas ligeras que volaban sin escapar de su
    alrededor, cual una ninfa homérica en el viento. Y
    más tarde, ya sin ellas, en plena desnudez, en presencia
    del tremendo general (nadie lo aseveró ni negó de
    esta segunda manera a pesar de las leyendas que se inventaron en
    esos tiempos alrededor de estas aventuras de engaños con
    los que se pretendía salvaguardar las honras de las
    más señaladas matronas), igualmente en esa
    decisión muchos destinos quedaron sentenciados para que
    sirvieran de coro y de abandonos y así adornar ese
    encuentro del guerrero con la bella judía y adornar
    también de paso las fábulas venideras. Y ya
    resuelta a continuar sin vacilaciones en su osado plan, entonces
    su voluntad y arrojo se apoyaron en la necesidad de culminar esa
    resolución de una posible entrega como máximo
    precio a pagar dentro de lo ideado para la liberación de
    aquel acoso. Y ese ideal de ligazón entre la venganza y el
    sexo fue su sostén y guía. Se sabía
    vencedora. Y de la culminación y deshonra de esa entrega
    ella fue la única que posteriormente intentó
    desmentir al decir que no fue mancillada por el héroe, y
    que sólo su difunto marido, Manasés, hubiera podido
    decir dónde se ubicaban los lunares en su piel. Y por
    supuesto que parte de su plan era acomodar su regreso de tal
    aventura liberadora impugnando todo comentario sobre este tema de
    la entrega. Y lo logró alabando a Dios como inspirador de
    sus acciones, para que los demás no tuvieran dudas y la
    creyeran tan limpia de impiedades como antes. Y así
    Jehovah pasaría a ser su único y máximo aval
    como invisible testigo de su no perdida segunda virginidad y
    honra. Y su pueblo la creyó. Y su dios no atestiguó
    en su contra. Nunca lo hacía. Pero igualmente, y es lo que
    nos importa, desde que ella concibió su plan engalanando y
    perfumando sus redondeces, el destino de Holofernes y sus huestes
    ya estaba decidido. Y todo transcurrió como una simple y
    suave batalla sin mayores estrategias, sin que la palabra de
    Dios, ni sus soberbias órdenes, ni sus rayos y tormentas,
    ni su afamada iracundia bíblica estuviesen involucradas en
    esta nueva historia de un gran crimen para salvar al pueblo
    judío. Su Dios no intervino. Tan sólo las manos de
    esta mujer, y las gracias de su sexo, y su astucia, y sus carnes
    y hermosura como armas fundamentales de su capacidad de seducir,
    serían decisivas, aunque Manasés se removiera en su
    tumba y todos los votos y juramentos de ella y su difunta
    fidelidad cayeran en picada junto a la supuesta pureza de su
    viudez. Pareciera que ese Dios en esos tiempos, su Dios, el Dios
    de Israel, cerrando los ojos, apostaba el futuro de historias y
    partes de su creación basándose en adulterios o en
    algún crimen horrendo ejecutado por alguno de sus fieles
    preferidos, temerosos de él, según lo contaron
    ellos mismos, a cualquier costo.

    Tal Judith, como modelo de exigencia de una fe que
    siempre requiere el pago de un precio para que quede constancia
    de la fidelidad y obediencia total a su Creador.

    Pero en este caso, en su albedrío, se trataba de
    la hermosa viuda Judith por cuenta propia, abandonando el luto y
    los ásperos hábitos de penitencia, avanzando hacia
    el invasor casi desnuda, andando entre soldados con las mejores
    telas acariciándole y destacando sus formas, y emanando
    los más atractivos y cálidos perfumes para lograr
    su designio frente al temible general. Y convencida de portar las
    tentadoras galas necesarias para lograr tal fin, había
    partido con una sirvienta desde su ciudad, que se asfixiaba
    acorralada por este guerrero que asediaba y ahogaba a la Bethulia
    de Israel por el hambre y la sed, rodeando sus muros con
    círculos de fuego y con tantos guerreros que cortaban en
    estricta continuidad toda posibilidad de abastecimiento o
    fuga.

    Las fogatas ardían en las noches de la
    opresión anunciando las amenazas de muerte y
    destrucción y exhalando en gritos y ruidos la posibilidad
    de echarlo todo abajo por las llamas si acaso fuese necesario.
    (Nabucodonosor, allá en su trono y reposo real de
    Babilonia, se enteró tarde del posterior fracaso de este
    acoso que no pudo contra la fuerza latente de la debilidad humana
    que allí aguardaba y que al final se removió en las
    entrañas esclavizadas de su General ante las carnes de
    Judith). Todas las acciones y planes fueron superados al caer
    éste bajo los excesos del vino, la suavidad de una cama y
    la sabiduría de carnes y experiencias de una mujer que
    condujeron todos los planes hacia una sola escandalosa muerte
    liberadora, la del gran caudillo. Ella, cuando traspuso las
    puertas de su amada Bethulia, saliendo al campo en busca de este
    Holofernes, tan sólo portaba su extraordinaria y
    subyugante belleza como salvoconducto y soporte de las astucias
    acostumbradas y certeras de su raza. Y además, en sus
    fuegos de mujer llevaba un plan que no podía descifrarse
    en los disimulados ojos sonrientes ni en el silencio de la boca
    hinchada por la aventura de un posible y verdadero deseo que
    tendría que culminar y satisfacer.

    Y su criada, que cargaba algunas provisiones en un
    costal, vinos y quesos y perfumes, para alcanzar el máximo
    de cuatro días de sustento y embriaguez que fue lo que
    ella le pidió al cónclave de los ancianos poderosos
    de su pueblo para lograr salvarlos a todos cuando venciera al
    guerrero y desmoronara su ejército invasor, la
    acompañaba. Iba hacia el campamento de Holofernes con la
    certeza en el triunfo que le daban su determinación y el
    inmenso atractivo de su sexo. (Tampoco nos aclararon si
    también fue impulsada dentro de su mente y sangre por la
    concupiscencia del deseo carnal que aquél pudiera
    inspirarle, para, satisfecho éste, y dominado
    aquél, hacer rodar a sus pies al tremendo rival como una
    venganza y humillación mayor, duplicada, para su
    íntima satisfacción de israelita y de mujer
    acostumbrada a la admiración).

    Y tras varios engaños ambas se escabulleron y
    pasaron a través de los acantonamientos que
    defendían los bien apertrechados vigilantes de las fuerzas
    babilónicas, siempre del mismo talante y con iguales
    subterfugios, para que ella, admirada por la otra, lograra
    cautivar y engañar a los avizores guardianes. Las sedas,
    que livianas la cubrían, volaban con suavidad sobre sus
    hombros y caderas para apenas acariciar las curvas y
    voluptuosidades de su figura en cada paso que daba. Era la
    tentación hecha mujer. Y el aire se inundaba en sus
    perfumes también acariciadores. Y no podía pasar
    desapercibida. Y así se movieron, de una jefatura de filas
    a otra, entre la soldadesca, hasta que al final tan solo ella
    fuese conducida y entregada en la carpa de Holofernes, dejando a
    su sirvienta en la puerta. Y se presentó como una traidora
    del pueblo judío, convenciéndolo de que ella
    podía entregarle la ciudad entera, sin tener que pelear,
    sin gastos, cual una yegua traidora de Troya.

    Ganándose su confianza, y seduciéndolo al
    poco tiempo al ritmo de sus encantos y habilidades,
    provocándolo, aparentando rendirse al entregársele
    en el gesto en la boca deseosa para después descifrarle la
    mirada ya perdida, fue motivándolo a realizar un gran
    banquete, que éste, insensato y ciego, organizó. Y
    Holofernes, hipnotizado por aquellos muslos firmes y furtivos que
    se mostraban y se escondían, perdido en sus veleidades,
    acompañado de la sensual hembra tentadora, y de sus
    propios hombres de confianza, y de sus sirvientes, bebió y
    comió, y rio la noche entera. Y siguió bebiendo,
    frenético y ansioso, hasta quedarse a solas con
    ella.

    Después, ebrio ya, vacilante, turbio y desarmado,
    como hombre y como guerrero, y seguramente ahíto de los
    excesos de la noche, y muy cansado, en la madrugada se
    recostó sobre su lecho de campaña. Y así se
    quedó dormido, para que Judith, moviéndose ligera,
    con la propia cimitarra de gigante vencedor que él usaba,
    que desde su llegada tuvo localizada entre las telas y cojines
    regados a un lado y otro, silenciosa y certera, lo decapitara sin
    temblores de dos tremendos golpes. Y lo vio desangrarse y morir
    sin misericordia alguna. En el costal en que trajeron las viandas
    y perfumes, amparadas por la noche profunda y cómplice,
    sacó con su sirvienta del campamento invasor la cabeza
    cercenada y sangrante del soberbio General. Al día
    siguiente la exhibieron clavada en lo alto de una pica, a las
    puertas de la Bethulia judía. Dicen en el cuento que el
    ejército de Holofernes, al enterarse de la muerte de su
    líder, se dispersó horrorizado, abandonando todos
    los campos, dejándolos desatendidos, con las fogatas
    tristemente humeantes y las numerosas tiendas de campaña
    repudiadas. Y de la misma manera cuentan que a la mañana
    siguiente Judith regresó una vez más al
    pabellón del homicidio, sin remordimiento alguno, y
    cargó en una mula y un carretón muchas de las
    riquezas en armas y vasos y bandejas de oro y plata que
    Holofernes poseía. Y la ciudad de Bethulia se salvó
    dando glorias a Judith.

    Dieciséis siglos más tarde Tintoretto nos
    lo contó en perfectos colores y simetrías: dos
    diagonales de luz como lados de una pirámide, con la
    mirada de la Judith vencedora sirviendo de vértice
    común, y el inmenso héroe babilónico como
    base lateral de la misma, dibujado a la derecha, descabezado en
    exánime escorzo sobre el revuelto lecho, casi a sus
    pies.

    Dime tú Nabuco, tú que lo conocías
    y le entregaste el vasto poder que ostentaba sobre tus legiones y
    territorios, tú que regresaste al mundo donde eras Rey
    todopoderoso despertando de un sueño de siete años
    y alas doradas en el que fuiste un copioso árbol cuyo
    ramaje todo lo cubría, igual que cubrías a tus
    ejércitos: ¿será verdad que tu gigantesco
    General Holofernes fue tan ingenuo y no se sintió
    amenazado en ningún momento? Insignes estudiosos han
    considerado que este crimen no fue otra cosa que una
    castración histórica humillante.

    Y un amigo mío, que es de oficio chapista, y que
    sólo conoce estas leyendas bíblicas por referencias
    fortuitas que le llegan al taller de trabajo, me dijo que en
    sentido contrario, yendo un poco hacia el origen de todas ellas,
    le admiraba que Isaac, mucho antes, en la otra historia, casi al
    principio de los principios, burlando a ese dios que le adosaban
    como Padre, tuvo mejor suerte que este Holofernes porque
    seguramente desde muy niño debió haber sido
    ventrílocuo para poder engañar al legendario
    Abraham, su verdadero padre, y así salvar su vida. Y como
    nos lo dijeron, lo logró deteniendo el avance en
    caída del puñal asesino con el que este Abraham lo
    aniquilaría, haciéndole escuchar un falso mensaje
    que simulaba llegarle, no de un vientre parlante, sino de una
    profunda gravedad de garganta y de caverna, desde una luz en lo
    alto, o de la misma ultratumba, supuestamente por boca de un
    ángel, ordenándole en sutil engaño que
    detuviese el brutal asesinato.

    Y cuentan que así fue.

    Y cuentan además que el relato completo es
    palabra de Dios, y los creyentes lo creen de esa manera. Los
    "ismaelitas", agarenos de raíz, por su parte, dicen que el
    niño a sacrificar era Ismael, que fue el verdadero
    primogénito de este patriarca, y que venía signado
    para ser manantial de musulmanes, hijo de Abraham con Agar, la de
    la perla perdida en el mar, esclava que fue donada a éste
    por su propia esposa, la seca Sara, para que pudiera engendrarle
    el hijo tan deseado.

    Vaya Ud. a saber por qué desde un principio todo
    estuvo tan enredado y tan alejado de las reglas que
    posteriormente pasaron a ser normas de moralidad y decencia para
    no contravenir una posible salvación alejada del llamado
    pecado de la trata de blancas y el adulterio. Y acaso cabe
    preguntarse el porqué de la irremediable muerte del
    degollado Holofernes, que no era más que un guerrero
    cumpliendo otras misiones, seguramente ordenadas por otra
    supuesta divinidad, en que ningún Ángel o Dios se
    ocupó de interponerse para su salvación en ese
    último momento de la muerte.

    No hubo luz ni voz surgiendo de las alturas que
    detuviese a la curva cimitarra aniquiladora que bajaba de un
    tirón del brazo vengador de Judith hacia el cuello del
    doble conquistador, que fue a su vez conquistado con armas mucho
    más poderosas que la suma de las espadas y lanzas filosas
    de todos sus ejércitos juntos. Y hubiese sido
    también una hermosa historia con ese otro final de una
    formidable mano salvadora, entre luces fulgurantes y voces
    imperantes de órdenes que no se pueden rechazar, emanadas
    todas del mismo dios de Abraham, deteniendo a esta espada que
    blandía la hermosa y por siempre heroína Judith
    para salvar a este otro héroe. Y entonces se hubiese
    narrado este espléndido final con sumisa devoción y
    miles de justificaciones del abolido horrendo crimen, como se
    narró la aceptada historia original, cual un venerable
    acto de salvación y gracia divina. Igual que se justifican
    las demás escenas similares en tantas páginas del
    venerado libro.

    Y con el tiempo, el nuevo cuento también hubiera
    pasado a ser palabra de Dios y ejemplo de su infalible poder.
    Bastaría con creerlo. Como se ha hecho hasta
    ahora.

    Amén.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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