Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

A pesar de las rosas (Cuento)




Enviado por luis b martinez




    A pesar de las rosasMonografias.com

    A pesar de las rosas

    … y ya dentro del baño, se
    metió la pistola en la

    boca y oprimió el
    gatillo.

    G. Cabrera Infante.

    Vista del amanecer en el
    Trópico.

    Venía todas las mañanas a la
    cafetería donde yo recién empezaba a trabajar, en
    uno de los barrios más antiguos de La Habana, vecino a la
    Catedral y muy cerca del gran Malecón donde por
    muchísimos años la violencia del mar se ha
    desparramado escalando arrecifes y muros y bañando la gran
    avenida costanera. Con mis recientes diecisiete años era
    el único empleado de esas horas, atendiendo en la barra,
    sirviendo en las mesas y limpiando el salón de dos amplios
    y altos ventanales de cristal que daban a la gran avenida. Y para
    mí, contando apenas con la mejor voluntad, la vida
    comenzaba a ser una gran aventura entre el torbellino de la
    inquieta ciudad.

    Pero desde la primera visita que hizo fue notorio que
    llamaría la atención en cualquier lugar adonde
    fuese. En aquellos años yo no tenía la menor
    conciencia de los hechos trascendentales que me rodeaban y que
    serían definitivos en mi destino y en el de millones de
    personas más. La Revolución se había
    apoderado del tiempo y de la Isla entera, como si todo pudiese
    ser cambiado y puesto de cabeza o destruido sin control y como si
    nada tuviese importancia alguna.

    Y aquel hombre, sumergido en su prudencia y aislamiento,
    con su melancolía apenas disimulada y con aquel
    inquebrantable mutismo que tanto tiempo tardaría en
    romper, llegaría a ser determinante en todos mis rumbos
    futuros. Desde el mostrador lo veía atravesar la calle y
    acercarse a la puerta de la cafetería con su paso largo,
    siempre a solas, con uno o dos libros bajo el brazo. Fumaba sin
    cesar, dentro y fuera del Café, y a veces, estando afuera,
    dibujaba un asomo de saludo para algún transeúnte
    que lo identificaba con duda y por un momento se detenía
    para mirarle, hasta que se alejaba sin quitarle la vista. Siempre
    pude observar que esos efímeros contactos no eran de
    afectos cercanos, en realidad no parecía identificar a
    ninguno de los que le saludaban. Era a él a quien
    creían reconocer.

    Viéndole de lejos daba la impresión de
    querer pasar inadvertido, tal que se ocultara de algún
    pasado que él sólo conociese, tal que viviese
    intentando borrarse. Pero, por más que lo procurara, no
    podría negar la fuerza de su personalidad ni esconder la
    realidad de que en el fondo de su alma vivía la pena de
    estar regresando de buscar algo que había perdido y que
    jamás recuperaría. Desgraciadamente después
    se sabría toda la verdad.

    Tendría unos cuarenta años y era un hombre
    alto y delgado, bastante curtido, de ojos grandes y negros que se
    escondían entre sombras de ojeras permanentes. La
    cabellera, larga y muy negra también, le caía hasta
    el nacimiento del cuello, y a ratos, casi mecánicamente,
    intentaba ordenarla con los dedos en un sostén imposible.
    Vestía con pulcritud un uniforme verde olivo,
    confeccionado con la mejor gabardina, la que usaban los altos
    oficiales de la Revolución, pero lo lucía
    sencillamente, sin insignias ni galones. Y en las pocas ocasiones
    en que hablaba, con un claro acento de la región oriental,
    era pausado y preciso. Su mirada tranquila pero intensa, sin un
    asomo de agresividad, con claros visos de nostalgias y
    desesperanzas, acompañada siempre de gestos apropiados,
    decían de una formación intelectual de gran
    calidad. No parecía pertenecer a aquella convulsión
    reiterativa de consignas y prisas en los que la
    chabacanería reinaba a sus anchas y donde la
    improvisación decidía el quehacer sobre la marcha
    de los acontecimientos, día a día, echándolo
    todo abajo sin importar los resultados.

    Y presintiendo que él era una víctima de
    su propio acoso dentro de aquel mundo en el que definitivamente
    no podía encajar, aún hoy sin poder entenderlo, yo
    sabía desde el principio de conocerlo que se trataba de un
    hombre solo y triste. Y también desde esos primeros
    días quise ser su amigo. Y sentí en mí la
    necesidad callada de llegar algún día a compartir
    con él la pesadumbre que le adivinaba, poniendo en ello el
    mayor cariño, con admiración, con el mayor respeto,
    sin esperar nada a cambio.

    Solía llegar temprano, alrededor de las siete de
    la mañana, siempre limpio, con sus libros y su inseparable
    cigarrillo. Saludaba en voz muy baja y se sentaba invariablemente
    en una de las últimas banquetas de asientos circulares y
    giratorios que estaban colocadas frente a la pequeña
    barra. Allí permanecía, lo más apartado
    posible del movimiento de la cafetería,
    anticipándose a los corrillos que día a día
    comenzaban a formarse dentro del estrecho local. Jamás
    intervino en las discusiones acaloradas de los asiduos clientes y
    nunca se sentó en las sillas que se ordenaban alrededor de
    las cuatro mesas alineadas contra la pared del ventanal que daba
    a la calle.

    Cruel era el cubil de las miles de opiniones.
    Allí se reunían a diario los mismos hombres a
    comentar y argumentar de cuanto sucedía en aquella
    vorágine de la Revolución. Pero él siempre
    aparentó estar ausente a todo esto. Y, que yo recuerde,
    nunca consumió otra cosa que no fuese café, puro,
    negro, bien fuerte, muy caliente. También era definitivo
    que cuando se iba, después de más o menos una hora
    de estadía que empleaba para leer la prensa o para sumirse
    con la mayor concentración en sus libros, era
    definitivamente hasta la próxima mañana.
    Jamás volvía. Y nunca se encontró
    allí con alguna persona que lo conociese.

    Desde un principio, la mayoría de los habituales
    a la cafetería creyeron poder reconocerlo. Muchos
    afirmaron que él les recordaba a un personaje que
    había sido muy nombrado en los primeros días de la
    caída de la Dictadura. Dijeron que creían haber
    visto a alguien muy parecido en los periódicos y en la
    televisión haciendo declaraciones que sólo
    podían ser sostenidas por un oficial de alto rango.
    Inclusive creían recordarlo muy cercano al máximo
    líder en más de un acto de gran envergadura. Era
    posible que hubiese cambiado de aspecto quitándose la
    barba y arreglándose el cabello. Pero nadie sabía
    nada con precisión. Sin embargo, esa misma mayoría
    que llevaba la voz cantante en todo lo que se comentaba y
    discutía al saberse convencidos y apoyados por el
    absolutismo de la Revolución, no le tenía mucha
    confianza ni simpatía a este extraño visitante que
    había aparecido allí, sin razón alguna, como
    si fuese un perdido surgiendo de la nada.

    Pero transcurrían los días en
    idéntica incertidumbre. Las murmuraciones aumentaban sin
    que alguien pudiese dar con una identificación precisa.
    Sólo se sabía, porque en varias ocasiones una voz
    angustiosa de mujer lo había solicitado al
    teléfono, que su nombre era Rubén. Y con esa mujer
    había sostenido largas conversaciones en las que se le
    pudieron escuchar palabras tranquilizadoras y amorosas. Siempre
    pareció, por las respuestas que daba, que ella lo
    reclamaba a su lado con gran preocupación. Y así,
    día a día, hasta que se retiraba del local,
    invariablemente despidiéndose con una leve
    inclinación de cabeza, sin decir nada. Entonces todos los
    presentes se disparaban a comentar sobre la incógnita de
    su posible ocupación y procedencia. No había
    siquiera una persona que no interviniese con sus comentarios y
    teorías. Los más sigilosos llevaron las palabras
    hasta calificarlo como un agente al servicio de la temida
    Seguridad del Estado que simulaba no escuchar ni estar atento a
    nada, pero que de seguro ya sabía quiénes eran y
    qué hacían cada uno de los que allí se
    reunían. Otros se atrevieron a comentar que bien
    podía ser un antiguo esbirro de la Dictadura que se
    vestía con el uniforme verde olivo para aparentar ser un
    rebelde y así protegerse y pasar desapercibido ante
    cualquier investigación o requisa que se pudiese presentar
    en el momento menos esperado. Y los más despiadados y
    fanáticos, aquellos que por lo general no saben otra cosa
    que hablar tonterías y dejarse arrastrar por la envidia
    ante cualquier asunto o persona que llamase la atención
    por encima de ellos, decían que seguramente se trataba de
    un vulgar advenedizo con pretensiones de hombre importante y
    misterioso dentro de las fuerzas armadas revolucionarias.
    Algún día, no muy lejano, decían, se le
    podría desenmascarar públicamente.

    Pero a mí nada de eso me interesaba, ni me
    importaba. Yo sólo sabía que en el poco tiempo que
    tenía de conocerlo, me había impresionado y
    simpatizado desde que había aparecido con sus libros y su
    tristeza. Yo era el único a quien saludaba con afecto y
    simpatía, me distinguía, me miraba derecho a los
    ojos y en ocasiones cruzaba algunas palabras conmigo. Lo
    más que yo deseaba era poder verlo algún día
    acercarse por la calle sonriente para después presentarse
    en el local feliz y contento de la vida. El destino y la
    turbulenta realidad no tenían preparado nada ni siquiera
    parecido a ese deseo.

    Hoy, muchísimos años después, lejos
    de la tierra que nos vio nacer, añorando sus palmas y su
    gentil alegría en este interminable exilio de otro idioma
    y otras costumbres de gentes que entienden poco de nosotros,
    puedo comprenderlo todo con tal claridad que nada escapa a mis
    recuerdos.

    Este hombre había luchado desde los primeros
    días de la Revolución y había ascendido a
    las esferas más altas del Poder con el mayor entusiasmo
    imaginable. Lo que llegamos a conocer en esos días de su
    llegada a la cafetería, fueron los residuos que dejaron
    los fracasos y los sentimientos de responsabilidad en que se
    hubieron convertido tantos y tantos sueños después
    de aquel incansable batallar. Se sentía impotente ante la
    avalancha de los acontecimientos y las terribles respuestas con
    las que se repelían todas las protestas ante ellos y que
    sin lugar a dudas, ante tanto terror, arrasarían con el
    país de punta a punta. Su preocupación y su
    tristeza habían marcado un sello angustioso que se
    mantendría para siempre, sin un segundo de olvido,
    penetrando sin piedad hasta lo más hondo de su
    corazón. Sus sueños habían sido negados y
    despedazados en el menor tiempo imaginable. Lo tantas veces
    prometido había sucumbido ante una teoría
    aterradora que llegaba de lejos, de muy lejos, ya con cientos de
    miles de muertos a sus espaldas y que acechaba en las sombras sin
    el menor asomo de querer ofrecer y mantener lo que la
    Nación entera esperaba.

    Hoy sé, con la experiencia de haber visto y
    padecido lo que en aquellos años no sabía ni
    podía presentir, que su horizonte de vida estaba limitado
    por el dolor, la vergüenza y la poca esperanza en el futuro.
    Estaba enfermo de vivir, con su fina sensibilidad empujada y
    golpeada sin defensa, formando parte de aquella carrera
    atropelladora que parecía sustentarse en lo imprevisto, en
    el miedo, en el vejamen y en el poder oculto de la
    delación como la mayor arma para mantener el control sobre
    cada ciudadano. Nadie estaba a salvo. Nadie. Y él, por su
    propia certeza, por el propio dolor y convencimiento ante el
    camino escogido, estaba al borde del precipicio.

    Así, poco a poco, con el correr de las semanas,
    pude ver cómo su ánimo fue decayendo hasta quedar
    reflejado en un caminar cada vez más pesaroso,
    desplazándose a veces entre el tránsito y la gente
    como si no tuviese adónde ir. A través del cristal
    de la ventana lo veía acercarse y cruzar la calle entre
    los automóviles, sorteándolos sin mayores cuidados,
    más derrotado cada mañana, más encorvado. Y
    me entristecía junto con él. Su mirada fue
    perdiendo el resto del brillo y fuerza que a duras penas le
    quedaba, y, lamentablemente, se hacían muy contados los
    instantes en que parecía tener un verdadero deseo de hacer
    surgir y mantener dentro del alma los sueños y la riqueza
    de su vida interior.

    Recuerdo que en los últimos días que lo
    vi, poco más de un año después del triunfo
    de la Revolución, se quedaba por más tiempo en la
    barra con la taza de café entre las manos, sin haberla
    llevado a la boca, con la ceniza alargada y a punto de caer del
    cigarrillo olvidado entre los dedos. Probablemente revivía
    dentro de sí los recuerdos y las emociones del pasado. Y
    era en esos momentos cuando de seguro su mente volaba y se
    perdía hacia otro mundo y otras gentes, absorto, entonces
    sí que absolutamente sin tomar en cuenta ni fijarse en
    nada de lo que le rodeaba. Cuando se ensimismaba de esa manera,
    movía los labios en un silencio de sonrisas y palabras que
    sólo él escuchaba y entendía.

    Entonces yo sentía, por su expresión y la
    intensidad que se reflejaba por instantes en sus ojos, que
    podía llegar a ser feliz con algún recuerdo.
    Después, en actitud de aceptación y de impotencia,
    se apagaba lastimosamente, tomaba el café de un solo trago
    y bajaba la cabeza llevando el mentón casi hasta el pecho,
    negando con la cabeza una y otra vez en una soledad y un silencio
    demoledores. Un momento más, como de despertar y
    ubicación, y se ponía de pie, recogía sus
    libros, dejaba unas monedas sobre el mostrador y se iba. Se
    alejaba en la misma dirección en que había llegado,
    lentamente, derrotado, perdiéndose entre la
    ciudad.

    Cuando lo veía abrir la puerta batiente y
    alejarse, casi arrastrando los pasos lentos, como si cargase un
    peso enorme sobre los hombros y el alma, era la imagen de la
    desolación más espantosa. Daba la impresión
    de que en cualquier momento se desvanecería en un
    agotamiento interno que nada ni nadie podría
    evitar.

    Y también recuerdo, tan fielmente como si fuera
    hoy, el último día que fue a la cafetería.
    Entró y se sentó donde siempre, en el extremo de la
    barra, sin los acostumbrados libros, con el inevitable
    cigarrillo, con la intención y el vacío de no
    querer estar en parte alguna. Me llamó y me dijo, con la
    voz más cansada que uno se pueda imaginar:

    -José,…dame un poco de café,…bien
    caliente.

    Hablaba como si pensase las palabras. Su semblante era
    la estampa de la mayor desilusión y renuncia.
    Parecía no poder mirar de frente ni fijar la mirada en
    cosa alguna. Tenía los ojos enrojecidos y hundidos entre
    penumbras que iban mucho más allá de sus ojeras
    habituales. Reflejaba el cansancio de estar regresando de pasar
    varios días sin dormir. Por primera vez se presentaba con
    la cara descuidada y el pelo alborotado cayéndole por los
    lados de la cabeza. Llevaba la ropa como sobrándole sobre
    el cuerpo, en el abandono de haber pasado muchas horas acostado
    con ella puesta.

    Me supe sorprendido y apenado por el tono de su voz y
    por la vaguedad de aquella mirada que parecía no poder
    distinguirme con claridad. Pero más sorprendido
    quedé cuando sin contenerme le pregunté:

    -¿Qué le pasa Señor Rubén?
    ¿Se siente enfermo?

    Nunca olvidaré que en un repentino cambio de
    actitud al escuchar el tono de mi voz, como despertándose
    y reconociéndome, levantó la mirada y
    penetró por mis ojos hasta el centro del dolor de mi
    corazón para contestarme con voz apagada, pero decidida
    aún en medio de su aparente debilidad:

    -Esta noche me voy,… muy lejos,… no quiero saber de
    nada. – Y a medias sonrió para añadir: -Estoy
    cansado, demasiado cansado.

    Dicho esto desvió de nuevo la mirada que
    parecía agrietarse y oscurecerse para después
    mostrar un extraño brillo. Se volteó hacia el
    ventanal, seguramente viendo hacia un vacío, como si
    estuviese ordenando los pensamientos y necesitase algún
    tiempo para lograr concatenarlos. Permaneció así
    por un momento, me imaginé que esperando afirmarse en
    aquellas decisiones. Mientras, asentía con la cabeza
    tristemente y se iba convenciendo en monólogo de
    interrogaciones y certezas con relación a lo que pensaba.
    Parecía dibujar sus decisiones en el aire, como
    sonámbulo, casi imperceptiblemente, callado y con suaves
    movimientos de las manos y gestos de la cara.

    Y de nuevo sin poder contenerme, con voz de respeto, con
    los ojos aguados, encerrado en la duda de no entender nada, le
    dije:

    -Señor Rubén… no sé… yo no
    sé… si puedo ayudarle en algo…

    Yo titubeaba, perdido, con tristeza:

    – Yo estoy a sus órdenes…

    No me dejó terminar. Sin mirarme me instó
    al silencio levantando una mano en un claro gesto de
    rápido entendimiento y certidumbre sobre mi sentir. Y
    aparentemente identificado con aquella emoción que casi me
    ahogaba, de pronto se volteó de nuevo, y me regaló
    una suave y cariñosa sonrisa que por un instante casi
    iluminó su rostro, y me dijo:

    – Lo sé, lo sé. Escucha bien. Eres muy
    joven. Aprende. Y no tires a un lado nada de lo que te diga. El
    destino del hombre que se ha equivocado sin regreso es implacable
    en su acontecer. Y yo, que he cometido todos los errores de la
    ceguera, soy de los que no tienen salida. Estoy atrapado entre
    las redes que yo mismo fui tejiendo desde hace muchos
    años.

    Hablaba consigo mismo. De pronto guardó silencio.
    Y su mirada quedó perdida hacia otro mundo. Parecía
    haberse detenido para pensar un momento más. Luego,
    extraño en él, por primera vez se fijó por
    un instante en cada uno de los hombres que nos rodeaban y que se
    habían quedado mudos ante nuestra escena. Los
    recorrió a todos con su magnética personalidad. Y
    acto seguido, decidido, para que no hubiese dudas y lo oyeran
    todos, añadió en voz un poco más alta, sin
    dudar un instante, pero de nuevo dirigiéndose a
    mí:

    -Vete del país. Lo más rápido
    posible. Vete a otra parte, lejos, bien lejos. Vive la vida a
    plenitud y disfrútala sin mayores complicaciones, como si
    nada de esta locura que nos aplastará a todos hubiera
    ocurrido. Y sobre todo, escúchame bien, sobre todo no te
    metas en problemas. No opines. No discutas. Simplemente
    vete.

    Nuevamente giró sobre la butaca vertical y
    miró hacia el grupo que permanecía en silencio.
    Todos lo observaban como de soslayo, como si ninguno pudiese
    aguantar aquella mirada que encerraba una gran firmeza, pero que
    al mismo tiempo no los retaba. Él tan sólo
    asentía, con la actitud de estar alertándolos con
    lo que escuchaban. Todos se sintieron impotentes ante aquella
    nueva personalidad y su extraño magnetismo. Habían
    sido tomados de sorpresa y eran temerosos de hacer cualquier
    comentario. Y entonces él, convencido de haber hecho lo
    correcto, se volteó una vez más hacia mí y
    añadió:

    -Sí, vete, lo más rápido que
    puedas. Así será posible que llegues a encontrar un
    asomo de felicidad en cada rosa y en cada boca quizá
    encontrarás un beso que pueda tonificar tu
    vida.

    Y en un tono más bajo, ahora apoyándose
    con los codos en la barra y siempre mirándome, de nuevo
    añadió:

    -No tienes que pensarlo mucho. Sal de aquí, habla
    hoy mismo con tus padres y no te dejes convencer de lo contrario.
    Y pase lo que pase, y veas lo que veas, sigue tu camino como si
    no fuera contigo. De hoy en adelante no te metas en ningún
    tipo de problemas. No discutas. No opines.

    Y todavía añadió,
    reiterativo:

    -Óyelo bien, óyelo muy bien, no te metas
    en problemas y vete. Eres demasiado joven para que vayas a
    sucumbir en esta vorágine que nos llevará a todos
    al precipicio. Hazme caso, vete, que la vida clama por
    ti.

    Había hablado con convicción y
    cariño, pero ya al final manifestando una especial
    excitación. Lucía presionado por el tiempo, como
    necesitado de expresar sus emociones y expulsarlas de una vez por
    todas lo más pronto posible y de una vez salir a la calle.
    Se quedó mirándome un momento más,
    comunicándome con precisión de gestos y
    asentimientos lo que acababa de decir, alertándome. Luego,
    volvió a sonreír, satisfecho por lo que
    había hecho, casi en un gesto de resignación y
    aceptación, sin poder excluir su inmensa tristeza por lo
    dicho. Después, extrajo una moneda y la colocó
    sobre la barra para pagar su consumición.

    Inocente y bondadoso, bajo una penosa sonrisa
    denegué el pago rechazando la moneda y su repetido intento
    de entregármela. Cuando quiso protestar y rechazarla por
    última vez, no le di tiempo a que hablara y le
    dije:

    -No importa, el pago no importa. Pero sí le
    quiero pedir un favor especial Señor Rubén. Mi
    mayor deseo es que antes de irse me deje algo que me
    enseñe… un libro… o lo que más le guste.
    Siempre lo he deseado y sé que Usted comprenderá a
    qué me refiero. Yo… yo quiero saber… y comprender. Yo
    quiero saber qué es lo que pasa.

    Observó la moneda que aún estaba entre sus
    dedos, le dio algunas vueltas por unos segundos, pensando,
    resolviendo mi petición. Luego, mirándome de nuevo
    con una expresión de cariño y comprensión,
    con un momentáneo brillo en los ojos que se apretaban
    entre los párpados hinchados, me dijo en
    despedida:

    – Pronto lo tendrás. Te lo mereces. Y sé
    que aprenderás, porque tu corazón aún es
    generoso.

    Y agregó, dibujando una sonrisa triste y
    comprensiva:

    – Mañana te enviaré lo que creo más
    adecuado. Pero insisto: no te duermas y vete lo más
    rápido posible. Y no olvides nada de lo que te he dicho.
    No lo olvides. Tienes que actuar con mucho cuidado. Y sobre todo
    no te dejes convencer por nadie de lo contrario. Y ahora:
    adiós.

    Me estrechó la mano con un fuerte apretón,
    sujetándome el antebrazo firmemente con la mano izquierda.
    Ya para irse, de nuevo se volteó y recorrió a todos
    los asustados presentes una vez más con la mirada, como
    alertándolos también, escudriñándolos
    mientras mantenía una expresión afirmativa. Luego,
    decidido, se levantó de la banqueta, me dio la espalda, y
    sin mirarme se fue. Se fue sin mirar atrás y sin otra
    despedida. Lo vi abrir la puerta y alejarse por la acera,
    perdiéndose entre la gente, hasta desaparecer en la
    distancia. Se alejaba quizás con un paso más
    decidido, pero ni remotamente con el porte de los primeros
    tiempos en que lo conocí. Mis ojos se inundaron y una
    angustia cruda y terrible me subió por el pecho.
    Sentí que perdía para siempre a un amigo como
    jamás volvería a tener. Sabía que no
    volvería a verlo.

    En esos tiempos yo estaba a medio camino entre la
    juventud y el despertar de la hombría, sin experiencias,
    ciego. Y el ambiente que me rodeaba, de grandes cambios, de
    miedos y sobresaltos, de persecuciones y fusilamientos a la vista
    del mundo entero, a partir de ese día se me vino encima
    como un torbellino imposible de descifrar. Quizás a partir
    de estas experiencias vividas con el mundo cayéndose a mi
    alrededor, afirmado en el contacto tan profundo con este
    extraño hombre que había aparecido de la nada,
    comenzaba a despertar mi conciencia ante cada hecho que me tocaba
    vivir. Ya nada me era indiferente. Pero en aquel momento,
    más importante de lo que me había sucedido y
    seguramente mucho más trascendental que todo lo que me
    pudiese suceder en el futuro, estaba el desconsuelo y el dolor de
    saber que aquel alejamiento sería definitivo. No, no lo
    vería nunca más. Y quizá también a
    partir de estos acontecimientos desembocando en esa despedida
    para la que no habría cura, sin saberlo ni presentirlo, yo
    también comencé a ser otro hombre derrotado y
    triste que quedaría atrapado y sin salida dentro de su
    propio corazón.

    Muy poco después salí al destierro, solo,
    en un enorme barco que había sido legendario durante la
    guerra civil española, en una madrugada dura y cortante en
    la que sólo se veían las luces de la bahía
    como tristes guiños de la ciudad. Nunca más
    regresaría. Eran los primeros días de marzo del
    año sesenta y uno, en aquel tiempo ya perdido en el pasado
    de un almanaque que ha quedado nublado por el paso de más
    de cincuenta años. Y como las hojas y las fechas de tantos
    calendarios y santorales que vinieron después y que fueron
    diseminadas entre el polvo de las desilusiones, yo también
    quedé sin vida, amargo y hundido en el abismo de la
    separación. El tiempo había volado, la distancia
    era abierta, pero a pesar de lo vivido en otras tierras la
    presencia de aquel inesperado amigo estaba en mí como
    atado por un lazo imposible de deshacer.

    Y así, iguales de dolorosos y pesados, muchos
    otros años han pasado. Años grises, sin el sol de
    antes, sin alegría, monótonos, alejado de los
    campos hincados de cañas y palmas y sin regresar a las
    playas que laten silenciosas con sus olas en mis venas, como
    notas de un punto guajiro en medio de la manigua. Y esos
    años se han ido de manera distinta, como vistos desde la
    lejanía, casi sin dejar rastros en las nuevas emociones,
    sintiendo en ellos que hasta esa misma música campesina ya
    suena a algo que no me pertenece. Porque después de estar
    en cientos de sitios, aprendiendo y trabajando en las más
    variadas labores, de lavaplatos, de mesonero en bares y
    restaurantes, de acomodador de cine, de chofer de taxis y hasta
    de cocinero improvisado, hoy estoy desde hace mucho tiempo
    detrás de un mostrador propio y me siento un
    extraño en todas partes.

    Y afuera está el otoño, anunciando la
    llegada del frío y de la nieve que llega a ser blanca
    prisión en estas latitudes. Y también éste
    otoño se irá con sus magníficos colores y
    sus hojas batidas por el viento y regadas por el suelo. Y
    vendrán otros otoños y otras nieves que
    también se irán. Y las tiendas y los grandes
    almacenes se adornarán con millones de luces y cascabeles.
    Y los niños correrán por la nieve con sus juguetes
    y sus risas. Y todas esas tiendas y almacenes harán
    grandes ventas y liquidaciones especiales adonde acudirán
    miles de personas. Y aquí, donde estoy ahora, en otra
    barra como la de antes, vienen a diario gentes como las de ayer,
    argumentando y discutiendo sin escucharse unos a otros, entre las
    banquetas, las mesas y la vieja cafetera que no puede
    faltar.

    Y así, son muchas las estaciones que he visto
    pasar frente a esta cafetería de esta ciudad inmensa y
    despiadada. Y los clientes siguen viniendo y partiendo como el
    viento. Y los paisanos, que viven pendientes del café y de
    la calidad de los tabacos, y del béisbol, sin cesar hablan
    de Cuba, y de las luchas que sueñan con emprender, y de lo
    que hicieron, y de lo que perdieron, y de lo que piensan hacer
    cuando todo cambie y puedan regresar. Pero mi corazón
    está colmado de un invierno perenne. Ya le cuesta mucho
    entender lo que todos hablan y pregonan sobre la base de un ideal
    ambiguo y poco certero que por momentos llega a confundirse con
    la irrealidad y que sin lugar a dudas no se parece ni concuerda
    casi en nada con el mío. En mi pecho no hay odios ni
    revanchas. Mi manera de ser, quizás demasiado triste y
    melancólica, esclava del entender, no es lo mejor para
    adaptarse a estos días en que todo cambia de sentido tan
    rápidamente y se desdibuja a medida que el viento sopla en
    una u otra dirección.

    Esta manera mía vive y siente al compás de
    otro reloj. Esta manera no se detiene ni se ha detenido nunca a
    pensar en reclamar lo que se ha perdido. Es la que llegó a
    soñar con los besos escondidos en las rosas. Es la manera
    a la que por siempre le ha faltado el imposible regreso de su
    amigo Rubén. Y es así, a pesar del tiempo y las
    vicisitudes del destierro, nunca lo he podido olvidar. A la
    mañana siguiente de aquella despedida, la primera en que
    Rubén no se presentaba como de costumbre, y de manos de un
    joven e inseguro miliciano que parecía completamente
    aturdido, recibí un pequeño paquete donde
    venía un copioso libro de poemas. Era un manuscrito hecho
    a lápiz con absoluta limpieza, cuidadosamente encuadernado
    a mano que en la primera página titulaba: "Rosas y
    Sangre". Allí estaba escrito, en letra pareja y grande,
    muy firme, la siguiente dedicatoria: "A ti, José, mi
    pequeño amigo, que conociéndote, y a pesar de las
    rosas, sufrirás". Esa misma tarde lo leí
    completo.

    A día siguiente, alrededor del mediodía,
    llegó la triste noticia. Alguien, muy alarmado,
    llegó con el periódico y a gritos nos llamó
    a todos hacia la mesa más cercana a la entrada del
    cafetín. En la primera página se veía una
    foto de Rubén en actitud pensativa, barbudo, vestido de
    rebelde, con la estrella de comandante resaltando sobre la boina
    roja y negra de los colores distintivos de la Revolución.
    Sobre la foto se leía. "Ha muerto el Comandante
    Rubén". No podía creerlo. Me sentí aturdido.
    Salí corriendo de la barra, atropelladamente, como un
    loco, apartando a los que se agrupaban en apretones y gritaban
    alrededor de la mesa. Y al momento, en medio de un coro,
    agarré el periódico y leí:

    "Julián Ruiz, el conocido Comandante
    Rubén, héroe de la Revolución, fue hallado
    muerto en la habitación de un modesto hotel de la Habana
    Vieja. Nuestro compañero, escritor y poeta, se
    había sumado a las fuerzas rebeldes desde los primeros
    días de la lucha, primero en las guerrillas universitarias
    de la capital y después como soldado infatigable en las
    montañas de la Sierra. Había conocido y sufrido las
    cárceles y las torturas más despiadadas de la
    dictadura y sus esbirros. Siempre al servicio de la Patria y
    amante y creyente como pocos del poder del Pueblo y de su
    Máximo líder, llevaba varios días
    desaparecido. El arma de reglamento, a poca distancia de su
    cabeza destrozada a quemarropa, lo explicaba todo. Se descarta la
    posibilidad de haber caído víctima de un atentado.
    Pero se harán todas las averiguaciones pertinentes. Era un
    verdadero y amado hijo de la Revolución. De cualquier
    forma, fuese como fuese: se ignoran los motivos".

    Ese día lloré amargamente, como
    jamás volvería a suceder. Y abandoné la
    cafetería sin avisar a nadie, dejándola abierta y a
    la deriva. Me fui solo, apenas escuchando el reclamo y la
    sorpresa de la mayoría de los clientes que se miraban
    incrédulos mientras me daban paso y comenzaban a
    discutir.

    Llegué corriendo hasta mi casa, al verme tan
    descompuesto mis padres me preguntaban qué había
    sucedido sin que yo pudiese contestar. Entre las lágrimas
    y el desconcierto de la desesperación y el no entender fui
    a mi habitación y saqué de una gaveta el
    pequeño libro de poemas que Rubén me había
    enviado y que aún guardo celosamente. Sólo yo lo he
    tenido. Y sólo yo sé lo que realmente significa. Lo
    leí de nuevo. Lo leí sin poder contener el llanto y
    la congoja que parecían matarme también. Era el
    mayor vacío que se pudiese imaginar y creo que nunca
    logré reponerme de aquel dolor tan aplastante. Y estoy
    seguro que ese fue el día más horrendo e
    inolvidable de mi vida. Después, con los años,
    llegué a leerlo cientos de veces. Pero tardé mucho
    tiempo en aceptar y comprender. Sólo el dolor que aviva y
    despierta, y la amargura que se queda impregnada en el paladar, y
    el aprender a renunciar que se resumen en las experiencias del
    que no puede olvidar, me han dado la verdadera lección que
    Rubén predicaba sobre la soñada libertad y sobre el
    grande amor que le profesaba a aquella mujer que siempre lo
    reclamaba al teléfono. Su nombre era Isabel y a ella
    estaban dedicados todos los poemas.

    Y desde aquella misma tarde en que publicaron la
    noticia, y a lo largo de varios días con sus noches, la
    radio y la televisión transmitieron programas especiales
    sobre la vida de Rubén. En todo momento hacían
    hincapié sobre su militancia irrenunciable al movimiento
    revolucionario. Y decían que sin vacilaciones ni dudas
    este Rubén no descansaba un segundo para enfrentarse, sin
    el conocimiento del perdón, a todo aquel que pretendiera
    oponerse al sentimiento de justicia y de razón popular que
    en todas partes y con miles de voceros predicaba la
    Revolución. Pero todo era una mentira. Yo, y de seguro
    Isabel, lo sabíamos mejor que nadie. Rubén
    había luchado y soñado, y seguramente se
    había entregado al movimiento revolucionario como pocos,
    pero hacía mucho tiempo que sólo pertenecía
    al espacio de su amargura y decepción. La vergüenza
    era su fuente de dolor y ya no creía en ninguna de las
    innumerables falsedades que los voceros del nuevo régimen
    repetían sin cesar. Estaba enfermo de sí mismo y
    del horror que había ayudado a construir.

    Pero las últimas palabras de aquella distante
    reseña del periódico, bajo la foto sonriente del
    querido amigo, y junto a uno de sus mejores poemas,
    mancillándolo, se han quedado hirientes en mi memoria,
    año tras año, con firmeza de eternidad, como una
    condena de conciencia que no quiere aceptar tanta mentira.
    Sí, el hombre nunca entenderá. Se ignoran los
    motivos. Se ignoran los motivos.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter