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Sócrates y los sofistas



Partes: 1, 2

  1. La democracia
    Ateniense y las fuentes del debate
    ético-político: el intelectualismo
    socrático
  2. El proceso de
    Sócrates: la condena a muerte de un sofista que no era
    sofista
  3. La ironía
    socrática. ¿Un recurso
    sofístico?
  4. El daimón de
    Sócrates: una anomalía para la
    sofística
  5. La mayéutica
    y la dialéctica socráticas
  6. El sofista
    refutador de opiniones y purificador del
    alma
  7. Bibliografía

La democracia
Ateniense y las fuentes del debate ético-político:
el intelectualismo socrático

La Atenas del siglo V a.C. era una democracia
radical, restringida pero directa. Los ciudadanos
adultos y varones -excluidos los niños, mujeres y
esclavos- no sólo tenían el derecho a hablar en la
asamblea, sino que era para ellos un deber: discutir, escuchar y
decidir. Incluso ante los jueces en caso de ser juzgados
debían defenderse por sí mismos, jamás por
boca de otros. El dominio de la palabra constituía la
mejor garantía para vivir en comunidad, para defender
derechos propios y ajenos y para dirigir el destino de la
polis convenciendo a los demás ciudadanos de
tomar determinadas decisiones.

Sócrates no escribió nada, quedando como
ejemplo del poder de la oralidad de la filosofía, y casi
nada sabríamos de él de no ser porque un
discípulo suyo que de joven quería componer
tragedias, Platón, y que acabó inventando el
diálogo como género literario-filosófico y
haciendo de su maestro el protagonista de casi todas sus obras.
Todo lo que sabemos de Sócrates proviene principalmente de
tres fuentes: los diálogos socráticos de
Platón, las obras de Jenofonte que tratan del
filósofo, y una sola comedia de Aristófanes que lo
convertía en objeto de risa para el teatro público.
A partir de estos materiales, junto con las citas o fragmentos de
autores posteriores, que es todo lo que nos queda de los
sofistas, los investigadores de todos los tiempos han intentado
reconstruir el perfil de todos los personajes y la doctrina que
enfrentó en el terreno ético-político al
filósofo Sócrates con los maestros sofistas. Es,
sobre todo, en la Apología de Platón y en
el Critón donde se pueden rastrear los trazos del
pensar de Sócrates más nítidamente, pues a
medida que avanza en sus diálogos Platón irá
incorporando sus propias doctrinas a las de su maestro. En el
caso de los sofistas estamos ante escritores y oradores al mismo
tiempo, que rivalizaron con Sócrates en el uso de la
palabra viva y con Platón en su consignación en la
escritura, pero aunque sus obras escritas fueron numerosas, todas
ellas desaparecerían y sólo una serie de fragmentos
de las mismas reunidos por Diles y Kranz nos permiten realizar la
reconstrucción de sus ideas y del importante papel que
tuvieron en la era más brillante de la democracia
ateniense.

A comienzo de los años 1920 Eugene Dupréel
sostuvo la tesis de la inexistencia histórica de
Sócrates. Unos veinticinco años después Olof
Gigon, en un trabajo que cambiaría el rumbo de los
estudios socráticos, afirmó que Sócrates
vivió realmente en Atenas donde fue condenado a muerte,
pero que aparte de esto y con excepción de ciertos
detalles biográficos sin importancia, era imposible saber
más acerca de él. Para Agustín García
Calvo sería un protoanarquista, para Fernando Savater una
especie de reaccionario conservador (siguiendo a I. F. Stone o a
Karl Popper) como Platón. Muchos estudiosos religiosos
(como Noussan-Letry) se han inspirado en Platón y han
interpretado la figura de Sócrates como una especie de
Profeta, como un ser profundamente religioso. Lo cierto es que
Sócrates será siempre lo que las fuentes ofrecen y
el conjunto de interpretaciones que la tradición
exegética ha realizado sobre ellas a lo largo de los
siglos. Aquí nos interesarán los rasgos más
consensuados de su filosofía ético-política
en contraposición a los que, también variados,
pueden rescatarse de los fragmentos sofísticos y de las
lecturas de dos milenios de investigación sobre los
mismos.

Los sofistas eran profesionales que cobraban
por sus enseñanzas, unas lecciones de índole
práctica, como el enseñar a hablar en
público y a persuadir (retórica) o convencer a un
auditorio. En su mayoría eran extranjeros, luego estaban
excluidos del derecho de ciudadanía y, por ello, no
podían hablar en la asamblea. Pero lo harán por
boca de sus alumnos, para quienes el triunfo social se convierte
en la máxima aspiración y en constatación de
haber alcanzado la virtud o excelencia (areté).
El éxito social es para los sofistas y quienes les siguen
sinónimo de virtud y es algo que entre los atenienses de
la democracia se adquiere a través del "Eu
legein
", del bien decir, del buen hablar. Asistimos
así al nacimiento del lógos entendido como
poder, del dominio del lenguaje como principal cualidad en el
concurso por el poder. Saber hablar bien se transforma en el
medio de alcanzar el poder o destacar entre los ciudadanos, sin
que decir verdad o falsedad tenga que ser tenido en
consideración. El interés de los sofistas
dejó de lado las especulaciones sobre la naturaleza
(physis) de los llamados presocráticos y, aun
pretendiendo un cultivo de un saber enciclopédico que
abarcase todas las áreas, se centraron primordialmente en
las que tenían que ver con la ciudad y el gobierno, esto
es, con la política.

Hay que tener en cuenta que el contexto del debate
ético-político entre Sócrates y los sofistas
se desarrolla en un momento en el que no existían
instituciones públicas de enseñanza, pues no era en
Atenas sino en Esparta donde el Estado se hacía cargo de
la educación de los ciudadanos -una educación de
carácter militar dirigida a formar soldados- a partir de
los siete años de edad. En Atenas la formación de
los ciudadanos corría a cargo de pedagogos privados entre
los que llegaron a destacar los sofistas, a quienes el ciudadano
medio no podía pagar sus costosos honorarios, pero
sí debatir con Sócrates. La prueba de ello la
tenemos en el Laques de Platón, donde un
ciudadano que habla con Sócrates se lamenta de "no haber
tenido ningún maestro", aduciendo que la causa de no
haberlo tenido y de no poder tenerlo tampoco en la vejez era que
"no puedo pagar sueldos a los sofistas" (186c). Sin embargo,
está hablando con Sócrates, lo que no le cuesta ni
un óbolo. Precisamente, el filo-espartanismo de
Platón, que quiere aunar las virtudes de Atenas y las de
Esparta, junto al precedente de las comunidades
religioso-sapienciales como las de los pitagóricos,
influirán bastante en la creación de la
Academia: institución de enseñanza que
servirá de ejemplo futuro para la creación de
instituciones públicas de instrucción
popular.

Los sofistas forman un grupo con particularidades y
todos ellos en bloque son oponentes de Sócrates. Por
tanto, no trataremos de la oposición particular de cada
uno de los sofistas con Sócrates, sino de la
oposición del conjunto de ellos frente al filósofo.
De los dos sofistas más relevantes, Protágoras y
Górgias, a quienes Platón dedicó sendos
diálogos (además de consagrarle dos textos a
Hipías) provienen las dos doctrinas más
célebres de la sofística. A esas premisas son
principalmente a las que se opondrá tanto el pensamiento
de Sócrates como la filosofía de Platón. Del
primero, Protágoras, procede la primera aseveración
humanista, e.d., la que sostiene que el hombre es la medida de
todas las cosas y centro de todas las cosas; del segundo,
Górgias, procede tanto el escepticismo radical frente a la
posibilidad de conocer algo y enunciarlo, como la consecuente
constatación de que el interés, el poder, la fuerza
y la astucia, son el motor de todas las acciones humanas y el
fundamento de lo que se dice justo e injusto.

Respecto al llamado debate physis /
nomos, los sofistas eran partidarios de escindir esos
dos conceptos, que no se corresponden exactamente a nuestros
vocablos naturaleza y convención
respectivamente, pero que sí alientan la idea de
determinación de lo primero frente a
indeterminación de lo segundo. Los sofistas afirmaban el
carácter no natural del nomos (costumbre, ley) y,
por tanto, aunque algunos de ellos pudieran considerar como algo
propio de la physis la idea de justicia, como ley de la
selva o del más fuerte, separaban dichas ideas de las
legislaciones concretas, que concebían como creaciones
humanas que podían independizarse del trasfondo
biológico y ontológico del ser humano o servirle de
dique y contención. De forma relativista y pragmatista
consideraban que se podían crear ciudades por medio de una
ingeniería social consistente en la aplicación de
leyes que atendiesen a los intereses de los habitantes de las
ciudades. En calidad de expertos en tales cosas los poderes
públicos les encomendaban la creación de
legislaciones para sus colonias, como hicieron los atenienses al
encomendar a Protágoras la redacción de la
constitución para la colonia ateniense de Turios. Por el
contrario, para Sócrates, implícitamente, ya es
incipiente la necesidad platónica explicitada en sus
diálogos de madurez de que hubiese una correspondencia o
armonía preestablecida entre la naturaleza del alma y las
leyes de la ciudad, vinculándose en él tres
órdenes escindidos en la sofística, el de la
naturaleza, el de los hombres y el de los dioses.

Sócrates se ocupó de los mismos
temas que los sofistas pero desde una concepción del mundo
radicalmente distinta y definiendo sus mismos conceptos o
buscando una definición de éstos mismos de sentido
contrario, extremadamente diferente. Para Sócrates, la
verdadera sabiduría consiste en remontarse desde las cosas
bellas, buenas, justas, hasta la belleza, la bondad y la justicia
"en sí", es decir, en llegar a la esencia de esas cosas, a
la definición universal. Saber equivale a ser bueno, ya
que la nitidez intelectual coincide con la rectitud ética
(intelectualismo socrático): conocimiento y
virtud se identifican. De ahí que insista Sócrates
frente a los sofistas en que la virtud es la perfección
del espíritu hasta el máximo y no el logro de
honores, de dinero o de poder. En su opinión, la
política debería de estar indisolublemente unida a
la ética si se quería que las ciudades se
gobernasen justamente y que se contase en ellas con ciudadanos
excelentes. La premisa socrática es que se puede conocer y
avanzar en el saber y la virtud conjuntamente, aunque se postule
a sí mismo como alguien siempre en camino de aprender y
nunca alcanzando un determinado grado de saber y de
virtud.

Lo cierto es que todos los diálogos
socráticos
de Platón son todos ellos
aporéticos, es decir, no llegan a ninguna
conclusión. De ahí que la única
conclusión válida a la que solía llegar
Sócrates en sus conversaciones fuese el rechazo de las
opiniones admitidas sin previo análisis y el
reconocimiento de la ignorancia de todos los interlocutores.
Sobre todo, en cuanto a lo que es, en definitiva, la virtud
sometida a examen, definición de la excelencia que al no
verse resuelta plenamente provoca la incitación
socrática a comprometerse en proseguir la búsqueda
sin cesar. Es sabio quien conoce lo que es la virtud y en eso
consiste también ser virtuoso. Si para Sócrates no
puede hacerse el mal sino por ignorancia, tampoco es posible que
un ignorante haga el bien, puesto que saber y virtud se
identifican. Ante lo que parecería una refutación
empírica de su doctrina, esto es, los más
inteligentes se hacen con el poder y cometen iniquidades
manejándolo en interés propio y no en
función del bien común, la doctrina
socrática es irrefutable, dada su definición. Los
sabios, los que conocen, sólo pueden hacer el bien, luego
si vemos a un personaje muy inteligente que accede al poder y
comete iniquidades, entonces, no estamos ante un sabio, sino ante
uno que parece ser sabio sin serlo en realidad.

Para ser exactos diremos que también
Sócrates y los sofistas se interesaron, en cierto modo,
por la relación entre lo eterno y lo permanente, por un
lado, y lo que fluye y se transforma, por el otro, como los
llamados filósofos presocráticos. Pero lo que
ocurre es que se interesaron por éstas cuestiones en lo
que se refiere a la moral de los seres humanos y a los ideales o
virtudes de la ciudad. Si para Sócrates era necesario
encontrar la unidad de la virtud y el secreto de su permanencia,
para los sofistas la excelencia era relativa y cambiante
dependiendo del contexto en el que ésta se hubiese de
desenvolver y determinar.

Hay un cierto recelo socrático -y también
platónico- ante esos sofistas cosmopolitas y desarraigados
que degenerarían a su modo de ver la paideia
(educación) al pretender ponerla a la altura de los nuevos
tiempos. Al mismo tiempo, es claramente perceptible la franca
admiración socrática por los más eminentes
sofistas, como es el caso de Protágoras, e incluso se
indica, quizás con ironía, que en alguna
ocasión Sócrates llegó a pagar por unas
lecciones del ya no tan admirado ni admirable sofista
Pródico de Ceos.

El proceso de
Sócrates: la condena a muerte de un sofista que no era
sofista

En el proceso de Sócrates se
juzgó y condenó, por impiedad
(asebeia) y corrupción a los
jóvenes
, a un hombre concreto. Pero se le
condenó porque se creyó ver en él,
equivocadamente, una figura representativa de la
sofística. Se juzgó y condenó en su persona
a aquellos personajes que ponían en duda la existencia de
los dioses, cuestionaban la autoridad de los padres y
relativizaban los más firmes principios sobre los que se
asentaba la sociedad. En su defensa, el Sócrates
platónico comenzará rechazando las acusaciones que
le hace, no ya el tribunal, sino la sociedad ateniense,
considerándola una falsa opinión de la gente de
Atenas reflejada por boca del comediógrafo
Aristófanes en su obra Las Nubes. Estas
acusaciones de la sociedad son las que se le harían a un
sofista, la de hacer más fuerte el argumento más
débil y la de enseñar esto a los jóvenes
(Apol. 17a-20a).

El mismo Protágoras tuvo que sufrir
también un proceso por impiedad, al igual que,
dos generaciones más adelante, el propio
Aristóteles, quien huyó de Atenas "para no dar a
los atenienses ocasión de atentar por tercera vez contra
la filosofía". Pese a que la crítica de la
tradición estaba bastante aceptada socialmente, en
contadas ocasiones la osadía de los pensadores
rebasaría los límites de lo permisible y
provocaría una reacción que, generalmente,
exceptuando el caso de Sócrates, se saldaría con la
huida del encausado hacia otros territorios, hasta que la
irritación suscitada contra él se fuese apagando y
pudiera volver. Las contadas acusaciones de impiedad
escondían en realidad recelos políticos, como las
acusaciones a Anaxágoras y Aspasía, al amigo y a la
compañera de Pericles respectivamente. Pues se trataba con
ello de atacar al gobernante demócrata, un medio indirecto
de sus rivales aristócratas de dañar al oponente
político perjudicando a sus allegados. El caso de
Sócrates fue el inverso, algunos de sus discípulos
(como Cármides, Crítias y Alcibíades)
formaron parte del partido oligárquico y dañaron
notablemente a la democracia y a sus partidarios, de manera que
el proceso de Sócrates tenía un trasfondo
político: se quería perjudicar al pensador a causa
de los males que habían provocado algunos de sus
díscolos y desobedientes discípulos a los
partidarios de la democracia.

Al juzgar a Sócrates, era difícil que se
consiguiera la culpabilidad y más aún la pena de
muerte, pero para salvar ambas cosas el filósofo
tenía que humillarse y echar a perder la imagen de
rectitud moral cuyo ejemplo era su propia vida. Según el
sistema judicial ateniense, para salvarse, tendría que
haber reconocido su culpabilidad y haber propuesto una pena
contra sí mismo -como por ejemplo el destierro-,
lógicamente esto no iba a suceder y, por tanto, no quedaba
al tribunal otro camino que condenar al acusado de acuerdo con la
propuesta del acusador. La muerte de Sócrates
quedaría, de este modo, como ejemplo imperecedero de la
necesidad moral para el hombre de defender sus convicciones
más que su vida, cosa que le distinguiría de los
sofistas, que defenderían su vida a cualquier precio. Ante
la muerte se mostrará Sócrates imperturbable a
través de un razonamiento que hará célebre
Epicuro y su escuela hedonista y que se convertirá en
baluarte de todo el agnosticismo occidental: "Temer a la muerte
no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que
uno sabe lo que no sabe" (Apología 29a). Si bien
más adelante, en el mismo diálogo,
contemplará también la posibilidad de la vida
ultraterrena (Apol. 40c-42a), aunque en Sócrates
parezca teñida de ironía. No será
hasta el Fedón, diálogo sobre la
inmortalidad del alma, en que Platón saque la consecuencia
de que hay que aprender a morir y se tiña la
muerte de Sócrates de un trasfondo religioso.

En el diálogo platónico
Critón se le presenta a Sócrates la
posibilidad, verosímil históricamente, de que
escape de la prisión y salve su vida ya condenada. Pero el
filósofo se niega, diciéndole a Critón que
"no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el
vivir bien" (48b). Prefiere sufrir la injusticia a cometerla y se
muestra contrario a la Ley del Talión, al
Código de Dracón que imperaba antes de
Solón, no aceptando que se cometa injusticia en
ningún caso, ni siquiera hacia el que la comete con
nosotros. Los atenienses condenan a Sócrates injustamente,
pero él no puede responder de la misma manera, huyendo y
siendo injusto con ellos y con sus leyes, sino
acatándolas. La ciudad se asienta sobre sus leyes y
éstas deben ser acatadas aunque sean injustas, porque su
violación supone la destrucción de la ciudad
(Crit. 50a-d). En esto la conducta de Sócrates,
que quedará como emblema ético para la posteridad,
se sugiere opuesta a la de los sofistas.

Otra diferencia notable con los sofistas es que
Sócrates no se preocupó nunca de los asuntos
políticos, ni familiares, ni de acumular riquezas, sino
que pasó su vida "intentando convencer a cada uno de
vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de
preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más
sensato posible" (Apol. 36c). De ese modo pensaba haber
alargado su vida, pues considera que el hombre honesto dedicado a
la política vive poco tiempo (Apol. 31b-32a). Su
actividad era indirectamente política, como la de los
sofistas, pero en su caso siendo él ciudadano ateniense y
autoexcluyéndose de la vida política convencional
por considerarla corrupta y necesitada de regeneración
desde fuera. Su intervención política se realizaba
indirectamente, como la de los sofistas, en la medida en que se
llevaba a cabo a través de la enseñanza de cada
ciudadano (polités) en la ciudad
(polis).

La ironía
socrática. ¿Un recurso
sofístico?

La insistencia de Sócrates en ser considerado
como un buscador de la verdad, en lugar de como un
representante de la sabiduría, en oposición a los
sofistas, marca un apartamiento de esa tradición en que el
sabio aparecía como un didáskalos tês
aretês
(maestro de la virtud), como un maestro de
excelencia
, que decía ser Protágoras
(318a-c) en continuidad con los sabios de antaño. El
rechazo de la opinión general, de la doxa
(opinión), por persuasiva que pudiera ser, como criterio
de referencia valorativa, hace que Sócrates se
sitúe como un individuo marginal, en buena parte
anti-social; un tipo a menudo paradójico respecto a sus
conciudadanos, incomprensible dentro o fuera de la ciudad. Pero
un individuo que no renunciaba a desempeñar su papel de
guía de la comunidad hacia el objetivo general: una
existencia justa y feliz. Sócrates no se dedica a
enseñar, sino a dialogar, porque reconoce a todo
el mundo que él lo único que sabe es que no
sabe nada
. Su método de enseñanza es
procurar y ayudar al discípulo a que desarrolle sus
propias ideas, en lugar de, como los sofistas, inculcar una serie
de doctrinas establecidas para que se elija la más
conveniente o la más ajustada a las necesidades de cada
cual.

Si confrontamos la frecuente manifestación
socrática de ignorancia con la declaración
del oráculo de Delfos consultado por Querefonte,
que lo tenía por el hombre más sabio de
Grecia (Apol. 20e), podemos atribuir su constante
aseveración de ignorancia, no sólo a una gran
humildad, sino al ejercicio de otro de los elementos
fundamentales de su método dialéctico:
la ironía. Sócrates no se tiene por sabio
(sophós) sino por amante del saber
(filo-sophos). Ironiza al proclamar que no sabe nada y
que quiere que los demás le enseñen y de esta forma
dialoga con muchos hombres (entre ellos numerosos sofistas y
alumnos de sofistas) llevándoles de aporía en
aporía y obligándoles a reconocer que en realidad
no saben aquello que pretenden enseñar. Luego les
demuestra que aún están muy lejos de la
sabiduría que creían poseer y han de hacer como
él, buscar humildemente.

Entre los sofistas y Sócrates se daba pues un
enfrentamiento por hacerse con la influencia educativa de las
nuevas generaciones de ciudadanos atenienses, el filósofo
comprendiéndolo como un deber ciudadano y sin recibir
emolumentos por ello, los sofistas, en cambio, cobrando por sus
enseñanzas y proponiéndose como entrenadores de los
mejores ciudadanos a cambio de unos honorarios.

El dios délfico Apolo le plantea un enigma a
Sócrates al llamarle sabio y éste parte en busca de
un sabio que refute al oráculo, pero ni entre los
políticos ni entre los poetas, ni tampoco entre los
artesanos encuentra un solo sabio. Con lo que termina
interpretando el oráculo como un aviso de que el
hombre sabio es el que conoce su ignorancia
(Apol.
23b) y entonces recibe como la tarea o mandamiento
divino
el de desenmascarar a los que se creen sabios sin
serlo. De este modo resulta que Sócrates es en realidad el
más sabio porque mientras los sofistas se creen sabios y
no lo son, él es consciente de su ignorancia: "al menos
soy más sabio que él en esta misma pequeñez,
en que lo que no sé, tampoco creo saberlo" (Apol.
21d). Pero como Sócrates utiliza en muy numerosas
ocasiones los recursos sofísticos para derrotar a los
sofistas con sus propias armas, parece que al menos la
retórica y la erística son dos destrezas que domina
tan bien como sus adversarios, aventajándoles con sus
propios recursos distintivos. El problema que el
sistemático uso de la ironía conlleva para los
investigadores de toda la historia de Occidente reside en que no
se puede discriminar con nitidez cuando está hablando en
serio y cuando está hablando en broma, con lo cual, lo que
unos exegetas toman por irónico otros lo pueden tomar con
una firme y seria aseveración.

Del hecho de que Sócrates haya hablado,
según nos cuenta Platón, de que su labor
filosófica era una misión divina y que
existía un daimón (genio personal,
personificación mítica del carácter
íntimo y último de cada cual) que le
prohibía vivir y actuar como los demás, algunos
investigadores religiosos han interpretado la vida y obra de
Sócrates como la de un profeta místico
y piadoso
, comparándolo reiteradamente con
Jesús de Nazaret, quien también
sufriría un proceso y condena a muerte Así, por
ejemplo, el filósofo Sören Kierkegaard tomará
la figura de Sócrates como ejemplo de la vida
ética, de un estadio intermedio entre el estético
(al que pertenecerían los sofistas) y el religioso (al que
pertenecerán los cristianos). Las interpretaciones de
Sócrates han sido variadas desde la antigüedad y la
religiosa no deja de ser una de ellas que no se debe
racionalmente desdeñar. Pese a pertenecer a los estudiosos
de Grecia que le han dado un papel a lo irracional en el mundo
helénico, el filósofo Friedrich Nietzsche, sin
embargo, situó a Sócrates como el
símbolo racionalizador del mito y, por tanto,
como el causante de la muerte de la tragedia. Los investigadores
no-religiosos que estudian a Sócrates consideran las
menciones socráticas acerca de su misión
divina
y acerca de su daimón como
expresiones propias de su ironía y de su
irritante método de indagación y
refutación, ofreciendo interpretaciones también
consistentes con las noticias sobre el filósofo, pero sin
aceptar esa religiosidad que, en base a dichos elementos,
frecuentemente se le ha atribuido al pensador de
Atenas.

En cualquier caso, la ironía se nos
aparece como una actitud sofística, ciertamente, en lugar
de como una actitud veraz, de donde surge el problema de
conciliar en el mismo personaje la astucia de ironizar
con la pretensión de llegar a la verdad. Sócrates,
tal y como se nos muestra en las fuentes primarias sobre su
quehacer filosófico, no deja de presentar importantes
ambigüedades, resultando más difícil
desentrañar su perfil que el de sus antagonistas los
sofistas.

El daimón
de Sócrates: una anomalía para la
sofística

Teniendo en cuenta que a Sócrates se le puede
incluir dentro del movimiento sofístico, ya que tiene
más elementos comunes con tal grupo que con ningún
otro, su peculiaridad y su salirse de tal grupo no sería
tan manifiesto en los temas de sus conversaciones como en su
propia manera de vivir. Hay una adecuación entre vida y
pensamiento, entre teoría y praxis, una autenticidad, que
falta en los sofistas, más ligados al teatro, a la
poesía, al fingimiento y al engaño, siempre y
cuando fuesen necesarios para triunfar en la discusión y
alcanzar poder y dinero. Pero lo más sorprendente de la
figura de Sócrates es que tal autenticidad no es una
decisión que se hubiese impuesto a sí mismo, sino
que la presenta de un modo no precisamente irónico y
sí de forma inconmensurable con la sofística, esto
es, como una exigencia que le vendría no de los dioses ni
de los hombres, sino de una especie de genio interior o
carácter íntimo que resultaría imposible no
seguir: el daimón.

La palabra daimón significa en griego
una figura divina intermedia entre los dioses y las divinas
potencias naturales. Proviene del verbo dainimai que
significa "repartir" y alude a una figura divino-intermedia que
reparte. No es la fuente etimológica de la palabra
"diablo" como a veces se dice por error, que en griego procede de
la palabra "diabolé" (ya empleada en el sentido
original de calumnia, acusación falsa en la
Apología platónica, de donde "diablo"
vendrá a significar "el calumniador" y de ahí, un
desplazamiento semántico lo llevaría al griego del
Nuevo Testamento, donde "diábolos" ya
querrá decir: "el espíritu maligno"). La palabra
griega para felicidad es "eu-daimonía" es decir
"que los daimones sean propicios", luego parece que
habría habido en la concepción mítica de la
Grecia antigua tanto daimones propicios como nefastos,
aunque Sócrates les otorgue exclusivamente la
misión propicia, seguramente debido a que en la teodicea
platónica no puede provenir el mal de lo divino.
También al denominar a los rivales de los atenienses, a
"Los espartanos", en griego clásico, se dice "oi
Lakedaimonioi
", lo que les revela como pueblo
daimónico. El "daimón" aparece ya en la
Lírica griega arcaica (como en Teógnis) y
también entre los llamados presocráticos, como en
Heráclito, que enigmáticamente dice: "El
carácter (êthos) del hombre es su
daimón" (Heráclito,
DK119).

La primera explicación del especial
daimón de Sócrates la proporciona
Platón por boca de su maestro de la siguiente manera:
"Quizás pueda parecer extraño que yo privadamente,
yendo de una a otra parte, dé consejos y me meta en muchas
cosas, y no me atreva en público a subir a la tribuna del
pueblo y dar consejos a la ciudad. La causa de esto es lo que
vosotros me habéis oído decir muchas veces, en
muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y
demónico; esto también lo incluye Meleto en la
acusación burlándose. Está conmigo desde
niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre
me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto
lo que se opone a que yo ejerza la política"
(Apol. 31c-d). En Eutidemo, Sócrates
indica -como en otros lugares- lo que ya era conocido de su
proceder, que lo que ocurría no era casual, sino debido a
la aparición de la "consabida señal
demónica" (272e). En la iconografía cristiana hasta
nuestros días el especial daimón
socrático tomará la forma de esas dos vocecillas,
una diabólica que incita a cometer actos injustos y otra
con forma angelical que disuade de hacer el mal. Y lo
único cierto es que nada de esto aparece en los
sofistas.

En el Crátilo, después de
examinarse a los dioses como lo más elevado, pregunta
Sócrates "¿qué podríamos examinar
después de esto?" a lo que contesta Hermógenes: "Es
evidente que a los démones, a los héroes y a los
hombres"; a lo que replica Sócrates: "¿A los
démones? ¿Y qué querrá decir de
verdad, Hermógenes, el nombre de démones?"
(Crátilo 397e), dándose por respuesta,
siguiendo a Hesíodo (Trabajos y Días
121ss) y su Mito de las Edades, que los démones
son la primera generación paradisíaca de hombres,
los hombres de oro, convertidos tras la muerte en
espíritus guardianes protectores de los hombres. De
ahí proviene la figura cristiana de El Ángel de la
Guarda: "Cuando fallece un hombre bueno, consigue un gran destino
y honra y se convierte en daimón en virtud del
nombre que le impone su prudencia. Así es, que yo
también sostengo que todo hombre que sea bueno es
demónico, tanto en vida como muerto, y que recibe
justamente el nombre de daimón"
(Crátilo 398c). Y, luego, en el Banquete
(202d) dirá Sócrates que Eros, si bien no es un
dios porque carece de lo propio de los dioses, no por ello ha de
ser un mortal: porque hay un medio entre lo uno y lo
otro
. Indica entonces que Eros es un gran daimon y
los daimones son los que conectan a los dioses y a los
hombres. Pero el Eros socrático-platónico del
banquete no encaja ya con la caracterización del
daimón socrático como la voz que solamente
disuade y nunca incita, ya que Eros incita y mucho.

La interpretación del significado y sentido del
daimón socrático es, como puede
apreciarse, sumamente huidiza y difícil, pero no ha dejado
de ser abordada por los filósofos posteriores hasta llegar
a la contemporaneidad. Así, por poner un solo ejemplo
entre muchos, en su Ensayo sobre las visiones de
fantasmas
, el filósofo Arthur Schopenhauer,
sitúa al daimón de Sócrates entre
los "presentimientos", en el grado inferior de su
categorización de los sueños; conceptualizado como
"sospecha" y "reminiscencia" de los llamados "sueños
teoremáticos". Dice por tanto Schopenhauer: "De esta clase
era también el demonio de Sócrates, esa voz
interior que le disuadía en cuanto se decidía a
emprender algo perjudicial para él, pero sin llegar nunca
a aconsejarle". Un presentimiento semiconsciente de ir o no
encaminado en las palabras y acciones acompañaba a
Sócrates, algo que sería completamente ajeno a toda
la pléyade de los sofistas. Y, sin embargo, ya un
filósofo contemporáneo y muy actual, Peter
Sloterdijk, al final del primer volumen de su trilogía
sobre las Esferas, señala, sin distinguir entre
lo socrático y lo sofístico, que los
daimones en Grecia serían un
símbolo que remitiría al origen de los
maestros de Occidente, a los "espíritus provocadores y
amplificadores anímicos profesionales: un fenómeno
que entre los griegos condujo al descubrimiento de la escuela y a
la transformación de los daimones en maestros"
(Excuso 5). Unos padres segundos, no biológicos,
con hijos intelectuales surgidos de la historia de la
pedagogía institucionalizada.

La
mayéutica y la dialéctica
socráticas

El diálogo socrático al igual que
el platónico discurre a través del preguntar.
Sócrates asedia a sus interlocutores a preguntas, de
ahí que se ganase el mote o sobrenombre de "el
tábano
"; en lugar de dar certeras respuestas, invita
a sus codialogantes a pensar con él. Cuando con
Sócrates se reúnen las gentes a dialogar no hay
maestro y alumnos sino que todos se sirven de los demás e
intentan alumbrar la verdad, o al menos, avanzar en su
dirección. El hombre más sabio de Grecia dice no
saber y con ello afirma que el reconocimiento de la ignorancia es
el primer paso que debe dar el amante del saber. Precisamente por
eso, es el hombre más sabio y al mismo tiempo puede decir
que no sabe nada.

La forma de abordar a los atenienses que tenía
Sócrates no debía de dejar de causar desagrado. Su
fórmula de interpelación era la siguiente: "Mi buen
amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y
más prestigiosa en sabiduría y poder, ¿no te
avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las
mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en
cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la
verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?"
(Apol. 29d-e). La primera preocupación era la que
venían a cubrir los sofistas (areté
-excelencia, para los sofistas), mientras que para
Sócrates constituye una preocupación secundaria,
siendo primaria la perfección del alma
(areté -excelencia, para Sócrates),
entendida como la capacidad de hacerse intelectual-moralmente
mejor del ser humano: "No sale de las riquezas la virtud para los
hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros
bienes, tanto los privados como los públicos"
(Apol. 30b).

Estamos ante el primer intelectual de la historia
universal, si por intelectual entendemos aquél hombre
que tiene por oficio el aprender
. De él nos
diría Cicerón que "hizo que la filosofía
bajara del cielo a la tierra, y la dejó morar en las
ciudades y la introdujo en las casas, obligando a los seres
humanos a pensar en la vida, en las costumbres, en el bien y en
el mal". No se detuvo en las reflexiones de sus predecesores los
filósofos de la naturaleza, sino que, como los sofistas,
aunque de manera muy diferente, se preocupó ante todo por
el ser humano y procuró inculcar esta actitud entre los
ciudadanos de Atenas.

Para encontrar la verdad, que anida dentro de todo
hombre, hay que ayudar, no enseñar. Ayudar mediante la
dialéctica, o el método de las preguntas y
respuestas, por medio de las que el hombre que no sabe "da a luz"
(mayéutica) la verdad. Por eso dirá
Sócrates en el Teeteto (149a) que su labor es la
de una partera del conocimiento: "¿No sabéis que mi
oficio es ser comadrón (mayeutikós), como
el de mi madre?". Pero Sócrates no sólo indica no
saber nada sino que además señala en el
diálogo antedicho que al igual que las comadronas es
estéril y sólo capaz de hacer que otros alumbren
pero no de dar a luz ninguna idea por sí mismo. Por eso
demostrará en el Menón que incluso un
esclavo, sabe geometría. El esclavo no se habría
dado cuenta hasta su encuentro con Sócrates de la
posesión de este saber.

El sofista
refutador de opiniones y purificador del alma

Precisamente el antagonismo entre Sócrates y los
sofistas constituyó el principio de la evolución de
este término hasta su connotación peyorativa, que
perdura aún hoy en día. En Homero una
sophía (sabiduría) denota una habilidad o
destreza de cualquier género. La palabra
sophistés (sofista, sabio) les fue aplicada tanto
a los Siete Sabios de Grecia como a los filósofos
presocráticos. Volvería a tener un sentido
honorable o distinguido aplicado a los profesores de
retórica griega y filosofía en el Imperio Romano.
Pero de nuevo caería bajo la crítica y en el 161
a.C. los profesores de retórica serían expulsados
de Roma.

En el tardío y complejo diálogo El
Sofista
Platón perseguirá delimitar a ese
personaje característico de su tiempo encontrando siete
definiciones para el mismo: 1) cazador, por salario, de
jóvenes adinerados (222a-223b); 2) mercader de los
conocimientos del alma (223b-224d); 3) comerciante al por menor
de conocimientos (224d); 4) fabricante o productor y comerciante
de conocimientos (224e); 5) discutidor profesional (225a-226a);
6) refutador de opiniones y purificador del
alma
(226a-231c); 7) sabio aparente, mago e ilusionista que
hechiza con imágenes (232a-237b).

Así, dentro de este grupo de definiciones
despectivas de sofista, que desentrañan la
polisemia de tal término, Sócrates quedará
enmarcado en el sexto tipo, como un caso particular dentro de la
variedad de personajes a los que se alude con dicha
denominación: "Extranjero: ¿Y no prometen
también producir cuestionadores de las leyes y de todo
cuanto tiene que ver con la política? Teeteto:
Nadie hablaría con ellos, por así decir, si no
prometieran eso" (Sofista 232c-d). Sócrates hace
lo mismo pero no en cuanto apátrida extranjero o sabio
itinerante, sino como ciudadano de Atenas que concibe de ese modo
su deber.

Como hemos visto a lo largo de este tema es en el siglo
V a.C., en pleno desarrollo de la democracia ateniense, cuando
aparecen los sofistas, esos maestros ambulantes, forasteros en
todas las polis, sabios que venden su saber. Enseñan,
cobrando a los jóvenes pudientes de noble linaje y buena
familia, saberes prácticos, descartando, como secundarias,
las abstractas discusiones presocráticas sobre la
Física (cosmología) para introducir nuevos
problemas: antropología, lingüística, derecho,
política. Critican las costumbres, la religión, las
instituciones, e introducen en la ciudad el relativismo, al
enseñar el discurso doble, o sea: saber discutir el Si y
el No de una misma cuestión.

En este punto las lecciones de Hegel sobre el
tránsito de los sofistas a los socráticos son
esclarecedoras: "Por el camino de estos razonamientos se puede ir
muy lejos (a menos que se tropiece con la falta de cultura, pero
los sofistas eran personas cultísimas), puesto que, si lo
importante son las razones, por medio de razones puede probarse
todo, pues para todo cabe encontrar razones en pro y en contra;
sin embargo, estas razones no pueden nada en contra de lo
general, del concepto. En esto consiste, pues, según se
trata de hacer ver, el crimen de los sofistas: en que
enseñan a deducirlo todo, cuanto se quiera, lo mismo para
los otros que para sí; pero esto no depende de la
característica propia de los sofistas, sino de la del
razonamiento reflexivo". Frente al raciocinio reflexivo propio de
la sofística, capaz de justificar cualquier cosa y de
apuntalar como juicio cualquier prejuicio, surge la
pretensión de la filosofía de origen
socrático de no cejar en el empeño de alcanzar la
verdad del concepto universal. Así, la historia de la
filosofía, a lo largo del tiempo diacrónico,
habrá de moverse sincrónicamente a través de
un espacio gnoseológico discreto, en el justo medio de una
topología intelectual que oscilará entre el no
saber nada (escepticismo), la plena ignorancia, y el saberlo todo
(el alcance de lo absoluto), la completa sabiduría, como
límites del conocimiento y ámbitos de la
verdad.

Bibliografía

Platón Diálogos. Biblioteca
clásica Gredos. (Volúmenes I-VII).

Volumen I: Diálogos socráticos:
Apología; Critón; Eutifrón; Ión;
Lisis; Cármides; Hipias Menor; Hipias Mayor; Laques;
Protágoras
. Madrid 1985.

Sofistas: testimonios y fragmentos. Gredos.
Madrid 1996.

Jenofonte Recuerdos de Sócrates.
Apología. Simposio
. Alianza editorial. Madrid 1967.
(Traducción de Agustín García
Calvo).

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