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Bastardos de Fín de Mundo




Enviado por Mauricio Uribe



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. Primera Parte
  2. Segunda Parte
  3. Tercera Parte
  4. Cuarta
    Parte

Primera
Parte

1

He abandonado el mundo real. ¿O el mundo real me
ha abandonado a mí? Nací, prematuramente, con el
canto de la luna. Mi mundo son estas imágenes. Vivo
rodeado de una fuerza oscura. Más bien, he perdido la vida
entre las sombras del crepúsculo. Las ratas y los
mosquitos y la podredumbre del recuerdo han sumergido mi vida en
un torbellino de imágenes. Siempre reincido en el pecado,
en el pecado de la imaginación. Contar la historia de mi
infancia es adentrarme en un mundo de texturas en blanco y negro.
Las palabras son redes que te atrapan, que comprimen tu cuerpo,
que te asfixian. La figura de Irene me inmoviliza. Sus ojos
negros, su cabello oscuro. Me trepo a una silla. Observo los
fotogramas de mi vida. Las imágenes son borrosas. Tuve una
infancia extraña. Matizada de colores inexistentes.
Atiborrada de árboles y de ríos
desbordándose, en la textura de las sombras. Mi madre
trabajaba de costurera. Largas horas hilando redes que
atraparían palabras. Mi madre abandonaba el hogar para
convertirse en pez o en pescadora de sueños. Doce horas
diarias en la fábrica. Seis horas de vigilia. Mi padre
zozobraba en el mar de alcohol de la provincia. Tejiendo redes
que atraparían monstruos marinos. Irene nos cuidaba. Era
una mujer animosa. Jovial en extremo. Me gustaba contemplar su
cuerpo de mujer. Ella era mi madrina. Hermana de mi madre. Irene
me arropaba como a un bebé. Me cantaba canciones de
cuna.

Con un paño húmedo lavaba los pliegues de
mi carne. Yo temblaba de miedo, ¿o de frío?
¿Tal vez era la pobreza o la vergüenza de la
desnudez? ¿Quizá eran los ecos de la memoria
rebotando como una pelota de trapo?

-Lávate… -murmuraba tía Irene
-Hombrecitos como tú, no pueden oler a perro
mojado.

Con una esponja quitaba mi vergüenza. Con un
tazón pacientemente exprimía cada poro de mi
cuerpo. El líquido era tibio a veces.

Una tetera, tan horrible como el recuerdo, obraba el
milagro. Irene impulsaba el tazón. Yo tiritaba de
frío. Irene me pellizcaba; se sonrojaba. Yo,
involuntariamente, gemía:

-No, mamita, no me lave el pelo.

Irene tan impávida como un cadáver, como
si nada hubiera cambiado en estos años, como si el
tazón de agua no hubiera exprimido mis poros, como si la
imagen proyectada en blanco y negro de los pechos de Irene
sólo fuera el pobre efecto de una máquina de
fotogramas, curvándose en el vacío, asimilando
destellos de luz y de sombra, como si recordara, como abriendo
los ojos hacia dentro.

Intuyo que Irene me comprende. He preparado la escena
con anticipación. Acurrucado, las sábanas y las
frazadas cubriendo la mitad de mi nariz. Mis padres de fiesta
duermen allá afuera. Tengo seis años. Escarbo con
mis manos el cálido caracol de Irene. Suavemente para no
despertarla.

Aquella noche tuve un sueño en
colores.

Irene vestida de púrpura, contemplando las
paredes derruidas de un cine de provincia. Yo, mirándola
con desgana, bebiendo café para quitarme el sopor de los
asfixiantes días de verano. El sueño era calmo,
casi estúpido. Irene limpiando los muebles. Con un
paño mugriento fregaba la lente de proyección de la
máquina de fotogramas. Todo sucedía en una aparente
tranquilidad. Cada objeto bien aseado. Nada de carreras locas ni
de sobresaltos. Era una verdadera película de la vida
familiar de un destartalado cine de provincia. Cuando
desperté, volvieron a mi mente los destellos en blanco y
negro. La pesadilla del cine mudo. Con ganas de orinar.
Asfixiado. La baba de Irene en la almohada. Yo, mirando su
rostro. Los dientes albos como de perla. El cabello ocultando sus
pechos. Abrazada a un osito de peluche. Irene contemplando su
mundo interior. ¿Qué era su (hablando
patológicamente) mundo interior? ¿La costumbre
perturbante de dormir desnuda con el sobrino? Ella era una mujer
atractiva para un niño como yo. La sexualidad desde
siempre estuvo presente en mi vida. No de manera evidente sino
aplastándome desde dentro, desde la periferia, carcomiendo
mis entrañas, atosigándome, hasta provocarme
hemorragias nasales.

Irene con un paño lavaba mi rostro. Me obligaba a
mirarla. Escupía sangre.

Con un tazón de agua iba quitando de mis poros la
desagradable sensación de desdoblamiento, de hemorragia.
Ya no era yo. Era Irene, que me excitaba con el diminuto sexo de
Javier. Eran sus dedos traviesos. También era la esponja y
el jabón y las imágenes en blanco y negro y los
periódicos en desuso que taponaban los orificios de las
ventanas y la mímica de la heroína y del villano
del cortometraje y los diálogos escritos en una vieja
máquina Rémington.

-Cuidado -murmuraba un tanto asustada la puntillosa
madrina-. Puedes perder todos tus sueños si
continúas desangrándote.

Irene, atónita, contemplándome, con ojos
de albóndiga.

De pie, tan alto como Irene. Arriba de una silla o de la
cama. Embelesado en la juntura de sus pechos. Ella, inocente, o
jugando como yo, al inocente, salvándome de morir ahogado
por la pérdida de mis sueños.

-¡Pobre niño! Otra vez estás
afiebrado. Desvístete.

2

Mis ojos estaban siempre muy abiertos captando cada
capullo de verano. Los cerezos en flor, los duraznos, los
manzanos, la polvorienta pero bucólica Plaza de Armas. Me
dominaba una furiosa pulsación por conocer los secretos de
las muchachas. Como apenas era un niño de seis años
podía solazarme a mis anchas. Irene me perfumaba. Vestido
espléndidamente para la ocasión.

-Qué maravilla de hombrecito. Mira qué
ojos tan tiernos -gemían lacónicamente las
doncellas-. Me encantaría casarme con un muchacho como
él… ¿Quieres casarte conmigo,
Javiercito?

Los mocetones clavaban, con sus ojos de cuchillo,
miradas furiosas. Podía intuir sus tríceps.
Podía imaginar la tensión muscular
acumulándose con rencor asesino.

-No hables obscenidades -aconsejaba tía Irene-.
El niño es lorito. Repite todo lo que escucha.

Los bárbaros mirándome burlonamente.
Algunos mofándose. Otros pellizcando mis
narices.

-Quédense callados -les reprendía
María-. Si fueran tan elegantes como este
niño… otro gallo cantaría.

-¿Para qué? -replicaba a veces Pedro o
José- Para que nos gusten las patitas de
chancho.

Cuando los aprendices de Tenorio se marchaban Irene me
acariciaba las mejillas. María me obsequiaba caramelos. A
veces también me besaba, furtivamente eso sí. A
mí me quedaba una sensación de disgusto, de
insalubridad. Casi siempre María me dejaba la juntura de
los labios perfumada a cebolla. No importaban los besos furtivos
de María. Eran otros los dulzores los que compensaban las
burlas de los muchachos o los besuqueos de las niñas de
mal aliento. Yo me acurrucaba debajo de la sombra de un cerezo en
flor. Las muchachas vestían largos trajes apolillados. Yo
espiaba las formas femeninas intentando descubrir la fuente de
mis pasiones nocturnas. ¿Qué deseos inefables, que
impúdicos sueños, qué innombrables
circunstancias me llevaban a tales posturas casi mímicas?
¿Ansiaba observar el follaje de la piel de María o
las curvas silvestres de Juana o las pavorosas protuberancias de
Helena? Ellas, entregadas a su procaz conversación, no
prestaban oídos a mis súplicas. Seis años
era, seguramente, una edad absurda para conducta tan impropia.
Tal vez las hirientes carcajadas de Marcos, o las burlas de
Antonio o las palabras insultantes de Ricardo llamándome
señorita mermaban mi hombría de pirata
delirante. Una hombría bastante precoz, eso
sí.

Las muchachas invariablemente descubrían mis ojos
de lechuza. Unos ojos arrobados de orgullo, impúdicos,
gustosos, anhelantes. Surcaban entonces los pliegues de sus
faldas. A veces, sin embargo, mientras Irene se besuqueaba con
Aníbal, las doncellas de sobacos sudorosos,
entreabrían sus piernas como tentándome, como
llamándome a la desesperación, como si de pronto
descubriera la imagen de una babosa trepando por las pantorrillas
de María, baboseando su carne, succionando sus rodillas,
trepando más y más hasta provocarme sangramiento de
narices.

-¡Auxilio! -gritaba la muchacha-, una babosa
asquerosa.

-Cálmate -replicaba Irene totalmente despeinada-.
No es para tanto. Sólo es una hemorragia.

A veces nos íbamos al río. Como yo era
citadino, desconocía los aspectos prosaicos de una buena
tarde de verano.

-Es imprescindible estar desnudos -sermoneaba Irene con
boca melodramática-. Para refrescar nuestro
espíritu tal como Dios nos hizo al principio del
mundo.

-¡Cómo se te ocurre! -siempre replicaba
Raquel- Los muchachos pueden estar espiándonos.

Los mocetones reiteradamente como hormigas o abejas
asesinas se escabullían entre los matorrales, silenciosos
como serpientes, delirando entre sí. Yo, los
intuía, agazapados, como fieras salvajes, escrutando los
cuerpos virginales; cuerpos escamosos; jugueteando en un charco
de pueblo fantasmal.

La ondulante corriente del río abrasaba los
glúteos de Irene: las prendas íntimas tejidas a
mano. María y Raquel, ocultas, en la corriente del
río. El sauce llorón era mi árbol favorito,
estallando como la corriente del río, desbordándose
a sí mismo. Yo me escabullía entre sus hojas.
Tratando de agudizar mi vista, tratando de intrincarme entre los
puntos a crochet de las ropas íntimas de
María.

A veces lograba esfumarme como la sombra de un pez.
Confundirme con la materia del sueño. Trepar hasta la copa
de los árboles.

-¡Javiercito! -gritaban las muchachas-
Quítate la ropa. Aquí, entre nosotras, vas a estar
a salvo.

Entonces me convertía en pez o en la corteza de
un sauce llorón. Trepando por sus ramas, espiaba el
crepúsculo. Declinaba la tarde. Irene chapoteando en las
aguas del río. María exprimiendo los últimos
rayos del sol. Los poros de su piel eran tábanos
revoloteando desde su carne hasta la copa del sauce
llorón. Yo intentaba esquivar su mordida; el insoportable
murmullo del insecto. Ocultaba los ojos con la palma de mis manos
para sesgar la horripilante visión. Eran unos poros
insufribles, deformaciones (supongo) de alguna enfermedad
congénita o mortal.

-¡Bájate del árbol! -gritaba Irene-
¡Ten cuidado con las arañas!

Yo me tambaleaba histéricamente. Abajo, las
muchachas queriéndome desnudar. Arriba, tal vez la
excoriación.

Evitaba la imagen en sepia de la carne de María.
Auscultaba el horizonte al otro lado del río donde los
muchachos espiaban los contornos de las muchachas. Podía
distinguir las formas abultadas, sus bocas sebosas, sus manos
ásperas. Algo de espanto o de amor era lo que me
inducía a prolongar la vigilia. Algo que crecía y
crecía en mí. Abajo, las niñas. Entre los
matorrales, los albatros escupiendo veneno. Las manos nervudas,
crispadas a la textura del pez, álgido, cobrizo,
tórrido, latiendo con la fuerza de la
tempestad.

Incomprensiblemente perdía la vergüenza.
Descendía torpemente. Irene descompuesta, sorprendida,
cubriendo su rostro con un velo mugriento. Era un pez, me
decía, un pez tostado descendiendo desde el sauce
llorón. Inmemorial, erecto, desnudo, chapoteando en la
corriente del río. La patética imagen de la
deformidad de María culminaba en la figura de Ricardo
friccionando su animal acuático.

De pronto mis narices sangraban. Irene presionaba el
tabique nasal. El torrente sanguíneo corrompiendo el
paisaje, las briznas salvajes de verano, la tierra virginal de la
provincia, las piedras mudas acurrucándome entre sus
brazos. María se sentía culpable. Raquel y
Margarita disimulaban una dolencia estomacal. Regresábamos
al pueblo con una sensación de abandono, ¿o de
pecado?

¿Era la inmutable inocencia juvenil
deslizándose impávida? ¿O eran las
proyecciones del recuerdo y la terrible imagen de la desnudez de
los muchachos acariciándose mutuamente las que
definitivamente habían causado el estallido de mi
sangre?

Las respuestas vendrían con el tiempo y con la
estación lluviosa.

3

Tuve como primera impresión de crecimiento la
imagen de mi brazo extendiéndose impotente. Los dedos
electrizados en busca de su destino. La luz apagada, el
interruptor alejado de mí. ¡Qué
frustración! ¡Qué impotencia! Tuve que
arrimarme a una silla y treparla. Feliz con mi nueva estatura
intenté accionar el switch. Irene me sorprendió
balanceándome a punto de estrellarme contra el
suelo.

-Mijito, cuidado, yo le enciendo la luz.

¿Fue el aroma de su piel como un despertar desde
la textura de las sombras hasta convertir las cosas en la dureza
de los colores, en los recovecos de los misterios de la
vida?

Irene subyugó mi infancia llenándola de
materias indefinibles, materias etéreas.

Busqué un libro de cuentos, que mi padre me
había obsequiado en Navidad. Los signos gráficos
eran para mí, como gárgolas de espuma, como pigmeos
asesinos, como dragones esfumándose en los cielos,
escupiendo pájaros imaginarios en un atardecer de fuego.
Era mudo y sordo. Me habían excluido del aprendizaje de la
lectura. A los siete años entraría al colegio.
Irene me sorprendió trazando culebras en las hojas del
libro de cuentos. Intentaba zaherir la garganta del
dragón.

-Qué haces, Javiercito. No maltrates los libros.
Yo te puedo leer el cuento, si quieres.

-Sí, tía, hágalo usted.

Las historias de fantasmas y de forajidos me llenaron de
felicidad.

La voz de Irene era cálida. Acunado en sus brazos
comenzó la lectura. Imaginé los cascos de un
caballo a todo galope; el jinete, un forastero distraído
escapando o intentado escapar del diablo. Podía presentir
el desenlace fatal; la guadaña de lucifer cercenando la
cabeza del citadino.

Cuando rodó en un charco de sangre el sombrero de
copa del furtivo amante, sentí una pena enorme. De seguro
el diablo también cortaría mi cabeza. No por
seducir a una rubicunda campesina sino por embelesarme en la
esponjosa suavidad de los pechos de Irene.

Imaginaba la intemperancia morbosa descrita por el
cuentista. El forastero besando a la pecaminosa mujer del
panadero del rey. El populacho enfurecido. El diablo cobrando su
precio; embuchándose la cabeza del citadino.

En fin, la historia era una mezcla de coitos y de
venganzas afines. El cuento acababa con una frase rimbombante. A
manera de epílogo moralizador.

Algo así como…

Niños, ahora que sois pequeñitos,
escuchadme. Nunca os fijéis cuando grandes en la mujer de
un panadero, pues podéis perder la cabeza en vuestro
intento.

Irene mirándome sonriente, comprensiva, tiernosa,
me preguntó con voz azucara mientras entrecerraba los
ojos:

-¿Te gustó?

-Sí, mucho. Léeme otro.

La verdad era otra, sin embargo. Un cosquilleo, que no
lograba controlar ni comprender su significado, punzaba mi
barriga. Era como si mil bichitos hurgaran mi ombligo. Aquella
sensación de incomodidad me causaba pánico y
vergüenza.

Todo gravitaba (lo confieso) en el hemisferio irracional
de mi cerebro. Aún no había adquirido la conciencia
moral.

Mi vida era, un sin fin de preguntas y de luces en
degradé.

Formas que adquirían consistencia mientras Irene
dormitaba acurrucada en la esponjosa suavidad de mi
infancia.

-Léeme otra historia. Ésta me dio
miedo.

A veces Irene accedía a mis súplicas.
Otras, sólo se limitaba a desnudarse para luego dormirse a
mi lado. Su cuerpo me quitaba el miedo. La pobre Irene se
sentía culpable.

-Estos cuentos de mierda -mascullaba-. Tan
sangrientos.

-Tengo miedo, abrázame.

¿Era un miedo irreal, provocado por la angustia
de los mil bichitos que devoraban la corteza de mi cuerpo?
¿Era la muerte? ¿O la vida? ¿O el estallido
del mar?

Aquella noche tuve un sueño en colores. Vi al
jinete descabezado descolgarse de las vigas, como una
araña. Gesticulando en el vacío. Oscilando como una
lámpara. Las paredes de mi habitación
curvándose como en un remolino, como si las ventanas
fueran nubes o llamaradas de lenguas de fuego. El jinete
descabezado intentando degollarme. Su cabeza cercenada
mirándome. Sus ojos azules, tan nítidos, tan
varoniles.

Entonces yo gritaba desesperado, sin poder zafarme de
sus manos. El jinete bramando improperios; palabrotas que
había escuchado en el río.

-Javiercito, por Dios, cálmate.

La voz de Irene era extraña, como de cuento de
hadas.

-¿Por qué gritas?

Todo nuevamente transcurría en blanco y
negro.

De pronto agonizaba en un túnel, oscuro, tan
oscuro. El cuerpo de Irene, absurdamente, con muecas en el rostro
tentándome con la desnudez de sus pechos.

Me abrazaba a tía Irene, llorando como una
Madona.

-Cuando tu padre vuelva del sanatorio -murmuraba con
sentimientos de culpa, la pobre Irene- no podré seguir
durmiendo contigo. Roberto es muy mal pensado.

-Qué se muera, entonces -maldecía con boca
de niño malo-. Qué le corte la cabeza el
diablo.

Tía Irene me miraba en actitud
tragicómica, de opereta China. El hueco de su piel
olía a sudor, a carne húmeda. Mis manos resbalaban
por la comisura de sus pectorales, palpaban el atosigamiento de
la grasa. La yema de los dedos instintivamente rozó mis
labios. Era un sabor marino. Irene había apagado la luz.
Roncaba. Me quedé espiando los rayos del sol mientras
imaginaba el sobaco sudoroso de Irene. Su respirar era pausado.
Yo no podía conciliar el sueño. Tenía miedo
a los colores.

Después de un rato, Irene giró su cuerpo.
Tuve miedo de no escuchar el latido de su corazón. Me
acerqué a ella. El canto del gallo inundaba la
atmósfera de un nuevo día. Mis manos cruzaron su
cintura. Me quedé contemplando su espalda, hasta que el
sueño me dominó.

Más tarde desperté con un intenso dolor en
la vejiga. Me había orinado. Tía Irene
todavía dormía.

-Mamita -susurré-, mamita Irene. Me hice
pipí.

Ella no despertó. Me quedé con los ojos
cerrados, recordando los destellos de un sueño aún
más intenso que el anterior.

María era la heroína de mi película
en color sepia. Sus ojos giraban como remolino: las aguas eran la
sangre que brotaba de sus poros excoriados. La martirizaba un
pequeño demonio de rostro seráfico. Clavaba sus
garras de amorfo monstruo en las aberturas de su carne. Iba
destrozando su piel con un torniquete conectado a un generador
eléctrico. La descarga era tremenda. El nauseabundo
mito del pequeño demonio era tan asqueante, como
la carne chamuscada de María. Ella, indefensa, intentaba
besarme. Yo, desesperado, aplicaba más poder al generador
eléctrico. El estallido de los poros era algo,
ciertamente, inaudito. El diminuto belcebú tamborileaba
una melodía celestial: los acordes del piano inundaban mis
sentidos. Las paredes de la habitación palpitaban, como si
cada intersticio y cada recoveco contuvieran las arterias de un
órgano maléfico bombeando sangre. De pronto desde
la vena coronaria un inmenso diario de vida escrito en papel
sepia -extendiéndose indefinidamente- abría sus
fauces de inanimado ensueño.

-¿Quién eres tú? -era la
traducción onírica- ¿Qué haces?
¿Dónde están escondidos los miembros del
comité terrorista?

La muchacha (atormentada hasta el cansancio)
permanecía muda. Inmóvil como el tiempo.
¿Era posible una yuxtaposición de elementos
políticos y metafísicos? ¿Era imperecedera
la horrorosa deformidad que cubría la piel de
María, con un manto que vulneraba su carne?

Cada tenaza que inmovilizaba su cuerpo en la
cámara de tortura me provocaba una sensación de
infinitud, de permanencia, como si el tiempo pudiera condensarse
en un pliegue de sus muslos incitándome a contemplar el
principio del mundo. Enterraba entonces el pequeño demonio
un cuchillo en la vejiga de la condenada. Con súbita
perfección seccionaba trozos de cuero cabelludo. Con las
pústulas sangrientas construía las contratapas de
su diario de vida.

-¿Quién eres tú? -chillaban las
palabras impresas de manera indescifrable- ¿Cuándo
desembarcarán las figuras de papel?

No había respuesta en la boca de María.
Que ya no era María sino una mujer incierta de caderas
esponjosas abortando retazos de un pequeño monstruo con
pezuñas capaces de interpretar un concierto para piano de
Schumann o de Liszt.

La música era evocadora, imperial; desataba una
vertiginosa incursión de miles de millones de soldados que
embestían furiosos el confín de la
provincia.

Las arenas de la playa eran los pliegues de la vejiga de
María. Sus poros, millares de trincheras donde mataban o
morían los actores secundarios. Un carnaval de furia, de
sangre, de impiedad. Las vísceras y el horrendo
destrozamiento de los animalitos que habitaban aquel
páramo eran obviados. Una límpida valentía
cubría el campo de batalla. De una u otra manera la
realidad se superponía. Ya no eran los fusiles de los
nazis o de los ingleses o de los africanos o de los canadienses
los que descuartizaban el paisaje entre bellos poemas
idílicos, más bien era una nota disonante que
capturaba la mente del espectador haciéndolo rodar de
impotencia; golpeando su orgullo de personaje
ficticio.

Entonces, mientras las bombas destrozaban las arrugas de
la piel de María, el pequeño lucifer con
pezuñas cantoras escupía palabras con su boca de
marfil. Las fauces del tiempo eran fétidas. El hedor era
casi palpable, como si reconociéramos los despojos de
nuestros padres o de nuestros hijos o de nuestros
hermanos.

-¿Quién eres tú? -aullaban las mil
lenguas del demonio- ¿En qué idiomas
sueñas?

-En castellano, Dios mío, en
castellano…

4

El barullo de timbales inundó la atmósfera
de mis sueños. Los pitos orgiásticos, los panderos
libidinosos, los faldones plegados impúdicamente, las
voces africanas, los músculos tensados. Más que
cantar, Irene bailaba. Su cuerpo era la curva del tiempo
abrasándose en la tórrida extensión
sensitiva. Caos, ritmo, cadencia, sangre, hormonas. Fibras
intramusculares alabando la germinación de la vida. Los
pechos de Irene, pequeños, firmes como peras, dibujando
signos, que, irrevocablemente, me atemorizaban. ¿Era tal
vez algún tipo de regresión ovárica?
¿Un intento de borrar los angustiosos fotogramas en sepia?
Irene abrochaba su sostén. Yo, acurrucado, entre las
sombras, acechando sus formas femeninas.

-Javiercito -murmuraba con cuerpo sudoroso, con
elásticos tobillos de caoba-, Javiercito, es hora de
levantarse.

Recordaba retazos del sueño de una regordeta
campesina enamorada de un señor decapitado por el diablo.
También venían a mi mente los tambores de guerra,
descuartizando el cuerpo ebrio de amor de María. Los poros
de tía Irene enhebrados por el vaho eléctrico de
Occidente estimulaban cierto insano furor de sentirme atrapado
por las curvas transparentes de unas figuras caricaturescas que
cubrían parcialmente su piel. La respuesta lógica
de aquel enigma era el sangramiento de narices. Escupía
coágulos indecibles. Tía Irene apretaba mis
cornetes. Desde abajo sus pechos eran aún más
inquietantes. Ella me recostaba en su vientre. Su corazón
palpitando era asombrosamente similar al sonido de los tambores
africanos.

A veces eran muchas horas intentando aplacar la sed de
sangre. Otras, en minutos, recuperaba la normalidad,
preparándome nuevamente para espiar las formas redondas de
tía Irene. Su respiración siempre era pausada.
Nunca se agitaba. ¿O tal vez era un engaño producto
de los efectos sombríos de los recuerdos en
degradé? Las texturas opacas, frías, cortantes,
como un cuchillo fantasmal arrebatándonos la vida desde
los acantilados.

¿Era el páramo o las formas de las hojas
en la textura del corsé? ¿O sencillamente era la
demencia o la vigilia o la regresión animal lo que me
provocaba un cosquilleo agradable, aquí, entre la pelvis y
el ombligo?

Acurrucado en el regazo de tía Irene manchaba su
barriga.

-Javiercito, Dios mío, te vas a morir.

Al poco rato la ambulancia tronaba su armónica
disonancia.

Los enfermeros me recostaban en una camilla.

Una posta rural con toda su hipertrofia de caos era la
basílica donde me taponaban los cornetes hasta hacerme
sentir las córneas como si fueran lágrimas buscando
rodar por mis mejillas.

-Nada serio -decía el doctor-. Con una
infusión de vinagre y harto ajo, la anemia en un dos por
tres al tacho de los recuerdos.

El doctor era verdaderamente un practicante.

-Doctor, dígame la verdad, ¿qué
sucede con Javiercito?

-A mí, que me registren. Tendremos que consultar
con los pillanes.

-Ni muerta. Su padre es acérrimo enemigo de los
indios.

-Bueno, mijita, yo puedo encostrarle las narices, si
usted quiere. Con estos tapones solucionamos la hemorragia. Pero
su sobrino, según me cuenta, pierde litros y litros de
sangre. Si sigue por este camino, de seguro vivo no regresa a la
capital.

-Calle la boca -murmuraba tía Irene-. Mire que
Javier es lorito.

-Tendremos que preguntarle a los pillanes. Algo hay es
su metabolismo. Tal vez cierto calentamiento excesivo del
aponeurosis del perineo. Quién sabe. Sólo
practicando un rito de exorcismo comprenderemos
científicamente lo que a este chico le sucede. De lo
contrario podríamos perderlo para siempre.

-No me asuste, doctor.

-Usted sabe señorita, los winkas han matado a
mucho indio. Ellos tienen sus poderes ocultos. Sus machis. Con
una yerbita y con ciertos signos cabalísticos pueden
desangrar a un toro en minutos.

-¿Pero quién podría querer
dañar a Javiercito?

-Preguntémosle a mi abuelo paterno. Él era
experto en yanquis mequetrefe.

-Bueno, pero para callado. Que no se entere su
padre.

-Usted diga cuándo.

-El sábado, ¿le parece bien?

-No, el sábado no, un viernes a media noche es la
fórmula adecuada. Cuando los muertos impajaritablemente
abandonan las trincheras para inundar la tierra con sus
lamentos.

-Pero, doctorcito, no se ponga lelo, no ve que me
asusta.

-No tiene por qué asustarse. Yo estoy aquí
para cuidarla.

5

El viernes a media noche llegaron a nuestra casa
infinidad de lugareños. Mi madre había preparado un
cocimiento adecuado: papitas doradas, pollo, choritos, almejas,
choclos, zanahorias, cebolla en escabeche, ajo molido, patitas de
conejo y pezuñas de rata. El fuego sazonaba el cuero de
los animales sacrificados. Para alimentar el cuerpo de los vivos
habían faenado un escuálido quiltro. Una gringa
deslenguada y su marido japonés engullían trozos de
la supuesta carne de cerdo. La textura grisácea de los
matices era espantosa, algo del color sepia verdadero de la
sangre del perro, ciertos vasos capilares integrando redes
indefinidamente extrañas a la carne que, comúnmente
en Occidente se consume, atrapaban insólitos moscardones
picoteando las entrañas perrunas. Nosotros éramos
afuerinos. La capital de Chile era nuestra cuna. Por razones
obvias de salud, el milenario desmembrado archipiélago,
nos obsequiaba su más espantoso y sorprendente sincretismo
religioso.

-El Trauco malo -murmuraba María-, el Trauco malo
nos sorprendió en plena noche de San Juan.

-Qué lástima. Yo pude escapar -argumentaba
Filomena-, pero a las otras no les fue tan bien como a
mí.

-Así supe -decía María-. La pobre
Raquelita está esperando guagua.

-Sí, pero ésa no andaba con nosotras en la
higuera. Andaba agarrándose a besuqueos con
Ricardo.

-Dicen que su papá lo quiere matar.

-¿Al Arauco?

-No, tonta…

-Mira cómo comen los gringos -interrumpía
Filomena-. De seguro que se indigestan con la
Cabezona.

-¡Pobre perra! Aquí está su cuero
amarillo.

-No te metas ahí… ¡Qué
bodegón tan adiablado! ¿Cuántos cueros de
perro habrá?

-Uf. No sé contar hasta tanto.

-Cierra la puerta. Que ya traen a Javiercito. Qué
lindo. Estoy enamorada de él. Cuando le quiten el
sangramiento, me lo voy a cazar. Una abuela del norte me
contó un secreto. Dice que con saliva de angelito,
mezclado con orina de caballo las excoriaciones se las lleva el
diablo. El problema es que, como tengo todo el cuerpo con esta
peste, tendría que, primero, bañarme en
pichí de caballo y después dejar que Javiercito me
chupara desde la punta del pie hasta las orejas.
¿Qué harías tú si estuvieras en mi
lugar?

-No hablaría tantas tonterías, y con un
balde, de los que venden en Puerto Montt, andaría como
loca recogiendo la baba del cabro.

-Es que no sirve el remedio con saliva vinagre. La
abuela del norte que te cuento, me dijo que la saliva
tenía que ser prístina, de infante o de engendro
celeste. Como tú, comprenderás, por estos lados los
engendros son negros como la noche, y el único que cumple
con la condición de infante, es Javiercito.
¿Qué hago? Tal vez Irene me lo preste para que me
chupe los callos.

-No son callos. Son furúnculos.

-Córtenla de una vez por todas. Que don Fidel
está recitando los menjunjes cabalísticos. Mira
cómo sacan fotografías los gringos. Estos creen que
la cosa es de mentira. Que todo está planeado como novedad
turística. Siempre tan incrédulos estos
extranjeros.

El color sepia de la saturación orgánica,
esculpiendo figuras, que las lenguas de fuego salpicaban en la
noche de todas las supersticiones humanas, era tan intensamente
real, tan imponente, tan extrañamente inhumano.

Las conversaciones habían cesado. Sólo el
rumor del mar encrespándose en la barba del curandero y
los destellos impertinentes de la cámara
fotográfica de la gringa oxigenada interrumpían de
vez en cuando el fantástico silencio de la provincia. Un
espesor, como de tragicomedia, estimulaba los secretos atavismos
ancestrales. La incredulidad de los extranjeros, lentamente
cómo funciona la memoria, fue dando tumbos hasta
convertirse en extrañeza, en verdadero pasmo, diría
yo. El cocimiento emanaba vapores insanos, lúgubres. La
noche primitiva crepitando partículas de perro callejero
saturaba nuestras sensaciones, convirtiéndonos en un
montón de huesos sin savia; máquinas
inverosímiles mascando el vaho nocturno.

Presentía la sangre a punto de reventar. Las
manos cálidas de mi madre acurrucándome. El pecho
materno a contraluz, el gélido estallido del flash
ahuecando las figuras de los contertulios. Formas infames
nacían y morían en la crepitación de las
maderas humeantes. Qué terrible espectáculo.
Qué armónica saturación vibrando con el
ritmo de tambores invisibles. El sonido, como estallidos de una
costa lejana, era producto de la mímica de los cuerpos
desnudos de doncellas aspirantes a hechicera. Manos alargadas,
pies diminutos, cabelleras al viento, vientres
soporíficos. Cada textura en sepia golpeaba mis tabiques
nasales incitándome a hemorragias interminables. La voz
tronadora del practicante explicaba con palabras precisas los
adecuados procedimientos rituales de la excoriación del
priapismo.

-Como ustedes, me imagino, sabrán -pontificaba
don Fidel con elegante impostura intelectual-, en Europa, durante
los siglos XVIII y XIX se utilizaron tinturas basadas en polvo de
ciertos insectos coleópteros, que eran recolectados en el
vapor del vinagre entre junio y julio. Este chico sufre de una
erección precoz, que ya dura varios días. Su madre
está preocupadísima. Los textos sagrados hablan de
anemia aguda. Yo, con este procedimiento, más bien
ortodoxo, pienso extraer de los poros de Javier, todo aquello de
afrodisiaco que haya absorbido por
equivocación.

El hombrecito de ojos rasgados miraba con curiosidad a
don Fidel. De manera equívoca pronunciaba palabras en
castellano.

-Sí, señor, entiendo.
¿Cuánto costar infusión para pene
duro?

La figura ahuesada de la exótica extranjera
contrastaba con la pequeñez de su marido. Abría la
boca, suspiraba, mirándome con ojos atigrados, seguramente
convencida de la falsedad de todo el aparataje del supuesto rito
de sanación. Era una mujer rígida, bastante fea.
Algo, sin embargo, en el substrato de su mirada, me colmaba de un
clamor como de fruto madurando prodigiosamente, como de sombra
que muere en contraposición al sol.

-Pero, caballero -replicaba la rubia
antropóloga-, el niño es un infante. Conozco el
tratado de infusiones cardiovasculares eróticas escrito
por Malinowski. Podría concordar en los males del
priapismo. Todos los casos estudiados por el sabio Guatemalteco
están referidos a individuos que sobrepasan los quince
años.

-Bueno, mi distinguida dama, por sus ojos ahora mismo
danzarán los fragmentos inevitables de la
certeza.

Destellos de luces en degradé eran signos
ininteligibles que emanaban de la rubicunda mujer. Sonidos
marítimos, engarzados, metálicamente, como si
aquella lengua materna, cosificada hasta el cansancio, tronara, o
escupiera más bien, como ferrocarril descompuesto o como
máquina tejedora.

El contenido semántico era absolutamente
desconocido para mí. Las palabras eran traducidas por la
textura inaudita de la noche ancestral. Cámaras
fotográficas, infinidad de teléfonos, aparatos
inadmisibles, inciertas prótesis sobresaliendo desde los
más recónditos bolsillos del grisáceo
hombrecito vestido de negro riguroso, escupían
estrambóticamente huecos satíricos de espanto. Mil
sentidos impregnados en la fantasmagórica cuadratura de
microchips, interpretando el caótico desangramiento de
formas telequinésicas que infundían cierta
mística reducida a los contertulios de una noche de
viernes de cábala.

Todo sucedía, sin embargo, en la inoportuna
mezcolanza sepia.

Bocas absurdas implorando la videncia de pillanes alados
que surcaban el infierno hasta agolpar sus plumas en la ortodoxia
católica.

Fidel Castro interpretaba los códices
altiplánicos; los guerreros reunidos en torno a la
quemadura de leña; la mixtura del sur infinito otorgaba a
las ciegas palabras de la rubia antropóloga cierta
desazón nipona, tan interna, tan básica, tan
extrañamente ingenua.

Todo aquel caos de maderas ardiendo, de seres
fantasmales, pero, apoderándose terriblemente de cada
círculo, de cada estadía infernal, como si los
dibujos animados que, constantemente, había inoculado en
la cuenca de mis ojos -de vengativa manera- prepararan la certeza
de precipitarse, aquí, entre los contertulios, esperando
el momento adecuado para desnudarme y sacrificarme en nombre del
dios priapo.

Sudaba sangre.

Gotas intermitentes cubrían la
oscuridad.

Vi rodar la cabeza del pobre quiltro; la
crepitación estalló como si toda la vida estuviera
contenida en un millar de mariposas nocturnas. El estruendo de
los vasos capilares cegaba la textura de las alitas de
cartón piedra. Ensartada, la cabeza del quiltro, en un
báculo de dimensiones infinitas, los colores
parecían adquirir consistencia. Mis dedos giraban como
ampolletas. Buscaba conformar un lenguaje que pudiera ser
interpretativo de los morfemas que la rubia Margaret Hindenburg
intercambiaba con su hombrecillo de ojos rasgados.

-Es cierto -murmuraba el triste y célebre Mago de
Os-. La potencia de su marido podría fortificarse mediante
la absorción de los insectos coleópteros. La prueba
salta a la vista. ¿Están de acuerdo?

La voz del curandero era melodramática, de
altoparlante, de farándula.

-Sí, estamos de acuerdo -respondieron los
contertulios.

-Entonces, si los televidentes no oponen resistencia,
mostraremos las imágenes, en vivo, de los efectos
colaterales de la absorción del magma de los insectos
coleópteros.

-Sí, no opondremos resistencia -repetían
las voces de los, infinitamente, estúpidos
anfitriones.

-Pero sí sólo es un niño de pecho
-recriminaba miss Margaret Hindenburg.

-Mire usted, gringa incrédula, aquí
está el rábano de este dios ancestral…
Toque; no es de goma; es de carne…

Desperté con los espasmos de la fiebre.
Tía Irene lloriqueaba amargamente.

-Es mi culpa -decía-. Es mi culpa. No debí
llevarlo al río.

6

De continuos sangramientos y de amigdalitis purulenta
sufrí en mi escandalosa niñez. Las visiones
provocadas por la apocalíptica acumulación de
imágenes en sepia permearon mi mente, no sólo de
irreales extranjeros y de chamanes enloquecidos, sino que, de una
u otra manera, incentivaron el desmesurado -y tal vez- insano
deseo de postrarme en cama. Con la evidente intención de
sentirme acosado por los mimos de mi madre y por los besos
inescrupulosos de Irene. ¿Razones suficientes?
¿Razones acumulativas que, de ningún modo,
cumplían la tan edificante propensión sensitiva de
las impalpables formas? A veces las insufribles y despiadadas
divinas formas adquirían cierto roce, cierto influjo
concreto: un beso en la mejilla, una palabra amistosa, un deseo
suspirado al azar, una prenda íntima, un escondrijo
luminoso, un particular perfume de hembra. Inevitablemente
durante el transcurso de las interminables tardes de verano,
azorado de la desnudez de las bañistas mientras mi madre
preparaba tortas y chocolate caliente, sin darme cuenta,
lentamente, como sobreviene el tiempo de la niñez, las
insufribles y despiadadas formas adquirían cierto goce,
cierta consistencia, que, azarosamente o tal vez acuciosamente
permitían el rasgamiento de los velos, que, de manera
taxativa, impedían las transformación de los rayos
del sol en colores reales. No eran los pigmentos sepias que
durante la adolescencia me invadieron con súbita
violencia. Eran más bien, fragmentos casi palpables,
cuerpos que agotaban sus ansias en el ingenuo despertar entre
primos, los que, merodeaban, acosándonos hasta exprimir
los roperos y las trastiendas de los lugares húmedos donde
abrazaba a Tita o acariciaba las pantorrillas de
Inés.

Jugábamos al papá. Nuestros besos eran
labio contra labio. Cerradas las bocas. Anestesiados los
sentidos; con vergüenza; pero imponiéndonos sus
reglas (dictatoriales) los pliegues de la carne; cobijados, como
si fuéramos gusanos o mariposas con cabezas de
alfiler.

Tita era la prima mayor. Inés, la menor. Yo
hacía de padre. Tita a veces de madre. Inés era
más fogosa. Me abrazaba, me obligaba a abrir la boca. Sus
dientes golpeaban mis dientes. Yo apretaba su esquelética
cintura, con todas mis fuerzas, tratando de impedir que mi
paladar rozara su lengua gustadora. Inés me desagradaba;
su sabor todavía era materno; tenía cinco
años; yo nueve; Tita ocho. Después de un rato
soltaba las caderas de la delgaducha Inés; el turno ahora
era de Tita. Ella era más gorda, bastante más
vaporosa. Sus ojos verdes y su cabellera rubia descansaban en mi
hombro. Nos abrazábamos. Era el contacto de su cuerpo lo
que me causaba tanta felicidad; pero siempre estaba allí,
la otra, la apasionada, obligándonos a invertir los roles,
presionando desde dentro, amenazándonos con denunciar
nuestros juegos amorosos. Entonces otra vez su boca mordiendo mi
boca; sus dientes rasgando mi carne; insaciable, ávida,
glotona, impúdica.

Era repugnante; realmente repugnante su sabor
materno.

-Juguemos al doctor -dijo en cierta oportunidad la
abrasiva Inés-. Es más divertido.

-¿Qué querí, cabra cochina? Si la
mamá nos pilla, nos va a sacar la cresta.

-Si las mamás no están. Se fueron a la
cancha. Hoy juegan la final del campeonato.

Inés era dominante. Su criterio
prevaleció.

Con una cuchara la hermana menor registraba el ritmo
cardiaco. Nos medicamentaba. Sus palabras eran imperiosas. Me
obligaba a escribir las recetas. Tita sufría, según
ella, de cáncer ovárico. Impedida de jugar al
papá.

-Cierto -decía ella-, ahora yo seré la
mamá y tú la hija del paciente.

Tita intentaba replicar. Pero Inés con un grito
imperativo me obligaba a asistir a su consulta con el pretexto de
revisar mi posible cáncer a la próstata.

Yo me rehusaba. Negaba tal posibilidad.

-Cómo se te ocurre, cabra loca
-refunfuñaba con boca de títere-. No me voy a bajar
los pantalones, aunque me lo pidas mil veces.

Dando unos gritos tremendos, Inés golpeaba sus
manos como un sargento.

-¡Si no me haces caso, te acuso con tu
mamá!

Inés era astuta. Nos obligaba a secundarla en
todos sus berrinches. Tita tenía que esperar su turno al
otro lado de la puerta. Presuntamente, ella ya estaba contagiada
con el terrible cáncer ovárico.

Partes: 1, 2, 3, 4

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