Cartaphilus vagans
Cuentan que actualmente mi nombre, después de
más de dos mil años, ha vuelto a ser
Catáfito, el mismo que tuve en los tiempos cuando fui
guardián de la puerta del Pretorio, vivienda y cuartel
general del Poncio Pilatos, donde estuve vigilante durante la
segunda vista del juicio a Jesús, el hijo de María,
bajo imputación de blasfemia y sedición contra la
Ley judía y el orden romano, amalgamados ambos en esos
días bajo agobiantes leyes dentro del territorio de Judea.
Juicio que fue impulsado a petición de implacable
Caifás y del cónclave de los Veintitrés del
Máximo Tribunal religioso de Israel, allá, bien
distante, en los albores de lo que posteriormente vendría
a ser cristianamente el Siglo I. De allá vengo.
Y sí, así me llamaban cuando aquel humilde
Nazareno, acusado de alterar el orden a todos los niveles,
religiosos y políticos, pasó a mi lado con las
manos atadas, entrando al gran cuartel donde sería
finalmente enjuiciado. Insólitamente se volteó para
mirarme fijo a los ojos al entrar por la inmensa puerta de aquel
inmenso palacio. Por un instante me pareció ver que
movió los labios como dirigiéndose a mí al
hablar muy quedo consigo mismo. Antes habían pasado el
mentado Caifás y su agitado séquito completo,
llegando todos desde la reunión del convulsionado
Sanedrín, para luego de la condena definitiva a la
crucifixión de este incomparable reo que apenas se
defendió, todos de nuevo se regresaran cercanos a mi sitio
y el llamado Jesús pasase a ser azotado y vituperado en el
patio interior del palacete, circundado por soldados en la
arenosa explanada rodeada por muros y celdas donde aguardaban los
delincuentes comunes que también en su mayoría
extrañamente pedían a gritos la ejecución de
este condenado. Se sentía el aliento de la
conspiración. Barrabás estaba prisionero en uno de
esos calabozos. Y el Buen ladrón Dimas, y Gestas, el Malo,
también, ambos igualmente crucificados en lo alto del
Calvario, pero sin ser clavados a la cruz, como lo fue
Jesús.
Pero esto de llamarme Catáfito se trata tan
sólo de un nombre más para un hombre como yo,
más que insignificante, que fue testigo reconocido en un
hecho tan trascendental en el que apenas figuró en
asistencia casual como un simple y curioso guardián
observador. Y que sólo Aquél que fue castigado pudo
hacer notorio para la Historia dirigiéndole más
tarde, casi al final de su camino, unas pocas pero terribles
palabras. Por todas estas nocivas circunstancias, y sus terribles
consecuencias, mejor debí ser llamado Infortunio,
más que Catáfito, por ser esa palabra más
acertada y acorde a mi destino. Pero, Infortunio, nombre que por
demás me identificaría como ningún otro,
dentro de los muchos que he tenido, a pesar de su justeza, nunca
me ha sido adjudicado. No fui nada especial, por lo contrario,
siempre pertenecí a la apagada multitud que jamás
reconoce ser parte de la Historia. Y así permanecí,
anónimo, hasta ese día en que por desgracia para
ambos, el Cristo, como lo llamaban, él por su destino
desde antes de nacer, y yo por el destino que después
él mismo me impuso, y que me dio renombre, se
presentó en mi camino.
Y ésta repetición de ese nombre
Catáfito no es nada más que otra de las tantas
reiteraciones inevitables y naturales que he tenido en mis
incontables días en los que ya he conocido lo que se tiene
que conocer, tanto del bien como del mal. Y a nadie ha de
extrañarle. Ya no es de ninguna importancia cómo me
llamen y no le hago el menor caso a ese tema carente de sentido.
Con el nombre que sea seguiré siendo el mismo errante de
todos los tiempos y todos los senderos. Soy el que ha recibido y
ha tenido sobre sus espaldas el resumen de las acusaciones de las
faltas humanas marchando en paralelo, hombro con hombro, junto al
resumen de los insultos y desprecios que esa condición
seguramente inventada ha generado a lo largo de mi historia
particular. Ninguna ofensa ya me ofende, ninguna lanza ya me
hiere, ninguna muerte ya me mata. Soy un resumen simbólico
de mi pueblo y de mi raza. Cada nombre que me han dado ha estado
ligado de alguna manera a una leyenda no demostrada donde siempre
he sido colocado en el lado más abyecto y de mayor maldad
de la misma.
He representado a lo más insano de las pasiones
enfermizas del hombre a lo largo de todas las medidas del alma
humana: he sido el traidor, el sucio, el intrigante, el
hechicero, el desvergonzado, envidioso incurable,
misántropo excluyente, el ambicioso conspirador, el colmo
del extremismo codicioso y el inhumano explotador. Soy el eterno
acusado que siempre será condenado de antemano. Y por ser
una víctima de la difamación y el improperio aun
dentro de mis faltas, no tengo nada que decir ni que defender
ante tanto prejuicio y tanto odio y tanta sinrazón. Y
además, bien sé que esas historias han sido
patrañas nacidas de la animadversión y del
prejuicio, y que no vale la pena, por lo inocuo y falso de su
naturaleza, ni tan siquiera intentar enumerarlas y mucho menos
refutarlas. Si lo hiciera sería de inmediato acusado de
cinismo por mis detractores. Creo que hasta podría ser
también crucificado.
Y así, ya mi nombre puede ser cualquiera, porque
no me importa y es necedad de todos llamarme de una u otra
manera. Y los nombres bíblicos ordinarios, los que
más me correspondiesen debido a mi ascendencia, que
pudieran identificarme de una manera más fiel, tampoco
tienen ya que ajustarse a la exigencia tradicional y terca que
ciega a mis hermanos de credo y raza en su insistencia de
rememorar con extrema devoción a alguno de una de las
tribus del pasado histórico de nuestro pueblo para tomar
su nombre. A estas alturas, después de vivir por siempre
desde aquel día del encuentro con Jesús, los he
tenido casi todos. Pero por mi condición de eterno
pasajero en otros lugares me han llamado Buttadeu, Joseph
Cartaphilus, Judaeus Errantis, Ahasverus, Michob-Ader, Samuel
Belibeth y hasta cómicamente Larry el
Caminante.
Y como ésos, otros igualmente raros de mayor o
menor trascendencia. Y dentro de todos ellos, pero por distintas
rutas, quizás Shylock y Asuero son los más
aborrecibles para mi entender, a pesar de que el primero tiene su
malvado origen en los exclusivos foros y tribunales venecianos de
la imaginación de Shakespeare, y el segundo lo tiene en la
propia Jerusalén, donde además de portero del
cuartel de Pilato también fui zapatero y a ratos odiado
usurero prestamista y colector de impuestos sin relevancia
alguna. Pero ambos nombres, más que por cualquiera otra
condición, para mí son detestables por la
identificación forzada que le han dado hacia otros
significados en las lenguas maldicientes de los hombres que me
han arrojado a los pantanos de la burla y del escarnio. Y sin
lugar a dudas que esos hombres, siempre con desprecio, me han
nombrado siempre rebajándome de otras muchas maneras
más.
La lenta disolución de la memoria al ir
desvaneciéndose en el correr del tiempo me traiciona, y en
ocasiones, como voces perdidas emergiendo en vahos hediondos
surgiendo de cavernas y de bocas de innumerables y agotadas
lenguas colmadas de improperios, encuentro diferentes
aproximaciones en cientos de nombres que me gritan desde ellas,
como intentos de recuerdos y como posibles llamados de haberlos
tenido, y que procuro no hacerlos presentes, porque que no me
satisfacen en absoluto por intuirlos inexactos o cercanos a la
confusión. O quizá ya también rechazo esos
otros nombres cargados de feas historias por ser a su vez hijos
de mi febril imaginación, de la que mucho me he tenido que
cuidar por su excesiva carga de odios y deseos de venganzas, que
de tan acosada y a la defensiva que ha vivido ya me induce a
inventar fábulas y hasta persecuciones sangrientas que
nunca existieron.
A veces creo que hasta algunos nombres aceptados por
mí sin regañadientes, aun no siendo agradables por
los calificativos acompañantes, me los he inventado
extrayéndolos de un oculto reconcomio de maldad y
autodestrucción, para inútilmente hacerme
daño, saltando en la memoria con cierto rencor,
acuñándolos, como una venganza de autocomplacencia
contra mí oculta identificación y mi concatenado
infortunio. Quizá sea también consecuencia de esa
compulsión de querer aparecer siempre ante los
demás, inevitablemente, cual una víctima, como un
desgraciado de circunstancias tirado en el suelo, y así
parapetar mi defensa desde la imagen de la debilidad para ganar
simpatías.
Además, esos nombres perdidos en un corto
recordar de olvidos neblinosos recorren todos los idiomas y
países y regiones de la Tierra, y a veces,
desplazándome a través de los paisajes que alumbran
entre ellos, me suelen confundir por su reiteración con
los entes más malvados. Porque se ha de saber que he
estado en todas partes y en todas ellas al final por una u otra
razón siempre he sido rechazado. La calumnia es tenaz, y
crece, y avanza precediéndonos sin freno alguno, y llega a
todas partes antes que la presencia y las carreras de los hombres
y de la verdad sobre los caminos. Y erosiona y confunde, borrando
virtudes y aciertos, aunque llegues a tu destino con una luz en
la frente. El daño de la calumnia es permanente y
después de sembrada echa raíces al
instante.
Y todo ha sido así a pesar de que después
de muchas experiencias aprendí a no levantar bandera y a
trabajar en voz baja, dos o tres pasos más atrás
del que va a la cabeza, para pasar lo más desapercibido
posible dentro de cualquier poder, moviéndome en el
ocultismo de no ser reconocido. Y así fue que pude ser
José en Egipto, a la sombra del Faraón, y Ai Tian
en China, y Shlomo Ha Leví en la España de los
Reyes Católicos, y Zajaría en la Rusia Antigua, y
después el mismo Lenin, y Al Masalij en Arabia, y Benjamin
de Tudela en India, y Baruch Spinoza en Amsterdam y Moisés
Péres en Suramérica. En Samarcanda, cuna de grandes
sátrapas, (muchos dijeron que fui uno de ellos, o en su
defecto que fui principal aliado y consejero de ellos, que
sobreviene a ser lo mismo), me llamaron Tayika, como su aguda
lengua, y allí prosperé respirando y aprendiendo y
comerciando sobre la experiencia de las antiguas rutas de la
seda. Y allí, como eran los impulsos que me guiaban,
aprendí todos los oficios y me encaminé hacia la
riqueza, y la logré, hasta que me expulsaron por celos de
esas tierras, quitándomelo todo y marcándome con el
sello de una identificación infame y la prohibición
que impedía todo posible regreso.
Y esa situación se ha repetido, una y otra vez,
cientos de veces, a lo largo de este camino y en miles de
lugares. Y es que, a pesar de ser el Mundo muy extenso, yo lo he
abarcado todo, paso a paso lo he recorrido y cubierto sin falla
alguna, y me he ramificado en él por las venas de muchos
hijos, la mayor cantidad posible, para que mi sangre no
desaparezca y para poder asentarme y aspirar a permanecer dejando
aunque sea un mínima huella en cada sitio. Y en todas
partes me conocen. Y de todas ellas me han expulsado. Pero he
vuelto. Y todo esto a pesar de que mi camino es demasiado largo,
y no termina, y de que cada día se dilata más sin
llevarme a parte alguna, siguiendo una sentencia milenaria,
ajustándose al castigo impuesto por un soñado dios
que habita y habla desde otro mundo por boca de hombres, y
también del que supuestamente después fue otro de
sus hijos dentro de muchos descendientes repartidos por cientos
de creencias.
Algunos otros nombres que la fantasía del
fanatismo me ha inventado, para humillarme en el desprecio, no
vale la pena repetirlos y son hasta irrisorios para la
inteligencia humana. Muchos de ellos han sido más que
sarcásticos y asquerosos al ser complementados con los
adjetivos condenatorios más denigrantes y despreciables.
Pero me he cuidado de dejarlos tirados a merced de la corriente
del viento que vuela ligero hacia el olvido para que se borren
sin importancia. Sólo yo permanezco. Y hasta hoy he sido
indestructible.
Una vez, al principio de aquel Primer Siglo, y eso fue
la segunda parte de un previo camino que también fue
sembrado de infamias, poco después de cruzarme con el
Nazareno y su insólita y súbita sentencia, como si
hubiese hurgado en el pasado, y después del escarnio en el
Sanedrín, creyeron que llamarme Judis Bercebute, en infame
juego de palabras, era lo más indicado a mi
condición. Y esto por dos referencias de traiciones y
caídas y de abominables aconteceres que luego
reaparecieron entre mis hechos y nombres durante los terribles
siglos venideros, los más espurios, impuestos alrededor de
mi destino por manos grises que se ocultaban en las oscuridades y
que me acusaban falsamente de practicante de la Magia Negra. Y
dijeron que hasta tenía pactos históricos con el
Maligno.
Y entonces, bañados de infamia, en otra etapa,
tribunales de capuchas indescifrables y silicios escondidos me
juzgaron sin defensa alguna hasta hundirme en lo revuelto de las
más miserables torturas. Y así fui perseguido sin
descanso por lo que llamaban el Santo Oficio y no encontré
dónde esconderme. Llegaban a todas partes. Y fui el
más fácil de identificar porque ya estaba marcado.
Y cambié de Continentes. Y cambié hacia nombres
cristianizados. Y vadeé todos los ríos. Y
crucé los mares. Y sembré en todos los campos. Y
durante siglos no disfruté de la cosecha porque me era
prohibida y no asequible. Y esa persecución fue más
enconada y más terrible que antes durante aquellos
ásperos siglos. Y cada vez lo es más. Creo,
insisto, y no olviden que he vivido por las centenas de esos
largos tiempos, rejuveneciendo una y otra vez a partir de cumplir
los cien años (ése fue el castigo), y que los
recuerdos se me mezclan y confunden, que Aquél que
según dicen todo lo podía, me llamó
Cartaphilus cuando esa segunda vez, yendo en su camino de carga
vacilante y coronado de aguijones hacia el calvario donde
habría de perecer, se detuvo en el quicio de mi puerta y
me pidió que lo auxiliara con un minuto de reposo y un
poco de agua. Y que lo dejara estar allí hasta recuperar
el ritmo de la respiración.
Y juro, y lo he jurado millones de veces, y lo he
llorado, intentando escapar de las afrentas, que de haber sido
así, no le entendí bien ese pedido pues me hablaba
como de lejos, doblado ante mí, falto de aire, con
palabras muy débiles y humanas, y ahogadas, y
próximas al despeñamiento de la agonía, muy
alejadas de la posibilidad y la imagen de ser el hijo de un dios
y ser Dios mismo. Estaba extenuado y las palabras le pesaban
demasiado y le costaba gran esfuerzo sacarlas a la luz. Y no
reconocí en Él a ningún espíritu
divino. Y sin embargo sí era mi hermano y mi vecino. Y en
verdad que merecía ser un dios. Y la gente a nuestro
alrededor gritaba y levantaba mucho ruido y mucha burla. Y unos
lo alababan y otros lo denigraban. Fue todo una gran
confusión.
Pero cuentan que fui ese Cartaphilus que Él
escogió entre la multitud que lo rodeaba y lo atestiguaba
para la Historia en su tropezado y lastimoso andar. Y
también cuentan que me nombró directamente de tal
manera, y hasta hoy esa historia es la que mis enemigos no han
cesado de contar con alarma y absurdo regocijo. Sí,
dijeron que me llamó Joseph, Joseph Cartaphilus. Y me dijo
algo más, cuando, como dicen, yo, pobre de mí,
fanático de mis ambiciones y de mis temores, cobarde ante
el Poder romano y judío que en ese tiempo eran aliados,
discriminando y mirando hacia otro lado, y ciego y sordo a toda
súplica, le negué lo que rogaba sin siquiera haber
entendido lo que dijo. Pero también en eso fui inocente
porque esto último que habló en su petición
no lo podía percibir con certeza, ya que, como dije, los
que lo agraviaban y perseguían vociferaban a su alrededor
como locos, y lo empujaban, y lo golpeaban, y apenas lo
podía escuchar. Y hasta le propinaban sendos latigazos
cuyas lengüetas le zanjaban la espalda y los hombros y la
cara sudada y sanguinolenta, y lo herían en la frente y en
los ojos y hasta llegaban muy cerca de mi propia cara. Los
verdugos se complacían y los verdugazos volaban en el aire
con aquellos chasquidos hirientes que sin golpear también
dolían en la profundidad del pecho.
Pero ese algo postrero que supuestamente me dijo, con la
mirada muy cerca de la mía, con lo que argumentan en mi
contra los que le oyeron, o los que lo inventaron, y que de un
solo golpe me excluía del sosiego de su mundo prometido,
en mi obsesión me ha golpeado también por siglos,
como si estuviese cayendo en un vacío, sin agarres,
empujado por golpes de incesantes martillazos en mi cabeza. Y esa
sentencia que dictó no la puedo apartar: "te
quedarás a esperar por mi regreso por miles de
años, sin poder descansar, y sin morir y estarás
errando sin descanso entre los hombres que te despreciarán
hasta el fin de los tiempos". Y después que me confirmaron
esas palabras como ciertas y hasta con complacencia los mismos de
mi cofradía que dijeron haberlo oído entre la
barahúnda de voces, los que me inspiraban el mayor respeto
y a quienes era mi obligación creer y obedecer, que
siempre desconfiaron de Él, lo he vuelto a escuchar miles
de veces en mis entrañas más internas.
Y si acaso fuese verdad que lo dijo, igual que no, de
tanto repetírmelo yo mismo lo he llegado a tener como
cierto, enriquecido además de rechazos y acusaciones
abominables. Y he ido entendiendo, más que en el recuerdo
de su voz y de sus ojos, en mí mismo y en la mirada
inundada de palabras recriminatorias y de extraño asombro
ominoso con la que en el tiempo se han dirigido a mí y me
han mirado los que de alguna manera después lo han
acompañado y pasaron a ser sus seguidores en la Fe. Y
éstos, que a su vez han contagiado con su odio al resto de
los hombres, creyentes de la Cruz o no, curiosamente hoy son mis
enemigos más acérrimos. Y a partir de ese
día en que me habló, y de las posteriores
interpretaciones que se han hecho, no volví a dormir nunca
más y empecé a deambular por esas rutas de un
laberinto sin destino que Él no dibujó pero que
sí sentenció desde el que supuestamente es el
más alto tribunal. Y nunca he sabido si fue su poder o fue
mi mente la que me ha estado empujando a este errar de fatalidad
interminable. Y en mi imaginación, o ciertamente, los
mensajes de todos esos ojos que me acusan y recriminan los llevo
fundidos en los míos, y clavados en la nuca a mi paso,
como repitiéndome lo dicho, tal que también fuesen
latigazos de puntas metálicas afiladas.
Después, lo supe hasta el borde de las venas y el
martirio, sugestionado día a día para fijarlo todo
con mayor precisión, pues por siglos y siglos las miradas
del aborrecimiento no cesan de repetirlo y me acompañan en
mis noches de vueltas y vueltas en cada uno de los diferentes
lechos en que me he recostado a culminar los fatigados
días de este interminable andar sin poder nunca descansar.
Y así ha sido, aunque en mi defensa, con mi actitud
fingida de superioridad triunfante que saco a pasear por todas
partes he simulado lo contrario. Desde ese instante en que me
convencieron de mi naturaleza marcada por la degradación,
vago por el mundo con mi mente persuadida en la certeza de
padecer este merecido castigo de deambular sin nido propio hasta
el final del tiempo.
Y dicen que todavía el Nazareno dijo que
así vagaré hasta que Él regrese para desde
las alturas hacer un llamado a todas las almas deambulantes y
entonces elevarlas o hundirlas aún más entre los
fuegos de otro mundo eterno. Yo fui hundido de antemano. Y
así es que me llaman el Eterno Caminante Judaeus
Cartaphilus. Y de esa manera, acosado, siempre perseguido, es que
he vivido, errando, odiado y odiando, y teniendo por querencia
tan sólo una base siempre móvil y giratoria a la
que no puedo aferrarme para llamarla mi hogar
definitivo.
Espero que algún día se demuestre que
todas esas leyendas, que se basan en ese segundo encuentro tan
funesto, donde dicen que mostré mi burla y menosprecio
hacia el llamado Redentor, han sido falsedades, hijas del
aborrecimiento, circunstanciales, inventadas desde aquellos
años por la envidia de mis enemigos. Y es que siempre he
sido distinto. Y que entonces, ya sin esa horrenda marca, mi
desorientada y abrumada imaginación de una buena vez
dé un giro y me deje reposar rodeado de mi raza y de mis
logros, y de mi descendencia, orgullosos de mí, sin
posible culpabilidad en mi interior. Entonces podré mirar
hacia lo alto de la Cruz, sin veneración, pero con
complacencia y respeto, mostrando orgulloso mi kipá y mi
estrella de seis puntas, así sea tatuada en la parte
interna del antebrazo, que él también hubiera
llevado como identificación de su linaje, el mismo al que
Él perteneció como descendiente de David y de la
sangre de Israel, sin vergüenza alguna. Y sus adoradores
podrán verme sin desprecio, como lo que soy, como un
hermano más de Aquél que pasó a mi lado y se
detuvo mirándome a los ojos sin asomo de odio alguno para
después en su caída hablarme con el tembloroso
ruego que no pude descifrar.
Y se sabrá entonces porqué, en un
equívoco, sin asomo de justicia, a partir de ese aciago
día en que desplomada la tormenta y calmado el terremoto
que a su muerte nos conmocionó a todos, he sido el eterno
paria errante y envilecido a los ojos de los demás. El
mismo que tan sólo ha vagado en la desgracia, sin
descanso, anhelando la Parusía, desde el anunciado
sacrificio y el magnífico y crucificado adiós de
Aquél que dicen que todo lo podía. Nunca lo supe.
Quizá yo sea un simple resumen de mi raza. Y he ahí
que no sé cuál es el peor castigo: si el errar sin
fin por este oscuro mundo de odios y desprecios o la angustiosa
espera por ver el amanecer de ese último día que
él como otros antes anunciara y así llegar a
conocer el destino final de este camino y de lo que llaman el
alma de cada cual. Soy el Judío Errante. Supuestamente
condenado por el crucificado a no encontrar la paz en
ningún sitio. Y como tal firmo este escrito. Y no arrastro
pecado alguno ni tengo de qué arrepentirme ante ese
Maestro que quizá quiso ser un Mesías y que en su
momento más grandioso llegué a conocer al acaso
para que me tomara en cuenta y entonces se produjese aquel
segundo encuentro en plena calle, frente a mi casa, en su camino
hacia el Calvario, que por su trascendencia estoy convencido que
no pudo ser casual, sobre todo después de aquella mirada
que me dirigió desde el umbral del funesto Pretorio.
Nuestra historia fue de una gran confusión y será
por siempre un misterio no verificable.
Autor:
Luis B Martinez