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Cartaphilus Vagans (Cuento)




Enviado por luis b martinez



    Cartaphilus vagans

    Cuentan que actualmente mi nombre, después de
    más de dos mil años, ha vuelto a ser
    Catáfito, el mismo que tuve en los tiempos cuando fui
    guardián de la puerta del Pretorio, vivienda y cuartel
    general del Poncio Pilatos, donde estuve vigilante durante la
    segunda vista del juicio a Jesús, el hijo de María,
    bajo imputación de blasfemia y sedición contra la
    Ley judía y el orden romano, amalgamados ambos en esos
    días bajo agobiantes leyes dentro del territorio de Judea.
    Juicio que fue impulsado a petición de implacable
    Caifás y del cónclave de los Veintitrés del
    Máximo Tribunal religioso de Israel, allá, bien
    distante, en los albores de lo que posteriormente vendría
    a ser cristianamente el Siglo I. De allá vengo.

    Y sí, así me llamaban cuando aquel humilde
    Nazareno, acusado de alterar el orden a todos los niveles,
    religiosos y políticos, pasó a mi lado con las
    manos atadas, entrando al gran cuartel donde sería
    finalmente enjuiciado. Insólitamente se volteó para
    mirarme fijo a los ojos al entrar por la inmensa puerta de aquel
    inmenso palacio. Por un instante me pareció ver que
    movió los labios como dirigiéndose a mí al
    hablar muy quedo consigo mismo. Antes habían pasado el
    mentado Caifás y su agitado séquito completo,
    llegando todos desde la reunión del convulsionado
    Sanedrín, para luego de la condena definitiva a la
    crucifixión de este incomparable reo que apenas se
    defendió, todos de nuevo se regresaran cercanos a mi sitio
    y el llamado Jesús pasase a ser azotado y vituperado en el
    patio interior del palacete, circundado por soldados en la
    arenosa explanada rodeada por muros y celdas donde aguardaban los
    delincuentes comunes que también en su mayoría
    extrañamente pedían a gritos la ejecución de
    este condenado. Se sentía el aliento de la
    conspiración. Barrabás estaba prisionero en uno de
    esos calabozos. Y el Buen ladrón Dimas, y Gestas, el Malo,
    también, ambos igualmente crucificados en lo alto del
    Calvario, pero sin ser clavados a la cruz, como lo fue
    Jesús.

    Pero esto de llamarme Catáfito se trata tan
    sólo de un nombre más para un hombre como yo,
    más que insignificante, que fue testigo reconocido en un
    hecho tan trascendental en el que apenas figuró en
    asistencia casual como un simple y curioso guardián
    observador. Y que sólo Aquél que fue castigado pudo
    hacer notorio para la Historia dirigiéndole más
    tarde, casi al final de su camino, unas pocas pero terribles
    palabras. Por todas estas nocivas circunstancias, y sus terribles
    consecuencias, mejor debí ser llamado Infortunio,
    más que Catáfito, por ser esa palabra más
    acertada y acorde a mi destino. Pero, Infortunio, nombre que por
    demás me identificaría como ningún otro,
    dentro de los muchos que he tenido, a pesar de su justeza, nunca
    me ha sido adjudicado. No fui nada especial, por lo contrario,
    siempre pertenecí a la apagada multitud que jamás
    reconoce ser parte de la Historia. Y así permanecí,
    anónimo, hasta ese día en que por desgracia para
    ambos, el Cristo, como lo llamaban, él por su destino
    desde antes de nacer, y yo por el destino que después
    él mismo me impuso, y que me dio renombre, se
    presentó en mi camino.

    Y ésta repetición de ese nombre
    Catáfito no es nada más que otra de las tantas
    reiteraciones inevitables y naturales que he tenido en mis
    incontables días en los que ya he conocido lo que se tiene
    que conocer, tanto del bien como del mal. Y a nadie ha de
    extrañarle. Ya no es de ninguna importancia cómo me
    llamen y no le hago el menor caso a ese tema carente de sentido.
    Con el nombre que sea seguiré siendo el mismo errante de
    todos los tiempos y todos los senderos. Soy el que ha recibido y
    ha tenido sobre sus espaldas el resumen de las acusaciones de las
    faltas humanas marchando en paralelo, hombro con hombro, junto al
    resumen de los insultos y desprecios que esa condición
    seguramente inventada ha generado a lo largo de mi historia
    particular. Ninguna ofensa ya me ofende, ninguna lanza ya me
    hiere, ninguna muerte ya me mata. Soy un resumen simbólico
    de mi pueblo y de mi raza. Cada nombre que me han dado ha estado
    ligado de alguna manera a una leyenda no demostrada donde siempre
    he sido colocado en el lado más abyecto y de mayor maldad
    de la misma.

    He representado a lo más insano de las pasiones
    enfermizas del hombre a lo largo de todas las medidas del alma
    humana: he sido el traidor, el sucio, el intrigante, el
    hechicero, el desvergonzado, envidioso incurable,
    misántropo excluyente, el ambicioso conspirador, el colmo
    del extremismo codicioso y el inhumano explotador. Soy el eterno
    acusado que siempre será condenado de antemano. Y por ser
    una víctima de la difamación y el improperio aun
    dentro de mis faltas, no tengo nada que decir ni que defender
    ante tanto prejuicio y tanto odio y tanta sinrazón. Y
    además, bien sé que esas historias han sido
    patrañas nacidas de la animadversión y del
    prejuicio, y que no vale la pena, por lo inocuo y falso de su
    naturaleza, ni tan siquiera intentar enumerarlas y mucho menos
    refutarlas. Si lo hiciera sería de inmediato acusado de
    cinismo por mis detractores. Creo que hasta podría ser
    también crucificado.

    Y así, ya mi nombre puede ser cualquiera, porque
    no me importa y es necedad de todos llamarme de una u otra
    manera. Y los nombres bíblicos ordinarios, los que
    más me correspondiesen debido a mi ascendencia, que
    pudieran identificarme de una manera más fiel, tampoco
    tienen ya que ajustarse a la exigencia tradicional y terca que
    ciega a mis hermanos de credo y raza en su insistencia de
    rememorar con extrema devoción a alguno de una de las
    tribus del pasado histórico de nuestro pueblo para tomar
    su nombre. A estas alturas, después de vivir por siempre
    desde aquel día del encuentro con Jesús, los he
    tenido casi todos. Pero por mi condición de eterno
    pasajero en otros lugares me han llamado Buttadeu, Joseph
    Cartaphilus, Judaeus Errantis, Ahasverus, Michob-Ader, Samuel
    Belibeth y hasta cómicamente Larry el
    Caminante.

    Y como ésos, otros igualmente raros de mayor o
    menor trascendencia. Y dentro de todos ellos, pero por distintas
    rutas, quizás Shylock y Asuero son los más
    aborrecibles para mi entender, a pesar de que el primero tiene su
    malvado origen en los exclusivos foros y tribunales venecianos de
    la imaginación de Shakespeare, y el segundo lo tiene en la
    propia Jerusalén, donde además de portero del
    cuartel de Pilato también fui zapatero y a ratos odiado
    usurero prestamista y colector de impuestos sin relevancia
    alguna. Pero ambos nombres, más que por cualquiera otra
    condición, para mí son detestables por la
    identificación forzada que le han dado hacia otros
    significados en las lenguas maldicientes de los hombres que me
    han arrojado a los pantanos de la burla y del escarnio. Y sin
    lugar a dudas que esos hombres, siempre con desprecio, me han
    nombrado siempre rebajándome de otras muchas maneras
    más.

    La lenta disolución de la memoria al ir
    desvaneciéndose en el correr del tiempo me traiciona, y en
    ocasiones, como voces perdidas emergiendo en vahos hediondos
    surgiendo de cavernas y de bocas de innumerables y agotadas
    lenguas colmadas de improperios, encuentro diferentes
    aproximaciones en cientos de nombres que me gritan desde ellas,
    como intentos de recuerdos y como posibles llamados de haberlos
    tenido, y que procuro no hacerlos presentes, porque que no me
    satisfacen en absoluto por intuirlos inexactos o cercanos a la
    confusión. O quizá ya también rechazo esos
    otros nombres cargados de feas historias por ser a su vez hijos
    de mi febril imaginación, de la que mucho me he tenido que
    cuidar por su excesiva carga de odios y deseos de venganzas, que
    de tan acosada y a la defensiva que ha vivido ya me induce a
    inventar fábulas y hasta persecuciones sangrientas que
    nunca existieron.

    A veces creo que hasta algunos nombres aceptados por
    mí sin regañadientes, aun no siendo agradables por
    los calificativos acompañantes, me los he inventado
    extrayéndolos de un oculto reconcomio de maldad y
    autodestrucción, para inútilmente hacerme
    daño, saltando en la memoria con cierto rencor,
    acuñándolos, como una venganza de autocomplacencia
    contra mí oculta identificación y mi concatenado
    infortunio. Quizá sea también consecuencia de esa
    compulsión de querer aparecer siempre ante los
    demás, inevitablemente, cual una víctima, como un
    desgraciado de circunstancias tirado en el suelo, y así
    parapetar mi defensa desde la imagen de la debilidad para ganar
    simpatías.

    Además, esos nombres perdidos en un corto
    recordar de olvidos neblinosos recorren todos los idiomas y
    países y regiones de la Tierra, y a veces,
    desplazándome a través de los paisajes que alumbran
    entre ellos, me suelen confundir por su reiteración con
    los entes más malvados. Porque se ha de saber que he
    estado en todas partes y en todas ellas al final por una u otra
    razón siempre he sido rechazado. La calumnia es tenaz, y
    crece, y avanza precediéndonos sin freno alguno, y llega a
    todas partes antes que la presencia y las carreras de los hombres
    y de la verdad sobre los caminos. Y erosiona y confunde, borrando
    virtudes y aciertos, aunque llegues a tu destino con una luz en
    la frente. El daño de la calumnia es permanente y
    después de sembrada echa raíces al
    instante.

    Y todo ha sido así a pesar de que después
    de muchas experiencias aprendí a no levantar bandera y a
    trabajar en voz baja, dos o tres pasos más atrás
    del que va a la cabeza, para pasar lo más desapercibido
    posible dentro de cualquier poder, moviéndome en el
    ocultismo de no ser reconocido. Y así fue que pude ser
    José en Egipto, a la sombra del Faraón, y Ai Tian
    en China, y Shlomo Ha Leví en la España de los
    Reyes Católicos, y Zajaría en la Rusia Antigua, y
    después el mismo Lenin, y Al Masalij en Arabia, y Benjamin
    de Tudela en India, y Baruch Spinoza en Amsterdam y Moisés
    Péres en Suramérica. En Samarcanda, cuna de grandes
    sátrapas, (muchos dijeron que fui uno de ellos, o en su
    defecto que fui principal aliado y consejero de ellos, que
    sobreviene a ser lo mismo), me llamaron Tayika, como su aguda
    lengua, y allí prosperé respirando y aprendiendo y
    comerciando sobre la experiencia de las antiguas rutas de la
    seda. Y allí, como eran los impulsos que me guiaban,
    aprendí todos los oficios y me encaminé hacia la
    riqueza, y la logré, hasta que me expulsaron por celos de
    esas tierras, quitándomelo todo y marcándome con el
    sello de una identificación infame y la prohibición
    que impedía todo posible regreso.

    Y esa situación se ha repetido, una y otra vez,
    cientos de veces, a lo largo de este camino y en miles de
    lugares. Y es que, a pesar de ser el Mundo muy extenso, yo lo he
    abarcado todo, paso a paso lo he recorrido y cubierto sin falla
    alguna, y me he ramificado en él por las venas de muchos
    hijos, la mayor cantidad posible, para que mi sangre no
    desaparezca y para poder asentarme y aspirar a permanecer dejando
    aunque sea un mínima huella en cada sitio. Y en todas
    partes me conocen. Y de todas ellas me han expulsado. Pero he
    vuelto. Y todo esto a pesar de que mi camino es demasiado largo,
    y no termina, y de que cada día se dilata más sin
    llevarme a parte alguna, siguiendo una sentencia milenaria,
    ajustándose al castigo impuesto por un soñado dios
    que habita y habla desde otro mundo por boca de hombres, y
    también del que supuestamente después fue otro de
    sus hijos dentro de muchos descendientes repartidos por cientos
    de creencias.

    Algunos otros nombres que la fantasía del
    fanatismo me ha inventado, para humillarme en el desprecio, no
    vale la pena repetirlos y son hasta irrisorios para la
    inteligencia humana. Muchos de ellos han sido más que
    sarcásticos y asquerosos al ser complementados con los
    adjetivos condenatorios más denigrantes y despreciables.
    Pero me he cuidado de dejarlos tirados a merced de la corriente
    del viento que vuela ligero hacia el olvido para que se borren
    sin importancia. Sólo yo permanezco. Y hasta hoy he sido
    indestructible.

    Una vez, al principio de aquel Primer Siglo, y eso fue
    la segunda parte de un previo camino que también fue
    sembrado de infamias, poco después de cruzarme con el
    Nazareno y su insólita y súbita sentencia, como si
    hubiese hurgado en el pasado, y después del escarnio en el
    Sanedrín, creyeron que llamarme Judis Bercebute, en infame
    juego de palabras, era lo más indicado a mi
    condición. Y esto por dos referencias de traiciones y
    caídas y de abominables aconteceres que luego
    reaparecieron entre mis hechos y nombres durante los terribles
    siglos venideros, los más espurios, impuestos alrededor de
    mi destino por manos grises que se ocultaban en las oscuridades y
    que me acusaban falsamente de practicante de la Magia Negra. Y
    dijeron que hasta tenía pactos históricos con el
    Maligno.

    Y entonces, bañados de infamia, en otra etapa,
    tribunales de capuchas indescifrables y silicios escondidos me
    juzgaron sin defensa alguna hasta hundirme en lo revuelto de las
    más miserables torturas. Y así fui perseguido sin
    descanso por lo que llamaban el Santo Oficio y no encontré
    dónde esconderme. Llegaban a todas partes. Y fui el
    más fácil de identificar porque ya estaba marcado.
    Y cambié de Continentes. Y cambié hacia nombres
    cristianizados. Y vadeé todos los ríos. Y
    crucé los mares. Y sembré en todos los campos. Y
    durante siglos no disfruté de la cosecha porque me era
    prohibida y no asequible. Y esa persecución fue más
    enconada y más terrible que antes durante aquellos
    ásperos siglos. Y cada vez lo es más. Creo,
    insisto, y no olviden que he vivido por las centenas de esos
    largos tiempos, rejuveneciendo una y otra vez a partir de cumplir
    los cien años (ése fue el castigo), y que los
    recuerdos se me mezclan y confunden, que Aquél que
    según dicen todo lo podía, me llamó
    Cartaphilus cuando esa segunda vez, yendo en su camino de carga
    vacilante y coronado de aguijones hacia el calvario donde
    habría de perecer, se detuvo en el quicio de mi puerta y
    me pidió que lo auxiliara con un minuto de reposo y un
    poco de agua. Y que lo dejara estar allí hasta recuperar
    el ritmo de la respiración.

    Y juro, y lo he jurado millones de veces, y lo he
    llorado, intentando escapar de las afrentas, que de haber sido
    así, no le entendí bien ese pedido pues me hablaba
    como de lejos, doblado ante mí, falto de aire, con
    palabras muy débiles y humanas, y ahogadas, y
    próximas al despeñamiento de la agonía, muy
    alejadas de la posibilidad y la imagen de ser el hijo de un dios
    y ser Dios mismo. Estaba extenuado y las palabras le pesaban
    demasiado y le costaba gran esfuerzo sacarlas a la luz. Y no
    reconocí en Él a ningún espíritu
    divino. Y sin embargo sí era mi hermano y mi vecino. Y en
    verdad que merecía ser un dios. Y la gente a nuestro
    alrededor gritaba y levantaba mucho ruido y mucha burla. Y unos
    lo alababan y otros lo denigraban. Fue todo una gran
    confusión.

    Pero cuentan que fui ese Cartaphilus que Él
    escogió entre la multitud que lo rodeaba y lo atestiguaba
    para la Historia en su tropezado y lastimoso andar. Y
    también cuentan que me nombró directamente de tal
    manera, y hasta hoy esa historia es la que mis enemigos no han
    cesado de contar con alarma y absurdo regocijo. Sí,
    dijeron que me llamó Joseph, Joseph Cartaphilus. Y me dijo
    algo más, cuando, como dicen, yo, pobre de mí,
    fanático de mis ambiciones y de mis temores, cobarde ante
    el Poder romano y judío que en ese tiempo eran aliados,
    discriminando y mirando hacia otro lado, y ciego y sordo a toda
    súplica, le negué lo que rogaba sin siquiera haber
    entendido lo que dijo. Pero también en eso fui inocente
    porque esto último que habló en su petición
    no lo podía percibir con certeza, ya que, como dije, los
    que lo agraviaban y perseguían vociferaban a su alrededor
    como locos, y lo empujaban, y lo golpeaban, y apenas lo
    podía escuchar. Y hasta le propinaban sendos latigazos
    cuyas lengüetas le zanjaban la espalda y los hombros y la
    cara sudada y sanguinolenta, y lo herían en la frente y en
    los ojos y hasta llegaban muy cerca de mi propia cara. Los
    verdugos se complacían y los verdugazos volaban en el aire
    con aquellos chasquidos hirientes que sin golpear también
    dolían en la profundidad del pecho.

    Pero ese algo postrero que supuestamente me dijo, con la
    mirada muy cerca de la mía, con lo que argumentan en mi
    contra los que le oyeron, o los que lo inventaron, y que de un
    solo golpe me excluía del sosiego de su mundo prometido,
    en mi obsesión me ha golpeado también por siglos,
    como si estuviese cayendo en un vacío, sin agarres,
    empujado por golpes de incesantes martillazos en mi cabeza. Y esa
    sentencia que dictó no la puedo apartar: "te
    quedarás a esperar por mi regreso por miles de
    años, sin poder descansar, y sin morir y estarás
    errando sin descanso entre los hombres que te despreciarán
    hasta el fin de los tiempos". Y después que me confirmaron
    esas palabras como ciertas y hasta con complacencia los mismos de
    mi cofradía que dijeron haberlo oído entre la
    barahúnda de voces, los que me inspiraban el mayor respeto
    y a quienes era mi obligación creer y obedecer, que
    siempre desconfiaron de Él, lo he vuelto a escuchar miles
    de veces en mis entrañas más internas.

    Y si acaso fuese verdad que lo dijo, igual que no, de
    tanto repetírmelo yo mismo lo he llegado a tener como
    cierto, enriquecido además de rechazos y acusaciones
    abominables. Y he ido entendiendo, más que en el recuerdo
    de su voz y de sus ojos, en mí mismo y en la mirada
    inundada de palabras recriminatorias y de extraño asombro
    ominoso con la que en el tiempo se han dirigido a mí y me
    han mirado los que de alguna manera después lo han
    acompañado y pasaron a ser sus seguidores en la Fe. Y
    éstos, que a su vez han contagiado con su odio al resto de
    los hombres, creyentes de la Cruz o no, curiosamente hoy son mis
    enemigos más acérrimos. Y a partir de ese
    día en que me habló, y de las posteriores
    interpretaciones que se han hecho, no volví a dormir nunca
    más y empecé a deambular por esas rutas de un
    laberinto sin destino que Él no dibujó pero que
    sí sentenció desde el que supuestamente es el
    más alto tribunal. Y nunca he sabido si fue su poder o fue
    mi mente la que me ha estado empujando a este errar de fatalidad
    interminable. Y en mi imaginación, o ciertamente, los
    mensajes de todos esos ojos que me acusan y recriminan los llevo
    fundidos en los míos, y clavados en la nuca a mi paso,
    como repitiéndome lo dicho, tal que también fuesen
    latigazos de puntas metálicas afiladas.

    Después, lo supe hasta el borde de las venas y el
    martirio, sugestionado día a día para fijarlo todo
    con mayor precisión, pues por siglos y siglos las miradas
    del aborrecimiento no cesan de repetirlo y me acompañan en
    mis noches de vueltas y vueltas en cada uno de los diferentes
    lechos en que me he recostado a culminar los fatigados
    días de este interminable andar sin poder nunca descansar.
    Y así ha sido, aunque en mi defensa, con mi actitud
    fingida de superioridad triunfante que saco a pasear por todas
    partes he simulado lo contrario. Desde ese instante en que me
    convencieron de mi naturaleza marcada por la degradación,
    vago por el mundo con mi mente persuadida en la certeza de
    padecer este merecido castigo de deambular sin nido propio hasta
    el final del tiempo.

    Y dicen que todavía el Nazareno dijo que
    así vagaré hasta que Él regrese para desde
    las alturas hacer un llamado a todas las almas deambulantes y
    entonces elevarlas o hundirlas aún más entre los
    fuegos de otro mundo eterno. Yo fui hundido de antemano. Y
    así es que me llaman el Eterno Caminante Judaeus
    Cartaphilus. Y de esa manera, acosado, siempre perseguido, es que
    he vivido, errando, odiado y odiando, y teniendo por querencia
    tan sólo una base siempre móvil y giratoria a la
    que no puedo aferrarme para llamarla mi hogar
    definitivo.

    Espero que algún día se demuestre que
    todas esas leyendas, que se basan en ese segundo encuentro tan
    funesto, donde dicen que mostré mi burla y menosprecio
    hacia el llamado Redentor, han sido falsedades, hijas del
    aborrecimiento, circunstanciales, inventadas desde aquellos
    años por la envidia de mis enemigos. Y es que siempre he
    sido distinto. Y que entonces, ya sin esa horrenda marca, mi
    desorientada y abrumada imaginación de una buena vez
    dé un giro y me deje reposar rodeado de mi raza y de mis
    logros, y de mi descendencia, orgullosos de mí, sin
    posible culpabilidad en mi interior. Entonces podré mirar
    hacia lo alto de la Cruz, sin veneración, pero con
    complacencia y respeto, mostrando orgulloso mi kipá y mi
    estrella de seis puntas, así sea tatuada en la parte
    interna del antebrazo, que él también hubiera
    llevado como identificación de su linaje, el mismo al que
    Él perteneció como descendiente de David y de la
    sangre de Israel, sin vergüenza alguna. Y sus adoradores
    podrán verme sin desprecio, como lo que soy, como un
    hermano más de Aquél que pasó a mi lado y se
    detuvo mirándome a los ojos sin asomo de odio alguno para
    después en su caída hablarme con el tembloroso
    ruego que no pude descifrar.

    Y se sabrá entonces porqué, en un
    equívoco, sin asomo de justicia, a partir de ese aciago
    día en que desplomada la tormenta y calmado el terremoto
    que a su muerte nos conmocionó a todos, he sido el eterno
    paria errante y envilecido a los ojos de los demás. El
    mismo que tan sólo ha vagado en la desgracia, sin
    descanso, anhelando la Parusía, desde el anunciado
    sacrificio y el magnífico y crucificado adiós de
    Aquél que dicen que todo lo podía. Nunca lo supe.
    Quizá yo sea un simple resumen de mi raza. Y he ahí
    que no sé cuál es el peor castigo: si el errar sin
    fin por este oscuro mundo de odios y desprecios o la angustiosa
    espera por ver el amanecer de ese último día que
    él como otros antes anunciara y así llegar a
    conocer el destino final de este camino y de lo que llaman el
    alma de cada cual. Soy el Judío Errante. Supuestamente
    condenado por el crucificado a no encontrar la paz en
    ningún sitio. Y como tal firmo este escrito. Y no arrastro
    pecado alguno ni tengo de qué arrepentirme ante ese
    Maestro que quizá quiso ser un Mesías y que en su
    momento más grandioso llegué a conocer al acaso
    para que me tomara en cuenta y entonces se produjese aquel
    segundo encuentro en plena calle, frente a mi casa, en su camino
    hacia el Calvario, que por su trascendencia estoy convencido que
    no pudo ser casual, sobre todo después de aquella mirada
    que me dirigió desde el umbral del funesto Pretorio.
    Nuestra historia fue de una gran confusión y será
    por siempre un misterio no verificable.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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