El Circo de la Triste
Figura
1
El circo apareció en el pueblo una mañana
de primavera, hacía calor. Timoteo iba enfundado en
paños transparentes. Caminaba por las polvorientas calles
meneando las caderas. Su cabellera rizada ondeaba al viento.
Timoteo era la bailarina estrella del circo. Las gentes del
pueblo miraban extasiadas la alegría de los payasos. Un
circo era siempre un acontecimiento. Los niños
perseguían los carros donde se transportaban los animales.
La llovizna del mar ensombrecía el cutis de Timoteo. Sus
dedos intentaban delinear el rimel que bajaba por la línea
de la nariz. Sacó un pañuelo y un espejo. Se
detuvo. Se miró detenidamente. "Estoy muy fea", se dijo.
La caravana se detuvo en una planicie; las rocas y el mar
acallaban las voces. El maestro de ceremonia discutía con
un funcionario municipal. Los payasos hacían cabriolas,
intentando entusiasmar a los habitantes del pueblo.
-Con este bullicio no podremos realizar nuestro show. Es
imposible, el ruido del mar es terrible.
El hombrecillo miró al maestro de ceremonia con
desenfado.
-Ustedes tienen permiso de asentarse en Infiernillo.
Ustedes deciden. Aquí o en alta mar.
Timoteo se acercó, sus tacones se hundían
en la tierra.
-Jaimito, ¿qué sucede?
La voz ronca de Timoteo impresionó al
funcionario.
-El señor alcalde -respondió el maestro de
ceremonia- nos quiere jorobar. Nos han traído a este
infierno para que nuestras culpas sean bendecidas por el
Señor. Con este mar embravecido los clientes no
podrán escuchar los diálogos. Se lo estoy
explicando a este señor, pero me dice que el alcalde ha
sido enfático: "el circo de los maricones a Infiernillo".
Este lugar es un desastre.
-Al menos no nos han tirado tomates -murmuró
Timoteo.
El sol enardecía el corazón de Jaimito
Prudencio. Estaba irritado. Llamó a viva voz a Carmelo.
Tuvo que gritar varias veces hasta que Carmelo escuchó. El
hombre se acercó corriendo, venía extenuado.
Prudencio le ordenó armar la carpa del circo en la
planicie. Carmelo se sorprendió; pero acató la
orden. A las seis de la tarde el circo estaba armado.
-¿Esta noche habrá función?
-preguntó Timoteo- Estoy cansadísima.
El ronco sonsonete del mar le
respondió.
No tenían el permiso municipal, no hubo
función esa noche. Varios días pasaron hasta que el
alcalde por fin autorizó el show de los travestis.
"Maricones", gritaba la autoridad comunal, "malditos
maricones".
Infiernillo era el peor lugar del pueblo, el mar era un
tormento. Los payasos, las bailarinas, los músicos, los
animales no podían conciliar el sueño. Timoteo
tenía unas ojeras que deslucían su rostro. Se
encremó las mejillas, afeitó los signos de su
masculinidad. Debía estar la piel suave: el colorete, el
lápiz labial y el rush hicieron el milagro. Timoteo estaba
tan bella como una mujer.
El mar embravecido salpicaba de algas la costa. Timoteo
caminó por el acantilado. Respiró profundo, el aire
enrarecido de la ciudad enturbiaba sus pulmones. Bajar a la playa
era imposible. Varios metros separaban la planicie de las aguas.
Timoteo entonó una canción. Su voz era dulce, pero
tan ronca como el mar. "Si pudiera ser yo virgen, y entregarme a
ti, amor". La melodía era altisonante. Estuvo cantando
unos treinta minutos. Se sentó a la orilla del acantilado.
Arrojó una piedra, el golpe fue seco. "Quitarse la vida es
tan fácil. Saltando, saltando hasta rodar bajo las aguas.
¿Dolerá? Podría hacer la prueba, pero nadie
ha regresado de la muerte". Timoteo cerró los ojos y se
imaginó muerta. Un amor en la ciudad le había
tratado mal. Estaba sola y deprimida. Prudencio y su circo
solamente le anclaban a la vida. "No estoy pidiéndote
nada", cantaba Timoteo, "sólo te pido qué me
ames".
-¿Todavía lo recuerdas?
La voz de Pancracio era ahuecada como el
viento.
-¿A quién? -preguntó
distraída Timoteo
-A tu novio -respondió Carmelo.
-Ya no, qué se pudra.
Permanecieron en silencio escuchando el mar.
-¿Y por qué cantas entonces? -dijo
Pancracio.
-Estoy enamorada de otro.
Carmelo se sorprendió, no había notado
actitudes de mujer en celo en Timoteo.
-Mañana hay función. El permiso ha
llegado. Es nuestra última noche de
tranquilidad.
-Siempre es bueno trabajar.
Carmelo abrazó a Timoteo. Hacía
frío. La llovizna humedecía las ropas. Escucharon
el llanto del mar por un rato. Timoteo se enderezó. Con un
gesto comunicó que se iba a descansar. Pancracio le
siguió.
-¿No quieres compañía esta noche?
-preguntó el hombre.
-Ya te he dicho, estoy enamorada.
Carmelo se encogió de hombros.
Timoteo caminó hasta la carpa donde había
cuatro camastros. Allí dormían sus
compañeras de baile. Se desnudó. Los ronquidos no
le permitían el descanso. "Qué se callen estas
niñas", pensó Timoteo. Dorotea se despertó
gritando. Las mujeres se le acercaron calmándola.
Encendieron una luz. Se veían extrañas las mujeres
sin sus afeites femeninos.
-¿Qué te sucede, niña?
-Preguntó Patricia.
-No quiero, no quiero -gimoteaba Dorotea.
-¿Qué es lo que no quieres?
-preguntó Timoteo.
-No quiero que me castren.
Las mujeres se miraron con curiosidad. Sus ropas
íntimas dejaban traslucir su sexo masculino.
-¿Qué dices, niña? -esputó
Patricia.
Dorotea se chupó el labio superior, un bigotillo
afloraba. Se acurrucó en el camastro. Helena
permanecía muda. Patricia estaba un poco exasperada. La
noche era bastante fría como para estar desnudas en una
carpa tan pequeña.
-Tuve un sueño, parece.
Dorotea guardó silencio. Luego de mirar a cada
una fijamente a los ojos, dijo:
-Estamos jodidas, esto no es Infiernillo, es el
infierno.
Después de pronunciar las palabras gritó
con tanta fuerza que despertó a toda la tropa de payasos y
de músicos.
-Reacciona -gritó Helena con voz ronca-.
Estás histérica. Hay que darle un calmante. Esta
cabra debe estar embarazada.
Las mujeres se echaron a reír.
-Ya me veo un travesti embarazado -dijo
intempestivamente Prudencio-. ¿Qué sucede
aquí, niñas? Están gritando como si las
estuvieran matando. ¿Acaso se ha metido entre sus ropas
algún ratón que no quiere pagar el precio adecuado?
Yo ya les tengo prohibido que se prostituyan cuando andamos de
gira en provincia. Sólo en la ciudad. Pueblo chico,
problemas grandes.
Timoteo se cubrió sus partes íntimas con
un camisón transparente. Pancracio le miró sin
disimulo. Patricia fue en busca de agua. Regresó con una
cubeta. Helena se abotonó el sostén, no
quería aparecer grotesca ante la mirada de los hombres del
circo que se habían apiñado en la entrada de la
carpa. Dorotea lloraba, el poco rimel que le quedaba se
había esparcido por sus mejillas. "Realmente es duro ser
mujer", pensó Timoteo.
-Nos van a matar en este pueblo -sentenció
Dorotea-. La gran puta ha venido en sueños y me lo ha
pronosticado. Ella dice que a todos nos van a matar; que nos van
a castrar sin piedad.
Prudencio estalló en una risotada. La gran puta
era la antigua cabrona del prostíbulo en donde
habían crecido las cuatro bailarinas del circo. Los
payasos esbozaron una sonrisa. Pancracio recordó a
Pitonisa, una vieja puta que leía las cartas. "El destino
está escrito en las estrellas, hijo. No te confundas".
Eran las palabras de Pitonisa. "Tú te acuestas conmigo
porque yo te leo las cartas. Cuando muera vendré en
sueños a hacerte cositas ricas". Pancracio se
persignó. Pitonisa aún estaba viva, era muy vieja,
todavía no merodeaba su pubis en busca de la
eternidad.
-La gran puta está muerta -dijo Timoteo-. Dejemos
que los muertos descansen en paz. Ella hizo mucho por nosotras,
nos enseñó un oficio, nos dio categoría.
Ahora somos artistas, no putas. Ahora vamos de pueblo en pueblo
entregando alegría. ¿Quién querría
matarnos? ¿O castrarnos? Quizás ya lo estemos,
¿no te parece?
Los músicos estallaron en risotadas y en
groserías.
-Sí, qué lo muestre.
-Yo también quiero ver.
-Muchachos -dijo Prudencio-, ha sido una pesadilla.
Mañana hay función. El señor alcalde
estará presente. No quiero malas palabras. Pueden censurar
nuestro acto. Ya es difícil hacer un buen
espectáculo en este lugar con este mar que todo lo acalla.
El señor alcalde es un conservador, un político de
derecha. Extrema las preocupaciones de la moral. Yo quiero que
ninguna de ustedes -apuntó a los travestis- estén
metidas en romances con los pueblerinos, eso es fundamental. Ni
besos ni metidas de nada ni escapes de culo.
¿Entendido?
-Tenemos que marcharnos hoy mismo -dijo Dorotea-.
Estamos condenadas a morir.
-Acallar, o yo mismo te castro con este
cuchillo.
Prudencio desenfundó amenazadoramente el arma
blanca. El brillo asesino en los ojos de Jaimito calmó a
Dorotea. Los payasos se retiraron, los músicos
también, cada cual a su guarida. Prudencio se quedó
por un rato en la carpa de los travestis, esperando quizás
el silencio de la muerte o del sueño.
2
La noche del espectáculo llegó tan
estrepitosa como el mar. El pueblo se había congregado en
la carpa del circo. Los músicos tocaban las
melodías de moda. Aún no aparecía el
alcalde, pero estaban los representantes del gabinete municipal.
El ambiente era de alegría. Los payasos hacían
estallar de risa a la concurrencia. Prudencio con elegante
prestancia deleitaba al público con alocuciones curiosas,
festivas y dicharacheras. En los vestidores, las bailarinas se
preparaban para entrar en escena. Timoteo estaba nerviosa,
Dorotea se rasuraba las piernas, había despertado tarde,
la sensación de la pesadilla no la había abandonado
en toda la noche. "Nos fregamos", se decía. "La gran puta
ha resucitado". Se escuchó por los altoparlantes la
llegada del señor alcalde. La gente aplaudió
desganada. Prudencio alabó la labor del edil. Los payasos
escondieron una risa fingida detrás de sus maquillajes. El
mar azotaba con fuerza. El ruido ensombrecía los chistes
de los payasos.
Jaime Prudencio se acercó al micrófono que
descansaba en un pedestal. El sombrero de hongo lucía
elegante. Su ropa de frac estaba un poco arrugada. Respiró
hondo, sabía que el número más esperado era
el show de las bailarinas.
-Señoras y señores, gentiles damas y
caballeros, ahora con ustedes el ritmo divino de las cuatro
doncellas del viento. Un gran aplauso por favor.
El tambor retumbó y los instrumentos de viento
soplaron la melodía característica del circo. Las
cortinas se abrieron mientras la enana acallaba los rugidos del
tigre. Las cuatro bailarinas, semi desnudas, se desplazaron por
la pista de baile. Los músicos entonaban una
melodía armoniosa, cadenciosa, peniana. El público,
asombrado de la belleza femenina de los travestis,
aplaudía a rabiar. Patricia, Helena, Timoteo y Dorotea
danzaban con los vientres dibujando un zigzag. El show
duró unos quince minutos. El público, de pie,
aplaudió con estrépito. Prudencio agradeció
la presencia del señor alcalde. "Este desgraciado no ha
aplaudido a las niña", pensó el maestro de
ceremonia.
La enana del circo se acercó a Dorotea. Llevaba
un fajo de cartas.
-Yo te voy a leer tu destino. La gran puta se me ha
presentado también a mí en
sueños.
Dorotea quedó perpleja. No pudo pronunciar
palabras. Timoteo escuchó a la enana. Se acercó
furiosa. La actitud complaciente de la tarotista calmó a
Timoteo.
-Yo también quiero leerme las cartas -dijo
Timoteo-. No creo en el destino pero sí en el
amor.
Timoteo se cruzó de brazos, el mar azotaba con
fuerza la frágil tela de la carpa del circo. La enana
tragó saliva. Tomó de la mano a Dorotea. Se la
llevó hasta un rincón iluminado por la luna.
Timoteo las siguió. La enana se enfureció, sus ojos
echaban chispas. La gran puta le había profetizado la
muerte de los travestis. La enana quería estar a solas con
Dorotea. Decidió por lo más sano. Su boca mal
oliente escupió unas cuantas palabras:
-A usted también le voy a leer las cartas pero a
solas. Ahora déjenos en paz.
Timoteo se sintió ofendido por el tono agresivo.
Se dio media vuelta. Fue a sentarse en una banca esperando que
acabara el turno de los payasos. Los aplausos eran estrepitosos.
La enana acercó una lámpara a una mesa. Dorotea se
sentó en una silla. Las cartas estaban ordenadas. El
barullo era ensordecedor: el mar escupía con fuerza su
espuma marina. Tenían poco tiempo para darse un recreo con
el tarot. Las bailarinas finalizaban la función. Al parece
era urgente el secreto que la enana quería develar a
Dorotea. El travesti dijo su nombre tres veces; también su
edad. Con la mano izquierda fue retirando las cartas que la enana
enmarcaba en la mesa. La mujer dio vuelta las cartas una a una.
Su rostro denotaba preocupación.
-El símbolo de la muerte, una mala carta. El
destino está trazado en la sangre -la voz de la enana era
chillona-. Un accidente hay en tu vida, la gran puta viene en
busca de sus hijas. Esta carta es residual.
-¿Qué significa residual?
Dorotea tenía el rostro desencajado.
-Muerte, mujer. Ha llegado el fin.
El travesti dejó escapar un alarido.
-Me largo esta misma noche entonces.
Dorotea estaba nerviosa. Su vida era la danza en el
circo, pero la voz de la enana era sentenciosa: "muerte". Ella
quería escapar, amaba la vida. Estaba acostumbrada al
circo. Si no afrontaba el símbolo de la muerte
debería dedicarse al viejo oficio; ya no era joven; los
hombre aún la deseaban; pero quería dejar las cosas
en claro; ella no era cobarde, la maldición de la gran
puta había llegado al circo para quedarse.
Prudencio anunció el baile de cierre de variedad.
Prudencio había sido enfático con las muchachas:
"Si llega el señor alcalde sean recatadas en el acto". Los
tambores retumbaron, el público se entusiasmó, los
animales habían hecho sus acrobacias, los malabaristas
también. Mientras Prudencio alababa las condiciones
histriónicas de las bailarinas, Dorotea estalló en
lágrimas. Timoteo, que había observado todo a
prudente distancia, se acercó a la enana. Le esputó
con violencia. Patricia y Helena también se dieron cuenta
del alboroto. El ímpetu del mar acallaba el llanto de
Dorotea.
-Estamos jorobados -dijo la enana-. Ha llegado la
maldición de la gran puta.
Las bailarinas enmudecieron.
-¿Qué sucede? -preguntó
Carmelo.
-Dorotea está con ataque de llanto.
Pancracio acarició la cabellera del
travesti.
-Usted es una llorona, mírese, es una preciosura,
con ese cuerpo y esas curvas, debería dedicarse a reina,
no a llorona. Ahora seque esas lágrimas, mire que
Prudencio las está llamando; a bailar se ha
dicho.
Las mujeres tomaron del brazo a Dorotea. Con fuerza la
tironearon, los músicos tocaron sus instrumentos, la
ejecución era altisonante, opacada en gran medida por la
potencia del mar. Carmelo Pancracio abofeteó a la enana.
Le gruñó. "Qué te he dicho", le dijo. "No
andes armado cahuin". La enana ni se inmutó. Guardó
las cartas en un pañuelo, las ató en cruz. "La
muerte ha llegado para quedarse", dijo la mujer. Prudencio, entre
tanto, trataba de hilar palabras, sudaba, algo sucedía,
era anormal que las danzarinas se retrazaran. Inventaba historias
(falsas por su puesto), daba nombres a personajes ficticios,
intentaba darle vida a un circo de triste estampa.
-Con ustedes las famosas danzarinas de Chile, las
inigualables, las excelsas, las magníficas, las decorosas
y siempre elegantes…
En este punto Prudencio se nubló, ya no
encontraba palabras, los adjetivos se habían
volatizado.
-Las muy casca… nueces… de Infiernillo y el
señor… alcalde… que siempre
nos…
Las danzarinas aparecieron por fin. Prudencio
respiró excitadísimo. Timoteo gimoteaba
incoherencias, estaba irritado, Dorotea lloriqueaba, el
público, si embargo, no se daba cuenta, el ritmo del
tambor y la furiosa embestida del mar opacaban el
espectáculo. Los travestis danzaban acompasadamente, la
gente deliraba, la música era suave, tan sonora como el
viento. El señor alcalde respingó la nariz, le
molestaba la presencia de los hombres vestidos de mujer.
Supuestamente; pero de las habladurías no estaba
seguro.
Las espaldas al aire, las piernas depiladas, las caderas
anchas, las angostas cinturas, los senos abultados con papel
picado. Dorotea no danzaba, estaba quieta como una pared. Los
otro travestis intentaban darle armonía al conjunto. Los
hombres gritaban obscenidades, el público reía,
todos estaban felices. Timoteo se acercó a Dorotea,
acurrucó sus manos maternalmente, el travesti no
respondió a la súplica de su compañera.
Transcurrían ya cinco minutos. Prudencio se había
dado cuenta de lo inusual del baile. Estaba nerviosísimo.
De pronto Dorotea extendió los brazos, se abrazó a
Timoteo, se desenredó el pelo violentamente, abrió
su boca y esputó a todo pulmón:
-Sí, sí, soy un maldito
maricón.
Las personas escucharon el alarido, el mar no pudo
silenciar la confesión de Dorotea.
Los payasos salieron a escena, apoyados por las palabras
alambicadas de Prudencio. El caos no se generó. El
señor alcalde esbozó una sonrisita, estaba
conforme, había conseguido un objetivo: desenmascarar a
los travestis. Pancracio tomó en brazos a Dorotea, se
había desmayado después de exhalar unos gritillos
histéricos. El circo se llenó de risas, de luces,
de tormenta marina. El circo se hizo fiesta, se hizo
alegría. Era ya tarde cuando el último espectador
abandonó las graderías. Tarde para los travestis;
la maldición de la gran puta se había propagado
como el mar manchado de petróleo.
3
Me envuelve un traje que no soporta
explicación. Timoteo me llaman. No es mi nombre verdadero.
Me llamo Rogelio González. El mar es para mí la
exaltación masculina. Me aterra el mar. Nací hombre
pero soy mujer. Estoy ahora dormida. Estoy soñando. Las
olas golpean con dureza la carcaza de la realidad. Las olas
emigran como palomas. La carpa de lona donde yazgo atontada por
el sueño es un refugio mezquino; hace frío, pero mi
cuerpo no lo siente, estoy dormida. De niño quería
ser militar. Un dos tres, el ritmo del tambor; pero me gustaba
más vestirme de novia. Sueño con barcos surcando el
océano. Sueño con marineros bestiales que cruzan mi
cuerpo con impiedad. He tenido muchos hombres. También me
he enamorado. Pancracio me ha dado muestras de afecto. Pero
él es un enamorado de las féminas. Yo no comulgo
con el engaño. Tampoco me gusta estar enredado con
compañeros de trabajo. No es buena salud para el cuerpo ni
para el alma. ¿Existirá Dios? Me lo pregunto,
porque Dios me hizo raro. Quizá exista la eternidad: un
vacío insomne cuyo laberinto es una casa vacía.
¿Existirá el infierno? Tal vez yo esté ya
muerta… y bien muerta. El infierno de cabalgar con hombres
queriendo cabalgar en paz consigo misma. Quizá engendrar
un vástago; dar a luz un hijo; abrir las patas y dejar que
mi vagina sea poseída; pero no; Dios me hizo hombre; me
hizo feo, hediondo y peludo.
Esto que ahora cavilo, yo no lo pienso, lo estoy
soñando. Me cuesta reconocer ciertas cosas. Cuando estoy
despierto soy más… travesti. Eso sí, yo soy
muy hombrecito. Nunca me he metido con hombres casados. Claro
está, que en el prostíbulo todos se auto
proclamaban solteros. Pero yo saber de un casado: ¡no!, eso
de ningún modo. Pancracio es viudo. Me ha dicho que no ve
el ojo de la papa desde hace como dos décadas. Dice que yo
le gusto. Que soy una mujer hermosa. Eso no me lo ha dicho. Es
parte de la irrealidad del sueño que me sofoca. Yo estoy
durmiendo, ya lo dije; sólo divago como un canario.
¿Cómo se llamará el canario hembra? Hablando
animalezcamente: soy un toro sin cuernos. O un toro disfrazado de
vaca lechera. Qué hermoso. Amamantar a un lindo
bebé. Cambiarle ropita. Aceitarle el cuerpecito. Es un
sueño el mío. Quizá debería
soñar con ser mujer; ser una doncella: ¡qué
va!; una parturienta; una mujer con senos y leche materna. Eso
sería bello. Pero no, esos sueños no son para
mí, esos sueños son para un hombre…, digo,
para una mujer normal. Yo sueño con marineros que embisten
embravecidos, con tabernas llenas de gente inescrupulosa, con
escritores (bisexuales) que se entregan al frenesí de
transcribir la vida de un travesti.
¿Escritor? Estoy en medio de una pesadilla,
parece. Nunca he leído una novela; como puedo saber lo que
piensa un escritor. No me gustan las pesadillas; son como el mar
que todo lo aborrasca. El mar es un calzoncillo lavado con
Sapolio. O peor aún, lavado con jabón gringo. Mi
madre me lavaba los calzoncillos en una artesa. Fregaba y fregaba
todo el día. Mi madre era canuta. Me leía la Biblia
todas las noches. Yo, como soy agnóstica, no creo en Dios;
o creo, pero a mi manera. No estoy contenta, yo quería un
cuerpo de mujer, no uno de hombre. Eso me ha hecho ser
incrédula. Tal vez sea injusta con Él. Quizá
me ame por lo que soy, una puta. No la gran puta que
soñó mi padre; sino, una puta del tercer mundo; una
puta pobre.
Mi padre era mecánico: arreglaba bicicletas.
De niño me llevaba a los prostíbulos. Yo no me
acostaba en el puerto con nadie: me gustaba ver las bolitas de
luz difuminándose en el salón de té. Las
niñas vestían alegremente trajes de seda importada.
Al puerto llegaban extranjeros: alemanes, rusos, ingleses,
griegos. Lenguas malolientes que buscaban satisfacer un solo fin.
¿Qué hacía mi padre en aquellos lugares? Yo
no sé. Tampoco probaba mujer, sólo se quedaba
allí espiando la vida del puerto.
Mi infancia fue harto rara, como este sueño
que tengo. No me violaron cuando niño, como a casi todos
los travestis que conozco; tampoco abusaron de mí. Con mi
madre iba de esquina en esquina predicando la palabra de Dios.
"Alabado sea Jehová, nuestro Señor. Alabado el
Altísimo. Con ustedes está el demonio que mata. El
demonio qué cría cuervos, qué condena el
alma. Alabado sea el Omnipotente. Él es nuestro pastor.
Nosotros somos las ovejas. El camino está en la
predicación del evangelio. Alabado sea el gran Maestro. El
que bendice nuestras vidas, el que ama nuestro destino. Cantemos
a nuestro Señor una alabanza sin mácula". Mi madre
era persistente en la palabra de Dios. A veces ella sola
recorría las calles del puerto, tocando una guitarra.
Otras veces había un grupo de feligreses. A mí me
gustaba el canto, lo encontraba agradable. La palabra de Dios era
para mí una bebida gustosa, una fruta madura. Gozaba con
los arrumacos de los canutos. Qué lindo muchacho, es una
preciosura. ¿Cómo te llamas? Rogelio,
respondía yo. Rogelio González
Vera.
La vida del puerto era pecaminosa. Mi padre yendo a
los prostíbulos a investigar yo no sé qué; y
mi madre dándonos sermones a diestra y siniestra.
¿Fue un buen ejemplo de vida? Yo no sé. Mi padre me
llevaba a escondidas. Tal vez él intuía algo raro
en mí. Una vez me sorprendió vestida de novia. Me
sacó la cresta. La paliza no la he olvidado. Mis padres
están vivos. Pero no los he visto en años. Soy una
pálida figura difuminándose en un sueño.
¿Qué hago ahora?, me pregunto. Los cantos de mi
madre me salpican el rostro. "Tened ceñidos vuestros lomos
y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan
a su amo devuelta de las bodas". ¿Quién se casa,
mamá?, preguntaba yo. Mi marido, pensaba. Yo quiero un
marido.
He tenido muchos hombres; pero nunca un amor. Tengo
treinta años y soy virgen del alma. Me gustaría
enamorarme, tener una familia; pero es difícil para
mí. ¿Quién me comprará un anillo?
Casarme por la iglesia. Eso es lo que quiero. Ahora estoy
soñando: podría inventarme un marido, un
párroco, una iglesia, un ramo de flores, un vestido de
novia. Y soy la enamorada. Soy Timoteo, ¿o Rogelio
González? Me caso, mamá, tendré familia, mi
marido me cuidará y me amará hasta la muerte. Es el
sueño de toda mujer. Yo soy mujer, sí, mujer. No me
llamo Rogelio, me estoy casando en estos momentos. Soy feliz, el
arroz golpea mi cara. Estoy durmiendo. Qué sueño
tengo. No quiero despertar. No es lícito despertar. Mi
marido me besa la boca. Es amor. No veo su rostro, sé que
es un príncipe azul. Es tierno, elegante, educado. Me besa
con timidez. Yo visto de blanco, soy virgen, me caso virgen.
Chúpense esa. ¿Qué mujer se casa virgen en
la actualidad? Ninguna. Son todas unas víboras. Yo no, yo
soy una beata, una figurilla de percal. Mi madre me ha
enseñado. "Estad, pues, prontos, porque a la hora que
menos penséis vendrá el Hijo del hombre".
Ése hijo del hombre es mío, yo lo tengo entre mis
brazos, le beso, estoy enamorada. Soy casta, no le temo al mar.
Mi madre tan tierna llora, mi padre sonríe. El
párroco celebra la misa. Los declaro marido y mujer. Ahora
puede besar a la novia. Qué bonito, qué hermoso
sueño. Estoy feliz, es hora de despertar. Es tarde,
escucho pasos allá afuera. El recuerdo del sueño se
desvanece. Pienso una y otra vez intentando recordar, pero nada,
no hay imágenes, todo se lo ha tragado este infernal
barullo. Me despierto, Pancracio me está mirando. Dudo por
un instante. Me vuelvo a dormir.
4
Dorotea había interpuesto una denuncia por
presunta desgracia. Dos funcionarios municipales estaban
conversando con ella. El mar escupía su baba con furor; el
mar en Infiernillo siempre era desastroso, la tierra temblaba, la
sal manchaba los rostros de los payasos. Dorotea estaba en bata,
su labio superior denotaba un vello bastante crecido. No se
había podido depilar. Los funcionarios la pillaron
durmiendo. El alcalde los había mandado para comprobar la
denuncia del travesti. La enana le había aconsejado ese
camino; el tarot era persistente: la muerte era temida para los
hombres vestidos de mujer.
-Señora -dijo el funcionario-, ¿con
qué nombre fue bautizada?
-Me llamo Dorotea y punto.
-¿Dorotea? -preguntó el funcionario
más bajo que había permanecido en
silencio.
-Sí, Dorotea.
-Pero sus padres le habrán llamado de otro
modo.
Dorotea se acordó del bigotito. No se
había maquillado.
-Sí, sí, tal vez, pero ¿a
qué viene la pregunta?
-Si usted quiere instaurar una denuncia, debe darnos su
nombre completo. Dorotea ¿cuánto?
-Bueno, me llamo Dorotea desde mi
adolescencia.
Los funcionarios se miraron contrariados.
-Muéstreme su carné de
identidad.
-No tengo -respondió Dorotea.
-Por última vez, señorita,
¿cuál es su nombre?
Dorotea se sintió conmovida, el mar embravecido
salpicaba sus ropas con la brisa.
-Fernando Álvarez es mi nombre.
-Don Fernando…
-Llámeme Dorotea por favor.
Hubo un silencio. Las gaviotas picoteaban la basura. La
enana miraba con atención al dúo de funcionarios.
Pancracio estaba en la carpa conversando con Timoteo. El circo se
preparaba para su segunda función. Una semana
estarían en Infiernillo, era un mal pueblo para darse una
buena vida, el alcalde era muy riguroso en cuestiones
morales.
-Señorita -titubeó el funcionario que
llevaba la voz cantante-, hemos recibido su denuncia.
¿Presunta castración y muerte? Queremos cooperar
con usted, pero, ¿no sería mejor poner una denuncia
en carabineros? Ellos son solícitos, calmos, ponderados.
Usted estaría a salvo con ellos.
-No, gracias. Ni siquiera los he llamado, ya sé
lo que me dirán. Qué soy un travesti, qué
merezco la muerte, qué si no me gusta la pichula que mejor
me la corte. Esas cosas ya me las han dicho, por eso los he
llamado a ustedes, para que me ayuden. Estoy atrapada, no tengo
locomoción propia, en una semana nos iremos, pero yo
quiero largarme ahora. ¿Algún hombre gentil
podrá llevarme?
Dorotea se puso coqueta. La mujer era fogosa. Los
funcionarios se miraron asombrados, el vello labial era
vistoso.
-Yo no sé -dijo el funcionario más bajo-,
no podemos, además usted quiere escapar de no sé
qué. Nada le ha pasado a nadie, el pueblo es muy
tranquilo. Apenas hay un carabinero para toda la
población.
-Por eso mismo. El asesino busca sangre; la sangre
nuestra. Y yo no estoy disponible. ¿Entienden? Ustedes me
llevan ahora mismo o soy capaz de hacer un escándalo. No
entienden: la gran puta era una vieja agorera, ella era nuestra
mentora en el prostíbulo, sí, trabajé de
puta para ganarme los porotos. La enana ya me lo ha advertido,
todas vamos a morir en Infiernillo, vamos a morir desangradas o
tragadas por este mar inclemente. Tengo miedo, caballeros, tienen
que ayudarme, soy una mujer en peligro, la orden del alcalde
seguramente es protegerme, yo soy Dorotea, una respetable
bailarina, pero aquí yo no sé, estoy
volviéndome loca. ¿Qué hacer?, es la
pregunta. Tomamos vuestra camioneta y nos largamos, yo puedo
pagar, no tengo mucho dinero pero si un cuerpo excepcional,
¿quieren, muchachos?, ¿no soy linda
acaso?
-Sí, señora, es muy linda; pero si llega a
saber el señor alcalde que la hemos llevado en la
camioneta nos hacen sumario. Nosotros somos modestos
funcionarios, hemos venido aquí para consolarla, no se
aflija, no ponga esa cara, no se saque la bata, no se desnude,
mire que somos de carne y hueso.
-Oye, Francisco, mira, yo no sé, que te parece,
la muchacha es muy linda, mira ese cuerpo tan exquisito, si
parece mujer de verdad. Yo que tú lo pensaría,
podemos venir en la noche cuando nadie nos vea, pero usted debe
compartir su intimidad con nosotros, la camioneta es amplia, no
son cochinadas como tú estás pensando; Dorotea para
mí es una mujer, ya nos ha mostrado su belleza y
qué más da, los dos somos solteros y sin
compromisos. ¿Qué te parece, Francisco?, ¿la
llevamos?
-Yo no, yo paso.
Dorotea ha puesto a prueba la lealtad de los
funcionarios; intenta corromper la moralidad. ¿Qué
esperamos de unos bichos sin conciencia de clase, sin
escrúpulos? ¿O quizás yo sea el prejuicioso?
Pensándolo seriamente, me da pena por Javier Astorga.
Busca sexo gratis en brazos de una bella ex prostituta. Dorotea
ha desnudado su cuerpo, nadie del circo se ha percatado, todos
están ansiosos con sus pequeños trabajos
cotidianos. Dorotea se acerca a Francisco, le susurra al
oído; el hombre se estremece; hablan procacidades; yo no
transcribiré el diálogo; mi intención es
ridiculizar, no solazar las conciencias de los lectores. Por otro
lado, si dejo velado el diálogo, pierdo realismo; pero
esta no es una novela realista; detesto el realismo. Dorotea se
acerca a Francisco, ya lo dije; le esputa una observación
obscena.
-Yo te lo podría… Lo hago rico, muy
rico.
El funcionario se estremece. Piensa en su madre. Se
irrita, no es homofóbico, pero le repugna la
idea.
-Yo no sé, ya le dije, usted, usted, no es una
mujer de verdad, es de…
-¿Acaso soy de goma?
-No me interesa el asunto.
-En fin… Y usted, caballero, qué
piensa.
-Si mi jefecito no quiere, yo tampoco.
-Pero qué son calzonudos. Están
desaprovechando este culito, soy una princesita riquísima,
tengo miedo, yo no sé por qué tantas aprensiones,
deberían tomarme y hacerme vivir, no quiero morir, quiero
vivir, ¿entienden?
Dorotea pensó en su vida pasada, sólo fue
un segundo, pero recordó a la puta madre
exigiéndole ganarse el dinero con los marineros.
Recordó a su padre, a su tío, a su abuelo, a todos
sus parientes burlándose de él. "Eres Fernando
Álvarez, no Dorotea. Qué te sucede, hombre,
sácate ese traje de mujer, ¿qué haces?,
¿bailar en los prostíbulos? Avergüenzas a tus
parientes". Esas eran las frases de su tío, el mismo que
lo violó a los cinco años. Pero dejémonos de
truculencias; soy enemigo de las bifurcaciones sexuales; denigran
al ser humano.
-Yo no entiendo -dijo Dorotea-, ¿son pacos
acaso?
-No, señorita, somos funcionarios
públicos.
-Un funcionario público -dijo Dorotea-, he tenido
a muchos. Son todos iguales, unos maricas, con el sueldo
asegurado de por vida. Ustedes no son más buenos o
más malos que yo, son distintos. Se creen los dioses, yo
los conozco, se mueren por mí, nadie puede resistirme, soy
la más bella de las danzarinas. Quiero, exijo, más
bien, que me saquen de este infierno, no quiero que me castren,
estoy bien con lo que tengo, no les parece, miren, miren,
solácense, estoy desnuda, miren este cuerpo de mujer,
miren, miren.
Dorotea gritaba, estaba histérica. Los
funcionarios públicos se arremangaron las mangas,
hacía mucho calor. La corbata, la camisa blanca, los
nudillos gastados, la chaqueta raída. Hacía calor,
como dije. Prudencio escuchó los gritos. Se acercó
corriendo, Timoteo también. Los payasos dejaron de
reírse. La enana masculló palabras malignamente.
Estaban afectados por la demencia de Dorotea. "Me van a castrar",
gritaba Dorotea, "me van a castrar". La carpa del circo ondeaba
al viento, el mar arremetía con fuerza, las gentes que
caminaban por allí murmuraban; Infiernillo era un lugar
apestoso. Los vecinos habían disfrutado de la
función, estaban encantados, otra noche de juerga se
avecinaba en el pueblo; Dorotea y su histeria era el punto negro
del festejo. Prudencio tomó a la mujer de los brazos, la
tironeó hasta que dejó de gritar. Esputó
palabras sin sentido; los funcionarios se encogieron de hombros.
"Ella quiso que viniéramos", dijeron. Trajeron agua con
azúcar. Dorotea bebió al seco. Patricia estaba
espantada, Helena caminaba por los alrededores; el ruido de las
olas chocando contra las rocas había impedido que
escuchara el alboroto. Prudencio se acercó a la enana.
Prudencio estaba enojado.
-¿Qué le dijiste?
-Yo -dijo la enana-, nada, ¿por
qué?
Prudencio no respondió. Estaba seguro de que la
enana había provocado el comportamiento extraño de
Dorotea. Los payasos estaban sin la pintura, sus caras reflejan
estupor, los animales gruñían, el circo con su
alegría se había vuelto esquizoide. No había
palabras para retratar lo funesto que se apreciaba en los
rostros. Las carpas apostadas en tierra, los camiones
desvencijados que tiraban los carros del tigre, los elefantes
encadenados, el cerdo que criaba y daba de mamar, las cabritas,
los monos, el mundo entero estaba en ebullición; y la
causa era Dorotea y su espanto de castración.
-¿Qué demonios pasa aquí?
-gritó roncamente Helena.
-Es Dorotea -respondió Tito-, se ha vuelto
loca.
Las palabras fueron lapidarias.
Los payasos ya no reían, tenían las caras
manchadas de arrugas. El mar azotaba la costa, los funcionarios
municipales intentaban calmar a Dorotea, pero ésta no
escuchaba razonamientos. Pedían a gritos un médico,
pero en Infiernillo no había facultativos. "La posta rural
está a dos días de camino". Estas fueron las
palabras que pronunció Francisco Hernández. Tampoco
tenían calmantes. Decidieron por lo más sano.
Llevaron a Dorotea -la arrastraron más bien- hasta un
poste de luz. Allí la amarraron con sogas. El
espectáculo era chocante. Desnuda como estaba, con sus
pechos al aire y la bata rasgada por el esfuerzo de las manos que
intentaban ayudarla. "Qué no se golpee la cabeza",
gritaban los hombres. Los animales estaban inquietos. Tito, el
payaso, habló con tono dominante. Prudencio aceptó
la moción. Habría que buscar un somnífero
para que Dorotea se tranquilizara. No había
píldoras tranquilizantes en el circo, sólo
anticonceptivas. Javier Astorga propuso llevarla a la posta
rural. Pero eran dos días por caminos sembrados de
alimañas. "El señor alcalde quizá tenga en
su despensa". Las palabras de Francisco fueron bien recibidas. La
camioneta abandonó el lugar a toda velocidad.
-No me castren -gritaba Dorotea-, es mi pichula, me
moriré desangrada. Saquéenme de aquí, me voy
a tirar al mar. Me voy a escapar nadando.
¡Saquéenme! ¡Saquéenme!
-Tranquilita, mijita -dijo Pancracio-, aquí la
vamos a cuidar. Yo llevo veinte años de viudez; los mismos
años que llevo de célibe. Tengo la fuerza de un
toro, nadie le va a tocar un pelo. Tranquilita.
Las palabras de Pancracio no calmaron a Dorotea,
siguió gritando como una loca.
-Mamita, mamacita, ayúdame, me quieren matar.
Tengo sed -gritó con furia Dorotea-, denme
agua.
Le trajeron un vaso con azúcar y líquido
para beber.
-Tal vez se calme -dijo Timoteo.
Dorotea se bebió el contenido de un
sorbo.
-Aunque se calme -dijo Prudencio-, la mantendremos
amarrada. Puede lanzarse al mar.
Todos estuvieron de acuerdo. Al poco rato regresó
Francisco. El señor alcalde les había prometido
pastillas para dormir. No fue hasta que llegó la noche que
Dorotea se calmó. El sueño fue apoderándose
del travesti. Se escucharon sus últimos quejidos mientras
los payasos hacían reír a la concurrencia. El circo
se había difuminado, la luz era como una lágrima.
Dorotea no lloraba, dormía. El circo se detuvo por un
instante para recordar a una de sus bailarinas, enloquecida en el
pueblo de Infiernillo.
5
La enana tiraba las cartas del tarot, estaba sola, se
escucha el estruendo del mar. Los payasos hacían
cabriolas, contaban chistes picantes, el público
aplaudía, sordos, a los lamentos de la "loca". Dorotea ya
dormía pero su sueño era inquieto. Prudencio
anunciaba los actos circenses, vestía un traje negro,
algunas personas se habían admirado de que una persona
semi desnuda estuviera atada a un poste de luz. Pero las ganas de
pasarlo bien habían coartado sus buenas intenciones. "Algo
habrá hecho", se decían. El tigre
gruñía con ferocidad, el domador estaba inquieto.
Según la enana, era malo amarrar a Dorotea, el asesino
tendría la presa calentita.
-Ahora con ustedes, la danza de las lesbianas; digo, de
las bailarinas.
Prudencio escuchó la risa, los payasos festejaron
la chambonada.
El mar opacaba la armonía de la música, el
baterista y el guitarrista hacían esfuerzos por
concentrarse; la imagen de Dorotea amarrada a un poste de luz los
aturdía. Todos estaban pendientes de los resultados de las
cartas del tarot; hasta Prudencio abría los ojos buscando
ayuda divina. La enana ordenaba las cartas, el mazo con los
arcanos pintados de colores chillones danzaba en sus manos; era
experta en el manejo de la baraja. "Esta carta sí, esta
carta no". Se preocupaba la enana de ordenar el engranaje; el
resultado era vital. Dorotea había enloquecido, el tigre
permanecía inquieto, los elefantes también actuaban
de forma errática. Mientras tanto, el pueblo comentaba la
singularidad del circo. Estaban aterrados, pero el morbo los
alentaba. No era terror, era un pudor eclesiástico. Se
había corrido la voz de que las supuestas danzarinas eran
hombres. Muchos sabían del aquello, pero callaban. Las
gentes presenciaban el espectáculo llenas de una ira
contenida.
-Esta carta es terminante.
La enana sonrió burlescamente.
-No hay locura, hay muerte. Debemos salvar a Dorotea. La
posta rural es peligrosa, puede encontrar la muerte en las manos
de un practicante.
Página siguiente |