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El Circo de la Triste Figura




Enviado por Mauricio Uribe



Partes: 1, 2, 3, 4

    El Circo de la Triste
    Figura

    1

    El circo apareció en el pueblo una mañana
    de primavera, hacía calor. Timoteo iba enfundado en
    paños transparentes. Caminaba por las polvorientas calles
    meneando las caderas. Su cabellera rizada ondeaba al viento.
    Timoteo era la bailarina estrella del circo. Las gentes del
    pueblo miraban extasiadas la alegría de los payasos. Un
    circo era siempre un acontecimiento. Los niños
    perseguían los carros donde se transportaban los animales.
    La llovizna del mar ensombrecía el cutis de Timoteo. Sus
    dedos intentaban delinear el rimel que bajaba por la línea
    de la nariz. Sacó un pañuelo y un espejo. Se
    detuvo. Se miró detenidamente. "Estoy muy fea", se dijo.
    La caravana se detuvo en una planicie; las rocas y el mar
    acallaban las voces. El maestro de ceremonia discutía con
    un funcionario municipal. Los payasos hacían cabriolas,
    intentando entusiasmar a los habitantes del pueblo.

    -Con este bullicio no podremos realizar nuestro show. Es
    imposible, el ruido del mar es terrible.

    El hombrecillo miró al maestro de ceremonia con
    desenfado.

    -Ustedes tienen permiso de asentarse en Infiernillo.
    Ustedes deciden. Aquí o en alta mar.

    Timoteo se acercó, sus tacones se hundían
    en la tierra.

    -Jaimito, ¿qué sucede?

    La voz ronca de Timoteo impresionó al
    funcionario.

    -El señor alcalde -respondió el maestro de
    ceremonia- nos quiere jorobar. Nos han traído a este
    infierno para que nuestras culpas sean bendecidas por el
    Señor. Con este mar embravecido los clientes no
    podrán escuchar los diálogos. Se lo estoy
    explicando a este señor, pero me dice que el alcalde ha
    sido enfático: "el circo de los maricones a Infiernillo".
    Este lugar es un desastre.

    -Al menos no nos han tirado tomates -murmuró
    Timoteo.

    El sol enardecía el corazón de Jaimito
    Prudencio. Estaba irritado. Llamó a viva voz a Carmelo.
    Tuvo que gritar varias veces hasta que Carmelo escuchó. El
    hombre se acercó corriendo, venía extenuado.
    Prudencio le ordenó armar la carpa del circo en la
    planicie. Carmelo se sorprendió; pero acató la
    orden. A las seis de la tarde el circo estaba armado.

    -¿Esta noche habrá función?
    -preguntó Timoteo- Estoy cansadísima.

    El ronco sonsonete del mar le
    respondió.

    No tenían el permiso municipal, no hubo
    función esa noche. Varios días pasaron hasta que el
    alcalde por fin autorizó el show de los travestis.
    "Maricones", gritaba la autoridad comunal, "malditos
    maricones".

    Infiernillo era el peor lugar del pueblo, el mar era un
    tormento. Los payasos, las bailarinas, los músicos, los
    animales no podían conciliar el sueño. Timoteo
    tenía unas ojeras que deslucían su rostro. Se
    encremó las mejillas, afeitó los signos de su
    masculinidad. Debía estar la piel suave: el colorete, el
    lápiz labial y el rush hicieron el milagro. Timoteo estaba
    tan bella como una mujer.

    El mar embravecido salpicaba de algas la costa. Timoteo
    caminó por el acantilado. Respiró profundo, el aire
    enrarecido de la ciudad enturbiaba sus pulmones. Bajar a la playa
    era imposible. Varios metros separaban la planicie de las aguas.
    Timoteo entonó una canción. Su voz era dulce, pero
    tan ronca como el mar. "Si pudiera ser yo virgen, y entregarme a
    ti, amor". La melodía era altisonante. Estuvo cantando
    unos treinta minutos. Se sentó a la orilla del acantilado.
    Arrojó una piedra, el golpe fue seco. "Quitarse la vida es
    tan fácil. Saltando, saltando hasta rodar bajo las aguas.
    ¿Dolerá? Podría hacer la prueba, pero nadie
    ha regresado de la muerte". Timoteo cerró los ojos y se
    imaginó muerta. Un amor en la ciudad le había
    tratado mal. Estaba sola y deprimida. Prudencio y su circo
    solamente le anclaban a la vida. "No estoy pidiéndote
    nada", cantaba Timoteo, "sólo te pido qué me
    ames".

    -¿Todavía lo recuerdas?

    La voz de Pancracio era ahuecada como el
    viento.

    -¿A quién? -preguntó
    distraída Timoteo

    -A tu novio -respondió Carmelo.

    -Ya no, qué se pudra.

    Permanecieron en silencio escuchando el mar.

    -¿Y por qué cantas entonces? -dijo
    Pancracio.

    -Estoy enamorada de otro.

    Carmelo se sorprendió, no había notado
    actitudes de mujer en celo en Timoteo.

    -Mañana hay función. El permiso ha
    llegado. Es nuestra última noche de
    tranquilidad.

    -Siempre es bueno trabajar.

    Carmelo abrazó a Timoteo. Hacía
    frío. La llovizna humedecía las ropas. Escucharon
    el llanto del mar por un rato. Timoteo se enderezó. Con un
    gesto comunicó que se iba a descansar. Pancracio le
    siguió.

    -¿No quieres compañía esta noche?
    -preguntó el hombre.

    -Ya te he dicho, estoy enamorada.

    Carmelo se encogió de hombros.

    Timoteo caminó hasta la carpa donde había
    cuatro camastros. Allí dormían sus
    compañeras de baile. Se desnudó. Los ronquidos no
    le permitían el descanso. "Qué se callen estas
    niñas", pensó Timoteo. Dorotea se despertó
    gritando. Las mujeres se le acercaron calmándola.
    Encendieron una luz. Se veían extrañas las mujeres
    sin sus afeites femeninos.

    -¿Qué te sucede, niña?
    -Preguntó Patricia.

    -No quiero, no quiero -gimoteaba Dorotea.

    -¿Qué es lo que no quieres?
    -preguntó Timoteo.

    -No quiero que me castren.

    Las mujeres se miraron con curiosidad. Sus ropas
    íntimas dejaban traslucir su sexo masculino.

    -¿Qué dices, niña? -esputó
    Patricia.

    Dorotea se chupó el labio superior, un bigotillo
    afloraba. Se acurrucó en el camastro. Helena
    permanecía muda. Patricia estaba un poco exasperada. La
    noche era bastante fría como para estar desnudas en una
    carpa tan pequeña.

    -Tuve un sueño, parece.

    Dorotea guardó silencio. Luego de mirar a cada
    una fijamente a los ojos, dijo:

    -Estamos jodidas, esto no es Infiernillo, es el
    infierno.

    Después de pronunciar las palabras gritó
    con tanta fuerza que despertó a toda la tropa de payasos y
    de músicos.

    -Reacciona -gritó Helena con voz ronca-.
    Estás histérica. Hay que darle un calmante. Esta
    cabra debe estar embarazada.

    Las mujeres se echaron a reír.

    -Ya me veo un travesti embarazado -dijo
    intempestivamente Prudencio-. ¿Qué sucede
    aquí, niñas? Están gritando como si las
    estuvieran matando. ¿Acaso se ha metido entre sus ropas
    algún ratón que no quiere pagar el precio adecuado?
    Yo ya les tengo prohibido que se prostituyan cuando andamos de
    gira en provincia. Sólo en la ciudad. Pueblo chico,
    problemas grandes.

    Timoteo se cubrió sus partes íntimas con
    un camisón transparente. Pancracio le miró sin
    disimulo. Patricia fue en busca de agua. Regresó con una
    cubeta. Helena se abotonó el sostén, no
    quería aparecer grotesca ante la mirada de los hombres del
    circo que se habían apiñado en la entrada de la
    carpa. Dorotea lloraba, el poco rimel que le quedaba se
    había esparcido por sus mejillas. "Realmente es duro ser
    mujer", pensó Timoteo.

    -Nos van a matar en este pueblo -sentenció
    Dorotea-. La gran puta ha venido en sueños y me lo ha
    pronosticado. Ella dice que a todos nos van a matar; que nos van
    a castrar sin piedad.

    Prudencio estalló en una risotada. La gran puta
    era la antigua cabrona del prostíbulo en donde
    habían crecido las cuatro bailarinas del circo. Los
    payasos esbozaron una sonrisa. Pancracio recordó a
    Pitonisa, una vieja puta que leía las cartas. "El destino
    está escrito en las estrellas, hijo. No te confundas".
    Eran las palabras de Pitonisa. "Tú te acuestas conmigo
    porque yo te leo las cartas. Cuando muera vendré en
    sueños a hacerte cositas ricas". Pancracio se
    persignó. Pitonisa aún estaba viva, era muy vieja,
    todavía no merodeaba su pubis en busca de la
    eternidad.

    -La gran puta está muerta -dijo Timoteo-. Dejemos
    que los muertos descansen en paz. Ella hizo mucho por nosotras,
    nos enseñó un oficio, nos dio categoría.
    Ahora somos artistas, no putas. Ahora vamos de pueblo en pueblo
    entregando alegría. ¿Quién querría
    matarnos? ¿O castrarnos? Quizás ya lo estemos,
    ¿no te parece?

    Los músicos estallaron en risotadas y en
    groserías.

    -Sí, qué lo muestre.

    -Yo también quiero ver.

    -Muchachos -dijo Prudencio-, ha sido una pesadilla.
    Mañana hay función. El señor alcalde
    estará presente. No quiero malas palabras. Pueden censurar
    nuestro acto. Ya es difícil hacer un buen
    espectáculo en este lugar con este mar que todo lo acalla.
    El señor alcalde es un conservador, un político de
    derecha. Extrema las preocupaciones de la moral. Yo quiero que
    ninguna de ustedes -apuntó a los travestis- estén
    metidas en romances con los pueblerinos, eso es fundamental. Ni
    besos ni metidas de nada ni escapes de culo.
    ¿Entendido?

    -Tenemos que marcharnos hoy mismo -dijo Dorotea-.
    Estamos condenadas a morir.

    -Acallar, o yo mismo te castro con este
    cuchillo.

    Prudencio desenfundó amenazadoramente el arma
    blanca. El brillo asesino en los ojos de Jaimito calmó a
    Dorotea. Los payasos se retiraron, los músicos
    también, cada cual a su guarida. Prudencio se quedó
    por un rato en la carpa de los travestis, esperando quizás
    el silencio de la muerte o del sueño.

    2

    La noche del espectáculo llegó tan
    estrepitosa como el mar. El pueblo se había congregado en
    la carpa del circo. Los músicos tocaban las
    melodías de moda. Aún no aparecía el
    alcalde, pero estaban los representantes del gabinete municipal.
    El ambiente era de alegría. Los payasos hacían
    estallar de risa a la concurrencia. Prudencio con elegante
    prestancia deleitaba al público con alocuciones curiosas,
    festivas y dicharacheras. En los vestidores, las bailarinas se
    preparaban para entrar en escena. Timoteo estaba nerviosa,
    Dorotea se rasuraba las piernas, había despertado tarde,
    la sensación de la pesadilla no la había abandonado
    en toda la noche. "Nos fregamos", se decía. "La gran puta
    ha resucitado". Se escuchó por los altoparlantes la
    llegada del señor alcalde. La gente aplaudió
    desganada. Prudencio alabó la labor del edil. Los payasos
    escondieron una risa fingida detrás de sus maquillajes. El
    mar azotaba con fuerza. El ruido ensombrecía los chistes
    de los payasos.

    Jaime Prudencio se acercó al micrófono que
    descansaba en un pedestal. El sombrero de hongo lucía
    elegante. Su ropa de frac estaba un poco arrugada. Respiró
    hondo, sabía que el número más esperado era
    el show de las bailarinas.

    -Señoras y señores, gentiles damas y
    caballeros, ahora con ustedes el ritmo divino de las cuatro
    doncellas del viento. Un gran aplauso por favor.

    El tambor retumbó y los instrumentos de viento
    soplaron la melodía característica del circo. Las
    cortinas se abrieron mientras la enana acallaba los rugidos del
    tigre. Las cuatro bailarinas, semi desnudas, se desplazaron por
    la pista de baile. Los músicos entonaban una
    melodía armoniosa, cadenciosa, peniana. El público,
    asombrado de la belleza femenina de los travestis,
    aplaudía a rabiar. Patricia, Helena, Timoteo y Dorotea
    danzaban con los vientres dibujando un zigzag. El show
    duró unos quince minutos. El público, de pie,
    aplaudió con estrépito. Prudencio agradeció
    la presencia del señor alcalde. "Este desgraciado no ha
    aplaudido a las niña", pensó el maestro de
    ceremonia.

    La enana del circo se acercó a Dorotea. Llevaba
    un fajo de cartas.

    -Yo te voy a leer tu destino. La gran puta se me ha
    presentado también a mí en
    sueños.

    Dorotea quedó perpleja. No pudo pronunciar
    palabras. Timoteo escuchó a la enana. Se acercó
    furiosa. La actitud complaciente de la tarotista calmó a
    Timoteo.

    -Yo también quiero leerme las cartas -dijo
    Timoteo-. No creo en el destino pero sí en el
    amor.

    Timoteo se cruzó de brazos, el mar azotaba con
    fuerza la frágil tela de la carpa del circo. La enana
    tragó saliva. Tomó de la mano a Dorotea. Se la
    llevó hasta un rincón iluminado por la luna.
    Timoteo las siguió. La enana se enfureció, sus ojos
    echaban chispas. La gran puta le había profetizado la
    muerte de los travestis. La enana quería estar a solas con
    Dorotea. Decidió por lo más sano. Su boca mal
    oliente escupió unas cuantas palabras:

    -A usted también le voy a leer las cartas pero a
    solas. Ahora déjenos en paz.

    Timoteo se sintió ofendido por el tono agresivo.
    Se dio media vuelta. Fue a sentarse en una banca esperando que
    acabara el turno de los payasos. Los aplausos eran estrepitosos.
    La enana acercó una lámpara a una mesa. Dorotea se
    sentó en una silla. Las cartas estaban ordenadas. El
    barullo era ensordecedor: el mar escupía con fuerza su
    espuma marina. Tenían poco tiempo para darse un recreo con
    el tarot. Las bailarinas finalizaban la función. Al parece
    era urgente el secreto que la enana quería develar a
    Dorotea. El travesti dijo su nombre tres veces; también su
    edad. Con la mano izquierda fue retirando las cartas que la enana
    enmarcaba en la mesa. La mujer dio vuelta las cartas una a una.
    Su rostro denotaba preocupación.

    -El símbolo de la muerte, una mala carta. El
    destino está trazado en la sangre -la voz de la enana era
    chillona-. Un accidente hay en tu vida, la gran puta viene en
    busca de sus hijas. Esta carta es residual.

    -¿Qué significa residual?

    Dorotea tenía el rostro desencajado.

    -Muerte, mujer. Ha llegado el fin.

    El travesti dejó escapar un alarido.

    -Me largo esta misma noche entonces.

    Dorotea estaba nerviosa. Su vida era la danza en el
    circo, pero la voz de la enana era sentenciosa: "muerte". Ella
    quería escapar, amaba la vida. Estaba acostumbrada al
    circo. Si no afrontaba el símbolo de la muerte
    debería dedicarse al viejo oficio; ya no era joven; los
    hombre aún la deseaban; pero quería dejar las cosas
    en claro; ella no era cobarde, la maldición de la gran
    puta había llegado al circo para quedarse.

    Prudencio anunció el baile de cierre de variedad.
    Prudencio había sido enfático con las muchachas:
    "Si llega el señor alcalde sean recatadas en el acto". Los
    tambores retumbaron, el público se entusiasmó, los
    animales habían hecho sus acrobacias, los malabaristas
    también. Mientras Prudencio alababa las condiciones
    histriónicas de las bailarinas, Dorotea estalló en
    lágrimas. Timoteo, que había observado todo a
    prudente distancia, se acercó a la enana. Le esputó
    con violencia. Patricia y Helena también se dieron cuenta
    del alboroto. El ímpetu del mar acallaba el llanto de
    Dorotea.

    -Estamos jorobados -dijo la enana-. Ha llegado la
    maldición de la gran puta.

    Las bailarinas enmudecieron.

    -¿Qué sucede? -preguntó
    Carmelo.

    -Dorotea está con ataque de llanto.

    Pancracio acarició la cabellera del
    travesti.

    -Usted es una llorona, mírese, es una preciosura,
    con ese cuerpo y esas curvas, debería dedicarse a reina,
    no a llorona. Ahora seque esas lágrimas, mire que
    Prudencio las está llamando; a bailar se ha
    dicho.

    Las mujeres tomaron del brazo a Dorotea. Con fuerza la
    tironearon, los músicos tocaron sus instrumentos, la
    ejecución era altisonante, opacada en gran medida por la
    potencia del mar. Carmelo Pancracio abofeteó a la enana.
    Le gruñó. "Qué te he dicho", le dijo. "No
    andes armado cahuin". La enana ni se inmutó. Guardó
    las cartas en un pañuelo, las ató en cruz. "La
    muerte ha llegado para quedarse", dijo la mujer. Prudencio, entre
    tanto, trataba de hilar palabras, sudaba, algo sucedía,
    era anormal que las danzarinas se retrazaran. Inventaba historias
    (falsas por su puesto), daba nombres a personajes ficticios,
    intentaba darle vida a un circo de triste estampa.

    -Con ustedes las famosas danzarinas de Chile, las
    inigualables, las excelsas, las magníficas, las decorosas
    y siempre elegantes…

    En este punto Prudencio se nubló, ya no
    encontraba palabras, los adjetivos se habían
    volatizado.

    -Las muy casca… nueces… de Infiernillo y el
    señor… alcalde… que siempre
    nos…

    Las danzarinas aparecieron por fin. Prudencio
    respiró excitadísimo. Timoteo gimoteaba
    incoherencias, estaba irritado, Dorotea lloriqueaba, el
    público, si embargo, no se daba cuenta, el ritmo del
    tambor y la furiosa embestida del mar opacaban el
    espectáculo. Los travestis danzaban acompasadamente, la
    gente deliraba, la música era suave, tan sonora como el
    viento. El señor alcalde respingó la nariz, le
    molestaba la presencia de los hombres vestidos de mujer.
    Supuestamente; pero de las habladurías no estaba
    seguro.

    Las espaldas al aire, las piernas depiladas, las caderas
    anchas, las angostas cinturas, los senos abultados con papel
    picado. Dorotea no danzaba, estaba quieta como una pared. Los
    otro travestis intentaban darle armonía al conjunto. Los
    hombres gritaban obscenidades, el público reía,
    todos estaban felices. Timoteo se acercó a Dorotea,
    acurrucó sus manos maternalmente, el travesti no
    respondió a la súplica de su compañera.
    Transcurrían ya cinco minutos. Prudencio se había
    dado cuenta de lo inusual del baile. Estaba nerviosísimo.
    De pronto Dorotea extendió los brazos, se abrazó a
    Timoteo, se desenredó el pelo violentamente, abrió
    su boca y esputó a todo pulmón:

    -Sí, sí, soy un maldito
    maricón.

    Las personas escucharon el alarido, el mar no pudo
    silenciar la confesión de Dorotea.

    Los payasos salieron a escena, apoyados por las palabras
    alambicadas de Prudencio. El caos no se generó. El
    señor alcalde esbozó una sonrisita, estaba
    conforme, había conseguido un objetivo: desenmascarar a
    los travestis. Pancracio tomó en brazos a Dorotea, se
    había desmayado después de exhalar unos gritillos
    histéricos. El circo se llenó de risas, de luces,
    de tormenta marina. El circo se hizo fiesta, se hizo
    alegría. Era ya tarde cuando el último espectador
    abandonó las graderías. Tarde para los travestis;
    la maldición de la gran puta se había propagado
    como el mar manchado de petróleo.

    3

    Me envuelve un traje que no soporta
    explicación. Timoteo me llaman. No es mi nombre verdadero.
    Me llamo Rogelio González. El mar es para mí la
    exaltación masculina. Me aterra el mar. Nací hombre
    pero soy mujer. Estoy ahora dormida. Estoy soñando. Las
    olas golpean con dureza la carcaza de la realidad. Las olas
    emigran como palomas. La carpa de lona donde yazgo atontada por
    el sueño es un refugio mezquino; hace frío, pero mi
    cuerpo no lo siente, estoy dormida. De niño quería
    ser militar. Un dos tres, el ritmo del tambor; pero me gustaba
    más vestirme de novia. Sueño con barcos surcando el
    océano. Sueño con marineros bestiales que cruzan mi
    cuerpo con impiedad. He tenido muchos hombres. También me
    he enamorado. Pancracio me ha dado muestras de afecto. Pero
    él es un enamorado de las féminas. Yo no comulgo
    con el engaño. Tampoco me gusta estar enredado con
    compañeros de trabajo. No es buena salud para el cuerpo ni
    para el alma. ¿Existirá Dios? Me lo pregunto,
    porque Dios me hizo raro. Quizá exista la eternidad: un
    vacío insomne cuyo laberinto es una casa vacía.
    ¿Existirá el infierno? Tal vez yo esté ya
    muerta… y bien muerta. El infierno de cabalgar con hombres
    queriendo cabalgar en paz consigo misma. Quizá engendrar
    un vástago; dar a luz un hijo; abrir las patas y dejar que
    mi vagina sea poseída; pero no; Dios me hizo hombre; me
    hizo feo, hediondo y peludo.

    Esto que ahora cavilo, yo no lo pienso, lo estoy
    soñando. Me cuesta reconocer ciertas cosas. Cuando estoy
    despierto soy más… travesti. Eso sí, yo soy
    muy hombrecito. Nunca me he metido con hombres casados. Claro
    está, que en el prostíbulo todos se auto
    proclamaban solteros. Pero yo saber de un casado: ¡no!, eso
    de ningún modo. Pancracio es viudo. Me ha dicho que no ve
    el ojo de la papa desde hace como dos décadas. Dice que yo
    le gusto. Que soy una mujer hermosa. Eso no me lo ha dicho. Es
    parte de la irrealidad del sueño que me sofoca. Yo estoy
    durmiendo, ya lo dije; sólo divago como un canario.
    ¿Cómo se llamará el canario hembra? Hablando
    animalezcamente: soy un toro sin cuernos. O un toro disfrazado de
    vaca lechera. Qué hermoso. Amamantar a un lindo
    bebé. Cambiarle ropita. Aceitarle el cuerpecito. Es un
    sueño el mío. Quizá debería
    soñar con ser mujer; ser una doncella: ¡qué
    va!; una parturienta; una mujer con senos y leche materna. Eso
    sería bello. Pero no, esos sueños no son para
    mí, esos sueños son para un hombre…, digo,
    para una mujer normal. Yo sueño con marineros que embisten
    embravecidos, con tabernas llenas de gente inescrupulosa, con
    escritores (bisexuales) que se entregan al frenesí de
    transcribir la vida de un travesti.

    ¿Escritor? Estoy en medio de una pesadilla,
    parece. Nunca he leído una novela; como puedo saber lo que
    piensa un escritor. No me gustan las pesadillas; son como el mar
    que todo lo aborrasca. El mar es un calzoncillo lavado con
    Sapolio. O peor aún, lavado con jabón gringo. Mi
    madre me lavaba los calzoncillos en una artesa. Fregaba y fregaba
    todo el día. Mi madre era canuta. Me leía la Biblia
    todas las noches. Yo, como soy agnóstica, no creo en Dios;
    o creo, pero a mi manera. No estoy contenta, yo quería un
    cuerpo de mujer, no uno de hombre. Eso me ha hecho ser
    incrédula. Tal vez sea injusta con Él. Quizá
    me ame por lo que soy, una puta. No la gran puta que
    soñó mi padre; sino, una puta del tercer mundo; una
    puta pobre.

    Mi padre era mecánico: arreglaba bicicletas.
    De niño me llevaba a los prostíbulos. Yo no me
    acostaba en el puerto con nadie: me gustaba ver las bolitas de
    luz difuminándose en el salón de té. Las
    niñas vestían alegremente trajes de seda importada.
    Al puerto llegaban extranjeros: alemanes, rusos, ingleses,
    griegos. Lenguas malolientes que buscaban satisfacer un solo fin.
    ¿Qué hacía mi padre en aquellos lugares? Yo
    no sé. Tampoco probaba mujer, sólo se quedaba
    allí espiando la vida del puerto.

    Mi infancia fue harto rara, como este sueño
    que tengo. No me violaron cuando niño, como a casi todos
    los travestis que conozco; tampoco abusaron de mí. Con mi
    madre iba de esquina en esquina predicando la palabra de Dios.
    "Alabado sea Jehová, nuestro Señor. Alabado el
    Altísimo. Con ustedes está el demonio que mata. El
    demonio qué cría cuervos, qué condena el
    alma. Alabado sea el Omnipotente. Él es nuestro pastor.
    Nosotros somos las ovejas. El camino está en la
    predicación del evangelio. Alabado sea el gran Maestro. El
    que bendice nuestras vidas, el que ama nuestro destino. Cantemos
    a nuestro Señor una alabanza sin mácula". Mi madre
    era persistente en la palabra de Dios. A veces ella sola
    recorría las calles del puerto, tocando una guitarra.
    Otras veces había un grupo de feligreses. A mí me
    gustaba el canto, lo encontraba agradable. La palabra de Dios era
    para mí una bebida gustosa, una fruta madura. Gozaba con
    los arrumacos de los canutos. Qué lindo muchacho, es una
    preciosura. ¿Cómo te llamas? Rogelio,
    respondía yo. Rogelio González
    Vera.

    La vida del puerto era pecaminosa. Mi padre yendo a
    los prostíbulos a investigar yo no sé qué; y
    mi madre dándonos sermones a diestra y siniestra.
    ¿Fue un buen ejemplo de vida? Yo no sé. Mi padre me
    llevaba a escondidas. Tal vez él intuía algo raro
    en mí. Una vez me sorprendió vestida de novia. Me
    sacó la cresta. La paliza no la he olvidado. Mis padres
    están vivos. Pero no los he visto en años. Soy una
    pálida figura difuminándose en un sueño.
    ¿Qué hago ahora?, me pregunto. Los cantos de mi
    madre me salpican el rostro. "Tened ceñidos vuestros lomos
    y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan
    a su amo devuelta de las bodas". ¿Quién se casa,
    mamá?, preguntaba yo. Mi marido, pensaba. Yo quiero un
    marido.

    He tenido muchos hombres; pero nunca un amor. Tengo
    treinta años y soy virgen del alma. Me gustaría
    enamorarme, tener una familia; pero es difícil para
    mí. ¿Quién me comprará un anillo?
    Casarme por la iglesia. Eso es lo que quiero. Ahora estoy
    soñando: podría inventarme un marido, un
    párroco, una iglesia, un ramo de flores, un vestido de
    novia. Y soy la enamorada. Soy Timoteo, ¿o Rogelio
    González? Me caso, mamá, tendré familia, mi
    marido me cuidará y me amará hasta la muerte. Es el
    sueño de toda mujer. Yo soy mujer, sí, mujer. No me
    llamo Rogelio, me estoy casando en estos momentos. Soy feliz, el
    arroz golpea mi cara. Estoy durmiendo. Qué sueño
    tengo. No quiero despertar. No es lícito despertar. Mi
    marido me besa la boca. Es amor. No veo su rostro, sé que
    es un príncipe azul. Es tierno, elegante, educado. Me besa
    con timidez. Yo visto de blanco, soy virgen, me caso virgen.
    Chúpense esa. ¿Qué mujer se casa virgen en
    la actualidad? Ninguna. Son todas unas víboras. Yo no, yo
    soy una beata, una figurilla de percal. Mi madre me ha
    enseñado. "Estad, pues, prontos, porque a la hora que
    menos penséis vendrá el Hijo del hombre".
    Ése hijo del hombre es mío, yo lo tengo entre mis
    brazos, le beso, estoy enamorada. Soy casta, no le temo al mar.
    Mi madre tan tierna llora, mi padre sonríe. El
    párroco celebra la misa. Los declaro marido y mujer. Ahora
    puede besar a la novia. Qué bonito, qué hermoso
    sueño. Estoy feliz, es hora de despertar. Es tarde,
    escucho pasos allá afuera. El recuerdo del sueño se
    desvanece. Pienso una y otra vez intentando recordar, pero nada,
    no hay imágenes, todo se lo ha tragado este infernal
    barullo. Me despierto, Pancracio me está mirando. Dudo por
    un instante. Me vuelvo a dormir.

    4

    Dorotea había interpuesto una denuncia por
    presunta desgracia. Dos funcionarios municipales estaban
    conversando con ella. El mar escupía su baba con furor; el
    mar en Infiernillo siempre era desastroso, la tierra temblaba, la
    sal manchaba los rostros de los payasos. Dorotea estaba en bata,
    su labio superior denotaba un vello bastante crecido. No se
    había podido depilar. Los funcionarios la pillaron
    durmiendo. El alcalde los había mandado para comprobar la
    denuncia del travesti. La enana le había aconsejado ese
    camino; el tarot era persistente: la muerte era temida para los
    hombres vestidos de mujer.

    -Señora -dijo el funcionario-, ¿con
    qué nombre fue bautizada?

    -Me llamo Dorotea y punto.

    -¿Dorotea? -preguntó el funcionario
    más bajo que había permanecido en
    silencio.

    -Sí, Dorotea.

    -Pero sus padres le habrán llamado de otro
    modo.

    Dorotea se acordó del bigotito. No se
    había maquillado.

    -Sí, sí, tal vez, pero ¿a
    qué viene la pregunta?

    -Si usted quiere instaurar una denuncia, debe darnos su
    nombre completo. Dorotea ¿cuánto?

    -Bueno, me llamo Dorotea desde mi
    adolescencia.

    Los funcionarios se miraron contrariados.

    -Muéstreme su carné de
    identidad.

    -No tengo -respondió Dorotea.

    -Por última vez, señorita,
    ¿cuál es su nombre?

    Dorotea se sintió conmovida, el mar embravecido
    salpicaba sus ropas con la brisa.

    -Fernando Álvarez es mi nombre.

    -Don Fernando…

    -Llámeme Dorotea por favor.

    Hubo un silencio. Las gaviotas picoteaban la basura. La
    enana miraba con atención al dúo de funcionarios.
    Pancracio estaba en la carpa conversando con Timoteo. El circo se
    preparaba para su segunda función. Una semana
    estarían en Infiernillo, era un mal pueblo para darse una
    buena vida, el alcalde era muy riguroso en cuestiones
    morales.

    -Señorita -titubeó el funcionario que
    llevaba la voz cantante-, hemos recibido su denuncia.
    ¿Presunta castración y muerte? Queremos cooperar
    con usted, pero, ¿no sería mejor poner una denuncia
    en carabineros? Ellos son solícitos, calmos, ponderados.
    Usted estaría a salvo con ellos.

    -No, gracias. Ni siquiera los he llamado, ya sé
    lo que me dirán. Qué soy un travesti, qué
    merezco la muerte, qué si no me gusta la pichula que mejor
    me la corte. Esas cosas ya me las han dicho, por eso los he
    llamado a ustedes, para que me ayuden. Estoy atrapada, no tengo
    locomoción propia, en una semana nos iremos, pero yo
    quiero largarme ahora. ¿Algún hombre gentil
    podrá llevarme?

    Dorotea se puso coqueta. La mujer era fogosa. Los
    funcionarios se miraron asombrados, el vello labial era
    vistoso.

    -Yo no sé -dijo el funcionario más bajo-,
    no podemos, además usted quiere escapar de no sé
    qué. Nada le ha pasado a nadie, el pueblo es muy
    tranquilo. Apenas hay un carabinero para toda la
    población.

    -Por eso mismo. El asesino busca sangre; la sangre
    nuestra. Y yo no estoy disponible. ¿Entienden? Ustedes me
    llevan ahora mismo o soy capaz de hacer un escándalo. No
    entienden: la gran puta era una vieja agorera, ella era nuestra
    mentora en el prostíbulo, sí, trabajé de
    puta para ganarme los porotos. La enana ya me lo ha advertido,
    todas vamos a morir en Infiernillo, vamos a morir desangradas o
    tragadas por este mar inclemente. Tengo miedo, caballeros, tienen
    que ayudarme, soy una mujer en peligro, la orden del alcalde
    seguramente es protegerme, yo soy Dorotea, una respetable
    bailarina, pero aquí yo no sé, estoy
    volviéndome loca. ¿Qué hacer?, es la
    pregunta. Tomamos vuestra camioneta y nos largamos, yo puedo
    pagar, no tengo mucho dinero pero si un cuerpo excepcional,
    ¿quieren, muchachos?, ¿no soy linda
    acaso?

    -Sí, señora, es muy linda; pero si llega a
    saber el señor alcalde que la hemos llevado en la
    camioneta nos hacen sumario. Nosotros somos modestos
    funcionarios, hemos venido aquí para consolarla, no se
    aflija, no ponga esa cara, no se saque la bata, no se desnude,
    mire que somos de carne y hueso.

    -Oye, Francisco, mira, yo no sé, que te parece,
    la muchacha es muy linda, mira ese cuerpo tan exquisito, si
    parece mujer de verdad. Yo que tú lo pensaría,
    podemos venir en la noche cuando nadie nos vea, pero usted debe
    compartir su intimidad con nosotros, la camioneta es amplia, no
    son cochinadas como tú estás pensando; Dorotea para
    mí es una mujer, ya nos ha mostrado su belleza y
    qué más da, los dos somos solteros y sin
    compromisos. ¿Qué te parece, Francisco?, ¿la
    llevamos?

    -Yo no, yo paso.

    Dorotea ha puesto a prueba la lealtad de los
    funcionarios; intenta corromper la moralidad. ¿Qué
    esperamos de unos bichos sin conciencia de clase, sin
    escrúpulos? ¿O quizás yo sea el prejuicioso?
    Pensándolo seriamente, me da pena por Javier Astorga.
    Busca sexo gratis en brazos de una bella ex prostituta. Dorotea
    ha desnudado su cuerpo, nadie del circo se ha percatado, todos
    están ansiosos con sus pequeños trabajos
    cotidianos. Dorotea se acerca a Francisco, le susurra al
    oído; el hombre se estremece; hablan procacidades; yo no
    transcribiré el diálogo; mi intención es
    ridiculizar, no solazar las conciencias de los lectores. Por otro
    lado, si dejo velado el diálogo, pierdo realismo; pero
    esta no es una novela realista; detesto el realismo. Dorotea se
    acerca a Francisco, ya lo dije; le esputa una observación
    obscena.

    -Yo te lo podría… Lo hago rico, muy
    rico.

    El funcionario se estremece. Piensa en su madre. Se
    irrita, no es homofóbico, pero le repugna la
    idea.

    -Yo no sé, ya le dije, usted, usted, no es una
    mujer de verdad, es de…

    -¿Acaso soy de goma?

    -No me interesa el asunto.

    -En fin… Y usted, caballero, qué
    piensa.

    -Si mi jefecito no quiere, yo tampoco.

    -Pero qué son calzonudos. Están
    desaprovechando este culito, soy una princesita riquísima,
    tengo miedo, yo no sé por qué tantas aprensiones,
    deberían tomarme y hacerme vivir, no quiero morir, quiero
    vivir, ¿entienden?

    Dorotea pensó en su vida pasada, sólo fue
    un segundo, pero recordó a la puta madre
    exigiéndole ganarse el dinero con los marineros.
    Recordó a su padre, a su tío, a su abuelo, a todos
    sus parientes burlándose de él. "Eres Fernando
    Álvarez, no Dorotea. Qué te sucede, hombre,
    sácate ese traje de mujer, ¿qué haces?,
    ¿bailar en los prostíbulos? Avergüenzas a tus
    parientes". Esas eran las frases de su tío, el mismo que
    lo violó a los cinco años. Pero dejémonos de
    truculencias; soy enemigo de las bifurcaciones sexuales; denigran
    al ser humano.

    -Yo no entiendo -dijo Dorotea-, ¿son pacos
    acaso?

    -No, señorita, somos funcionarios
    públicos.

    -Un funcionario público -dijo Dorotea-, he tenido
    a muchos. Son todos iguales, unos maricas, con el sueldo
    asegurado de por vida. Ustedes no son más buenos o
    más malos que yo, son distintos. Se creen los dioses, yo
    los conozco, se mueren por mí, nadie puede resistirme, soy
    la más bella de las danzarinas. Quiero, exijo, más
    bien, que me saquen de este infierno, no quiero que me castren,
    estoy bien con lo que tengo, no les parece, miren, miren,
    solácense, estoy desnuda, miren este cuerpo de mujer,
    miren, miren.

    Dorotea gritaba, estaba histérica. Los
    funcionarios públicos se arremangaron las mangas,
    hacía mucho calor. La corbata, la camisa blanca, los
    nudillos gastados, la chaqueta raída. Hacía calor,
    como dije. Prudencio escuchó los gritos. Se acercó
    corriendo, Timoteo también. Los payasos dejaron de
    reírse. La enana masculló palabras malignamente.
    Estaban afectados por la demencia de Dorotea. "Me van a castrar",
    gritaba Dorotea, "me van a castrar". La carpa del circo ondeaba
    al viento, el mar arremetía con fuerza, las gentes que
    caminaban por allí murmuraban; Infiernillo era un lugar
    apestoso. Los vecinos habían disfrutado de la
    función, estaban encantados, otra noche de juerga se
    avecinaba en el pueblo; Dorotea y su histeria era el punto negro
    del festejo. Prudencio tomó a la mujer de los brazos, la
    tironeó hasta que dejó de gritar. Esputó
    palabras sin sentido; los funcionarios se encogieron de hombros.
    "Ella quiso que viniéramos", dijeron. Trajeron agua con
    azúcar. Dorotea bebió al seco. Patricia estaba
    espantada, Helena caminaba por los alrededores; el ruido de las
    olas chocando contra las rocas había impedido que
    escuchara el alboroto. Prudencio se acercó a la enana.
    Prudencio estaba enojado.

    -¿Qué le dijiste?

    -Yo -dijo la enana-, nada, ¿por
    qué?

    Prudencio no respondió. Estaba seguro de que la
    enana había provocado el comportamiento extraño de
    Dorotea. Los payasos estaban sin la pintura, sus caras reflejan
    estupor, los animales gruñían, el circo con su
    alegría se había vuelto esquizoide. No había
    palabras para retratar lo funesto que se apreciaba en los
    rostros. Las carpas apostadas en tierra, los camiones
    desvencijados que tiraban los carros del tigre, los elefantes
    encadenados, el cerdo que criaba y daba de mamar, las cabritas,
    los monos, el mundo entero estaba en ebullición; y la
    causa era Dorotea y su espanto de castración.

    -¿Qué demonios pasa aquí?
    -gritó roncamente Helena.

    -Es Dorotea -respondió Tito-, se ha vuelto
    loca.

    Las palabras fueron lapidarias.

    Los payasos ya no reían, tenían las caras
    manchadas de arrugas. El mar azotaba la costa, los funcionarios
    municipales intentaban calmar a Dorotea, pero ésta no
    escuchaba razonamientos. Pedían a gritos un médico,
    pero en Infiernillo no había facultativos. "La posta rural
    está a dos días de camino". Estas fueron las
    palabras que pronunció Francisco Hernández. Tampoco
    tenían calmantes. Decidieron por lo más sano.
    Llevaron a Dorotea -la arrastraron más bien- hasta un
    poste de luz. Allí la amarraron con sogas. El
    espectáculo era chocante. Desnuda como estaba, con sus
    pechos al aire y la bata rasgada por el esfuerzo de las manos que
    intentaban ayudarla. "Qué no se golpee la cabeza",
    gritaban los hombres. Los animales estaban inquietos. Tito, el
    payaso, habló con tono dominante. Prudencio aceptó
    la moción. Habría que buscar un somnífero
    para que Dorotea se tranquilizara. No había
    píldoras tranquilizantes en el circo, sólo
    anticonceptivas. Javier Astorga propuso llevarla a la posta
    rural. Pero eran dos días por caminos sembrados de
    alimañas. "El señor alcalde quizá tenga en
    su despensa". Las palabras de Francisco fueron bien recibidas. La
    camioneta abandonó el lugar a toda velocidad.

    -No me castren -gritaba Dorotea-, es mi pichula, me
    moriré desangrada. Saquéenme de aquí, me voy
    a tirar al mar. Me voy a escapar nadando.
    ¡Saquéenme! ¡Saquéenme!

    -Tranquilita, mijita -dijo Pancracio-, aquí la
    vamos a cuidar. Yo llevo veinte años de viudez; los mismos
    años que llevo de célibe. Tengo la fuerza de un
    toro, nadie le va a tocar un pelo. Tranquilita.

    Las palabras de Pancracio no calmaron a Dorotea,
    siguió gritando como una loca.

    -Mamita, mamacita, ayúdame, me quieren matar.
    Tengo sed -gritó con furia Dorotea-, denme
    agua.

    Le trajeron un vaso con azúcar y líquido
    para beber.

    -Tal vez se calme -dijo Timoteo.

    Dorotea se bebió el contenido de un
    sorbo.

    -Aunque se calme -dijo Prudencio-, la mantendremos
    amarrada. Puede lanzarse al mar.

    Todos estuvieron de acuerdo. Al poco rato regresó
    Francisco. El señor alcalde les había prometido
    pastillas para dormir. No fue hasta que llegó la noche que
    Dorotea se calmó. El sueño fue apoderándose
    del travesti. Se escucharon sus últimos quejidos mientras
    los payasos hacían reír a la concurrencia. El circo
    se había difuminado, la luz era como una lágrima.
    Dorotea no lloraba, dormía. El circo se detuvo por un
    instante para recordar a una de sus bailarinas, enloquecida en el
    pueblo de Infiernillo.

    5

    La enana tiraba las cartas del tarot, estaba sola, se
    escucha el estruendo del mar. Los payasos hacían
    cabriolas, contaban chistes picantes, el público
    aplaudía, sordos, a los lamentos de la "loca". Dorotea ya
    dormía pero su sueño era inquieto. Prudencio
    anunciaba los actos circenses, vestía un traje negro,
    algunas personas se habían admirado de que una persona
    semi desnuda estuviera atada a un poste de luz. Pero las ganas de
    pasarlo bien habían coartado sus buenas intenciones. "Algo
    habrá hecho", se decían. El tigre
    gruñía con ferocidad, el domador estaba inquieto.
    Según la enana, era malo amarrar a Dorotea, el asesino
    tendría la presa calentita.

    -Ahora con ustedes, la danza de las lesbianas; digo, de
    las bailarinas.

    Prudencio escuchó la risa, los payasos festejaron
    la chambonada.

    El mar opacaba la armonía de la música, el
    baterista y el guitarrista hacían esfuerzos por
    concentrarse; la imagen de Dorotea amarrada a un poste de luz los
    aturdía. Todos estaban pendientes de los resultados de las
    cartas del tarot; hasta Prudencio abría los ojos buscando
    ayuda divina. La enana ordenaba las cartas, el mazo con los
    arcanos pintados de colores chillones danzaba en sus manos; era
    experta en el manejo de la baraja. "Esta carta sí, esta
    carta no". Se preocupaba la enana de ordenar el engranaje; el
    resultado era vital. Dorotea había enloquecido, el tigre
    permanecía inquieto, los elefantes también actuaban
    de forma errática. Mientras tanto, el pueblo comentaba la
    singularidad del circo. Estaban aterrados, pero el morbo los
    alentaba. No era terror, era un pudor eclesiástico. Se
    había corrido la voz de que las supuestas danzarinas eran
    hombres. Muchos sabían del aquello, pero callaban. Las
    gentes presenciaban el espectáculo llenas de una ira
    contenida.

    -Esta carta es terminante.

    La enana sonrió burlescamente.

    -No hay locura, hay muerte. Debemos salvar a Dorotea. La
    posta rural es peligrosa, puede encontrar la muerte en las manos
    de un practicante.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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