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Hacia el olvido (Cuento)




Enviado por luis b martinez




    Hacia el olvido – Monografias.com

    Hacia el olvido

    A Walter Benjamin, suicida de la
    memoria.

    Una carrera excesiva hacia la nada del
    olvido.

    No le quedaba otra salida que no fuese despojarse de
    toda aquella retahíla de recuerdos que arrastraba adonde
    quiera que fuese y estuviese despierto. Su mirada de cualquier
    instante se impregnaba de millones de visiones de otras
    épocas ya que su memoria despiadada se imponía
    sobre su vida, cubriéndola como un sobrado manto, no
    dejando resquicios, a pleno contacto, interponiéndose y
    dominando cada acción y pensamiento de su quehacer diario.
    Y así, no dándole un minuto de sosiego,
    acosándolo, era su mayor impedimento y pesadumbre. Esa
    presencia alucinante, interrumpiendo, grabando y repitiendo sin
    cesar lo que vivía y hubo vivido en el correr del tiempo,
    que constantemente le presionaba desde sus adentros, tal que se
    mostrase a sí mismo la propia vida en una sucesión
    inagotable de instantáneas, ya le resultaba hostil y
    abusivo e insoportable. En ellas estaba todo.

    Y se zahería al revolcarse y tropezar sin tregua
    con su agotada vida, sin paz, inhumanamente. Gracias a ese
    preciso recordar, su infame recorrido durante años de
    caminos andados aquí y allá estaba en el
    ámbito de lo inevitable y sin lugar a dudas vuelto a
    vivir, al alcance de su voluntad, y hasta prescindiendo de ella,
    imborrable, automático, ahí, cual una punzada
    sostenida en el poder de una retentiva que no conocía el
    descanso ni lo turbio. Tan sólo requería una
    mínima señal, un cambio de luz de un atardecer, una
    melodía o una simple nota escuchada al acaso, un silbido,
    el llanto de un niño, o un aroma al pasar por un sitio
    cualquiera, o una cara en la multitud, o unos versos, o el color
    de unos ojos o las entonaciones de una voz, o los tonos de una
    cabellera, o una foto en una estantería, y los recuerdos
    surgirían sin freno alguno en precisas historias, sin
    separar ni apartar las penas, sin discriminar, desbocados en
    hondos tropelajes, amontonando agujas y dejando en la boca y en
    el alma el sabor de inevitables amarguras.

    Y le dolía, mucho que le dolía. Y
    quería renunciarla. Sí, necesitaba que esa memoria
    despiadada lo abandonase para poder retornar a la frescura de un
    existir virgen y nuevo, sin el peso de tanta experiencia ante las
    nuevas situaciones, sin presentir ni vislumbrar consecuencias
    antes de vivir los hechos. Y lo lograría, aunque estuviese
    invadido en esa tragedia por la conciencia del valor y la
    trascendencia de las circunstancias vividas y las reacciones que
    provocaron, pero quería sentirlas sin adelantar las
    secuelas que dejaron las acciones desarrolladas en otros
    instantes. Sabía mejor que nadie que esos hechos y sus
    desenlaces hilvanados, tal y cómo ocurrían y
    hubieron ocurrido, serían por siempre únicos para
    mantener en línea el orden de la cadena de derivaciones
    del acontecer universal. Cada hecho en su lugar y a su tiempo.
    Nada era independiente. Romper el hilo de lo acaecido en un punto
    cualquiera del vivir, por demás imposible de lograr, y por
    lógica elemental hasta negado a los inventados dioses que
    no podrían anular lo acontecido sin borrar el Universo
    entero, porque no estaríamos donde estamos, sería
    abrir el camino a todas las posibilidades paradójicas
    imaginables y con ello indefectiblemente tener que negarlo todo.
    Bastaba con pensarlo.

    Y así lo entendía, y así era, lo
    mismo se manifestaba en la mínima importancia
    trascendental de cada paso del andar de una hormiga, que en
    cualquier movimiento o desvío en la trayectoria del vuelo
    de un halcón peregrino descendiendo en vertiginosa picada,
    con cada pluma en su lugar cual un dardo cayendo del cielo, que
    en la caída suave y sinuosa de una ligera hoja
    de un árbol a merced de la brisa, o que en el girar sin
    fin del Universo entero con sus incalculables disposiciones de
    astros en el espacio y en el tiempo. Un microgramo de agua de
    más en el desplome de un torrente, así fuese en el
    lugar más apartado imaginable, cambiaba el orden entero y
    las magnitudes todas del mundo material. Pero en su vida,
    manteniendo el ritmo acostumbrado, en el pasado de cada intervalo
    infinitésimo, su memoria retenía y burlaba lo
    intemporal y le hacía revivir los mínimos detalles
    de cada instante con sus consecuencias inviolables, cual si
    cumpliese una interminable condena que no se detuviese en el
    reposo. No, no le era asequible la calma que podría
    proporcionarle el mundo del olvido, y sin el olvido no le era
    soportable el
    vivir.         

             
    (Por muchos años, en sus constantes elucubraciones contra
    la posibilidad de la existencia de un Dios que todo lo puede,
    negándolo, se deleitó con la idea de que si a ese
    halcón peregrino que baja en dominada vertical de repente
    se le interrumpía su pasmoso vuelo y quedaba detenido en
    el vacío, con sus alas y plumas paralizadas, con sus
    intensos ojos oscuros, y sus garras, y su filoso pico, y todo
    él en total reposo, seco de desplazamiento, no por
    sí mismo sino por otra ley desajustada que se impusiera en
    el espacio, y en la inercia, y en la gravitación, entonces
    la totalidad de los movimientos del Universo también
    cesarían y el tiempo y los dioses y sus ideados poderes y
    milagros dejarían de existir). Y entonces la humanidad no
    sería tan débil y tan absurda en su carencia de
    razón. Así pensaba. Y le gustaba esa imagen. Le
    complacía tal idea de un Universo sin Dios y sin castigos,
    mudo y apagado, sin desplazamiento alguno, sin giros, sin poder
    precipitarse, inviolable, sin posible manifestación de
    locura humana entre sus astros al quedar impotente de quietud,
    paralizado hasta el átomo, negándolo todo. Y para
    su beneficio ese freno absoluto interrumpiría
    también la absorción de su incesante e
    instantánea memoria, la detendría, y la
    haría inservible, trastornada también. En esa total
    calma nada podría suceder y por supuesto que entonces nada
    se podría recordar. El mundo, sin testigos ni cambios,
    aunque estuviese lleno de materia, sin movimiento
    carecería de tiempo, pasando a ser una nada, y no
    habría existido jamás y no necesitaría de
    explicación alguna. Ni existiría quién la
    pudiese dar aunque fuese con los acostumbrados argumentos
    ilusorios y sin fundamentos racionales que da la fe.

    Pero, por desgracia, ni el Universo ni su memoria
    entraban ni en sueños en la fantasía de ese
    éxtasis de calma y de cálculos recónditos
    para burlar lo intemporal y lo vacío. Él quedaba
    impuesto y prisionero en el revivir de cada experiencia, con
    todos sus pormenores, cual si se cumpliese también otra
    ley inquebrantable de permanencia y una interminable condena
    donde tampoco existiese esa quietud que tan sólo el no
    recordar cada momento le podría brindar. No, no le era
    posible el sosiego del olvido. Y sí, sin el olvido no le
    era posible el vivir. Y entonces, para él, no
    habría que cambiar la vida, que no podría, sino que
    sin salida tendría que borrar la suya de un tirón.
    Y eso sí que podría hacerlo.

              Y
    siendo aplicado y minucioso como ningún otro, y
    acostumbrado a hurgar hasta encontrar las particularidades
    más recónditas de todo acontecer, y más que
    nada de su propia vida, con lo soñado y sentido en cada
    instante, había poblado su pecho y su cabeza y sus
    sentidos de tantos recuerdos concatenados que terminó por
    sucumbir ante el peso de sí mismo. Sucumbió sin
    escape. Como colofón, al ser arrastrado sin defensas bajo
    esa mole de pesadumbre, su voluntad de acción caía
    sin freno ni voluntad por una pendiente oscura e infinitamente
    desierta donde tan sólo le restaba soñar con la
    muerte interna. Su cabeza era la cuna de un nuevo caos donde nada
    se detenía. Pero aún así, tenía plena
    conciencia de que, aunque todas las historias siempre
    serían contadas sin tomar en cuenta las entrelineas de los
    hechos, él, si acaso lo intentase hacer, con su inevitable
    minuciosidad, con su caudal histórico, siempre las
    reconocería, entresacándolas a la luza, y las
    recordaría con perfecta ubicación hasta lograr sin
    esfuerzo alguno el orden de la mayor lógica posible.
    Aunque muriese en el intento.

    La Historia no era en sus conceptos sino una
    supermemoria para contar el devenir de multitudes y de siglos,
    cojeando de datos, escondiéndolos, bajo insanas pasiones,
    sin los impulsos, los deseos, las razones y los esfuerzos que
    cada protagonista aportó a su lucha. Tanto de vencedores
    como de vencidos. Pero que él, dentro de ella, siempre
    supo en que aparte encontrarlos y de dónde y por
    qué surgieron o se escondieron. Los conocía a la
    perfección. Tanto los fueros físicos como los
    estrictamente emocionales, sobre todo los emocionales. Y esos
    recuerdos tan minuciosos le resultaban execrables. Y los
    relativos a su vida, sin comparación alguna, más
    que todos. Y ya no tenía otra salida que no fuese olvidar,
    de la única manera que ahora lo entendía: arrasando
    con todo.

              Y
    sabía y sentía que su vida estuvo día tras
    día inevitablemente recostada a su memoria inagotable,
    regida por ella, transitada en todas direcciones por esa
    visión sin errores, con sus pisadas ahondando cada huella
    en las páginas del desencanto que se amalgamaban en ese
    manantial de recuerdos. Mirar hacia atrás era ver y
    revivir la vida entera. Y por miles de experiencias había
    aprendido que la retentiva perspicua era mucho más que un
    don admirado por extraordinario. Podía ser como en su caso
    una horrible y martirizante penitencia que acumulaba y
    hacía renacer las pocas venturas y los muchos infortunios
    de una vida tan colmada de errores y caídas como la
    suya.

              Y
    ya estaba más que obstinado y aborrecido de sí
    mismo y de su tan elogiada capacidad de evocación.
    Historias, canciones, cuentos, autores, películas, poemas,
    fórmulas, óperas, cantantes, música, Museos,
    ciencias y cientos de asuntos más, podrían estar
    presentes en su cabeza cuando lo consultaban o él lo
    deseara, y siempre en el mínimo de tiempo. Tanto era
    así que ya lo sencillo y fácil de recordar le
    resultaba abominable y fastidioso en extremo.

            
      En otros tiempos se vanagloriaba de esa capacidad y
    la vanidad lo envolvía, y se llegaba a creer muy superior
    a los menos dotados que a la primera oportunidad lo consultaban.
    Es más, podía recordar con absoluta
    precisión qué preguntó cada uno de ellos,
    con cuál expresión en la cara y cuál
    entonación en la voz, y en qué fecha lo hizo y en
    qué momento exacto. Con horas, minutos y segundos. O si el
    día estuvo gris, o si acaso la hora de marras fue
    brillante a pleno sol. Los diferentes momentos no podían
    escapar de aquella su óptica mental que para siempre los
    grababa en cuerpo y alma. Pero ya no quería de eso ni un
    ápice más, ahora le estorbaba esa condición
    y se reconocía para ese pasado como un estúpido
    arrogante que siempre ocultó esa otra realidad de la
    absoluta permanencia en cada punto del camino. Permanencia que lo
    martillaba día a día por la ominosa persistencia
    del detalle.

             
    Poseer esa memoria era arrastrar y tener siempre presente su
    completa historia personal, como un film resistente a todas las
    inclemencias, con sus pocos aciertos y sus muchos dolores rozando
    perennes en la superficie del sentir. Sí, necesitaba
    olvidar. En la memoria estaba el asidero de la existencia del
    pasado, eliminada ésta, eliminado lo vivido, sin posibles
    escogencias, con lo bueno y lo malo, con lo poco de felicidad y
    lo mucho de ahogo. Y entonces sería mejor empezar de
    nuevo, partiendo de cero, con los primeros pasos, recorriendo una
    ruta desconocida e impoluta.

              Y
    así, desde que concluyó que la memoria no era otra
    cosa que una vital  computadora, le llegó la idea de
    armar un gavetero cibernético exclusivo dentro de ese
    mismo ordenador que poseía, para volcar en él
    cuanto conocía y había vivido, y utilizarlo como
    vertedero auxiliar de sus recuerdos, hasta lograr poco a poco la
    total acumulación del pasado. Cuando el gavetero estuviese
    hasta el tope, con todos sus datos acumulados en archivos
    comprimidos, apretaría el botón de "borrado" y lo
    mandaría todo al cesto de la basura. No sabía hasta
    dónde podría llegar en ese intento y cuál
    sería su factibilidad, y cuál pudiera ser el
    daño que pudiese generar, pero sin lugar a dudas que
    encerraba una idea limpia y refrescante dentro de lo que
    parecía ser una extraordinaria y liberadora aventura. Era
    como desahogar una habitación que estaba llena de trastos
    viejos e inútiles, muchos de ellos acerbos y espinosos,
    amontonados sin ton ni son, pero siempre latentes con la nefasta
    posibilidad de poder ser entresacados por la propia mano o de
    emerger de su profundidad como consecuencia de distintas
    relaciones emocionales o intelectuales que arribasen al acaso y
    los extrajesen para volcarlos hacia el vivir como una molestia
    más.

                
    Y sucedía, la mayoría de las veces los recuerdos
    aparecían autónomos en chispazos atropellados de la
    mente. Chispazos que llegaban a ser reiterativos hiriendo sin
    piedad a la emoción. Y que con toda la retahíla de
    reminiscencias arrastrada tras ellos interrumpían los
    nuevos derroteros y consumían demasiada energía en
    esos alumbramientos. Lo detenían todo. Y de esto, no
    quería más. Tan sólo deseaba estar tranquilo
    y olvidar las imágenes y los hechos que quedaron adheridos
    a la telaraña de neuronas de sus pensamientos y emociones.
    Anhelaba deshacerse de tantas moles y minucias por su propia
    voluntad para quitarse de adentro el peso del pasado.

                
    En realidad la idea le nació después de leer el
    ensayo sobre Marcel Proust de Walter Benjamín, y de
    conocer sobre el tan cuidado maletín que éste
    último perdió en la agotadora frontera franco
    española durante la Segunda Gran Guerra, poco antes de su
    suicidio. La sobredosis de morfina, viviendo por tanto tiempo
    escondido en la trinchera de la desesperación al estar
    huyendo de la persecución nazi, lo borró para
    siempre. Posiblemente en aquel maletín estaban registrados
    miles de anotaciones de recuerdos y sueños completando su
    historia, desmenuzados, igual a Proust. Y que al perder
    Benjamín esos resúmenes creyó perder lo poco
    que constaba y valía de su vida entera.

    Leer a Proust, siguiéndole los pasos con el
    preciso Benjamín, y acompañarlo por sus senderos
    minuciosos, podría llegar a ser más agobiante que
    el peso de esa casi infinita memoria plena de sitios,
    acontecimientos y personajes moviéndose dentro de la
    barahúnda perfumada y elegante de las costumbres parisinas
    de la época. Y pensó que muy posiblemente Proust,
    "y por qué no también Benjamín", se hubiesen
    extenuado y enfermado por la presencia sin tregua de esa
    encerrada y atormentada historia de sus vidas taladrando y
    carcomiéndoles la memoria.  Termitas incansables en
    sus brillantes techos reviviendo imágenes sin pausa.
    Recuerdos y café, y más café, y más
    recuerdos, y el no dormir, ni descansar, y morfina, y más
    morfina, y más recuerdos, y más aún, y
    más, y café, y más café, y más
    de todo, hasta el no existir. Ambos habían sido ejecutores
    y perseguidos de sus propias vidas mil veces existidas. Para
    Proust fue el encierro en el departamento parisino y la
    más que acostumbrada cena en el Lucas Carton de La
    Madeleine, muy elegante y muy solitario. Sin escapatoria. Para
    Benjamín, el peso del judaísmo acosándolo
    familiarmente y la claridad y duda filosófica sobre sus
    espaldas. Y él, distante a ellos, no quería caer en
    el hueco de esa presencia amarga y enfermiza de la
    repetición de lo vivido hasta el final. Él
    borraría la historia personal dondequiera que estuviese,
    de cuajo, de un tirón. Y no dejaría nada, ni tan
    siquiera el menor rastro de que alguien estuvo allí.
    Quedaría como un otoño desnudo y abandonado y
    frío, como un invierno adelantado, sin árboles ni
    brisas, sin hojas regadas por el suelo. Como un vacío. Y
    estaba convencido de no precisar de la morfina. Bastaba con
    olvidar.

               
    Esta última idea no la engavetaría, porque
    quería tenerla a mano como acicate y prevención de
    su futuro bienestar cuando quedase liberado y así
    mantenerse en el camino que se había trazado, sin recibir
    el daño proustiano y benjaminiano que las remembranzas
    podían causar. Tenía que rozarlas y entresacarlas
    con delicadeza, pero sin dejar raíces, para que no
    emergiesen de nuevo en él. Lo que más anhelaba era
    lanzar su propia vida hacia el pozo del olvido y así
    avanzar por una ruta no conocida, inmaculada, siendo cada vez
    más impalpable, invisible, con la mente fresca y sin
    mayores distracciones, pero andando libre por donde el recuerdo
    no fuese ni remotamente tan importante como antes lo había
    sido. Su más trascendental aspiración era vivir el
    acontecer de cada segundo como una aventura absolutamente nueva,
    sin las experiencias que atan y dirigen la vida hacia el mundo de
    la aprensión y las preocupaciones por el futuro.
    Más tarde, cuando hubiese eliminado todo, tendría
    definitivamente que colocar aparte esa nueva premisa, y leerla en
    su momento, para poder arrancar de cero, aunque ésta fuese
    la última de sus evocaciones. Al final, fiel al
    método que se había impuesto, descartaría
    esa idea también y la arrojaría al basurero de su
    nuevo ordenador. Borrar, borrar y más borrar. Dejando
    todas las páginas en blanco. O mejor aún, sin
    página alguna.

               
    Y una vez que empezase el proceso de eliminación no se
    interrumpiría ni un instante. Se mantendría
    ejecutando y transportando los recuerdos por temas, uno a uno,
    vaciando y vaciando por todos los canales y programas
    imaginables, hasta llenar el cesto y las diferentes gavetas que
    habrían de quedar flotando al acaso en la niebla vaga del
    olvido, agotando el pasado devenir con todas las combinaciones y
    todos los binarios generadores de imágenes y pensamientos
    y recuerdos que estuviesen acumulados.

                
    Y lo hizo. Poco a poco fue llenando los compartimientos de la
    memoria del improvisado computador que imaginaba en su cerebro,
    sin identificación de clasificaciones, sin precisar
    relaciones, amontonando, sin señal alguna de posible
    reconocimiento. Cada gaveta contenía asuntos dispares y
    quedaba comprimida y mezclada en la madeja más
    recóndita, casi en la nada, que no en la memoria, sellada,
    sin ubicación precisa y con contraseñas
    endemoniadamente complicadas de números y letras y
    símbolos hasta de otros idiomas, escogidos al azar,
    tecleados a ciegas, para que nadie pudiese reclamarlas y
    utilizarlas en un futuro. Nada de esto quedó anotado ni
    registrado en parte alguna y jamás podría ser
    recuperado ni recordado. Hasta lo hizo apagando la conciencia,
    para que no existiese la posibilidad de que ni él pudiese
    recordarlo. Esto último resultó ser el primer
    alivio. El ordenador, matemáticamente instruido, y sin
    posibilidad alguna de equivocación, no respondería
    a ninguna contraseña errónea, ni tan siquiera a la
    más aproximada imaginable. Quedaría absolutamente
    congelado y maniatado. El laberinto de contraseñas
    dejaba todas las gavetas convertidas en mínimas
    partículas, conteniendo billones de datos comprimidos,
    flotando en el gigantesco vacío del disco duro del
    Universo, imperceptibles, a millones de años-luz unas de
    otras y en la oscuridad total. La dispersión sería
    irreversible.

               
    Cada instante vivido, pasando a ser un pedacito de pasado
    después de transitar el extremo de tiempo de ese mismo
    instante de principio a fin, fugaz e indivisible, quedó
    inmerso en el interior del olvido, almacenado, hundido en alguna
    de las gavetas y ya jamás podría ser recuperado y
    traído a la luz para ser recordado. En este proceso de
    eliminación, que ejecutaba sin detenerse, la historia
    personal transitaba la caída por las laderas de la
    disminución, desvaneciéndose, escapándose
    como la arena de un rápido reloj de arena de un solo bulbo
    que en perfecta verticalidad desembocase en la nada. Y en cada
    remembranza transportada al presente y después engavetada
    quedaba el peso de algún mendrugo del pasado, con sus
    cargas intelectuales y emocionales, cerebro y corazón,
    hechas trizas y aniquiladas para siempre. Era una descarga total
    de máximo alivio.

              
    Movido por su voluntad sacó a la luz los recuerdos de cada
    uno de los momentos de días y años y los
    arrojó al vacío que se había inventado y que
    con un decidido toque en la tecla precisa del borrado, en
    sólo una acción que tampoco recordaría, los
    hizo desaparecer. Cuando terminó de borrar, cuando su
    mente quedó vacía, la vida dejó de tener
    sentido alguno. Por supuesto que no pudo aplicar ni descartar la
    idea de las premisas que pensaba usar en el momento de evitar los
    juicios a que empujaban las experiencias y las interpretaciones.
    Ya no estaban en él. Tan sólo el mundo de las
    impresiones que en el futuro le llegarían, podrían
    algún día hacer funcionar nuevamente el sistema
    operativo del impecable ordenador que limpió de tiempo y
    de recuerdos. Y llegarían esas impresiones inevitables,
    todas vírgenes, como las quería, hurgando y tocando
    tímidamente a la puerta, entreverando, penetrando de a
    poco, sumiéndose, hasta contactar y fijarse en los
    mínimos puntos y resquicios de su mente y su
    emoción. Y a partir de ahí, quizá empezar
    una nueva acumulación de experiencias y de datos. Que
    sería en definitiva emprender una vida más limpia y
    distinta que se formaría emergiendo de las aguas del
    olvido. Como un Ave Fénix, más que purificado por
    la limpia energía de sus propias plumas blancas y
    rosadas.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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