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El Paraíso Perdido de Alexandra




Enviado por Mauricio Uribe



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

  1. Primera parte
  2. Segunda parte
  3. Tercera parte
  4. Cuarta
    parte

Primera
parte

1

Estoy buscando, eso es lo qué hago: un deseo, una
virtud. Buscando ansiosamente, de día o de noche. Soy
joven aún, he probado todo tipo de excesos, he perdido
madre, padre, hermanos. Vivo en la calle literalmente, buscando,
como dije, buscando. A los dieciocho años probé
yerba. Las drogas en mí no son un fin, es una manera de
relacionarme con el mundo. Aspirar el oxígeno,
reírme de mi cabello al viento. Te vuelves loco o te dan
ataques de llanto. La droga, comencé tan joven. Mi novia
me prohibía tales excesos, yo fumaba a escondidas. "Yo no
te amo más si continúas fumando." Estas eran las
palabras de Alexandra. Yo respondía algoritmos que
había aprendido en el colegio: "Pues sí, pues no,
qué va, todo es pasajero". Mi novia era guapa, buena
figura, hermoso rostro. Yo era un perdido, un loco.
¿Qué buscaba?, yo no sé, eran las manos
tibias, los ojos verdes, el cabello rubio de Alexandra que me
apasionaban. Volvía del infierno de la droga más
enamorado que nunca.

-Podríamos intimar, ya sabes, estoy buscando el
amor puro, casarnos en una iglesia abandonada, no puedo esperar
hasta que cumplamos cuarenta, es mucho tiempo, tengo urgencias.
¿Qué piensas?, ¿nos casamos y nos amamos
como hombres grandes?

-Eres un necio, no puedo casarme, soy menor de
edad.

Una tarde de alocados sentimientos conseguí
llevar a la muchacha a una iglesia abandona de la ciudad. Nos
entrelazamos las manos. Murmuré palabras
cabalísticas. Nos habíamos jurado amor eterno, ante
Dios y el universo. Estábamos casados, unidos de
espíritu. Ahora sólo faltaba la carne.
Cómo no recordar aquella tarde de verano de un
año perdido en la memoria.
Sus pequeños senos,
su pelvis, sus labios. Qué magnífica fiesta de
todos los sentidos. Danzamos al ritmo del corazón,
entregados al frenesí. Yo era virgen, ella también.
Alexandra lloró, no sé si de miedo, pero
lloró, tuvimos que consumar el amor entre lágrimas.
"Te juro qué no fumaré más, soy todo tuyo."
Alexandra era perfecta. Tuvo que vestirse, sus padres la
esperaban en casa. Nos habíamos amado en mi cuarto.
Encendí un pito de marihuana. Había mentido, yo era
un descarado, dieciocho años, todo un
récord.

Las fumarolas del destino: mi cabello al viento. Me
largué por las calles de la ciudad. Estaba completamente
abstraído. Pensaba en Alexandra, en su figura
espléndida, en sus ojos verdes, qué maravilla de
mujer. Los horrores de la marihuana me tranquilizaban. El
enraizado viento; qué bello espectáculo erizando mi
cabello. Buscaba un signo, una filosofía. Estaba
contentísimo, ya no era virgen, podía morirme
tranquilo.

Caminé hasta el río Mapocho. Las aguas se
arremolinaban. Imaginé animales místicos
consumiendo mi sangre, mis huesos, mi carne. Estaba contagiado de
una sed infinita. No me quería suicidar, pero las aguas me
llamaban. Era el estrago, la marihuana que me llenaba de locura.
Caminé por el puente, el torrente era ensordecedor.
¿Qué hacer?, me dije. ¿Lanzarme a las aguas?
Hice varios ademanes extraños, yo buscaba un sortilegio,
un signo que mantuviera mi cordura; pero las aguas me llamaban.
Una muchacha me tomó del brazo. "¿Qué
haces?", me preguntó. Yo no respondí. "Eres muy
joven para suicidarte." Algunas personas se reunieron.
"Sí", dijeron ellos, "¿qué haces?" La
introspección fue portentosa. Me tranquilicé. El
río se apoderaba de las fauces de mi imaginación.
Los apóstoles de Cristo se reunieron en mi cabeza,
incluyendo al traidor. La sombra de sus túnicas
cubría mi desnudez. Mi quité las caretas.
Hablé en voz alta. "No me quiero suicidar, quiero vivir."
Las gentes se tranquilizaron, los apóstoles se diluyeron
en una copa de vino. La muchacha me habló
cálidamente: "Eres muy joven, ¿quieres conversar
conmigo?" Otra conquista, pensé, es agradable
estar volado
. Nos fuimos a un bar. Me invitó una coca
cola. "No, gracias", dije. "Sólo he fumado un poco
más de la cuenta." La muchacha me conversó sobre
las posibilidades de intoxicación de la marihuana, de la
posibilidad de la muerte. "¿Quieres hacerlo conmigo?",
dije. La muchacha me miró sorprendida. "Eres un
marihuanero calentón." Nos despedimos, era demasiado tarde
para cópulas. Alexandra vino a mi cabeza entonces.
Qué bella niña. Me alejé cantando,
esperanzado en el porvenir. Llegué a mi casa. Me
desnudé. Recordé a Alexandra: sus caderas, su olor,
su forma, los besos, las manos acariciándose, me
embriagué de sexo. Antes de dormir, el acto solitario pudo
más.

Soñé con la muchacha que me había
invitado una coca cola. No me había enamorado, pero su voz
me adormecía. "Eres un marihuanero calentón, yo soy
monja, estudio más bien, soy virgen. ¿Quieres
comprobarlo? Entiéndelo. Soy hija de Dios, no puedo tener
sexo, no tengo vagina, me la han cosido los imbunches".
Desperté sudando, era un nuevo día, me
levanté, tomé desayuno, salí a la calle, fui
hasta la casa de Alexandra, sus padres no estaban. Hicimos el
amor. Lo que más me excitaba de Alexandra, era su aroma.
Tuve una intuición genial. Alexandra giró su cuerpo
a pedido de mis palabras. Qué espalda tan maravillosa.
Cabalgamos de ese modo. Mis narices percibían un olorcillo
santo; me volvían locos los perfumes de Alexandra.
¿Cómo la amaba? Sus pechos, tan redondos como la
luna. Acariciaba las curvas, arremetía con delicadeza,
poco tiempo, yo no sé; pero el aroma era una
castración simbólica que me derramaba en el
interior de Alexandra. "Te amo. Quiero que tengamos un hijo."
Alexandra me miró contrariada. "Estás loco,
René, apenas tengo quince años."

Aquella tarde nos refugiamos en el patio de la casa de
Alexandra. Un limonero nos entregaba su dulce sombra: los
pájaros picoteaban las hojas, aquello era una dulce
armonía más acá del canto de las aves. Nos
entregábamos a la contemplación de las hojas,
musitando palabras amorosas: "Yo te amo", "también yo".
Palabras que se esfumaban entre las sombras mientras el sol
alumbraba esta parte del mundo. Nos besábamos tiernamente,
en las mejillas, en los ojos, en la frente. Alexandra iba a la
biblioteca del padre y extraía un libro de poemas. Una
hora de lectura llamándonos a la procreación del
mundo. Alexandra, ¿cómo no amarte?
¿Cómo no recordar el viejo libros de poemas que
apenas entendía, pero que tú amabas? Eso era amor:
¡carnalidad sagrada!, ¡lecturas de pájaros con
cuerpo de mujer!

Alexandra preparó la comida. Nos sentamos a la
mesa.

-¿Me amas? -preguntó Alexandra- Hemos
hecho algo importante. Es mi primera vez. Tengo miedo de quedar
embarazada. Me gusta estar contigo. ¿Me amas realmente? Es
importante para una mujer. Mis padres me permitieron pololear
contigo porque eres hijo de una buena familia y estudias en un
buen colegio. A mí no me importa mucho eso, sólo
quiero que me ames.

Contemplé a Alexandra con ojos de perro
cachorro.

-Eres lo más importante para mí
-dije.

Un silencio de pájaro errante se propagó
en la habitación. Contemplé las volutas de vapor
que emanaban del plato de comida preparado por Alexandra. La
comida
, pensé, qué importante es para el
hombre
. La conversación fluyó en
trivialidades, caminar es lo que quería yo, descansar para
tener fuerzas y entregarme al frenesí. Alexandra
rió de buena gana cuando yo le conté una
anécdota sobre mis padres. Alexandra era un vellón
de oro entregado a la depuración del alma.

-Me ha gustado mucho el poema qué has
leído. Me gusta escucharte recitar.

Mis palabras eran pastosas. El sueño se apoderaba
de la sobremesa.

-Mi padre tiene muchos libros. A él no le gusta
la poesía, sólo números. Esto lo hago,
leerte, digo yo, para que me conozcas más; no sólo
de sexo vive el hombre. ¿Cierto?

-Tan bien creo lo mismo -mentí.

-¿Vamos a caminar?

-Ya -dije yo.

Nos abrazamos, el sol ardía, las calles estaban
atiborradas de soledad. Caminamos bajo los árboles. Unas
ganas tremendas de fumar marihuana me vinieron de
improviso.

-Alexandra, ¿eres feliz?

La pregunta sorprendió a la muchacha.

¿Feliz? (pensó Alexandra)
Apenas tengo quince. Divago como una loca. Tuve miedo al
principio. Tan grande e imponente. Me voy a joder la vida; voy a
quedar embarazada; pero es exquisito entregarse a la
delectación. Esta palabra la he pensado mientras camino
con René por la ciudad. ¿Delectación?
Sí, eso es, calentura de los sentidos. Debo estar
enamorada, ya que no hay otro hombre que me provoque tanto
entusiasmo; pero ser ¿feliz? Es una pregunta
difícil, ya que el tiempo nos envejece, el tiempo nos
sumerge en un mar de discordia. Nos arrugamos, yo no quiero ser
vieja, soy feliz, sí, lo soy, hago el amor con mi novio,
eso debe ser la felicidad; de otro modo, yo estaría loca
de pasión. Soy feliz, es cierto, pero ¿hasta
dónde? Un solo hombre es muy poca cosa. ¿Qué
estoy pensando? He perdido recién la virginidad y ya estoy
planeando entregarme a otro. Si René supiera esto me
mataría. ¿Qué pensamientos, no? Un poco
confusos.

-¿Feliz?

-Sí, eso te he preguntado.

-Y tú, ¿eres feliz?

Discutimos sobre los contenidos del léxico que
conlleva la palabra felicidad. Nos provocaba gusto el sexo y su
candor. Eso era la felicidad para mí. Alexandra era algo
más refinada. Para ella existía un sin
número de matices que iban desde la poesía de
Homero hasta las disquisiciones de Cervantes. Para Alexandra el
mundo era la cultura, la introspección, la
sabiduría.

-Soy feliz contigo -dije-. Estoy enamorado. No hay nada
más hermoso en el mundo qué tus ojos tiernos.
Podría cantarte una canción o inventar un poema. Te
amo. Busco y encuentro amor. Sí. No te rías. Soy un
buscador. Un empedernido amante. Soy feliz, por eso te he hecho
la pregunta.

-¿Existirá la felicidad? No estoy segura.
Quiero estudiar, no quiero quedar embarazada, busquemos
protección. Hemos sido irresponsables.

-Así es la juventud.

Alexandra me miró contrariada.

-Todos moriremos, de eso estoy segura. La juventud la
tenemos, la gozamos. No te rías, no estoy hablando de
sexo. Una cosa es un buen amante y otra un buen compañero.
Hay que cuidarse para no estropear los buenos momentos. He
cavilado mucho. Si supieras qué cosas pienso, no me
amarías tanto. No te sorprendas, es natural, la vida
está llena de misterios, yo lo he aprendido en los libros
de literatura que me han hecho leer en el colegio, yo estoy en ti
ahora, tal vez mañana no, eso es el destino, ¿no
crees?

Las palabras de Alexandra me llenaron de
admiración.

-Bueno, sí -dije conmovido.

La ciudad nos abrasaba con su calor, había que
emigrar al campo o a la playa. Las piernas contorneadas de
Alexandra concitaban miradas, su trasero, sus pestañas, su
aroma a hembra. ¿Qué era para mí todo
aquello?, ¿un cuerpo, un elixir, una excitación
engañosa? Alexandra era un bicho raro, más que yo.
Me agradó la posibilidad de asentar cabeza, de formar
familia, era muy joven eso sí, la paternidad era un
costoso vínculo con la realidad.

Caminamos por las calles dejándonos arrastrar por
la pasión de las palabras.

-¿Qué piensas? -dijo ella.

Perplejo, respondí:

-Podríamos ir a la piscina, estoy
sofocado.

Imaginé a Alexandra en bikini, con las curvas
venciendo la hostilidad de las miradas canallescas. Cubierta de
una piel atávica, disgregándose en desvestirse,
como se desmorona una ciudad embestida por el ciclo devastador de
la guerra. Alexandra se dejaba querer por unas manos con temblor
de cielo. Nos detuvimos debajo de un árbol. Acinturada la
muchacha, era como una ramita de sauce entre mis brazos. La
besé en la boca con ardor juvenil. Quise penetrar el
misterio de esa cabecita pensante. Yo estaba enamorado del
exterior. No conocía muy particularmente el fondo. No
intuía en lo más absoluto su esencia. La
besé hasta exprimirle toda la saliva. El dulzor de su
lengua me enardeció.

-Volvamos para hacer el amor.

Caminamos de regreso. La tarde se esfumaba, su madre
estaba en casa. La habitación de Alexandra estaba
revuelta, la madre le reprendió. Nos despedimos. Nos
juntaríamos por la noche. Vivíamos muy cerca,
éramos vecinos. En mi cuarto recordé las caricias y
las palabras de Alexandra. Había decidido abandonar la
droga. El amor nos cambia, pensé.

Mis padres no estaban en la ciudad, vivía con mis
hermanos. Abrí un cuaderno al azar, me dieron ganas de
escribir. He hecho el amor como un condenado. También
me han vapuleado, la muchacha es una exquisita joya. Es
inteligente y bonita, es un bombón. Podría estarme
toda la tarde escribiendo, pero este diario de vida debe morir
con la intención. Morir; no quiero que queden rastros de
mis andanzas. Sí, quemaré mis recuerdos. Estoy
enamorado, voy a dejar la droga. Sí, eso haré.

La intención es lo que vale, dije. Me fui a la Plaza
Central. Allí los amigos de siempre fumaban marihuana.
"¿Una piteada, René?" No pude negarme. La realidad
era más portentosa de lo que pensaba.

2

Escalofrío de mente, de sueños, de
hipnotismo. Las imágenes son variadas: un caballo
qué gime, haciéndonos rodar por el fango, eso es lo
que yo imagino, lo que vivencio, lo que, absurdamente, nos
conmueve. Vamos hacia donde nadie ha llegado, vamos consumiendo
oxígeno, vamos ateridos en esta fumarola de
intoxicación. Alexandra me llama desde siempre, yo no
puedo estar con ella, estoy con mis amigos en la Plaza Central,
fumando, drogándome, percibiendo la luna qué yace
entre las axilas, todo es un caos, la mente se desintegra, mi
cuerpo sucumbe, estoy entre las cosas que ya no son necesarias.
¿Qué hacer? ¿Caminar por las calles de la
ciudad? Yo creo qué sí. Camino. Me sumerjo en el
sin fin del destino, estoy volado hasta los huesos: un caballo de
color ceniciento se disgrega entre las gentes que deambulan;
¡caballo de errada forma!, ¡caballo picassiano! Estoy
un tanto desesperado, me ha dado la pálida, voy hasta un
almacén de abarrotes, compro dos panes, los despacho con
gula, tengo hambre, regreso a casa, los poros parecen emigrar a
Marte, a miércoles, a jueves, nunca a viernes, es cierto,
viernes santo.

Aquella noche me desnudé en el baño, las
gotitas de lluvia en mi rostro, el agua calmó la
sensación de locura, nunca más fumaré, dije,
sí, esto ha sido el colmo. Me vestí. Me
recosté en la cama. Mis hermanos conversaban animadamente,
mientras yo imaginaba un caballo que relinchaba en un lugar
apartado, intentado aparearse con yeguas que me miraban con
lujuria. Sí, era una imagen vívida, de
telemaniático. Busqué el cuaderno, mi diario de
vida. Escribí, aterido, insomne, embriagado. Hoy he
fumado demasiado, he perdido el control. Me gusta sentir el
viento en mi rostro, pero me desagrada esta sofocación,
esta crisis, tengo pánico, he sentido el mismísimo
infierno en los ojos. Debería abstenerme del pito, pero
los amigos, todos, sí, todos se drogan. Alexandra, ella es
la respuesta, tal vez le comente lo que ha sucedido, tengo miedo,
ella es muy temperamental. De seguro terminará conmigo.
Día 14 del año en curso. ¿Qué hago?
¿Pensar en mi madre? Ella está viviendo con mi
padre en el sur de Chile. ¿Qué hago yo?
¿Escribir? Me despido ahora para quemar estos
apuntes.
Rompí los escritos, los quemé en la
cocina. Mis hermanos me reprendieron. "¿Qué haces,
René?, hay olor a papel quemado". Aquella noche no me
reuní con Alexandra. Me dormí temprano. Al otro
día, desperté tarde, con la resaca de una noche de
juerga.

Fui a casa de Alexandra, la muchacha estaba enojada, me
había esperado durante horas.

-No me avisaste qué no vendrías. Y yo,
como una tonta, esperándote.

No tuve palabras para defenderme. No podía
contarle la verdad.

El limonero daba una sombra perfecta. Alexandra era hija
única. Y cómo tal, sus placeres eran una orden.
¿Qué pensará este hombre? Se queda mudo.
Me ha dejado plantada. Voy a hacerlo sufrir. Sí, eso
haré. Está parado allí, mirándome
como un tonto. Es lindo. Sí. Lo extraño cuando no
está conmigo. ¿Otra mujer? Soy la más linda,
la más inteligente. Ja. Lo tengo comiendo de mi mano. Lo
voy a castigar. No le daré lo que tanto le gusta. Ni besos
ni abrazos ni nada. Sí, eso haré, para que
aprenda.
Alexandra buscaba una excusa para abofetearme el
rostro. Yo no encontraba una mentira tan sincera como para que yo
mismo la creyera. ¿Un hermano enfermo, un diente menos?
Muy cansado estuve, de tanto sexo. Sí. Eso.

-Alexandra, querida, me quedé dormido, mucho
amor.

Dije las palabras como rozando una pared con los
dientes. El sonido fue desagradable. Soy muy joven para cansarme.
Es una mentira sin fundamento.

-No te creo. Algo malo has hecho.

Alexandra era una bruja, adivinaba los
pensamientos.

-Dime la verdad, René, ¿has estado
fumando?

Me puse colorado. Tuve que mentir.

-Te juro qué no, amor, nada, ya te he dicho,
nunca más.

Alexandra no me creyó. Una hoja del limonero en
sus manos. Alexandra estaba furiosa.

-Me estás mintiendo, has estado
fumando.

La tensión en mi rostro era evidente. Alexandra
realmente era una bruja.

-No, amor, te lo juro -dije tan cínico como
pude.

Intenté cambiar de tema, hablar de las nubes, del
cielo, del sol, de la luna. Alexandra estaba amurrada.
Intenté besarla, pero se rehusó. Decidí
marcharme entonces, buscar un camino solitario donde encontrar la
paz.

-Me voy entonces -dije-, ya que no quieres estar
conmigo.

-Es lo mejor -dijo ella-, estoy enojada.

Infinitas volutas de humo imaginé en mi mente. Me
vi a mí mismo rodeado de un centenar de marihuaneros
dispuestos a entregarse al frenesí de la
drogadicción. Pude observar una incipiente arruga en el
rostro de Alexandra, arruga provocada por el malestar, por el
despecho. Ella, tan bella. Ella, con una arruga. Eso no me lo
perdonaría nunca.

¿Qué hacer?, ¿largarme?,
¿esfumarme? Imposible, me dije, voy a besar a Alexandra,
le pediré perdón. Le diré: "he fumado, soy
un drogo". Era cobarde, es cierto, no tenía las agallas
como para confesar mi desliz. ¿Qué hacer?
¿Embadurnarme el rostro y transgredir la materia?
¿Estaban los sentidos preparados para una negación?
Intenté besar a Alexandra, pero la muchacha giró su
cabeza despectivamente, un hierro candente penetró en mi
pecho, hierro que cortó las amarradas del corazón.
El limonero, aquel árbol tan frondoso, fue testigo de un
sentimiento que yo llamaría,
"melancolía".

-No puedo estar enojado contigo, te amo demasiado. Es
verdad, ¿cómo expresarlo de otro modo? He fumado,
es cierto, me siento avergonzado.

Estas palabras que acabo de escribir no las dije. Fue un
pensamiento dramatizado que me vino a la mente.

-Soy un drogadicto compulsivo, es cierto. Fumo marihuana
porque soy adicto a la libertad. Qué maravillosa
sensación del cabello al viento. Qué emoción
de reírnos sencillamente, de sentir el rostro
convulsionado de felicidad. ¿Qué hago yo si no soy
feliz?, ¡nada!, esa es la respuesta, ¡nada!, soy un
hombre que busca la felicidad.

Mantenía un absurdo diálogo conmigo
mismo.

Alexandra estaba allí, con sus párpados
sutilmente cerrándose en un arrebato de enojamiento. Sus
ojos verdes de intensa pasión la delataban. Ella estaba
enojada, pero era un enojo ficticio, como el diálogo que
supuestamente mantenía con ella.

-Eres la única mujer de mi vida, no hay otras
muchachas. No, ¿acaso eres bruja?, yo no quería
lanzarme al río, no sé nadar, tampoco besé
el rostro de aquella mujer a la que le sugerí sexo por una
coca cola, no, lo niego, eres la única, eres tan bella,
tan inteligente, tan insustancial, no, qué digo, eres
materia, eres cuerpo, ¡cuerpo!, ¡cuerpo! Sí,
ah, qué deliciosa eres.

Me abalancé como un loco. Los pensamientos se me
habían estructurado de tal manera, que no hallaba recursos
estilísticos, o racionales, para detener el impulso de
entregarme a los brazos y a los besos de Alexandra. Te suplico
qué me perdones, pensé, no hay otra mujer en mi
vida. El tiempo se detuvo, el tiempo carece de sustancia, el
tiempo es líquido, como un vaso de agua que un
agónico suplica en el desierto. No recuerdo las palabras
de la muchacha, pero me pidió muy cortésmente, pero
de manera enérgica, que me marchara. Así lo hice.
Me embriagué de soledad. Las calles, los árboles,
el sol. Voy a ponerte el gorro con la primera mujer que se me
cruce, seré infiel, sí, eso haré. Estoy
despechado, no te quiero, no te amo, no estoy loco por ti.

Caminé con el corazón dando tumbos. Me fui a la
Plaza Central, allí estaban los amigos entregados a la
droga. Giré en mis talones. Caminé inversamente.
Hasta mi habitación me pareció insólita. Me
recosté allí, en medio del desorden. Encendí
la radio. Amaba a Alexandra, la necesitaba. La música pudo
calmarme, decidí no dormir, quería estar despierto.
Hacía mucho calor. El tiempo transcurrió. Muchas
mujeres había por allí que gozaban con la droga,
pero ellas no me interesaban, sólo Alexandra, la
única, la insondable. Estábamos casados, o eso
creía ella. Yo me reía para mis adentros, yo era un
hijo de puta, un desquiciado. Escribí en una hoja un
poema. Lo envolví en papel de regalo. Me fui a casa de
Alexandra. La muchacha me recibió con desagrado.
"¿A qué has venido?", dijo. Le entregué el
obsequio. "A esto", dije. La muchacha abrió el regalo, el
poder de la poesía pudo más. Alexandra me
besó en las mejillas. En la oscuridad, la apreté
contra mi pecho, acaricié su cabello. Qué
sensación tan deliciosa, qué sentido de goce tan
noble. Los pechos de Alexandra, duros, pequeños, me
hacían sentir una sensación portentosa. "Vamos a mi
casa", dije, "allí podremos estar tranquilos". "No puedo",
dijo ella, "no puedo".

Mucho tiempo estuve sin verla. Estaba ansioso, el cuerpo
me pedía fuego. Una semana tuve que esperar para estar en
soledad con mi musa. Fue en su casa, mientras sus padres
trabajaban. Qué maravilla, podría escribir un libro
de sonetos, dar fe de que estoy enamorado. Alexandra y las
sombras del amor, Alexandra y el perfil carnal
consolidándose a plenitud. Nos besamos, luz tenue,
¡tierna faz!, luz apagada por las sombras. El vestido de
encajes en la cama, en ropa interior, los pechos de mi musa
amada, la curva agónica de sus pezones. Era tan bella la
imagen, tan sensual. Las puntitas de los senos brillaban con una
inusitada calma. La erección del animal instintivo que
habita en mí. Sí, qué delicia. Son
imágenes que conservo en la memoria. Estoy recordando, es
lo único que sé hacer, oh, sí, el recuerdo.
La paloma torcida entre los pechos de Alexandra. Puedo imaginar
un mundo, una redondez. Nos embriagamos, ¡la luz!,
qué curvas forma la luz. Jamás olvidaré
aquella textura, la forma redonda, la perfecta comunión de
los pechos. Acariciaba con mis dedos en una exhortación
anímica, fundamentalmente excitante. Mi lengua chocando
contra los dientes, mi lengua atávica deseosa. Era la
exploración de la carne, las primeras manifestaciones de
emborrachamiento. Yo bebía el contorno de los senos,
exhumaba el cadáver de la juventud, era perfecta la
comunión: alma y cuerpo, mundo y universo. Lo que a
continuación aconteció no lo recuerdo, la imagen
delirante de los pechos es lo que me ha colmando de impaciencia
tantos años. Tal vez besé la corola, tal vez
hurgué el pubis, tal vez desnudé mi sexo, tal vez
nos emborrachamos en un orgasmo cínico, un orgasmo que
desea eternidad.

Ahora voy a reconstruir el diálogo. Palabras que
rebotan en mi mente. El vocablo mental es un secuaz irrespetuoso,
el recuerdo es maduración, imponderable estatus de
evasión.

-Me gustas mucho, sabes. Mi madre me ha hablado del
sexo, ella quedó embarazada cuando era adolescente, no
quiero que me pase lo mismo, el calendario Chino no es un buen
método anticonceptivo, lo he leído en el colegio,
¿qué opinas tú, René? Es una
situación conflictiva
(pienso). La espuma, por
pensar algo, mi pubis embadurnado, tengo qué lavarme, los
hijos son perfectos condimentos, pero cuando estamos casados, yo
ya no soy virgen, pero tengo que actuar como tal. Si mi madre
supiera me mataría. Y mi padre, qué decir de
él. Han depositado toda la confianza en mí,
¿los habré defraudado? Ahora estoy desnuda, me
excita la posibilidad de la embriaguez. René está
enamorado de mí, cómo me acaricia, ya lo creo, los
pensamientos son inconfesables, ¿habrá una mujer
tan deseada como yo? Pensamientos, sí, nada más que
sensualidad.

-Soy infértil -dije.

-¿Tú?, ¿infértil?

El método Chino era un buen calmante para los
callos, pero era más perfecta la química. Todos los
días tomando la pastilla era también arriesgado. La
madre o el padre podrían sorprender a la musa errante, con
el fármaco. No había una solución adecuada.
Todo conspiraba para que las cosas fueran de tal modo, que
pudiéramos entregarnos al deleite, sin el aparente y no
disimulado cuento, de tener que cambiar pañales. Eso
sí qué no. El mundo era un caos. Y un niño
más a estas alturas, de ninguna manera. Era
dificilísimo, sin embargo, ocultar lo arduo que
significaba la abstinencia. La belleza, el aroma, sí, eso
era lo que más me atormentaba: el aroma. Qué
infinitud, allí entre mis brazos. Convertido todo lo
sublime y animal, en un instinto olfativo. ¿Cómo me
podría yo abstener del perfume que me enloquecía?
Perdía la conciencia, si es que la tenía. Eran
lazos de instintividad, lazos que nos unían como una llave
a su candado. ¿Un hijo? No, de ningún modo.
Había que evitar el contacto sexual con fines
reproductivos.

-Estoy de acuerdo contigo, pero, ¿qué
hacer?, no estamos casados legalmente -no pude evitar aquella
palabra. Alexandra pareció no conmoverse, intenté
un ardid, una palabra engañosa-, ante Dios sí, pero
no ante el mundo. Yo no he trabajado nunca, no sé
qué quiero de la vida, somos jóvenes, estamos
estudiando, ¿qué hacer?, ¿vivir nada
más?, sí, eso es lo que quiero, pero con
responsabilidad.

-Usemos condón.

-Sí, tal vez…

-No quiero un tal vez, quiero un sí.

Quedamos de acuerdo en que probaríamos
condón.

¿Qué estoy pensando? ¿Un
condón? Me encanta sentir el esperma calentito cubriendo
mi pubis. Un condón rompe la armonía del amor.
Espera, querido, espera, la goma debe protegernos del embarazo.
Sí, eso. Una goma sin pensamiento. ¿Qué
haremos entonces? Divagar como una loca mientras convenzo a
René de utilizar un artilugio qué no valoro. No he
probado hombre con condón, tal vez sea lo mismo,
sí, yo creo qué sí.

A escondidas fuimos a la farmacia. Compramos uno. Lo
usamos. Pero no fue lo mismo. O tal vez no lo supimos usar. Se
rompió. El esperma fluyó entre mis piernas.
Qué horror. Hacíamos el amor en un período
peligroso dentro del calendario Chino. Fue una
peregrinación infeliz. Yo embarazada. Yo amantando a un
Fuentes Quiroz.

El remordimiento pudo más. ¡Maldito
condón!, dije yo, ¿de qué los fabrican? Me
entró pánico, ¿embarazarme?, era lo peor del
mundo.

-¿Qué ha pasado, Alexandra?

-No te has fijado, le dimos con mucha fuerza. Se
rompió.

Alexandra lloró como una niña.

-No quiero quedar en embarazada, ¿qué
vamos a hacer?

-Calmarnos. He sabido que lavándose con agua
fría…

-Sí, eso haré, lavarme.

3

La posibilidad del facultativo era imposible. Nos
sumergíamos en un caos de preceptos, de agonías.
Nos convertíamos cada vez más en expertos amantes.
Yo ya no frecuentaba a mis amigos, deseaba mantener una
relación estrecha con mi novia. Hasta que no le
llegó la regla, Alexandra no pudo respirar tranquila. El
calendario Chino era el único expediente fiable. "Los
chinos son una raza muy sabia y antigua", decía yo. "Nunca
fallan, sólo terremotos espantosos en su territorio, pero
son sabios." Alexandra me miraba contrariada. "Son millones los
chinos". La victimización de la juventud estaba escondida
en nuestras conversaciones. La abstinencia era el pensamiento que
adivinaba en mi enamorada. Íbamos a la iglesia, el
párroco hablaba de la juventud, del mal camino, nosotros
nos hacíamos los tontos, nadie, ni siquiera nuestros
amigos, sospechaban del ilícito. Éramos novios
perfectos, iglesia, vida familiar, estudios, futuro matrimonio,
nadie intuía, que bajo el disfraz, la vorágine de
la carne nos consumía. Intenté solventar nuestros
encuentros, un trabajo en una lavandería, pero me
cansé rápidamente, lo mío era el vicio, no
la virtud.

Un día cualquiera le propuse a mi musa sensual
visitar el barrio Brasil. Tomamos el subterráneo, la
velocidad del transporte nos embriagaba, a esa edad, todo
embriaga. Las calles tan afrancesadas, los edificios, las
cornisas, nos gustaba el barrio, habíamos decidido habitar
allí cuando nos casáramos de verdad.
Caminábamos tomados de la mano, íbamos tan alegres
entre las gentes, íbamos con el corazón radiante.
Había personas bohemias por todos lados. El barrio Brasil
nos sumergía de pasión. Entramos a un
cafetín. Nos sentamos en un rincón iluminado por el
sol. Una mujer de muy buen talante se nos acercó. Pedimos
algo para beber y una torta. Alexandra tenía apetito.
Alexandra era golosa.

-He estado pensando mucho -dijo la musa inspiradora-, he
estado averiguando en libros, no tengo con quién
conversarlo, sólo contigo. El calendario Chino me parece
peligroso, tampoco podemos ir al médico, nos pueden
denunciar a nuestros padres, ¿no tienes miedo,
René? Estar casados es lo mejor, lo hijos pueden ir y
venir sin ningún tipo de restricción, pero esto, yo
no sé, es un poco perturbador, un día sí, un
día no, ¿qué vamos a hacer?, no quiero
quedar embarazada.

La muchacha estaba realmente intranquila. La dependienta
nos acercó los refrescos. Le dimos un mordisco a la
torta.

-Sí -dije yo-, estoy cierto.

Por decir algo, en broma, dije:

-Practiquemos abstinencia o solamente sexo
oral.

-Asqueroso -dijo Alexandra-, eres un sucio.

Yo me reí de manera asolapada. La muchacha se
había encolerizado.

Este René es un tonto, ya me imagino haciendo
esa cosa asquerosa, es un depravado; pero, ¿cómo
será? Eh. Los pájaros, las hormigas, los elefantes,
los mamíferos lo practican, pero yo nunca, no,
jamás. Es una infamia, yo, tan pensativa, tan golosa,
comiéndome un pedazo de torta, hablando de la natalidad. Y
él, tan cochino, tan sin sentimientos, pecando de orgullo,
convenciéndome de un asco, no, señor, este
René es un sinvergüenza.

-Disculpa, amor, ha sido una broma, mira que yo
también estoy nervioso, esto ha sido muy repentino, un
día sí, un día no, es algo que debemos tomar
en cuenta. Podríamos comprar pastillas anticonceptivas, yo
las tendría en mi casa.

-No se puede, René -dijo enfática
Alexandra-, las pastillas son diarias, y a veces no nos
vemos.

-Tienes razón. Entonces casémonos
legalmente.

La musa sensual estuvo pensándolo un buen
rato.

-No, René, no podemos casarnos. Somos muy
jóvenes.

-Vamos a caminar entonces.

Nos largamos a la calle, el sol había declinado.
Las casas antiguas daban la impresión de fantasmal
presencia. Las gentes, en su mayoría ancianos, deambulaban
por allí, sin destino, sin aprensiones.

Caminamos hasta una plaza muy hermosa, nos sentamos en
el pasto. Tuve de improviso una gran necesidad de cuerpo. "Te
amo", dije, "eres una gota de lluvia". El verso había
provocado la aceptación de Alexandra. Nos besamos, no
importándonos que los niños jugaran en la plaza, ni
que los ancianos pasearan con sus perros. Nos besamos
apasionadamente casi hasta culminar un en éxtasis
corporal. Decidimos marcharnos, estábamos dando un
espectáculo. Caminamos de regreso hasta el
subterráneo.

-Vamos a mi casa -dije-, te necesito.

-No podemos -respondió Alexandra-, puedo quedar
embarazada.

Me marché a casa, ardía de deseo. Estos
chinos, dije, tantos que son, una enormidad. El verano me
provocaba angustia, mucho calor. Me acosté. El aroma de
Alexandra me enardeció. Niña bella,/
niña de mis amores.
No podía conciliar el
sueño. Al poco rato, llamaron a la puerta. Eran los amigos
que me incitaban al vicio. "¿Qué quieren?", dije.
"Un pito de la buena", fue la respuesta.

La droga realmente era descomunal. Fumamos toda la
noche, conversando sobre trivialidades. La música
retumbaba, los padres lejanos y el caos en casa. "Es una buena
mina, la nena", dijeron los amigos. Yo intentaba desviar la
conversación. "Sí", dije yo, "todo muy sano".
Conversamos hasta que el gallo cantó. "Me voy a dormir."
La vida bohemia era traumatizante. La vida es tan dura yo no
sé. Tuve un sueño intranquilo. El sol inundaba el
mundo en esta parte del hemisferio. El mundo estaba en
ebullición mientras yo dormía.

Me desperté bastante tarde. La boca seca, el
estómago descompuesto. Niña hermosa,/
cómo te traiciono.
Busqué una hoja cualquiera.
Con un lápiz escribí. Hoy he despertado tarde,
estuve drogándome. No he tenido visiones, la droga me ha
adormecido. He traicionado la confianza de mi novia. Ella es tan
buena. Los chinos son innumerables. Hace mucho tiempo que vivo en
el arrobamiento del sexo, pero no estoy contento, he mentido, me
entrego al despreciable deporte de evadirme. Un día voy a
reventar. Un día Alexandra descubrirá qué le
he mentido. ¿Cuántas horas son un día?
Qué estoy pensando, esto hay qué destruirlo.

Quemé el papel. Tenía mis aprensiones.
Preparé algo para comer. Me duché. La tarde se
abría espléndida. Visitar a mi novia era mi mayor
preocupación.

La vida era alegre, las cosas cambiaban de sitio. El sol
y la luna, las nubes y las estrellas. Fui a casa de Alexandra.
Conversamos sobre el asunto "guagua". Nos preocupaba la materia.
Tengo que reconocerlo: a Alexandra más que a
mí.

-No quiero tener más sexo, tengo
miedo.

Las palabras de Alexandra fueron como una
bofetada.

-¿Qué? -dije yo.

-Lo que has escuchado. Una amiga ha quedado embarazada.
El padre la ha echado a la calle, no quiero que me pase eso a
mí. No tengo a nadie. Tú no trabajas.
¿Qué vamos a hacer si llegamos a tener un hijo?
Figúrate, sexo responsable, hijos responsables. Eso es lo
que quiero yo, una vida normal. Tengo quince años, soy muy
joven como para andar cambiando pañales. Mis padres me
matarían, ellos quieren que yo vaya a la universidad, hay
que ser responsable. No me mires de ese modo. Escúchame,
René, no quiero más besos.

Apasionado cómo era, intentaba convencer a
Alexandra con mis remilgos. Improvisaba versos, susurraba una
canción de amor. Yo la amaba. Su belleza, su rostro, su
cuerpo. Era lo único vivo para mí que lograba
incitarme. Aquella tarde intenté poseerla, pero la
muchacha fue enfática.

-De ninguna manera, ya te dije, no quiero quedar
embarazada.

Me enojé, pero accedí a la abstinencia.
Los chinos eran un pueblo sabio y numeroso. Esperamos el
día adecuado. La contención hizo más hermosa
la entrega. Qué vida, qué manera de amar. No
describiré el acto, ya que el recuerdo es una manera de
ennoblecer el espíritu.

Nada había tan bello como las manos de Alexandra.
Delicadas, mimosas, sensuales. Manos hechas para amar. Estar en
ti es recordar por siempre los dedos, la palma de las manos, las
uñas. Algo había de mágico en los dedos que
gesticulaban en la oscuridad, dedos como terminaciones nerviosas
deseosas de percibir un contorno, mi contorno. Manos de carne
transparente, como una exhalación de amor, manos
sensitivas que quitan la pena y llegan a la hondura del alma.
Manos llenas de sustancia, manos con líneas llamadas a
amar, sólo amar. Así eran las tardes, las noches y
las mañanas que vivíamos con Alexandra, tiempo de
reír, tiempo de acariciarnos. Yo enmudecía.
Qué manera de entregarnos al amor. Besaba el dorso de sus
manos hasta exprimir el jugo de la sangre: las venas se erizaban
de goce, todo era un contento de acercarnos y de besarnos y de
acariciarnos en una tarde cualquiera cuando el calendario Chino
lo permitía. Sí. Ella era todo para mí, era
el mundo, la vida, la muerte. No, qué digo: ¡vida!,
sólo vida era Alexandra para mí.

El verano había culminado. El último
año de colegio. Después, el destino, el trabajo o
la soledad.

El hábito del hombre es su medida. Con Alexandra
nos habíamos acostumbrado a practicar sexo, era habitual.
Llegado el momento, una tarde lo hicimos de manera inadecuada,
sin condón. El festín acabó, no supimos
cómo, pero tuvimos la certeza de que íbamos a
convertirnos en padres. Esto es el colmo, pensé,
he sentido cómo me vaciaba de espíritu.
Alexandra quedó embarazada desgraciadamente. Quince
año, todo un récord.

El crecimiento del bebé fue en secreto. Tuve que
abandonar los estudios, dedicarme al trabajo. Juntamos un poco de
dinero para comprar lo indispensable. El calendario Chino
había fallado, un niño venía en camino.
Cuando ya no pudimos ocultarlo, enfrentamos a los padres. Aquello
fue un caos. Me censuraron. El padre negó el permiso para
que nos casáramos. Me prohibieron que la visitara, los
padres se habían enrabiado conmigo. Junté dinero
para comprar una cunita. Tuvimos que separarnos. Escribí
un poema de amor. No lo quemé, lo guardé para
mí. Te amo desde siempre,/ eres la flor silvestre/ que
necesita mi corazón./ Te amo. Quiero hacer contigo/ lo que
la primavera/ hace con las flores.
Tuve miedo de perder a
Alexandra. Yo era un escolar en deserción,
¿qué destino podría ofrecerle? Nada, esa era
la verdad, un destino incierto y mediocre. Busqué refugio
en el alcohol. Comencé a embriagarme. Iba por allí
como un zombi entregado a la borrachera.

Una tarde el padre me llamó a su casa.
Allí estaba la muchacha engordando. La madre celosa como
un oso me miró enrabiada, los ojos llenos de dulzura de
Alexandra me conmovieron.

-Estás en un aprieto, René, te vamos a
demandar.

Las palabras fueron dichas sin violencia.

-¿Demandar? ¿Y por qué?

-Eres mayor de edad.

Tuve miedo de perder para siempre a
Alexandra.

-No es justo, nos amamos.

-El problema es grave -dijo el padre-, no quiero que
estén más juntos, al menos mientras Alexandra viva
en mi casa. Te prohíbo que la visites. Ella va a estudiar,
nosotros cuidaremos del niño. ¿Estás de
acuerdo?

Obviamente yo no lo estaba.

-No tienes alternativa; de lo contrario, te vas a la
cárcel.

Las palabras que pronunció el padre hicieron
mella en mi orgullo.

-No pueden prohibirme nada.

-No eres nadie -dijo la madre-, eres un vago.

Tuve que abstenerme de pronunciar palabras, las cosas se
estaban poniendo violentas. Miré a Alexandra; tan bella
era, tan hermosa como un atardecer. Eres mía,
pensé, y yo soy tu hombre. Dos meses estuvimos
separados, tiempo que dediqué a la bohemia.

Una noche golpearon a mi puerta, era Alexandra, tan
tierna, tan preñada, tan amorosamente sensual. La
besé en los labios, en las mejillas, en los ojos. Estaba
contentísimo.

-Quiero que nos escapemos -dijo de improviso Alexandra-,
odio a mis padres, larguémonos de la ciudad.

Quedé atónito.

-Sí -dije yo-, hagámoslo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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