Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

La Perversa Historia de Mundoviejo (Novela)




Enviado por Mauricio Uribe



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

  1. Primera
    Parte
  2. Segunda
    Parte
  3. Tercera
    Parte
  4. Cuarta
    Parte
  5. Quinta
    Parte

Primera Parte

Me llamo Ricardo Carrasco y tengo diez años.
Según mi carcelero estoy loco. Una mascota, que me
atormenta con sus palabras, me acompaña en las
frías noches de invierno. Tiene un hermoso rostro de hule.
Siempre está sonriendo. Duerme conmigo, desde que tengo
uso de razón. A veces me fastidia. Cuando discutimos, yo
muerdo su cola. Nuestras disputas siempre son provocadas por sus
malas palabras:

-Eh, cabrón -me increpa sin piedad-. Te crees muy
inteligente. Lárgate del manicomio. Sígueme mi
consejo y dispárate en la cabeza.

No sé si he dicho que quiero escribir un libro.
Tal vez una autobiografía o un diario de vida. Quiero
extraer mis personajes de la vida misma. No me gusta inventar
historias. Realmente estoy mintiendo. Tengo treinta años;
no diez.

-Yo no importo en absoluto. He adulterado, por
decisión propia, los recuerdos, para no faltar a la
verdad.

Esto no lo he escrito yo. Lo estoy leyendo de un
librito, que una señora enigmática, me ha
obsequiado. Ella es una hermosa mujer, de rostro arábigo y
cabellera tintada de rojo.

El libro es voluminoso. Con tapas azules.

La agradable mujer habla un castellano extraño.
Salpicado de palabras soeces. Madame de Sade se hace
llamar.

Deliberadamente, con intenciones que no comprendo, abre
el librito que me ha obsequiado. Me mira con sorna. Escupe un
líquido viscoso mientras exclama:

-¡Esta novela la escribiste tú! Me
gustó, un poco sórdida, pero cierta.
¡Nosotros, los franceses, gustamos de novelones cebolleros!
¡Es parte de nuestra cultura, de lo chic!

-¿Escribirla yo? -me pregunto- ¿Yo?
¿Está segura?

-¿Será posible que los medicamentos te
hayan secado el mate? ¿No recuerdas, acaso, la tremenda
energía invertida en esta gran novela?

-¿Qué gran novela?

-Ésta, mijito, ésta…

Es cierto, me digo, los medicamentos me han secado el
mate. Tal vez esta vana ilusión de escribir una novela, o
una autobiografía, esté relacionado con el hecho de
reinventar la memoria.

Me observo en un espejo. En el brillo descontrolado de
su materia, descubro al otro. Al que respira dentro de mí
mismo. Me examino detenidamente. Me confundo en su interior. Sus
rasgos se difuminan, como la imagen de Madame de Sade,
disgregándose en el vacío.

-Este es tu infierno -me dice-. Abre las hojas de este
libro y contempla tu pasado.

No sé si he dicho que estoy recluido de por vida
en un manicomio. No recuerdo el motivo. Pero aquí
estoy.

Observo, con mirada insidiosa, la nariz tipo
árabe de la dama decente.

Le miro con pánico, con cierta reserva, con
inquietud.

-¿Quién eres? -le pregunto.

-Descúbrelo por ti mismo -me responde-. Puedes
hacerlo.

Quizá, el recuerdo me provoque cierta
ilusión de vida. Contemplo el hermoso rostro
(fantasmagórico) de la dama decente mientras acaricio la
textura de las hojas del librito de cartón piedra:
destellos del pasado, símbolos oscuros, voces
destempladas, cuerpos copulando locamente. La historia no acaba
aquí. La historia de mi recuerdo, digo yo. Después,
la oscuridad, la cárcel tal vez, o la muerte. Es cierto,
me digo, éste, que se observa al espejo, no puedo ser yo.
El espejo también me lo ha obsequiado la dama
decente.

Abro el librillo: sus páginas son confusas,
discontinuas:

-Fui, desde siempre, un niño distinto. Cuando
vine al mundo, mi madre estuvo a punto de morir. Tengo una novia,
la he traicionado. Una muchacha, llamada Doris, me ha obligado a
yacer con ella toda una noche.

Cierro el libro con furia. Me domina la ira. Estoy
absolutamente desequilibrado. Los medicamentos me
atormentan.

-¡Imposible! Este depravado: no puedo ser
yo.

-¿Por qué no? ¿Te crees muy
distinto? Confía en mí. No tengas miedo.

-¿Por qué confiar en usted?
¿Qué motivos tengo?

-¡Porque soy tu tía!

-¿Mi tía? Esta es una situación
absurda. Aparece usted un buen día -vestida como mi
difunta madre-, inculpándome de la escritura de un librito
perverso. Jamás he escrito un libro. Menos éste.
¿Piensa qué estoy loco? Bueno. ¡Lo estoy!
Tenga piedad, entonces, de uno qué ha perdido la
razón.

-Abre tu mente. No tengas miedo. Soy amiga del director.
Te voy a expatriar.

-No, por favor, tenga piedad. ¿Qué
haría yo allá, afuera? ¡No tengo rostro! Esta
cubierta de papel picado, no soy yo.

-Convéncete, Ricardito, eres
tú…

Uno

Cuando te tuve, hijito, casi me morí. Tú
ya sabes, fue horrendo. Ahora puedo estar muerta, pero no es lo
mismo. Parir es terrible: el sufrimiento es imposible de narrar.
Son sentimientos contradictorios, sensaciones que sobrecogen el
alma. Se sufre como condenada pero se ama -sin más
límite- que el amor mismo. Digan lo que digan, ser madre
es lo más gratificante del mundo. Me parece absurdo lo que
piensan algunas personas de la maternidad. Es un privilegio que
poseemos. Cuando las mujeres no dan a luz, algo de sí,
muere. No son seres íntegros, están incompletos,
carentes de lógica. Es cosa de observarlas con
atención ¡Claro! ¡Nunca nos miran con
atención! Parece que anduvieran por la vida como hombres.
Secas de rostro. Tomando decisiones drásticas. Seres
pervertidos en su naturaleza, amorfos, indignos de
misericordia.

Rosa María entorna los ojos esperando tal vez
incrementar el goce estético del autor.

Mundoviejo enciende un cigarrillo. Giran sus
córneas como un submarino subatómico perdido en el
mar.

-Mira, Coquito -dice el paralítico con su
acostumbrado humor negro-, tu padre por dárselas de
tenorio no quiso ir al colegio. Si hubiera obedecido a mi madre,
ahora mismo andaría cacheteándome con todas las
putas del barrio. Nunca me imaginé que tendría que
andar con bastón y pata de palo pidiendo ayuda para
sacudírmela -aspira el cogollo como un gentleman-. Para
qué me voy a quejar. Me las he arreglado bastante bien. Si
te contara las de cosas qué me han pasado, no me
creerías. ¡Muchas! Tantas, qué ni recuerdo.
Una vez estaba yo…

-Se da cuenta, papito -interviene bruscamente
Mundochico. Quitándole el impulso meditabundo a
Mundoviejo-. Que si hubiera estudiado, don Maximiliano no le
tendría tantas ganas a la mamá. Dicen, las malas
lenguas, que el viejo está forrado en plata. Si no
pregúntele a don Guillermo. Es el protegido de don
Maximiliano. Le compra lo que quiere. Dicen que es
Géminis. Casi todos los maricas que conozco son
Géminis. Si yo pudiera, haría lo mismo: el
sueño de mi vida es ganarme la plata tan fácil como
don Guillermo.

-De tal palo tal astilla.

-No digas burradas. Me ofendes.

-Déjate de cosas -responde Fernando Carrasco -.
Que tu Coquito es igual a ti -acaricia su bigote. Imagina a Doris
Donoso entre sus brazos. Se erecta. Sacude su cabeza-. Un
día de estos… me arranco con ella…
Mírate la pintita nomás -dice
sarcásticamente-. La misma cara, los mismos gustos, el
mismo apellido. No creo que tenga nada de malo, que le gusten las
patitas de chancho. A veces, las circunstancias de la
vida… El otro día me encontré con un amigo
del colegio. Ni siquiera lo reconocí. Era una verdadera
mujer. Imagínate, Coquito, era mi mejor amigo. Si me lo
hubiera contado antes…

Aparentando conmoción, Mundochico contempla las
patitas de las moscas apelmazadas en la comisura de los labios de
Remigio.

El joven beodo me mira con sorna. Me insultan sus
palabras.

-¿De seguro iban aparejados al
baño?

-Por su puesto. Es cosa de hombres.

-¿Qué dices? -exclama tía Regina.
Que acaba de empinarse una garrafa de vino tinto-
¿Qué bicho te ha picado?

-¡Ninguno!

-Sóplame este ojo -murmura Rosa María.
Acercándose a mi padre. Con boca de helicóptero.
Etérea. Lánguida-. Siempre existen verdades o
mentiras. Situaciones inmóviles o dudas imperecederas, que
nos recriminan la existencia. También están las
equivocaciones y los sueños incumplidos.

Me pellizca las orejas. Me da vergüenza su
cariño. Soy tímido. Parece que lo he
mencionado.

-Ahora que estoy muerta lo sé -mi madre entorna
los ojos como una virgen loca-. Las palabras son esmeraldas,
zafiros, rubíes en bruto. Piedras sin valor para algunos.
Joyas incalculables para otros. Cuando estaba viva no alcanzaba a
darme cuenta de este prodigio. Tu padre tampoco. Ahora que somos
ceniza putrefacta, hemos comprendido la trascendental importancia
de las palabras. Nunca te dijimos la verdad por temor a las
palabras. No queríamos mezclarte en las bajas pasiones de
Ciudad Condenación. No te fíes mucho de lo que te
digo -no son mis pensamientos-, son más bien, las viejas
aprensiones del autor. Imagino que ya te habrán llenado la
cabeza de falsedades los malditos matasanos. Tu padre
jamás fue guerrillero ni pro cubano. Tampoco era
traficante de armas ni de drogas. Ahora que estoy muerta -te lo
confieso- trabajé como dama de compañía. Me
denigré. No tuve otra alternativa. Tu nacimiento fue para
mí un cambio radical en mi vida. Nos compramos aquella
casita -que después de nuestra muerte– los bancos te
confiscaron. No confíes en nadie. Te lo dice tu madre.
Sólo del escritor cuyo rostro ficticio es tu rostro de
personaje real. No es que me proponga intervenir en tu vida; de
ningún modo. Es sólo mi necesidad de protegerte, de
quererte, de darte vida. No me gustaría -que ahora
qué estás solo- algo te desviara de tu camino.
Tienes que ser arquitecto. ¡Júramelo!

-Se lo juro, mamita. Se lo juro.

-Dicen, las malas lenguas, que soy una santa. No hagas
caso de habladurías. Qué nada ni nadie perturbe tu
crecimiento. Son mis deseos de ex madre, de ex madre santa. No
puedes decepcionarme. Sería una derrota terrible para
mí. No es mi caso. ¿Creo? Escúchame, hijito.
Que todos sepan que eres diferente. Que ni Mundochico ni Remigio
-aunque sean tus primos- te pueden igualar. Eres único.
Las madres siempre pensamos lo mismo de nuestros hijos.
¿No es cierto, Regina?

-Nunca tanto, pero…

Doña Berta contempla a mi madre con
expresión taciturna. Bebe profusamente una copa de vino.
Sonríe.

-¿No quieres dormir antes del viaje? -le
pregunta- Te ves un poco cansada.

-Más bien, borracha.

-¡Niño! ¡Qué
insolente!

-Es la pura y santa verdad. Mírese la cara.
Está más curada que Mundochico.

-¿Qué dices? ¿Qué cosa?
Quédate mutis. No soy sordomuda. ¡Cuentos! Puros
cuentos de viejas macuqueras. Es verdad. Estoy muerta. Tú
no sabes nada. Los hombres nunca creen en nada. Son demasiado
ignorantes. Acabo de morir. Mi querido hijo me mató.
¡El recuerdo mata! Esto que digo es fatuo. Son
divagaciones. Producto del efecto pos tránsito de la
condición carnal a la condición espiritual. No te
puedo describir el sufrimiento. Todo es tan vertiginoso. De
pronto, el incendio y las gentes inmóviles. Quemantes.
Sordas en sí mismas. Cuando desperté, flotaba entre
nubes.

-¿Parece que estái un poco indispuesta?
-pregunta doña Berta. Tocando la frente
(ardiente) de mi madre- Deberías dormir un poco
antes del viaje. ¿No te parece?

Mi madre contempla a la vieja cocinera. Se persigna tres
veces. Los náufragos giran entre las astas del tiempo y
los restos de la aeronave calcinada.

-Tienes razón. Estoy un poco enferma.

-¿Si quieres te acompaño? Nos metemos en
la cama y los achaques con un par de… se nos van
a…

Mi madre sonríe.

-Imposible. Estoy muy cansada. Parece que la cebolla me
está repitiendo.

-Afírmate en mí. Estás bastante
mal, mijita.

-Ay, sí, me duele el estómago.

-Vamos al baño. No vayas a vomitarme la ropa.
Qué me la acabo de comprar en la feria
Persa.

-¿Qué te sucede? -pregunta Fernando
Carrasco.

-¡Nada! -responde doña Berta- Usted,
caballero, continúe con la fiesta. Que esto es
cuestión de mujeres.

-Oye, compadre -replica Mundoviejo-, deja que la Berta
le dé una yerbita para calmarle los nervios a la Rosa
María. Acuérdate, papacito, de la tonta
güena que anda por ahí, dándose
vueltas como sonámbula.

-¡Cállate! -le increpa mi padre- ¿O
querí que te saque la cresta?

-Vamos, inténtalo -responde el paralítico
a manera de broma-. Te hago el peso con los ojos
cerrados.

-¡Toma! Aquí tení.
¡Hocicón de mierda!

¡Qué lata! Qué fiesta tan aburrida.
Una buena distracción sería treparme a una silla y
observar la vida de allá afuera. Me inclino con dificultad
y me impulso con las manos y con los pies. Me trepo a la ventana:
las escaleras de la vida son como este sillón
despanzurrado, en cuyo vértigo, una muchacha divaga
alegremente. Intento espiar la conversación pero no puedo.
Estas cosas pasan solamente en las novelas de mal gusto. Mi madre
me reprende con la mirada. Agudizo el oído para
inmiscuirme en los retazos de las vidas ajenas.

Abro la ventana y escruto el abismo.

-No sé -dice la niña de cabellos rubios-.
No me dan ganas de ser puta. Todas saben qué las putas lo
pasan pésimo. Un día sí, un día no,
además, yo me quiero casar con Ricardito.

-Si no se trata de ser o no ser puta. Podí
comprarte el guardarropa que querai. ¡Hasta perfumes
franceses!

-¿Verdad, doña Narcisa? -pregunta
cándidamente la muchacha- ¿No me estará
engañando?

-¿Y para qué, mijita? -responde la
mujer.

-Todos quieren algo de una -porfía la
niña-, ¿o no?

-¿Qué decí, Consuelito? Habla
más fuerte. ¡No veí que estoy quedando
más sorda qué la cresta! El otro día fui al
médico. El descarado me pidió que me bajara los
calzones. ¿Qué decí?, le pregunté.
¡Soy sorda, no tonta! Esto vale su precio en oro. Vine para
que me curí del lumbago. No para que abusí de
mí.

-Que si no me decí la verdad -insiste Consuelo-.
Te van a comer el poto los marcianos.

-Claro, mijita, ya te he dicho, qué conmigo, la
vida no tiene penas ni menos
(¿Marcianos?).

-Por supuesto -insiste la muchacha.

-Eso mismo le pedí a la Doris Donoso. Le dije que
me lo chupara, digo, que me comprara unas medias de seda para
regalárselas a tu tía Rosa María.

-Déjame hasta ahí nomás
-dice la niña.

-Todavía estoy casada -insiste la mujer-. Nunca
me he divorciado. ¿No te querí casar? Si no te
encontrai un marido, nadie te respeta. Lo sabí mejor que
yo.

-Por supuesto -replica la muchacha-. Es el sueño
de toda mujer.

-Por eso mismo, mijita linda, no creai las mentiras que
la gente murmura. Es pura envidia. Don Maximiliano no es mi
amante. Yo soy la dueña del…

-¿Puterío?

-No, niña -gesticula la mujer lascivamente-. Don
Maximiliano es un buen hombre. Yo le pago con…

-¿Carne?

-¡Déjate de payasadas! -exclama doña
Narcisa- ¿Por qué no me acompañas? Las
niñas te tienen preparada una sorpresa. Por si decides
ingresar a nuestra familia.

-No puedo. La mami me espera para un almuerzo de
despedida.

-Ándate, entonces, donde tu mami -dice
sarcásticamente la mujer-. Qué te den los
cólicos renales qué merecí por comer
basura.

-¿Qué tienen que ver los cólicos
renales con tía Regina?

-Lo digo, por lo cebollera qué es tu
mami.

La niña replica, un tanto disgustada, con boca de
abeja reina:

-Me voy mejor será. Después nos
vimos. Ahora tengo que despedirme de tía Rosa
María. Voy pensando el trabajo y le doy la
respuesta.

-Tú sabí que no tengo mucho tiempo.
Qué sea pronto, porque hay hartas cabras del sur,
qué quieren venirse a vivir conmigo. No son tan lindas
como tú. Pero a falta de peras, buenas son las
manzanas.

¿Manzanas? ¿Perfumes? Parece que Consuelo
busca trabajo. Los libros son una buena ocupación, o la
arquitectura. ¿Pero las manzanas? ¡Qué
raro!

Mi madre aspira un pitillo de aspecto extraño. Su
cabello ondulado. Su nariz tipo árabe, con grandes fosas
nasales. Camina como sonámbula. Mastica un dátil.
El cigarrillo, consumiéndose, en su labio leporino.
¿Las manzanas? ¿El pecado? Consuelo intercambiando
palabras con una mujer de continente…
¿estrafalario? Discuten. Las volutas de percal
difuminándose. Estoy absorto en la contemplación de
sus manzanas.

Cuando grande quiero construir casas y edificios que
funcionen a la perfección. Casas llenas de frutos
prohibidos y de gusanos pecadores y de madres histéricas y
de niñas lujuriosas ofreciendo sus cuerpos por unos
cuantos centavos.

Mi madre entorna los ojos. Arden sus párpados.
Giro mi cuello como un kamikaze mientras me grita:

-¿Cuántas veces te he dicho?
¿Qué no me gusta que estés espiando por la
ventana? -su labio leporino vibra como trompa de oso hormiguero-
¡Es culpa de tu padre! ¡Yo no quiero dejarte con
estos monos!

Obviamente no ha pronunciado estas palabras. Sólo
lo ha pensado.

Mundochico me mira con sarcasmo. Inclina su cabeza. Sus
ojos son enormes y asfixiantes.

-¡Bájate del sillón, cabro leso!
¡Puedes romperte una pierna! -chilla mi madre.

-No molestes al mocoso -murmura mi padre un tanto
ebrio-. Es bastante grande para saber como funciona la vida,
allá afuera.

-Claro -replica la mujer-. ¡Cómo tú
aprendiste desde chiquitito lo que era la zo…!

-¡Rosa María! -exclama tía Regina-
Por favor, el niño… Mantengamos la
compostura.

-Es que estoy un poco nerviosa. Es la primera vez
qué viajo en avión.

-A mí tampoco me ha tocado la suerte -dice
Mundoviejo.

-Bueno, en tu caso, es normal. ¡No hay
aerolínea que te aguante!

Risas. Muchas risas.

Un millón de años entrecortados por la
risa.

Quiero que me llamen lindura. Niño bueno. Las
personas me miran con asco. Soy repulsivo. Me gustan las
películas de guerra. Mi madre dice que parezco marciano.
Que por mi culpa a ella le achacan una vida licenciosa. Que los
niños tarados son producto del exceso de la carne. Yo no
soy nada de lo que mi madre piensa. Soy esto y punto. Tal vez la
falta de amor los estremezca hasta la compasión. Tal vez
el envilecimiento, la sorna y la mediocridad, se hayan encarnado
en mí. Pero algún día esto cambiará,
¡lo juro!

Toda certidumbre posee una antítesis, nada es
eterno, las cosas son variables. Ahora soy un esperpento.
Mañana tal vez un gran señor.

Tengo mis rarezas, lo confieso. Las gentes se
escandalizan. No tendrían por qué. Mientras no me
inmiscuya en sus vidas.

Pero me persiguen. Me patean. Me golpean. Hacen mofa de
mí.

Tengo predilección por la excrecencia. Lo acepto,
es una inmundicia. Los científicos llaman a esta
deformidad psíquica: "picassismo". Es una especie de
inversión valórica.

Me gustan los trapitos sudorosos y los manchados con
orín. Me agrada todo tipo de flujo corporal. Lo hago por
asimilación de una conducta repetitiva. Las noches son una
academia de buenas costumbres.

A veces despierto y percibo rumores, quejidos
lejanos.

He visto a mis padres fornicando. Mi madre con la boca
ensangrentada, mi madre en actitud carnívora, mi padre
besando su boca desdentada, mi padre dispuesto a solazarse con la
sangre de mi madre. He participado en sus juegos eróticos.
Arrastrándome como un soldado nazi. He chupeteado sus
sábanas. He perdido mil batallas.

-¡Gusano! -me han gritado- ¡Maldito
gusano!

Se equivocan. No soy gusano. Ni menos, un maldito.
Simplemente soy Remigio. Y mi apellido es
Satán.

-¿Satán? ¿Quién te ha
llenado la cabeza de tanta basura? Te llamas Remigio Pérez
Carrasco. No pretendas pasarte de listo. Sólo eres el
narrador omnisciente. Qué el autor esté un poco
loco no significa que te autodenomines de manera distinta. Eres
un plagio a toda prueba. Hagas lo que hagas, digas lo que digas,
no dejarás de conformar un instante en la mente prosaica
de un poeta. Algunos personajes son primarios, otros voyeristas.
Pero tu caso es distinto. Eres el prototipo monstruoso de un
espectador demente.

-Me confunde un poco tu insolencia -interviene la
protuberancia anular de Ricardito-. A todas luces, descubro que
eres un mentiroso compulsivo. Sé que te escurres entre los
intersticios del drama complotando en mi contra.
¡Sí! Tú ya sabes quién soy.
¡Futre de mierda!, me podrás llamar,
¡inauténtico!, ¡falso!, ¡mujeriego!,
¡ladronzuelo de argumentos! Digas lo que digas, no
dejarás de ser una triste prolongación de mi
capacidad técnico descriptivo. Ni mucho ni poco. No
permitiré que escrutes mis secretos. ¡Jamás!
Me defenderé hasta el fin. Nadie debe saber de mí.
Antes, soy capaz de asesinarte.

-Nunca me podrás vencer -gime,
satíricamente, el súper yo de Ricardo Carrasco-.
Amas, demasiado, el amanerado estilo de vida de tu
estúpido personaje.

-Te equivocas -replica su lóbulo derecho-. Te
equivocas rotundamente.

¿Imaginas voces? ¿Cuerpos qué no
existen? ¿Serán, acaso, los pobres esqueletos
qué sonríen? ¡Esqueletos sonrientes!
¡Almas con bocas qué sonríen! ¡Bocas
sin dientes! ¡Espectros sin alma qué sonríen!
¿Quién murmura en la oscuridad?
¿Quién?

-No tengas miedo. Soy yo -murmura el espectro de la
futura beta Rosa María-. Me llaman Madame de Sade, pero
soy tu madre.

¿Imaginas voces? ¿Cuerpos qué no
existen? ¡Garabatos, tantos garabatos entre pasillos sin
destino! Improperios, acertijos, insultos, denuestos,
adivinanzas, vaticinios, espíritus malignos de la noche.
Mi madre sonríe, mi padre escarba sus narices. Puedo
presentir la muerte de mis padres. Las entrañas de mi
madre -podridas- entre nubes. Sus migajas -podridas- entre nubes.
El rostro ceniciento de mi padre -podrido- entre
nubes.

-¿Qué te crees? -replica el lóbulo
izquierdo de Remigio- No eres ni lo uno ni lo otro. Eres,
simplemente, Ricardo Carrasco. No lo olvides.

Me siento miserable. Abatido. Agónico.

Con todas mis fuerzas, grito, como un loco:

-¡Córtenla! Todos están borrachos.
Me dan vergüenza.

-¡Pero, mijito! -exclama tía Regina- No
exagere tanto. Yo no permito groserías en mi
casa.

La mujer toca su pubis. La impudicia de sus caderas me
inmoviliza.

-¡Usted sabe! A los viejos nos gustan los
jovencitos. Ansiamos los primores de la infancia.

Risas. Muchas risas.

-No hinche con su sabiduría -me increpa con gesto
obsceno-. No ve que sus papis están festejando El
Día de Todos los Santos
. No hay que ser aguafiestas.
Póngase alegre. Que va a pasar unas vacaciones con su
única tía.

Doña Berta me besuquea los labios. Me asfixia.
Sus enormes pechos en mi boca. Me acaricia las orejas.

Me repugna. Pero también me excita
(¡Qué asco!).

-…¡Mamá!…

El ritmo cumbiero es fangoso como un cenagal
radioactivo.

-…¡Mamá!…

El sobaco de la mujer es como un racconto
pérfido.

-Ay, pero qué rico potito tiene este
cabro.

Me siento transfigurado. Mi carcelero atribuye la
reacción (neurótica) a un exceso de
Ravotril.

Tía Regina toca mi sexo. Acaricia mi cabello. Me
asquea. Escupo sangre.

Abre su boca desdentada. Besa mi frente.

-¿No le tienta, sobrinito, la oportunidad de
quedarse en casa de su madrina por un par de semanas?

Me avergüenza la impudicia de mis
personajes.

-¡Yo creo que sí! -exclama, socarronamente,
la vieja cocinera-. Y si no le gusta, de seguro, lo pasará
pésimo. ¡Alégrese! -masculla con voz ebria-
¡Qué sólo hay una vida para vivirla!
¿No es cierto, Fernandito? -mi padre omite la respuesta:
el alcohol ha hecho estragos en su conciencia.

-Claro -replica Mundochico-. Una sola vida nos ha dado
Dios. Y hay que bebérsela a concho.

Salud, entonces, por enésima vez!
-exclama Mundoviejo.

-¡Salud! -aúlla doña Berta, curvando
su lengua como víbora.

Mi padre nos mira desde la distancia. Su bigotito
intemperante. Acodado en el dintel de la ventana.
Mirándome. Ansioso. Impúdico.

-Oye, Regina -dice cínicamente-. No le hagai caso
a Ricardito. Este hijo mío me salió más
despierto que un filósofo.

-No tení de que quejarte. Hai tenido
suerte.

-¿De qué quién están
hablando? -pregunta Rosa María, con voz pastosa, mientras
regresa del sanitario.

-De Ricardito -responde doña Berta-. No te han
dicho lo rico que tiene el potito.

-¿Ricardito?

-Digo, que tu nene es muy inteligente.

Me estremezco. Percibo en el aire, cierta odiosidad
hacia mi persona.

-Si yo hubiera parido un hijo como el tuyo -dice
tía Regina-. Uno que valgara por sí
sólo. No como el Mundochico, ni menos como el Remigio. Si
hasta el marido me salió fallado. ¡Claro! El
Mundoviejo es tan simpático que le puedo perdonar
cualquiera lesera. Pero me habría gustado tener uno
normal. Ahora que me estoy poniendo vieja no tengo para que estar
quejándome. Es como si me hubiera muerto. No digo que
Coquito sea un tarado. Pero tan reflojo el cabro. No le quiere
trabajar un peso a nadie.

-Yo no sé lo que pasa con la generación
actual -dice Rosa María-. No son como nosotras -qué
de puro dolor- nos moríamos en el parto. Las chiquillas,
ahora, no saben lo que es sufrir. Con tanta cosa moderna han
perdido el sentido trascendental de ser madres.

Aspira una bocanada de humo. El tono de prédica
(de cura rural) es confuso.

-El dolor es necesario. Para tomarle asunto a la vida.
El dolor es imprescindible, como la muerte. El dolor es algo
vivo, inmanente, etéreo. Es una sustancia, un deimon, un
álter ego, un corpúsculo, que germina más
allá de ti. Más acá de uno mismo.

Mundoviejo observa a mi madre con expresión
circense. Acaricia su calva. Sus dientes, amarillentos. Sus
labios, profanos.

-Esta Rosa María -exclama el paralítico-
tiene impronta de santa. Siempre lo he pensado. Esta chiquilla no
es de esta tierra. Para mí que es algún tipo de
ángel terrenal.

Hip.

-Me dio hipo.

Hip.

-Salud por eso, compadre.

-Salud.

Los comensales brindan estrepitosamente.

-Dime la verdad, Rosa María. Tú, que
tení pinta de beata. ¿Qué pensai de este
cabro? ¿No creí que sea igualito a su tío?
Imposible no reconocerlo. Míralo nomás. Si
parece loco. Para mí que la Regina me pasó gato por
liebre. A lo mejor es marciano, o hijo del Fernando. Ja, ja, ja.
¡Incesto! ¡Incesto! Dime, Coquito -murmura
Mundoviejo-, ¿cómo hacen el amor los
extraterrestres? Para qué te hací el leso. El otro
día te vi con la Doris Donoso. Dicen que es marciana.
¿O exiliada política? Bueno. ¡Algo por el
estilo! ¡Total! No importa mucho para el caso.

-Son todas iguales -responde Mundochico-. Con una
abertura por aquí y unas cuantas tetas por
acá.

Hip.

Je.

Je.

Hop.

-Lo juro por tatita Dios -dice Mundoviejo-. El Guillermo
Llavero tiene un amigo qué sabe de marcianas. Si no me
creen, pregúntenle a Ricardito -me mira con ojos
malignos-. Te apuesto un asado, que te dice que sí.
¡Qué de seguro hay vida en Marte!

Me da vértigo tanta estupidez.

Hip.

Je.

Je.

Hop. Bufa.

-Pe… per… permiso…

Me duele el estómago. Quiero Vomitar.

-Adelante, primito -dice Mundochico-. Qué cabro
tan borracho. ¿No le parece, tío?

-¿Te acompaño, mijito? -exclama
doña Berta.

-No, gracias.

Me siento ridículo. Torpe. Angustiado, como si
fuera un personaje ficticio de una novela (de papel
picado).

Cuando estoy por escabullirme una mano indecorosa me
pellizca las nalgas. Me enfurezco. Estoy decidido a golpear a mi
descarado ofensor.

Doy un giro en mis talones.

-¿Qué te sucede? -me pregunta mi
madre.

-Absolutamente nada -respondo con boca de trapo-.
Sólo que, a veces, escucho voces, retazos del ayer. Parece
que me estoy volviendo loco. ¿O ya lo estoy? El futuro es
hoy. Un domingo de ramos incierto. Todos los domingos de ramos
son inciertos, carentes de espontaneidad. Son en sí,
artificiosos. ¿Domingo de ramos? ¡Es sábado!
Mañana es domingo. ¿El futuro? ¿Qué
me sucede? Me siento tan ridículo, como un gusano de
seda.

Divago entre nubes, entre huesos húmeros, entre
desvencijados adoquines.

Allá, a lo lejos, detrás del bosquecillo
ardiente, contemplo la figura de Remigio, escarbando la tierra
con avidez.

Estoy en el jardín. Estoy afuera.

A veces, raramente, eso sí -lo confieso-, siento
por el esperpento, cierta compasión. ¡Sí! He
dicho compasión. Su joroba, su aliento podrido, sus ojos
visco -oh, Dios mío-, son tan horribles sus ojos. Camino
hacia él. Tanteando sus movimientos. Cuando estoy por
acercarme lo suficiente como para hablarle -la voz carrasposa de
una mujer- me impide llegar a buen término el
propósito de mis pesquisas. Remigio huye gritando como un
loco. Más allá del corredor interminable del
cité, lo imagino devorando gusanos entre las sombras de
los árboles. Algo perturbante hay en él. Tan
perturbante, como el sonsonete de la mujer, mirándome con
rostro demacrado.

-¡Oye, carajo! -exclama doña Lucrecia- Ya
que estai puro perdiendo el tiempo. ¿Me podí traer
un poco de agua? Mira que este grifo del demonio se tapó.
Pero apúrate, angelito. Que tengo qué servir el
postre. Allá, mijito, allá hay un balde.
¡Ése mismo! ¡Sí! Llénalo con
agua. ¡Apúrate! ¡Ay! Qué vida,
¿no? ¡Las cosas no pueden hacerse tan a la chilena!
Que el grifo se atasca. Que la lavadora gotea. Que con un pedazo
de alambre lo arreglamos todo. ¡Nadie nos va a quitar la
maldita costumbre de perder el tiempo! ¿Para qué
podrimos querer tiempo? Si las cosas nunca funcionan. Si donde
hay puertas: no hay chapas. Si donde hay necesidad: sobran
carencias. Si donde dicen que hay amor: parece que hubiera odio.
¡Hasta cuándo, Dios mío! Estas cosas van a
reventar.

Plach, plach, plach: el grifo goteando.

-¡Apúrate, pendejo! -chilla la vieja- Mira
que cuando se me calienta el mate me pongo furiosa.

Doña Lucrecia intenta corretear a una mujer de
aspecto incierto.

Le pega dos codazos y un puntapié.

-¡Ay! -chilla, la espeluznante criatura-
¿Qué te pasa?

-¡No te podí mover un poco para el lado!
¿No veí qué me estái estorbando?
¿Creí que porque don Maximiliano te regaló
un marido podí venir a hurguetear donde no te han
invitado? Aunque te duela sigo siendo la hija de la cabrona
más respetada del barrio. No, mijita, no porque el Maxi te
haiga hecho la paletea" tení que venir a
interrumpirme. Muy don apostador de caballos será pero
cada personaje tiene su propio lev motiv. ¿Entendí?
No tengo la culpa si no te pegai la escurría". Cuando el
Mañungo cumpla la condena de presidio perpetuo vai a saber
quién manda aquí. Espero que don Ricardo para ese
entonces se haiga muerto porque si no de seguro que el
Manolo le cobra lo suyo.

-¿Este balde, señora? -tartamudeo
tímidamente.

-Sí, cabrón, ese mismo.

-Aquí tiene, doña Lucrecia -murmuro,
¿o sólo pienso?- ¡Tome! No es que quiera
disgregar torpemente, o imaginármela desnuda. No,
señor. Es que mi mente divaga sin sentido.

-No le hagai caso, mijito -dice la mujer de rostro
horripilante-, doña Lucrecia está más loca
qué una cabra. Es buena, eso sí, cuando quiere
serlo. Con tanto trabajo, a veces, el disco duro se te chanta sin
remedio. A mí ya me pasó. Todo el día puro
trabajando. Lava qué lava. Plancha qué plancha.
Para más recacha, los milicos rechuchesumadre -perdonando
la expresión- me arrancaron el útero. Me apodaban
la Quinientos Cuarenta. Tuve un hijo. Que ahora tendría
como veintisiete. No me hagai caso, mijito, a veces me entra como
la ternura y pienso que quizá, alguien, una mano amiga me
ayude a encontrar a mi pequeño. Me lo quitaron los
milicos, no sé si ellos fueron -digo que, como
institución-, pero sí uno de sus oficiales me lo
mató, dicen, yo no sé, dicen, dicen, dicen -estas
cosas no siempre son ciertas-, tal vez lo haigan vendido
o desaparecido. Era tan común en esos años.
Podíai andar por la calle como cualquier día
domingo, pero venían los milicos y te sacaban la cresta, o
te tomaban presa sin ningún motivo. Era lógico el
temor que teníamos. No te digo yo, que todavía no
puedo conciliar el sueño. Lo peor de todo, mijito, es que
ni estaba metida en política. Para el golpe, yo era apenas
una adolescente. Una niña de diecisiete años. Una
broquita, como dicen ahora los lolos. Tenía mi gracia, eso
sí. No era muy linda pero me defendía con mis
primores. Si no fuera por esta voz de pito que tanto me afea, no
sé, quizá, hasta me encontraba marido. Lo cierto es
que en esos años la vida era harto distinta a la de ahora.
No había noche en que no tuviera pesadillas. Siempre eran
los mismos sueños, las mismas personas, los mismos
asesinatos. Eso era antes, eso sí, antes de que me tomaran
presa. Si tuviera dinero iría al médico. Las cosas
han cambiado. Ahora todo el mundo anda como loco intentando
consumir las cosas que ni quieren ni necesitan. Nosotros crecimos
en otra época -cuando los escritores escribían a
lápiz- en unas hojas casi amarillentas -que ellos llamaban
graciosamente- sus manuscritos. Esto era antes. No como
ahora. Que las gentes apenas tienen dinero para gastar en sus
necesidades básicas.

-¿Qué escritor?

-No sé. Qué me preguntai a
mí.

-Si es cosa de recordar un poco -dice doña
Lucrecia obviando las preguntas del autor- cuando mis vecinas -y
yo misma, para que me voy a estar carteleando- íbamos
donde el almacenero -con las infaltables libretitas todas
roñosas- y con voz de limosneros ilustrados,
decíamos:

-Caserito, ¿nos fía un kilito de pan y un
cuartito de arroz?

-¡Pamplinas! -gesticula la mujer con seriedad- Las
cosas siguen igual. Ahora tampoco hay plata ni para comprar un
par de cebollas. Cuando yo era chica no había tantas
cosas, tanta basura digo yo. Que dos o tres televisores,
refrigeradores a destajo. Zapatillas, mil zapatillas, viajes al
extranjero, bicicletas, autos, todo el mundo tiene auto.
Juguetes, cientos de miles de juguetes. Esto es un verdadero
infierno. Las personas tienen hipotecada hasta su alma. Trabajan
para puro pagar intereses. Y las cuestiones ni son ni suyas. Si
no te poní con la cuota mensual vienen los macacos y te
meten presa. Igualito como era antes -¡Peor diría
yo!-. Antes no perdíai dinero. Te secuestraban y punto.
Ahora tení que ser socio del club para que te torturen de
por vida.

-¡Dedícate a puta entonces! -exclama
doña Lucrecia mirándome con picardía- Es
más rentable.

-No te metai donde no te han llamado -dice la Quinientos
Cuarenta, acomodándose el sombrero.

-De seguro ya se lo hai pedido a la Narcisa -su voz un
poco acaramelada contrasta con la vellosidad y la carnalidad de
su rostro-. Ella me dijo, que ni cagando te contrataba ni de
campanillera. Qué erai tan fea. Qué ni el demonio
te echaba un pato.

-Si quisiera. Me podría ganar la vida
culiando.

-¡Chiquilla! -aúlla la mujer- No te me
pongai ordinaria. No veí que este cabro, es hijo de la
beata.

-¿Qué beata? -pregunta doña
Úrsula.

-No te hagai la tonta. Te digo que es hijo de la beata
Rosa María.

-Pero si no es beata, es pu…

Sorda tronazón de ollas y de platos
quebrados.

¿Hijo de puta? ¿Hijo de beata?

-¡Apúrate nomás entonces!
-chilla doña Lucrecia- Qué la Rosa María
está por mandarse el manso carrete. Antes, eso sí,
hay que tomarse una yerbita para el viaje. Yo ni tonta
viajaría en tren. Me dan susto los motores. Con tanta
turbina girando y girando. Hay que estar bien jodio" del mate
para viajar en tren.

-Chis. Me tení mareada -replica doña
Úrsula-. Ya sé que te dan miedo los aviones. Los
trenes no vuelan. Los aviones sí.

-Bueno. Si de aviones se trata… -dice doña
Lucrecia, alzando los brazos como una loca- la Doris Donoso sabe
mucho. Es experta en caída libre.

-¡Caída libre! -exclamo- ¡Qué
maravilla! ¡Yo también quiero ser experto en
caída libre!

Sorda tronazón de ollas y de motores.

¿Hijo de puta? ¿Hijo de beata?

-¡Mijito! -chilla la mujer- ¡Cierre la boca!
No ve que dice puras burradas. No sabe que las putas
nomás son… expertas en caída
libre…

-Pero, doña… -murmuro un tanto disgustado-
Cuando grande quiero ser astronauta.

-Si quiere ser astronauta -dice doña Lucrecia
socarronamente- sea… ¡Total! Su papi tiene harta
plata. Pero no diga que quiere ser experto en caída libre.
No ve que van a pensar que es marica.

-¿Qué tienen que ver los astronautas con
los maricas?

-¿Usted es tonto, mijito? ¿O acaso no
entiende?

Dos

Ahora no es sábado es domingo. Nadie es domingo
ni jueves ni martes. Tengo tanta tristeza. Tengo miedo. Mientras
intento dormir imagino los recuerdos de un día olvidado en
la memoria. Las campanas de la iglesia repicando insistentemente:
el sonido oscuro, oscuro, oscuro, perceptible apenas. Tengo
veintisiete verrugas en mi nariz, tantas, como aniversarios del
oráculo. Sólo poseo pensamientos, mis palabras
carecen de sonido. No soy sordo ni mudo. Sufro de una enfermedad
congénita. Soy, según opinión general,
estúpido. No comparto la misma apreciación. Me da
miedo producir sonidos. Si quisiera podría. Prefiero
abstenerme. Mis palabras pueden causar la destrucción del
mundo.

-¿La destrucción de qué?

-¡Del mundo!

-Eres realmente estúpido -pensando en abstracto,
digo yo.

Sueñas estar despierto pero divagas.

-¡Ignorante!

-¡Insolente! -observo mis manos: giran en mil
pedazos.

-Despierta, imbécil, despierta.

-¡Pipí, quiero hacer
pipí!

Divagas. Mezclas el sueño. Sombras. Retazos del
mañana.

Tu mente se contrae. Escuchas el ayer. Llueve.
Sueñas estar dormido pero divagas.

René Claudio Carrasco Maldonado (detenido el 21
de septiembre por funcionarios de Fuerzas Armadas. Era militante
del Partido Socialista. Dirigente sindical del Hospital Roberto
del Río). Andre Jarlan (sacerdote francés asesinado
por carabineros mientras oraba en su habitación).
Víctor Lidio Jara Martínez (casado, padre de una
hija, su cuerpo fue hallado en las cercanías del
Cementerio Metropolitano con cuarenta y cuatro impactos de bala).
José Rosendo Pérez Río (detenido
desaparecido, veinticuatro años, casado, padre de una
hija). Pedro Hugo Pérez Godoy (detenido desaparecido,
quince años, estudiante de enseñanza básica,
sin militancia política). Pedro Emilio Pérez Flores
(asesinado por agentes del Estado). Juan Francisco Peña
Fuenzalida (detenido desaparecido, veinte años, sin
militancia política). Marco Aurelio Reyes Arzola (veinte
años). Raúl Eliseo Moscoso Quiroz (asesinado en la
Casa de la Cultura de Barranca). Iván Nelson Moya Zurita
(detenido desaparecido). Ángel Gabriel Moya Rojas (quince
años, ejecutado por una patrulla militar minutos antes del
toque de queda). Pedro Marín, María Magnet, Manuel
González, Bárbara Uribe, Ricardo Montesinos, Marta
Neumann, Cardenio Hernández, María Martín,
Germán Moreno, Pedro Pedreros. Todos muertos. Todos
torturados. Todos condenados por juicios fantasmas. Juicios
políticos. ¡Muerte! ¡Muerte!
¡Muerte!

Muerte sin nombre sin expediente sin destino.

-…¡Dejadme dormir! ¡No quiero
más visiones! ¡Dejadme en paz!

-…¡Auxilio!

José Manuel Parada y Santiago Natino degollados
en las cercanías de mi casa.

Estas cosas sucedieron mientras observaba las gaviotas
girar en los cielos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

Página siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter