Un tango y un último café –
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Un tango y un último
café
Un tango es una suma de cuentos cuyo tema es tan humano
que permite ser muchas veces repetido, hasta hacerse muchas veces
triste sin llegar jamás a cansar. El tango lleva en
sí todo el palpitar de un verdadero ser humano, es una
vida que deambula siempre cercana al borde del abismo con la
emoción hecha girones. Y lo puedes bailar a tu manera si
tan sólo pones la pasión como paso y ritmo
principal, sin giros ni adornos, siguiendo la apretazón de
ese torrente que te amarra al empuje de la sangre alborotada por
esa persona que baila contigo.
Y quizá el haber escrito en estos días
sobre Borges en el trabajoso cuento "Borgestrasse", que no es
otra cosa que por la vía de Borges, con su tejido de
caminos agobiantes y enloquecidos penetrando entre variados
tiempos, y con sus choques de inventados absurdos y de
intemporales encuentros con los más variados personajes
vistos como al acaso en cualquier esquina dentro de un
inextricable laberinto, de sorpresa en sorpresa, me haya inducido
y desviado a este desplazamiento hacia otras inquietudes y
vivencias en el recuerdo de mis visitas a Buenos
Aires.
Y es gran experiencia arrebujarse con el cariño
en el recuerdo en dicha ciudad, inclusive con sus dibujos de
vías y parques y exasperante tránsito entre las
esquinas más brumosas de su telaraña de barrios
regadas por los crucigramas de la memoria, con sus calles
adoquinadas y húmedas y sus extraordinarios ambientes
donde nada es pequeño, para que sobren los espacios y
reinen las voces, y para que los brazos y las miradas puedan
moverse y girar en libertad sin causar molestias ni
apretujones.
En Buenos Aires se siente el paso de una ciudad
rápida que respira y transcurre de una manera más
amplia que lo usual. Igual a como sucede en Mar del Plata, donde
se puede sentir también, en total aislamiento del mundo,
pero más limpiamente, la purificación del aire que
navega en la brisa, y la inminente compañía del
océano completo que se mece el año entero sin las
borrascas y ciclones tropicales al ritmo de sus aguas
frías. Y para mí, decir Argentina y decir Buenos
Aires es recordar cuando en mis primeros años leía
la revista Billiken del uruguayo Vigil, y me admiraba de que los
del Sur no se precipitasen hacia lo bajo del espacio y más
tarde, entonces ya más hombrecito, conociendo a
José Hernández y su Martín Fierro, y al
soberbio Almafuerte con sus Sonetos medicinales y a
Güiraldes y su Don Segundo Sombra. Y mucho después
sentir que por aquellas calles caminó Cortázar, y
que allí vivió y amó Alfonsina, y que
allí sufrió y murió el inmigrante y
selvático Quiroga, junto con ella, y con Lugones, suicidas
los tres, de corazones argentinos hermanados, por muy uruguayo
que Horacio fuese.
Y recordar a Buenos Aires es sentir en sus arrabales la
soledad del errático paso de Borges, acompañado de
su inseparable paraguas, que debió ser un simulacro de
bastón, y es saber que a tu lado está la corriente
brutal del río La Plata, y que en algún local en
sombras están y esperan por ti los quejidos de los fuelles
del bandoneón y las caricias y acordes de las guitarras en
las noches tangueras y de tragos de un soñado barrio
porteño. Y es para mí, muy especialmente, el regalo
en el recuerdo de escuchar la voz cantante de mi
entrañable amigo "el negro" Argentino Ledesma con su
"Fosforera", y su "Cuartico Azul" y su "Silueta porteña"
retratada en la rítmica milonga que retrata cuando ella
pasa muy alegre con su taquito taconeando en la
vereda.
Y es asistir al Teatro Colón para escuchar el
concierto para violín y orquesta de Tchaykovsky
interpretado por Ruggiero Ricci; y es andar por Florida y
Laballe, y por Corrientes; y por la Boca; y es escuchar los
tangos y zambas, y asistir al espectáculo de las
boleadoras de los gauchos, y sobre todo, pero ésta
más que otras cosas debido a historias personales, no
perder nota del siempre evocador tango "El último
café" de Stamponi y Castillo. Y ya se entenderá con
lo poco dicho que este relato es sencillo y por lo tanto nada
filosófico ni rebuscado. Es simplemente una
acumulación de anécdotas. Porque escuchar ese tango
en la voz del Negro y en la de Edmundo Rivero, con quien
coincidimos en una noche inolvidable, fue en su momento un
privilegio vivido sin posible precio para un agradecimiento
anidado sin posible medida.
El concierto de Ricci en el Colón fue en el
año del Mundial de fútbol, 1978, y el inmenso
teatro había sido remozado a su máxima plenitud y
buen gusto. Reventaba de oros y de terciopelos rojos. Y se
sobraba con una audiencia de colmena suavemente murmuradora con
cientos de personas elegantes a la antigua, de voz baja y andares
despaciosos, la mayoría viendo a la redonda sin precisar
lo que miraban, observando para ver si eran observados a su vez,
luciendo y bebiendo sus copas de champán nacional entre
sorbos de meñiques parados y notas de risas
perfectas.
Las mujeres, de risas "argentinas", sofisticadas y de
vestidos bien escogidos, casi todos negros y largos, y de pieles
y collares bajo los altos peinados y los muchos humos altaneros,
pero muy elegantes y de hermosos y refinados gestos; y los
hombres hasta de sombreros de copa y monóculos, de
pajarillas blancas y negras al cuello, sobre el smoking, opinando
sobre el concierto, y sobre la orquesta y el Director como
verdaderos conocedores del género. Todos con la
desenvoltura certera y con los gestos repetidos y faroleros del
destiempo, inevitables, como costumbres del aparente vivir en
otro siglo y en otro continente. Casi todos como
imitación, pero bien llevada, de lo descrito por Proust en
su inmensa novela de la vida parisina.
Pero de fútbol, que corría
simultáneo en los terrenos del Mundial, a unos pasos de
allí, con la absurda mayor importancia y reconocimiento
fanático que le daban, muy por encima del Aniversario del
Gran Teatro que había escuchado a Caruso y le había
dado apoyo a la exquisitez de Maya Plisétskaya, y cuyo
desarrollo de múltiples partidos se había apoderado
de la vida toda, y que impregnaba y daba color a cada
atmósfera y conversación de la ciudad y del
país entero, para mí, no, nada, gracias, como
inexistente. La fiebre del fútbol, para muchos ineludible,
nunca la he tenido. Me imagino que se debe a que soy
caribeño y profundo admirador de Borges, a quien ese
deporte le resultaba execrable en extremo. Con la
imaginación hice esa atrevida alianza contra el
sentimiento y la identificación nacional del fútbol
en mi complicidad con el amado Maestro Borges. Son once hombres,
decía él, corriendo incansables en calzoncillos
detrás de una pelota. No, agregaba, prefiero leer a De
Quincey.
Pero escuchar ese tango "del último café",
que es el núcleo de esta historia, siempre ha sido para
mí a lo largo de los años, desde mucho antes de
aquellos días del 78, volver a vivir lo imposible que la
muerte impone y que es el estar con "el negro Ledesma" una vez
más en un desteñido y umbroso cafetín de una
barriada porteña, no importa cuál, compartiendo una
noche de linda despreocupación y hermosa amistad para
escuchárselo cantar entre amigos y parrandas. Y
escuchárselo por carambola esa misma noche a Rivero con su
voz de virilidad total y de caverna taciturna.
Y allí agradecérselos con un fuerte abrazo
para ambos y un apretado beso de inmenso cariño en los
cachetes, en un ambiente de bohemia de otro siglo también,
quizá igualmente una caricatura ideática para armar
y ambientar un sueño propio de una época alimentada
por el cine y la imaginación en blanco y negro de alguna
película de Hugo del Carril, de Petrone o de Sandrini, que
se añora con demasiada intensidad, entre gente de trajes
ceñidos y oscuros, y bufandas, y sombreros calados casi
hasta las cejas, y que son siempre copias pero a veces
aproximaciones bien acertadas de la actitud y la pinta del
idolatrado Gardel. Y esto a todos los niveles. Y aferrado a la
satisfacción dejar pasar las horas, esparciendo los
espacios de un sueño que no debiera sucumbir, para
terminar la noche tomando un brandy, seguido de un whiskey, y
otro, y otro brandy más para seguir en calor, y ver y
escuchar fundamentalmente a mi amigo Ledesma riendo y cantando
con aquella simpatía y naturalidad tan suyas.
Nos hubimos de conocer en Caracas, durante una de sus
giras, y la última vez que estuvimos juntos en Buenos
Aires, que fue esa noche de sorpresas, ambos con muchos tragos y
la inevitable falopa de su ambiente y sus placeres, en
torbellinos y calmas entre pecho y espalda, después de
alucinantes visitas a varios locales en rondas y más
rondas por la ciudad. Eran tan enloquecidos los recorridos que se
montaba muerto de risa en las aceras con las ruedas del
automóvil. Hasta llegar a nuestro destino, para que
acompañado de guitarras en esa ocasión me cantara
ese exquisito tango en el llamado bar de Pichuco, mote de Anibal
Troilo, un histórico local ineludible. Las guitarras y
él llenaban plenamente el espacio.
Aún puedo escucharlo con su hermosa y potente voz
superando las rutas del tiempo y superando también con el
mejor gusto de interpretación la letra y la melodía
de la hermosa canción: "Del último café,-
que tus labios con frío,- pidieron esa vez,- con la voz de
un suspiro,- Recuerdo tu desdén,- te evoco sin
razón,- Te escucho sin que estés,- Lo nuestro
terminó, dijiste en un adiós, de azúcar y de
hiel – Lo mismo que el café, que el adiós, que el
olvido…". Maravilloso, sin una simple
mácula.
Y esa misma noche, ya tarde, fue que se presentaron
Alberto Cortés y Edmundo Rivero, ajustados al
espíritu de la bohemia porteña en voces y actitud y
con deseos de que la noche no terminara nunca. Y también
cantaron. Rivero cantó "Sur", entre otras y el tango de
marras, parado junto a nosotros, tan enorme como era, con el
acompañamiento acostumbrado del local. Y Cortés con
su hermosa guitarra, sentado a la mesa, cantó lo mejor de
su repertorio a petición del Negro y tan sólo para
que los tres se acompañaran y gentilmente me halagaran con
sus canciones y tangos y zambas. "Cuando un amigo se va"
sonó esa noche como nunca antes,
Y allí nos quedamos, aferrados a las solapas de
las altas horas de la madrugada, reteniéndola, para que se
detuviese renegando del sol y no desmayara con intención
de retirarse, y para que no naciera el cansancio, y para que no
se agotaran los tragos y la música. Hasta un enorme bombo
legüero apareció como una presencia de encantamiento
colgando en el pecho de un hombre pequeño y liviano, y
narizón, que no dijo una palabra en horas de estar
allí viéndonos y escuchándonos hablar y
rememorar. El pequeñín tan sólo miraba, con
cara de un eterno trasnocho en la incipiente barba y en las
ojeras hundidas entre sus facciones agudas y las cejas muy
pobladas y renegridas, cual un siciliano desperdigado, que en su
turno parecía estremecerse junto con el cuero cuando lo
hacía retumbar con sus golpes en el escaso local de difusa
luz. Se sentía el espíritu, y el latir, y el ritmo
y la armonía de Tucumán y de Santiago del Estero,
con la Argentina toda en cada golpe que el seco
pequeñín daba con el mazo contra el cuero del
tambor para recordarnos también las Pampas, y los gauchos
y la Tierra del Fuego. Una aventura sin posible
olvido.
Pero nada de esto sería trascendental, ni digno
de contar, si no fuese porque después, mucho
después, y muy significativo para mí, a miles de
millas y de costumbres de distancia, ya en mi país, no
sucediera que separándome de mi última
compañera, viviendo en otra noche mi propio tango de
tristeza, y la perversa emboscada de una conversación
espinosa de inevitables reproches y reclamos en otro
cafetín, estando sentados a una mesa ante el inevitable
colofón y suspenso de ruptura que se había abierto
ya hacía algún tiempo, pero que no se terminaba de
aceptar, se dijo como en la letra del tango del bendito
café: "lo nuestro terminó".
Pero esta vez las palabras se enfrentaban como cortadas
por navajas sobre una mesa vacía, sin tazas, sin
azúcar y sin café, sin recuerdos agradables, sin mi
acostumbrado trago, y sin guitarras ni bandoneón, pero
sí con mucha hiel y más desdén y
altanería de lo esperado flotando en el espacio.
Simplemente una separación vulgar y mal encarada. Y muy
paciente no me sentí "morir de pie", ni nada por el
estilo, ni por aproximación, como también dice el
tango. No, sentí que una corriente desconocida me bajaba
por el pecho y me aligeraba el vivir. Pero sí me
alcanzaron sin hacerme daño los zarpazos y los gestos de
una a medias mentida indiferencia que me llegaba con
intención de bofetadas y que no quería mostrar ni
aceptar sus heridas.
Y era sencillo. Hería el presente y no el pasado.
Hería la manera y no lo que estuvo en el fondo. Y
aprendí de los límites de la impiedad y del
frío más despiadado que latían en esos
gestos y esas mentiras que nunca antes pude percibir como
posibles y que durante años respiraron a mi lado. Y de mi
parte, agradecido de tanta liberación, sentí
bruscamente el alivio de vivir la muerte de un posible y
orgulloso rencor que hubiese podido nacer en mí y que
nunca llegó a asentarse más adentro, que estuvo por
un instante presente pero al final brotando en un aliento de
fuerza sedosa desde el centro del pecho, para quedar de una vez
seco de esa pasión y de su equivocadamente esperado
padecimiento. Pude ver la verdad en un instante de una mirada que
en un descuido lo dijo todo sin pretenderlo. Seguramente mi
actitud fue similar y habló en el mismo idioma para que
ella llegase a iguales conclusiones. Ojalá que haya sido
así para que también lograse su liberación.
Todo tiene dos orillas. Y las conclusiones a las que llegan los
demás también.
Y de paso aprendí en esta experiencia, como un
mazazo, que no se debe llorar por quien nunca podrá llorar
por ti. Y entonces no lloré. Y después, tampoco. Y
no creo que en un futuro lo haga. En ese último encuentro
lo vi todo muy claro en la reciprocidad de las miradas y en la
dureza de la voces. Y aunque era muy poco lo que quedaba, cual
raíces también secas, allí sucumbió
ese resto de amor que en mi pecho a esas alturas no causó
tormento alguno. Quizá el vacío del
desengaño que sentí fue más profundo y
liberador que la aparente pérdida de una mujer tan bella,
con la que culminaba un adiós tan hondo en ese instante de
esa separación sin retorno que por mi parte no dejaba
encono alguno.
Después ya no supe más, ni quise saberlo,
ni me interesaba, ni busqué explicaciones. Ni hoy me
interesa. Después tan sólo necesitaba una mayor
distancia en las tinieblas del olvido y un no saber nunca
más de esa piel, ni de esa boca, ni de ese inventar
excusas, ni de inútiles reproches, ni de reencuentros. Ya
después, poco tiempo después, no necesitaba el agua
de ese manantial y hasta la magia de ese sexo tanta veces
satisfactorio ya mentalmente rechazaba. Ese querido tango del
último café, de verdad latiendo y dando voces
dentro de mí por tanto tiempo, desde el primer día
que lo escuché, afincándose,
enseñándome, dando campanadas, me había
preparado el camino sin yo saberlo ni presentirlo para superar
con calma ese momento que viví y que había
imaginado como un golpe muchísimo más duro de lo
que nunca llegó a ser. Después de esa fractura
sentía los hombros más ligeros y que el agobio
había volado hacia una nada.
Y allí, en aquel local donde nos miramos por
última vez, llegué a verla como entre penumbras al
final de un túnel, como a una extraña, y de
allí me fui, tras una última mirada de despedida y
asentimiento que la recorrió de pies a cabeza en la
posición en que estaba sentada a la mesa vacía,
junto con la noche y el espíritu del movimiento de ese
otro cafetín y de su callado bullicio que simulaba
desplazarse como una burla en cámara lenta. En mi sentir
de ausencia veía que las bocas hablaban sin soltar
palabras. Los instrumentos sonaban sin música alguna. Las
parejas bailaban al compás de la memoria.
Y me fui sin decir otra palabra, tranquilamente,
caminando sin voltear a verla "una vez más", como la mente
pedía, como sería lo normal cuando algo se pierde y
duele aunque sea muy poco. No, me alejé aliviado aspirando
mi cigarrillo y con las penas ahora guardadas en los bolsillos. Y
me fui, como condescendiendo y entregándole la
razón, no queriendo tener ni la posibilidad de más
enfrentamientos, interpretando a un hastiado culpable que ya no
quería herir ni que lo hirieran más. Y salí.
Y me alejé, sin apuro, por una estrecha acera, sintiendo
en la cara el fresco de la noche, hasta entrar en otro local
más que conocido, en la misma calle, a tres cuadras, ahora
sí a tomar un café a la salud de mi querido Ledesma
y de los compositores del excelente tango que tanto me
había marcado y preparado para ese momento. En mi caminar
por la acera no dejaba de tararearlo entre irónicas
sonrisas. "El ultimo café, lararí
laralára".
Y después, recostado a la barra del nuevo
cafetín, frente a la taza, y observando el ambiente, no
muy distinto a los de tantos otros que he conocido, que
resultó ser un punto de partida hacia otra vida, sin aquel
lastre de emociones que en un momento dado tanto llegó a
pesar y que dejé atrás, disfruté cual si
fuese un néctar de alivio ese otro café que no fue
amargo y que ni remotamente sería el
último.
Y así hasta que más tarde, sonriendo
satisfecho, con ese sabor del café puro en la lengua, y en
el placer de la mente, ir a la puerta y salir de nuevo a la noche
y a las posibilidades que trajera el viento. Y afuera
seguía el movimiento de mi ciudad, lejos de Buenos Aires.
Sin lugar a dudas que la vida no se había detenido. Tan
sólo la noche no era tan oscura y la niebla era para
mí menos espesa. Y me alegré al sentir mirando
hacia atrás, y ver los desperdicios, que ya no se
podrían recoger ni juntar los pedazos que quedaron regados
y perdidos en el camino si acaso alguno pretendiera rehacer una
destruida armazón de pasiones y desengaños y
mentiras que por suerte nunca más regresaría. Todo
estaba pisoteado y en ruinas. Y aprendí algo más:
como por magia después de la mortandad nada de lo ocurrido
tenía la menor importancia. No la tenía ella. No la
tenía yo. Ni lo que ambos supuestamente habíamos
perdido. El alma cicatriza como ninguna otra cosa. Quedaba
abierto el espacio de la libertad para nuevas ilusiones, que
sí tenía la mayor trascendencia.
Nunca más nos hemos encontrado. Quizá
algún día sucederá, y también es
posible que acaso ella llegue a leer este relato y alcance a
reconocerse. Pero lo dudo, pensará que se trata de otra
historia y de otro tango. O seguramente, con el paso de los
años y el roce de otras pasiones, tendrá por su
lado una nueva canción que la colmará de recuerdos
y nostalgias. Igual a como yo podría tener una diferente.
Pero no, tengo la mía, la de siempre, si acaso un siempre
como ése se puede medir por cuarenta años. Y dudo
que en el futuro pueda ser otra. No, no ha podido ser otra, es la
misma de antes, la de Ledesma y el determinante café.
Tango que aún no me he cansado de repetir en mi
desentonada pero agradecida manera interna: "Del último
café, que tus labios con frío, pidieron esa vez,
con la voz de un suspiro…". Pudiera repetirla millones de
veces, porque significa para mí, y me gusta, millones de
veces más que cualquier otra.
Autor:
Luis B Martinez