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Un tango y un último café (cuento)




Enviado por luis b martinez




    Un tango y un último café
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    Un tango y un último
    café

    Un tango es una suma de cuentos cuyo tema es tan humano
    que permite ser muchas veces repetido, hasta hacerse muchas veces
    triste sin llegar jamás a cansar. El tango lleva en
    sí todo el palpitar de un verdadero ser humano, es una
    vida que deambula siempre cercana al borde del abismo con la
    emoción hecha girones. Y lo puedes bailar a tu manera si
    tan sólo pones la pasión como paso y ritmo
    principal, sin giros ni adornos, siguiendo la apretazón de
    ese torrente que te amarra al empuje de la sangre alborotada por
    esa persona que baila contigo.

    Y quizá el haber escrito en estos días
    sobre Borges en el trabajoso cuento "Borgestrasse", que no es
    otra cosa que por la vía de Borges, con su tejido de
    caminos agobiantes y enloquecidos penetrando entre variados
    tiempos, y con sus choques de inventados absurdos y de
    intemporales encuentros con los más variados personajes
    vistos como al acaso en cualquier esquina dentro de un
    inextricable laberinto, de sorpresa en sorpresa, me haya inducido
    y desviado a este desplazamiento hacia otras inquietudes y
    vivencias en el recuerdo de mis visitas a Buenos
    Aires.

    Y es gran experiencia arrebujarse con el cariño
    en el recuerdo en dicha ciudad, inclusive con sus dibujos de
    vías y parques y exasperante tránsito entre las
    esquinas más brumosas de su telaraña de barrios
    regadas por los crucigramas de la memoria, con sus calles
    adoquinadas y húmedas y sus extraordinarios ambientes
    donde nada es pequeño, para que sobren los espacios y
    reinen las voces, y para que los brazos y las miradas puedan
    moverse y girar en libertad sin causar molestias ni
    apretujones.

    En Buenos Aires se siente el paso de una ciudad
    rápida que respira y transcurre de una manera más
    amplia que lo usual. Igual a como sucede en Mar del Plata, donde
    se puede sentir también, en total aislamiento del mundo,
    pero más limpiamente, la purificación del aire que
    navega en la brisa, y la inminente compañía del
    océano completo que se mece el año entero sin las
    borrascas y ciclones tropicales al ritmo de sus aguas
    frías. Y para mí, decir Argentina y decir Buenos
    Aires es recordar cuando en mis primeros años leía
    la revista Billiken del uruguayo Vigil, y me admiraba de que los
    del Sur no se precipitasen hacia lo bajo del espacio y más
    tarde, entonces ya más hombrecito, conociendo a
    José Hernández y su Martín Fierro, y al
    soberbio Almafuerte con sus Sonetos medicinales y a
    Güiraldes y su Don Segundo Sombra. Y mucho después
    sentir que por aquellas calles caminó Cortázar, y
    que allí vivió y amó Alfonsina, y que
    allí sufrió y murió el inmigrante y
    selvático Quiroga, junto con ella, y con Lugones, suicidas
    los tres, de corazones argentinos hermanados, por muy uruguayo
    que Horacio fuese.

    Y recordar a Buenos Aires es sentir en sus arrabales la
    soledad del errático paso de Borges, acompañado de
    su inseparable paraguas, que debió ser un simulacro de
    bastón, y es saber que a tu lado está la corriente
    brutal del río La Plata, y que en algún local en
    sombras están y esperan por ti los quejidos de los fuelles
    del bandoneón y las caricias y acordes de las guitarras en
    las noches tangueras y de tragos de un soñado barrio
    porteño. Y es para mí, muy especialmente, el regalo
    en el recuerdo de escuchar la voz cantante de mi
    entrañable amigo "el negro" Argentino Ledesma con su
    "Fosforera", y su "Cuartico Azul" y su "Silueta porteña"
    retratada en la rítmica milonga que retrata cuando ella
    pasa muy alegre con su taquito taconeando en la
    vereda.

    Y es asistir al Teatro Colón para escuchar el
    concierto para violín y orquesta de Tchaykovsky
    interpretado por Ruggiero Ricci; y es andar por Florida y
    Laballe, y por Corrientes; y por la Boca; y es escuchar los
    tangos y zambas, y asistir al espectáculo de las
    boleadoras de los gauchos, y sobre todo, pero ésta
    más que otras cosas debido a historias personales, no
    perder nota del siempre evocador tango "El último
    café" de Stamponi y Castillo. Y ya se entenderá con
    lo poco dicho que este relato es sencillo y por lo tanto nada
    filosófico ni rebuscado. Es simplemente una
    acumulación de anécdotas. Porque escuchar ese tango
    en la voz del Negro y en la de Edmundo Rivero, con quien
    coincidimos en una noche inolvidable, fue en su momento un
    privilegio vivido sin posible precio para un agradecimiento
    anidado sin posible medida.

    El concierto de Ricci en el Colón fue en el
    año del Mundial de fútbol, 1978, y el inmenso
    teatro había sido remozado a su máxima plenitud y
    buen gusto. Reventaba de oros y de terciopelos rojos. Y se
    sobraba con una audiencia de colmena suavemente murmuradora con
    cientos de personas elegantes a la antigua, de voz baja y andares
    despaciosos, la mayoría viendo a la redonda sin precisar
    lo que miraban, observando para ver si eran observados a su vez,
    luciendo y bebiendo sus copas de champán nacional entre
    sorbos de meñiques parados y notas de risas
    perfectas.

    Las mujeres, de risas "argentinas", sofisticadas y de
    vestidos bien escogidos, casi todos negros y largos, y de pieles
    y collares bajo los altos peinados y los muchos humos altaneros,
    pero muy elegantes y de hermosos y refinados gestos; y los
    hombres hasta de sombreros de copa y monóculos, de
    pajarillas blancas y negras al cuello, sobre el smoking, opinando
    sobre el concierto, y sobre la orquesta y el Director como
    verdaderos conocedores del género. Todos con la
    desenvoltura certera y con los gestos repetidos y faroleros del
    destiempo, inevitables, como costumbres del aparente vivir en
    otro siglo y en otro continente. Casi todos como
    imitación, pero bien llevada, de lo descrito por Proust en
    su inmensa novela de la vida parisina.

    Pero de fútbol, que corría
    simultáneo en los terrenos del Mundial, a unos pasos de
    allí, con la absurda mayor importancia y reconocimiento
    fanático que le daban, muy por encima del Aniversario del
    Gran Teatro que había escuchado a Caruso y le había
    dado apoyo a la exquisitez de Maya Plisétskaya, y cuyo
    desarrollo de múltiples partidos se había apoderado
    de la vida toda, y que impregnaba y daba color a cada
    atmósfera y conversación de la ciudad y del
    país entero, para mí, no, nada, gracias, como
    inexistente. La fiebre del fútbol, para muchos ineludible,
    nunca la he tenido. Me imagino que se debe a que soy
    caribeño y profundo admirador de Borges, a quien ese
    deporte le resultaba execrable en extremo. Con la
    imaginación hice esa atrevida alianza contra el
    sentimiento y la identificación nacional del fútbol
    en mi complicidad con el amado Maestro Borges. Son once hombres,
    decía él, corriendo incansables en calzoncillos
    detrás de una pelota. No, agregaba, prefiero leer a De
    Quincey.

    Pero escuchar ese tango "del último café",
    que es el núcleo de esta historia, siempre ha sido para
    mí a lo largo de los años, desde mucho antes de
    aquellos días del 78, volver a vivir lo imposible que la
    muerte impone y que es el estar con "el negro Ledesma" una vez
    más en un desteñido y umbroso cafetín de una
    barriada porteña, no importa cuál, compartiendo una
    noche de linda despreocupación y hermosa amistad para
    escuchárselo cantar entre amigos y parrandas. Y
    escuchárselo por carambola esa misma noche a Rivero con su
    voz de virilidad total y de caverna taciturna.

    Y allí agradecérselos con un fuerte abrazo
    para ambos y un apretado beso de inmenso cariño en los
    cachetes, en un ambiente de bohemia de otro siglo también,
    quizá igualmente una caricatura ideática para armar
    y ambientar un sueño propio de una época alimentada
    por el cine y la imaginación en blanco y negro de alguna
    película de Hugo del Carril, de Petrone o de Sandrini, que
    se añora con demasiada intensidad, entre gente de trajes
    ceñidos y oscuros, y bufandas, y sombreros calados casi
    hasta las cejas, y que son siempre copias pero a veces
    aproximaciones bien acertadas de la actitud y la pinta del
    idolatrado Gardel. Y esto a todos los niveles. Y aferrado a la
    satisfacción dejar pasar las horas, esparciendo los
    espacios de un sueño que no debiera sucumbir, para
    terminar la noche tomando un brandy, seguido de un whiskey, y
    otro, y otro brandy más para seguir en calor, y ver y
    escuchar fundamentalmente a mi amigo Ledesma riendo y cantando
    con aquella simpatía y naturalidad tan suyas.

    Nos hubimos de conocer en Caracas, durante una de sus
    giras, y la última vez que estuvimos juntos en Buenos
    Aires, que fue esa noche de sorpresas, ambos con muchos tragos y
    la inevitable falopa de su ambiente y sus placeres, en
    torbellinos y calmas entre pecho y espalda, después de
    alucinantes visitas a varios locales en rondas y más
    rondas por la ciudad. Eran tan enloquecidos los recorridos que se
    montaba muerto de risa en las aceras con las ruedas del
    automóvil. Hasta llegar a nuestro destino, para que
    acompañado de guitarras en esa ocasión me cantara
    ese exquisito tango en el llamado bar de Pichuco, mote de Anibal
    Troilo, un histórico local ineludible. Las guitarras y
    él llenaban plenamente el espacio.

    Aún puedo escucharlo con su hermosa y potente voz
    superando las rutas del tiempo y superando también con el
    mejor gusto de interpretación la letra y la melodía
    de la hermosa canción: "Del último café,-
    que tus labios con frío,- pidieron esa vez,- con la voz de
    un suspiro,- Recuerdo tu desdén,- te evoco sin
    razón,- Te escucho sin que estés,- Lo nuestro
    terminó, dijiste en un adiós, de azúcar y de
    hiel – Lo mismo que el café, que el adiós, que el
    olvido…". Maravilloso, sin una simple
    mácula.

    Y esa misma noche, ya tarde, fue que se presentaron
    Alberto Cortés y Edmundo Rivero, ajustados al
    espíritu de la bohemia porteña en voces y actitud y
    con deseos de que la noche no terminara nunca. Y también
    cantaron. Rivero cantó "Sur", entre otras y el tango de
    marras, parado junto a nosotros, tan enorme como era, con el
    acompañamiento acostumbrado del local. Y Cortés con
    su hermosa guitarra, sentado a la mesa, cantó lo mejor de
    su repertorio a petición del Negro y tan sólo para
    que los tres se acompañaran y gentilmente me halagaran con
    sus canciones y tangos y zambas. "Cuando un amigo se va"
    sonó esa noche como nunca antes,

    Y allí nos quedamos, aferrados a las solapas de
    las altas horas de la madrugada, reteniéndola, para que se
    detuviese renegando del sol y no desmayara con intención
    de retirarse, y para que no naciera el cansancio, y para que no
    se agotaran los tragos y la música. Hasta un enorme bombo
    legüero apareció como una presencia de encantamiento
    colgando en el pecho de un hombre pequeño y liviano, y
    narizón, que no dijo una palabra en horas de estar
    allí viéndonos y escuchándonos hablar y
    rememorar. El pequeñín tan sólo miraba, con
    cara de un eterno trasnocho en la incipiente barba y en las
    ojeras hundidas entre sus facciones agudas y las cejas muy
    pobladas y renegridas, cual un siciliano desperdigado, que en su
    turno parecía estremecerse junto con el cuero cuando lo
    hacía retumbar con sus golpes en el escaso local de difusa
    luz. Se sentía el espíritu, y el latir, y el ritmo
    y la armonía de Tucumán y de Santiago del Estero,
    con la Argentina toda en cada golpe que el seco
    pequeñín daba con el mazo contra el cuero del
    tambor para recordarnos también las Pampas, y los gauchos
    y la Tierra del Fuego. Una aventura sin posible
    olvido.

    Pero nada de esto sería trascendental, ni digno
    de contar, si no fuese porque después, mucho
    después, y muy significativo para mí, a miles de
    millas y de costumbres de distancia, ya en mi país, no
    sucediera que separándome de mi última
    compañera, viviendo en otra noche mi propio tango de
    tristeza, y la perversa emboscada de una conversación
    espinosa de inevitables reproches y reclamos en otro
    cafetín, estando sentados a una mesa ante el inevitable
    colofón y suspenso de ruptura que se había abierto
    ya hacía algún tiempo, pero que no se terminaba de
    aceptar, se dijo como en la letra del tango del bendito
    café: "lo nuestro terminó".

    Pero esta vez las palabras se enfrentaban como cortadas
    por navajas sobre una mesa vacía, sin tazas, sin
    azúcar y sin café, sin recuerdos agradables, sin mi
    acostumbrado trago, y sin guitarras ni bandoneón, pero
    sí con mucha hiel y más desdén y
    altanería de lo esperado flotando en el espacio.
    Simplemente una separación vulgar y mal encarada. Y muy
    paciente no me sentí "morir de pie", ni nada por el
    estilo, ni por aproximación, como también dice el
    tango. No, sentí que una corriente desconocida me bajaba
    por el pecho y me aligeraba el vivir. Pero sí me
    alcanzaron sin hacerme daño los zarpazos y los gestos de
    una a medias mentida indiferencia que me llegaba con
    intención de bofetadas y que no quería mostrar ni
    aceptar sus heridas.

    Y era sencillo. Hería el presente y no el pasado.
    Hería la manera y no lo que estuvo en el fondo. Y
    aprendí de los límites de la impiedad y del
    frío más despiadado que latían en esos
    gestos y esas mentiras que nunca antes pude percibir como
    posibles y que durante años respiraron a mi lado. Y de mi
    parte, agradecido de tanta liberación, sentí
    bruscamente el alivio de vivir la muerte de un posible y
    orgulloso rencor que hubiese podido nacer en mí y que
    nunca llegó a asentarse más adentro, que estuvo por
    un instante presente pero al final brotando en un aliento de
    fuerza sedosa desde el centro del pecho, para quedar de una vez
    seco de esa pasión y de su equivocadamente esperado
    padecimiento. Pude ver la verdad en un instante de una mirada que
    en un descuido lo dijo todo sin pretenderlo. Seguramente mi
    actitud fue similar y habló en el mismo idioma para que
    ella llegase a iguales conclusiones. Ojalá que haya sido
    así para que también lograse su liberación.
    Todo tiene dos orillas. Y las conclusiones a las que llegan los
    demás también.

    Y de paso aprendí en esta experiencia, como un
    mazazo, que no se debe llorar por quien nunca podrá llorar
    por ti. Y entonces no lloré. Y después, tampoco. Y
    no creo que en un futuro lo haga. En ese último encuentro
    lo vi todo muy claro en la reciprocidad de las miradas y en la
    dureza de la voces. Y aunque era muy poco lo que quedaba, cual
    raíces también secas, allí sucumbió
    ese resto de amor que en mi pecho a esas alturas no causó
    tormento alguno. Quizá el vacío del
    desengaño que sentí fue más profundo y
    liberador que la aparente pérdida de una mujer tan bella,
    con la que culminaba un adiós tan hondo en ese instante de
    esa separación sin retorno que por mi parte no dejaba
    encono alguno.

    Después ya no supe más, ni quise saberlo,
    ni me interesaba, ni busqué explicaciones. Ni hoy me
    interesa. Después tan sólo necesitaba una mayor
    distancia en las tinieblas del olvido y un no saber nunca
    más de esa piel, ni de esa boca, ni de ese inventar
    excusas, ni de inútiles reproches, ni de reencuentros. Ya
    después, poco tiempo después, no necesitaba el agua
    de ese manantial y hasta la magia de ese sexo tanta veces
    satisfactorio ya mentalmente rechazaba. Ese querido tango del
    último café, de verdad latiendo y dando voces
    dentro de mí por tanto tiempo, desde el primer día
    que lo escuché, afincándose,
    enseñándome, dando campanadas, me había
    preparado el camino sin yo saberlo ni presentirlo para superar
    con calma ese momento que viví y que había
    imaginado como un golpe muchísimo más duro de lo
    que nunca llegó a ser. Después de esa fractura
    sentía los hombros más ligeros y que el agobio
    había volado hacia una nada.

    Y allí, en aquel local donde nos miramos por
    última vez, llegué a verla como entre penumbras al
    final de un túnel, como a una extraña, y de
    allí me fui, tras una última mirada de despedida y
    asentimiento que la recorrió de pies a cabeza en la
    posición en que estaba sentada a la mesa vacía,
    junto con la noche y el espíritu del movimiento de ese
    otro cafetín y de su callado bullicio que simulaba
    desplazarse como una burla en cámara lenta. En mi sentir
    de ausencia veía que las bocas hablaban sin soltar
    palabras. Los instrumentos sonaban sin música alguna. Las
    parejas bailaban al compás de la memoria.

    Y me fui sin decir otra palabra, tranquilamente,
    caminando sin voltear a verla "una vez más", como la mente
    pedía, como sería lo normal cuando algo se pierde y
    duele aunque sea muy poco. No, me alejé aliviado aspirando
    mi cigarrillo y con las penas ahora guardadas en los bolsillos. Y
    me fui, como condescendiendo y entregándole la
    razón, no queriendo tener ni la posibilidad de más
    enfrentamientos, interpretando a un hastiado culpable que ya no
    quería herir ni que lo hirieran más. Y salí.
    Y me alejé, sin apuro, por una estrecha acera, sintiendo
    en la cara el fresco de la noche, hasta entrar en otro local
    más que conocido, en la misma calle, a tres cuadras, ahora
    sí a tomar un café a la salud de mi querido Ledesma
    y de los compositores del excelente tango que tanto me
    había marcado y preparado para ese momento. En mi caminar
    por la acera no dejaba de tararearlo entre irónicas
    sonrisas. "El ultimo café, lararí
    laralára".

    Y después, recostado a la barra del nuevo
    cafetín, frente a la taza, y observando el ambiente, no
    muy distinto a los de tantos otros que he conocido, que
    resultó ser un punto de partida hacia otra vida, sin aquel
    lastre de emociones que en un momento dado tanto llegó a
    pesar y que dejé atrás, disfruté cual si
    fuese un néctar de alivio ese otro café que no fue
    amargo y que ni remotamente sería el
    último.

    Y así hasta que más tarde, sonriendo
    satisfecho, con ese sabor del café puro en la lengua, y en
    el placer de la mente, ir a la puerta y salir de nuevo a la noche
    y a las posibilidades que trajera el viento. Y afuera
    seguía el movimiento de mi ciudad, lejos de Buenos Aires.
    Sin lugar a dudas que la vida no se había detenido. Tan
    sólo la noche no era tan oscura y la niebla era para
    mí menos espesa. Y me alegré al sentir mirando
    hacia atrás, y ver los desperdicios, que ya no se
    podrían recoger ni juntar los pedazos que quedaron regados
    y perdidos en el camino si acaso alguno pretendiera rehacer una
    destruida armazón de pasiones y desengaños y
    mentiras que por suerte nunca más regresaría. Todo
    estaba pisoteado y en ruinas. Y aprendí algo más:
    como por magia después de la mortandad nada de lo ocurrido
    tenía la menor importancia. No la tenía ella. No la
    tenía yo. Ni lo que ambos supuestamente habíamos
    perdido. El alma cicatriza como ninguna otra cosa. Quedaba
    abierto el espacio de la libertad para nuevas ilusiones, que
    sí tenía la mayor trascendencia.

    Nunca más nos hemos encontrado. Quizá
    algún día sucederá, y también es
    posible que acaso ella llegue a leer este relato y alcance a
    reconocerse. Pero lo dudo, pensará que se trata de otra
    historia y de otro tango. O seguramente, con el paso de los
    años y el roce de otras pasiones, tendrá por su
    lado una nueva canción que la colmará de recuerdos
    y nostalgias. Igual a como yo podría tener una diferente.
    Pero no, tengo la mía, la de siempre, si acaso un siempre
    como ése se puede medir por cuarenta años. Y dudo
    que en el futuro pueda ser otra. No, no ha podido ser otra, es la
    misma de antes, la de Ledesma y el determinante café.
    Tango que aún no me he cansado de repetir en mi
    desentonada pero agradecida manera interna: "Del último
    café, que tus labios con frío, pidieron esa vez,
    con la voz de un suspiro…". Pudiera repetirla millones de
    veces, porque significa para mí, y me gusta, millones de
    veces más que cualquier otra.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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