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¿Es posible la felicidad en nuestro mundo cultural y natural?




Enviado por Luis Ángel Rios



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. Introducción
  2. El universo cultural
  3. El universo natural
  4. Conclusión

Introducción

En el presente ensayo me propongo, sin pretensiones de hondura sociológica, antropológica, epistemológica y filosófica, disertar, con fundamento en mis estudios, investigaciones, lecturas y razonamientos, sobre la dificultad de conquistar la felicidad en nuestro mundo cultural y natural, con sus acríticas costumbres, tradiciones, convencionalismos y condicionamientos sociales; la fragilidad de nuestra mísera condición humana ante el rigor de la naturaleza exterior; nuestro convulso universo interior o emotivo; y la cultura monogámica ante la naturaleza poligámica. Aunque el concepto de felicidad es abstracto, y no sabemos con la debida certeza qué es la felicidad, debemos buscarla, porque su conquista es el fin primordial o suprimo de nuestra existencia. El hecho de que no sepamos qué es la felicidad, no implica que no la busquemos e investiguemos que factores pueden dificultar dicha búsqueda.

El documento consta de dos partes: el universo cultural y el universo natural. En la primera se reflexiona sobre los inconvenientes del quehacer cultural, con sus costumbres, tradiciones, convencionalismos y otros condicionamientos sociales y culturales. En la segunda se diserta sobre la miserable condición humana, tan frágil y deleznable, ante la insondable naturaleza; sobre el complejo universo de las pasiones, desde la filosofía y la ciencia; y, finalmente, sobre el modelo de relación monogámico, impuesto culturalmente en contra de la condición natural poligámica. No me extenderé en la disertación sobre el universo cultural. El discurso o narrativa sobre el universo natural será más amplio, principalmente en el tema de las emociones, la monogamia y la poligamia. En el terreno de las emociones ahondaré en los planteamientos del filósofo Baruch Spinoza, considerado como el antecesor de la neurociencia; del sicólogo Daniel Goleman, quien aborda el problema de la inteligencia emocional; y del neurofisiólogo Antonio Damasio, encargado de estudiar las emociones y los sentimientos desde la neurobiología. Así mismo, me extenderé en la reflexión sobre los inconvenientes que se presentan en la convivencia en pareja por el hecho de ser seres poligámicos por naturaleza, condicionados en una cultura monogámica.

Es pertinente aclarar que no pretendo imponer la "verdad" de los autores consultados, ni mi "verdad"; tan solo me anima la modesta intención de disertar sobre estos aspectos, que, a mi juicio, pueden convertirse en inconvenientes para la esquiva conquista de la felicidad. Es posible que muchos no estén de acuerdo con mi disertación, porque cada quien tiene su cosmovisión de la felicidad y de su manera de buscarla. Lo importante es que podamos expresar libremente nuestros pensamientos en una sociedad pluralista, diversa, incluyente y democrática; así los demás estén de acuerdo o en desacuerdo.

PRIMERA PARTE

El universo cultural

1 El quehacer cultural y sus inconvenientes

La finalidad suprema del ser humano es ser feliz. Sin embargo, algunos estilos de vida establecidos por nuestra cultura, "con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata"[1], dificultan la búsqueda de la felicidad.

La cultura, que es producto de la actividad práctica y teórica de la humanidad, de una u otra manera, encadena a las personas, sin que éstas puedan liberarse a pesar de sus grandes esfuerzos. Consciente de que la cultura era una cárcel construida por el ser humano, Rousseau sostenía en El contrato social[2]que siendo el hombre libre por naturaleza, andaba por doquier encadenado. A pesar de que el hombre ansía la libertad, ama la esclavitud. "Es bueno repetir frecuentemente que el hombre es un ser lleno de contradicciones que se mantiene en situación conflictiva consigo mismo. El hombre busca la libertad. Hay en su interior un ansia inmensa de libertad. Y sin embargo, no sólo cae fácilmente en la esclavitud, sino que inclusive ama la esclavitud. El hombre es un rey y un esclavo"[3]. La cultura es una cárcel, sentenció el poeta Pier Paolo Pasoilini; sentencia que coincide con Goethe, "para quien toda cultura es una prisión cuyas rejas ofuscan a los transeúntes, y el prisionero, el que se cultiva, choca contra sí mismo…"[4].

Es evidente que la cultura se construye sobre la renuncia de lo pulsional o de la insatisfacción instintiva. La cultura, en cierto sentido, se constituye en el instrumento o mecanismo artificial para someter, dominar, controlar, atemperar o refrenar las emociones, sentimientos o pasiones. En este horizonte, Freud la define como el "conjunto de las normas restrictivas de los impulsos humanos, sexuales o agresivos, exigidas para mantener el orden social"[5].

La cultura es ambigua en cuanto se dan antinomias entre ésta y el poder, la felicidad, los instintos; "antinomias que se ven corroboradas cuando vemos la cultura como forma de dominación y de imposición…"[6]. Los instintos, que predominan en la conducta humana, son "patrones innatos de comportamiento determinado biológicamente"[7]. Lo instintivo es autógeno en el ser humano, es decir, originado por sí mismo. "Su aparición no depende de que lo queramos o no"[8]. Lo instintivo o pasional (deseos en la mitología griega), además de pertenecer a la naturaleza o esencia humana, es el motor del ser y del quehacer humano. Como los instintos son difíciles de someter racionalmente, nos determinan en mucho de lo que somos y hacemos. Vivimos con ellos y para ellos. Con evidente sabiduría nos advirtió el genial Baruch Spinoza que "nadie vive sin una vida interior de fantasías, sueños, pasiones y anhelo del amor"[9]. Los instintos son las fuerzas que actúan tras las tensiones causadas por las necesidades del ello. "Son esencialmente conservadores ya que, de todo estado que un ser vivo alcanza, surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido abandonado"[10]. Los instintos son concebidos como "una inclinación innata que conduce a la conservación de la existencia y de modo de vida"[11]. El psiquiatra Luis Carlos Restrepo Ramírez advierte que "las fuerzas de la vida no pueden ser eclipsadas por más que lo intente la cultura, pues lo negado por el lenguaje conceptual aparece con más ímpetu a través del lenguaje corporal, cual fuerza rebelde y autónoma que obliga a la escisión del individuo y de la sociedad"[12]. Ernesto Sábato dice que "las fuerzas del cuerpo y de la tierra son invencibles y cuando son reprimidas, reaparecen con el resentimiento de los perseguidos"[13]. Los investigadores científicos los agrupan en diversas clasificaciones, entre las que se destaca la de Huber Rohracher[14]vitales, sociales, de placer y culturales. Los instintos se constituyen en el motor del pensamiento y de la acción. Pero como la cultura pretende someter los instintos, el hombre moderno no se siente cómodo, "a sus anchas", en el ambiente donde vive: la cultura. "La cultura, como regulación unitaria de la vida en común, es el derecho que restringe las posibilidades de satisfacción de cada uno en aras de los demás. La cultura limita la libertad y es frustrante"[15]. Para vivir la vida auténticamente se requiere de la exaltación del instinto sobre la razón, de la pasión sobre el intelecto, y de la espontaneidad frente al convencionalismo.

La cultura, ese fenómeno social que encadena y que, en algunos aspectos, dificulta la búsqueda de la felicidad, ¿qué es? Es todo ese quehacer material, social y espiritual que el hombre realiza en su intento de "dominar" a la naturaleza y adecuarla a sus condiciones de vida: "el quehacer específico del hombre en su interacción con la naturaleza"[16]. La cultura es definida como "la acción del hombre que desarrolla y perfecciona su ser"[17]. El psicólogo social David G. Myers señala que este concepto se refiere a "la conducta, ideas, actitudes y tradiciones perdurables compartidas por un numeroso grupo de personas y transmitidas de una generación a la siguiente"[18]. El concepto de cultura se relaciona con el hombre en el nivel de su humanización, que se "expresa en los modos específicamente humanos de pensar, de proceder y actuar en sociedad"[19] y con el "conjunto de modos de vivir y de pensar"[20].

El hombre, por el hecho de ser hombre, es un ser que hace cultura y se hace gracias a ésta. "La cultura es la habitación del hombre, su morada"[21]. Al interior de la cultura, el hombre crea su mundo dentro de un horizonte de posibilidades. La cultura ofrece un arraigo y unos fines. "Por una parte, debe permitir que el ser humano se encuentre en el mundo y se interprete a sí mismo como ser humano, se capte a la vez en el ámbito de las representaciones y de las manifestaciones de lo vivido, en su cualidad específicamente humana. Por otra parte, debe permitirle orientarse, tanto en su vida intelectual como en su vida colectiva, integrar sus actividades en una intención unificadora capaz de dar un sentido aceptable a sus empresas"[22]. El mundo como totalidad de lo real es para el hombre "su horizonte y, al mismo tiempo, su estímulo, su hontanar y su desafío; su cuna y su crisálida"[23]. La cultura aparece estrechamente ligada al particular modo de vida del hombre respecto a su ser y a su quehacer. "Si mirado a su ser, la cultura es una condición y posibilidad universal de todos los hombres, mirado a su quehacer es una expresión total que abarca todas las realizaciones humanas"[24]. Ese conjunto de creaciones materiales, sociales y espirituales es "la característica de los hombres, del nivel de su humanización"[25], expresada en el pensar, en el proceder y en el actuar social. "La cultura viene a ser de este modo el resultado de la transformación que el hombre imprime a la naturaleza, al conjunto de nuevas formas de vida creadas por él, la nueva morada artificial que el hombre se fabrica en la naturaleza"[26].

La cultura, dimensión universal y diferenciante del ser del hombre, que no se limita a un sector del quehacer humano sino a la totalidad de sus creaciones, está conformada por el nivel de las industrias (entorno o sistema técnico, que comprende medios técnicos de la producción), de las instituciones (entorno o sistema social, que comprende el conjunto de normas y organizaciones), de los valores (entorno o sistema axiológico, que comprende formas peculiares como un grupo aprecia y estima los distintos aspectos significativos de la existencia) y de lo ecológico (entorno o sistema natural, que comprende un ecosistema al que está integrado el ser humano como a su casa que lo nutre). "Los modos y los usos culturales no son simples expresiones ideológicas, sino modos de ser y estar ante la realidad, soportes primarios y constitutivos que señalan el arraigo y la permanencia de grupos determinados más allá de los condicionamientos socioeconómicos"[27].

El psicoanalista Erich Fromm nos dice que, toda vez que el sujeto de las ideas es la entidad básica del proceso social, para entender la dinámica de éste "tenemos que entender la dinámica de los procesos psicológicos que operan dentro del individuo, del mismo modo que para entender al individuo debemos observarlo en el marco de la cultura que lo moldea"[28]. La relación del hombre con la cultura es doble. "Por una parte la cultura es producto del hombre. Pero, por otra, el hombre es producto de la cultura"[29]. La relación del hombre con la cultura es doble, por cuanto, por una parte la cultura es producto del hombre, y éste es producto de la cultura. "Al crear la cultura, el hombre se crea a sí mismo, y al crearse a sí mismo, es un productor de cultura… El hombre es sustancialmente un ser cultural, y la cultura el producto de la actividad humana"[30]. La cultura es, también, "una herencia que se renueva con la capacidad creativa del que la recibe"[31].

Así algunos autores afirmen que "los modos y los usos culturales no son simples expresiones ideológicas, sino modos de ser y estar ante la realidad, soportes primarios y constitutivos que señalan el arraigo y la permanencia de grupos determinados más allá de los condicionamientos socioeconómicos"[32], el fenómeno cultural posibilitaría la felicidad si estuviera exento de ideologías dominantes y condicionamientos de todo orden. A juicio de Freud, cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura, "es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura"[33].

La cultura, "descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre"[34], más allá de encadenarnos, debería posibilitar la autorrealización del ser humano y la búsqueda de la felicidad. Pero, lastimosamente, ésta nos programa y nos aprisiona en la cárcel de las costumbres acríticas desde el mismo instante en que nacemos dentro de un determinado contexto dado de antemano en el mundo cultural y natural. "Para el hombre, nacer es "venir al mundo", a un mundo determinado social e históricamente en el que quedamos instalados… Al nacer, venimos al mundo en una determinada situación y, de situación en situación, vamos navegando en la frágil barquilla de la existencia, por los inmensos horizontes de la totalidad intramundana hacia las ultimidades"[35]. Los modelos de relaciones los determina el contexto económico en el que se desarrollan. "Incluso cuando el individuo nace, ya se encuentra necesariamente enraizado en el determinado horizonte cultural que lo moldea y lo afecta desde las manifestaciones más elementales de la vida cotidiana hasta el complejo de valores, ideas, normas institucionales que ya encuentra como fruto incesante de esta actividad específica del hombre"[36].

El horizonte cultural nos condiciona desde niños. "El niño crece en una cultura en la que la realidad social le es, sencillamente, dada"[37]. De acuerdo con Martín Heidegger, somos entregados a nosotros mismos: somos "arrojados" a la tarea le vivir, y nos encontramos en un contexto cultural e histórico específico, que nos proporciona una gama determinada de posibles papeles e interpretaciones de nosotros mismos… Heidegger también subraya el hecho de que estamos contextualizados en una cultura y una historia. "En nuestra vida cotidiana, nuestras tareas rutinarias siguen las normas y convenciones que nos ha fijado el mundo social en que vivimos, hacemos las cosas como cualquier otro las haría en ese contexto, y así Heidegger dice que en la "cotidianidad" nosotros somos el cualquier otro. Quién soy yo en mis participaciones ordinarias está determinado por los papeles que adopto de mi cultura histórica. Mis autointerpretaciones son siempre un producto del mundo social en el que he crecido. Así pues, en opinión de Heidegger, el yo cotidiano no es tanto una unidad aislable sino más bien un punto en que se cruzan fuerzas culturales e históricas que lo ubican en un contexto comunal. Por lo general, somos simplemente los ocupantes de un puesto en el mundo social… La angustia revela al ser humano como la proyección arrojada que es: un proyecto único e indelegable de hacer algo de una vida que está inextricablemente atrapada en un contexto cultural"[38].

Desde que nacemos comienzan nuestros múltiples condicionamientos, y por ello "todos estamos condicionados por múltiples influencias, individuales y sociales, por nuestro origen, nuestra educación, nuestro ambiente social, nuestra época, las experiencias de nuestra vida, los intereses que nos llevan a explorar estas o aquellas áreas del conocimiento, por nuestra religión o irreligión; en fin, por una multiplicidad de influjos variados y toda una red de vínculos determinantes"[39]. Juan Jacobo Rousseau planteaba que somos esclavos de las instituciones. "El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones"[40]. Según el filósofo Nicolás Berdiayev, el entorno social y la educación contribuyen a que el niño pierda su libertad. "La incitación que obra sobre el hombre desde su medio social y que recibe desde su infancia, puede convertirlo en esclavo. Un sistema de educación puede despojar completamente a un hombre de su libertad, e incapacitarlo para ejercer la libertad de juzgar"[41]. Los investigadores Walter Ritter Ortiz y Tahami E. Pérez Espino plantean que cada individuo nace en una determinada cultura y las orientaciones y creencias básicas de ésta lo forman y permanecen profundamente arraigadas durante toda la vida en su personalidad. "Lo que ocurre con el individuo, ocurre también en el campo del conocimiento. Las fuentes a partir de las cuales se desarrolla un campo del conocimiento permanecen en el seno de éste y definen lo que es real y lo que es verdadero, lo que tiene sentido y lo que es un disparate, lo que constituye la forma básica o la esencia de la realidad. Si nuevos datos contradicen estas creencias, sobreviene un conflicto. En esa pugna se producen confusiones y una pérdida de comunicación"[42].

Al ser humano, prisionero en tan intrincada red cultural, se le presentan serias dificultades para el logro de su felicidad, debido a que las cadenas culturales atan su vida anímica y social, impidiendo su autenticidad, emancipación, autonomía y libertad.

2 Los condicionamientos sociales y culturales

Entre los múltiples condicionamientos culturales encontramos los convencionalismos y los marcos referenciales. Los convencionalismos son el "conjunto de opiniones o comportamientos admitidos por conveniencia social, por acuerdo, por tradición o costumbre"[43]. Los convencionalismos, ese "conjunto de opiniones o procedimientos basados en ideas falsas que, por comodidad o conveniencia social, se mantienen como verdaderas"[44], a pesar de que en ciertas circunstancias orientan nuestra vida en comunidad, lamentablemente en otras nos encadenan a la cotidianidad. "El condicionamiento a la sociedad o medio cultural puede ser muy útil a veces, pero si esto es llevado a un punto extremo, puede convertirse en una neurosis, particularmente si el resultado de esta adaptación a los "debes hacer esto o aquello" es la infelicidad, la depresión o la ansiedad… Un "debe," es malsano sólo cuando se cruza por el camino de los comportamientos sanos y eficientes. Así, cuando descubras que estás haciendo cosas desagradables y que no son productivas debido a algún "debe", quiere decir que has renunciado a tu libertad de elección y estás permitiendo que te controle alguna fuerza exterior"[45]. Muchos temen a la "sociedad", al "qué dirán", a la presión social. Rousseau pensaba que no había "más que locura y contradicción en las instituciones humanas"[46].

Con respecto al temor al "qué dirán" o el miedo a la "opinión pública", el filósofo Bertrand Russel[47]aclara que la preocupación por lo que opinen de nosotros los demás, es tal que "muy pocos pueden ser felices sin que aprueben su manera de vivir y su concepto del mundo las personas con quienes tienen relación social y muy especialmente las personas con quienes viven". La forma en que percibimos la realidad hace que tengamos opiniones diferentes de las cosas. "Merced a las diferencias de apreciación, una persona de determinados grupos y condiciones puede considerarse prácticamente como un descartado dentro de un cierto ambiente, y en otros ser admitido como un ser humano perfectamente natural". Esas diferencias generan opiniones diversas, que muchas veces preocupan por lo que otros pueden pensar y decir de uno. Esto no genera espacios de simpatía, y "casi todo el mundo necesita para su felicidad un ambiente de simpatía". Hay que ignorar lo que los demás digan de nosotros, porque no dependemos de su opinión para ser felices. "La opinión pública es siempre más tiránica contra los que temen manifiestamente, que contra quienes se encuentran indiferentes para con ella". Se debe romper con los convencionalismos, así los demás nos critiquen. "La gente convencional se indigna contra quienes rompen todo convencionalismo, porque ven en ellas una crítica de su propia personalidad". En un ambiente de tolerancia y de no convencionalismos, podemos ser felices sin temor a la opinión de los demás. "El miedo a la opinión pública, como toda otra manifestación de miedo, es opresiva e impide todo desarrollo. Es difícil hacer nada de importancia mientras persiste este miedo, y es imposible adquirir la libertad espiritual, en que la verdadera felicidad consiste, porque es esencial para la felicidad que nuestra manera de vivir surja de nuestros impulsos más profundos y no de los gustos y deseos accidentales de los que son, por casualidad, nuestros vecinos o nuestros amigos".

En opinión de la psicóloga Leonor Noguera Sayer[48]algunos convencionalismos posibilitan la sobrevivencia, nos ponen "a salvo del riesgo de vivir"; pero la gran mayoría, convertidos en arma de doble filo, ahogan la identidad y desdibujan el verdadero yo. Quienes obedecen a su tiranía, viven "ajenos a cualquier análisis a fondo sobre sí mismos". Al pertenecer al conjunto de los que "hacen lo mismo", adoptan una actitud que se torna rutinaria, "psíquicamente muy económica", y permiten que "la energía para reflexionar y crear quede virtualmente disponible para tareas ajenas a la propia vida, que, en cuanto transcurre tranquilamente, se considera resuelta". También se disuelven en lo cotidiano, que se les convierte "en un hondo motivo de vacío interior, con sentimientos dolorosos de ansiedad, desasosiego, insatisfacción, inseguridad e incertidumbre. Los convencionalismos son el "ropaje formal que silencia los tonos y los llamados para una reflexión […]".

Los marcos referenciales construyen la realidad cotidiana, que determina cuáles actitudes son apropiadas o inapropiadas, qué percibir y qué ignorar. La teoría de los marcos referenciales la expone el sicólogo y filósofo Daniel Goleman[49]en su libro La psicología del autoengaño. "Un marco referencial es una definición compartida de una situación, que organiza y gobierna los eventos sociales y nuestra participación en ellos […]. Es la cara pública de los esquemas colectivos […]. Se origina cuando los participantes activan esquemas compartidos con respecto a determinada acción o situación". El marco referencial confiere el contexto, y nos indica cómo leer lo que sucede. "Es algo altamente selectivo; aparta la atención de todas las otras actividades que se producen simultáneamente y no corresponden a ese marco". Todo lo que está fuera del marco no merece atención. "Lo que está fuera del marco referencial también está al margen de la conciencia consensuada, inmerso en un especie de submundo colectivo".

El mundo social está lleno de marcos referenciales que orientan la atención hacia ciertos aspectos de la experiencia y la apartan de otros. "Los marcos referenciales definen el orden social. Nos dicen qué es lo que está pasando, cuándo hacer y qué y a quién. Dirigen nuestra atención hacia la acción que se encuentra dentro del marco y la apartan de lo que, si bien es accesible a la conciencia, es irrelevante […]. Cada cultura es un conjunto de marcos referenciales. En la medida en que los marcos difieren de cultura a cultura, los contactos entre la gente de distintos países pueden resultar un fracaso […]. Los marcos referenciales no sólo dirigen la interacción, sino que también dictan de qué manera debe considerarse a la gente en sus distintos roles […]. Cuando nuestros marcos referenciales no coinciden, el orden público se tambalea […]. Muchas veces no estamos demasiado seguros respecto de cuál es el marco de referencia correcto para un momento dado […]. Los esquemas sociales domestican la atención […]. ".

El quehacer cultural, encaminado a "proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí"[50], estableció prácticas, rutinas, ceremoniales, rituales, costumbres, tradiciones, estilos de vida, patrones de conducta, convenciones, industrias, valores e instituciones, que, entre otras cosas, le han servido para restringirle su ansiada libertad. La cultura se ha convertido en fuente de malestar, por cuanto "la culpa de ser como somos y también de lo que nos pasa como sociedad es culpa de nuestra cultura"[51].

El largo y abrupto camino hacia la felicidad, en ocasiones se encuentra obstaculizado por la presencia, por la existencia de los demás; quienes, con sus murmuraciones, injurias, maledicencias, comentarios e infidencias se entrometen en la vida del otro, de su semejante. Si la persona, consciente de la soberanía sobre su cuerpo y sus emociones, decide, libre y autónomamente, establecer un vínculo alternativo —obedeciendo a su naturaleza instintiva—, se va encontrar con la censura de los demás; la intromisión de algunos de sus congéneres surge inmediatamente, condenando, rechazando, denostando y profiriendo juicios de valor cargados de una notoria dosis de subjetividad. El disfrute sensorial o afectivo de su aquí y de su ahora se le convirtió en una carga porque los demás desaprueban la toma de esa decisión. El "qué dirán" eclipsó el goce temporal de la vida. Los demás se convirtieron, por un hecho de inoportuna intromisión, en los censores de su disfrute. Todo aquel que rompa los moldes tradicionales, que trasgrede los esquemas convencionales, pone en riesgo su legítimo derecho al libre desarrollo de su personalidad. Los demás dejan de ser sus "aliados" para convertirse, tácitamente, en sus "opositores". Su búsqueda de la felicidad, con esta molesta intromisión, depende del espacio que los demás le brinden. Los demás lo bajaron del "cielo" para sumergirlo en el "infierno", en ese infierno que son los demás. "El infierno son los demás", como diría Sartre. La actitud de intromisión limita la toma de decisiones y afecta profundamente la libertad. "Mi libertad queda estrangulada y mi ser se aliena al ser un ser que "es visto por otro". Sentirse mirado, sentir la mirada del otro, es experimentar que dejo de ser dueño de la situación, porque hay otra libertad que la mía que le hace frente haciendo de mí un instrumento entre los instrumentos"[52].

En el sentir de Freud, "nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa de la miseria del sufrimiento…"[53]. En la esencia de la cultura en que vivimos el logro de la felicidad, según este pensador de la sospecha, se ha puesto en duda. Plantea que la vida como nos es impuesta conlleva dolores, desengaños y tareas complicadas. "Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles"[54]. Es probable que si las exigencias culturales fueran menores, se incrementarían las posibilidades de dicha. Es importante aclarar que Freud, que aparece en este texto como un crítico virulento de la cultura, es hijo de la cultura de su tiempo y sus planteamientos sobre la felicidad pudieron originarse en su experiencia, pero "él era también un crítico severo de la cultura y veía a la sociedad como una fuente de infelicidad"[55]. La sociedad, en concepto de D. H. Lawrence, es "una bestia maligna y rayana en la locura"[56]. En opinión del psicólogo Calvin Hall, "Freud desenmascaró nuestras hipocresías, nuestras ideas falsas, nuestras racionalizaciones, nuestras verdades, y ningún esfuerzo de los humanistas y los racionalistas podrá restablecer la máscara"[57]

En opinión de Federico Nietzsche, la racionalidad occidental, a través del modelo cultural, eclipsó el espíritu dionisiaco en el hombre. "El espíritu dionisiaco representa lo erótico, la desmedida, los deseos excesivos, el placer sin límite, la afirmación de la vida, lo desbordante, la embriaguez y la negación de la conciencia personal"[58].

Como quiera que un componente de la felicidad lo constituye la armonía y el disfrute de las relaciones afectivas, el amor y el erotismo son las pasiones que predominan en nosotros, ejerciendo una poderosa fuerza lo instintivo, lo erótico, es decir, el disfrute de la genitalidad; de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro de la existencia humana, tal como lo reconoce Freud. "Cuando señalamos la experiencia de que el amor sexual [genital] ofrece al hombre las más intensas vivencias placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que aquélla debía haberle inducido a seguir buscando en el terreno de las relaciones sexuales todas las satisfacciones que permite la vida, de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro de su existencia"[59].

Es evidente que los múltiples condicionamientos sociales de toda índole, procedentes de tradiciones, costumbres y absurdos convencionalismos sociales, dificultan nuestra ansiada búsqueda de la felicidad.

SEGUNDA PARTE

El universo natural

1 La mísera condición humana

¡He aquí la mísera condición humana!

Temporal, contingente, voluble, contradictoria, deleznable, desquiciada, violenta, neurótica, agresiva, finita, absurda, veleidosa, inefable, conflictiva, cosificada, superficial, masificada, inauténtica, intolerante, alienada, agresiva, egoísta, turbulenta, mortal, pasajera, insoportable, vesánica…

Existencialmente absurda, ontológicamente sin sentido y filosóficamente irreflexiva; olvidada de las dimensiones del ser personal: corporeidad, interioridad, comunicación, afrontamiento, compromiso, libertad y trascendencia; arrastrada por la corriente de las circunstancias; gobernada por indómitas pasiones; obnubilada por una doble moralidad; eclipsada por el brillo oropelesco de los entes; sometida por el imperio de la razón instrumental; confundida en su búsqueda incansable del dominio de los objetos; perdida en la racionalidad tecnológica; carente de espíritu crítico; desperdiciada en la estulticia; condenada a la caducidad…

Destinada a la felicidad, pero expuesta al dolor y al sufrimiento; realizándose entre el ser y la nada; confundida entre la realidad y la fantasía; atrapada en la red de los absurdos convencionalismos sociales; agobiada por el qué dirán; cautiva en una cultura artificial, en ella viviendo y en ella muriendo; en constante lucha entre lo ideal y lo real; embrollada en su relación entre el ser y el conocer; comprometida con la impostura; prisionera en la cárcel del lenguaje; insegura ante la opción por la levedad o por el peso; alienada con sucedáneos como el poder, el honor, los elogios, la fama, la adulación, el éxito, el consumo, el fanatismo, la frivolidad, la superficialidad, los fetiches y la inautenticidad; extraviada en la existencia…

Amando para después odiar (ambivalencia afectiva); anhelando un papel en la vida, pero desempeñando otro distinto; haciendo lo que puede y no lo que quiere; girando en la rueda del hacer, del tener y del consumir; buscando objetividad en su mundo subjetivo; oscilando al garete entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño; fluctuando entre el ser y la nada; librando constantes batallas entre la razón y los instintos; pretendiendo inútilmente rebasar los estrechos límites que le impone su mísera condición; anhelando quiméricamente el ideal de justicia; vacilando entre la verdad y la mentira, sin saber qué es la verdad; precipitándose inexorablemente hacia el insondable abismo de la nada; venerando ídolos y despreciándose a sí misma; ufanándose vanamente de poseer la verdad, cuando ni siquiera sabe qué es la verdad; huyendo de su ansiada libertad…

Frágil barquilla al vaivén de las embravecidas y turbulentas olas del inmenso y proceloso mar de la vida…".  

¿Será que nuestra mísera condición humana permite fácilmente la conquista de la felicidad?

2 La fuerza incontrolable de nuestras emociones

  • A. Las emociones son parte de nuestra naturaleza o esencia humana

El desconocimiento de nuestro universo anímico y la incapacidad de atemperar las pasiones o emociones es causa de infelicidad. "Todas las emociones pueden ser útiles y contribuir al bienestar de la persona que las experimenta, para lo cual hay que conocerlas y aprender a gobernarlas"[60]. El tema de las emociones a menudo es ignorado por el estamento social, político y educativo. Así lo pienso y así lo plantea un experto en el universo emocional, como Antonio Damasio, estudioso de los sentimientos desde la neurociencia (neurobiología y neurofisiología). "Es necesario que los líderes políticos y educativos lleguen a entender lo importante que son los conocimientos sobre la emoción y el sentimiento, porque muchas de las reacciones que consideramos tan enfermas, tan patológicas, en nuestra sociedad, tienen que ver con las emociones, principalmente con las emociones sociales"[61]. Para este neurocientífico, sin la fuerza impulsora de los sentimientos, no tendríamos música, arte, religión, ciencia, tecnología, economía, política, justicia o filosofía moral. Las emociones son importantes para nosotros porque constituyen la esencia de la naturaleza humana. "Los afectos son algo intrínseco a la naturaleza humana, tan inevitables como el respirar, el crecer y el morir. Verlos de otra forma, como algo nocivo que debe ser reprimido, es partir de un supuesto equivocado […]. Los afectos forman parte de nuestro ser, pero son inestables. Del mismo modo que el individuo ha de lograr un equilibrio a través del gobierno de sus pasiones, también la organización social es necesaria para imponer previsibilidad y orden en los antagonismos afectivos […]. Aunque las emociones pertenecen a la trastienda de la vida individual, a un reducto íntimo en el que parece que ni se puede ni se debe entrar, al ser la espuela que mueve a actuar, tienen consecuencias para el conjunto de la sociedad"[62]. Son tan connaturales las emociones a nuestro ser y quehacer, que sin emoción no hay acción y sin acción no hay emoción. Nuestras emociones son el motor de nuestras acciones. En opinión de la filósofa Victoria Camps, "el sujeto se constituye, por tanto, sobre la base de sus pasiones"[63].

Según el filósofo Thomas Hobbes, somos animales movidos por pasiones materiales. "La pasión es nuestra fuerza motriz y nace de la misma agitación que se crea al ser concebida en el cerebro y transmitida al corazón. Como tal, es una fuerza que se transmite hacia el exterior. Tanto el apetito como la aversión y el miedo son pasiones, movimientos de atracción y de repulsión o, alternativamente, de acercamiento y alejamiento respecto de los objetos […]. Este motor propulsor, la pasión, es idéntico para todas las personas, ya que está fijado en nuestra propia naturaleza… De todos los deseos habidos y por haber, el más importante, el más fundamental, es el deseo de poder. Tanto la ambición política como las aspiraciones materiales, tanto el deseo de reconocimiento como, incluso, la búsqueda del saber —el conocimiento también es poder, para Hobbes— son en realidad distintas manifestaciones de este mismo apetito. Y de todos los temores, el mayor de todos ellos es el miedo a perder la vida. Esta disposición de ánimo nos convierte en unos seres contradictorios que, por un lado, amamos la libertad y, por otro, buscamos dominar a los demás"[64]. Son tan indomables nuestras pasiones que, para someterlas, de acuerdo con Hobbes, es necesario establecer un pacto, convenio o un contrato social para la creación del Estado, un poder soberano, un Leviatán o un hombre artificial, el cual, mediante la pasión del miedo, someta las emociones, porque sin "un poder soberano que obligue a cada uno de nosotros a limitar la satisfacción de algunos de nuestros deseos, no podemos confiar en que los demás entierren su hacha de guerra […]. La buena voluntad individual no parece suficiente para organizar una sociedad ordenada, armónica y que mantenga bajo control a sus elementos más díscolos […]. Ahora sí, bajo el imperio del Leviatán se cumplen las normas y los convenios […]. El objetivo de establecer un pacto social reside en el bien común, en llevar la vida tranquila que todos deseamos. Este es el método racional que hemos hallado para deshacernos del miedo y la desconfianza respecto a nuestros congéneres, es el freno que, siempre que el Leviatán lo mantenga pisado con fuerza, nos separa de aquella guerra sin cuartel […]. Y es el Estado la institución que promueve este mismo temor que nos evita caer en la barbarie, nos hace contener algunas pasiones naturales y nos obliga a observar las beneficiosas leyes naturales. Solo el miedo al castigo que nos pueda infligir este gigante nos empuja hacia la civilización […]. Según las conclusiones de Hobbes, necesitamos un poder absoluto porque no nos es posible abandonar el amenazante estado de naturaleza y prevenir la guerra civil […]. Además, Hobbes aboga porque el soberano sea también el cabeza de la Iglesia de su país, para que pueda controlar el miedo al pecado y a la condena eterna, pues, de lo contrario, estos sentimientos compiten con el temor «civilizatorio», el peso de la ley, con lo que se vuelve a poner en peligro la pacífica vida en sociedad […]. Del miedo al caos, Hobbes hace emanar el origen de la sociedad y el poder del Estado. Del miedo al castigo, la autoridad coercitiva y el respeto a la ley. Cultivar el miedo, por tanto, contribuye tanto a la sumisión de los súbditos como al orden de la sociedad […]. El miedo como fundamento del poder es un arma de doble filo: por una parte, garantiza el orden interno y el apoyo de los ciudadanos, como creía Hobbes; por otro, limita las libertades de estos últimos y, en un caso extremo, puede convertir la política en un régimen del terror […]. Hobbes repite hasta la saciedad que el poder debe ser indiviso, la autoridad suprema y el soberano absoluto, si se quiere cumplir eficazmente la labor de proteger a la ciudadanía […]. En un régimen como el que plantea Hobbes, la libertad de los súbditos queda seriamente coartada, y además, la tendencia es que esta se irá viendo perjudicada de forma paulatina e inexorable. A nivel material, tampoco parece que la situación mejore: el soberano se mantiene por encima de la ley y se reserva el derecho de recaudar y expropiar indiscriminadamente, con lo que la seguridad jurídica, en contra de lo que opinaba Hobbes, quedaría en entredicho"[65]. Hobbes advierte que vínculos de las palabras "son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si estos no sienten el temor de un poder coercitivo"[66]. En el Estado hobbesiano, constituido para someter las emociones, el poder del soberano es un poder omnímodo, totalitario. El súbdito debe renunciar a sus pasiones, en favor de las pasiones del soberano, cuyo poder no tiene límites, como condición para que se evite la guerra de todos contra todos, motivada por el ímpetu desaforado e incontrolable de las pasiones.

Hobbes escribió que "no tener deseos es estar muerto"[67]. Frente a la fuerza e ímpetu de las emociones es difícil que una persona, por más dueña de sí misma que sea, pueda adoptar una actitud estoica, equilibrada, impasible, ecuánime e impávida y demostrar ataraxia, inalterabilidad e imperturbabilidad del ánimo, "pues cuando la pasión se enseñorea de nosotros es imposible detenerla o moldearla"[68]. Si forman parte de nuestro ser, las pasiones no se pueden suprimir, sino moderar; tampoco se pueden contraponer las pasiones a la razón, ni la razón contraponerse a las pasiones. Por lo tanto, no existe dicotomía entre las emociones y la razón. "Pero la imbricación de ambas no es fácil. La pasión pura y desbocada es peligrosa en la vida del individuo y más aún en la de la colectividad. A su vez, la razón estricta y fría es ineficaz y carece de magnetismo para atraer a las personas hacia las causas que merecen algo de atención y un mínimo de entusiasmo colectivo"[69].

Un estudioso de las emociones como Baruch Spinoza planteó que había "contemplado los afectos humanos, como son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la misericordia y las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo a la naturaleza del aire"[70]. Para Spinoza, los sentimientos y emociones constituyen los aspectos centrales de la humanidad, los pilares que definen ésta. Según éste, todos los afectos son necesidades de la naturaleza, sin que sean consecuencia de la impotencia e inconsecuencia humana o falta de voluntad para evitarlos, sino que obedecen al orden natural independiente de que así lo queramos. Denominó a las emociones como apetitos, deseos o afectos. "Spinoza los agrupó todos bajo un término muy adecuado, apetitos, y con gran refinamiento utilizó otra palabra deseos, para la situación en la que los individuos conscientes sabedores de dichos apetitos. La palabra apetito designa el tipo de comportamiento de un organismo ocupado en un determinado instinto; el término deseo se refiere a los sentimientos conscientes de tener un apetito y a la eventual consumación o frustración de dicho apetito… Es evidente que los seres humanos poseen los apetitos y los deseos conectados de manera tan inconsútil como las emociones y los sentimientos"[71]. Plantea que, por falta de gobierno de los afectos, deseos o pasiones, vivimos bajo la servidumbre de nuestras emociones del alma o apetitos humanos. "Llamo servidumbre a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor"[72]. La racionalidad de Spinoza necesitaba la emoción como motor. Mientras éste anhelaba combatir una pasión peligrosa con una pasión irresistible, Kant (otro racionalista) pretendía combatir los peligros de la pasión con la razón desapasionada.

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