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Una disertación crítica sobre religión (página 2)




Enviado por Luis Ángel Rios



Partes: 1, 2, 3

El discurso religioso gira en torno a una única verdad, a un único sentido, un modelo donde todo está dicho y no puede ser de forma distinta. El relato religioso pretende acríticamente legitimar la verdad y el control social. El relato religioso es un modelo que impone cuál es nuestro sitio en la sociedad y qué debemos esperar de ella. El genial compositor Richard Wagner afirmaba que la doctrina de la Iglesia nos debilita a menudo más que fortalecernos. Es por eso, que, antes que acudir al facilismo de creer o no creer, la religión me exige investigar en ésta, desde los puntos de vista histórico, teológico, fenomenológico, sicológico, antropológico, sociológico y filosófico. En síntesis, como filósofo, con mi actitud de preguntar e investigar, pretendo obtener claridad y acercarme a una comprensión más cercana de esta subjetiva "realidad" irracional lo más diáfanamente posible. "Lo que importa no es lo que uno cree o dice creer, sino cómo vive"[29].

"Yo creo en Dios" o "Yo no creo en Dios". Son comunes estas expresiones coloquiales para las personas acríticas, que les gustan las cosas fáciles. Pero a quienes nos apetece pensar críticamente las ponemos en duda. Antes que afirmar o negar la existencia de Dios, nos preguntamos ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios?, ¿cuál Dios: el de los judíos, el de los musulmanes o el de los cristianos?, ¿los dioses de los politeístas: los mitológicos de los griegos, los de los romanos, los de los egipcios, los de los celtas, los de los nórdicos, los de los pueblos africanos y asiáticos, los de los mayas, los de los incas, los de los aztecas, etcétera?, ¿los dioses paganos?, ¿los dioses de los filósofos?, ¿el dios de los deístas?, ¿el dios de los gnósticos?, ¿el dios de los agnósticos?, ¿el Dios de los monoteístas?, ¿Dios creó al hombre?, ¿el hombre creó a Dios?, ¿Dios creó al hombre a su imagen y semejanza?, ¿el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza?… ¿Demostrar la existencia de Dios racionalmente, a través de los argumentos cosmológico (Dios como primera causa de todo lo existente), teleológico (Dios creador como garante y explicación del orden y la complejidad del universo), moral (fundamentación de la necesaria moran en Dios indispensable para ésta) y ontológico (Dios existe en la mente por cuanto es el ser más grande y perfecto que pueda pensarse o concebirse; la idea de un ser perfecto implica su existencia), si muchos pensadores críticos ya comprobaron que es imposible concebir a Dios mediante el poder de la razón? Aquí ya no se trata simplemente de afirmar o negar la existencia de un ente metafísico, sino de problematizar aquello que muchos se conforman con afirmar o negar. En las dos aserciones solamente se trata de expresar creencias (una afirmativa y otra negativa); es asunto de creer o no creer, y esto es fácil. Pero preguntar ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios? y formular otros interrogantes implica pensar, y pensar es difícil.

Debo aclarar que respeto el derecho a la libertad de conciencia, de cultos y de creencias religiosas. Ya lo decía en su tiempo el genial Spinoza que cada cual tenía un derecho inalienable a elegir su propia religión y, lo más inquietante, a no tener ninguna. En aras del reconocimiento y respeto por las diferencias, soy tolerante con quienes disfrutan de este inviolable e inalienable derecho. Pero en mi condición de apasionado por la filosofía, el filosofar y el pensamiento crítico, libertario, contestatario, iconoclasta y controversial, y sobre todo como persona, también disfruto de mi derecho a la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión para afirmar que, desde que nacemos, los agentes socializadores en general y la familia en particular, nos "encarcelan" en el hecho religioso, sin que la mayoría intente salir de esa "prisión" y sea capaz de reflexionar crítica y profundamente sobre el fenómeno religioso. "Los profesionales de la religión han procurado siempre, a través de los siglos, ser los únicos intérpretes de los misterios. Les es muy útil"[30]. Reflexionar no para combatirlo o "defenderlo", sino para tratar de entenderlo. La filosofía no es religión, ni la religión es filosofía. "Creer es lo contrario de pensar; por eso el mayor riesgo de la filosofía es la creencia en Dios"[31]. Aunque ciertos religiosos, "disfrazados de filósofos", hayan intentado conciliar la razón con la fe, la filosofía no es compatible con la religión, ya que ésta se alimenta de saberes irracionales, míticos, mágicos, supersticiosos y fantásticos. Los predicadores con sus supuestas "verdades" pretenden caprichosamente someternos a la servidumbre dogmática de las religiones para no dejarnos pensar por nosotros mismos, intentan eclipsar nuestra criticidad. "¿Por qué el ser humano lucha por su servidumbre como si lo hiciera por su salvación? ¿Por qué escucha más a los que lo envilecen, engañan y lo llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlo?"[32]. Los prejuicios de religiosos o de los predicadores, "teólogos" ("caterva de ensotanados", como los llama Fernando Vallejo) o "jerarquía eclesiástica" (responsables del fanatismo y la intolerancia), nos decía Spinoza, "son el principal obstáculo para que los hombres consagren sus mentes a la filosofía; por eso me esfuerzo en poner en evidencia estos prejuicios y arrancarlos de las mentes de los hombres sensatos… la libertad de filosofar y de poder decir lo que pensamos; deseo vindicarla por todos los medios, porque aquí siempre se suprime por completo debido a la excesiva autoridad y petulancia de los predicadores"[33].

Como no fuera suficiente la servidumbre de las pasiones a la que nos someten nuestros incontrolables e insaciables deseos, ante los cuales el poder y guía de la razón es muy poco lo que puede hacer, la religión, mediante sus dogmas, rituales, ceremoniales, rutinas, doctrinas y todo el acerco religioso irracional, nos somete a la servidumbre del rebaño, impidiéndonos pensar por nosotros mismos y ser espíritus libertarios. Nuestras indómitas pasiones, que no pueden ser controladas por la fuerza de la razón, ¿cómo pretende la religión que las reprimamos y nos privemos del disfrute natural de algunas de ellas? Si bien es cierto que los seres humanos para vivir pacíficamente en comunidad deben atemperar razonadamente su vida instintiva (más no reprimirla), y hasta renunciar a su estado de naturaleza, se debe realizar a través de la inteligencia, la lógica o la razón, y no a través de oraciones, como pretende hacerlo la religión, para someter los instintos como si éstos fueran una serpiente que hay que adormecer mediante conjuros y "rezos". ¿Cómo es posible que algunos seres humanos (supuestamente racionales) se postren a rezar ante la cruz, que es el símbolo del martirio, el tormento y la muerte? ¿Cómo es posible que los sacerdotes, que son personas "tan lustradas e instruidas", propaguen semejantes supersticiones?

Los filósofos, en nuestra condición de intelectuales, pensamos y repensamos, interpretamos, desinterpretamos y reinterpretamos el fenómeno religioso desde sus diferentes aristas, y somos conscientes que tenemos que contextualizar los escritos, las doctrinas, ortodoxia y dogmas religiosos, vivenciándolos y experimentándolos como si estuviéramos en el tiempo, en el espacio y en las circunstancias naturales, sociales, económicas, políticas y culturales de la época en que fue establecido. En consecuencia, muchos aceptamos que en esa entonces tenían su razón de ser los códigos morales, las leyes "divinas", los preceptos ético-morales, las prohibiciones, los castigos, los rituales, los ceremoniales y todo el enorme acervo dogmático y doctrinario. Era necesario, en ese contexto hostil, violento y anárquico, una "legislación divina" para impedir todo tipo de vejámenes y tropelías de quienes alteraban la convivencia en sociedad, ya sea violando, robando, invadiendo, matando o dando "rienda suelta" a sus desaforados instintos e indómitas pasiones. Era pertinente atemorizarlos con normas "divinas" y condenarlos al fuego eterno del "infierno"… "Para Epicuro, Spinoza y Hobbes, los dioses nacieron del miedo de los hombres, mientras que para otros pensadores eran invenciones políticas del arte de gobernar, o bien héroes y gobernantes elevados a esa dignidad"[34]. La religión se necesitaba para ejercer el control social y, lo más importante, para legitimar impunemente la verdad y el saber. Y también para que los gobernantes y los poderosos pudieran conservar sus gobiernos y su poder… "Esta horrible situación sería la misma con independencia de la manera en que se conceptualizara el origen de los principios éticos que guían la vida social. Por ejemplo, si se considera que los principios éticos surgieron de un proceso de negociaciones culturales realizado bajo la influencia de emociones sociales, los seres humanos con lesiones prefrontales no se habrían implicado en él y ni siquiera habrían empezado a construir un código ético. Pero el problema persiste si uno cree que dichos principios proceden de la profecía religiosa que fue entregada a un número de seres humanos elegidos. En esta segunda opción, la de que la religión sea una de las más extraordinarias creaciones humanas, resulta improbable que seres humanos sin emociones y sentimientos sociales básicos hubieran creado nunca un sistema religioso. […]los relatos religiosos pudieron haber surgido como respuesta a presiones importantes, a saber, la alegría y la pena conscientemente analizadas y la necesidad de crear una autoridad capaz de validar y reforzar las normas éticas. En ausencia de emociones normales, no hubiera existido ningún impulso hacia la creación de la religión. No hubiera habido profetas, ni existido seguidores animados por la tendencia emocional a someterse con temor respetuoso y admiración a una figura dominante a la que se confía un papel de liderazgo, o a una entidad con el poder de proteger y compensar las pérdidas y la capacidad de explicar lo inexplicable. El concepto de Dios, aplicado a uno o a varios, hubiera sido de muy difícil aparición […]. En resumen, tanto si uno considera que los principios éticos están en su mayor parte basados en la naturaleza como si cree que lo están en la religión, parece que obstaculizar la emoción y el sentimiento en una etapa temprana del desarrollo humano no hubiera sido un buen presagio para la aparición del comportamiento ético"[35]. A falta del poder coercitivo del Estado, del derecho positivo, de la democracia, de la ciencia y de los demás productos del quehacer cultural, encaminados al apaciguamiento y represión de la vida instintiva y las pasiones desbordadas, era indispensable y "sano" instaurar una contundente "legislación divina". ¿Pero en la actualidad, con todo el avance cultural, todavía es procedente continuar con esas tradiciones religiosas, con esa "legislación divina" para que el ser humano conviva pacífica y armoniosamente en sociedad? ¿Entonces para qué las democracias modernas, los Estados sociales de derecho, la Declaración Universal de los derechos humanos, el avance científico y tecnológico, el derecho positivo y natural, el poder coercitivo de las diferentes autoridades y el poder civilizador de la razón? También se necesitaba la religión porque las personas vivían atemorizadas, agobiadas por las supersticiones y buscaban respuestas a sus preguntas e inquietudes y explicaciones a los "misterios" o fenómenos de la naturaleza, a falta de otros saberes seculares. "Yo creo que el motivo de la superstición en todas esas culturas era que el hombre antiguo estaba aterrado por la misteriosa inestabilidad de la existencia. Carecía del conocimiento que pudiese proporcionar la única cosa que necesitaba más que ninguna otra: explicaciones. En aquellos tiempos antiguos el hombre se aferraba a la única forma asequible de explicación, la sobrenatural, como oraciones y sacrificios y normas… La explicación tranquiliza. Alivia la angustia de la inseguridad. El hombre antiguo quería persistir, temía a la muerte, se sentía desvalido frente a gran parte de su entorno, y la explicación proporcionaba la sensación, o al menos la ilusión, de control. Llegó a la conclusión de que si todo lo que ocurre tiene una causa sobrenatural, entonces quizá se pudiese hallar un medio de aplacar a lo sobrenatural… Se intentaba controlar al pueblo a través del poder del miedo y la esperanza, los garrotes tradicionales de los dirigentes religiosos a lo largo de la historia"[36]. ¿Esa "sabiduría divina" que sirve de sustento a las religiones, no será una subrepticia o velada manera de adormecer conciencias? ¿Cuáles serán las reales intenciones de los predicadores de esa "sabiduría"? ¿No pretenderán adormecernos esos "sabios", tornarnos, con su "sabiduría", en "pobres de espíritu"? Con su característica mordacidad y causticidad, Nietzsche nos inquieta en su Zarathustra cuando nos advierte que los "sabios" nos enseñan a honrar y reverenciar el sueño. "Un buen dormir reclama estar a bien con Dios…"[37]. Al "sabio" mucho lo complacen los pobres de espíritu, porque "hacen conciliar el sueño"[38]. El que duerme "el sueño de los justos", siente que, con la sabiduría divina, "el sueño llama a las puertas de mis ojos, y éstas se sienten pesadas", y que "el sueño toca mi boca, y ésta se queda entreabierta"[39]. Por ello se dice que el sabio "es como el más encantador de los ladrones, que se me acerca sigiloso y me roba mis pensamientos"[40]; entonces, según Nietzsche, se queda en pié como un tonto, como en la cama en que se acuesta a dormir. Como este brillante y genial intelectual, pienso que un necio es para mí ese dechado de sabiduría, "y en su cátedra mora un hechizo"[41]. Aclaro: esta es "mi verdad", no "la verdad". ¿Quién poseerá "la verdad"? ¿Qué será "la verdad"?

Muchos de los que filosofamos, no negamos la religión ni estamos en contra de ésta. Somos tolerantes y aceptamos y respetamos las diferencias, porque las personas tienen el inalienable derecho a creer o no creer, a profesar o no profesar la religión de su preferencia, vocación o la que "le conviene"; pueden acudir a ella en "situaciones límite" para salir del abismo en que caen por sus vicios, caprichos, ignorancia o incontrolables pasiones. Los profetas, sacerdotes, pastores, rabinos, en fin, toda laya de "predicadores" tienen el "sagrado" derecho de divulgar los dogmas y doctrinas religiosas y, lo más conveniente, de convencer a los creyentes, fieles, feligreses o seguidores. Los pastores no pueden vivir sin el rebaño, y éste no puede vivir sin aquéllos. Los amos no pueden existir sin sus esclavos, ni los esclavos sin sus amos; existe una relación dialéctica entre ellos; en términos hegelianos: "la dialéctica del amo y del esclavo". Cada quien es autónomo para luchar por su libertad o para conservar sus cadenas. Los creyentes corren, apresurados, en pos de sus cadenas. "¿Por qué los hombres luchan valientemente por la servidumbre como si lo hicieran por la salvación? ¿Por qué la religión, que se supone basada en el amor, fomenta la intolerancia y la guerra? ¿Por qué los hombres temen su libertad y se refugian en la esclavitud? ¿Por qué escuchan a los que envilecen, engañan y los llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlos? ¿Por qué la sinrazón es vivida con agrado por quienes deberían sentirla como abrumadora?"[42].

David Hume pensaba que los hombres encuentran placer en ser aterrorizados en cuestiones de religión, a través de predicadores que excitan las pasiones más lúgubres y melancólicas. "Ahuyentados del campo abierto, estos bandidos se refugian en el bosque y esperan emboscados para irrumpir en todas las vías desguarnecidas de la mente y subyugarla con temores y prejuicios religiosos. Incluso el antagonista más fuerte, si por un momento abandona la vigilancia, es reducido. Y muchos, por cobardía y desatino, abren las puertas a sus enemigos y de buena gana les acogen con reverencias y sumisión como sus soberanos legítimos"[43].

Rousseau, un intelectual perseguido por el poder eclesiástico y civil, pensaba que el cristianismo sólo predica servidumbre y dependencia, y que los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos. "El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es harto favorable a la tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben, y no se conmueven demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos… Los esclavos pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servilismo… La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado"[44]. Igualmente, Rousseau, crítico acérrimo de las instituciones, sostiene que éstas (y la religión es una de ellas) encadenan. "Cuando con mayor detalle analizo la obra de los hombres en sus instituciones, más me doy cuenta de que a fuerza de aspirar a ser independientes se hacen esclavos, y que invierten su propia libertad en inútiles esfuerzos para asegurarla[45]Este insigne pensador, además de ser perseguido físicamente, también le incineraron de algunas objetivaciones del espíritu: El contrato social y Emilio, o de la educación. "La obra (El contrato social) fue condenada a la hoguera por el Parlamento de París. En una Francia donde todavía imperaba el absolutismo y los reyes detentaban el poder por derecho divino, resultaba peligroso hacer recaer la soberanía en el pueblo y hablar de una voluntad general que velaba por el interés público, además de proponer una religión civil que condenaba la intolerancia… Emilio, o de la educación (1762) no sólo se publica al mismo tiempo que El contrato social, sino que corre su misma suerte, viéndose condenada igualmente a la hoguera, en este caso por atentar no tanto contra el trono como contra el altar, dado que en La profesión de fe del vicario saboyano se mantiene un deísmo muy escasamente compatible con el dogmatismo de la religión católica del momento. Por otra parte, la teoría pedagógica expuesta resultaba revolucionaria, al apostar por una educación negativa que, lejos de inculcar unas doctrinas determinadas, solo buscaba preparar al discípulo para elegir su destino y su profesión cuando estuviera en disposición de hacerlo"[46]. Su autobiografía, titulada Las confesiones, fue publicada póstumamente, por petición de Rousseau, para evitar inconvenientes con el poder terrenal y celestial. En este texto, el intelectual relata un fragmento de la animadversión que le profesaba el establecimiento religioso y político. "Yo era un impío, un ateo, un forajido, un furioso, una bestia feroz, un lobo. El continuador del Journal de Trévoux hizo una digresión sobre mi pretendida licantropía que revelaba la suya con bastante claridad. En fin: hubiérase dicho que las gentes de París temían tener que habérselas con la policía si al publicar algún escrito, cualquiera que fuese el asunto que tratase, se olvidaban meter en él algún insulto a mí encaminado. Buscando en vano la causa de esta unánime animosidad, estuve tentado por creer que todo el mundo se había vuelto loco. ¡Cómo!, el redactor de La paz perpetua alimenta la discordia; el editor de El vicario saboyano es un impío; el autor de La nueva Eloísa, un lobo; el del Emilio, un furioso. ¡Dios mío!, ¿qué hubiera sido a haber publicado el Libro del espíritu o cualquier otra obra semejante? Y sin embargo, en la tempestad que se movió contra el autor de este libro, el público, lejos de unir su voz a la de sus perseguidores, le vengó con sus elogios"[47]. Mantenía que el cristianismo tenía un espíritu dominador y que sólo predicaba sumisión y dependencia. "Su posición laicista, práctica, realista y crudamente crítica respecto a las anquilosadas reglamentaciones educativas de la tradición cristiana, le granjearon enemistades mayores"[48]. Me pregunto que si sufrió todo este tipo de persecución, a pesar no haber negado la existencia y magnificencia de Dios, cómo hubiera sido si hubiera hecho lo contrario. "Este ser que quiere y puede, este ser activo por sí mismo, este ser, sea cual sea, que mueve el universo y coordina todas las cosas, yo le llamo Dios. A este nombre agrego las ideas de inteligencia, potencia y voluntad que he reunido, y la de bondad, que es consecuencia de ellas, mas no por eso conozco mejor al ser que he llamado de este modo; se esconde por igual a mis sentidos y a mi entendimiento; cuanto más pienso en él, más me confundo; sé con toda seguridad que existe y que existe por sí mismo; sé que mi existencia está subordinada a la suya, y que todas cuantas cosas conozco se encuentran en el mismo caso. En todas partes reconozco a Dios en sus obras, le siento en mí, le veo alrededor mío, pero tan pronto como quiero contemplarlo en sí mismo, así que quiero averiguar dónde está, quién es, cuál es su sustancia, huye de mí, y perturbado mi espíritu, nada distingo"[49].

¿Qué querría, entonces, la Iglesia Católica de sus creyentes? ¿Que se dejaran imponer dócilmente todos sus dogmas, doctrinas, ortodoxia, "verdades", rituales, ceremoniales y culto de manera acrítica? ¿No se podía abrazar el ideal de una religión natural? "No debemos confundir la religión con su ceremonial. El culto que pide Dios es del corazón, y éste, cuando es sincero, siempre es uniforme. Es una loca vanidad imaginarse que Dios tenga el menor interés en la forma de vestir del sacerdote, en el orden de las palabras que pronuncia, en los ademanes que hace en el altar y en todas sus genuflexiones. Amigo mío, por mucho que te eleves, te quedarás siempre a ras de tierra; Dios quiere ser adorado en espíritu y en verdad. Ésta es la obligación de todas las religiones, de todos los países y de todos los hombres. En cuanto al culto exterior, si debe ser uniforme para el buen orden, ése es puro asunto de policía, y para eso no se necesita revelación"[50]. ¡Cuánto atropello para un genio que nos legó los principios del derecho político, estableció la fundamentación de la legitimidad democrática mediante el consenso y determinó la constitución de la sociedad civil, regida por la máxima de la voluntad general (cuya finalidad es socializar todos intereses en disputa), la fuente de todo poder político!

Federico Nietzsche, una "autoridad" muy reconocida y aceptada (profundamente iconoclasta), por cuanto ha influido en los intelectuales y en las conciencias de librepensadores, a partir del ocaso del siglo XIX, ha despertado y sacudido la mente de quienes quieren pensar por sí mismo. Su quehacer intelectual está íntimamente ligado a la vida terrena y a los esfuerzos por conservarla. El cristianismo (que de acuerdo con Nietzsche, "la más grande desgracia de la humanidad") sufrió un profundo cuestionamiento a través de sus planteamientos filosóficos. Lo acusó de ser el responsable de que el hombre huyera de sí mismo y renegara de su vida terrenal, que éste perdiera "el sentido de la tierra" y anhelara ilusamente una supuesta "vida ultraterrena". Según él, la moral cristiana, que es la moral de los esclavos, ha matado la vida. El cristianismo ha luchado contra este tipo de humano superior. Ha defendido a los débiles, bajos y malogrados. Ha repudiado los instintos de conservación de la vida pletórica. Los valores cristianos en que la humanidad sintetiza su aspiración suprema, son valores de la decadencia. Quien pierde sus instintos y elige o prefiere lo que no le conviene (los valores cristianos) es un corrupto (decadente). "La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder, aparece la decadencia […]. Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas imaginarias (Dios, alma, yo, espíritu, el libre albedrío, o bien el determinismo); todo son efectos imaginarios (pecado, redención, gracia, castigo, perdón). Todo son relaciones entre seres imaginarios (Dios, almas, ánimas); ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad, ausencia total del concepto de las causas naturales); una psicología imaginarias (sin excepción, malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables…); una teleología imaginaria (el reino de Dios, el juicio final, la eterna bienaventuranza)"[51]. Estudiando la cultura griega antigua y la genealogía de la moral, encuentra que la moral cristiana pretende matar la dimensión instintiva del hombre. "Como consecuencia, el hombre se convierte en culpable, en enfermo. Ahora, envuelto por la presión de los juicios morales, el hombre se encuentra distraído, amargado contra la vida y consigo mismo […]. El Dios cristiano y el cristianismo son una mentira, la contradicción de la vida, la hostilidad declarada a la naturaleza, la "pésima nueva" que coloca el centro de gravedad de la vida, no en la vida misma, sino en el más allá, en la nada […]. Por ello el cristianismo es nihilista, una enfermedad, la más grande desgracia de la humanidad, un emponzoñamiento en contra de la vida"[52]. Con mordacidad cáustica señaló a los sacerdotes de ser "predicadores de la muerte". A éstos los llamó "decadentes", "envenenadores", "amarillos", "terribles", "abominables engendros", "tísicos del alma", "santos del conocimiento", "pérfida especie de enanos", "subterráneos", etcétera. Escuchemos su diatriba:

"Existen predicadores de la muerte: y la tierra está llena de individuos a quienes hay que predicarles que se alejen de la vida.

Repleta está la tierra de gentes que sobran, corrompida está la vida por los superfluos. ¡Bueno será que alguien les saque de esta vida, con el señuelo de la "vida eterna"! […].

Esta es la enseñanza de vuestra virtud: "¡Debes arrancarte la vida!" "¡Debes huir de ti mismo!" […].

La voz de los predicadores de la muerte resuena por todas partes. Es que la tierra está repleta de seres a quienes hay que predicar la muerte"[53].

Reitero enfáticamente: ¡En mi condición de filósofo
no estoy ni a favor ni en contra de la religión (sea cual sea), ni de
los creyentes! Soy demasiado respetuoso con la libertad de pensamiento y de
conciencia. Cada quién tiene el derecho inalienable de creer o no creer.
Lo que ocurre es que los intelectuales no podemos "matricularnos",
declararlos seguidores o adoptar dogmáticamente alguna religión
determinada, por cuanto estaríamos desconociendo otras religiones, que
igualmente tienen sus dogmas y sus doctrinas, y su derecho a existir y coexistir…
En el oscuro pasado algunos filósofos eran (¿les tocaba?) "creyentes",
porque el estricto contexto social y cultural así lo exigía; el
pensador (¿"librepensador"?) que osara negar sus creencias
públicamente en sus discusiones y o en sus escritos era rechazado y condenado
por los "amos" o altos jerarcas religiosos, tal como les ocurrió
a brillantes y excelsos pensadores o científicos como Giordano Bruno,
Galileo Galilei, Baruch de Spinoza, Karlheinz Deschner, por citar sólo
a estos hombres geniales, que, culturalmente, nos aportaron valiosos, revolucionarios
e novadores saberes aún vigentes. Pero los "dioses" de los
filósofos, en su gran mayoría, son diferentes a los dioses tradicionales:
el "dios" de Platón no es similar al "dios" de Aristóteles;
el "dios" de Descartes no es el mismo "dios" de Spinoza
o del "dios" de Leibniz, etcétera.

No se trata de creer o no creer; porque, para un filósofo como yo, el fenómeno religioso es un inquietante problema de inextricable hondura metafísica que le impele a reflexionar profunda y críticamente, para plantear preguntas en búsqueda de respuestas que le permitan dilucidar ese profundo e insondable misterio. Dios es un problema de interrogación, mas que un problema de exclamación. Si Dios es signo de interrogación nos activa la duda, pero si lo asumimos sólo como signo de exclamación lo afirmamos credulonamente, asombrándonos y alegrándonos de su existencia y no cuestionando y cuestionándonos a través de la pregunta y de la búsqueda inquieta y crítica. "Dios es signo de exclamación con el cual se unen todos los añicos: si uno cree en él quiere decir que está cansado, que ya no logra componérselas por su cuenta. Tú no estás cansada porque eres la apoteosis de la duda. Para ti Dios es un signo de interrogación; mejor dicho, el primero de una serie infinita de interrogantes. Y sólo quien se destriza en las preguntas para obtener respuestas logra avanzar; sólo quien no cree en la comodidad de creer en Dios para aferrarse a la balsa y descansar, puede comenzar nuevamente para volver a contradecirse, a desmentirse, a producirse más dolor"[54]. Es tal la magnitud del problema que el filósofo explora minuciosamente en la fenomenología de la religión, la sicología de la religión, la sociología de la religión, la antropología de la religión, la filosofía de la religión y la historia de las religiones. Históricamente, la religión ha impuesto, evidente y subrepticiamente, los fundamentos conceptuales, metodológicos, epistemológicos, cultuales y simbólicos para legitimar el saber, la verdad, la justicia, la moral, el orden social y el condicionamiento espiritual. Y la religión, como relato legitimador de un componente de la realidad, ha establecido dogmáticamente su manera acomodaticia y pragmática de ser y de estar en el mundo de los creyentes. Es por eso que el fenómeno religioso requiere, de los intelectuales, investigación y reflexión crítica e iconoclasta. Quienes creen en lugar de pensar se dejan adormecer por aletargador efecto de las religiones. "Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha"[55]. Nuestra conciencia crítica y libertaria no se amolda dócilmente a ningún tipo de creencia religiosa, porque estaríamos desconociendo la diferencia y la pluralidad.
La religión, sea cual sea su nombre y sus doctrinas, es un sistema de creencias, rituales, mitos, leyendas y cultos, cargado de elementos irracionales, alienadores y masificadores; un sucedáneo para las auténticas respuestas que nos ofrece el pensamiento filosófico. La filosofía, como saber riguroso, reflexivo, metódico, analítico, desmitificador, crítico y sistemático, reflexiona sobre el problema de Dios en el hombre y sobre Dios como problema para el hombre, con el ánimo de tratar de esclarecer estos problemas tan complejos e insondables.

Las tropelías de la Iglesia Católica

La religión ha sido descarada o subrepticiamente manipulada, en muchas circunstancias, para alienar y someter a los ingenuos "fieles", quienes por falta de una conciencia crítica no la han cuestionado, revisado y sometido a criterios de verdad. Sus velados elementos alienadores y masificadores han acabado con una considerable muchedumbre cristiana. "Una religión que acaba con el individuo, se acaba", se dice popularmente. ¿Cómo es posible que en estos tiempos en que la ciencia y la filosofía han contestado muchas preguntas que antes eran del dominio de los mitos y la magia, se siga alienando a la gente con absurdas ideas de otra vida en el "Reino de los Cielos"? ¿Cuál cielo si ya sabemos que no existe el cielo ni el infierno? Vida sólo hay una y hay que vivirla intensamente aquí y ahora, sin pensar en ilusiones ultraterrenales. Para una mejor claridad sobre esta problemática, léase a Nietzsche. La religión debe abrir "los ojos" a sus fieles para que no sean sometidos por los sistemas imperantes y no alienarnos con falsas esperanzas de "vida eterna". Según Martín Luther King, "cualquier religión cuya doctrina se preocupe por las almas de los hombres y no por las condiciones económicas y sociales que hieren el alma, es una religión espiritualmente agonizante que sólo aguarda el día de su entierro". Richard Bach sostiene que un "reto que nos plantea nuestra aventura en la tierra es el de elevarnos por encima de los sistemas muertos –guerras, religiones, naciones, destrucciones-, negarnos a formar parte de ellos y dar expresión al ser más elevado que sabemos cómo llegar a ser"[56].

A juzgar por algunos pasajes de los Evangelios, Jesucristo, en ciertas ocasiones, se comportó con acciones y expresiones ofensivas, en actitud agresiva y beligerante. En el evangelio de San Lucas (por citar sólo a uno), capítulo 12, se puede leer a manera de título: "Jesús, causa división". Y desde el versículo 49 al 53 se relata que Jesús vino a la tierra a prender fuego ("Fuego vine a echar a la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha incendiado?"), sin ánimo pacificador ("¿Pensáis que he venido para dar paz a la tierra? Os digo: No, sino disensión") y a generar división ("Estará dividido en padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra"). ¿Y qué decir, cuando, furioso, expulsó, con látigo en mano, a unos mercaderes del templo, luego de agraviarlos con improperios y de tumbar las mesas de los cambistas y regarles el dinero? No contento con este vejamen, ordenó destruir el templo para reconstruirlo en tres días. Si bien es cierto que los Evangelios también relatan actos buenos, milagros y enseñanzas de Jesús, ese comportamiento antisocial contradice la misión de quien supuestamente estaba destinado a "salvarnos" y conducirnos al "Reino de los Cielos". ¿Acaso su labor no fue la de predicar el mensaje de la justicia, el amor y el perdón?

En la "sagrada" Biblia, texto con el que han dogmatizado y "educado" a muchas personas, se relatan hechos violentos (algunos supuestamente dispuestos por Dios) y casos de esclavitud, incesto, poligamia e intolerancia, entre otros vejámenes y tropelías. Como una pequeña muestra de casos de intolerancia, cito los siguientes. "Los que adoren a otros dioses o al sol, la luna o todo ejército del cielo, morirán lapidados" (Deuteronomio 17). "Todo hombre o mujer que llame a los espíritus o practique la adivinación morirá apedreado" (Levítico 20). "Saca al blasfemo del campamento y que muera apedreado" (Levítico 24). "A los hechiceros no los dejaréis con vida" (Éxodo 22). "Si alguien tiene un hijo rebelde que no obedece y escucha cuando lo corrigen, lo sacarán de la ciudad y todo el pueblo apedreará hasta que muera" (Deuteronomio 21). "Si un hombre yace con otro, los dos morirán" (Levítico 20). "Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, ambos morirán" (Deuteronomio 22). "Si un hombre yace con su nuera, los dos morirán" (Levítico 20). "Si la hija de un sacerdote se prostituye, será quemada viva" (Levítico 21).

La religión ha sido utilizada por muchos gobernantes como una ideología de gobierno, como un instrumento de sometimiento y dominio. Su profunda influencia ha facilitado la intimidación de súbditos por parte de tiranos y déspotas, especialmente en tiempos remotos. Con los supuestos castigos de los dioses por no obedecer a los gobernantes, se ha mantenido al pueblo en la ignorancia y en la sumisión. Los poderosos se han inventado todo tipo de tretas y mentiras para atemorizar con "castigos divinos" a quienes se rebelen en contra de su poder. Mijail Bakunin nos advierte que "todas las religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo… Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados por los hombres, es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad humanas… ¿Es necesario recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación humana, y los reducen a la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud. Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de servidumbre. Matan la noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina… Eso nos explica por qué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón – y si no en el corazón, en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una y otro ejercen sobre el corazón de los hombres) – por qué hay, digo, en los sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario"[57]. Nietzsche llamaba "decadentes" a los sacerdotes. "La ira de los sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y ha causado males horribles. Esta ira, consejera tremenda, tal vez los ha persuadido de que era menester que los pueblos sudaran sangre bajo la presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de Isaías, y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como el pisador pisa las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada y cubierto de sangre hasta los muslos… El sacerdote, el que va a ser sacerdote, ha de ser humilde, pacífico, manso de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el rayo la hiere sino como las hierbecillas fragantes de las selvas y las modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el villano las pisa"[58].

La lucha entre las religiones ha generado algunas guerras, muchas veces "justificadas" con la excusa o pretexto de "perseguir" infieles, herejes, opositores, ateos, brujos, cismáticos… Son tan absurdos estos conflictos que se ha llegado al extremo de llamarlos "guerras santas". ¿Qué es una guerra santa? Guerra por motivos religiosos. Según el Diccionario de las religiones, "en torno a la idea de la guerra encontramos en las religiones posturas extremas e irreconciliables, incluso dentro de escuelas o sectas de una misma religión"[59]. En el islamismo la guerra santa es un mandato y un concepto básico. Las Cruzadas, efectuadas por el cristianismo, fueron consideradas como "guerra santa". La causa de la Guerra de los Treinta Años, que se desarrolló en Europa entre 1618 y 1648, y que afectó sobre todo al Imperio Germánico entre Francia y España, fue el conflicto existente en Alemania entre católicos y protestantes. Las denominadas Guerras de la Religión, que se desarrollaron en Francia entre 1562 y 1598, tuvieron su origen en las rivalidades de protestantes (hugonotes) y católicos. Así ha habido otras guerras por motivos religiosos y disputas de poder entre emperadores y papas. "La sociedad quiere huir de toda causa que en nombre de la religión justifique la muerte, la violencia y la discriminación. Ninguna guerra es santa, todas las guerras y todas las armas las inspiran un corazón confundido por la oscuridad del odio, del rencor y la venganza. No seamos tan hipócritas y saquemos a Dios de nuestros propios conflictos y no usemos su santo nombre para asesinar a nuestros hermanos y hermanas y en último término asesinarlo a Él en ellos y ellas. Tengo pavor a creer que la misma violencia se ha convertido en una religión ansiosa de víctimas y sacrificios humanos, en una sed insaciable de sangre que nos llevará a nuestra propia destrucción"[60]. Savater, interpretando el sentir volteriano, decía que "la credulidad popular puede ser aprovechada por un desaprensivo para convertir la religión en arma de guerra y justificación de crímenes"[61].

Elizabet Anderson, en su libro Si Dios ha muerto, ¿todo está permitidoo?, escribe lo siguiente:

"Este punto de vista reconoce mi objeción al teísmo, la de que fomenta actos terribles de genocidio, esclavitud y demás, pero niega su fuerza moral. Ya sabemos en qué ha desembocado esta opción: en la guerra santa, en la erradicación sistemática de los herejes, en las Cruzadas, en la Inquisición, en la guerra de los Treinta Años, en la guerra civil inglesa, en la caza de brujas, en el genocidio cultural de la civilización maya, en la conquista brutal de los aztecas y los incas, en el respaldo religioso a la limpieza étnica de los indios norteamericanos, en la esclavitud de los africanos en América, en la tiranía colonialista por todo el planeta, y en el confinamiento en guetos de los judíos, sometidos a pogromos cada cierto tiempo, cada uno de ellos un paso más hacia el Holocausto"[62].

Desde niños nos han "enseñado" y nos han hecho "creer" que la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana es la portadora del mensaje de Cristo, para que nos salvemos y seamos mejores seres humanos; pero, a juzgar por el libro La Puta de Babilonia, escrito por Fernando Vallejo, parece que la misión no ha sido tan "santa", puesto que la pequeña, muestra que resalto a continuación, nos dice que "la puta de Babilonia"(como llamaban los albigenses a la Iglesia Católica) creó tribunales tan ignominiosos como la Inquisición y la Caza de Brujas, organizó las Cruzadas; ha perpetrado múltiples fechorías, vejámenes y tropelías; ha observado una doble moral y ha tenido unos "papas" (supuestos representantes de Dios en la tierra) que han cometido crímenes, asesinatos y "pecados": lujuria, incesto, homosexualismo, pedofilia, simonía, desear y poseer la mujer del prójimo… ¡Qué bandidos esos papas! ¿Acaso ellos mismos, con sus bulas, sus encíclicas, sus doctrinas y sus dogmas no condenaban este tipo de prácticas por "impúdicas", "inmorales" y que atentan contra Dios? Con la represión que impusieron (los "papas" y la Iglesia Católica) a los instintos naturales del ser humano, convirtieron la genitalidad (el acto más sublime del universo) en algo sucio, indebido, despreciable, indecente, inmoral, prohibido, generando un desprecio por el cuerpo, por el disfrute del cuerpo, haciendo que las personas sientan vergüenza de su cuerpo. Michel Onfray afirma que las religiones son únicamente instrumentos de dominación y de alienación, y agrega que los tres monoteísmos profesan el mismo odio a las mujeres, a la sexualidad y que detestan la libertad. "El monoteísmo es una ideología que, en sus principios, detesta que la gente piense o reflexione y prefiere que obedezca y que se someta a la Ley, a la palabra de Dios y a sus Mandamientos"[63].

La Inquisición

Este ignominioso tribunal fue fundado en el siglo XII por el papa Gregorio IX para combatir y castigar (torturar y quemar) la herejía, la brujería o cualquier otra manifestación, pública o privada, contraria a la fe católica. Acabó cruel y brutalmente con las herejías cátara y albigense. Luego pasó a quemar brujas, judíos, mahometanos, protestantes y cuantos se negaran a prestarle obediencia al papa. La suprema razón de ser no era el enriquecimiento de unos monjes, sino asegurar el dominio absoluto del papa sobre príncipes y vasallos, lo visible e invisible, los actos y las conciencias. Para la Inquisición nunca hubo inocentes; la presunción de inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del sindicado, sino el grado de culpabilidad. Y no sólo tenía que confesar el indiciado sino que tenía que denunciar a su mujer, a sus hijos y a sus amigos como enemigos de Dios. El inquisidor actuaba como acusador y juez. Juzgaban y condenaban hasta los muertos: los desenterraban, los trituraban y quemaban sus huesos. Los inquisidores se enriquecían como los obispos: recibían sobornos, se apoderaban de las riquezas de los que condenaban, y los ricos les pagaban contribuciones anuales para que no los acusaran. El eclesiástico español Tomás de Torquemada (1420-1498), en sus once años como inquisidor, entre herejes, apóstatas, brujas, bígamos, usureros, judíos, moros y cristianos, condenó a ciento catorce mil a variadas penas y quemó a diez mil. Torturado por su represión sexual que a sí mismo se imponía, fue un abominable e infeliz torturador y asesino. Se caracterizó por su dureza, crueldad e intolerancia. Otros inquisidores, como Robert le Bourge, Bernardo Gui y Conrado de Marburgo enviaron a la hoguera a unos doscientos. En su clima de evidente intolerancia disponía la muerte para los impenitentes, excomunión y tortura para los relapsos, cadena perpetua a los dogmatizantes, y adjuración, penitencia y prisión a los reconciliados. A las víctimas desmembradas las tiraban en pozos llenos de serpientes, las entregaban desnudas y atadas a ratas hambrientas y las enterraban vivas. Dentro de la dinámica "procesal" de la oprobiosa Inquisición cualquier persona podía ser perseguida por una simple denuncia y lo esencial para los jueces era obtener la confesión de los acusados, acudiendo a la tortura para conseguirla. "Quemar víctimas en estado de indefensión ha sido en todo caso la gran especialidad de la Puta desde que se montó al poder en el 313 y lo que había sido hasta entonces una religión de necios se convirtió en una empresa de asesinos"[64]. Cuál sería la intolerancia de la Iglesia Católica que, desconociendo el auténtico sentido del término herejía, empezó a perseguir criminalmente a quienes "elegían" o a quienes "tomaban partido", pues la etimología de este concepto nos dice que herejía deriva del griego hairetikós, que significa "el que elige" o "el que toma partido". "La noción de herejía surgió en la Iglesia Católica, como parte del esfuerzo por mantener la disciplina interna de la institución en materia doctrinaria, y expresa una concepción autoritaria de la vida religiosa y de la organización política de la sociedad. La lucha contra herejías ha dado lugar a grandes crímenes como la destrucción de los cátaros o albigenses por la Iglesia católica en el siglo XIII, que se resolvió en una guerra de exterminio en la creación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, uno de los aparatos represivos y punitivos más siniestros en la historia de Occidente. …la Inquisición se puso al servicio de las monarquías absolutistas europeas aliadas con la Iglesia en su lucha contra la reforma protestante, contra el judaísmo y contra todas las manifestaciones de libertad intelectual y política que anunciaron el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración en Occidente"[65].

El libro Manual del perfecto ateo[66]precisa que la creencia en lo que dice la Biblia fue impuesta a sangre y fuego en casi todo el mundo: recuérdese la inquisición, la conquista de América, la colonización de Asia y África, las cruzadas, la toma de China y Japón por los misioneros, las cruzadas jesuitas, las guerras contra los infieles… y pare usted de contar. En toda la historia de la humanidad, los dioses del pueblo conquistado han pasado a la categoría de dioses falsos y su religión, sus libros sagrados, sus ritos, prohibidos y destruidos… (La historia la escriben los vencedores dicen por ahí). Desde sus inicios -prosigue dicho texto-, el papado se constituyó en un feroz perseguidor de los "herejes, infieles y ateos", que ponían en duda a Jesucristo como hijo de dios y a la Iglesia como su representante. Por siglos y siglos, la Iglesia obligó a la gente a creer en sus doctrinas, bajo pena de muerte (y de pilón, infierno en la otra vida). Quien se atrevía a dudar de las enseñanzas del papa, se las tenía que ver con la santísima inquisición (cristiana of course). No pensar, era garantía de seguir con vida (y lleno de fe). De 1481 a 1808, solo en España, la santa inquisición quemó vivos a 32,472 por cuestiones de religión (sin contar las victimas de Holanda, Francia, Italia o las indias), todo en nombre de Jesucristo En Alemania solo, de 1450 a 1550, más de 100,000 mujeres fueron muertas por la Iglesia por herejes y brujas. ¿Cuántos millones de seres humanos murieron durante la conquista de América al defenderse del cristianismo invasor?, ¿Cuántos otros millones de infieles cayeron bajo la implacable y cristiana espada de las cruzadas? Y no olvidar que la Iglesia católica fue la madre inventora de antisemitismo, siendo Hitler sólo un modesto discípulo seguidor de las enseñanzas de Roma. ¿Quién mató más judíos: la Iglesia católica o Hitler? Hijos predilectos de dios (según la Biblia), los judíos cayeron de la gracia de su hijo (dijo la Iglesia) y durante 19 siglos fueron perseguidos y asesinados por los católicos y demás cristianos (por no creer en Jesús como dios); y por lo mismo murieron miles de africanos, asiáticos, australianos, árabes, latinos y demás infieles: por falta de fe en el nuevo dios de los blancos.

Según Voltaire[67](Cartas filosóficas), la Inquisición es, como todo el mundo sabe, una invención admirable y completamente cristiana para que gocen de extraordinario poder el Papa y los frailes y para convertir en hipócritas las naciones.

La Caza o Cacería de Brujas

Persecución desatada por Inocencio VIII (mediante la bula Summis desidrantes affectibus) contra personas acusadas de canibalismo, de bestialidad, de volar en escobas, de arruinar las cosechas, de hacer abortar a las mujeres, de causar impotencia a los hombres, de beber sangre de niños, de participar en orgías, de besarle el trasero a satanás y de copular con él en los aquelarres y de darle hijos, de convertirse en ranas y gatos. Les pinchaban los ojos con agujas, las empalaban por la vagina o el recto hasta desmembrarlas en castigo por haberse ayuntado con el diablo, las arrastraban tiradas por caballos hasta despedazarlas, las asfixiaban… Durante tan brutal cacería, el obispo de Tréveris quemó a 368, el de Ginebra a 500, el de Bamberg a 600 y el de Wurzburgo a 900. Entre dominicos y obispos arrasaron con pueblos y regiones enteras. En Oppenau, entre 1631 y 1632, quemaron cerca del 2% de la población. Para detener la tortura, las supuestas brujas denunciaban a otras, y éstas a otras en una reacción en cadena que podía arrastrarse por décadas. La cifra total de los quemados por brujería nunca se sabrá. Lo que sí se sabe era que la mayoría eran mujeres. La familia de la víctima debía correr con los gastos derivados del proceso, en el cual no podían defenderse, en los que se incluían desde los honorarios de los jueces, torturadores y verdugos hasta el coste de la madera utilizada en la quema y el banquete que seguía a ésta. La caza de brujas sirvió a las fuerzas políticas para contrarrestar el creciente descontento de las clases populares, y para imponer la cultura oficial persiguiendo las manifestaciones culturales heterodoxas o simplemente paganizantes de raíz precristiana.

Sobre este particular, el escritor francés Dan Brown nos dice que la "Inquisición publicó el libro que algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los tiempos: El martillo de las brujas, mediante el que se adoctrinaba al mundo de «los peligros de las mujeres librepensadoras» e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba «brujas» estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y «cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural». A las comadronas también las mataban por su práctica herética de aplicar conocimientos médicos para aliviar los dolores del parto -un sufrimiento que, para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original. Durante trescientos años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres"[68].

La "caza de brujas" es institución abominable, y detrás de ella estaba la "Iglesia Católica". Leamos lo que nos dice el científico Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios:

"El Papa nombró a Kramer y a Sprenger para que escribieran un estudio completo utilizando toda la artillería académica de finales del siglo xv. Con citas exhaustivas de las Escrituras y de eruditos antiguos y modernos, produjeron el Malleus maleficarum, «martillo de brujas», descrito con razón como uno de los documentos más aterradores de la historia humana. Thomas Ady, en Una vela en la oscuridad, lo calificó de «doctrinas e invenciones infames», «horribles mentiras e imposibilidades» que servían para ocultar «su crueldad sin parangón a los oídos del mundo». Lo que el Malleus venía a decir, prácticamente, era que, si a una mujer la acusan de brujería, es que es bruja. La tortura es un medio infalible para demostrar la validez de la acusación. El acusado no tiene derechos. No tiene oportunidad de enfrentarse a los acusadores. Se presta poca atención a la posibilidad de que las acusaciones puedan hacerse con propósitos impíos: celos, por ejemplo, o venganza, o la avaricia de los inquisidores que rutinariamente confiscaban las propiedades de los acusados para su propio uso y disfrute. Su manual técnico para torturadores también incluye métodos de castigo diseñados para liberar los demonios del cuerpo de la víctima antes de que el proceso la mate. Con el Malleus en mano, con la garantía del aliento del Papa, empezaron a surgir inquisidores por toda Europa.

Rápidamente se convirtió en un provechoso fraude. Todos los costes de la investigación, juicio y ejecución recaían sobre los acusados o sus familias; hasta las dietas de los detectives privados contratados para espiar a la bruja potencial, el vino para los centinelas, los banquetes para los jueces, los gastos de viaje de un mensajero enviado a buscar a un torturador más experimentado a otra ciudad, y los haces de leña, el alquitrán y la cuerda del verdugo. Además, cada miembro del tribunal tenía una gratificación por bruja quemada. El resto de las propiedades de la bruja condenada, si las había, se dividían entre la Iglesia y el Estado. A medida que se institucionalizaban estos asesinatos y robos masivos y se sancionaban legal y moralmente, iba surgiendo una inmensa burocracia para servirla y la atención se fue ampliando desde las brujas y viejas pobres hasta la clase media y acaudalada de ambos sexos.

Cuantas más confesiones de brujería se conseguían bajo tortura, más difícil era sostener que todo el asunto era pura fantasía. Como a cada «bruja» se la obligaba a implicar a algunas más, los números crecían exponencialmente. Constituían «pruebas temibles de que el diablo sigue vivo», como se dijo más tarde en América en los juicios de brujas de Salem. En una era de credulidad, se aceptaba tranquilamente el testimonio más fantástico: que decenas de miles de brujas se habían reunido para celebrar un aquelarre en las plazas públicas de Francia, y que el cielo se había oscurecido cuando doce mil de ellas se echaron a volar hacia Terranova. En la Biblia se aconsejaba: «No dejarás que viva una bruja». Se quemaron legiones de mujeres en la hoguera. Y se aplicaban las torturas más horrendas a toda acusada, joven o vieja, una vez los curas habían bendecido los instrumentos de tortura. Inocencio murió en 1492, tras varios intentos fallidos de mantenerlo con vida mediante transfusiones (que provocaron la muerte de tres jóvenes) y amamantándose del pecho de una madre lactante. Le lloraron sus amantes y sus hijos.

En Gran Bretaña se contrató a buscadores de brujas, también llamados «punzadores», que recibían una buena gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. No tenían ningún aliciente para ser cautos en sus acusaciones. Solían buscar «marcas del diablo» -cicatrices, manchas de nacimiento o nevi- que, al pincharlas con una aguja, no producían dolor ni sangraban. Una simple inclinación de la mano solía producir la impresión de que la aguja penetraba profundamente en la carne de la bruja. Cuando no había marcas visibles, bastaba con las «marcas invisibles». En las galeras, un punzador de mediados del siglo x v n «confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza».

En los juicios de brujas no se admitían pruebas atenuantes o testigos de la defensa. En todo caso, era casi imposible para las brujas acusadas presentar buenas coartadas: las normas de las pruebas tenían un carácter especial. Por ejemplo, en más de un caso el marido atestiguó que su esposa estaba durmiendo en sus brazos en el preciso instante en que la acusaban de estar retozando con el diablo en un aquelarre de brujas; pero el arzobispo, pacientemente, explicó que un demonio había ocupado el lugar de la esposa. Los maridos no debían pensar que sus poderes de percepción podían exceder los poderes de engaño de Satanás. Las mujeres jóvenes y bellas eran enviadas forzosamente a la hoguera.

Los elementos eróticos y misóginos eran fuertes, como puede esperarse de una sociedad reprimida sexualmente, dominada por varones, con inquisidores procedentes de la clase de los curas, nominalmente célibes. En los juicios se prestaba atención minuciosa a la calidad y cantidad de los orgasmos en las supuestas copulaciones de las acusadas con demonios o el diablo (aunque Agustín estaba seguro de que «no podemos llamar fornicador al diablo») y a la naturaleza del «miembro» del diablo (frío, según todos los informes). Las «marcas del diablo» se encontraban «generalmente en los pechos o partes íntimas», según el libro de 1700 de Ludovico Sinistrari. Como resultado, los inquisidores, exclusivamente varones, afeitaban el vello púbico de las acusadas y les inspeccionaban cuidadosamente los genitales. En la inmolación de la joven Juana de Arco a los veinte años, tras habérsele incendiado el vestido, el verdugo de Ruán apagó las llamas para que los espectadores pudieran ver «todos los secretos que puede o debe haber en una mujer».

La crónica de los que fueron consumidos por el fuego solo en la ciudad alemana de Wurzburgo en el año 1598 revela la estadística y nos da una pequeña muestra de la realidad humana:

El administrador del Senado, llamado Gering; la anciana señora Kanzler; la rolliza esposa del sastre; la cocinera del señor Mengerdorf; una extranjera; una mujer extraña; Baunach, un senador, el ciudadano más gordo de Wurzburgo; el antiguo herrero de la corte; una vieja; una niña pequeña, de nueve o diez años; su hermana pequeña; la madre de las dos niñas pequeñas antes mencionadas; la hija de Liebler; la hija de Goebel, la chica más guapa de Wurzburgo; un estudiante que sabía muchos idiomas; dos niños de la Iglesia, de doce años de edad cada uno; la hija pequeña de Stepper; la mujer que vigilaba la puerta del puente; una anciana; el hijo pequeño del alguacil del ayuntamiento; la esposa de Knertz, el carnicero; la hija pequeña del doctor Schultz; una chica ciega; Schwartz, canónigo de Hach…

Y así sigue. Algunos recibieron una atención humana especial: «La hija pequeña de Valkenberger fue ejecutada y quemada en la intimidad». En un solo año hubo veintiocho inmolaciones públicas, con cuatro a seis víctimas de promedio en cada una de ellas, en esta pequeña ciudad. Era un microcosmos de lo que ocurría en toda Europa. Nadie sabe cuántos fueron ejecutados en total: quizá cientos de miles, quizá millones. Los responsables de la persecución, tortura, juicio, quema y justificación actuaban desinteresadamente. Solo había que preguntárselo.

No se podían equivocar. Las confesiones de brujería no podían basarse en alucinaciones, por ejemplo, o en intentos desesperados de satisfacer a los inquisidores y detener la tortura. En este caso, explicaba el juez de brujas Pierre de Lancre (en su libro de 1612, Descripción de la inconstancia de los ángeles malos), la Iglesia católica estaría cometiendo un gran crimen por quemar brujas. En consecuencia, los que plantean estas posibilidades atacan a la Iglesia y cometen ipsofacto un pecado mortal. Se castigaba a los críticos de las quemas de brujas y, en algunos casos, también ellos morían en la hoguera. Los inquisidores y torturadores realizaban el trabajo de Dios. Estaban salvando almas, aniquilando a los demonios…

En la última ejecución judicial de brujas en Inglaterra se colgó a una mujer y a su hija de nueve años. Su crimen fue provocar una tormenta por haberse quitado las medias"[69].

Las cruzadas

Se trata de ocho expediciones militares (impulsadas por el papa Urbano II para la supuesta defensa de la fe católica) realizadas por los cruzados (el brazo armado del papado), con el "santo" propósito de arrebatarles Jerusalén y Palestina ("la tierra santa") a los musulmanes. Estas oprobiosas expediciones belicosas dejaron miles de muertos entre cristianos, judíos y musulmanes (su blanco declarado). "La oculta y verdadera razón era el ansia insaciable de poder y riquezas que nunca han dejado en paz a la Iglesia Católica, que se ha valido de maquinaciones e intrigas, ha coronado y derrocado príncipes, reyes, emperadores, prendido hogueras y quemado herejes, vendido indulgencias y reliquias, mentido y calumniado"[70].

Las tropelías de los papas

Algunos papas involucrados en hechos y conductas repudiables para la Iglesia y la sociedad:

Anastasio I (399-401). Engendró al papa Inocencio I.

Hormisdas (514-523). Engendró al papa Silverio.

Pelagio I (556-561). Mató al papa Virgilio por corrupto. Fue impuesto por el emperador Justiniano.

Juan VIII (872-882). Adulador y servil, coronó a Carlos el Calvo como emperador, afirmando que Dios había decretado su elección como emperador desde antes de la creación del mundo. A cambio obtuvo amplios dominios papales. Fue pródigo en excomuniones y mató a muchos sarracenos (árabes, musulmanes y moros, especialmente piratas que actuaron en el Mediterráneo occidental durante la Edad Media) como "animales salvajes".

Adriano III (884-885). Mandó azotar desnuda a una dama noble por las calles de Roma, la cual le había sacado los ojos a un alto oficial del palacio Laterano.

Sergio III (904-911). Asesinó a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal.

Esteban VII (928-931). Hijo de sacerdote. Lo encarcelaron y estrangularon. Hizo exhumar el cadáver de Formoso, su antecesor, nueve meses después de su muerte, para juzgarlo en el famoso Sínodo del Cadáver, y lo condenó por "ambición desmedida al papado": le arrancaron las vestiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar en una cueva, lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y, mutilado, vejado y putrefacto, fue arrojado al Tíber.

Juan XI (931-936). Hijo ilegítimo de Marozia y del Papa Sergio III. Su hermano Alberico II lo puso en prisión.

Esteban VIII (939-942). Murió desorejado y desnarigado por conspirar contra el todopoderoso señor de Roma Alberico II.

Juan XII (955-964). Octaviano (937-964). Nieto y biznieto de prostituta. Era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto con el diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar con su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainer a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas. Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató de un martillazo en la cabeza.

Benedicto V (964-966). Deshonró a una doncella y huyó a Constantinopla con parte del tesoro de San Pedro. A su regreso a Roma, León VIII le desgarró las vestiduras, le arrancó las insignias papales y el báculo; tras hacerlo arrodillar, le rompió la cabeza a baculazos. Murió de más de cien puñaladas propinadas por un marido vejado, quien luego lo arrastró y arrojó a un pozo.

Juan XIII (965-972). Solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma.

Benedicto VII (974-983). Murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado.

Bonifacio VII (974-984-985). Francon. Considerado ilegítimo. Estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV, luego de apalearlo. Murió asesinado.

Gregorio V (996-999). Bruno de Corintia (972-999). Cegó, desorejó, desnarigó y le cortó la lengua, los labios y las manos del antipapa Juan XVI; lo coronó con una ubre de vaca, lo paseó por Roma montado en un asno y lo encerró en un monasterio donde murió desconectado del mundo.

Sergio IV 1009-1012). Pietro. Murió asesinado durante una revuelta en Roma.

Adriano IV (1154-1159). Nicolás Breakspear (1100-1159). Hizo condenar y ejecutar por herejía a Arnaldo de Brescia. ¿Qué hizo? Denunciar la riqueza y la corrupción de los clérigos y oponerse al poder temporal del papado. Luego de ahorcado, su cadáver fue quemado y sus cenizas arrojadas al Tíber.

Inocencio III (antipapa 1179-1180). Landi de Sezze. Fue el más asesino. Con sus tres cruzadas (contra los albigenses, contra los infieles y la de los niños) fue quien más mató y empujó a la muerte.

Inocencio VIII (1198-1216). Giovanni Lotario, conde de Segni (1160-1216). Promulgó la bula Summis desiderantes affectibusque desató la más feroz persecución contra las brujas. A su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis y nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico.

Gregorio IX (1227-1241). Ugolino, conde de Segni (1170-1241). Decretó la pena de muerte para los herejes.

Inocencio IV (1243-1254). Sinibaldo Fieschi (1195-1254). Azuzó a la Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía.

Inocencio IV (1243-1254). Sinibaldo Fieschi (1195-1254). Autorizó la tortura, y las cámaras de la Inquisición se convirtieron en las mazmorras del terror y el sufrimiento.

Juan XXII (1316-1334) Jacques Duese (1245-1334). Declaró herejes a los fraticelli (de la orden franciscana), al año siguiente quemó a cuatro en Marsella, y en los años siguientes entregó más de un centenar a la Inquisición por insistir en la pobreza de cristo y de los apóstoles. Condenó póstumamente al filósofo alemán Meister (Maestro) Eckhart (1258-1327) por ideas religiosas, entre ellas su concepción panteísta, y excomulgó al filósofo inglés Guillermo de Occam (1290-1249) por estar de acuerdo con la tesis sobre la pobreza de Cristo y considerar como hereje a Juan XXII, quien no compartía y se oponía a dicha tesis.

Urbano VI (1378-1389). Bartolomeo Prignamo (1318-1289). Murió envenenado.

Alejandro VI (1492-1503). Rodrigo Borgia y Borgia (1421-1503). Tuvo amantes, engendró hijos, cometió incesto con su hija Lucrecia, sobornó cardenales, vendió indulgencias, quemó a Girolamo Savonarola (1452-1498) porque convocó a un concilio desde Florencia con el propósito de deponer a ese papa por pecados de la carne y por corrupto. Fue precursor de la Reforma. Adolfo Valle Berrío, con respecto a este papa, nos dice lo siguiente: "Rodrigo quería hacerse Papa como fuese, y se dice que el día en que fue coronado todos sus coterráneos respiraron tranquilos, pues para lograr tal distinción había hecho envenenar o asesinar a 220 de sus oponentes, en sólo 17 días…"[71]. Inés Plana escribe que los Borgia fueron papas, cardenales y duques, y no duraron en asesinar a quien se les interpusiera para alanzar el poder y la gloria, y agrega que el tráfico y el incesto coronaron su leyenda negra. Con respecto a la muerte de Savonarola, afirma que el Papa Alejandro VI lo llamó "judío borracho" y lo acusó de rebelión. "Tras crueles interrogatorios bajo tortura, en los que Savonarola sufrió el desgarro de todos sus músculos, refirmó la sentencia de muerte". Luego de su ahorcamiento fue quemado en la pira. "La osadía de enfrentarse a un Borgia la pagó el dominico, al igual que muchos otros, con su propia vida"[72]. Este "papa" intolerante, que tuvo unos siete hijos, cometió incesto y dispuso asesinatos, entre otros vejámenes, ¿fue un auténtico "representante" de Dios en la tierra?

León X (1513-1521). Juan de Médicis (1475-1521). Era homosexual y los burdeles de Roma le pagaban diezmos. Mató al pérfido cardenal Alfonso Petrucci de Siena, quien pretendió envenenarlo. Practicó la simonía (negociar con objetos sagrados, bienes espirituales o cargos eclesiásticos).

Julio III (1550-1555). Giovanni María del Monte (1487-1555). Tuvo relaciones homosexuales con un joven de 15 años. Fue a la cárcel por criminal.

Pío V (1566-1572). Antonio Ghislleri (1504-1572). Expulsó a todos los judíos de los Estados Pontificios, dejando tan solo a los de Roma y Ancona. Expulsó a todas las prostitutas de Roma. Promulgó la bula que prohibía las corridas de toros en Europa, menos en España.

Gregorio XIII (1572-1585). Ugo Boncompagni (1502-1585). Celebró con júbilo la matanza de la noche de San Bartolomé, donde la Iglesia católica asesinó a varios protestantes franceses o hugonotes, sindicados de herejía. En una carta a Carlos IX, dijo: "Os acompañamos en vuestra alegría porque por la gracia de Dios habéis librado al mundo de esos desgraciados herejes".

Sixto V (1585-1590). Felice Peretti (1520-1590). Asesino, inquisidor y simoniaco.

Pío XI (1922-1939). Achile Ratti (1857-1939). Alcahueta del nazismo.

Pío XII (1939-1958). Eugenio Pacelli (1876-1958). Alcahueta del nazismo y del fascismo. Tuvo relaciones íntimas con la monja Pascalina. Combatió el comunismo.

Pablo VI (1963-1978). Giovanni Batista Montini (1897-1978). Revivió el viejo tema de que los judíos no habían querido reconocer en Jesús al Mesías que llevaban siglos esperando, al cual habían calumniado y matado.

¿Todo eso hicieron los llamados "representantes de Dios en la tierra? La Iglesia les debe muchas explicaciones a sus feligreses y creyentes, debido a que, de una u otra forma, los ha guiado y les ha impuesto formas y estilo de vida. ¡La Iglesia también es responsable de la violencia!

La cristiandad ya habló, ahora hablamos nosotros

Como la religión ya ha "hablado" demasiado (ha sido muy "parlanchina" y mentirosa), es el momento de que también escuche; los filósofos tenemos nuestras cosas que decir. La religión, concretamente el Cristianismo (en sus versiones Católica y Protestante) -debido a que es la religión que impera y nos somete en nuestro contexto-, ya nos "escupió" sus "verdades", y ya es hora de que calle. Nuestros oídos son sordos a sus discursos que pretenden ilusamente legitimar la verdad y el saber. Sus prédicas mendaces ya no hacen eco en los oídos de quienes pensamos críticamente, tenemos una actitud iconoclasta y contestaría, cuestionamos y ponemos en ducha tradiciones, costumbres y convenciones. ¿Qué puede decirnos la religión que nos incline a creerle ingenuamente?

Además de haber hablado mentiras, ha "hablado" violentamente: Cruzadas, Inquisición, Cacería de Brujas, guerras religiosas, crímenes, tropelías papales (el papado, "el más artificial de los edificios" que, como dijo Schiller, sólo se mantiene en pie "gracias a una persistente negación de la verdad"[73]), vejámenes de la jerarquía eclesiástica, pederastia, prohibición y quema de libros, persecución de intelectuales y científicos: Galileo, Bruno, Servet, Spinoza… Con la incineración de Giordano Bruno (1600), la Iglesia Católica quedó "muy mal sentada" para la posteridad. Una gran mayoría de personas desaprueban semejante tropelía. Con el asesinato de Bruno, la Iglesia perdió más de lo que ganó: ésta perdió prestigio y Bruno se ganó la inmortalidad. Sus perseguidores cayeron en el olvido, mientras la grandeza de Bruno ha crecido, "y actualmente su legado es más apreciado y honrado que en ningún otro momento desde su muerte"[74]. Muchos hemos quedado estupefactos al conocer la ocurrencia de tan cruel exabrupto. No podíamos "creer" que una institución "sagrada", puesta ante nosotros, desde niños, como fuente de moral y patrón de vida correcta, hubiera sido capaz de un vejamen tan aberrante. Que se hayan enfrentado católicos y protestantes en épocas intolerancia y oscurantismo, eso no me importa; eso es problema de "borregos". Lo que me causa inconformismo es que la Iglesia Católica, encargada de difundir el mensaje de Jesús (el amor, el perdón y la justica), hubiera perpetrado tan cobarde tropelía, quemando vivo al intelectual y filósofo más grande del Renacimiento. Un pensador que luchó por pensar diferente, ¿tenía que ser asesinado por los "representantes de Dios en la tierra"? Semejante crimen tan absurdo, merece todo el rechazo de los intelectuales, y esa es una de las razones para que pensemos críticamente en lugar de creer ingenuamente en el acervo dogmático y doctrinario con el que la iglesia aliena y masifica a los cándidos creyentes. ¡Qué paradójico: mientras la iglesia mentirosa predicaba el amor, el perdón y la justicia, asesinaba a un librepensador! Pienso que con esa tropelía, la iglesia hizo de Bruno un mártir del pensamiento diferente. El intelectual Óscar Gómez, a pesar de ser católico, es contundente con respecto al crimen de Bruno:

"Ante la escalofriante magnitud de este drama, uno se cuestiona horrorizado cómo es posible que un crimen de semejante atrocidad haya podido consumarse, ¡vaya paradoja!, justamente en nombre de una religión que, como la cristiana, si de algo se precia es de su mensaje de amor y de perdón, porque se sustenta en las palabras de un gran hombre que vino a predicarlo todo, menos el odio, la venganza o la brutalidad, y que enseñó siempre su filosofía a base de parábolas y de paciencia y dulzura infinitas…

Es  también un homenaje,  inútil pero  honesto, al mártir de Nola, conducido  a  la  muerte en  absoluto  estado de indefensión por sujetos que nada entendieron nunca sobre derechos y libertades, ni sobre avances científicos, ni sobre nada que no fuera su propia torpeza, su fanatismo irreductible, y la prepotencia que da el poder político, económico y militar cuando se ejerce para la escueta satisfacción de los propios intereses…

Lo que interesa es poner de relieve que atentar contra la vida de quien piensa distinto de uno es acción injustificable, y que, por desgracia, hasta el cristianismo apeló a métodos brutales para imponer una filosofía de vida que, dada su coherencia y bondad, no necesitaba de ellos, y privó del don de la vida a personas que no habían cometido ningún crimen atroz, como para merecer tal castigo extremo, sino que simplemente estaban ejerciendo la facultad de discernir, implícita en la naturaleza del hombre, y la cual justamente lo diferencia de los brutos…

Bruno es una víctima del endurecimiento de la Iglesia, pero también de la incomprensión de Roma ante la transformación de la reflexión cosmológica… En todo caso, dígase lo que se quiera, quemar a una persona viva en la hoguera, en medio de sus ayes desgarrados, es un procedimiento de crueldad extrema que lleva enseguida a la idea de matar con sevicia. La idea de matar con sevicia, que está asociada a la de quitar la vida con odio extremo y desprecio por la víctima, a quien el verdugo debe hacer padecer hasta el último instante, data de mucho tiempo…

En tiempos de Bruno, los acusados de herejía eran obligados a abjurar, so pena de ejecutarlos en el fuego. Las salvajes torturas en el potro encaminadas a obtener la confesión del acusado a fuerza de estirarle músculos, nervios y tendones, las ordalías o "juicios de Dios", como la de hacer que el reo caminara sobre brasas encendidas a ver si los terribles dolores del sufrimiento lo conducían a decir lo que sus torturadores querían oír de sus labios mustios (caso en el cual era culpable) o soportaba el tormento (paso en el cual era inocente y contaba con el apoyo de Dios), los testigos de cargo sin rostro y sin nombre, amparados en el anonimato; la aceptación del "secreto de confesión" como suficiente argumento para no explicar de dónde procedía el señalamiento acusador, y, en fin, todas las atrocidades más inenarrables, que nunca podrán dejar de avergonzar al género humano, florecían silvestres en aquella época obscura y aciaga para el pensamiento libre… Lo que sí resulta inexplicable es la presentación decente de la atrocidad, de métodos tan bárbaros de investigación y castigo, de la pena capital impuesta con tales características de sevicia, abuso y cobardía, como algo no sólo permitido, sino, peor aún, abiertamente patrocinado por la Iglesia de Cristo… Así, el agresor de la libertad de conciencia y expresión, que es igualmente agresor del derecho a la vida, acude a frases de comodín para tratar de ganarse la comprensión cómplice del conglomerado social que presencia su atroz infamia. Conceptos etéreos como "el nombre del verdadero Dios", "la verdad", "la lucha contra la herejía", "la defensa de la civilización", etcétera, han estado en la base filosófica de sangrientos crímenes que algún día sonrojarán al género humano…

¿En qué estado se encuentra hoy en día el respeto por la ideología ajena y por la dignidad de la persona humana? ¿Existe, sí o no, el "delito" de pensar diferente, de simpatizar, de apoyar con las palabras, el cual se castiga siempre con la pena de muerte? ¿Es tan grave verter una opinión contraria? ¿Es matar, matar, y siempre matar, la única forma de rivalizar con quien no está de acuerdo con lo que nosotros pensamos?…

Quien mata a otro por pensar distinto comete un crimen, un crimen burdo contra la inteligencia y contra la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión. Que la memoria de Giordano Bruno, torturado y quemado vivo solamente por pensar distinto, se reviva en la mente de todos los hombres libres del mundo actual, en la conciencia de la juventud de ahora, en el alma de quienes luchan por un mañana más justo…

Apasiona el caso de Bruno, desde luego, por todo lo que encierra de absurdo y de heroico. No todos los días nacen hombres dispuestos a que los quemen vivos con tal de mantenerse firmes en sus ideas.

Con el filósofo y humanista italiano empieza en el mundo quizás, por lo menos con evidente claridad, la lucha del hombre por el respeto de su fuero interno. Una lucha que, en su caso, aparece sellada con su tormento y sus cenizas.

Partes: 1, 2, 3
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