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Visiones cinematográficas de las mujeres en el poder: La Reina Juana de Castilla



Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. El origen histórico de la locura de Juana
  3. La visión de Juana en la historiografía del siglo XX
  4. Juana la Loca en el cine
  5. Bibliografía

Introducción

La plasmación del poder y su ejercicio, más aún cuando se centra en personajes históricos que pueden servir como ejemplo a los espectadores, ha sido una constante en la historia de la literatura y por extensión del cine. El repertorio histórico disponible era muy amplio y podía utilizarse en función de la carga moralizante que quisiera incluirse en cada momento y de los aspectos que la sociedad de cada época considerara más relevantes. En otros casos la historia se convertía en un telón de fondo sobre el que plantear argumentos cotidianos o relatos extraordinarios que adquirían así una mayor prestancia y colorido.

Dentro de esta amplia corriente de gusto historicista podemos detectar también un interés por los mecanismos del poder, ejemplarizados esencialmente en la figura de los monarcas reinantes, como podemos apreciar con claridad si centramos nuestro ámbito de atención en la plasmación cinematográfica de la Edad Moderna. Estas circunstancias adquieren una nueva dimensión cuando se trata de personajes femeninos los cuales, aún siendo más escasos, plasman en sus vidas y comportamientos distintos roles femeninos que puede rastrearse a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Dejando a un lado los intereses patrióticos que también influyeron en el tratamiento cinematográfico de algunas figuras, como Isabel I de Inglaterra o de Castilla en determinadas épocas, diversas reinas propietarias de la Modernidad han sido asociadas a estos distintos modelos, desde la reina madre, la reina sin sexo o virgen, la ambiciosa, la egoísta… cada una de ellas con su desenlace moralizante, en recreaciones históricas de mayor o menor calidad según los directores.

Nuestro objetivo pretende ser más concreto: acercarnos a la forma en que una reina, Juana I de Castilla, se convirtió en la representación por excelencia del rol de mujer loca o desequilibrada en el siglo XIX a través de una obra teatral de gran éxito La Locura de amor (Tamayo y Baus, 1855), de fuerte carga moralizante; y cómo en tiempos más recientes se reafirma ese papel con nuevos planteamientos, provocando una avalancha de títulos que aprovechan ese filón.

El origen histórico de la locura de Juana

La principal obra de referencia, la monografía de Bethany Aram La reina Juana, señala cómo el interés historiográfico internacional sobre ella surgió en 1868 a través de Bergenroth quien "convirtió la locura de Juana en un tema confesional", incidiendo en su desapego de la Iglesia Católica y en la relegación sufrida a manos de su padre y su hijo. Pronto surgirían detractores como Gachard que remarcaría su reconciliación final con Dios, o Rodríguez Villa que matizó su locura a través de la devoción a su esposo Felipe el Hermoso (Aram, 2001: 13ss). Esta idea, la de una reina loca de pasión, frente a aquella otra que implicaba una marginación por temas confesionales, sería la que prendería con más fuerza, primero en los ámbitos artísticos y luego, a través de ellos, en el imaginario colectivo.

Pero en la historiografía hispana, siguiendo fundamentalmente el Epistolario de Pedro Mártir de Anglería, editado en latín en Alcalá de Henares, 1530[1]y Ámsterdam, 1670, que relataba sus episodios de inestabilidad con todo lujo de detalles, la imagen de la reina loca, –una locura procedente de su herencia familiar de su abuela Isabel de Portugal–, era la predominante y sería la trasladada por Tamayo al teatro y por los artistas a sus pinturas.

El drama de Manuel Tamayo y Baus La Locura de amor, estrenado en el teatro madrileño del Príncipe el 12 de enero de 1855[2]se limitaba a los acontecimientos producidos entre el 10 de julio de 1506, cuando Juana y Felipe entraron en Valladolid, y el 25 de septiembre del mismo año con la muerte del rey, y los utilizaba para plasmar los problemas de la sociedad burguesa de su época romántica y liberal. Sus planteamientos personales y políticos se trasladan a la obra, escrita en un periodo de gobierno de la Unión Liberal cuyas ideas no compartía. Así hay en ella una defensa de la monarquía frente a las intrigas de la corte, una marcada xenofobia y una denuncia de los excesos amatorios frente al modelo católico tradicional, pretendiendo moralizar a las esposas con ese amor que no era "legítimo ni santo" y a los esposos mostrándoles los efectos que sus galanteos y vida libertina podían tener en sus familias. Su éxito consagraría definitivamente el tópico de una mujer loca por su marido, que relegaba hijos y reino, e incluso su propia razón, por mor de ese amor, el conocido como amor loco.

Con estos precedentes, Juana se convertiría también en un personaje romántico dentro de la pintura de historia decimonónica conformando un ciclo iconográfico casi hagiográfico que se basaba en los dos únicos retratos destacados de la época: el de Juan de Flandes pintado hacia 1496 y el atribuido al maestro Michel. Se manejaban para identificar las escenas de este recorrido histórico por su vida los libros de historia de la época como el de Lafuente[3]que sigue, cómo no, a Pedro Mártir de Anglería, muchos de cuyos pasajes inspiraron sin duda la iconografía pictórica de la reina (Rincón, 1997: 383ss; Pérez Suescun, 2010: 438).

Juana es representada desde sus primeros años de vida, en obras referidas a su madre, como La Reina Isabel presidiendo la educación de sus hijos, Lozano 1864, pero especialmente en escenas de su vida y drama matrimonial: Juana la Loca en los adarves del castillo de la Mota Pradilla 1876, La Reina Doña Juana (la Loca) Maureta 1858, Juana de Castilla ante el cadáver de su esposo Rodríguez de Losada, Demencia de Doña Juana de Castilla Vallés 1866, Doña Juana la Loca mandando abrir el féretro de D. Felipe el Hermoso Giner 1862, muchos de los cuales fueron presentados a Exposiciones Nacionales de Bellas Artes (Reyero, 1987: 328ss.). Sin duda el óleo más conocido es el de Francisco Pradilla titulado Doña Juana la Loca que consiguió la medalla de honor de la Nacional de Bellas Artes de 1878 (Rincón, 1986: 39) el cual establece la imagen paradigmática de nuestra reina acompañando por los caminos de Castilla al cadáver de su esposo.

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Figura 1 – Doña Juana la Loca, Francisco Pradilla 1877. Museo Nacional del Prado, Madrid.

Nuestra heroína daría el lógico salto a la música con distintas obras operísticas, desde la inicial del español Emilio Serrano Doña Juana la Loca, que se representó en el Teatro Real bajo la dirección de Mancinelli la temporada 1889-1890, hasta otras composiciones más recientes en las que el personaje recupera su fuerza dramática, como Juana la Loca del argentino Eduardo Alonso-Crespo estrenada en 1991, y Juana, con música de Enric Palomar y libreto de Rebecca Simpson, estrenada en 2005 (Pérez Rodríguez, 2010: 357).

La visión de Juana en la historiografía del siglo XX

La historia del siglo XX recuperó la temática de Juana aplicando el diagnóstico psicológico en boga para calificarla de esquizofrénica, como a otros miembros de su familia, en trabajos hoy considerados clásicos (Pfandl, 1952). Otros estudios más recientes aplican las novedades psiquiátricas y psicopatológicas al análisis de esta personalidad histórica tan controvertida sin salir de este diagnóstico (Alonso-Fernández, 2003 y Mínguez, 2004). Cuestiones aún no superadas, y que siguen recogiendo muchos historiadores actuales al intentar explicar de manera supuestamente lógica las razones de su comportamiento (Zalama, 2000).

En otros casos, sin marginar las referencias a la locura, se añadirían como otro factor relevante las maquinaciones políticas de padre y esposo, una tesis contemporánea a los hechos y que ya fue recogida por algunos sectores de la sociedad castellana del Quinientos, por ejemplo los comuneros (Pérez, 1999: 139). A éstas se uniría también la ambición política del hijo por reinar en solitario, a través de lo que se ha llegado a llamar un "golpe de estado moderno" que sancionaría el encierro de por vida de Juana. Todos estos aspectos culminarían configurando una nueva imagen de la reina, transfigurada en víctima (Fernández, 1994 y 2001) por la razón de Estado (Prawdin, 1970: 130ss), la cual ha tenido también mucho éxito en la novela histórica más reciente.

Estos puntos no se eluden en el análisis concienzudo de Bethany Aram que ya hemos citado (Aram, 2001) donde se realiza un completo recorrido por la vida de Juana basándose en documentación inédita de diferentes archivos que ofrece una visión mucho más amplia de su problemática. Sin embargo, su aportación más interesante para el asunto que planteamos, considerada fundamental además para la Historia de las Mujeres como veremos seguidamente, es la explicación del comportamiento de la monarca en función de la teoría de "los dos cuerpos del rey" enunciada por Kantorowicz en su estudio sobre los reyes de Inglaterra (Kantorowicz, 1957). Según este autor los soberanos concentraban en su persona dos identidades distintas: el cuerpo místico del rey que representaba tanto la dignitas real como la conciencia colectiva o corporación del reino, y su cuerpo personal, susceptible de enfermedad o muerte; ambos unidos durante el reinado y separados en el momento del fallecimiento, cuando el primero de ellos pasaba a ser encarnado por su sucesor.

La aplicación de esta teoría a algunos acontecimientos del reinado de Juana de difícil explicación permite prescindir de los argumentos referidos a la inestabilidad o a la locura, y ha dado excelentes resultados, pues posibilita apreciar la divergencia entre el cuerpo místico y el privado, cuestiones imposibles de percibir en reinas anteriores como su propia madre Isabel, quien supo aunar ambas identidades hasta hacer casi invisible su cuerpo privado. La idea general que puede extraerse de este análisis incide en el hecho de que Juana no aceptaría su faceta de reina: había sido educada para ser esposa, madre y archiduquesa, no para reinar, y aunque debió ejercer como tal en determinados y puntuales momentos, se esforzaría por hacer primar su propio cuerpo, su personalidad, a la vez que intentaba transmitir el ejercicio del poder a personas que consideraba más idóneas, ya fueran su padre o su hijo (Segura, 2005: 1111).

La Historia de las Mujeres se ha hecho eco de esta teoría aplicándola a Juana y marcando las contradicciones entre una mujer preparada para un destino secundario de madre y esposa y luego, por causas sobrevenidas, obligada a ejercer de reina en el primer plano político. Isabel de Val y Cristina Segura han sido las que más han trabajado el ejercicio femenino del poder desde sus obras sobre Isabel y Juana, dos mujeres enfrentadas en la historiografía hasta convertirse en modelo y antimodelo para los códigos sociales imperantes. Isabel representaría la mujer asexuada, cuasi masculinizada, que soportaba las veleidades de su marido, amante de sus hijos y dedicada a cumplir su labor de gobierno en pro de la Fe, buscando en ello la justificación de su vida, mientras Juana era una mujer "loca de amor" con un "amor malsano" hacia su marido que anteponía al resto de sus obligaciones, una conducta que acabaría en la locura y la reclusión (Segura, 2005: 1108). La reina loca servía al sistema patriarcal imperante también como ejemplo para señalar sutilmente la incapacidad de las mujeres para el gobierno "pues en ellas dominaban los sentimientos sobre la inteligencia" (Segura, 2003: 173).

Ambos modelos han tenido gran éxito, especialmente en la época del franquismo, y han sido llevados casi al paroxismo: el primero hasta pretender la beatificación de la Reina Católica olvidando decisiones políticas controvertidas, y el segundo popularizado por la obra de teatro de Tamayo, y sobre todo por su adaptación cinematográfica, hasta convertirse en un lugar común del imaginario colectivo: Juana la loca con su amor loco[4]

Juana la Loca en el cine

La cinematografía no podía permanecer al margen de un personaje tan conocido y basándose en la obra de Tamayo y Baus se rodarían tres películas: Locura de Amor de Ricardo de Baños y Alberto Marro en 1909, Locura de Amor de Juan de Orduña en 1948, y Juana la Loca de Vicente Aranda en 2001. Centraremos nuestro estudio en la dos últimas, aunque incorporamos uno de los carteles promocionales de la primera que reproduce un fragmento del óleo de Pradilla titulado Doña Juana la Loca y al que ya nos hemos referido, como su principal referente iconográfico romántico.

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Figura 2 – Locura de amor, Ricardo de Baños y Alberto Marro 1909

Sin duda la película más conocida, la que recuperó el texto de Tamayo y Baus adaptando su carga moralizante para los tiempos del franquismo, fue Locura de amor de Juan de Orduña, realizada en pleno apogeo del género histórico-propagandístico de CIFESA (Caparrós, 2003: 83), y protagonizada por Aurora Bautista, Fernando Rey y Sara Montiel entre otros. Tradicionalmente ha sido considerada una buena adaptación de la obra teatral, realizada incluso por un descendiente del autor, pero su guión, aun manteniendo el texto y la trama, es bastante más libre, incluyendo otros acontecimientos históricos y ficticios que contribuyen a enmarcar el drama personal de la reina, sobre todo en el preámbulo.

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Figura 3 – Locura de amor, Juan de Orduña 1948

Los guionistas consideraron necesario realizar dos añadidos iniciales que sirvieran de encuadre histórico, al mismo tiempo que plantearán por anticipado el desenlace sin que la trama perdiera fuerza, ya que era bien conocido por todos los espectadores. Así vemos a un joven Carlos I recién llegado a la Península que acude a ver a su madre acompañado de su séquito y que, enfrentado a su locura, escucha del capitán don Alvar, devoto de la reina desde su juventud, los hechos que la llevaron a ella. Tenemos aquí una de las primeras inexactitudes que jalonan la obra, pues Carlos acudió a Tordesillas en noviembre de 1517 acompañado por su hermana mayor Leonor, en una visita de ocho días que incluyó además de la audiencia con Juana y su hermana Catalina, una misa por su padre Felipe. En ese momento ya se había coronado como rey de Castilla y Aragón tras unos suntuosos funerales por su abuelo Fernando en la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas, el 14 de marzo de 1516, sin hacer mención alguna a los derechos al trono de su madre (Aram, 2001: 197 y 203).

Carlos es el único de los vástagos de Juana con un papel en la trama. Probablemente fuera incluido por los altos honores a los que llegaría y por su peso en la ideología del "Imperio Español" que se estaba desplegando en el franquismo, mientras que las otras dos hijas presentes, Leonor y Catalina, son ignoradas para evitar cualquier grado de empatía con la locura materna. Curiosamente, y no quiero extenderme en ello, Carlos llega en la película queriendo contrastar los relatos oídos en Flandes con la realidad castellana, y descubrirá así la conjura de intereses flamencos y nobiliarios que condujeron a su madre a la locura, tras verla sentada en un trono, vestida de monja y creyendo que aún gobernaba Castilla, pero aterrorizada ante la visión del Toisón de Oro.

Otro preámbulo nos lleva a Flandes para enmarcar también la relación matrimonial de Felipe y Juana narrando un acontecimiento ficticio pero plausible: la recepción de la noticia del fallecimiento de Isabel I y el descubrimiento de las infidelidades de Felipe, que causarán un fuerte impacto emocional en la joven archiduquesa, cuyos celos y arrebatos posteriores serán siempre acompañados, para una mayor carga dramática, por la melodía presente en esa escena. De este modo, el director puede presentar un pasado dichoso que contrastar con la zozobra sufrida a partir de ese momento por la protagonista, a quien descubrimos desde el principio perdidamente enamorada de su esposo y con unos celos patológicos ante sus infidelidades.

Nada más lejos de la realidad, Juana y Felipe fueron unos simples peones de la política matrimonial de sus padres, interesados en hacer un frente común contra Francia, los cuales pactaron un doble enlace que incluía también a Margarita de Austria y Juan, el heredero de Castilla y Aragón, al mismo tiempo que ahorraban el pago de las costosísimas dotes y se aprovechaba incluso la armada que trasladó a Juana a Flandes para traer a Margarita. Se trató pues de un enlace pactado y claramente sin amor, aunque parece que siendo ambos jóvenes y bien parecidos se gustaron desde el principio y consumaron su matrimonio con celeridad, argumento utilizado profusamente para hablar de ese amor apasionado entre ambos.

Su vida marital estaría jalonada por numerosas y constantes infidelidades, del mismo modo que la de sus padres, aunque Isabel se resignaría ante los "deslices" de Fernando aceptando incluso a sus hijos naturales. Estas relaciones ilícitas no impidieron un contacto regular entre los esposos, pues Juana paría hijos cada dos años haciendo gala de una excelente fertilidad. Los vástagos, cuatro ya cuando se desarrolla la trama, no aparecen en ningún momento, salvo Carlos al inicio, probablemente para no presentarla directamente como una mala madre, aunque este comportamiento indebido para una mujer católica de moral tradicional sea inferido de la historia cinematográfica narrada.

Además la peculiaridad de la dote, cuyo importe debía ser entregado a Juana anualmente en efectivo por su esposo según las capitulaciones matrimoniales, y nunca llegó a hacerse efectiva regularmente, dificultó mucho su estancia en la corte flamenca pues no pudo disponer de numerario para el gasto de su casa y posteriormente de la de su hija Leonor, estando totalmente sometida a Felipe y a su liberalidad. La falta de formalidad en los pagos y la presión del sistema de corte borgoñón propició la vuelta a Castilla de muchos nobles y damas que viajaron con ella a Flandes, logrando con ello el archiduque aislarla de sus reinos de origen y hacerla dependiente de su persona y hacienda sin que los padres de Juana actuaran en su defensa (Aram, 2011: 77ss.).

Se omite también deliberadamente en este preámbulo cualquier mención al anterior viaje de los archiduques a la Península para ser jurados herederos, cuando Felipe quedó decepcionado por la aridez y severidad de los reinos que había de heredar su esposa. Lógicamente tampoco se trata la difícil relación de la joven pareja con los reyes Isabel y Fernando, quienes desconfiaban del flamenco por su conocida francofilia y pretendieron, sobre todo la madre, retener a Juana tras la rápida partida de su esposo a Flandes dejándola embarazada en Castilla para inmiscuirla, sin éxito, en el gobierno de sus futuros estados.

La trama de la obra de Tamayo se inicia a partir de ese momento con algunas ausencias, generalmente referidas a la reina Isabel, a quien se pretende dejar al margen de la trama para evitar una identificación con sus propios problemas y una contraposición directa ante las decisiones tomadas por la hija. Para ello se eliminan escenas como la previa del mesón con el panegírico de los trajinantes a su figura o la plática de Aldara sobre los males que ésta había causado a su pueblo. Sin embargo la sombra de la Reina Católica planea sobre toda la obra, manteniéndose como un modelo ideal, bien conocido en la época y propuesto como tal a las jóvenes de la Sección Femenina, frente al comportamiento errático de su hija. Incluso se elimina la redención final de Aldara que acaba estableciendo lazos de amistad con Juana, convirtiéndose a la religión cristiana, bautizándose y entrando en un convento. Esta circunstancia es sustituida por una conversación con el capitán Alvar en la cual se prometen amor platónico antes de partir uno hacia Italia con el Gran Capitán (otra de las grandes figuras de la Historia Imperial Hispánica para la época) y la otra hacia Berbería.

El personaje de Felipe está bastante suavizado en la película con respecto al original teatral, pues mientras que Tamayo con una fuerte xenofobia lo presentaba preocupado por amoríos y por enriquecerse, al igual que los flamencos que lo acompañaban, ambicioso por robar la Corona a su esposa, Orduña nos plantea al rey casi como un pelele limitado a sus pasiones, sin querer ofender su imagen con una codicia que podía recordar la también ejercida años después por su hijo Carlos y sus acompañantes, la cual daría lugar a la revuelta de las Comunidades. Una referencia que sí aparecía con claridad en otra obra teatral sobre Juana de Benito Pérez Galdós titulada Santa Juana de Castilla de 1918, donde ésta era presentada como una erasmista incomprendida y aislada por su católica familia (López y Marino, 2007: 31ss.).

La carga peyorativa de la que se libera Felipe es traspasada por Orduña al favorito flamenco Philiberte de Vere, que lo acompaña en toda la historia y es simbolizado en la locura de Juana por el Toisón de Oro que recibió del archiduque. Este personaje negativo y perverso aparece separando al matrimonio, incentivando la infidelidad y, en definitiva, gestionando la simpleza de El Hermoso y los desvaríos de Juana en su propio beneficio político y personal. Sin duda con una evidente carga xenófoba, ejemplifica la figura del extranjero, la de todos aquellos que acudían a Castilla únicamente buscando oro y poder pero sin preocuparse por la suerte del reino. La crueldad de Vere llegará en la película hasta el punto de abandonar al archiduque cuando se inicie su enfermedad una vez conseguidas las mercedes que pretendía, dejándolo en manos de una esposa loca que se trasmuta en "angelical enfermera" hasta perder la razón tras su muerte.

Frente al foráneo malvado los positivos valores hispanos se plasman en otros personajes también masculinos, puesto que el papel de las féminas se limita al ámbito privado dentro del más estricto sistema de género imperante, destacando el almirante de Castilla Fadrique Enríquez de Cabrera, noble, fiel y preocupado por el reino, defensor a ultranza de Juana y su condición de reina propietaria frente a los usurpadores flamencos; pero también el capitán Alvar siempre presto con la espada a defender a una dama y capaz de un amor puro y desinteresado. La paradigmática escena de las Cortes, con el discurso de Juana-Aurora Bautista contra los intentos de su esposo y sus aliados, extranjeros y locales, por excluirla de la corona, reflejaría tanto la fuerza de una hija de Isabel y de Castilla como el deseo del reino por ser gobernado por su reina. Pero en ese momento, ella, incapaz ya de creer en si misma por las maquinaciones cortesanas, se derrumba como mujer ante la indiferencia de su esposo, una actitud que podía esperarse de cualquier fémina pero no de una llamada a reinar y a ejercer el poder. El contraste con Isabel I, que se coronó sin la presencia del Fernando, es inevitable cuando se conoce la Historia de España.

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Figura 4 – La escena de las Cortes de Castilla de Locura de amor, Juan de Orduña 1948

Esto enlaza con la faceta que quizás se separa más de la obra original y que es el núcleo central de nuestro trabajo: el tratamiento de la figura de Juana que llega, en palabras de Cristina Segura, a ser ridiculizada en esta película. A pesar de los deseos de moralizar de Tamayo, éste no había dejado de plantearla en su drama teatral "como una mujer preocupada por el reino y la herencia de su madre" mientras que "en el film de Orduña, es una mujer que no sólo ama a su marido, sino que siente por él un impulso sexual tan fuerte, que la domina hasta llevarla a la locura y a la posible necrofilia" (Segura, 2004: 39). La escena final incorporada al cine para asociar la imagen paradigmática de Juana, remarca el mensaje del comportamiento inapropiado de la reina al escenificar el famoso cuadro de Pradilla con una voz en off que narra el traslado del cadáver por los campos castellanos en el crudo invierno.

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Figura 5 – La escena del traslado del cadáver de Locura de amor, Juan de Orduña 1948

Juana es, y debe ser, una viuda inconsolable pero no puede negarse a aceptar la muerte y responsabilizarse de sus obligaciones; al hacerlo se está alejando una vez más del modelo ideal de su madre, y debe acabar mal, con la locura y la reclusión, para evitar la subversión de los planteamientos patriarcales imperantes. Podemos pues concluir con Cristina Segura que

La Historia del siglo XVI es utilizada por el franquismo para entretener y educar en modelos patriarcales a las mujeres, que eran las mayores consumidoras de cine en aquellos tiempos. En las iglesias y por la radio se insistía en términos semejantes en el comportamiento femenino. La Historia, también con referencia a las mujeres, era manipulada en aras del mantenimiento de una dictadura (Segura, 2004: 56).

Locura de amor puede además ser interpretada con otros planteamientos distintos a la Historia de las Mujeres que marca nuestro análisis, de hecho Seguin realizó una lectura política de la película de Orduña haciendo una trasposición con los años de la República y de la Guerra Civil, en la cual cada personaje encarnaría un periodo histórico concreto: los Reyes Católicos serían la dictadura de Primo de Rivera; Juana la Loca y Felipe el Hermoso, la República y la Guerra Civil; y Carlos I representaría a Franco, marcando así el difícil periodo de transición entre un pasado glorioso y un futuro así augurado. En este análisis Juana representaría la imagen de la continuidad: la España eterna (Seguin, 1997: 230-232).

En cualquiera de estas interpretaciones se está cuestionando el poder ejercido por las mujeres, planteando un modelo ideal: Isabel de Castilla, una Reina que lo fue por encima de su condición femenina y a la que los autores de la época señalaban un comportamiento varonil, una Reina en la que su cuerpo místico, volviendo a Kantorowicz, primaba sobre su cuerpo de mujer. Frente a ella se situaría Juana, la cual pudo haber elegido el modelo materno o ceder el poder a su marido como buena esposa, y que sin embargo por las infidelidades de éste y su amor ciego, no pudo ejercer el poder y fue apartada por los varones de su familia. Fernando, su padre, ejerció como gobernador y su hijo se proclamó rey a la muerte del abuelo, por eso las crónicas escritas en Castilla y Aragón debieron justificar unas acciones contrarias al derecho sucesorio castellano, con el único argumento plausible: la locura.

La película oculta lógicamente aquellas acciones, documentadas históricamente, que romperían con el tópico del loco amor de Juana por Felipe, sus afirmaciones de que en Castilla no debía gobernar ningún extranjero ante los procuradores de Cortes, la supresión tras la muerte del esposo de todas las mercedes por él concedidas, o la llamada a su padre para que se hiciera cargo del reino hasta la mayoría de edad de su hijo Carlos (Segura, 2005: 118). Juana conocía el testamento de su madre y como no apetecía del poder pretendió a lo largo de su vida preservar el reino para su primogénito, así impidió que se la obligara a contraer un nuevo matrimonio no dando sepultura a Felipe, aunque ello le costara ser considerada loca y recluida en Tordesillas, donde por otra parte viviría más en un retiro espiritual que en una cárcel.

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Figura 6– Juana la Loca, Vicente Aranda 2001

En 2001 Vicente Aranda presentaría su película número veinticuatro dedicada a la figura de Juana I de Castilla. Su título Juana la Loca marcaba con claridad el enfoque empleado respecto al personaje y, aunque no se confesara abiertamente, su argumento estaba más en la línea de la película de Orduña que en el drama teatral de Tamayo citado como inspiración. Es normal que este director se sintiera atraído por esta figura histórica, pues incluye varias de las obsesiones de su cinematografía: los secretos imperativos del sexo, sus códigos no escritos y la compleja relación entre los amantes que, por amor, estarían dispuestos a matar (Colmena, 1998). Según declaraciones del propio Aranda su protagonista estaba loca porque en el siglo XVI nadie aceptaba la prioridad de sus emociones, pero esta situación había cambiado desde mediados del XIX, cuando "como por milagro, Juana I de Castilla ha dejado de estar loca para ingresar en la legión de mujeres exasperadas por el amor" (Caparrós, 2003: 85).

La intérprete elegida, una joven Pilar López de Ayala, en una actuación menos teatral que la de Aurora Bautista y mucho más corpórea, realizará un amplio recorrido por la vida de Juana desde su juventud hasta su locura castellana. Su reina se nos muestra como una mujer más acorde a los tiempos actuales, mucho menos recatada y haciendo gala de una independencia, una personalidad y una sexualidad prácticamente impensables para el siglo XVI, introduciendo un número mayor de anacronismos al intentar acercar al espectador su drama personal, un amor correspondido que llegaría hasta la locura.

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Figura 7 – Fotografía promocional de Juana la Loca, Vicente Aranda 2001

Ese deseo de aproximar la figura al presente tiene a nuestro entender la finalidad, no ya de moralizar como en la película de Orduña, sino de establecer una cierta complicidad del público con esa mujer que se saltaba las normas de la época pretendiendo ser libre en su amor, en sus deseos y en el uso de su cuerpo. Paralela y a veces contradictoriamente, se introducen mayores enmarques históricos que en su precedente fílmico, aprovechando los recursos cinematográficos para recordar de forma sucinta los avatares políticos del Quinientos hispano, es posible que debido al actual desconocimiento de la Historia de España entre los más jóvenes. También se emplean mayores referencias iconográficas de esa pintura de historia que ayudó a forjar el mito, como en la escena inicial de Juana en Tordesillas inspirada en el cuadro de Pradilla de 1906 titulado La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, o la muerte de Isabel I copia del óleo Doña Isabel la Católica dictando su testamento de Eduardo Rosales de 1864, entre otras.

La película se inicia en Tordesillas con una voz en off que nos presenta al personaje encerrado y traicionado por padre, esposo e hijo: una reina anciana que aún recuerda con pasión a Felipe a pesar de los años. Ella va a ser aquí quien nos presente su propia historia, auxiliada por la voz que va introduciendo los acontecimientos históricos, eliminando el preámbulo de Orduña del joven Carlos I conociendo la historia de sus padres. Un fundido en negro nos lleva a Laredo a donde la joven Juana viaja con su madre para embarcarse rumbo a Flandes, donde contraerá matrimonio de Estado con el Archiduque, escenas en las que sí aparece Isabel la Católica adoctrinando a su hija sobre sus funciones como infanta de Castilla, esposa y madre de los herederos de Felipe de Austria, remarcando el debido sometimiento a la voluntad de Dios.

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Figura 8 – Isabel y Juana en Locura de amor, Vicente Aranda 2001

También aparecerán sus hermanos que acuden a despedirse, incluso la primogénita Isabel que en dicha fecha estaba ya en Portugal donde se desposaría con el heredero, los cuales fueron otros peones en la política matrimonial de sus padres. El Hermoso es también presentado en su ambiente como un hombre atlético y atractivo que corre a reunirse con su prometida, cuando lo cierto es que la hizo esperar bastante, aunque tras conocerla y gustarse mutuamente adelantara el enlace para consumarlo cuanto antes, un argumento, como ya hemos citado, que es el inicio de la leyenda del amor loco.

Aranda insiste en estos primeros momentos en la candidez e inocencia de Juana y en el descubrimiento del sexo como detonante de unos deseos constantes y apremiantes que inicialmente excitan a su esposo pero acaban por hastiarle al producirse en momentos tan poco "apropiados" como tras el parto o en la lactancia, algo impensable en una princesa que aún no había gestado el ansiado heredero varón. La felicidad de esos años empezaría a desvanecerse cuando la muerte entre en escena y la convierta en heredera de los reinos de Castilla, descubriéndose así la ambición de su esposo y sus tendencias favorables a Francia. La asesoría histórica de Carlos Martínez Shaw puede apreciarse especialmente en estos preámbulos iniciales que enmarcan la trama, no ya de Tamayo sino de Orduña, y bastante menos en la opción del director sobre el planteamiento general que insiste en la locura de Juana, en su "amor loco" mucho más cinematográfico (Caparrós, 2003: 86).

De nuevo se omitirá en esta versión el viaje a Castilla para ser jurados herederos, aunque se introduzca la muerte de su madre Isabel para retomar en este momento la historia de Orduña, con unas damas y una protagonista mucho más desenvueltas de lo esperable para una castellana de la época. Los preámbulos han servido para insistir en el enamoramiento de Juana, haciendo una introducción histórica y emocional que prepare el camino para la llegada de los celos y los arrebatos de locura, que estallarán al descubrir la infidelidad en un momento de gran tensión personal para Juana quien acaba de conocer la muerte de su madre. La protagonista de Aranda no sufrirá un trauma como en la versión de 1948, sino que se enfrentará al marido recriminándole la traición y comportándose de forma impropia para su rango frente a la contención y resignación que en casos similares había demostrado la reina Isabel.

Se mezclan en este episodio acontecimientos reales previos a la muerte de Isabel y ficticios, dando una apariencia de verosimilitud bastante apreciable e incrementando considerablemente la carga dramática. El arrebato de locura del patio se inspira en el ocurrido en el castillo de Mota en marzo de 1503 cuando, tras ser jurada heredera en las Cortes y partido su esposo a Flandes, su madre le impidió la marcha encargando al alcaide que cerrara el rastrillo. En ese momento Juana se resistió y empleó una postura de fuerza negándose a abandonar el patio en toda la noche, una escena desgarradora que trajo consigo un violento enfrentamiento posterior madre-hija, muy destacado por los hagiógrafos de Isabel y profusamente ilustrado en la pintura de historia decimonónica (Segura, 2003: 180 ss.). La violencia física empleada contra damas y criadas de rango inferior que no complacían su voluntad era habitual en la época y está bien documentada para la vida de Juana (Aram, 2001: 147). Concretamente el corte de pelo y la marca en la cara a una supuesta amante de Felipe se basa en una referencia del Epistolario de Anglería. No obstante, estos episodios junto a los arrebatos de celos tuvieron lugar en mayor medida a la vuelta de Juana a Flandes, cuando su madre estaba agonizando y ella, como heredera, no podía consentir unos devaneos de Felipe que atentaban a su autoridad de futura Reina y suponían un acto de desacato al cuerpo místico que encarnaba (Segura, 2005: 1113-4).

La carga sexual habitual en la filmografía de Aranda se hace patente en el diferente tratamiento del otro personaje femenino de la trama, la amante mora Aldara en la versión de 1948 (Sara Montiel) o la morisca Aixa en la de 2001 (Manuela Arcuri). La primera era una mujer fuerte e independiente que amaba sinceramente aunque no era correspondida y que aprovecha la oportunidad de hacerse amante del rey para vengarse de los vencedores de su padre El Zagal, como buena y responsable hija, mientras que la segunda es una moderna "femme fatale" que cuenta con el reclamo del exotismo. Aixa es inicialmente ofrecida al anónimo caballero flamenco por su proxeneta castellano a cambio de dinero, pero pronto utilizará las artes oscuras y también las amatorias para aprovechar las posibilidades de medro que se le ofrecían, propiciando con su ambición personal el planteamiento de la trama.

Los personajes masculinos están poco desarrollados en la película, Felipe aparece con una imagen poco verosímil (y ya era difícil superar la extraña caracterización de Fernando Rey) y como esclavo de sus pasiones, con una ambición política poco definida y con bastante propensión a utilizar la palabra loca al referirse a su esposa[5]mientras que el flamenco de Vere pierde protagonismo como elemento negativo y desencadenante de la historia mostrando más un papel de espectador consciente del drama que se avecinaba. Simplista es también la puntual aparición de Fernando de Aragón, aunque tan original como otros apuntes históricos ya citados, haciendo referencia a la Concordia de Villafáfila (Rodríguez, 1999), tras la cual se retiró a sus posesiones italianas dejando el campo libre a la joven pareja, omitiendo sus obvias discrepancias con Felipe por el gobierno de Castilla e introduciendo referencias a una locura que Fernando no aceptaría hasta que no le fuera útil políticamente, tras la muerte de su yerno.

Juana de Castilla está bastante mejor caracterizada que su esposo, Pilar López de Ayala se aproxima más a la imagen histórica de la reina que Aurora Bautista, pero ésta ha dejado de preocuparse desde el principio por su reino, su herencia y sus hijos (que ahora sí hemos visto en su niñez) para focalizarse en el loco amor que siente hacia Felipe, con un impulso sexual bien explícito en diferentes escenas. Aranda no está introduciendo ningún modelo de comportamiento sexual para las mujeres tal que Orduña; está hablando de cómo la libertad no puede ni debe ser reprimida, aunque en algunas épocas como la de Juana, lo fuera duramente. En este sentido podemos interpretar el diálogo entre Vere y Felipe ante la queja del segundo por la presión de los celos de su esposa, cuando el flamenco habla con claridad de la locura de Juana, heredada de su abuela y de su madre, señalando como rasgos del desequilibrio de Isabel su fanatismo y obcecación. No duda el cortesano en solicitar al Habsburgo que libere a Castilla del peso de la superstición y el fanatismo, una petición sorprendente para el iniciador de una dinastía que ha cargado durante siglos con una leyenda negra basada principalmente en esos principios (García, 1992).

La escena de las Cortes tiene en esta versión bastante menos fuerza dramática a pesar de contar con un elemento tan espectacular como el vestuario de Juana con las armas de sus reinos, pero es que la dimensión política de esta reina está totalmente supeditada a su faceta de mujer engañada. Ni siquiera en este momento es capaz de representar ese cuerpo místico del Rey al cual no hemos ya referido largamente, y las adiciones de Aranda a su discurso con referencias a su locura y a la de su pueblo lo imposibilitan definitivamente.

El final de nuestra Juana la Loca el director pretende, sin embargo, alejarse de su imagen paradigmática y rehuye situar a la reina en el traslado del cadáver siguiendo la obra de Pradilla. Sin embargo, con una voz en off que lo menciona mientras vemos un cortejo nocturno de velas, Aranda nos lleva al convento de Tordesillas donde se custodiaba el cuerpo insepulto de Felipe, visitado de cuando en cuando por Juana y nos ofrece otra escena distinta pero de similar fuerza dramática: el beso de amor a los restos mortales del amante fallecido. Similar temática a la de un boceto del pintor Eduardo Rosales, Juana la Loca ante el féretro de Felipe el Hermoso, fechado hacia 1860, en el que está claramente inspirada, aunque se nos presente de una manera más cruda y descarnada, casi macabra, insistiendo en una idea de necrofilia que ya apuntaba la película de Orduña, pero que recordemos no sería definida hasta finales del siglo XIX por el romanticismo gótico y la psiquiatría.

La realidad, en parte, de esos hechos no puede hacernos olvidar su posible explicación lógica ya apuntada por Cristina Segura. Juana era una mujer joven y bella a la que no faltaron pretendientes y el mantener insepulto el cuerpo de su esposo alejaba la posibilidad de que su padre iniciara negociaciones para un nuevo matrimonio. Al mismo tiempo, las visitas al cadáver pudieron ser una vigilancia para prevenir su posible robo por parte de los flamencos, quienes pretendían fuera enterrado en Brujas. La situación política de la reina era claramente inestable y solo esperaba, sin tomar ningún tipo de decisión, la llegada de su padre desde Italia para encomendarle el gobierno, tal y como lo había dispuesto su madre en el testamento, hasta la mayoría de edad de su hijo Carlos.

Son bastantes las historiadoras que desde la Historia de las Mujeres cuestionan la locura de Juana, pero desgraciadamente esta percepción de una mujer con poder que lo ejerce en un sentido poco entendido en su época, no llegará a trascender al gran público, quien teniendo como referente los medios audiovisuales seguirá aceptándola como paradigma de mujer loca, de esa locura de amor tan propia del romanticismo.

Bibliografía

ALONSO-FERNÁNDEZ, Juana – "Juana de Castilla: una reina psicótica": Psicopatología, 23:2 (2003), 115-138, ISSN 0211-5549

ARAM, Bethany – La reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía. Traducido del inglés por Susana Jákfalvi. Madrid: Marcial Pons, 2001. 358 p. – ISBN 8495379317

CAPARRÓS LERA, José M. – "¿Historia o leyenda? Juana la Loca 2001 de Vicente Aranda": Studi Ispanici, 6 (2003), 83-90, ISSN 0585-492X

COLMENA, Enrique – Vicente Aranda. Madrid: Cátedra, 1996. 256 p. – ISBN 9788437614311

FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel – Juana la loca. Palencia: Diputación Provincial, 1994. 269 p. – ISBN 8481730165

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