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Derechos humanos en la Edad de Piedra




    Derechos Humanos en la Edad de Piedra – Monografias.com

    A pesar de ser tan viejo como la propia humanidad, el tema de los derechos humanos desata, en nuestros días, encendidas polémicas cuyos prismas visores los refractan como afrentosos a la condición humana, o enaltecedores de la misma, según el ojo avizor.

    Entonces, desde antaño la condición humana (al estilo de las recreadas por el novelista francés André Malraux (1901-1976) y por el fotógrafo norteamericano Peter Turnley), al socaire del turno histórico, se ha acunado en textos jurídicos para bien de unos y, quizás, para mal de otros.

    Cuatro hitos normativos han jalonado el decursar de la condición humana, solapada en sus derechos.

    Patricios y plebeyos romanos admitieron el derecho natural en esclavos y animales.

    En el Digesto (obra compiladora ordenada entre 530 y 533 de n.e. por el emperador romano-bizantino Justiniano) se plasman principios inspiradores de aquél, tales como el derecho natural es el que la naturaleza enseñó a todos los animales (libro I, título I, ley 1); la razón civil no puede destruir los derechos naturales (libro IV, título V, ley 8) y lo que está prohibido por la naturaleza de las cosas, no es confirmado por ninguna ley (libro L, título XVII, ley 188).

    Se contemplan como derechos naturales el deseo de vivir, el de procreación, el deambular sin restricciones y el amor a la libertad (este último totalmente desconocido en la Roma esclavista).

    Siglos más tarde, en la meseta castellana, el rey Alfonso X, apodado el Sabio (¡tanto sabía!) en su obra jurídica medieval llamada Las Siete Partidas (1256-1265), refrenda el derecho natural.

    En la Primera de aquellas, en su título I, ley 2, declara que el derecho natural quiere decir (…) como derecho natural tienen en sí los hombres y aún los animales con sentidos (…). Y otrosí consiente este derecho a que cada uno se pueda amparar contra aquellos que deshonra o fuerza le quisieren hacer (…); toda cosa que haga por defenderse (…) que se entiende que lo hace con derecho.

    El estallido revolucionario burgués de 1789 en la Francia absolutista, subraya en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (de 25 de agosto del mismo año) la existencia de derechos individuales inalienables como la libertad de expresión, la inviolabilidad de la persona, la libertad de credo, el derecho al sufragio, la presunción de inocencia del reo hasta que se pruebe su responsabilidad, entre muchos otros, en solemne exaltación de los derechos naturales del hombre.

    Hace menos de una centuria, en 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas proclama el 10 de diciembre (desde entonces denominado internacionalmente como Día de los Derechos Humanos), la Declaración Universal de Derechos Humanos, colofón normativo en el largo camino de derechos naturales y humanos, iniciado con la aparición del esclavismo.

    En sus 34 artículos recoge pluralidad de aquellos, y hoy atizan la diatriba sobre derechos humanos en el contexto internacional contemporáneo.

    Pero… ¿los hombres y mujeres (respetemos la identidad genérica) de las cavernas intuyeron tales derechos?

    Eso pretendo demostrar con las narraciones que siguen.

    I

    Sentados en torno al desfalleciente fuego, cuyas llamas apenas calentaban la fría noche, los velludos, mediante gestos y fonemas guturales pero inteligibles entre ellos, discutían sobre la apremiante necesidad de buscar ramas y hojarascas secas para alimentar a su macilento protector.

    Los más viejos de la horda proponían incursionar por el ancho vado, a cuyas orillas arribaban, con las crecientes fluviales, trenzadas palizadas, muy apropiadas para la contingencia.

    Ya en ciernes el acuerdo, un maltrecho bípedo disintió del mismo, y con sus largos brazos apuntaba hacia las faldas de una montaña, proponiendo a los presentes el cambio de derrotero.

    El jefe de la horda, tascando sus prominentes mandíbulas, la emprendió a mazazos con el disidente.

    Desmayado por la golpiza, desde las profundidades de su obtuso cerebro le brotó la idea de que su derecho protohumano a ser escuchado públicamente, había sido violado.

    II

    La joven bestia bípeda, sus manos y tobillos atados, arrojado su cuerpo en la entrada de la espelunca, aguardaba por la decisión de la deliberación del consejo de ancianos; su vida pendía de un pelo de mamut.

    La horda en pleno le imputaba suma imprudencia mientras alimentaba con yescas el moribundo fuego, cuyas amarillentas lenguas presagiaban su extinción.

    Un ligero soplo de viento consumó la predicción: al adueñarse la oscuridad de la gruta, las bestias verticales, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, prorrumpieron en angustiosos alaridos saturados de rabia y espanto: el guardián de la horda había dejado de alumbrar.

    La profundidad de la cueva dejó escapar sonidos guturales cargados de imprecaciones, chasquidos de maxilares y retumbantes golpes de mazas sobre sus paredes; de pronto, los perturbadores ruidos dejaron de oírse.

    Casi de inmediato, un tropel de pasos se aproximó a la entrada de la gruta; el corazón del joven velludo dio un brinco: su instinto le advertía el peligro que se cernía sobre su peludo cuerpo.

    El grupo fantasmagórico de bamboleantes sombras portando mazas y azagayas, de largos brazos y cortas piernas, se arremolinó en torno al reo; el más viejo de aquellas ordenó desatarle y le conminó a levantarse.

    ¡Cuál no fue la sorpresa del negligente al ponderar que sobre él no descargaban las amenazantes mazas y azagayas de los conjurados!

    Por el contrario, el viejo de luengas y blancas barbas le señalaba el exterior de la cueva y, dándole un puntapié, lo lanzó afuera, en clara señal de extrañamiento del territorio de la horda.

    Mientras se enrumbaba al horizonte plateado por la luz de luna llena, oyó el rugido del tigre dientes de sable: se estremeció, tuvo miedo.

    De su romo encéfalo brotó una peregrina sensación de desamparo, nacida de su arbitrario destierro, en franca transgresión de su condición protohumana.

    Al menos, para consuelo suyo, se había observado el debido proceso.

    III

    Se asomaba la hija de la mañana cuando Aurora, con sus rosáceos dedos, tocaba los velludos párpados de la joven bestia bípeda que yacía dormida a la entrada de la espelunca.

    Poco después, se irguió sobre sus zambas pero musculosas piernas, estiró sus largos y peludos brazos, y dejó escapar del cerco de sus dientes un formidable sonido gutural.

    Tenía hambre; recogió la maza y la azagaya que posaban en el suelo y comenzó a deambular por su coto de caza.

    De pronto, su aguda visión telescópica, descubrió en lontananza una figura vertical que arrancaba los frutos de la arboleda enclavada en sus dominios cavernarios: de lo más profundo del surco central o cisura de Rolando en su primitivo cerebro brotó una chispa sináptica, irradiada por toda su corteza encefálica, valedera para colegir que le hurtaban lo suyo.

    Furioso, en celerípeda carrera, se aproximó al intruso, y sin darle tiempo a reaccionar, descargó fortísimos mazazos sobre el cráneo del infeliz.

    Satisfecho con su oportuna reivindicación, el homicida saboreó una de las frutas.

    Sabía que ante él se abría el ancho horizonte del tiempo, cuya espiral infinita y envolvente, refrendaría su derecho a la propiedad individual.

    IV

    Diez auroras se habían sucedido, una tras otra, sin que la erguida figura dejara de proyectarse a la entrada de la gruta.

    En su interior, jadeos de parturienta, con flujos y reflujos de pausas y quejidos, se habían escuchado a lo largo de esos días.

    Un grito desgarrador de madre y un agudo vagido, anunciaron el advenimiento de una nueva criatura al seno de la horda.

    El vigilante portero, depositando en el suelo su maza de piedra, penetró en las profundidades de la espelunca; sigiloso, se acercó a un bulto que yacía con sus piernas velludas abiertas, sus manos llevando a la boca un largo cordón que la puérpera masticaba con afán, y en su regazo una sanguinolenta criatura; terminado el desembarazo umbilical, las peludas manos, con cierta brusquedad, acercaron sus grumosos pechos a aquel palpitante ser: su desdentada boca buscó los pezones maternos, halló uno y comenzó a mamar.

    Un sentimiento comenzó a trenzarse entre la parida y el guardián de la cueva, anudado en torno al recién llegado; más allá de las incestuosas relaciones de la horda.

    El erguido bípedo se consideró padre, aunque, quién sabía, si tío o primo del advenedizo.

    Desde las sinuosidades del cuerpo cerebral de Ammón o hipocampo, brotó la certidumbre de su paternidad.

    Al menos tenía el derecho protohumano de casarse y fundar familia, como milenios más tarde, cierta organización mundial sostendría.

    V

    Sus velludos dedos, tenedores de largas y sucias uñas, habían aprendido a frotar piedras, sacar chispas de ellas y prender fuego a briznas de hojas secas; con celo guardaba su secreto.

    En estos menesteres se ocupaba cuando fue interrumpido por tres intrusos que atravesaron el umbral de su caverna; escondió un tizón en la negra ceniza circundante para mantener el fuego conquistado y no tener que encenderlo más tarde.

    Los intrusos, de espigadas tallas, luengos brazos cuyas manos empuñaban azagayas, y acentuado prognatismo, dejaron escapar guturales articulaciones, muy bien comprendidas por el aprendiz de pirómano.

    Este, sin oponer resistencia alguna (el talento contra la fuerza bruta) se dejó conducir por sus captores hasta la presencia del supremo jefe de la horda.

    El anciano, de cansinos pasos, lo conminó a revelar sus argucias pirotécnicas; todos los miembros tiritaban de frío: el fuego comunal se había apagado.

    Ante el mutismo del cautivo, raudos mazazos descendieron sobre su dolicocéfala caja craneana; cayó al suelo: lo peor luego llegó.

    Cuando despertó de su provocado letargo, apreció que tiraban de su cuerpo; amarrado fuertemente de sus extremidades, de cada una, cuatro o cinco bestias verticales halaban denodadamente: sus coyunturas articulares crujían al compás de los tirones.

    Luego, a una orden gestual, se detuvieron; ahora, su pecho y vientre fueron punzados con afiladas puntas de lanzas y cuchillos de sílex; de sus heridas manó abundante sangre.

    Mientras sufría, su masa encefálica privilegiada, le remontó a tiempos por venir. Desde los recovecos cerebrales del acueducto de Silvio, le fluyeron imágenes fantasmagóricas; creyó ver brujos portando negros atuendos talares, sus cabezas encapuchadas, murmurando frases ininteligibles, en extraña lengua: pena aflictiva, ejemplarizante, tortura, potro de tormentos, hoguera….

    Recuperado momentáneamente de un desmayo, el Prometeo cavernícola intuyó, en lo desconocido de los tiempos, la eliminación, unidas todas las hordas, de los castigos a los que estaba ahora sometido.

    En gesto supremo de bravura, con grandilocuentes monosílabos, duramente articulados, maldijo a sus torturadores; tras el esfuerzo, murió.

    Todos los miembros de la horda, descargaron con rabia sus mazas y azagayas sobre el cuerpo exánime.

    Pocos de ellos sobrevivirían al crudo invierno que se les echaba encima: todo por culpa del aprendiz de pirotecnia.

    En tanto, mientras esto ocurría, en lo profundo de la espelunca
    del ajusticiado, crepitaba una cálida llamita.

     

     

    Autor:

    Arturo Manuel Arias Sánchez

     

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