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El legado vital de la globalización: del malestar económico al populismo emocional e irreflexivo (Parte II) (página 4)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Como siempre, cuando el temor se adueña de Europa, la gente busca la salvación en el nacionalismo, el aislacionismo, la homogeneidad étnica y la nostalgia de "aquellos buenos tiempos" en que supuestamente todo iba bien en el mundo. No importa que el sangriento y caótico pasado haya sido cualquier cosa menos perfecto. Los líderes nacionalistas y sus seguidores hoy viven en una realidad "postempírica", donde la verdad y la experiencia han perdido ascendiente.

Todo esto es reflejo de un profundo cambio en el modo en que los europeos se ven a sí mismos. Después de las dos guerras mundiales y durante la Guerra Fría, la integración europea no planteaba dudas. Pero con el tiempo, la visión compartida de la unidad como generadora de paz, prosperidad y democracia se debilitó a fuerza de persistentes crisis, y hoy puede desaparecer por completo, a menos que un mensaje visionario venga a reforzarla.

Es absurdo pensar que las naciones-Estado históricas de Europa puedan responder a las realidades políticas, económicas y tecnológicas globalizadas del siglo XXI. Si eso creen los europeos, entonces que se preparen a pagar el precio de una menor integración, en la forma de un empeoramiento de sus perspectivas y la aparición de nuevas dependencias. Las decisiones globales más importantes del siglo no se tomarán democráticamente en Europa, sino unilateralmente en China o algún otro lugar.

Los idiomas y la cultura de Europa tienen una larga historia. Pero no olvidemos que sus naciones-Estado, especialmente fuera de Europa occidental, son una creación más reciente. Sería un grave error pensar que son el "fin de la historia" para el continente. Por el contrario, si el modelo de naciones-Estado prevalece sobre la integración, los europeos pagarán un alto precio en este siglo. La pregunta por el desempeño futuro de los países de Europa sólo admite una respuesta colectiva, no una basada en intereses nacionales definidos por separado, como en el siglo XIX.

Además, la cercanía con Rusia, Turquía, Medio Oriente y África implica que Europa vive en un vecindario difícil y problemático. No tiene como Estados Unidos la fortuna de estar protegida por el aislamiento geográfico, sino que debe defender constantemente su seguridad y su prosperidad por medio de la política, que es necesariamente un trabajo conjunto.

La pregunta clave para el futuro de Europa es cuánto poder necesita la UE para garantizar paz y seguridad a sus ciudadanos. Y también exige una respuesta colectiva. Lo que ya está claro es que los europeos no necesitarán sólo más Europa, sino una Europa diferente y más poderosa.

(Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO's intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment protest…)

– Pensionistas y populismo (El Economista – Project Syndicate – 6/11/16)

(Por Anatole Kaletsky)

Si Donald Trump pierde las elecciones de Estados Unidos, ¿la marea populista que amenazó con inundar el mundo tras el referéndum del Brexit en junio se desvanecerá? ¿O la revuelta contra la globalización y la inmigración cambiarán de forma?

El auge del proteccionismo y el rechazo a la inmigración en Reino Unido, Estados Unidos y Europa se piensa que es un reflejo de los sueldos estancados, el aumento de la desigualdad, el desempleo estructural e incluso de una flexibilización cuantitativa excesiva, pero hay varias razones que cuestionan el vínculo entre la política populista y el malestar económico.

Para empezar, la mayoría de los votantes populistas ni son pobres ni están parados; no son víctimas de la globalización, la inmigración y el libre comercio. Los grandes grupos demográficos detrás del movimiento antisistema han sido personas ajenas a la población activa: pensionistas, amas de casa de mediana edad y hombres con escaso nivel educativo, que cobran subsidios por discapacidad.

En Reino Unido, donde ya existen análisis detallados de los votos reales en el referéndum del Brexit, el grupo más afectado directamente por la competencia de salarios bajos de los inmigrantes y las importaciones chinas (los jóvenes menores de 35 años) votó contra el Brexit por un amplio margen, del 65 al 35 por ciento. Mientras tanto, el 60 por ciento de los jubilados apoyaron la campaña del Leave, junto al 59 por ciento de los votantes con alguna discapacidad. Por el contrario, el 53 por ciento de los trabajadores a jornada completa que participó quería que Gran Bretaña permaneciera en Europa, al igual que el 51 por ciento de los trabajadores a media jornada.

Los datos británicos sugieren que las actitudes culturales y étnicas, y no las motivaciones económicas directas, son los factores reales de la diferencia en los votos antiglobalización. Preguntados sobre si el socialiberalismo es una fuerza positiva o negativa, el 87 por ciento de los votantes del Remain respondieron que positiva y el 53 por ciento de los votantes del Leave que negativa. Sobre la multiculturalidad, la diferencia fue aún más aguda: el 65 por ciento de los votantes del Leave estaban en contra y el 86 por ciento de los votantes del Remain a favor. Otro análisis publicado por la BBC después del referéndum descubrió que uno de los indicadores más firmes de los defensores del Leave era el apoyo a la pena de muerte.

En Estados Unidos, las encuestas sugieren que el género es un indicador más importante del apoyo a Trump que la edad o la formación. A principios de mes, cuando Trump estaba a escasos puntos por detrás de Clinton en apoyo global, una encuesta de Washington Post/ABC comparó la intención de voto con los comicios de 2012. Concluyó no solo que los hombres blancos respaldan a Trump por un margen de 40 puntos porcentuales, sino también que su apoyo a Trump es 13 puntos más alto que a Mitt Romney, el candidato republicano en 2012.

Las mujeres blancas, sin embargo, apoyan marginalmente a Clinton y han oscilado en 15 puntos porcentuales contra los republicanos. Entre los votantes sin título universitario, la diferencia de género es más acusada aún: los hombres blancos con niveles de educación más bajos respaldan a Trump con un margen del 60 por ciento y se han decantado a favor de los republicanos en 28 puntos porcentuales, mientras que las mujeres se han desviado en 10 puntos en la dirección contraria y solo apoyan marginalmente a Trump.

Parece que los conflictos atribuidos en general a las reivindicaciones económicas y la globalización son las últimas batallas en las guerras culturales que han dividido a las sociedades occidentales desde finales de los años sesenta. La principal relevancia de la economía es que la crisis financiera de 2008 sentó las condiciones de la contrarreacción política de los votantes mayores y más conservadores, que habían ido perdiendo las batallas culturales por la raza, el género y la identidad social.

El predominio de la ideología de libre mercado antes de la crisis permitió que muchos cambios sociales controvertidos, como la desigualdad salarial, la mayor competencia salarial, mayor igualdad de género y acción afirmativa, pasasen casi inadvertidos. El liberalismo social "progresista" y las economías de libre mercado "conservadoras" parecían ser las dos caras de una misma moneda pero cuando el liberalismo económico de mercado libre fracasó en la crisis de 2008, los cambios políticos del socialiberalismo ya no podían desviarse invocando unas leyes económicas impersonales.

Si el cambio social ya no podía legitimarse como la condición necesaria del progreso económico, parece improbable que las democracias voten ahora para reinstaurar las condiciones sociales anteriores al predominio del liberalismo económico y la globalización. La igualdad racial y de género está respaldada por una gran mayoría en Estados Unidos, Reino Unido y casi todos los países europeos, e incluso las políticas aparentemente populares como el proteccionismo comercial y los controles estrictos de la inmigración no suelen juntar más del 30-40 por ciento de apoyo en los sondeos de opinión. ¿Por qué ganó el Brexit entonces? ¿Y por qué sigue siendo posible que Donald Trump gane las elecciones en Estados Unidos?

Tanto al Brexit como a Trump les ha alimentado una alianza inestable entre dos movimientos muy diferentes e incluso contradictorios. El grueso de sus defensores era, sin duda, conservadores sociales y proteccionistas que querían revertir los cambios sociales iniciados a finales de los sesenta.

Dos de los eslóganes más eficaces de las campañas del Brexit y Trump han sido "recuperar el control" y "que me devuelvan mi país", pero los conservadores sociales inspirados por tales sentimientos atávicos y autoritarios no conforman mayorías en ningún país de Occidente. Por sí solo, el conservadurismo social jamás podría movilizar a más del 30-40 por ciento de los votantes. Para obtener mayorías, los proteccionistas socialmente conservadores tuvieron que unirse a los vestigios del movimiento laissez faire de Thatcher-Reagan, que reniega de la gestión intervencionista económica del periodo post 2008 y quiere incrementar la competencia, la desregulación y la globalización que los conservadores sociales rechazan.

Esta mezcla inestable política se está disolviendo en Estados Unidos y también en Gran Bretaña, donde el Gobierno de la primera ministra Theresa May se divide entre nacionalistas ideológicos y liberales económicos. Si las elecciones estadounidenses del 8 de noviembre confirman el fracaso de Trump de unir a los conservadores sociales y liberales económicos en una coalición victoriosa, una desintegración similar es probable en los populistas europeos también.

En ese caso, el referéndum del Brexit empezará a parecerse a una aberración y no el inicio de una nueva tendencia poderosa hacia el nacionalismo, el proteccionismo y la desglobalización, sino el final de una reacción contra la modernidad por una alianza inestable de autoritarios sociales y liberales de mercado del laissez faire. Será el último jadeo de una generación envejecida que intentó imponer su provincianismo a una generación más joven y cada vez más cosmopolita, pero solo lo logró en un país desgraciado.

– El triunfo de Donald Trump subraya la división en el orden económico global (Project Syndicate – 9/11/16)

(Por Greg IP)

La victoria de Donald Trump puede ser la mayor sorpresa para el sistema económico mundial desde la crisis financiera. Representa, junto con el voto de Gran Bretaña en junio para abandonar la Unión Europea, un profundo rechazo del orden económico mundial de posguerra que podría dejar una nube de incertidumbre sobre las economías de los Estados Unidos y del mundo durante meses, si no más.

La victoria de Trump, como el "brexit", es otra señal de que la división dominante en el mundo ya no es izquierda versus derecha, sino nacionalismo contra globalización, clase obrera versus elite, populismo versus políticos tradicionales.

Esto significa que Trump no es un presidente electo más. Aunque nominalmente republicano, hizo campaña en una plataforma que fusionó las tradicionales promesas republicanas de menos regulación y menos impuestos con un ataque populista a la globalización en todas sus formas: el libre comercio, la inmigración y las finanzas internacionales.

Cómo esa plataforma se transformará en políticas concretas sigue siendo un misterio. Las posiciones altamente elásticas de Trump, desde los impuestos y la inmigración hasta el salario mínimo y la regulación, hacen difícil saber qué priorizará. Su equipo de asesores económicos es pequeño y en gran parte desconocido para los inversionistas y responsables de la política exterior.

Esto genera múltiples preguntas sobre a dónde se dirigirá EEUU bajo la presidencia de Trump. Esa incertidumbre probablemente hará que los inversionistas, las empresas y los hogares posterguen grandes decisiones. Las acciones y los futuros de índices bursátiles fuera de los Estados Unidos cayeron el miércoles tras la victoria de Trump no necesariamente porque la perspectiva de la economía es más oscura, sino porque ahora hay muchos más escenarios alternativos.

La incertidumbre tiene dos caras: las cosas podrían ser peores de lo esperado, pero fácilmente podrían ser mejores, dado que las expectativas respecto del liderazgo de Trump son bajas. Una encuesta de economistas de negocios en agosto encontró que el 55% pensó que Hillary Clinton sería mejor administrando la economía; sólo 14% pensó que Trump lo haría mejor, por detrás del candidato de tercer partido Gary Johnson. Ese es un listón muy bajo para Trump.

Y por sí misma, la incertidumbre no apagará el crecimiento económico. La agitación política se ha convertido en una rutina desde 2008. Eventos como el choque de 2011 sobre el techo de la deuda de los Estados Unidos y el brexit no han desviado a las economías nacionales de su curso.

Aun así, "si sólo una fracción de los presidentes ejecutivos posterga sus planes de contratación, se podría ver una pausa del crecimiento del empleo mientras la gente digiere si el presidente va a ser un líder positivo o la persona errática que hemos visto en la campaña", dice Marc Sumerlin, analista independiente de políticas y ex asesor del presidente George W. Bush.

Añade Andy Laperriere, analista de políticas para la correduría Cornerstone Macro: "La gran pregunta para los mercados es qué factor pesa más: si el riesgo de comercio internacional bajo Trump o un paquete económico potencialmente positivo. Eso es en lo que los inversionistas se centrarán".

En el escenario optimista, la falta de anclaje ideológico de Trump es una virtud. "Hago tratos. Yo negocio", dijo a principios de este año. Quiere un recorte de impuestos y estaría feliz con dejar que el presidente de la Cámara de Representantes Paul Ryan lo diseñara. Los republicanos de la Cámara de Representantes han presentado propuestas de recortes de tasas individuales y corporativas que tendrían la mitad del impacto de la propuesta de Trump, que sumaría aproximadamente US$ 6 billones al déficit en 10 años. Puede anotarse puntos con el sector privado si revierte las órdenes ejecutivas del presidente Barack Obama, como el Plan de Energía Limpia, que limita las emisiones de gases de efecto invernadero para las plantas de energía. Con el Congreso en manos republicanas, puede pasar a derogar las leyes de seguro de salud y regulación financiera de Obama.

En cuanto al comercio internacional, Trump trataría de renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá antes de derogarlo. México probablemente reconocería que es mejor aceptar algunas restricciones en sus exportaciones que perder el acceso preferencial en conjunto. Del mismo modo, Trump puede calificar a China de manipulador de su moneda como catalizador de las negociaciones. En el pasado, la amenaza de acción por parte del Congreso a menudo ha llevado a China a actuar, favoreciendo por ejemplo la apreciación de su moneda.

¿Cuáles son los escenarios más pesimistas? Estos involucran un Trump que comete errores por su temperamento e inexperiencia política. Sus relaciones con Ryan, el republicano más poderoso del Congreso, están congeladas. Ellos podrían terminar en conflicto, por ejemplo, si Ryan quisiera acompañar el recorte de impuestos con una reducción de los pagos de seguridad social.

En el tema comercial, las objeciones de Trump son de fondo, no cosméticas. Quiere un menor déficit comercial y más empleos manufactureros para los estadounidenses, y es difícil pensar en cualquier concesión de México y China que pueda lograr ese objetivo. Ambos países enfrentarían internamente una reacción violenta si ceden ante un abusador estadounidense. Si las negociaciones no llegan a ninguna parte, Trump con casi toda seguridad recurrirá a medidas unilaterales tales como aranceles muy altos, que él ha dicho que puede hacer sin el consentimiento del Congreso. Los aranceles unilaterales de EEUU dejarían a sus socios comerciales con poca opción más allá de responder con sus propios aranceles.

La tendencia de Trump a personalizar las disputas políticas también es una carta incierta para el mundo de los negocios y los inversionistas, quienes de otra manera estarían felices de tener a un republicano a la cabeza del aparato administrativo federal. Ha prometido reemplazar a Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal, a quien acusó de intentar ayudar a Obama con bajas tasas de interés, y de detener la fusión de AT&T Inc. con Time Warner Inc. porque se siente maltratado por CNN, que es propiedad de Time Warner.

¿Bajará Trump el tono de esa retórica porque es poco adecuada para un presidente, o lo aumentará porque es un potente uso del poder presidencial? Eso, también, es otro cuestionamiento para los próximos cuatro años.

– La hoguera de las certidumbres (Expansión – FT – 9/11/16)

(Por John Authers – Financial Times)

Junto con el voto del Brexit de junio, la reacción política que muchos pensaron llegaría en 2009 se ha hecho realidad.

Al igual que Reino Unido, EEUU ha optado por invertir el proceso de globalización. Francia, Alemania e Italia tienen una oportunidad de cambiar su statu quo en las elecciones de los próximos meses.

Entre las certezas que tranquilizaron a inversores y financieros desde la era de Thatcher y Reagan y que ahora se cuestionan, están el compromiso con el libre comercio, los bancos centrales independientes, una versión financializada del capitalismo y unas redes de protección social relativamente limitadas.

Aunque muchos de los que votaron a favor del Brexit y de Donald Trump sienten una profunda desconfianza de los gobiernos, el resultado más probable serán administraciones más intervencionistas.

El carácter imprevisible de Trump añade un componente de incertidumbre. Como dijo en vano el presidente Barack Obama, "me preocupa que alguien que no puede manejar su propia cuenta de Twitter, tenga el mando de los códigos nucleares". Esta incertidumbre sin duda afectará a los precios de los activos y a la confianza.

A grandes rasgos, el resultado no debería haber sido una sorpresa. En 2008, cuando estalló la crisis financiera, muchos pensaron que se desencadenaría una crisis política. Sorprendentemente, el desenlace se ha aplazado hasta ahora.

Culpar a los banqueros centrales, como han hecho muchos responsables de las revueltas populistas que han tenido lugar en EEUU y Reino Unido es no entender nada de lo que está pasando.

Las políticas de relajación monetaria de los últimos ocho años han acentuado la desigualdad y no han servido para impulsar las economías estadounidense y británica. Pero los banqueros centrales siguieron estas políticas para dar tiempo a los políticos. Las medidas más importantes, como inversiones en infraestructuras y reformas estructurales no se han llevado a cabo. Y los bancos centrales dan la impresión de estar cada vez más incómodos en su nuevo papel.

En los próximos días, seguramente asistamos a una repetición de las reacciones que siguieron al Brexit. Se espera que haya ventas masivas de activos estadounidenses, a las que seguirán los posteriores repuntes. Los mercados emergentes serán los más afectados debido a su dependencia comercial.

Ahora que parecían estar a punto de iniciar su recuperación, esta se vuelve a cuestionar. Los mercados suelen excederse en su reacción, lo que sin duda dará lugar a buenas oportunidades de compra. Sólo cuando Trump tome posesión del cargo, se marcará un rumbo claro. El primer asunto de la agenda será la Reserva Federal.

Las ventas de los mercados deberían llevar a la Fed a aplazar la subida de tipos del mes que viene.

Un intento de obstaculizar la independencia de la Fed, o una salida de la presidenta Janet Yellen, podría crear alarma.

Lo demás queda de la mano del presidente Trump. El abanico de resultados es enorme. Una agresiva expansión fiscal podría aumentar la inflación, como también podría animar a los mercados de activos.

Por otra parte, la guerra arancelaria que Donald Trump prometió durante la campaña afectaría negativamente a los mercados de capital y éste es un aspecto en el que el presidente tiene un gran margen de acción.

En términos históricos, las posibilidades van desde los primeros años de Reagan -cuando el mercado alcista echó raíces-, a la desastrosa ley arancelaria de Smoot-Hawley que siguió a la crisis de 1929.

De lo que no hay duda es que la volatilidad será extrema. A medida que desaparece la certidumbre, estas elecciones irán marcando el triunfo de los pesimistas en el mercado.

– Alemania, Francia e Italia irán tras EEUU (El Economista – 9/11/16)

(Por Matthew Lynn)

Primero el Brexit, ahora Trump, ¿después qué? La respuesta es seguramente obvia. Mientras la onda de populismo que arrolla la política del mundo desarrollado se anota la victoria más importante hasta ahora, con la elección de Donald Trump, parece inevitable que las próximas revueltas contra las élites dirigentes establecidas vengan de Italia, Francia e incluso la Alemania de Merkel.

Los mercados han asumido la victoria de Trump? por ahora. A medida que se confirma la certeza de un referéndum sobre el euro en Italia y que el próximo presidente francés se comprometerá a sacar al país de la moneda única, habrá episodios bastante turbulentos en el futuro. El riesgo político que se había vuelto un cliché en los mercados, a menudo exagerado, está a punto de volverse muy real.

Cuando los mercados europeos se han despertado con la victoria imprevista de Trump, la reacción inicial ha sido sorprendentemente silenciosa. En Londres, el índice de referencia FTSE-100 solo se había desviado 70 puntos (un movimiento que puede verse cualquier mañana lluviosa de noviembre). Casi lo mismo ocurría en las bolsas de todo el continente. Los inversores estarán pensando sin duda en el rebote del Brexit que les pilló por sorpresa hace solo cuatro meses. Vendieron títulos esperando el Armagedón pero los índices rebotaron muy rápido. Se perdieron toneladas de dinero en muchos fondos de cobertura. No quieren esparcir la misma tinta roja en esta ocasión.

Dicho eso, hay muchos motivos para estar nerviosos. Trump ha defendido las barreras al comercio, los aranceles y el proteccionismo, y todo lo que sabemos sobre la economía global nos dice que eso siempre es muy malo para el crecimiento. Lo único que hay que debatir es si es solo retórica discursiva o si el presidente electo cumplirá con ello cuando se instale en la Casa Blanca.

Desde el resto del mundo, la plataforma de Trump no tiene muy buena pinta. Es la elección de los estadounidenses, sin duda, y tienen derecho a ella. Lo preocupante es hacia dónde se dirige el gigante del populismo.

A estas alturas estará claro que la economía globalizada del libre comercio desarrollada desde la caída del Muro de Berlín 1989 ha dejado a demasiadas personas atrás. El crecimiento salarial se ha estancado, la desigualdad se ha ensanchado y las elites políticas, escondidas detrás de una pared de instituciones globales, parecían cada vez más remotas. La salida de Reino Unido de la Unión Europea, contra la opinión de todos salvo precisamente Trump, fue una manifestación de eso. La victoria de Trump esta semana ha sido otra. ¿Por qué pensar que será la última? Pensemos en Italia. El primer ministro Matteo Renzi se enfrenta a un referéndum espinoso sobre la reforma constitucional. Habría que ser un inversor estúpido para creer posible su victoria (Renzi ya estaba detrás en las encuestas antes de la victoria de Trump). Renzi se hizo con el poder en un golpe de Estado interno del partido y todavía no se ha enfrentado a unas elecciones generales. Si le obligan a convocarlas, el vencedor probable será el Movimiento 5 Estrellas, básicamente Trump pero con chistes mejores. Se ha propuesto celebrar un referéndum sobre la membresía del país de la moneda única. ¿Qué probabilidades hay de que gane? Más que cero, quizás, pero no muchas más. Recordemos que es un país tan perjudicado por el euro que actualmente es más pobre que en el año 2000.

Después vendrá Francia. Se daba por hecho que Marine Le Pen se volvería a presentar a las elecciones presidenciales de abril y mayo próximos. Su opositor probable es el centroderechista Alain Juppe, un político que lleva tanto tiempo y tiene tanto pasado que es una de las pocas personas en el mundo que haría parecer a Hillary Clinton nueva y emocionante. Si EEUU tiene un problema con su cinturón industrial, Francia también lo tiene, salvo que es aún peor. La base manufacturera se ha ido agrietando desde que se incorporó al euro. El resultado: desempleo masivo y salarios estancados. El sentido común decía que mientras Le Pen se centrase en el voto protesta, nunca ganaría unas elecciones. Ya no es así.

Ni siquiera Alemania está inmune. Angela Merkel parecerá poderosa y las elecciones nacionales no están previstas hasta el otoño pero una representante cuya política más visible ha sido permitir la inmigración masiva a escalas sin precedentes parece muy despegada de la actualidad. La derechista AfD ya pone a prueba su apoyo y la ha obligado a depender cada vez más de los Social Demócratas de centro izquierda. Cuesta imaginarse que la coalición dure para siempre.

Lo más grave es que cuesta mucho pensar que la propia UE sobreviviera al rechazo de la moneda única en Italia y Francia. El éxito de los populistas en un país envalentona inevitablemente a los de otros. El Brexit puede que haya animado a unos cuantos estadounidenses a hacer caso omiso de la opinión de las elites. El presidente Trump alentará a unos cuantos más votantes franceses a apoyar a Le Pen (suficientes como para inclinar la balanza hacia ella). El monstruo sigue avanzando.

Y eso importa. Al populismo se le da muy bien la ira, pero no tanto las respuestas. La campaña del Brexit ha roto con la UE, pero ahora queda el complicado asunto de averiguar qué ocurre después. En Estados Unidos, Trump ha prometido recrear una economía que funcione para todos, pero querer no es poder. Y él no tiene ningún plan concreto para lograr que suceda. Puede que los mercados hayan asumido la victoria de Trump pero hay muchos más riesgos que superar antes de que este maremoto se diluya y los mercados de Europa y América seguirán siendo muy peligrosos hasta que haya acabado.

– ¿Una mayoría de "deplorables"? (Project Syndicate – 10/11/16)

Viena.- Barack Obama tenía razón al decir que la democracia misma estaba en juego en la boleta electoral durante las recién concluidas elecciones presidenciales de Estados Unidos. Pero, con la impresionante victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, ¿sabemos, hoy en día, con certeza que la mayoría de los estadounidenses son antidemocráticos? ¿Cómo deberían quienes votaron por Clinton relacionarse con los partidarios de Trump y con la nueva administración?

Si Clinton hubiese ganado, probablemente Trump habría negado la legitimidad de la nueva presidenta. Los partidarios de Clinton no deberían jugar ese juego. Ellos podrían señalar que Trump perdió el voto popular y, por lo tanto, no puede reclamar un mandato democrático abrumador, pero el resultado es lo que es y punto. Sobre todo, no deben responder, principalmente, a la populista política de la identidad de Trump con otra forma distinta de política de la identidad.

En vez de actuar de esa manera, los partidarios de Clinton deben centrarse en nuevas formas de apelar a los intereses de los partidarios de Trump, mientras defienden con firmeza los derechos de las minorías que se sienten amenazadas por la agenda de Trump. Y, deben hacer todo lo posible por defender a las instituciones democráticas liberales, si Trump intenta debilitar los sistemas de controles y equilibrios.

Para ir más allá de los clichés habituales sobre la curación de las divisiones políticas de un país después de unas elecciones enconadamente disputadas, necesitamos entender exactamente cómo Trump, en su calidad de archipopulista, apeló a los votantes y, en el proceso, cambió la concepción política que dichos votantes tenían de sí mismos, es decir cómo cambió su autoconcepción. Con la retórica adecuada y, sobre todo, alternativas políticas plausibles, esta autoconcepción puede cambiarse de nuevo. La democracia no perdió para siempre a los miembros del Trump-proletariado, tal como sugirió Clinton cuando los llamó "irredimibles" (aunque, probablemente, tenga razón en cuanto a que algunos de ellos decididamente continuarán siendo racistas, homofóbicos y misóginos).

Trump hizo una gran cantidad de declaraciones profundamente ofensivas y demostrablemente falsas durante este ciclo electoral que una frase especialmente reveladora pasó completamente desapercibida. En un acto proselitista el pasado mayo, Trump declaró: "Lo único importante es la unificación del pueblo, porque el otro pueblo no significa nada". Esta es una retórica populista reveladora: existe un "pueblo real", tal como lo define el populista; sólo él lo representa fielmente; y todos los demás pueden – de hecho deberían- ser excluidos. Es el tipo de lenguaje político desplegado por figuras tan distintas como el fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.

Observe lo que el populista siempre hace: comienza con una construcción simbólica de lo que es el pueblo real, cuya única y auténtica voluntad, supuestamente, se deducirá de esa construcción; posteriormente el populista afirma, tal como lo hizo Trump en la Convención Republicana de julio: "Yo soy tu voz" (y, con característica modestia añade: "Sólo yo puedo arreglar las cosas"). Este es un proceso enteramente teórico: contrariamente a lo que los admiradores del populismo a veces argumentan, no tiene nada que ver con los aportes reales de las personas comunes y corrientes.

Un pueblo único y homogéneo que no puede hacer nada malo y sólo necesita un representante genuino para implementar correctamente su voluntad es una utopía – pero es una utopía que puede responder a problemas reales. Sería un error pensar que Venezuela y Turquía fueron democracias pluralistas perfectas antes de la llegada de Chávez y Erdogan. Los sentimientos de desposesión y privación de derechos son terreno fértil para los populistas. En Venezuela y Turquía, algunos sectores de la población estaban sistemáticamente en desventaja o en gran parte excluidos del proceso político. Hay evidencia sustancial que prueba que los grupos de bajos ingresos en Estados Unidos tienen poca o ninguna influencia en las políticas y, realmente, se encuentran no representados en Washington.

Una vez más, observe cómo un populista responde a una situación como esta: en lugar de exigir un sistema más justo, el populista les dice a los oprimidos que solamente ellos son el "pueblo real". Una afirmación sobre la identidad que se supone va a resolver el problema vinculado a que los intereses de muchas personas están desatendidos. La tragedia particular de la retórica de Trump -y, posiblemente, su efecto más pernicioso- es que ha convencido a muchos estadounidenses para que ellos se vean como parte integral de un movimiento blanco nacionalista. Representantes de lo que se llama eufemísticamente la "alt-right" o derecha alternativa -es decir, la supremacía blanca de los últimos días- estuvieron presentes en el núcleo de su campaña. Él ha alimentado una sensación de queja común difamando a las minorías y, tal como actúan todos los populistas, Trump ha retratado al grupo mayoritario como víctimas perseguidas.

No tenía por qué ser así. Trump obviamente ha conquistado exitosamente su lugar para representar al pueblo. Pero la representación nunca es simplemente una respuesta mecánica a demandas preexistentes. En lugar de ello, las pretensiones de representar a los ciudadanos también dan forma a la autoconcepción de dichos ciudadanos. Es de crucial importancia desplazar esa autoconcepción de los ciudadanos, alejándola de la política de la identidad blanca y regresarla al ámbito de los intereses.

Esta es la razón por la cual es extremadamente importante no confirmar la retórica de Trump descartando o incluso descalificando moralmente a sus partidarios. Esto sólo permite a los populistas anotar más puntos políticos diciendo, en efecto: "Mire, las elites realmente les odian, tal como dijimos anteriormente, y ahora son malos perdedores". De ahí el desastroso efecto de generalizar a los partidarios de Trump como racistas o, como lo hizo Hillary Clinton cuando los calificó como "deplorables" que son "irredimibles". Como George Orwell dijo una vez: "Si quieres hacerte enemigo de un hombre, dile que sus males son incurables".

Por supuesto, la identidad y los intereses a menudo están vinculados. Aquellos que defienden la democracia y van contra de los populistas, también, a veces tienen que caminar por el peligroso terreno de la política de la identidad. Sin embargo, la política de la identidad no necesita apelar a la etnicidad, y mucho menos a la raza. Los populistas son siempre anti pluralistas; la tarea para los que se oponen a ellos es configurar conceptos de una identidad colectiva pluralista, consagrada a ideales compartidos de equidad.

Muchos temen, acertadamente, que Trump no vaya a respetar la Constitución de Estados Unidos. Por supuesto, el significado de la Constitución siempre es cuestionado, y sería ingenuo creer que las invocaciones no partidistas al respeto a dicha Constitución lo disuadirán inmediatamente. Sin embargo, los fundadores de Estados Unidos obviamente querían limitar lo que cualquier presidente pudiese hacer, incluso con un Congreso que le presta su apoyo y una Corte Suprema favorablemente inclinada en su dirección. Uno sólo puede tener la esperanza de que suficientes votantes -incluyéndose entre ellos a los partidarios de Trump- vean las cosas de la misma manera y ejerzan presión sobre Trump para que respete este elemento no negociable de la tradición constitucional estadounidense.

(Jan-Werner Mueller is a professor of politics at Princeton University and a fellow at the Institute of Human Sciences, Vienna. His latest book is What is Populism?)

– ¿Quién es el presidente Trump? (Project Syndicate – 11/11/16)

Cambridge.- La asombrosa victoria electoral de Donald Trump ha empujado a Estados Unidos -y al mundo- a un territorio inexplorado. Estados Unidos nunca antes ha tenido un presidente sin ninguna experiencia política o militar, ni tampoco un presidente que constantemente eluda la verdad, abrace teorías conspirativas y se contradiga a sí mismo. Todo esto hace casi imposible saber cómo gobernará.

Pero la inminente presidencia de Trump sí tiene un precedente: la de George W. Bush. Se destacan algunos paralelismos. Para empezar, al igual que Bush, Trump no ganó el voto popular, pero de todos modos puede suponer que tiene un mandato para un cambio radical. Y la dirección de ese cambio puede producir resultados que no les gustan ni a sus seguidores.

Entre las promesas de política económica de Trump, sus propuestas fiscales muy probablemente sean llevadas a la práctica: grandes recortes impositivos para los ricos y un mayor gasto en defensa y otras áreas. El resultado posiblemente sea el mismo que cuando Bush implementó políticas similares: la desigualdad de ingresos se ampliará y los déficits presupuestarios crecerán.

Es más, la racha alcista de siete años que registró el mercado bursátil puede terminar. Y es muy factible que Trump, que atacó la política monetaria relajada de la Reserva Federal de Estados Unidos, rápidamente revierta esa postura y presione a la Fed para que no aumente las tasas de interés.

Es probable que Trump no pueda cumplir con su promesa de aumentar el porcentaje de las exportaciones en la economía de Estados Unidos. Y, por cierto, no podrá recuperar los empleos industriales que Estados Unidos, al igual que todos los países industrializados, ha perdido en las últimas décadas. La desigualdad de ingresos probablemente empiece a ampliarse otra vez, a pesar de las mejoras asombrosas en los ingresos medianos de las familias y en la tasa de pobreza el año pasado.

Una recesión en algún momento durante la presidencia de Trump es probable, a juzgar por los notables antecedentes históricos de los presidentes republicanos. Dos recesiones comenzaron durante la administración de Bush; de hecho, la mayoría de las recesiones desde la Gran Depresión se iniciaron durante gobiernos republicanos.

La presidencia de Trump es más preocupante en el frente de la política exterior, donde aguardan muchos potenciales desastres. Tenemos razón de temer que errores de cálculo conduzcan a tragedias, como cuando Bush respondió con torpeza al atentado terrorista del 11 de septiembre de 2011, no logró capturar a Osama bin Laden e invadió Irak.

El papel de Estados Unidos como líder global sin duda se verá afectado, al igual que el "poder blando" que anteriormente obtuvo de ser un modelo de democracia liberal para que otros emularan. Mientras tanto, la ignorancia de Trump probablemente envalentone a los adversarios norteamericanos tradicionales, como Rusia, Siria y Corea del Norte.

Los republicanos mantuvieron el control tanto del Senado como de la Cámara de Representantes, de modo que Trump podrá cumplir con sus promesas de dar marcha atrás con los mayores logros legislativos de Obama, empezando por la Ley de Atención Médica Asequible (Obamacare). Pero ésta será una prueba interesante. ¿Cómo manejará Trump la reacción violenta cuando la gente empiece a perder su seguro médico?

Trump y los republicanos en el Congreso también intentarán dar marcha atrás con las regulaciones financieras de la Ley Dodd-Frank que se implementaron después de la crisis financiera de 2008, dándoles así a los bancos y a otras instituciones financieras mayor libertad de acción. Y, más allá de Wall Street, intentarán cercenar las regulaciones antimonopolio y ambientales, especialmente las que limitan las emisiones de gases de tipo invernadero.

Finalmente, Trump nombrará a jueces conservadores para la Corte Suprema, que tiene una vacante desde que el juez Antonin Scalia murió en febrero.

Sin embargo, deberíamos agradecer, al menos, que probablemente las propuestas de campaña más indignantes de Trump nunca sean llevadas a la práctica. No construirá un nuevo muro "grande y hermoso" a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos -y México, con certeza, no lo pagaría si lo construyera-. De la misma manera, no prohibirá el ingreso de inmigrantes musulmanes, porque si lo hiciera estaría violando principios norteamericanos de base y su decisión sería derogada inclusive por una Corte Suprema de derecha.

También es poco probable que Trump cumpla con su propuesta de deportar entre 6 y 11 millones de inmigrantes indocumentados. Pero probablemente ponga fin al programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia del presidente Barack Obama, que otorgó permisos de trabajo temporarios a muchos "Soñadores" (jóvenes sin estatus legal que crecieron en Estados Unidos).

De la misma manera, Trump tal vez no destruya el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o aumente los aranceles de manera drástica. Tampoco acabará con la OTAN, otras alianzas importantes o la Convención de Ginebra (que autoriza al ejército y a la CIA a apelar a la tortura). Si bien Trump pareció sugerir durante su campaña que haría todas estas cosas, inevitablemente se verá confrontado a las consecuencias de amplio alcance de decisiones que destruirían el orden global.

Estados Unidos está a punto de experimentar una vida bajo un gobierno plenamente republicano encabezado por un magnate populista inexperto y volátil. Esperemos que los votantes exijan que la administración Trump y sus facilitadores parlamentarios asuman la responsabilidad de los reveses que sufran los norteamericanos.

(Jeffrey Frankel, a professor at Harvard University's Kennedy School of Government, previously served as a member of President Bill Clinton"s Council of Economic Advisers. He directs the Program in International Finance and Macroeconomics at the US National Bureau of Economic Research…)

– Trump domesticado (Project Syndicate – 11/11/16)

Nueva York.- Ahora que contra todos los pronósticos Donald Trump ganó la presidencia de los Estados Unidos, la duda es si gobernará según el populismo radical de su campaña o adoptará un enfoque pragmático de centro.

Si Trump gobierna en sintonía con la campaña que le valió la elección, podemos esperar agitación en los mercados (de Estados Unidos y el mundo) y perjuicios económicos potencialmente serios. Pero hay buenas razones para esperar que su gobierno sea muy diferente.

Los planes de un Trump populista radical incluirían descartar el Acuerdo Transpacífico (ATP), derogar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) y aplicar altos aranceles a las importaciones chinas. También construir el prometido muro en la frontera con México; deportar a millones de trabajadores indocumentados; restringir la concesión de visas H1B para trabajadores cualificados, necesarios en el sector tecnológico; y derogar la Ley de Atención Médica Accesible (Obamacare), dejando a millones de personas sin seguro médico.

En términos generales, un programa radical llevaría a un importante aumento del déficit estadounidense. Se reduciría sustancialmente el impuesto a la renta de las corporaciones y los ricos. Y pese a la ampliación de la base tributaria, el aumento de impuestos a los gestores de fondos de inversión y el estímulo a la repatriación de ganancias corporativas en el extranjero, el plan radical no estaría exento de costo fiscal, ya que aumentaría el gasto militar y el gasto público en áreas como la infraestructura, y las rebajas impositivas para los ricos reducirían la recaudación unos nueve billones de dólares a lo largo de una década.

Un plan de gobierno radical también supondría cambiar drásticamente el modelo de política monetaria actual; en primer lugar, reemplazar a la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, con un halcón monetarista, y luego cubrir las vacantes actuales y futuras de la junta directiva con más de lo mismo. Además, Trump trataría de derogar en su mayor parte las reformas financieras introducidas por la ley Dodd-Frank de 2010; quitar poder a la Oficina de Protección Financiera de los Consumidores; reducir subsidios a la energía alternativa y normas medioambientales; y eliminar cualquier regulación supuestamente perjudicial para las grandes empresas.

Finalmente, una política exterior radical desestabilizaría las alianzas de Estados Unidos y aumentaría las tensiones con los rivales. Su postura proteccionista podría generar una guerra comercial global, y su insistencia en que los aliados se hagan cargo de sus gastos de defensa podría llevar a una peligrosa proliferación nuclear y restar liderazgo internacional a Estados Unidos.

Pero en realidad es más probable que Trump aplique políticas pragmáticas de centro. Para empezar, es un hombre de negocios adepto al "arte del acuerdo", así que por definición es más un pragmático que un ideólogo con anteojeras. Su decisión de hacer una campaña populista fue táctica y no refleja necesariamente convicciones arraigadas.

Trump es un acaudalado magnate inmobiliario que se pasó la vida entera rodeado de otros empresarios ricos. Es un comerciante astuto, que explotando el clima político de la época buscó congraciarse con los trabajadores republicanos y los "demócratas de Reagan" (votantes demócratas más conservadores, algunos de los cuales tal vez hayan apoyado a Bernie Sanders en la primaria demócrata). Esto le permitió destacarse del pelotón de políticos tradicionales con posturas favorables a las empresas, Wall Street y la globalización.

En cuanto asuma, Trump hará algunos gestos simbólicos para complacer a sus simpatizantes, pero volverá a las tradicionales políticas económicas de derrame orientadas a la oferta que los republicanos han favorecido por décadas. El elegido de Trump para la vicepresidencia, Mike Pence, representa al establishment republicano, y los asesores económicos de la campaña de Trump fueron empresarios ricos, financistas, constructores y economistas ofertistas. Además se dice que analiza designar un gabinete de figuras ortodoxas del partido, entre ellos Newt Gingrich (ex presidente de la Cámara de Representantes), Bob Corker (senador por Tennessee), Jess Sessions (senador por Alabama) y Steven Mnuchin (ex ejecutivo de Goldman Sachs y también asesor durante la campaña).

De modo que los colaboradores probables de Trump (republicanos tradicionales y dirigentes empresariales) definirán sus políticas. El ejecutivo sigue un proceso de toma de decisiones por el que los departamentos y agencias que corresponden a cada caso determinan los riesgos y beneficios de diversas alternativas y luego ofrecen al presidente un menú de políticas limitado para elegir. Y la inexperiencia de Trump lo volverá mucho más dependiente de sus asesores, como también lo fueron los expresidentes Ronald Reagan y George Bush (hijo).

Otro factor que empujará a Trump al centro será el Congreso, con el que deberá negociar cada ley que quiera aprobar. El actual presidente de la Cámara de Representantes (el republicano Paul Ryan) y el liderazgo republicano en el Senado tienen ideas partidarias más convencionales que Trump en temas como el comercio internacional, la inmigración y el déficit. Y la minoría demócrata en el Senado puede apelar a maniobras dilatorias legales (el "filibusterismo" legislativo) para impedir la votación de propuestas de reformas radicales, especialmente si se meten con el gran tabú de la política estadounidense: la seguridad social y Medicare.

Trump también estará controlado por la separación de poderes del sistema político estadounidense, la relativa independencia de organismos públicos como la Reserva Federal y una prensa libre y muy activa.

Pero la mayor restricción para Trump será el mercado. Si intenta aplicar políticas radicales populistas, el castigo no se hará esperar: se derrumbarán las acciones, caerá el dólar, los inversores se refugiarán en los bonos del Tesoro de los Estados Unidos, el precio del oro se disparará, etcétera. Pero si Trump mezcla políticas populistas más moderadas con medidas convencionales promercado, no enfrentará consecuencias negativas en los mercados. Ahora que ya ganó la elección, no tiene razones para preferir el populismo a la seguridad.

Los efectos de una presidencia pragmática de Trump serán mucho más limitados que en el supuesto radical. Lo de descartar el ATP se mantiene (pero Hillary Clinton también lo hubiera hecho). Trump prometió derogar el NAFTA, pero es más probable que trate de hacerle modificaciones como un gesto dirigido a los trabajadores fabriles estadounidenses. E incluso si un Trump pragmático quisiera limitar las importaciones chinas, sus opciones estarían limitadas por un reciente dictamen de la Organización Mundial del Comercio contra la aplicación de aranceles por "dumping selectivo" a productos chinos. Los candidatos extrasistema suelen hablar pestes de China durante la campaña, pero una vez en el cargo comprenden pronto las ventajas de cooperar.

Es probable que Trump construya el muro en la frontera con México (a pesar de que el ingreso de inmigrantes se redujo). Pero en relación con los indocumentados, lo más probable es que sólo caiga sobre los que cometan delitos violentos, en vez de tratar de deportar a entre cinco y diez millones de personas. Y es posible que limite las visas para trabajadores cualificados, lo que puede restar dinamismo al sector tecnológico.

Un Trump pragmático también generará un déficit, aunque menor al del supuesto radical. Por ejemplo, si sigue el plan impositivo propuesto por los congresistas republicanos, la recaudación sólo se reducirá dos billones de dólares a lo largo de una década.

Es verdad que el programa político de un Trump pragmático será ideológicamente incoherente y moderadamente perjudicial para el crecimiento. Pero será mucho más aceptable para los inversores (y para el mundo) que la agenda radical que prometió a sus votantes.

(Nouriel Roubini, a professor at NYU"s Stern School of Business and Chairman of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund…)

– ¿El fin del poder blando de Estados Unidos? (Project Syndicate – 11/11/16)

Nueva York.- Una de las principales víctimas de la victoria de Donald Trump en la muy reñida elección presidencial en los Estados Unidos será sin duda el poder blando de este país en todo el mundo, hecho que será difícil (o tal vez imposible) revertir, especialmente para Trump.

Tradicionalmente, el poder político global de los países se evaluaba según su capacidad militar: el que tuviera el ejército más grande sería el más poderoso. Pero esta lógica no siempre se correspondió con la realidad. Estados Unidos perdió la Guerra de Vietnam; la Unión Soviética fue derrotada en Afganistán. Poco después de ingresar a Irak, Estados Unidos descubrió cuánta verdad había en la frase de Talleyrand: con las bayonetas, todo es posible, menos sentarse encima.

Hablemos ahora del poder blando. El término fue acuñado en 1990 por Joseph S. Nye (de la Universidad de Harvard) para referirse a la influencia que un país (y en particular, Estados Unidos) ejerce, por fuera de su poder militar ("duro"). Para Nye, el poder se basa en la capacidad para obtener de otros lo que se quiere, sea mediante la coerción (el palo), la recompensa (la zanahoria) o la atracción (el poder blando). Y añade que quien ejerce atracción sobre otros puede ahorrarse palos y zanahorias.

Nye sostiene que el poder blando de un país surge de su cultura (en lugares donde atrae a otras personas), sus valores políticos (cuando los cumple dentro y fuera de sus fronteras) y su política exterior (cuando se la considera legítima y provista de autoridad moral). Pero yo creo que también surge de la imagen que tiene el mundo de ese país: las asociaciones y actitudes que despierta su nombre. El poder duro se ejerce; el poder blando se evoca.

Estados Unidos ha sido la mayor economía del mundo y su democracia más antigua, un refugio para los inmigrantes y la tierra del Sueño Americano: la promesa de que todos pueden ser lo que se propongan con tal de esforzarse para conseguirlo. También es el hogar de Boeing y de Intel, Google y Apple, Microsoft y MTV, Hollywood y Disneylandia, McDonald"s y Starbucks; en síntesis, algunas de las marcas e industrias más reconocibles e influyentes del mundo.

La atracción de estos activos, y del estilo de vida americano que representan, es que permiten a Estados Unidos persuadir a los demás de adoptar su agenda, en vez de obligarlos. En este sentido, el poder blando actúa a la vez como alternativa y como complemento del poder duro.

Pero el poder blando (incluso el de Estados Unidos) tiene límites. Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, hubo una oleada mundial de apoyo a los Estados Unidos. Pero este lanzó la "guerra contra el terrorismo", para la que apeló en gran medida al poder duro. Los instrumentos de ese poder (la invasión a Irak, la detención por tiempo indeterminado de "combatientes enemigos" y otros sospechosos en la cárcel de la bahía de Guantánamo, el escándalo de Abu Ghraib, las revelaciones sobre centros de detención clandestinos de la CIA, el asesinato de civiles iraquíes a manos de contratistas de seguridad privados) no cayeron bien en la opinión pública internacional.

Los activos de poder blando estadounidense no compensaron las deficiencias de su estrategia de poder duro. Los entusiastas de la cultura estadounidense no estaban dispuestos a pasar por alto los excesos de Guantánamo. Usar Microsoft Windows no predispone al usuario para aceptar que el país que lo produce se dedique a la tortura. Estados Unidos sufrió una importante pérdida de poder blando, lo que demuestra que el modo en que un país ejerce el poder duro afecta su capacidad de evocar el otro.

Pero el discurso interno estadounidense pronto superó sus retrocesos en materia de política exterior, lo que se debió en parte a la inédita conectividad actual. En un mundo de comunicaciones en masa instantáneas, los países son juzgados por una audiencia internacional que se nutre de un flujo incesante de noticias en Internet, videos caseros y comentarios en Twitter.

En esta era de la información, según Nye, hay tres tipos de países con más capacidad de obtener poder blando: aquellos cuyas culturas e ideales dominantes se acerquen más a las normas que prevalecen en el mundo (que ahora favorecen el liberalismo, el pluralismo y la autonomía); los que tengan más acceso a múltiples canales de comunicación y puedan así influir más en la presentación de los temas; y aquellos cuya actuación interna e internacional refuerce su credibilidad. Estados Unidos tuvo un desempeño bastante bueno en todos estos frentes.

De hecho, la cultura y los ideales de Estados Unidos son la referencia mundial, y el funcionamiento de su política interna reforzó su credibilidad internacional. Superar un legado de siglos de esclavitud y racismo para elegir un presidente negro en 2008 y reelegirlo en 2012 parecía la prueba viviente de la capacidad del país para reinventarse y renovarse.

Pero la llegada de Trump al poder hizo añicos esa imagen. Expuso y alentó tendencias que el mundo nunca asoció con Estados Unidos: xenofobia, misoginia, pesimismo y egoísmo. Un sistema que prometía un campo de juego parejo donde todos pudieran cumplir sus aspiraciones es acusado por sus propios líderes políticos de estar amañado en contra de los ciudadanos comunes. Un país que predica a otros sobre la práctica democrática acaba de elegir a un presidente que insinuó que si perdía, tal vez no reconociera el resultado.

Nye sostuvo que en una era de información, el poder blando suele beneficiar al país que cuente "la mejor historia"; y Estados Unidos siempre fue la tierra de las mejores historias. Tiene prensa libre y una sociedad abierta; acoge a inmigrantes y refugiados; tiene sed de nuevas ideas y talento para la innovación. Todo esto dio a Estados Unidos una extraordinaria capacidad para contar historias más convincentes y atractivas que sus rivales.

Pero la historia de Estados Unidos que se contó en esta elección menoscaba seriamente el poder blando que evoca. El miedo triunfó sobre la esperanza. El Sueño Americano se convirtió en la pesadilla del mundo. Y los demonios que salieron de la caja de Pandora en 2016 (expuestos en reiterados informes de ataques racistas por parte de trumpistas blancos) seguirán haciendo estragos en la autopercepción del país y en la imagen que el resto del mundo tiene de él. Estados Unidos ya no nos parecerá el mismo… y el mandato de Trump ni siquiera empezó.

(Shashi Tharoor, a former UN under-secretary-general and former Indian Minister of State for Human Resource Development and Minister of State for External Affairs, is currently an MP for the Indian National Congress and Chairman of the Parliamentary Standing Committee on External Affairs…)

– Por qué la victoria de Trump tiene carácter histórico (Gaceta – 12/11/16)

La victoria del republicano subyace un mar de fondo de hartazgo con las ideologías dominantes: abortistas, homosexistas y multiculturalistas.

(Por Pío Moa)

Debo reconocer que, aunque no descartaba la victoria de Trump, tampoco la esperaba. Parecía "racionalmente" imposible que ganase quien terminó ganando, con el gran dinero en contra, incluido el procedente de países árabes amparadores del islamismo radical, y con la prensa y demás medios masivamente a favor de Clinton en una de las campañas más sucias y feroces, que no ha ahorrado mentiras y manipulaciones. Ha sido, pues, una victoria contra quienes se entiende generalmente como los amos reales del poder en cualquier país. Porque, además, ocurría algo similar fuera de USA. En España, por ejemplo, rivalizaron a favor de Clinton los medios ligados a todos los partidos y al gobierno; incluso la cadena de la Iglesia parecía enfervorecida con la ultraabortista, homosexista y abiertamente anticatólica Clinton. El nivel del análisis político en la prensa española nunca fue brillante, pero en este caso solo puede entenderse como un chiste malo, a base de una estruendosa manipulación informativa, de la que se han salvado muy pocos medios, entre ellos La Gaceta dejando de relieve el carácter de bananocracia del actual régimen español.

Este hecho tiene mucho más alcance del que se le está dando. Las democracias llevan bastantes años evolucionando en un sentido semejante al despotismo del que advirtió genialmente Tocqueville: infantilización de la sociedad mediante un hedonismo pedestre cultivado desde el poder, y un poder que tras la apariencia de ser elegido está realmente manejado por poderosos grupos económicos y políticos que dominan a los grandes medios de masas para moldear a la opinión pública. El designio bien visible consiste en instaurar un poder mundial de ese tipo, que disuelva las naciones, las culturas nacionales y las religiones tradicionales, sustituyéndolas por la religión del dinero, en definitiva. El funcionamiento democrático puede describirse como la lucha por la opinión pública, en la que intervienen muchos factores, y los medios de masas son uno de los principales, generalmente el decisivo La práctica unanimidad de esos medios contra Trump, y la obscenidad de los métodos empleados, ya indica por sí sola un grave retroceso del liberalismo y la democracia. Que hayan fracasado es un hecho alentador, porque hasta hace poco sus designios, desarrollado con acciones y procesos multiformes, parecían tendencias irresistibles. Este es el significado profundo de estas elecciones.

Creo que en la victoria de Trump subyace un mar de fondo de hartazgo y descontento difuso con las ideologías dominantes: abortistas, homosexistas, multiculturalistas, con las políticas "de género" o los feminismos más o menos histéricos. Todo esto es lo que representaba la Clinton en grado eminente. Representaba, además, la política exterior aventurera y agresiva que, so pretexto de democracia, ha provocado en los países árabes y Afganistán caos y guerras civiles y, en Egipto, un golpe militar. Representaba, además, una peligrosa política de cerco y acoso a Rusia.

¿Qué representa Trump? De momento ha sabido recoger ese descontento difuso e inconcreto, pero lo que haga está por ver. Internamente sus posibilidades de acción, si piensa en algo definido, se verán condicionadas inevitablemente por una red de grandes intereses de todo género, y también por sus adversarios, que han demostrado estar verdaderamente rabiosos en un país que parece emocionalmente más dividido que nunca desde la Guerra de Secesión. Para su política internacional, que es la que más nos interesa, va a encontrarse con serios problemas: el centro del comercio y de la política mundial tiende a desplazarse al Pacífico, y en la otra orilla se encuentra China camino de convertirse en superpotencia. Deshacerse de las agresivas aventuras en el mundo árabe, con sus tremendas consecuencias a largo plazo, será también un desafío difícil. Una Hispanoamérica desnortada -como de costumbre- será en definitiva un problema menor. Con respecto a Rusia, parece dispuesto a mejorar las relaciones, y en cuanto a la UE, puede ayudar a profundizar su crisis, lo que sería muy positivo porque esta parte de Europa se está convirtiendo en un monstruo que recoge todas las taras encarnadas en Clinton. Todo esto muy en líneas generales.

Con respecto a España nos interesa especialmente su política hacia la OTAN. Como es sabido, esa organización, creada para afrontar el expansionismo soviético en la zona del Atlántico Norte, debió haber desaparecido al desaparecer su objeto, pero en cambio ha ampliado su acción a todo el hemisferio Norte, con agresiones y provocaciones de todo género, que además se vienen saldando con costosas derrotas. Quizá termine por transformarse en OTPN, Organización del Tratado del Pacífico Norte. España está en la OTAN en posición de auténtico lacayo, obligada a emplear hombres y dinero en operaciones bautizadas "de paz" con perfecta perversión del lenguaje, en defensa de intereses ajenos, bajo mando ajeno y en idioma ajeno. He hablado de estas cuestiones otras veces, y la cuestión podría resumirse así: España no tiene nada que ganar en la OTAN, y sí mucho que perder. Perder, para empezar, su soberanía, un bien mucho más valioso que algún plato de lentejas, por emplear el símil bíblico. Y ello tanto con Clinton como con Trump. La política exterior española debe volver a la neutralidad, como la de Suiza o Suecia.

– ¿Hay salvación para el capitalismo global? (El Economista – 12/11/16)

(Por Alexander Friedman)

La política del desasosiego económico ha puesto a los electores del Reino Unido y de Estados Unidos en manos de los populistas. Si tan solo, tal como dice la creencia popular, las economías hubieran recuperado un PIB y un crecimiento de la productividad más normal, hubiera mejorado la vida de un mayor número de personas, hubiera decrecido el sentimiento antisistema y la política hubiera recuperado también la normalidad, entonces el capitalismo, la globalización y la democracia hubieran continuado avanzando inexorablemente.

Pero este pensamiento refleja la extrapolación de un período enormemente descarriado de la historia. Este período ha quedado atrás, y no es probable que las fuerzas que lo sostuvieron sean capaces de restablecerlo en un futuro próximo. La innovación tecnológica y la demografía soplan ahora en contra del crecimiento, no lo favorecen en absoluto, y la ingeniería financiera ya no es la solución.

El aberrante período histórico son los ciento y pico de años siguientes a la Guerra Civil estadounidense, durante los cuales los avances conseguidos en los ámbitos de la energía, la electrificación, las telecomunicaciones y el transporte remodelaron principalmente a las sociedades. El número de vidas humanas aumentó considerablemente su productividad y la expectativa de vida experimentó un aumento espectacular. Entre 1800 y 1900, la población mundial creció en más del 50 por ciento y en los siguientes 50 años se duplicó largamente con un crecimiento de las economías mucho más rápido que en los siglos anteriores. A finales de los años 70, el crecimiento empezó a ralentizarse en muchas de las economías occidentales, y el presidente estadounidense Ronald Reagan y el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, marcaron el inicio de un ciclo de deuda que sobrecargó la actividad. Estados Unidos, hasta entonces un acreedor neto para el mundo, se convirtió en un prestatario neto, con China y otros mercados emergentes beneficiándose del alza del déficit comercial de Estados Unidos. El apalancamiento financiero impulsó el crecimiento mundial durante prácticamente otros 30 años más.

La crisis mundial de 2008 comportó el inesperado final de la era de la ingeniería financiera. Pero a los políticos no les gusta que el crecimiento baje, y los bancos centrales agotaron todas sus herramientas en intentar estimular la actividad económica a pesar de la escasa demanda existente. Con una cada vez menor rentabilidad de los activos tradicionales de renta fija, los inversores se apiñaron en torno a todo tipo de activos de riesgo provocando así la subida de su precio; los ricos se hicieron más ricos y la clase media se fue quedando cada vez más rezagada. Debido a que la economía real continuó estancándose, surgió un populismo enojado que desembocó en el Brexit y en la elección del presidente Trump. Por consiguiente, los banqueros centrales han resucitado el crecimiento económico y las fuerzas de la demografía y de la innovación han vuelto al combate. El envejecimiento de la población de las economías avanzadas tira cada vez más de las redes de la seguridad social. China también está envejeciendo. La mayor parte del crecimiento demográfico actual (y futuro) corresponde a África, continente en el que la productividad global no consigue alcanzar el aumento que se experimenta en otros lugares.

Además, la actual oleada de innovación tecnológica no beneficia a todos por igual. Aunque los casos de Uber y Amazon, y lo que es más importante, la robótica, suponen una mayor comodidad, lo hacen sustituyendo los puestos de trabajo de la clase trabajadora o reduciendo los salarios.

Esto es típico del proceso de destrucción creativa descrito, como es sabido, por Joseph Schumpeter como el sirviente del crecimiento en las economías capitalistas. La primera oleada de innovaciones revolucionarias beneficia sobre todo a unos pocos emprendedores. Luego llega una oleada de sustitución a medida que la tecnología se adapta a las industrias existentes. Hace tres décadas, era Walmart la que usaba ordenadores y logística para acabar con las pequeñas tiendas familiares; hoy, es Amazon la que está echándose encima de Walmart.

La tercera oleada es la difusión generalizada de la innovación de maneras que elevan la producción global y el nivel de vida. Eso requiere mucho más tiempo. O, como advirtió el economista laureado con el Nobel Robert Solow en 1987, "la era de los ordenadores se puede observar en todas partes menos en las estadísticas de productividad".

Robert Gordon, de la Northwestern University, ha defendido que el impacto económico de las innovaciones actuales no está a la altura del de las tuberías o la electricidad. Quizás es así, o puede ser que estemos en una fase temprana del ciclo schumpeteriano de innovación (enriqueciendo a unos pocos) y destrucción (creando ansiedad en los sectores vulnerables). Tarde o temprano, es probable que la productividad media y los ingresos reales se beneficien a medida que las tecnologías de vanguardia permitan nuevos tipos de crecimiento. El problema es que puede que tenga que pasar una década o más hasta que la robótica y similares nutran una marea creciente y más amplia que eleve todos los barcos. Y que sea Schumpeter o Gordon el que tenga razón es irrelevante para los políticos que se enfrentan a votantes enfadados cuyo nivel de vida ha bajado. Hoy, sus electores hartos rechazan la globalización; mañana, puede que se conviertan en luditas.

La cuestión ahora es si un cambio en el enfoque de las políticas monetarias no convencionales a la gestión keynesiana de la demanda puede ser la solución. Está ampliamente aceptado que la política monetaria es una fuerza del pasado en EEUU y Europa y que el estímulo y la expansión fiscal -por ejemplo, mediante recortes de impuestos y gasto en infraestructuras- deben tomar el relevo. Pero esto requiere sistemas políticos estables que puedan sostener estrategias fiscales a largo plazo. Los acontecimientos recientes, especialmente en Europa, sugieren que tales estrategias serán difíciles de aplicar.

En EEUU, la victoria de Trump, acompañada de las mayorías republicanas en ambas cámaras del Congreso, prepara el camino a recortes de impuestos y un aumento del gasto en defensa. La bomba parece dispuesta para ser cebada. Pero es probable que la expansión fiscal encuentre la resistencia de la política monetaria cuando la Fed reanude su normalización de los tipos de interés.

Aun así, la esperanza es que un crecimiento más rápido de EEUU y la subida de los salarios sofoquen la rebelión populista de los votantes. La responsabilidad, irónicamente, seguirá estando en la Fed y en que haga lo correcto -es decir, normalizar los tipos de interés con extrema cautela, al tiempo que permite que aumente la proporción de las rentas del trabajo en el PIB, incluso si eso requiere cierto exceso de inflación.

Parafraseando a Dylan Thomas, los que creemos en los mercados no deberíamos entrar dócilmente en la noche populista. Deberíamos luchar contra la muerte de la luz del capitalismo global con todas las herramientas que podamos reunir. La ralentización del crecimiento y la reacción política actuales no son una nueva normalidad. Más bien, recuerdan a una vieja normalidad, experimentada por última vez en la década de 1930. Sea cual sea el camino adecuado para que avance la economía global, sabemos que no puede significar un retorno al aislacionismo y el proteccionismo de aquella era.

(Alexander Friedman is Chief Executive Officer of GAM. He has also served as Global Chief Investment Officer of UBS, Chief Financial Officer of the Bill & Melinda Gates Foundation, and a White House fellow during the Clinton Administration)

– ¿Será posible controlar a Trump? (Project Syndicate – 12/11/16)

Nueva York.- ¿Cómo afectó la elección de 2016 en Estados Unidos (que dio al Partido Republicano el control de la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes) al tan aclamado sistema de controles y contrapesos establecido por la constitución del país? En mi opinión, prácticamente lo anuló.

Los controles y contrapesos dependientes del poder judicial están en riesgo. Lo único que puede impedir a los republicanos cubrir la vacante de la Suprema Corte que no dejaron llenar a Barack Obama es que el Partido Demócrata apele al uso continuo del "filibusterismo legislativo" (maniobras dilatorias legales para impedir la votación de leyes). Y es posible que la edad de los miembros de la Suprema Corte abra pronto nuevas vacantes, que en la actualidad son ocupadas por jueces liberales y de centro. De modo que los republicanos cuentan con buenas chances de crear una mayoría conservadora entre los nueve miembros de la Suprema Corte que podría durar décadas, especialmente si en 2020 el partido vuelve a ganar la presidencia.

Esa mayoría puede debilitar los controles democráticos, por ejemplo los límites a la financiación de campañas, a los que el fallo en el caso Citizens United de 2010 asestó un golpe devastador. Por una mayoría de 5 a 4, la Corte decidió que las corporaciones son "asociaciones de individuos" y que, por tanto, limitar cuánto dinero pueden aportar a campañas políticas supone una violación de su derecho a la libertad de expresión conforme a la Primera Enmienda constitucional.

El obstruccionismo republicano en el Senado también puso en riesgo otros niveles del sistema judicial federal. Durante el segundo período del presidente Barack Obama, el ritmo de designación de nuevos ocupantes para cubrir vacantes en los tribunales de distrito y circuito estadounidenses se redujo a un mínimo en 50 años. Ahora Trump puede llenar rápidamente esas vacantes con jueces conservadores que acaso debiliten más el sistema de controles y contrapesos.

El poder de los estados para controlar al presidente tampoco salió indemne. Dados los nuevos alineamientos partidarios en ese nivel (los republicanos ahora controlan un récord de 68 de las 99 cámaras legislativas de los estados y 33 de las 50 gobernaciones), la posibilidad de enfrentamientos con el gobierno federal está sustancialmente reducida.

Esto trae consecuencias a largo plazo. Desde 2013, cuando otra decisión de la Suprema Corte por estrecho margen dejó sin efecto práctico la Ley de Derecho al Voto de 1965, que prohíbe la discriminación electoral de las minorías, muchos o casi todos los estados con mayoría republicana en ambas cámaras aprobaron leyes y regulaciones que buscan suprimir su voto por diversos medios, por ejemplo: reducir la cantidad de sitios de votación en áreas donde predominan; exigir a los votantes una identificación con foto (por ejemplo, licencia de conducir), que muchos de sus miembros no poseen; y eliminar la posibilidad de registrarse el mismo día de la elección y de votar en domingo, dos alternativas muy populares entre las minorías.

Un tribunal federal de apelaciones anuló una ley de este tipo aprobada en Carolina del Norte, porque suprimía la participación electoral de los afroamericanos con "precisión casi quirúrgica". Pero si los republicanos designan más jueces, estos contrapesos se volverán más escasos. Y si la supresión de votantes ayuda a los republicanos a obtener control de cada vez más legislaturas estatales, podrían aprobarse más leyes similares.

Hay algún motivo de esperanza: la fuente última de controles y contrapesos es la constitución estadounidense, que es de todas las constituciones democráticas la más difícil de cambiar. Enmendarla por la vía normal exige, entre otras cosas, una mayoría cualificada de dos tercios en la Cámara de Representantes y en el Senado, donde los republicanos no tienen ni remotamente ese nivel de dominio.

La otra vía para la enmienda constitucional es que dos tercios de las legislaturas estatales (34 de los 50 estados) voten para exigir al Congreso la celebración de una convención constituyente, que esta proponga la enmienda y que luego sea ratificada por tres cuartas partes de las legislaturas o convenciones estatales. Jamás en la historia de los Estados Unidos se aprobó una enmienda por este mecanismo. Pero a pesar de que para hacer un intento creíble los republicanos necesitarían obtener el control de al menos tres o cuatro legislaturas más, esta posibilidad debería ser más preocupante de lo que parece.

De no haber una enmienda, Estados Unidos está protegido contra algunas de las promesas de campaña más escandalosas de Trump. Propuestas como restringir la inmigración sobre la base de la religión son inconstitucionales. Y otras propuestas dañinas pueden bloquearlas los demócratas apelando al "filibusterismo" en el Senado, donde los republicanos no tienen los 60 votos necesarios para impedírselo.

Es verdad que al comienzo de la sesión 2017-2018 del Senado se podrían modificar las normas procedimentales para impedir el filibusterismo, pero los líderes republicanos deberían pensar que en el futuro pueden estar en la oposición y ser ellos los que quieran apelar a esas maniobras. Si aun así decidieran esa jugada, reducirían considerablemente el poder de oposición de los demócratas durante los próximos años.

En política exterior, Estados Unidos nunca puso muchas restricciones a su presidente, aunque pueden aplicarse aquí algunas limitaciones externas. Por ejemplo, Trump no puede cumplir de inmediato su promesa de abandonar el acuerdo climático de París, un tratado internacional que todos los firmantes están obligados a respetar por al menos cuatro años. Pero podría debilitarlo, por ejemplo indicando a países como la India que Estados Unidos no cumplirá sus compromisos.

En política interna, Trump tendrá amplio margen de acción. Lo más vulnerable es la Ley de Atención Médica Accesible (Obamacare), que dio cobertura a 20 millones de ciudadanos que antes no tenían seguro médico. También están en riesgo las reformas financieras de la ley Dodd-Frank de 2010, que busca controlar a bancos y otras instituciones financieras "demasiado grandes para quebrar".

Los ciudadanos preocupados que quieran restablecer los controles y contrapesos en Estados Unidos tienen ante sí tres tareas urgentes. En primer lugar, deben comenzar a sentar las bases para ganar al menos tres escaños más en el Senado en 2018. En segundo lugar, deben actuar para impedir que los republicanos obtengan el control de tres cuartos de las legislaturas de los estados, lo que les permitiría tratar de enmendar la constitución. Y en tercer lugar, deben movilizar a más conciudadanos para que rechacen políticas y tácticas de corte autoritario y apoyen alternativas democráticas más inclusivas.

La existencia de alternativas convincentes es el control más importante contra los políticos populistas con tendencias autoritarias que obtienen el poder por las urnas. Llegada la próxima elección presidencial, puede ser que los votantes estadounidenses, como sus homólogos británicos que votaron por el Brexit, estén arrepentidos de su decisión. Pero no será suficiente: hay que crear alternativas atractivas y creíbles.

(Alfred Stepan is Professor of Government at Columbia University)

– Arrastrándose hacia Trump (Project Syndicate – 12/11/16)

Londres.- El establishment republicano se apresuró raudamente a presentar al presidente electo Donald Trump como una garantía de continuidad. Por supuesto, no es eso en absoluto. Hizo campaña contra el establishment político y, como dijo en un mitin preelectoral, una victoria para él sería un "Brexit plus, plus, plus". Con dos terremotos políticos en el lapso de unos meses, y otros que seguramente vendrán, bien podríamos coincidir con el veredicto del embajador de Francia ante Estados Unidos: el mundo como lo conocemos "se está desmoronando frente a nuestros ojos".

La última vez que parecía estar sucediendo lo mismo fue la era de las dos guerras mundiales, 1914 a 1945. La sensación entonces de un mundo "que se venía abajo" fue capturada por el poema de William Butler Yeats de 1919 "El segundo advenimiento": "Todo se desmorona; el centro cede; la anarquía se abate sobre el mundo". En un momento en que las instituciones de gobierno tradicionales estaban absolutamente desacreditadas por la guerra, el vacío de legitimidad iba a ser ocupado por demagogos poderosos y dictaduras populistas: "Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad". Oswald Spengler tuvo la misma idea en su obra La decadencia de Occidente, publicada en 1918.

El pronóstico político de Yeats estaba moldeado por su escatología religiosa. Creía que el mundo tenía que transitar una "pesadilla" hacia "Belén para nacer". En su época, tenía razón. La pesadilla que discernía se prolongó a lo largo de la Gran Depresión de 1929-1932 y culminó en la Segunda Guerra Mundial. Eran preludios del "segundo advenimiento", no de Cristo, sino de un liberalismo construido sobre cimientos sociales más firmes.

¿Pero acaso las pesadillas de la depresión y la guerra eran preludios necesarios? ¿El horror es el precio que debemos pagar por el progreso? El mal muchas veces ha sido, en efecto, el agente del bien (sin Hitler, no habría Naciones Unidas, ni Pax Americana, ni Unión Europea, ni tabú sobre el racismo, ni descolonización, ni economía keynesiana y mucho más). Pero esto no quiere decir que el mal sea necesario para el bien, mucho menos que deberíamos desearlo como un medio para alcanzar un fin.

No podemos abrazar la política del levantamiento, porque no podemos estar seguros de que producirá un Roosevelt en lugar de un Hitler. Cualquier persona decente y racional anhela un método más tranquilo para alcanzar el progreso.

¿Pero el método más tranquilo -llamémoslo democracia parlamentaria o constitucional- debe colapsar periódicamente de manera desastrosa? La explicación habitual es que un sistema fracasa porque las elites pierden de vista a las masas. Pero si bien uno podría esperar que esta desconexión ocurriera en las dictaduras, ¿por qué el desencanto con la democracia se afianza en las propias democracias?

Una explicación, que se remonta a Aristóteles, es la perversión de la democracia por la plutocracia. Cuanto más desigual es una sociedad, más divergen los estilos de vida y los valores de los ricos con respecto a la gente "común". Llegan a habitar comunidades simbólicamente cerradas en las que sólo un tipo de conversación pública es considerado decente, respetable y aceptable. Esto representa en sí mismo una privación de derechos considerable. Para los seguidores de Trump, sus metidas de pata no fueron tales o, si lo fueron, a sus seguidores no les importó.

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