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Derroteros a destiempo (relato)



  1. 5000 años antes de Cristo
  2. Domingo 14 de abril de 1912
  3. Primavera de 1861
  4. 25 de junio de 1905
  5. Notas sobre los números volados

Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. (…)

Génesis 1, 10

En la alta mar, en la confusión de los tiempos, fraguaba el perdido antecesor común universal (1) (LUCA en inglés Lost Universal Common Ancestor).

I

5000 años antes de Cristo

El arca de madera de gofer (2) con aposentos en ella, recubierta con brea por dentro y por fuera, con una eslora (3) de 300 codos (4), una manga (5) de 50 codos y un puntal (6) de 30 codos, se estremeció súbitamente; el primero en advertirlo fue Noé, el nieto de Matusalén, luego sus hijos Sem, Cam y Jafet.

Noé ordenó, puesto en pie en lo alto, sobre la cubierta del tercer piso del arca, a su esposa, a sus hijos y a las mujeres de estos que entraran en la embarcación: ¡las fuentes todas del gran abismo se habían abierto y cataratas caían de los cielos!

La sensación de flotar provocó una desconcertante sinfonía de aullidos, balidos, bramidos, barritares, rugidos, gritos, gorjeos, chillidos y zumbidos de toda laya, emitidos por los animales limpios y los que no eran limpios, de las aves y de todos los que se arrastran sobre la tierra, que habían entrado en el arca de dos en dos, macho y hembra, junto con Noé y su familia.

El diluvio duró cuarenta días y las aguas levantaron el arca, y esta flotaba por encima de la tierra, y tanto arreciaron y aumentaron las aguas que después de haber cubierto los montes todos, subieron todavía 15 codos más.

II

Domingo 14 de abril de 1912

Bien atrás había quedado el puerto irlandés de Queenstown, último recalo del moderno trasatlántico; sus 46 000 caballos de fuerza, generados por grandes calderas, movían las 3 colosales hélices propulsoras que alejaban el navío a una velocidad de 21,5 nudos por hora del enclave portuario, adentrándolo en el Atlántico, parecía una cita entre el portentoso Titanic y el mítico Atlas.

Semejando un edificio de cinco plantas, el Titanic, sumiso bajo las órdenes del experto capitán Charles Edward Smith, con 2584 pasajeros, se enfilaba hacia la promisoria ciudad de Nueva York, en la oriental costa norteamericana.

El ingenio naval, con una eslora de 269 metros, una manga de 28,20 metros y un calado (7) de 10,50 metros, provisto de doble fondo y casco dividido por mamparos en 16 compartimientos, surcaba el océano, lleno de luces, bajo un cielo despejado, frío y titilo de estrellas; en su interior los pasajeros se divertían.

Los de primera y segunda clases, comían y bebían o cantaban y bailaban; los de tercera, hacían lo que sus bolsillos atinaran.

Ricos y pobres, estos últimos en mayor número, proyectaban los derroteros a seguir en sus vidas para cuando la Estatua de la Libertad, sola en su isla de Bedlow, con su antorcha en alto, a manera de símbolo iluminador, cubriera con su figura el buque pero, a la vez, presagiara la buena fortuna de los inmigrantes que arribarían a la Babel de acero y cemento.

En la sala de juegos el director de la compañía naviera White Star Line, J. Bruce Ismay, y el constructor del navío insumergible, el ingeniero Thomas Andrews, tiraban, despreocupadamente, los naipes sobre el verde tapiz de la mesa mientras charlaban sobre las bondades del trasatlántico y el establecimiento de un nuevo record de velocidad en esta oportunidad, cuyo registro marcaría pauta en los venideros viajes de la compañía, enlazando así la vieja Europa con Norteamérica.

En la popa de la embarcación, entretanto, dos jóvenes, recién conocidos pero ya tomados de la mano, tanta había sido la mutua atracción, mientras observaban la ancha y blanca estela espumosa provocada por el girar de las hélices del buque sobre las apacibles olas, se contentaban con arrojar escupitajos, cada quien más lejos en sostenida porfía, mientras se contaban sus cuitas sentimentales.

Ella, Rose DeWitt, hermosa muchacha prometida en casamiento, más por penurias económicas familiares que por amor, a un ricachón, también pasajero en el barco, rechazaba abiertamente los requiebros amorosos del caballero; él, Jack Dawson, desconocido pintor pero vivaz buscavidas, seducido por la joven desde el momento mismo en que esta se lanzaba al mar, en desesperado intento suicida, frustrado por su casual pero oportuna presencia en la popa, de la mera contemplación visual, comenzaron a besarse, tímidamente al principio, ahora de manera ardiente.

III

Primavera de 1861

Las violentas sacudidas del Maelstrom hicieron crujir el doble casco de acero formado de placas superpuestas con remaches y tornillos, separados por compartimientos de lastre, en tanto la hélice de 6 metros de diámetro, puesto a toda máquina el motor eléctrico del sumergible, le imprimió un giro de rotación tan rápido que lo alejaba de este Caribdis noruego a la fantástica velocidad de 50 nudos por hora.

De esta manera el Príncipe Dakkar supo conjurar el peligro que amenazaba con la zozobra y hundimiento del navío, paradójicamente por él diseñado y construido para la navegación submarina en el océano mundial.

Repuesta la escasa tripulación del submarino, con su capitán a la cabeza, del avatar náutico enfrentado, el espolón triangular de 2 metros de lado, cual erizado puerco espín, afloró a la superficie del mar.

Abierta la escotilla de la torreta de mando, el Príncipe Dakkar y dos auxiliares suyos irrumpieron al frío aire exterior, inspiraron profundamente y exhalaron pequeñas volutas de aliento casi congelado y, bajo el halo de luz amarrilla que proyectaba el reflector de cubierta, examinaron minuciosamente todas las estructura externas del sumergible, al no apreciar daño alguno descendieron por la escalerilla, cerraron la escotilla y el capitán dio la orden de sumersión.

El Nautilus, que así se llamaba el submarino, con sus casi 60 metros de eslora y 8 de manga, inició el llenado de sus tres tanques de lastre para inmersiones estáticas, como esta que ahora llevaban a cabo; ya inundadas, la mole metálica de 1356,48 toneladas de peso neto, ahora mucho más pesada, comenzó a hundirse lentamente hasta alcanzar la profundidad de 16 000 metros.

El Príncipe Dakkar, sobrino del sultán Tipu Sahib (1751-1799), gobernador de Mysore, en la India, enemigo declarado de la corona británica, al igual que su tío, masacrada su familia, había jurado combatir a los ingleses doquiera que estuviesen, en tierra o mar.

Como hombre refinado y culto, tomó del poema homérico el pasaje donde el ingenioso Odiseo, aqueo lleno de ardides, entabla una conversación con el cíclope Polifemo, haciéndose llamar Nadie, engañoso patronímico empleado como argucia evasiva en pos de lograr su libertad y la de sus compañeros de encierro en la gruta del cíclope. Es entonces que el Príncipe Dakkar comienza a titularse como Capitán Nemo, en clara alusión al término griego (memoria) pero esta vez, más que para ocultar su verdadera identidad de sus adversarios, para no olvidarlos en su encrespado odio.

En tanto el submarino Nautilus surcaba las profundidades del mar, el Capitán Nemo había convocado a sus más allegados colaboradores a una reunión: el naturalista francés Pierre Aronnax, el arponero canadiense Ned Land y al redimido pirata Ayrton Ben Joyce.

La mortecina luz que pendía de un mamparo de la pared del submarino arrojaba largas sombras unidas a los cuerpos de los convocados.

Sentados en derredor de una mesa metálica donde, sobre su superficie, aparecían la bitácora del sumergible, dos brújulas, un sextante, un largo telescopio, dos binoculares y mapas y cartas náuticas, los cuatro hombres trazaban el plan de ocasión, luego de vencer al vertiginoso Maelstrom, muy simple: bajar en latitud norte y aproximarse a las rutas marítimas de los buques mercantiles británicos en su trasiego hacia América o Europa.

Como estrategia para evitar encuentros no deseados con buques de guerra norteamericanos o ingleses, el Nautilus navegaría sumergido durante el día y en las noches emergería para continuar su derrotero bajo la luz de la luna.

De esta manera, abandonando las costas noruegas, sus fiordos y el traidor torbellino, el submarino se encontraría en un punto del océano Atlántico, en las coordenadas 41º 46' de latitud norte y 50º 14' de longitud oeste, muy cerca de las costas norteamericanas.

Llegado al lugar exacto correspondió, en esa noche estrellada, al arponero Ned Land realizar la guardia de observación desde la emergida torreta del sumergible.

IV

25 de junio de 1905

El moderno acorazado ruso modelo pre-dreadnought (8) tras infructuosos intentos de acercamiento a la marinería y oficialidad rusas, en Odessa y Rumanía, buscando apoyo al amotinamiento que días antes, con cierto éxito habían librado contra las autoridades navales imperiales, bajo el mando de Afanasi Matushenko, líder inspirador de la revuelta, enrumba ahora su proa hacia el Mar Mediterráneo, luego de cruzar el estrecho de Bósforo bajo un intenso bombardeo de la artillería turca, a la que respondió adecuadamente; con sus máquinas a toda potencia, atraviesa las Columnas de Hércules y penetra en las aguas libres del océano Atlántico.

Con sus majestuosos 115,52 metros de eslora, con manga de 22,3 metros, un calado de 8,2 metros, y un desplazamiento de 12 500 toneladas, avanza impetuoso sobre las olas.

Los buques que le cruzan ponderan el armamento que sobre su cubierta exhibe: cuatro cañones de 305 milímetros, dieciséis cañones de 152 milímetros, catorce de 75 milímetros, cinco tubos de torpedos de 300 milímetros y dos torretas de observación y disparo.

Las dos turbinas que tiene le imprimen una velocidad de 16 nudos por hora, gracias a los 11 300 caballos de fuerza que generan.

Su tripulación está integrada por 18 oficiales y 712 números, entre marineros e infantes de guerra. Al frente de ella se encuentra el contumaz rebelde de Matushenko.

Cualquier observador del navío podría decir que se encontraba en zafarrancho de combate, y así era.

La rudeza extrema en el trato, los bestiales castigos y el hambre imperante a toda hora, a que estaban sometidos los hombres del Potemkin , todo ello sumado al pesimismo originado por la derrota de la flota rusa en la guerra ha poco sostenida con Japón, barruntaban un amotinamiento contra la oficialidad del acorazado.

La chispa incendiaria de la cólera marinera fue la comida servida a los infantes y marinos del buque, cuyas malolientes bandejas contenían carne podrida de ratas.

Los embravecidos hombres de mar arrojaron su contenido por sobre la borda del navío, con sus cuchillos en manos amenazaron a los cocineros y, los más decididos, empuñando sus fusiles con las bayonetas caladas, encerraron en dos camarotes a la alta oficialidad del acorazado.

Consolidado el levantamiento en el navío de guerra con el apoyo mayoritario de infantes y marineros, más la solidaridad mostrada por las tripulaciones de otros barcos de la flota rusa, también sometidas a iguales vejámenes, y la escasa resistencia presentada por la oficialidad de aquellos buques, es entonces que el popular líder de la revuelta, Matushenko convoca a sus principales seguidores al puente de mando del Potemkin, con el propósito de celebrar una reunión entre los complotados para determinar el futuro inmediato de todos.

A la misma acuden José Dymtchenko, Iván Beshov y un joven grumete muy dado a hilvanar historias y fotografiar con su cámara de trípode, caja y manga, cuanto lugar visitaba, llamado Sergio Einstein.

Degustando una exquisita cena elaborada con verduras frescas, trufas, caviar y vodka, servida por solícitos cocineros, los cuatro hombres charlaban sobre el porvenir del navío y de sus vidas.

Preparado el samovar y bebido el té, desplegaron sobre la mesa, otrora utilizada por el capitán Eugenio Golikov, muerto en la insurrección por los rebeldes, un gran mapa del Mar Negro, su estrecho del Bósforo, su cercanía al Mar Egeo y con este, la proximidad del Mediterráneo, el mare nostrum de los romanos, aguas donde fue derrotado el turco por Don Juan de Austria en la legendaria Batalla de Lepanto , así como el Peñón de Gibraltar y el enclave hispano de Ceuta y a la vista, el océano Atlántico.

Mil ideas bullían en sus cabezas.

Observando el mapa y cartas náuticas, midiendo con sextantes y compases el sol y el plano cartográfico, calculaban dónde se encontraban, cuánto tardarían en llegar a las costas estadounidenses, qué recepción les dispensarían sus autoridades, si llegaban, a pesar de la animosidad de otras potencias europeas dispuestas a echarlos a pique.

Al fin, sin mayores contratiempos, puesto en acción el plan, en pocos días, se internaron en la alta mar atlántica.

Atrás quedaron las imágenes inolvidables de la ciudad portuaria de Odessa en cuyas escalinatas el pueblo los había recibido como héroes, lleno de admiración; la matanza perpetrada contra los reunidos por las tropas cosacas las que, caladas sus bayonetas y en marcial marcha, descendiendo las escalinatas, calzando altas y lustrosas botas, masacraban a la población; la dantesca escena del cochecito de bebé que, con el infante en él, raudo, descendía las propias escaleras y su madre , antes de morir de un balazo, desesperada alargaba su brazo para detener el vehículo, y la del pobre hombre de piernas amputadas, que cual mítica quimera, apoyado en sus brazos, intentaba escapar del fuego y el acero cosacos; también la indiferencia exhibida por las autoridades rumanas, país que algunos de los amotinados eligieron para permanecer y, a la postre, apresados y devueltos a Rusia, donde serían juzgados y condenados a muerte.

¡Las ensoñaciones encantaban a los marinos rusos sublevados, soliviantadas sus esperanzas de libertad y, en la propia medida, su aborrecimiento a la autocracia de Nicolás Romanov, el "padrecito" zar de todas las Rusias!

V

Ned Land en su atalaya sumergible atisbaba todo el horizonte, su vista de marino acostumbrado al avistamiento de ballenas, escudriñaba en derredor de su punto de observación.

Mientras se frotaba las manos entumecidas por el frío de la noche, creyó haber visto un cetáceo pero, esta vez, un cetáceo descomunal mas el humo que salía de su dorso le reveló a las claras que se trataba de un buque cuyas columnas de humo, procedente de sus calderas, expelía al aire.

Despertada su curiosidad para con el pabellón del navío, urgió al timonel del Nautilus que lo acercara lo más posible al gran buque; a poco menos de dos millas, echó al agua el pequeño bote con capacidad para doce tripulantes que siempre permanecía unido al sumergible por un cable, y haciéndose acompañar de ocho remeros, enfiló la proa del bote hacia el barco.

El vigoroso ritmo impuesto por los marineros, acostumbrados a tal faena, a los remos y el chapaleteo de las palas de estos arcaicos medios de propulsión marinera, llamó la atención de los dos vigías que, desde lo alto del trasatlántico apostados prudentemente en la observación de icebergs dado la latitud en que navegaba el Titanic y su frecuencia de aparición, también atisbaban el horizonte. Estos desde su elevada altura sobre el puente de cubierta, establecieron breve y fluido diálogo con el arponero canadiense.

Luego a instancias del arponero, fue tirada una escalerilla sobre la borda del barco y por ella trepó ágilmente Ned Land.

Fue recibido por el primer oficial del Titanic, de guardia esa noche, William Murdoch, estrecharon sus manos y luego de la salutación e identificación de los dos hombres de mar (el astuto canadiense, por supuesto, falseó la suya), no tardó mucho en conocer que el barco que había abordado era inglés, la odiada nacionalidad del Príncipe Dakkar.

Pretextando apuro en regresar a su velero al pairo por tener el trinquete desarbolado, Ned Land se despidió del oficial inglés y, a grandes paletadas, el bote retornó al Nautilus.

El Capitán Nemo, conocedor de lo que sucedía, impaciente por el regreso de sus hombres, al conocer las nuevas reportadas por el arponero, ordenó la inmersión del sumergible y, con toda la potencia de sus máquinas, lo enfiló hacia el trasatlántico con la aviesa intención de embestir con el espolón de su vehículo submarino un costado del navío de la pérfida Albión.

VI

Con el diablo metido en sus cuerpos, Rose y Jack abandonaron la popa del Titanic, descendieron apresuradamente varias escalerillas y llegaron a la más profunda sentina del trasatlántico, ubicada bajo la línea de flotación del buque.

Inesperadamente, con cierta aprehensión, Rose le preguntó a Jack si él no era aquel asesino en serie de los bajos fondos londinenses, sobrenombrado el Destripador, cuya criminal fama en la barriada de Whitechapel tenía sobre ascuas a Scotland Yard y al mismísimo residente de Baker Street 221-B; el joven se limitó a sonreírle diciéndole que pronto sabría si él era o no ese asesino.

La espaciosa sentina devenida en amplio almacén estaba ocupada por una decena de modernos vehículos de combustión interna, de entre los cuales sobresalían un Ford modelo T y un Graf&Stift, modelo Double Phaeton del año 1910, ambos descapotados y sus asientos recubiertos con pieles de bisonte y armiño.

Las caricias entre los jóvenes amantes arreciaron; para prolongarlas hallaron púdico refugio en el asiento trasero del Graf&Stift.

Rose, cual delicada flor que desprende sus pétalos, se despojó de sus vestidos y se entregó a Jack.

Los cuerpos desnudos yacían fundidos en uno solo; los amantes en el paroxismo del sexo, con rítmicos movimientos pélvicos, los subían y bajaban en armoniosa cadencia sensual, entre quejidos y suspiros, soltando las riendas de los potros del deseo.

Próximos a la meseta del placer carnal, boca con boca, pubis contra pubis, manos crispadas y entrelazadas entrañablemente, estas con aquellas; súbitamente, son sustraídos del éxtasis de la íntima comunión sexual por un horrísono chillido de aceros que se entrecruzan, uno que rasga por la penetración en otro.

Se trataba del espolón del Nautilus que como una navaja había hendido el casco del Titanic.

La incisión se desplazaba desde la proa a lo largo de 90 metros en la banda de estribor del buque; cinco de sus compartimientos se llenaron, casi de inmediato, de agua de mar, el mamparo que dividía el sexto del quinto compartimiento era estanco hasta la cubierta, de modo que ya con el quinto inundado, el buque se hundiría más a proa y el agua pasaría al sexto: ¡el Titanic se hundía!

El pánico cundió desde la cubierta del navío hasta las profundidades de sus sentinas.

Intuyendo el peligro, Rose y Jack, apenas cubriendo sus partes pudendas, lograron alcanzar la cubierta principal; en ella reinaba el caos.

¡Sólo se disponía de 1178 capacidades en los botes salvavidas pero solo accederían a ellos 711 personas de las 2584 que estaban a bordo del barco insumergible!

¡Se perderían 1873 vidas!

La norma de abandono del buque averiado era "mujeres primero, hombres después, si aún queda sitio".

La tripulación del Titanic se comportó valientemente; su capitán Charles Edward Smith, se pegó un tiro en la sien, ¡tanta era su vergüenza!

El navío se hundía de proa cada vez más, mientras la popa se empinaba al cielo mostrando sus enormes hélices hasta la fractura del casco en dos.

Finalmente, el océano a todos devoró.

En lontananza, el Capitán Nemo, desplegados sus anteojos binoculares, contemplaba con regocijo el hundimiento del Titanic.

Luego fue la calma, la superficie del mar se sembró de decenas de objetos inanimados, de cuerpos sin vida y de náufragos que luchaban por las suyas.

El Nautilus tomó, por órdenes de su capitán, rumbo a aguas templadas del Atlántico norte.

VII

Las autoridades norteamericanas por consideraciones políticas se negaron a conceder asilo a los tripulantes del acorazado Potemkin y, reabastecido de agua, alimentos y combustibles, abandonó la rada neoyorkina con su proa internándose en aguas del Atlántico.

Atrás quedaba la Estatua de la Libertad y los sueños de los marinos rusos insurrectos, ahora vueltos a la realidad.

Y rompió a llover, llovía a cántaros sobre la cubierta del Potemkin.

Matushenko reunió a los principales encartados de la revuelta, Dymtchenko, Beshov y el hiperbólico Einstein para, puestos de común acuerdo, decidir el plan a seguir.

Con los mapas y cartas náuticas desplegados sobre la mesa de trabajo en el puente de mando del acorazado, hacían cálculos y pronósticos sobre las posibles variantes del plan.

Sopesaron concienzudamente enrumbarse con el navío a una potencia europea, quizás Francia, Italia o Gran Bretaña, solicitar asilo político a sus autoridades y abandonar el acorazado para su incautación por dichas autoridades.

Einstein sugirió navegar hasta el país del sol naciente, Japón y hacer tales ofrecimientos pero la hidalguía nacional de sus marinos no aceptaría tal destino considerado humillante, dado la derrota sufrida por Rusia en su guerra con aquel país asiático.

Todas fueron desestimadas al no alcanzar consenso entre los miembros de la cédula rectora del levantamiento armado.

Matushenko propuso hundir el Potemkin a la altura de las costas del Mar Negro como acto simbólico de renuncia a la rendición ante las autoridades zaristas, y que hundido el acorazado, cada quien decidiera su destino personal regresando a la patria madre o asilándose en un país vecino.

Por unanimidad fue aprobada esta moción; poco después los marineros, formados en la cubierta del acorazado e informados por Matushenko de la decisión tomada cuyas palabras fueron escuchadas con la gravedad del momento, no tardaron en ser secundadas por tres prolongados ¡hurras!, salidos con vehemencia de las gargantas de los jóvenes y viejos hombres de mar rusos.

Los aguaceros diluviales no cesaron en todas las jornadas de la travesía marina.

Se hallaba el Potemkin a la altura de las Islas Azores cuando un grumete de guardia, apostado en lo alto de su mirador, creyó percibir en medio de las columnas de agua que se precipitaban desde los cielos al mar, una mole metálica que avanzaba a toda velocidad al encuentro del acorazado.

La singular embarcación daba la impresión de estar semihundida puesto que apenas se insinuaba su proa y el resto de su cubierta permanecía bajo las saladas aguas; a pesar de ello, el insólito navío no acababa de hundirse, por el contrario, se proyectaba como una saeta en dirección al casco del Potemkin el que impactaría por su banda de babor si no era detenido.

El timonel, advertido del intruso naval que se aproximaba, aferrado al timón lo rota enérgicamente en busca de un giro del acorazado a estribor, para evitar la colisión entre ambas embarcaciones, pero la inercia del movimiento del Potemkin lo mantuvo en su trayecto y el impacto, aunque atenuado un tanto, inevitable, abrió un boquete de tres metros en el casco del navío ruso.

El sagaz Matushenko intuyó que el acorazado había sido atacado por un enemigo desconocido: ciertamente, el espolón del Nautilus se proponía hundir el barco que, con su bandera arriada, el Capitán Nemo había tomado como inglés.

Sin pérdida de tiempo, uno tras otro, de los cinco tubos de torpedos del acorazado, salieron disparados otros tantos artefactos explosivos autopropulsados, tres de los cuales impactaron en el sumergible que ya giraba en redondo para rematar a su víctima marítima. Sendas explosiones suspendieron el rumor de la noche, acallando por unos instantes los torrentes de agua.

El Nautilus con su Capitán Nemo o Príncipe Dakkar y su tripulación, se hundió en el Atlántico.

Cupo el honor a Sergio Einstein recoger para la historia en sus instantáneas fotográficas el hundimiento del desconocido navío y, con sus dotes histriónicas comparar el combate sostenido con aquella batalla naval acaecida en este propio lugar el 9 de septiembre de 1591, conocida como Batalla de Flores, donde se enfrentaron las escuadras inglesa y española, comandadas, respectivamente, por los almirantes Thomas Howard y Alonso de Bazán, donde el primero salió derrotado.

¡Quizás este hecho histórico fue recordado por el Príncipe Dakkar, a manera de consuelo, en sus últimos minutos de vida, mientras se hundía en las profundidades del Atlántico con su sumergible y su tripulación!

La urgencia del momento impuso, entonces, determinar cuánto daño había causado al acorazado el inesperado ataque.

Mecánicos y carpinteros navales de inmediato se dieron a la tarea de tapar el boquete abierto en el casco; la incisión aunque no tan prolongada, sí permitiría la entrada del agua marina a raudales y si no se contenía, provocaría el hundimiento precoz del Potemkin.

Por lo pronto, un improvisado tapón hecho de una soga de pertinente longura y calibre, recubierta de basto paño embreado, fue colocado en la grieta, a manera de una larga salchicha.

Contenida de esta manera la entrada de agua, luego los mecánicos soldaron planchas de acero sobre la cicatriz del casco, apuntalándolas con gruesas vigas de madera. Con el remiendo, el buque podía continuar su derrotero sobre el mar muchas millas náuticas más.

Pero este no fue el mayor daño provocado sino la pérdida de casi todo el combustible fósil, arrastrado por el ímpetu del agua; tan grave era el asunto que en pocas horas el acorazado quedaría a la deriva en medio del océano.

La lluvia no cesaba, tanto llovía que los marineros del Potemkin experimentaban la sensación de que el pesado navío se elevaba al unísono con el agua, como si flotara en una bañadera a punto de desbordarse.

Así transcurrieron muchas jornadas; las provisiones alimentarias fueron racionadas, se doblaron los turnos de guardia, los días se confundían con las noches; en el oscuro horizonte no se divisaba promontorio ni tierra alguna en ninguno de los puntos cardinales.

Un día, o una noche, el oficial de guardia en el puente de mando de cubierta, vio una paloma que sobrevolaba unos arrecifes cercanos; en su deriva, el acorazado Potemkin encalló apresado entre las paredes de un angosto pasadizo excavado en las entrañas de una elevación volcánica: las aguas comenzaron a descender.

VIII

El pertinaz goteo sobre su espaciosa frente y la fetidez proveniente de los planos inferiores del arca, despertaron a Noé.

La cubierta del arca y, posiblemente, sus paredes y fondo, pensó, requerirían de un retoque de brea, ¡tan prolongada había sido su exposición al agua de mar!

En cuanto al mal olor causado por las excretas de los animales encerrados, solo se imponía su limpieza.

Llamó a sus hijos Sem, Cam y Jafet en sus aposentos y les ordenó acometer de inmediato la higienización de los corrales y jaulas.

Mesándose su larga y blanca barba, observó en derredor y percibió grandes maderos que flotando sobre las tenues olas se acercaban al arca: ¡cuánta fue su sorpresa al reconocer cuerpos humanos, hinchados por la putrefacción que sobredimensionaba, aún más, sus tallas!

Uno a uno reconoció a los gigantes Ajimán, Sesay y Talmay, hijos de Anac, todos malévolos hombres; pero había otros cadáveres que no identificó pero tan depravados como aquellos, se trataba de los titanes Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Iapeto y Cronos y de sus hermanas las titánidas, nombradas Tea, Tetis, Temis, Mnemosina, Febe y Rea, tan descomunales como sus hermanos en tallas y maldad.

Un último cuerpo putrefacto llamó la atención del patriarca, enorme como los otros pero con un solo ojo sobre su frente cuya cuenca ocular estaba vacía; se trataba del cíclope Polifemo que parecía observarle aunque no tuviera ojo.

Ahora Noé meditaba que al ser borrados de la faz de la tierra todos los hombres malos, su encierro en el arca estaba próximo a concluir; las aguas del cielo, efectivamente, se amansaban y las de la tierra, se retraían.

Esperó unos días y envío un cuervo, el cual salió y estuvo yendo y viniendo, hasta que las aguas acentuaron su descenso; luego, dejó salir a una paloma para ver si las aguas se habían retirado aún más de la faz de la tierra, pero al no hallar donde posarse, porque las aguas todavía cubrían la tierra, extendió su mano y tomándola, la hizo entrar en el arca.

Esperó otros siete días y volvió a enviar la paloma fuera del arca y al atardecer la paloma volvió con una hoja de olivo en su pico: Noé entendió que las aguas se habían retirado de sobre la tierra.

Todavía esperó siete días más y volvió a enviar la paloma, pero esta no regresó jamás al arca.

En un montículo no muy lejano del arca, tres famélicas personas observaban el vuelo de la paloma, una de ellas la derribó de certera pedrada: Jack Dawson; la saliva humedeció las bocas de Rose DeWitt y del Capitán Nemo.

IX

Todos los tripulantes del acorazado ruso Potemkin, avezados hombres de mar, no podían creer lo que sus ojos veían: el agua descendía de hora en hora como si el tapón de una bañadera fuese tirado de golpe.

Los marinos congregados en cubierta, sus manos crispadas sobre las barandillas, temían el desplome del navío hacia el precipicio que poco a poco se profundizaba con la retirada de las aguas. Pero no, ¡el acorazado, inamovible, estaba firmemente encajado en un desfiladero de rocas volcánicas!

Matushenko, Dymtchenko, Beshov y Einstein examinaron las cartas náuticas y cartográficas de que disponían, amén de los mapas que estaban a su alcance pero… ¡no tenían la menor idea de dónde se encontraban!

¡Nunca antes habían conocido de una retirada del mar como corceles espantados; sabían del flujo y reflujo de la marea pero no de una pleamar sobrenatural como esta!

Buscando y rebuscando en mapas, consultando la brújula, atisbando en el horizonte con binoculares y haciendo observaciones solares con el sextante, de entre todo esto, un viejo marino, de repente, sostuvo que el navío se hallaba en un punto medio entre el Mar Negro y el Mediterráneo, cuyas aguas recobrarían el contorno de sus costas con su mantenida retirada.

Pero, cómo explicar la encalladura del acorazado en una cadena montañosa: ¡Imposible!

Las provisiones alimentarias ya escaseaban en el navío cuando Matushenko dispuso enviar una patrulla de exploración por los alrededores del promontorio, con órdenes precisas de internarse en los derriscos montañosos para hallar un sendero que los condujera a alguna aldea cercana y, sobre todo, cazar cabras u otros animales para alimentar a los marineros atrapados con el encierro orográfico del Potemkin.

El inquieto Sergio Einstein, con su trípode a cuestas se unió a los expedicionarios; pasaron las horas y tras infructuosas peripecias montañosas, regresaron exhaustos los hombres al acorazado. El informe rendido fue preciso y cortante.

Los verticales precipicios enclaustraban a la tripulación del acorazado ruso a permanecer entre montañas, sin posibilidad alguna de abandonar los encumbrados lugares.

¡Se hallaban en las alturas del Monte Mayor del Ararat, a una altitud de 5165 metros sobre el nivel del mar, punto orográfico fronterizo entre Irán y Turquía!

Los días pasaron, la hambruna se enseñoreó sobre los marinos del acorazado Potemkin, destinado para el mar pero ahora casi tocando el cielo, en tanto que Matushenko, Dymtchenko, Beshov y Einstein se disputaban, con otros marinos, las ratas que pululaban en las bodegas del navío ruso, encallado en las áridas faldas del Ararat.

Todos los derechos reservados a favor del autor 2017

Notas sobre los números volados

  • 1. Primigenia aparición de la vida en el mar.

  • 2. Madera bíblica, presumiblemente cedro o ciprés.

  • 3. Longitud del buque.

  • 4. Antigua medida bíblica, aproximadamente 45 cm.

  • 5. Anchura máxima de un navío.

  • 6. Altura del casco del buque.

  • 7. Medida vertical de la parte sumergida del buque.

  • 8. Tipo de acorazado cuyo nombre proviene del vocablo inglés Dreadnought por ser este el primero de los construidos con características singulares en la disposición y calibre de sus cañones de cubierta.

 

 

 

Autor:

Arturo Manuel Arias Sánchez

 

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