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Seres y entidades anómalas en el imaginario contemporáneo. Liminalidad y fronteras



Partes: 1, 2

  1. Umbrales andinos
  2. El reino de lo ambiguo
  3. Otros encuentros con lo liminal

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"Entonces, si todo es mentira

sólo nos quedan las responsabilidades,

las culpas y la soledad."

Diálogo de la serie X-Files

Episodio 3-Temporada 10

Mulder and Scully meet the Where-Man

En la llamada "historia de ultramar" ?es decir, aquella que ha explicado la expansión occidental sobre el resto del mundo, especialmente desde fines del siglo XV? el concepto de "frontera" terminó convirtiéndose en una categoría de análisis por demás útil a la hora de analizar sus aspectos sociales, políticos, culturales y económicos; así como también aquellos relacionados con el imaginario desplegado a lo largo de la empresa conquistadora.

Avanzar siempre implicó fijar límites. Crear mojones. Zonas de contacto. Espacios en dónde la inseguridad se convertía en algo palpable a diario. Sitios de fortines y fortalezas. De violencia, actos de arrojo y deserciones. Regiones de tensión. De miedo y ansiedad. Pero también de proyecciones. De sueños y deseos incumplidos. De sincretismos de todo tipo. De fantasías. Es sabido que lo maravilloso siempre se ha llevado bien con las fronteras. Localizó en ellas el espacio ideal para fabricar sus monstruos y seres imposibles; al tiempo de convertirlas en muros que salvar, a fin de toparse ?más allá? con los productos de su propia imaginería. Porque si algo han dejado en claro las muchas crónicas, relaciones y diarios de viajes, es que los espacios incultos, desconocidos, vírgenes, siempre han sido conquistados primero por la imaginación. Sólo más tarde llegan los exploradores, las iglesias, empresarios y cañones, buscando los que ellos mismos crearon. Impulsándose hacia adelante una vez más. Ya que, lejos de ser paralizante, lo desconocido y lo extraño ?pergeñados en sus propias mentes, muchas veces antes mismo de salir? los catapultaron a crear nuevas fronteras. A seguir buscando. Siempre teniendo presente el peligro de la "contaminación", a un lado y otro de la línea demarcatoria. Porque así como ellos invaden, "el otro lado" puede hacer lo mismo y, generalmente, lo que viene de allí no es nada bueno. Perturba. Pone el mundo de cabeza. Ataca la cosmovisión dominante. Engendra dudas. Rompe los moldes tradiciones. Genera mezclas no deseadas y desencadena conflictos antes no pensados, convocando no sólo al asombro y a la admiración, sino también al horror, sinónimo de la inseguridad que nace del ingreso a terrenos desconocidos.

Examinando muchos de mis trabajos anteriores ?referidos a la neo-mitología nacida en la modernidad, en torno a monstruos, seres feéricos y extraterrestres, tomé conciencia de que la frontera había sido el elemento común en todos ellos. El eje conductor. En pocas palabras: el criterio de análisis más frecuente a la hora de explicar las supuestas apariciones de Hombres Polillas, Yetis, monstruos lacustres, Barmanus, vampiros y demás criaturas que me han quitado el sueño desde muy chico.

Este artículo hablará, púes, de esas fronteras o ?como las denominan los antropólogos? "zonas liminales". Lugares que resultan ?y resultaron? siempre ideales al momento de desplegar las fantasías que nos acompañan cada vez que nos calzamos las mochilas en pos de exotismo.

Y en un mundo de fronteras (calientes) como el nuestro, esta mirada intentará reflejar el actual flujo, aparentemente imparable, de irracionalismo y pensamiento mágico.

Aún de este lado de la línea demarcatoria

Buenos Aires

Julio de 2017

PARTE 1

Umbrales andinos

"Si se considera el campo de la

cultura profunda y de las mentalidades,

se observa que aquí las continuidades

son sorprendentes."

Jacques Le Goff

Historiador francés

"El mundo sin milagros aparece en Europa poco

antes del fin del siglo XVIII, junto con un exceso

de racionalismo. Desde entonces lo insólito tiene

prohibido el paso al mundo real".

Roger Caillois, 1970

Hay acontecimientos que te marcan para toda la vida. Y, en lo que a mí respecta, muchas son las marcas que, a modo de tatuajes nemotécnicos, me retrotraen a experiencias extraordinarias de mi pasado personal, las que ?a pesar del tiempo transcurrido? mantienen en alto esa capacidad de asombro que tanto tratamos de conservar intacta a medida que nos ponemos viejos.

Uno de esos sucesos ocurrió hace ya más de 30 años en Bolivia; y hoy, visto en perspectiva, reconozco resultó fundante de los escritos que publiqué mucho tiempo después.

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Ciudad de Potosí, Bolivia

Potosí, Julio de 1986

En tanto que en Capilla del Monte (Córdoba, Argentina) el gobierno municipal y un ufólogo novato empezaban a construir el mito de la Sierra del Pajarillo a partir de la "huella" dejada por una centella (y atribuida a una supuesta nave extraterrestre), yo me internaba en los subsuelos andinos sin saber que iba a ser testigo de un evento fuera de lo común (al menos en mi mundo) y definitorio de sucesos e intereses posteriores.[1]

En los últimos días de julio de 1986 y a punto de iniciarse "el mes del diablo" (agosto) -fecha de arraigado simbolismo en el altiplano boliviano- arribé por primera vez a la mentadísima "Villa Imperial de Potosí".

Provenía del norte, más precisamente de Oruro, y a poco de descender del ómnibus la imponente silueta de un perfecto embudo invertido pareció darme la bienvenida. Era el Cerro Rico, aquel que le diera fama internacional al centro minero y millones de toneladas de plata a una España imperial que por más de 400 años había expoliado su riqueza argentífera, en beneficio del "Estado gendarme" que por entonces encarnaba.

Parado en plena calle, observé el cerro y no pude dejar de imaginar, y proyectar sobre sus silentes laderas, las historias y sinsabores, tragedias y muertes que debieron sufrir los mitayos en días de la colonización ibérica.

No podía evadir la "visión de los vencidos"; y el cerro, mudo, no habló ni apuntaló mis pareceres. Y si lo hizo -como cuentan los aborígenes de Bolivia,-, yo no tenía el decodificador cultural para interpretarlo. Permaneció silencioso, desplegando su monumental masa mil veces violada, no revelando su otrora potencia, capaz de generar decenas de economías regionales todo a su alrededor; incluso sobre lo que más tarde sería el territorio de la República Argentina.

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Cerro Rico de Potosí

Óleo sobre lienzo del Museo colonial de Charcas

A 4.070 m.s.n.m. el aire es raro, el oxígeno escaso y la fatiga inmensa. Por lo que recorrer el trayecto que lleva a la plaza de armas me significó un esfuerzo casi sobrehumano. La fuerza del "soroche" (mal de las alturas) se hacía sentir una vez más en mi organismo mal adaptado, obligándome a realizar sucesivas paradas para retomar impulso y soportar mejor el peso de mi mochila. Sin darme cuenta, caminaba por las calles de una de las ciudades más altas del planeta. Sólo Lhassa, en el Tíbet, la superaba.

Según cuentan las crónicas, cuando el Inca Huayna Cápac mandó a trabajar a su gente a las minas del Sumaj Orcko ("Montaña Majestuosa"), se escuchó un descomunal estruendo y una voz que decía: "No saquen plata de este cerro porque será para otra gente". Una profecía hecha 83 años antes de que la avaricia española sometiera la zona. Un relato, obviamente posterior a la conquista, que procuraba dar una explicación mítica a un proceso traumático e inesperado, como fue el arribo de los peninsulares.

Para la lengua quechua, Potosí derivaría de "Ppotjsi" ("reventar"); aunque una tradición aymará, aparentemente más cercana a la verdad, sostiene que el vocablo viene de "Pptoj", que quiere decir "brotar" y que se condice con la gran cantidad de manantiales que había en el sitio en donde se levantó la ciudad. Sea como fuere, me encontraba a la sombra del cerro más famoso de la historia latinoamericana y a punto de sumergirme en un universo mágico, de leyendas y creencias, que desconocía. Un mundo que encuentra en el socavón de las minas su esencia y razón de ser. Porque de las casi 5.000 bocas que tiene el Sumaj Orcko, emergen historias que nos conectan con el pasado y nos permiten -bien leídas- recrear un complejo proceso de sincretismo religioso y aculturación, muy propio de todas las "zonas de contacto", que son en las que chocan culturas de diferentes orígenes.

Estaba en una de esas zonas y no iba a dejar de pasar la posibilidad de sumergirme en el folklore local, rescatando creencias y rituales que se me presentaban exóticos, extraños y sumamente interesantes.

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Calle de Potosí

Sin prisa, recorrí esas callejuelas atemporales hasta llegar a la plaza principal que concentraba los grandes edificios públicos y la Iglesia principal. Allí descansé unos minutos y me lancé a conocer la famosa Casa de la Moneda, ubicada a pocos metros del predio arbolado y verde en el que me sometía a los impiadosos rayos del sol, que ya empezaban a "picar". Sin duda, es el edificio más importante de la arquitectura civil colonial de la ciudad. Construido entre 1750 y 1773, con un costo de 1.487.452 pesos y 6 reales, su constructor y arquitecto, Salvador de Vila, se labró un modesto lugar en la historia. Y digo modesto porque otros personajes, mucho menos concretos que el mencionado de Vila, se mantienen más que vivos en la memoria de la gente. Por otra parte, la pinacoteca, las colecciones de muebles, de tejidos, de trajes regionales, de numismática y antropología, que la Casa ofrece al visitante, son algunas de las otras variantes que pude disfrutar en aquel día de julio.

Eran notables las maquinarias de laminación con sus tres conjuntos de engranajes de madera traídos desde España, las enormes vigas de cedro que soportan pisos y techumbres, la cúpula elíptica, donde está el horno principal de fundición de plata, y sobre todo el archivo, donde se guardan 80.000 documentos inéditos relativos a la vida potosina.

Pero de todas esas maravillas una es la que perduró por más tiempo en mi memoria. No provenía de la técnica de un ebanista del siglo XVIII, ni de los engreídos arquitectos imperiales, ni siquiera de los cronistas que derramaron litros de tinta para conformar el mencionado archivo. Aquello que retumbó por años en mi cabeza me fue transmitido por un hombre común, un ex-minero, que conocí en los patios de la Casa de la Moneda y con el que compartí el resto del día.

No recuerdo su nombre ni su apellido; no lo consigné en mi libreta de viajero. Es que por entonces no era tan metódico en ese aspecto. Sólo una fotografía que me tomé con él, en el primer patio de la Casa de la Moneda, da testimonio de aquel encuentro circunstancial en Potosí. Mantengo, sí, en la memoria su profesión y los dichos que me relatara a lo largo de todo ese día.

Manuel (como lo llamaré) había sido obrero de minas y por años, junto con sus compañeros de trabajo, recorrido los socavones del Cerro Rico en busca de vetas argentíferas que alimentaran las ganancias de las compañías estatales que las explotaban. Cuando lo conocí estaba retirado de la actividad desde hacía casi un lustro y se ganaba la vida vendiendo ropa de ciudad en ciudad, convertido en un moderno "nómada motorizado", como los muchos que pululaban en la Bolivia de los años ochenta, sumida en una profunda crisis económica.

Naturalmente, mi curiosidad hizo que lo bombardeara con preguntas y cual moderno Heródoto averigüé todo lo que pude respecto de la vida en las minas; aún sin poner en práctica método alguno y acudiendo a un sentido crítico muy distinto al que hoy poseo. Lo cierto es que los pocos apuntes que tomé son los que hoy me facilitan reavivar la memoria y reconstruir parte de aquellas charlas, devenidas en testimonios para este postrero artículo.

Como cualquier persona medianamente informada sabe, la historia de Potosí giró y gira en torno de sus minas; y el hecho de haberme topado con una persona conocedora del trabajo hizo que cediera a la tentación de averiguar cómo era realmente la tarea; cuáles sus peligros y padecimientos. Lo que sigue es una reconstrucción de esas conversaciones[2]

Pregunta (P): Dime qué recuerdas del trabajo en el Cerro Rico.

Manuel (M): Verás, ser minero es algo muy duro, muy difícil. No es para cualquiera y la paga poca. Estar el día, y a veces la noche, debajo de la tierra puede volver loco a un hombre que no esté preparado. Por eso dejé la mina hace unos años. Ahora vendo ropita y las cosas marchan bastante bien. No puedo decir lo mismo de mis ex-compañeros: muchos de ellos fueron despedidos con la crisis y sé que algunos hasta han mendigado en La Paz (capital de Bolivia). […] Mi padre fue minero y yo seguí la tradición de mis mayores. No tenía opción, además en esos días las cosas eran distintas. Se podía mantener a la familia. Pero, ¡trabajo pesado era el mío! Siempre en la oscuridad. Sin sol, sin la luz del día; no lo recomiendo, gringo. A nadie. Además, el polvo, la tierra y el mercurio que flota en el aire, ahí adentro, puede matarte. Te desgasta. Te consume. Se envejece pronto. Si no fuera por el TÍO muchos morirían… muchos más.

P: ¿Y quién es el TÍO?…

M: El dueño de la mina.

P: ¿Tu TÍO?

M: TÍO de todos. A él es a quien hay que pedirle permiso para entrar, para "sacar" y poder salir del socavón. Todos le obedecen, se entiende que por miedo; aunque yo nunca le tuve miedo. Siempre le hice sus "paguitos", siempre le di sus cigarritos, su coquita… Y él me cumplió.

Por entonces, entendía muy poco de lo que ese hombre me hablaba. ¿Un TÍO de los mineros al que le pagaban con cigarrillos y coca?… ¿Qué era todo eso? ¿Quién era ese TÍO? ¿Alguna clase de patrón o capataz excéntrico?

M: El TÍO no es gente -agregó Manuel.

P: ¿Y qué es?

M: Es el señor de la mina. Es muy poderoso. Nadie se anima a negarlo, a menos que quiera enfermar o morir aplastado dentro del socavón. Hubo casos en los que salió de la mina en forma de víbora y volteó todos los camiones de la compañía porque no había recibido nada en ofrenda. Sin pago, amigo, viene la enfermedad y los accidentes. Siempre que se produce alguno, todos dicen: "Fue el TÍO que está enojado".

Evidentemente entre Manuel y yo había un universo cosmovisional de diferencia. Me estaba contando una historia fantástica, muy lejana e incomprensible para mi ignorante capacidad intelectual (aún no barnizada por los años en la Facultad de Humanidades). Criado en un ámbito urbano distinto, con una historia diferente y una educación (todavía informal) tras mis espaldas, la mirada racionalista que llevaba se confundía con esa historia. Algo sí me quedaba claro: el TÍO, al igual que la Pachamama (Madre tierra entre quechuas y aimaraes), representaba a una deidad, en este caso local. Un númen de la naturaleza, semejante quizás a los Apus, de los que había oído en el Perú (y que no son otra cosa que los dioses protectores de los cerros). Fue entonces cuando le hice la pregunta más estúpida de toda mi carrera:

P: ¿Y vos crees en eso?

Manuel me observó extrañado. Le estaba preguntando una obviedad. Enarcó las cejas y, muy serio, respondió:

M: ¿Si creo?… ¡Por supuesto que sí!

¡Qué tonto fui entonces! Era como haberle preguntado si creía en los árboles, en la existencia de un familiar o suceso de la realidad cotidiana.

Para Manuel, el TÍO era tan innegable como yo mismo.

Dejamos la Casa de la Moneda y hacia el mediodía almorzamos juntos en un destartalado camioncito que oficiaba a modo de improvisado "restaurante". En él, Manuel se encontró con dos antiguos compañeros de trabajo quienes, tras un par de cervezas "la tiempo" (naturales, no frías) y bajo mi más absoluto asombro, me invitaron a conocer el socavón en el que todavía trabajaban. Acepté entusiasmado y un par de horas después, por la tarde, nos trasladamos hasta la boca de la mina, transportados en la caja de una camioneta. El soroche me seguía matando y poco efecto me producía las amargas hojas de coca que masticaba. "Invitación de la casa", había dicho mi circunstancial amigo.

Frente a la entrada del socavón me sentí extraño. Dudé en entrar. Las medidas de seguridad no parecían en absoluto tranquilizadoras; pero, ¿qué sabía yo de seguridad minera? El tema es que me imaginaba el ingreso a la mina mucho más grande de lo que en verdad era. Aquello era una "puerta de servicio". La principal debía estar siguiendo el camino de grava que subía más y más por el cerro.

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Entrada a la mina

Me pusieron un casco amarillo, medio oxidado, y mientras conversaban entre ellos en lengua quechua, fuimos entrando con cuidado por la oquedad, precedidos por las luces de dos linternas.

Confieso que en ese momento una sensación de inseguridad embargó todo mi ser. ¿Qué sabía yo de esos hombres? ¿Qué reales intenciones podían tener en llevarme a recorrer el interior de una mina alejada de todo? ¿No estaría a punto de ser víctima de un atraco? La fama del turista con dinero es algo habitual; aunque, por supuesto, no era ese mi caso.

¡Idiota!… Me había dejado llevar por el entusiasmo de conocer un sitio histórico. Pero ya era tarde. No podía echarme atrás; de seguro desencadenaría por anticipado el despojo que imaginaba.

Caminamos aproximadamente unos treinta metros.

En tanto avanzábamos, uno de los colegas de Manuel me preguntó si tenía cigarrillos. Le respondí afirmativamente.

"En ese caso -dijo- deme tres o cuatro. Son para el TÍO. Así podrá usted entrar sin problemas".

Sentí que había sido embaucado. Me habían hecho justamente "el cuento del TÍO" y sospeché que, en breve, sería víctima del primer atraco de mi vida. Entonces sucedió lo inesperado y una ola interna de horror indecible recorrió cada una de mis fibras.

Ahí adelante, a un costado, en una hornacina cavada en la pared misma de la caverna, la imagen del TÍO esperaba sus ofendas.

Esculpida toscamente en barro y pintada de rojo, la efigie de Satanás -El Diablo-, con cuernos y todo, me arrastró al más profundo y gélido espanto.

El demonio era el dueño de la mina. El mismísimo Lucifer era el TÍO.

¿En qué clase de morboso culto satánico me había dejado atrapar?

En ese momento supe lo que era el miedo.

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El TÍO de la mina

Algunos dicen que es pequeño, casi un enano, y que sus ojos rojos brillan en la oscuridad como los de un gato. También comentan que su tez blanca, igual que su barba, lo acerca físicamente más a un gringo (extranjero-europeo) que a un cholo. Relatan que tiene cuernos y que los usa para excavar el socavón en busca de mineral, del que es dueño absoluto y celoso guardián. Por otro lado, cuentan que viste de minero y que posee todas sus herramientas (casco, sandalias, martillo) hechas completamente de oro. En ocasiones puede adoptar el aspecto de un hombre corriente, mezclándose con el resto de los trabajadores, pasando desapercibido; y en no pocas versiones, se aduce que puede convertirse en animal: sapo, víbora o perro negro, indistintamente. Si nos atenemos a la iconografía minera de Bolivia, su aspecto es el del más tradicional Satanás; de color rojo, con cuernos en la frente, grandes ojos y chiva negra en el mentón. Su pene, de enorme dimensiones, es otro de sus atributos; inclinando su personalidad hacia hábitos libidinosos y lúbricos, muy propios de la tradición europea sobre el Diablo.

Su carácter es inestable y ambiguo. Puede ser bueno y generoso por momentos, como maligno y avaro en otros. Siempre poderoso, de él depende el éxito o el fracaso en la mina. Como Señor de la Oscuridad, tiene la facultad de dar y quitar a voluntad; congraciarse con quienes lo respetan y enfurecerse con quienes lo ignoran. Vengativo, agradecido y, por sobre toda las cosas, mestizo en más de un sentido, el TÍO representa, en el imaginario minero del altiplano boliviano, al ser sobrenatural más importante, activo, respetado y temido entre la gente.

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Seres feéricos

La presencia de fuerzas y seres misteriosos en la cotidianeidad de la vida andina es un dato de la realidad que revela lo arraigado de muchas creencias precolombinas y la convivencia sincrética de mitos y leyendas de origen americano y europeo (éstos últimos traídos por la conquista española a principios del siglo XVI).

Cualquiera que recorra Bolivia o Perú advertirá que el campesino, el aborigen y aún muchos "blancos", comparten una concepción del universo -cosmovisión- muy distinta a la que hemos heredado (para bien o para mal) del racionalismo del siglo XVIII y su Ilustración. En los Andes, la magia de un mundo aún "maravilloso" sigue viva; conviviéndose sin conflicto con personajes y situaciones existenciales que el occidente "culto" (dicho esto con marcada ironía) ha colocado en el campo de las supersticiones hace ya unos tres siglos.

En los Andes no es extraño oír hablar, con total naturalidad, de "condenados", "brujas devoradoras", "Apus", hombres metamorfoseados en animales (el Hatu-Runa, "Hombre-Lobo" andino), "pishtachos", "seres salvajes de las selvas" (Sacha-Runa), "cerros sagrados", "tesoros encantados" y demás fantasmas[3]Frente a esa realidad, que atenta contra las leyes físicas y biológicas consideradas fijas e inmutables, se yergue nuestro escepticismo; sin darnos cuenta que, al igual que esa concepción "mágica" del universo, nuestras explicaciones científicas no satisfacen, ni producen la misma seguridad, a millones de hombres y mujeres. En definitiva, nuestras teorías, al igual que esas creencias, cumplen una sola y única función: combatir la ignorancia, destruir nuestros miedos y despejar el camino hacia un cúmulo de esperanzas, muchas veces ni siquiera creídas.

Seres sobrenaturales como el TÍO, despliegan en abanico situaciones y problemas existenciales comunes a todas las sociedades, sin importar el lugar y el tiempo. El temor a la muerte, al hambre, a la incertidumbre, a las catástrofes imprevistas, aparece escondido detrás de centenares de relatos fantásticos/folclóricos, componiendo el basamento de un imaginario colectivo tan rico como complejo.

Concebidos, adoptados y adaptados, los seres sobrenaturales de la cultura popular americana han sido interpretados como símbolos de ansiedades y deseos inconfesables. Sus atributos y actitudes expresan mejor que nada un mensaje, a veces moralizador, que pretende condenar a aquel que viole las normas establecidas por la comunidad en la que vive. La existencia de un objeto externo -generador de angustia sobre un sujeto que teme- es lo que define la relación comúnmente definida como miedo; que, en definitiva, no es otra cosa que el temor al castigo. No cabe duda de que la dialéctica psíquica fundamental está basada en una relación de conflicto entre el deseo (reprimido) y la prohibición (la Ley, los valores); y que un "yo" equilibrado se da cuando hay estabilidad, equilibrio, entre ese deseo y esa prohibición. Muchos mitos, leyendas y creencia tradicionales son las que instauran ese equilibrio. Caso contrario, la Ley entra en crisis; todo se pone en duda y germina la inestabilidad y la angustia.

Contrariamente al maniqueísmo heredado de Europa, en la América profunda lo que prevalece son las oposiciones binarias; la complementariedad de los opuestos; el perfecto equilibrio entre el bien y el mal, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, el alma y el cuerpo. Por eso, divinidades como el TÍO no son ni buenas ni malas en sí mismas. Ángel y demonio al mismo tiempo, arrastra esa característica mencionada; que es anterior a la llegada de los españoles. Y si bien nosotros -hoy- percibimos en el personaje las condiciones más manifiestas de la maldad (de hecho, al TÍO se lo representa como un Diablo), deberíamos saber que, ante los ojos de un minero boliviano, esa imagen no personifica lo mismo que para nosotros. Ellos decodifican su realidad con otros patrones culturales -otro utillaje mental, diría Georges Duby-; sintiendo y viendo otra cosa diferente a la nuestra.

Antropomorfizado, el TÍO es un claro ejemplo de la derrota del racionalismo dieciochesco en el ámbito rural andino. Ateísmo y escepticismo sólo prosperan en las ciudades; que es en donde se decretó qué cosa es real y qué otra falsa.

Tuvimos que esperar que los historiadores de mentalidades y antropólogos advirtieran que la frontera entre la realidad y la fantasía ha sido muy variable; y que lo que consideramos cierto no es otra cosa que una construcción determinada históricamente.

Permítame el lector reproducir algo que escribí hace unos años al respecto:

"Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la Edad Media, sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo aún no regulado por las leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real sin atentar contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio[4]El concepto de "lo imposible" carecía de sentido[5]y "lo maravilloso" no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna regla sólidamente establecida. "Lo maravilloso –dice Le Goff– era una categoría del universo".[6]

"Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte -individual y colectiva- se hallaba regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que trascendían el mero plano material en el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba -como hoy- absolutamente definida". [7]

Con esto intento decir que el minero del socavón altiplánico construye su realidad con algunos elementos diferentes a los nuestros y movido por una estructura epistemológica muy distanciada de la que nosotros absorbimos del cientificismo positivista del siglo XIX. Por tanto, en su interpretación del mundo hay lugar para muchos TÍOS; y preguntas como las que yo le hice a mi informante en Potosí (si creía en eso) no son más que estupideces, derivadas de la ignorancia etnocéntrica en la que nos educan.

Por siglos, Europa y sus instituciones, pretendieron desprestigiar, desactivar y neutralizar las creencias tradicionales de los ámbitos no-urbanos.[8] Pero no fue sencillo. Espíritus, dioses, héroes y personajes legendarios, resistieron con tesón el embate "civilizador"; simulando, absorbiendo y fusionándose con la cosmovisión conquistadora.

Imposición y contaminación, produjeron un universo más rico, más complejo y (literariamente) bello. La creencia y el culto al TÍO es una claro ejemplo de lo que decimos.

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Entrada al mundo subterráneo de los mitos

Después de una tumba, el lugar que más se asocia a la oscuridad, a las sombras, e incluso a la claustrofóbica sensación de estar sepultado en vida, es -a no dudar- el húmedo socavón de una mina. Negro, asfixiante; responde a las características de un mundo de contornos indefinidos, de perspectivas mal apreciadas; de calor agobiante, suciedad, polvo volátil y tétricas galerías que se extienden como arterias, vaya a saber uno a qué lugar. Pero, por sobre todas las cosas, la mina es un ámbito sin luz natural. Azabache. Ciego. No es casual que hayamos identificado culturalmente a los subsuelos con el infierno. Acaso, ¿no son los sótanos los escenarios urbanos predilectos de los filmes de terror?

Para nosotros, animales diurnos por excelencia, la asociación entre la muerte y la oscuridad nos resulta casi una obviedad. Desde tiempos inmemoriales, la noche no ha sido más que una palmaria negación de todo lo que existe. Y en el interior de las minas prevalece justamente eso: la noche eterna, combatida con más o menos eficiencia; improvisando una seguridad tan artificial y débil como una bombilla eléctrica.

Aún así, La Soberana de las Sombras, ejerce su poder absoluto.

La noche -la Oscuridad– genera vacilación; destruye la certidumbre que nuestras pupilas inventan cuando hay luz. Actualiza lo caótico y pone fuera del alcance toda vigilancia y control. Por algo casi todos los mitos cosmogónicos empiezan con la creación de las luminarias; contribuyendo a erradicar y combatir los actos prohibidos, imposibles de desarrollar durante día. La oscuridad rompe con el umbral de las inhibiciones; nos sustrae de las leyes, propiciando el caos, disputando el orden y sustrayéndonos de las ortodoxias que se respetan por convención. Nos da libertad; pero una libertad irresponsable. Abre el umbral a la desconfianza, a la inseguridad y al miedo. En ella los límites se desdibujan y las fronteras -físicas y morales- se abren para dar cabida al "Príncipe de las Tinieblas": el Diablo (en sus diferentes concepciones).

El socavón es oscuro; y la oscuridad contribuye a catalizar la irrupción del temor más primitivo: la fantasía de ser devorado. Por ese motivo, la boca de la mina es el límite en cuyos bordes se configura una bisagra que, al girar los goznes, abre una puerta que da paso un mundo de diferentes percepciones, sensaciones y sentimientos. Y en ese mundo, el TÍO es el Rey.

La noche -lo Oscuro y lo profundo de la mina- está relacionada también a la lujuria y el sexo; y eso queda fielmente graficado en uno de sus atributos iconográficos: el enorme pene erecto con el que se simboliza no sólo el insaciable apetito sexual, sino también la fertilidad y la abundancia. Una fecundidad lúbrica que le lleva a perseguir, someter y violar -según la tradición oral- a todas las mujeres que entran en la mina. De allí la prohibición que éstas tienen de ingresar en el submundo donde se practica la actividad.[9]

¿Hasta que punto las linternas consiguen exorcizar los demonios que atemorizan todavía a miles de mineros bolivianos?

La mitología nos habla de dioses diurnos y nocturnos, muchas veces en constante pugna. Ellos son los partícipes de batallas que nunca terminan de ser ganadas definitivamente. Triunfos y derrotas se alternan, como se alterna el día con la noche, en un mito de "eterno retorno" protagonizado por opuestos complementarios. Y el personaje que nos ocupa -el TÍO- participa también de todo esto, representando un rol ambiguo, ambivalente.

Así es el universo del minero; y así queda modelado por los seres de su imaginario.

En el corazón de la mina la adhesión al mundo desaparece y el hombre corre el riesgo de disgregarse. Aumentan los estados de irrealidad, que se exacerban con el miedo. Y el historiador lo encuentra a cada paso y en los sectores sociales más diversos. A causa de eso, fuera del socavón, en el carnaval (que se despliega por las calles una vez al año) son también los diablos -las diabladas- los que traducen el deseo de defenderse del temor; camuflándolo y expresándolo al mismo tiempo.

Como dijo Roger Caillos, "máscaras y miedo están constantemente presentes y juntos".[10]

Podríamos hacer una larga lista de "miedos", pero eso nos llevaría muy lejos de los límites de este breve ensayo. Razón por la que nos detendremos en uno en particular (sentido y expresado por las mayorías): el miedo a lo oscuro.[11]

Ya en la Biblia se expresaba desconfianza a las tinieblas, mancomunadas -como dijimos antes- a la muerte. Pero que hay que distinguir (como lo hace Delumeau en su libro) dos tipos de miedo, asociados pero diferentes: (a) el miedo en la oscuridad y (b) el miedo a la oscuridad.

Ambos se experimentan en los socavones del TÍO.

El primero es el que experimentaron nuestros primeros ancestros, cuando se encontraban expuestos durante la noche a los ataques de predadores, sin poder adivinar su proximidad. Eran miedos recurrentes, que volvían cada vez que el sol se ponía y terminaron sensibilizando a la humanidad. Son temores objetivos, reales; que podían -y pueden- traducirse en los accidentes y peligros que se corren cuando se está en las sombras. Al mismo tiempo, son éstos los que llevan a poblar la oscuridad de otros peligros, los subjetivos. Y así pasamos al segundo tipo: el miedo a la oscuridad.

Éste está nutrido de subjetividades que se alimentan con la imaginación y la sugestión. Es el más moldeado por la cultura; y creador de ejércitos de fantasmas y duendes, monstruos y seres sobrenaturales, de los que el TÍO no es más que uno de los mejores y más acabados exponentes, en las minas de Bolivia.

Es de prever que un personaje tan complejo y ambivalente como el TÍO no tenga sólo un nombre. Por diferentes circunstancias y en distintas regiones andinas, la gente a desplegado sobre la divinidad una verdadera furia nominativa. Hoy día existen por lo menos unas ocho de formas diversas para referirse a él.

En las minas del Perú se lo conoce como Muqui o Tayta Muqui. Este nombre -según le informaran los propios mineros a la investigadora Carmen Salazar-Soler[12]se utiliza cuando el año de trabajo en el socavón ha sido próspero. Pero cuando las cosas no marchan bien y la crisis económica asoma, cambian por el nombre de Zupay (o Supay). Si la mala fortuna continúa y situación empeora aún más, lo llamaban Anchanchu; o "El Arrierito", si la crisis parece insuperable.[13] En Bolivia, como ya sabemos, es denominado el TÍO o Thiula; y en alguna que otra oportunidad, Otorongo (aunque no sea ésta una denominación demasiado difundida).

De todos los nombres señalados, quisiera detenerme en el tercero, Zupay, ya que de él se derivan una serie de consideraciones históricas muy importantes que nos permitirán captar en profundidad ese sentido supuestamente demoníaco que tiene el TÍO en el altiplano boliviano.

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Seres feéricos de las minas

Durante los siglos XVI y XVII, las crónicas escritas en el Perú -como así también los catecismos, ordenanzas reales, publicaciones oficiales y privadas- le dieron una rol preponderante al demonio. Podría decirse que estaban obsesionados con él. Para poder entender esto es necesario hacer una breve descripción de lo que sucedía en el Viejo Mundo en momentos en que se iniciaba la conquista de América.

Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de Martín Lutero, armados con duras críticas a la Iglesia Católica y a sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y el status que los pobres (indigentes) tenían en la sociedad. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a la institución religiosa.

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Momentos de crisis y cambios, ideales para libros de demonología

Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta persecución de herejes.

No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas[14]También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre las elites cultas -religiosas y laicas-, como así también entre los sectores populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían ampliar la circulación de dichos contenidos.

El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico.

Íncubos y súcubos -demonios asociados al sexo-, sacrificios humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las maravillas.

Por otro lado, los libros han ejercido desde la Edad Moderna un poderoso influjo en los hombres.

No sólo con sus textos, sino también con sus formatos (soportes materiales de lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y reacciones, consolar desilusiones y estimular la imaginación de una buena parte de los europeos, entre los siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso -aunque nunca pasivo- en los complejos procesos culturales que condujeron a la occidentalización del imaginario extraeuropeo[15]y a la cristianización de las comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían conservando -en plena modernidad- creencias, rituales y festividades de raíces claramente paganas.[16]

El condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un rol significativo en la construcción de la frontera levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto, una aproximación a estas influencias puede decirnos mucho acerca del lugar y función que los seres sobrenaturales tuvieron en dichas sociedades.

Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto, Louis Vax escribió:

"[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a la narración […]. El hombre no reacciona de la misma manera ante una tela pintada y ante una historia […]. Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran tomados al pie de la letra".[17]

Pero la imprenta -difusora fundamental del texto impreso- ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad.

El éxito editorial de muchísimos de esos textos -y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros- permitieron y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de la Edad Moderna.

En formatos elegantes y ediciones costosas -como también a través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques-, cientos de obras se readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.

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