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El sucesor (relato) (página 5)



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De la olla salían deliciosos olores y una pata de pavo muy hermosa. Sin embargo, cuando llegó el anochecer Severiano se esfumó. No tenía sentido, después un día entero hartándose de llorar en la cocina, diciendo que así murió ella. Menos sentido tuvo que esa misma noche, de madrugada, regresara. Atanagildo no sabía qué pensar. Descendió las escaleras y en la penumbra observó que avanzaba hacia la despensa andando con las manos. Alargando la punta del pie, le vio llevándose una hogaza de pan que había en un saquito, y a continuación, con el otro pie, unas cuantas morcillas, marchándose sigilosamente, cerrando la puerta sin hacer ruido, como había dicho el alguacil. Dos días después apareció de nuevo, justo detrás de una puerta, mirándole a la cara, a punto de dar una información valiosa.

-Agila está cada vez más solo -, dijo con mirada flagelante.

Poco después Atanagildo le vio desaparecer por enésima
vez. A continuación, a solas en su cuarto, estuvo iluminado toda la noche
por una idea emocionante.

"Si nos unimos Agila y yo -pensó-, ambos godos, nos desharíamos de los bizantinos con facilidad".

Los bizantinos se dirigían a Málaga en ese instante. Era una ciudad muy buena como manija de operaciones geográfica, pues permitía claros avances por el litoral, y además la pesca fácil. La conquista tardó poco, pues apenas había gente. Después apareció en el horizonte el propio Atanagildo, que llegó al palacio ducal bajo el sopor reciente de los cadáveres de un motín. El lugarteniente, Liberio, miraba un mapa desde hacía días, tratando de descifrar un enigma. Permanecía en silencio comiéndose un extraño bocadillo, en el que había una mano dentro. Después, incorporándose, señaló con ella el mapa. Se refería a una pequeña zona cercana. Era extraño que nadie supiera todavía quién la gobernaba.

-Ni somos nosotros ni son bizantinos -dijo-. No se sabe quiénes son.

Al día siguiente Atanagildo abandonó Málaga, precisamente en su compañía. Atravesaron la estepa sin una sombra y llegaron a Sevilla de noche, dolidos con el bochorno. Liberio permaneció en su cama sufriendo un lancinante dolor de cabeza, aunque por la mañana, gracias al cuidado de Brunesquilda, se despertó recuperado. Desayunaron juntos una montaña de huevos juntos, con arenques fritos. Liberio, con la boca llena, habló de su desengaño vital, diciendo que a su edad era difícil tener más ganas de guerra, que había llegado la hora de retirarse, que aquella ciudad era el mejor descanso. Tras el desayuno, salió a la puerta, diciendo que se iba estirar las piernas. Atanagildo, viéndole en el umbral, pensó que estaba ya lejos. Su ademán hizo ver que lo había dejado todo en una vida muy remota.

Dos años después Liberio regresaba al palacete, de madrugada, bajo una antorcha. Le echó un trago a la cantimplora y emitió un resoplo, y a continuación, cara a cara, comentó que tan sólo pasaba por allí para decirle que había tenido dos hijos, con alguien que no era ni esa ni aquella, sino alguien mucho más joven. Pensaba bautizarles como Isidoro y Leandro, precisamente quienes pasado el tiempo serían llamados a ser grandes noveladores de la ciudad.

-Quise llamar a uno Camilo.

-Chiquillo, debías haberme llamado -repuso con sorna el anfitrión-. Yo te hubiera ayudado.

El noble cordobés añadió algo más acerca de la paternidad, así como de los subterfugios del hombre para no comprometerse demasiado con la educación de los hijos.

-Puede que les interese la poesía -, comentó.

Al día siguiente pasaron volando los años por encima de los tejados, y detrás de los años bolaños incendiados, así como algunas flechas con manzanas en la punta, alzando el vuelo con las tórtolas. Atanagildo se acordó de Agila y temió que fuese una nueva guerra. Hubo un calmo trote deteniéndose junto a la puerta del palacete. Un jinete dejó una nota. Alguien al parecer quería que supiera algo.

"Agila –leyó- ha muerto, asesinado en Mérida, cayendo de la torre Isabel".

El noble suspiró con un perrengue de ansiedad, pasándose todo el rato yendo de un lado a otro, dando aviso a la tropa, que al mismo tiempo fue urgiendo a los nobles. Había que prepararlo todo para la coronación de Toledo, el lugar donde a su vez los nobles preparaban el banquete de bienvenida. Pocos días después llegó en volandas, dando abrazos, manifestando su interés en la zona franca, donde pretendía establecer acuerdos de paz con los caudillos. El primero consistía en casar a sus dos hijas, Galsvinta y Brunequilda, con Chilperico de Neustria y Sigeberto de Austrasia, que aportaron sendas rúbricas durante la noche de bodas. Su padre entretanto estuvo comentado en el salón los objetivos de su política. Durante un instante, viéndoles bebidos, retirándose a un aparte pensó que los mismos que le abrazaban planificaban a la vez una conspiración. Sin embargo tuvo tiempo al menos de dictar unas cuantas normas sobre carpintería

"Aquel que tale un árbol, deberá hacer con él algo precioso", escribió.

Un día talaron uno e hicieron solamente un atuendo de virutas tan grande como el árbol.

-Aquel que use un árbol solamente para eso -aclaró -, deberá aprender algo más.

Posteriormente murió, dejando a sus hijas firmando muchos más tratados de paz.

Liuva

Tras el entierro hubo cinco meses sin gobierno, pero desde el primer momento se supo que el favorito era Liuva. Se trataba del duque de Narbona, un afamado aristócrata de la Septimania, donde vivía con su hermano Leovigildo. Vigil, como él le llamaba, era comandante de la zona pirenaica, donde vigilaba las maniobras francas. Le consideró siempre un hombre más cualificado, y por eso le pidió que le acompañara a Toledo para la coronación.

Hacía una mañana sonriente sobre las tropas flamantes, ondeando un pendón, flamígera la respuesta de espadas. Leovigildo observó que la corona del hermano era de importantes dimensiones, sobrecargada de alhajas y de un ancho descomunal. La sacaba de un carruaje, con tremendo cuidado y esfuerzo, uno de los alguaciles, y Leovigildo pensó varias cosas. Aquello podía ser una ofensa, como si alguien dudara de que la mejor corona de su hermano fuese su cabeza. Sin embargo Liuva la manejó, con grande empeñó en ponérsela, si bien estuvo a punto de perder media cara. En el cortejo la gente comentaba que Sigeberto y Gontrán, los generarles francos, sitiaban Arles, que tradicionalmente era una las peloteras recurrentes del histórico toma y daca. No obstante, la preocupación de la mañana, como era evidente, quería ser otra. La gente, abriéndole paso, decía que la situación en el reino franco era insostenible. Hubo aplausos, y después alguien aclaró que la se referían al armatoste, asimismo insostenible.

La tuvo un rato haciendo equilibrio sobre la cabeza, pero parecía peor que un arma. Además de una ofensa, parecía el plan de un refinado crimen. Casi se parte la nariz tratando de controlarla. Casi las orejas. Salían del público arrebatados jipidos de amor cuando alguien comentó, mirando a un lado y otro, que había gente de sobra en el reino para tramar algo así. La corona rodó por el suelo, cayéndole en un pie, y por un momento Leovigildo desenvainó la espada para matar a alguien.

Posteriormente en la sede real Liuva hizo ver que era una anécdota más, y con el mismo buen humor mantuvo la reunión. Había sido la carta de presentación necesaria para caerle bien a todo el mundo, pues también los demás sonreían. Desplegó un mapa de la península y explicó con mucha seguridad la división territorial. Pese a hablarles a ellos, Leovigildo, que estaba muy serio, notó en su corazón que le hablaba solo a él, como si le estuviera entrenando para sustituirle pronto. Quería otorgarle responsabilidades, y él, mirándole, asintió aceptándolas. Sin embargo era un hombre de armas para el cual la acción no tenía aplazamiento, y apenas su hermano se dio la vuelta, desapareció, emprendiendo rumbo a la Bética, sin dar tiempo a nada más.

Al día siguiente Liuva iba por Toledo inflamado de orgullo, pero emocionado por su ausencia. Luego, en la reunión, comentó que con su hermano había bastante en la Bética, la zona sobre la cual puso la mano sin querer. A la mañana siguiente, sin que nadie que le viera, desapareció también. Se comentó que partió temprano en un carruaje hacia la Septimania, y era cierto. Fue donde permanecería cuatro años, como si hubiera trasladado la sede allí. Desde entonces se supo poco de él, y de la corona menos aún. Alguna vez pasaban los relumbrones de los carros rodando.

Leovigildo

Una vez visitó de incógnito a su hermano y estuvieron bromeando con la corona. Vigil le pidió que se olvidara de ella porque en palacio había poco sitio, dado que mantenía con frecuencia reuniones con sus veintiocho consejeros. Comentaron el Digesto de Justiniano, el libro que concitaba la atención del momento. Desde hacía tiempo mantenía a los juristas atrapados con misterios insondables, uno de los cuales era su influencia griega. La desaparición del original estaba provocando por doquier continuos altercados. Nadie en ningún sitio daba con su paradero y eso le añadía más celebridad. Los enigmas eran reconocidos incluso por multitudes a las que jamás les interesó un libro.

Una de las batallas estaba ocurriendo en la costa amalfitana, con las galeras pisanas y amalfitanas truncadas en las orillas, con gordas revientas embarracadas en cubierta, queriendo saberlo todo, y con ellas el Papa Lotario y el Antipapa Anacleto, agarrados al velamen queriéndose prender fuego. Se decía que el libro razonaba de un modo único, y que bastaba con pronunciar su nombre para que produjera en el estómago una milagrosa inteligencia.

"La casa es del dueño de la casa. El dueño de la casa es el que está dentro. Si el que está dentro no la compró, está dentro porque es el dueño de la casa. Si la compró otro, pero no está, el dueño es el que está dentro".

Aportaba novedades en el aspecto civil, siendo una de ellas la usucapión, que distinguía entre la simple tenencia y la propiedad.

"Repentinamente un hombre pierde su túnica. Repentinamente se da cuenta de su valor. Repentinamente va un día por la calle y observa que otro la lleva puesta. El uno piensa que es suya. El otro también".

En el ámbito penal comentaba cosas como el delito de omisión de socorro.

"Si alguien ataca a otro y se da a la fuga dejándole malherido, quien llegue después tendrá el deber de socorrerle, so pena de incurrir en delito".

Leovigildo pensaba que eran las sobras vertidas por los romanos en la península. Al anochecer, cuando se marchó su hermano, decidió ponerse él mismo a esbozar un régimen jurídico nuevo, más acorde a los visigodos.

"Tremendo -escribió una vez-. Ha venido a verme un hombre diciendo que otro le amenazó con echarle de su casa, teniéndose que ir. Me dijo que debían ser delito las amenazas y coacciones".

Estuvo revisando el legado anterior, El Código de Eurico y El Breviario de Alarico. El libro suyo se llamaría Código Revisor.

"Es mi deseo hacer un Derecho ponderado".

La mansión de Toledo, de dos plantas, tenía una fachada de grano grueso de color ocre, y legisló la construcción y la ornamentación. Había una torre alta para vigilar al zorro, y legisló la seguridad. Las reuniones con los veintiocho laudos transcurrían en una sala. El rey se sentaba en un rincón, bajo una ventana alta, el sitio adecuado para verles a todos la cara, como en un panóptico. Se trataba de hombres que sabían de todo, si bien carecían de cometido específico. La única gala que lucía era una estola blanca que reflectaba la luz, útil para aclarar un poco las jerarquías. Por supuesto legislaron la vestimenta y la calidad de los tejidos. Aparte de en Toledo, el rey mantuvo reuniones también en San Fernando, en la Casa de las Jarras de la calle Sauquillo, con sus amigos Ponce y Segarra, que le enseñaron poesía.

"En el cielo mira el ojo de un mono.

En la luna ahora mismo hay enanos.

Un niño en la cuna ve la cordillera de una cintura,

y el rostro de papá, grande como una puerta, sonriendo".

Los versos, con su capacidad de síntesis, le irían descubriendo
nuevos sentimientos en su proyecto. Durante las reuniones tomaba nota un amanuense,
que era un hombre curioso. Por alguna razón daba la sensación
permanente de estar aterido de frío. Se rumoreó que la causa era
algún conflicto con su esposa, siendo aquella su forma de protestar.
Se sentaba en la mesa con una faramalla de mantas pesadas, del color de la tierra,
floreciendo como cosecha sola su pequeña cabeza. El rey ironizó
diciendo que jamás aceptaba un abrigo lujoso. Con la excusa del frío
comentaron a la leña, así como las jerarquías de su disfrute.
Uno de los laudos comentó, provocando la carcajada, que las mujeres estaban
siempre deseando encontrarla en el sitio adecuado. Vieron que el rey, hablando
de ese tema, se sentía ruborizado. Con delicado ademán rechazó
proseguir. Aprovechó la carcajada para legislar la farándula,
tan propia de los cómicos.

"Aquel que quiera reírse tendrá enfrente la seriedad del Estado", decía entonces el público.

Los cómicos llegaban en primavera con sus titirimundis y aparcaban los carros en un páramo de césped. Al rey costaba trabajo verle allí, pues decía que a su edad no estaba para trotes. Más bien prefería disfrutar su libro o de la pintura de su viejo amigo Pidauto.

-Pidauto, dé usted aquí unos brochazos.

-Con su permiso, señor, voy a dar solamente cuatro. Se los explicaré. Por este lado de aquí, de un modo somero…

Ocurría los lunes y martes. Primero aguardaban en la puerta, y cuando se abría, pasaban al vestíbulo, donde había bancas a ambos lados. Esperaban un rato comentando las clásicas supercherías de los viajes, cuando obligados por las emboscadas del camino, hacían los desplazamientos más largos y angostos. Bien comentaban que les había desaparecido el carro o que les habían indicado mal una dirección, dando revueltas sin cesar. Jamás supieron quién les abría la puerta de acceso a la sala. Dentro, brillando la estola bajo la ventana, les aguardaba el rey en el rincón. Prefería el silencio analítico, sin prisa por intervenir. Dejaban que contaran las anécdotas al completo porque podían propiciar el tema de discusión. Llegada la ocasión, como quien ve una mosca en la sopa, paraba la conversación. Una vez llegaron contando que un hombre, en calidad de podólogo alucinado, se estaba haciendo rico con un cortaúñas, y también algo de una manta y un fantasma que salió volando cuando lo atropelló la carreta. Respecto a la censura ecléctica del sexo, uno de los laudos comentó que el reino no tenía ojos en todas partes para censurar el deleite de las parejas que holgaban bajo los carros del teatro. Pidauto pasó una vez por la reunión y acabó explicando la pesadilla habitual de los pintores.

-Que salga de la blanca pared un hombre pintado de blanco -dijo con solemnidad-. Esa, y no otra, es la pesadilla, amigos míos.

-¿Qué sugiere usted, Pidauto? -, le preguntaron.

-Cualquier cosa, menos que me prohíban seguir pintando.

-No pretenda usted asustar a esta gente hablando de ese modo -dijo el rey-. Márchese a continuar con su metódica labor.

-Me temo, Leovigildo -repuso-, que no va a caber más remedio que hablar de sustos durante una buena temporada ante estos señores. La pesadilla, como digo, sale de la pared, de cualquiera de ellas, bien de esa o de aquella, primero moviendo la mano así, y luego, con la pierna, posteriormente, de un modo limpio…

Se comentó un día que Pidauto había muerto atropellado por una sandía, si bien al final se descubrió que se había marchado de gira teatral con Bastián el flautero.

-Estoy obligado a huir, señores.

En la siguiente reunión un hombre pintado de blanco salió de la pared, haciendo cucamonas, estando a punto de dejar frito a un laudo.

-Me he sentido el rey por un instante -, dijo transfigurado, queriendo cobrar aliento.

Era Hermenegildo, el hijo del rey, el segundo que tuvo con Kastenda, de la que se separó, según los rumores, por sospecha de adulterio con un pajarero aficionado a la fabricación de homúnculos onanistas. Desde entonces al rey no se le habían conocido amores. Leovigildo disculpó la excentricidad diciendo que servía para despertar la imaginación. Había veces en que alguno, abrigado por el cansancio en la chimenea, se quedaba dormido.

"Todo aquel que asuste a una mujer -escribió Leovigildo más tarde- recibirá un susto también, pero si produjese la muerte, el susto será que la tenga, condenado por el reino".

El amanuense dijo un día que lo más inquietante de las mujeres asustadas era saber por dónde asomaría una teta. El rey había tenido experiencia con varias, mas a su edad ya se encontraba a gusto solo. A menudo su soledad preocupaba a los laudos. Aún era joven y espigado, y en cierto modo atractivo aún para las mujeres. En ocasiones el rey inspiraba gran lástima, como anhelando cada sesión para oírles, acodado en la silla con su estola blanca, casi pidiendo permiso para hablar, mirándoles con sus ojos azules de niño nostálgico, como atento a una idea difícil de domesticar. Cuando había que hablar de cosméticos y de artes suspicaces, se ruborizaba. Así iba escribiendo cada noche su Código Revisor. Necesariamente había que hablar de peinados y de necesidades textiles. En invierno, días en los que nada es abrigo, calentaba la sangre con vino, pensando a solas en la belleza de las mujeres desnudas, deseando encontrar la leña en otro sitio. Había que comentar las servidumbres de paso del ganado por los predios colindantes, así como del estipendio a cuyo cobro tenían derecho los dueños distintos. Un impuesto, relativo al paso por puentes, debía denominarse pontazgo. Había que comentar la medicina, y por supuesto la envidia que estaba despertando el hombre del cortaúñas.

"Todo aquel que mate a otro con las uñas de los pies, tendrá como cortaúñas la reja de la celda".

Los laudos decidieron una vez llevarle a una casa de mancebía. En el circo sensorial, que parecía vigilado por una rata, apareció entonces un hombre dando una palmada.

-Foska -dijo-, dele a este hombre una paliza que haya que echarlo descalzo
a los tiburones.

Leovigildo estuvo tres días dándole una tunda de muerte al lagarto, hasta que salió a la calle arrastrándose. Un carretero se apiadó al verle y lo puso en una parihuela de begonias, dejándole poco después en la escalinata de palacio. Leovigildo diseñó la bandera goda inspirándose en el colorido del tugurio. Tenía dos franjas horizontales de color rojo y blanco, con una tercera en medio de color negro, y en el centro una paloma blanca.

"Será libre que la gente pinte sus paredes de cualquier color".

Un día los cielos eran abatidos por el relámpago. Hermenegildo, deslizándose por la pared, volvió a ser el extraño convidado de la reunión.

"El amanuense si quiere, si le resultara difícil resistirlo, puede pintar la pared con el susto del tintero".

En cierta ocasión uno de los laudos, obligado por la intemperante lejanía del retorno, decidió pernoctar en la casa. El monarca insistió en que el chico no revestía peligro. Se accedía a la vivienda por la puerta que había junto al amanuense. Subían las escaleras cuando una ráfaga súbita de viento sacudió la ventana, a punto de partirles la cara, apagando de un fogonazo los candelabros. Consiguieron, despachurrándose a empujones, llegar arriba, observados en la oscuridad por unos ojos ansiosos por la pimienta libertina de la travesura. Tras la última patochada, el laudo entró a su habitación. A la vuelta del pasillo, como le indicaba el rey, estaba la escalera que conducía a la torre, por si quería asomarse a echar un vistazo. De ser así, allí arriba le recibiría un vigilante. Por la mañana la bandera flameaba en la torre y debajo había un soldado. El laudo, en efecto, decidió subir, pero cuando llegó no había nadie arriba. Entonces miró abajo y le vio junto al estanque.

-Buenos días -le dijo-. ¿Usted no vigila?

-No -, dijo el otro.

-¿Por qué? -, preguntó el laudo.

-¿No lo está haciendo usted? -dijo el vigilante-. Déjeme que orine siquiera, ¿no?

Al anochecer el rey y él estuvieron junto a la chimenea degustando algún vino. Según el laudo era el arma mejor para someter a la estúpida bestia que domesticaba al hombre. Tras el primer trago, comentó un problema en su hacienda. En ocasiones la negligencia de los vigilantes provocaba perjuicios fatales, y no tenía más remedio que multar. Concretamente estaba desesperado con un vigilante al que incluso tenía ganas de decapitar.

-Es mejor dejar vivo al descuidado -dijo Leovigildo- para exigirle trabajando lo que muerto no daría.

El laudo, al oírle hablar con ese aplomo, se sintió orgulloso del rey, pues sin duda pensaba como tal. Leovigildo abandonó la chimenea un momento para ir a la bodega a llenar la jarra, y entonces le espetó.

-¿No será que es a usted a quien le quieren cortar el cuello, querido amigo?

El laudo estaba emocionado por su perspicacia, y desenvainó su espada para regalársela. Al día siguiente un alguacil la puso en la pared de la sala, para uso posterior en la ceremonia de ingreso de los laudos nuevos, tocándoles en el hombro. Un día el consejo incorporó a un laudo bisoño. El hombre se inclinó y entonces pensó que en la pared dos ojos le miraban. Se le oyó tiritar luego, tal vez pensando que de un momento a otro sucedería un escalofrío. Nadie todavía quería aclararle el asunto, cómplices del suspense, oyendo rugir sus tripas y esperando a tomarle el pelo. Leovigildo por su parte comentaba algo acerca del factor emotivo de los chantajes. Horas después se supo que el recién llegado murió, a consecuencia de quince chumbos que se había zampado por el camino, quedando atascado en la silla aguajera.

-Habrá que enterrarle -, dijo el rey.

-Bien -añadió Pidauto-. Opino que primero hay que agarrarle por aquí, y luego, volteando la mano izquierda con absoluta gallardía…

Leovigildo disculpó una vez más a su hijo por la excentricidad, diciendo que servía para consagrar la creencia arriana según la cual en toda reunión, incluyendo cualquiera, estaba dios en persona. En aquel instante llegó Recaredo, su otro hijo, informando de sus éxitos en la Septimania. El mapa por aquellos días parecía un Estado federal. Desde hacía tiempo las regiones cartaginesa, sueva, lusitana o bética estaban perfectamente delimitadas, apenas con leves cambios en el perfil geográfico. Leovigildo señaló con un puñal la Septimania y fijó allí la atención de todos.

-Habrá que ir alguna vez allí con él para que el pueblo vea que hay un gobierno que se ocupa de él.

Al anochecer anotó un verso más.

"Todo aquel que vaya a la Septimania a hacer tonterías, correrá el peligro ser el tonto de ellos".

Aún era pronto para enviar a Hermenegildo. Recaredo, en cambio, era necesario.

"Uno de los dos será mi sucesor -escribió una vez-. Esperemos que no haya más en la torre, pareciendo luego, durante el reinado, que se miran los zapatos".

Los toledanos despertaron con los titirimundis recorriendo las calles con malabares y haciendo sonar sus trompetas de llaves, flautines y tambores, anunciando la fiesta teatral. El pueblo demostraba gran contento con el argumento, que aludía a la Septimania. Su rey era una garantía y el clamoreo del público, cuando llegó, festejaba la situación. Estaba claro que la gente estaba comprometida con la defensa de una zona codiciada. Los actores hacieron parodias de sus caudillos. Sin embargo, para uno de los laudos, en exceso suspicaz, se estaban riendo del monarca. El actor tonteaba de un modo alegre con el puñal, tratando con denuedo de señalar el mapa, momento en el cual el laudo le susurró algo al rey.

-Bueno, qué más da -repuso él-. De todas formas también de eso se termina hartando el pueblo.

El actor salió corriendo, pareciendo un enemigo claramente. El rey parecía pendiente a otra cosa. Desde hacía un rato, seducido por su climatérica lozanía, observaba a una viuda. Le daba igual que el actor regresara enseguida al escenario alborotando con la obscenidad de tocarse la pacaya.

-¡¡Soy el médico!! -gritaba-. ¡¡Es que me persigue el enfermo!!

El rey comentó que en la siguiente reunión precisamente ese, el apartado médico, centraría el debate.

"El médico que malcure un ojo, será castigado con la pérdida de una mano", decía una vieja norma.

Nunca nadie se había tomado en serio algo así. Se pensó que quizá su autor, exagerando indirectas, quería rendirle cuentas al pueblo obligándole a filosofar. Uno de los laudos, con gran aparato gestual, explicó que si a alguien le cayera una mota en un ojo, la norma invitaba a desentenderse enarbolando la mano, aduciendo algún dolor.

"El cerdo muerto es un animal apetitoso -había escrito el rey un día-. Sin embargo, cuando está vivo, no lo parece. El hombre, cuando muere, no lo parece tampoco. Quizá sea hora de que el hombre cambie su mentalidad al respecto".

El párrafo acabó provocando estupor en la sala. Uno de
los laudos creyó estar ante un caníbal y empezó a gimotar,
hasta que no pudo más y dando un brinco en el resplandor de la luz se
encaramó a las espaldas de otro. Entonces el rey aclaró que el
párrafo se refería a la medicina, en concreto al progreso con
cadáveres, a la anatomía y al rudimento quirúrgico. Algunas
veces los médicos eran acompañados por un matarife para acabar
con la vida de un agónico. En una ocasión, según se contaba,
el enfermo le convidó a una copa y ahumado acabó rompiendo muebles
a martillazos, pareciendo que el médico, ajeno al hecho todo el rato
en la puerta, estaba allí como autor de un delito de daño al mobiliario.
Finalmente el rey cerró la reunión comentando la doma de caballos.

"Aquel que domando un potro se lesionara, correrá él con el riesgo de ir al doctor".

El humor negro del Código Revisor era evidente, mas a veces en el extranjero solía ser tildado de pueril. No obstante, abrigado junto a la chimenea, al rey le daba igual. Su obra le permitía un delicado aroma poético. Para la siguiente reunión programó los asuntos del cuero. Por entonces la gente podía comprar en cualquier sitio botas encurtidas con filigranas de fuego. Acerca de pies torcidos, la normativa invitó a fabricarlos mejor, sin añadirle a la suela ninguna piedra. También se vendía tinte para la ropa, aunque no existía para el pelo. Durante la hilatura, en los batanes, eran usuales los bordados, y también los estampados, dejando la prenda puesta al sol con un molde, como un bronceado veraniego. Los otros adelantos de la industria textil eran quitarse la ropa.

Un día de verano Leovigildo apareció con la borla del mentón iluminada con una filigrana de pelo. Los laudos comentaban cosas de mujeres. Dijeron que una se había rasurado la cabeza, dejando tan sólo un hilo de pelo en la calva. Al parecer le fue creciendo hasta que pudo hacer un nudo, y posteriormente, de manera cada vez más abultada, el moño entero. Un día, durante una obra de teatro, fue descubierta bajo un carro, y el público, alzando la cabeza, quiso ver quién era su amante. Urgida por el desaliño, y para evitarse la vergüenza, se quitó enseguida la corchea que sujetaba el moño, apareciendo repentinamente con una melena cubriéndole el rostro. Parecía otra, y el rey también.

-Leovigildo, por favor, cuéntelo usted de nuevo -, le dijo un laudo.

-No -dijo-. Habrá que pagar.

Nadie hubiera sospechado que un rey tan serio se diera a esos devaneos.

-Lo hice por amor al arte -añadió-. Por saber cómo era el moño.

Respecto al cuidado capilar, la costumbre hacía raro al hombre que lo hacía. Abundaban las barbas tupidas, que ahorraban el rasurado, así como los luengos cabellos, que desde siempre caracterizaron la libertad viril. A propósito se habló de la Septimania y de la protección de aduanas.

"Aquel que de vosotros gaste para peinarse la belleza del vecino, estará desmintiendo así que el vecino es feo".

Hermenegildo

Ambos, con la idea de paz duradera, contrajeron matrimonio con dos princesas, Hermenegildo con Ingunda y Recaredo con Rigunta, ambas de Austrasia y Neustria respectivamente. Al principio Hermenegildo, respecto a las creencias religiosas, era de la misma opinión que el padre. En muchas regiones las guerras no consistían en otra cosa. Acabó instalándose en un palacete de Sevilla y desde el primer día, junto a Ingunda, se dedicó a poner en un brete a los católicos, que consideraban que el reino era sólo suyo. Muchas noches la convencía para salir al balcón, donde lanzaba hondones alaridos, cosa que empezó a llamar la atención. Hermenegildo, por alguna razón extraña, empezó a ser conocido como Juan, que quizá era la única parte de su cuerpo que no pintaba.

Isidoro, el obispo de la ciudad, solía pasear compilando datos para novelar su Historia, y en cierta ocasión pasó por las inmediaciones del palacete, quedando consternado por los sensacionales jipidos. Parecían insultos de verdad, perro y guarra, procaces y socarrantes angustias a la hora lobuna. Isidoro no podía creerlo y fue a ponerle trigo limpio a su hermano Leandro para contarlo. En el palacete, cada noche en el balcón, el pequeño Juan alcazaba la fama. Era una provocación insensata contra la moral y las buenas costumbres. En paralelo aumentó la de Isidoro y Leandro, que no tenían mejor cosa que hacer que comentarlo por doquier.

Leovigildo, echándole de comer a los gansos en el estanque, disfrutaba de las conquistas en su casa de Toledo. La última había sido la del reino suevo. El hecho de no encontrarse con Hermenegildo pegado a la pared, también contribuía a la calma. Sin embargo un día la cosa cambió. Lo menos importante era el escaso pudor del pequeño Juan. Lo peor fue que había establecido unilateralmente una alianza con los bizantinos, los vecinos fronterizos de la Bética.

Los bizantinos, que profesaban el catolicismo, un día aparecieron en Sevilla con una cúpula enorme, de esas que avanzaban en sus templos africanos. Hermenegildo comprendió, viendo el fastuoso espectáculo cuando la alzaban, un poderío manifiesto. Pareció como si taparan una botella con un tapón. Luego entró al templo y notó la paz. Con agrado observó en el cimborrio un orificio de luz cayendo a sus pies. La oquedad parecía un ojo enorme vigilando la cabeza de los feligreses en la penumbra. Cuando llegó al palacete estaba contento y una vez más requirió a Ingunda la mortaja carnal del pequeño Juan, y le pidió que gimiera, aunque esta vez decididamente a favor de los católicos. A los pocos días recibió una nota de su padre llamándole a Toledo. El rey consideró que no era nadie para firmar acuerdos con los católicos.

Durante el juicio su hermano Recaredo, recién llegado de Narbona, le recriminó que no le hubiera prestado ayuda durante un acoso dramático, sino que prefiriera mantener su tropa en Sevilla. Era imperdonable. Estuvo a punto de perder la vida. Se supo que un día Hermenegildo salvó a Leandro echándole el brazo por encima para llevarlo a una romería bizarra con entregadas mujeres verriondas. Al final del juicio acabó reconociendo sus errores entre sollozos, e imploró el perdón a los pies del rey, que le condenó a cautividad durante una temporada.

En Sevilla se pensó que había sido condenado a muerte. Sin embargo regresó, aunque la ejecución, según los rumores, podía ser inminente. Hermegildo empezó a temer que fuera verdad, desde que una noche comenzaran a agitarse las cortinas. Largas madrugadas de suspense le ampararon después. La noche fatídica había demasiada gente detrás de las puertas, lanzándose ojeadas niqueladas por el orgullo de la muerte, sudando la gota gorda viéndole pasar. En las esquinas de la ciudad había escritores al acecho esperando el desenlace de la novela. Ese día un afilador callejero estuvo ocupándose de una daga que entregada por un marqués.

"Esto huele a crimen", pensó enseguida.

Cuando la devolvió se entretuvo con una copa de cobre.

"Esto sin embargo huele a vino".

Luego divagó un rato.

"Me la beberé para no ver nada".

En una las casas cercanas al palacete había un joven escritor de crímenes mojando su pluma en el tintero, ajeno por completo a lo que sucedía. Estaba en la serenidad de la chimenea y mientras allí cercar transcurrían momentos dramáticos. Le apetecía contar algo interesante y confiado largó a placer una frase de presentación muy desahogada.

"Hace una noche magnífica para que entre alguien a matarme".

Después oyó un barrunto súbito en la distancia y volteó el tintero. Hermenegildo, bajando en ese instante su copa, observó que la oscuridad se le venía encima. No le dio tiempo a más. Su último comentario no pudo ser más breve.

-¡Ag!

De aquel modo, con una extraordinaria puñalada, desocupaba la dinastía. Al día siguiente su entierro transcurrió sin honores en un triste jardín de campánulas mustias. Al parecer su último deseo fue ser sepultado de pie y desnudo. Los enterradores, tratando de incorporarlo, no tenían modo de ajustar el cadáver a la vertical de la pilastra, debido a un problema de rigidez pélvica. Era imposible doblegar al pequeño Juan, pero finalmente fue posible. Desde entonces Hermenegildo así esperó para regresar al mundo en la respiración floral de quien se acercara.

Recaredo

El designado fue Recaredo, que en virtud de su nombre tenía motivos sobrados para no ejercer nunca ese oficio. La característica de su reinado fue avenirse con el catolicismo. Su sucesor fue Liuva II, al que en el año 603, con la daga dando vueltas, le sucedió a su vez Witerico, un arquitecto metido en problemas, pues al parecer tampoco daba con la puerta. Le sucedieron posteriormente Gundemaro y Sisebuto, y después el segundo Recaredo, designado Recaredo II, que a su vez fue sucedido por su hijo Suintila, cuando estaba hartándose de que llamaran tanto a la puerta para dejar el correo falso.

Isidoro de Sevilla presumió que Suintila era el hombre que por fin unificaría la península. Sin embargo se enfrentó a los bizantinos en diversas zonas de Cádiz y Valencia, y trató de imponer a la aristocracia goda sobre la iglesia. Durante una temporada ambas partes parecían de acuerdo, aunque al final las aspiraciones de unos y otros se desvanecieron. Para los nobles andaba demasiado interesado en el pueblo y para los clérigos en la aristocracia. Sisenando, un duque de la Septimania, le citó en una ocasión en la región tarraconense. Durante la batalla Sisenando alcanzó ventaja sellando con Dagoberto de Neustria una alianza, entregándole una reliquia codiciada, nada más y nada menos que la bandeja de Turismundo, cosa que facilitó el chascarrillo, diciendo que entregaba en bandeja el poder a la aristocracia.

Mantuvo reuniones frecuentes en los concilios de Toledo. En alguna Sisenando les comentó a los obispos que los godos sabían manejar por sí mismos los asuntos del reino, siendo una de ellos la Septimania, donde hizo su propia incursión, y además una más en Zaragoza, de donde regresó con unos guantes preciosos que acabó tirándole a Suintila a la cara. Se enfrentó además a Iudila, un extraño aspirante. Este hombre era un caudillo montaraz cuya manía de sentarse en cualquier sitio le granjeaba el desafecto. Alcanzó unos días la corona y tuvo tiempo de soñar con las costureras de palacio, que le estaban haciendo una cota de malla con agujeritos. Pensaba que cada uno se correspondía con un enemigo, pero murió el día que se la puso por primera vez.

El sucesor fue Tulga. Tulga a su vez, sin sorpresa ninguna, fue depuesto por Chindasvinto, cuyo objetivo era depurar a la nobleza. Venía notando que tenía demasiados opositores, y trató de mantenerlos lejos con una reforma normativa, queriéndoles descabalgar de la poltrona sin perder los modales. Su obra legal quedó inconclusa, aunque después la continuó Recesvinto, su hijo, que sacó provecho del legado para una compilación más completa.

Recesvinto repasó todas las leyes anteriores y elaboró el célebre Liber Iudiciorum, compuesto nuevamente por doce libros, el tópico numérico tradicional. El Liber derogaba El Breviario de Alarico y el Código Revisor, el uno pensando para la población romana y el otro para la goda. Enalteció el rey el valor de la igualdad, aunque a ella no fueron llamados nunca los judíos, a los que despreciaba. Sí tuvo en cuenta a los obispos, con los que estableció una cordial relación, como pudo verse en el VIII concilio toledano. Ambas partes estudiaron una distribución nueva de cuantas propiedades tenía el reino. Luego, acabado el encuentro, la gente vio a Recesvinto abandonando el templo satisfecho, con una corona nueva de zafiros, perlas y doble chapa de oro con charnelas y pasadores, de la que nunca se separó. Días después se marchó con las tropas a la región vascona para perseguir a las hordas anticatólicas del caudillo Froya, al que consiguió apresar. A continuación emprendió rumbo a Valladolid, una ciudad que quería conocer. Habían pasado veinte años y no había tenido tiempo de hacerlo, absorbido por su obra. Durante la visita pasó por El Gértico, donde de un modo simbólico puso la corona en el suelo, en cuyo instante murió de un soponcio.

Wamba

Los caballos al galope iban y venían por todas partes. Arcos y ballestas, catapultas y lanzas. Había estallado la guerra en El Gértico de repente. Las armas que lanzaba el aire no eran precisamente lechugas, sino balistería ferviente. Las tracamundanas de los arqueros sacudían el horizonte. Estaba combatiendo en la batalla Wamba. Era un anciano que jamás nunca se había planteado ser el rey. Sin embargo, un capitán sí, viéndole combatir con tanta bravura. Entonces se dirigió a él y le espetó, haciendo un ademán de espada.

-Usted tiene que ser el rey o le mato -, gritó.

-Bien -hizo ver Wamba girándose-. Dígame pues adónde hay que ir.

Transcurría el año 673 cuando apareció en Toledo, a pie ante la larga sombra que ocupaba la calle. Aquel hombre se había pasado la vida guerreando. Era demasiado alto para pasar desapercibido, andando lentamente desvencijado por el pasado glorioso. Durante la ceremonia de coronación le presentaron a Pablo, que era un soldado joven que sí hedía a ambición. Se saludaron con una mirada tan solo, estando el obispo ungiéndole con el óleo sagrado, una costumbre que perduraría para designar a los monarcas. Posteriormente Wamba se retiró a palacio en compañía de sus palafreneros.

No había dormido nunca en un sitio así. Al amanecer, estando en el vestidor, difícilmente pudo moverse, pues era estrecho. Era tan alto que gastaba una tarde para vestirse y un día entero para vestirse por completo. Eso acabó pesándole y optó por ir descalzo, percibiendo de golpe que tenía unos pies que no cabían en el suelo. Un alguacil, contando el asunto en las tertulias de los mesones, acabó alimentando una leyenda según la cual el rey tenía talentos sobrenaturales. Se decía que cuando oía la puerta de palacio, sólo tenía que alargar un pie para abrirla, y pidiendo la contraseña con el dedo gordo.

Solía visitarle a menudo un jurista, con el que se trasnochaba algunas veces junto a la chimenea, comentando algún conflicto de interés. La primera vez observó cómo descendía completamente las escaleras, elevando la lúgubre sombra al techo. Después tomó asiento con un esfuerzo leve, vaharando de fatiga. A Wamba tampoco le interesaba el Derecho, pues ante todo se sentía un militar. El jurista comentó que él no podía ser menos que los demás y que debía aportar alguna normativa para el honorable Liber Iudiciorum. Wamba finalmente accedió diciendo que solamente necesitaba una.

"Será obligatorio que se alisten por igual tanto los nobles como el clero".

La sombra del reino seguía necesitando luz en todos sitios, especialmente en Septimania. Desde hacía tiempo godos y francos disputaban el dominio, y Pablo planeó la presencia de sus tropas. Después logró arrestar al caudillo de la zona, a Hilderico, rindiendo las soñadas plazas de Nimes y Narbona. Desde entonces Pablo pensó que merecía algo más. Eufórico, creía tener allí más poder que el rey.

Le comentaban sus baladronadas, y entonces decidió acudir. Sobre todo Wamba estaba molesto por la autonomía que tomó unilateralmente para plantear alguna guerra inoportuna. Promovió un hábil juego de sombras que desconfiaba de la daga. Llegó a Narbona diciendo que había dejado a medias una rebelión musulmana en el sur con tal de deponerle. Le trincó de una oreja y como a un chiquillo lo regresó a Toledo, juzgándole entre burlas. Después le comentaron que el soldado tenía demasiados partidarios pensando en la venganza.

Wamba se sentía agotado, sin reconocer en palacio su hábitat natural. De ser cierto, por otro lado sería lógico, aunque era probable que se le pasara y acatase la disciplina. El pueblo, por mayoría, deseaba al anciano, que transmitía la estabilidad necesaria. Alguna vez intuyó que la clásica conjura podía estar al acecho tras las cortinas, pero a su edad le daba igual. Ni siquiera los ruidos nocturnos, acaso queriéndole asustar, le inmutaban. Un día le dijo al jurista que quería irse y este repuso que era tarde para eso. Había impresionado mucho que se presentara en la Septimania con el ejército, dejando claro el dominio de la plaza. El pueblo llenaba los mesones en su honor. El viejo cántico de la manada celebraba su presencia. En el jardín social florecía la alegría y en él los trovadores alababan su gracia.

Un día él mismo se fue a un mesón, uniéndose a la parranda tras la ingesta de dieciocho cervezas, que estuvieron a punto de echarle al suelo.

-Sólo venía para decir que arman ustedes mucho ruido.

Aquel día en palacio eran los eructos los que movían las cortinas. Al anochecer le dijo al colaborador que no aguantaba más.

-Yo tampoco -repuso-. Con una tengo suficiente.

-Me refiero al monasterio.

Quería retirarse allí, pero el jurista le aclaró que su ferviente bandería se opondría. Estaba reunida en los mesones sin parar de cantar y su marcha provocaría una gran tristeza.

-¿De verdad que no quieren ustedes acabar conmigo? -, preguntó él.

-¿Por qué?

La gente no paraba de especular al respecto. Hubo tiras y aflojas poniéndole en uno y otro sitio, bien de monje, bien de centinela o de pájaro frito, hasta que un día, con la ropa desarbolada, Wamba vio que Pablo le detenía, llevándole a la casa Alvar para juzgarle. Le metieron en una habitación, dejándole en una mesa con las manos atadas puestas, oyendo en la penumbra el murmurar de la condena. Estuvo impertérrito todo el rato, sin mover siquiera las pestañas, completamente borracho, oyendo que el veneno era una pasta con formol, y que a continuación se lo harían tragar. Después esperó a que la muerte le hiciera efecto.

-Por favor, amigos enanos, apártense -dijo con un bisojo-. No quisiera llevarme conmigo a nadie de un cabezazo.

Ervigio

"Complicación. ¿Complicación? ¡Complicación!".

Ervigio era un mujeriego aficionado a tocar el laúd. Pablo, sin embargo, consideró que era el hombre adecuado en el trono, y le aclamó en la jocunda jumera de la muchedumbre. Al final Ervigio recogió del suelo un pajarito aplastado y lo puso sobre el escudo de armas cuando llegó a palacio. No tenía ni idea de leyes, pero acabó reunido con los juristas.

Había entre ellos un hombre muy alto y silencioso, a un lado del parteluz atardeciendo, pálido bajo la toga, muy quieto. Una de las cosas que más molestaban a Ervigio eran los rumores continuos acerca de Wamba. Se aseguró que seguía vivo en algún lugar, quizá vestido como un monje. Algún jurista comentó algo sobre los presuntos vivos, y a continuación un apunte más serio acerca de los presuntos delincuentes. Añadieron expresiones como inocentes mayoritarios en general, cosa que no terminaba de convencer a nadie. Una vez Ervigio se acercó a moverlo, creyendo que estaba muerto. El modo en que Wamba estuviera fuera, en la otra vida, parecía importante.

No pasaba día sin comentar el tema, casi siempre con indirectas. Se dijo que se había mimetizado en el aire. El rey alguna vez miraba al togado de un modo desafiante, como queriéndole retar a duelo. El togado sin embargo parecía ajeno, triste y pensando, con los ojos ausentes. De vez en cuando respiraba y miraba algún sitio. El rey sospechaba que escondía alguna extraña habilidad. En ocasiones el viento soplaba estando cerradas las ventanas, y de algún modo acabó creyendo en la viscosidad propia de la superstición, motivo por el cual le asustaba acercarse a él. Algún jurista comenzaba la reunión diciendo que el dedo gordo de Wamba no estaba en los árboles, aunque tampoco detrás de la puerta.

-Lo que a ustedes les pasa es que no saben decir que ese hombre en realidad está muerto -dijo él-. Les pido, por favor, que vayan de una vez al grano. Yo he venido aquí para enterarme de las leyes.

No se observaban indicios de Wamba por ningún lugar. Se observaba al mismo tiempo que el nombre de Wamba bastaba para evocar una plúmbea suspicacia. Fue observado que el nombre de Wamba en muchos sitios sonaba demasiado bien. En los mesones observaron un día que las cervezas sin Wamba no sabían bien.

-Díganme ustedes -insistió él- si vamos o no vamos al grano.

-Los más soñadores, observándote…

Ervigio cada vez tenía más ganas de irse. Al día siguiente los juristas asomaron a la ventana para verle pasar por la calle, rumbo al río a tocar el laúd en compañía de unas damas. Pasaba de largo sin saludarles. Uno de ellos musitó que tenía edad de desollar a quien fuera. Entretanto él, en la ribera, como podía oírse a lo lejos, adornaba la tarde con glisandos envolventes.

"Quiéreme. ¿Quiéreme? ¡Quiéreme!", decían la notación.

El rey lucía una hermosa cabellera de distraídas guedejas negras y eso encantaba a las mujeres, danzando sobre el páramo, luciendo la seda del romanticismo.

"Libélula. ¿Libélula? ¡Libelula!".

Ervigio solamente tenía oídos para la gente que aborrecía las guerras. La corona era cada vez brillaba más, pero no le llamaba la atención. Pusieron más piedras lujosas, pero tampoco era suficiente. Cada tarde en la ribera entonaba la cadencia del amor. En la canción decía que la mayoría del pueblo prefería hacer la Historia trabajando, y que él estaba allí para eso y nada más, con sus alicantos de laúd.

Alguna vez, cuando las normas amenazaban la injerencia romana, sí se divertía. Los juristas, cuando hablaban de ellos, parecían herreros a porrazos contra las herraduras, procurando darles forma. Sin embargo del amor no hablaba allí dentro, extraña palabra que unas veces era enfermedad y otras retozos de otra elevada pasión.

-Todo aquel que preñe a una mujer será el padre -, dijo un jurista una vez.

Hicieron la salvedad de que el Derecho godo sí sabía castigar con proporcionalidad esas cosas, con una coz de caballo. El Derecho romano en cambio tan sólo reservaba la miseria de una rueda de carro pasando por el dedo gordo del pie. Fue en aquel instante cuando todo el mundo pudo oír un formidable aullido en la distancia, el de una mujer.

"Clementina. ¿Clementina? ¡Clementina!".

Un jurista, balbuciendo, comentó que alguien se había pillado el dedo contra una puerta. Se observó que el dedo podía ser de alguien. Un dedo observado podía ser el debate. Al parecer el dedo era de alguien atrevido, de alguien misterioso. Ervigio, sin embargo, que era un hombre harto de trabajar a la hembra, aclaró de qué se trataba. No era un dedo precisamente. Alguna vez el rey se quedaba dormido en la silla pensando en ello, y también en que Pablo, el gran jefe militar, le había encerrado allí para tener a quien echarle las culpas si el destino del reino se torcía. Ervigio cada tarde volvía a la ribera, convocando a las damas junto al laúd.

En su ausencia el togado alto dijo señores míos ese hombre tiene miedo y está tratando de decirlo. Después fueron a protegerle, marchando todos juntos a la ribera del río, vigilando tras los árboles la danza de las damas. Cuanto más sufría Ervigio, más candorosa era la música, saliendo de la jaula de su corazón en desgraciado desamor. Bajo los pajaritos había un hombre triste y solo, empedernido de romanticismo, pidiendo ayuda sin lograrla, porque nadie aún había tenido la sensibilidad de advertirlo. Solamente una vez pareció en verdad feliz aquel pobre muchacho.

El autor del cuadro le pintó echado en el césped, en el ángulo inferior izquierdo, acogiendo en su regazo a una dama de evanescente mirar. Los juristas, observándolo, decían que se notaba con claridad que el rey iba a meterle de un momento a otro alguna idea falsa en la cabeza. El rey estaba con el pelo húmedo, y eso significaba que se conocían, es decir, que poco antes se había refrescado la paloma, y por tanto que acababa de ponerse la ropa. Merienda y amor, la mano del rey se posó en el laúd. El pie derecho, elevándose, parecía una desdeñosa patada a la gorda entrometida que con velo de seda violeta sacado del refajo, intentaba llamar la atención entre las damas, cayendo después rodando al derrubio legamoso.

-Todo aquel que use así las botas -dijo el rey alusivamente al día siguiente-, tendrá que hacerlas él.

Añadió algo sobre las adúlteras, al amor de aquel jipido en la la distancia.

-Las adúlteras quitarán así las botas -, hizo ver quitándose las suyas.

Parecía que Ervigio, demorándose con lentitud, quería mantener la expectación, incluso con coquetería, como Wamba, según tenía entendido.

-Bueno, me voy -dijo entonces el togado alto levantándose en el parteluz-. A usted le huelen peor.

-¡Un momento! -le dijo Ervigio-. ¡¡Es usted!!

-¿Cómo lo sabe? -, murmuró el togado.

El estallido de risa fue tan grande que hubo que desollar una vaca para que se calmara todo el mundo.

Égica

Égica dejó a Ervigio una temporada ocupándose de las leyes relativas a gritos pelados, así como a dedos grandes. Él, que tenía veinte, los comenzó a usar jugándose el trono a los dardos con Suniefredo, que al final ganó, si bien por unos días, dándole tiempo nada más que a una norma sobre pedos, que era un tema tela de facilón.

Con Égica en la sede jurídica se comentaban temas más serios. Decía que el varón, aunque no existiera norma escrita, tenía un impulso natural de protección a su progenie, facilitando techo y comida. Se refería al Derecho de familia, útil para regular la herencia, la figura del tenedor y los testamentos.

"Por ende tollemos -escribió- la ley antigua que demandaba al padre y á la madre, y al avuelo y al avuela dar su buena a los estrannos si quisies; e mandamos por esta ley que se deve guardar daqui adelantre, que ni los padres ni los avuelos non puedan fazer de sus cosas lo que quisieren, ni los fijos ni los nietos non sean deseredados de la buena de los padres y de los avuelos".

Siendo rey firmó las primeras cartas de repoblación, concediéndoles privilegios a los colonos, es decir, que durante una temporada quedaran exentos de impuestos y se quedaran con las cosechas. Así fue elaborando la denominada Ley de los Godos. Después dejó el trono a favor de su hijo Vitiza, diciendo que se conformaba con ser tan sólo el rey de la región sueva.

Vitiza y Rodrigo

Por entonces un nuevo pueblo quería entrar en la península. A los íberos, romanos y godos se querían sumar los musulmanes. Vestían chilaba y fumaban la arguila y cada vez aparecían en más número. El nombramiento de Égica comenzó a levantar las primeras suspicacias. Vitiza como rey de reyes no era el adecuado, pese a lo cual se mantuvo en el cargo diez años. En ese momento las suspicacias aumentaron cuando nombró como sucesor a su hijo Agila, al que había estado entrenando durante años, dejándole gobernar Narbona y Tarraco.

Los nobles observaron que era tan sólo un chiquillo. Era una frivolidad cargarle tan pronto con esa responsabilidad. El adecuado para la mayoría era Rodrigo, por su buen gobierno en diversas regiones, como la Lusitania, la Cartaginense y la Bética. Además era un godo puro. Agila II en cambio tan sólo era hijo de Vitiza.

Desde ese momento el reino quedó dividido y ambos gobernaron en paralelo durante diez años. Los nobles que apoyaban a Rodrigo, soliviantados por el absurdo, acabaron pidiendo ayuda en África. Agila, ante sus súbditos, les acusaba de estar entregando el reino al enemigo. Al contrario Rodrigo alegaba ante los suyos que los musulmanes eran asesores profesionales venidos de Egipto para mejorar las leyes. No castigaban la castidad, pero sí castigaban el vino, por ser el demonio de las mujeres. En el año 711 hubo en Guadalete un asombroso baño de multitudes. Los musulmanes parecían dispuestos a quemar Hispania a puñaladas.

"En fin -pensó Rodrigo-, yo también me haré musulmán".

Tras sucesivos combates los cristianos se replegaron en el norte, ocupando solamente una franja denominada Marca Hispánica, que iba desde Asturias hasta la línea alta catalana, como queriendo buscar el calor franco. Agila se replegó en Narbona, donde finalmente murió, legando su mitad del trono a Ardón, que forzó la comodidad en el trono hasta que fue desalojado. Los musulmanes combatieron por todos sitios, aunque en realidad querían marcharse, persuadidos de que estaban atascados en las incompresibles exigencias de los unos y otros.

Granada

Pese a todo gobernarían siete siglos. Su dominio ocupó todo el mapa, llegando la medalla fronteriza más allá de la Septimania. Abajo, en la franja litoral sureña, procedente de Damasco apareció la familia Omeya, para organizar la Bética. La administración, que antes estaba llena de gobernadores, regidores y jueces, se llenó de visires, califas y rachíes, sus equivalentes, como no podía ser de otro modo. Durante la península fue denominada Emirato de Córdoba y posteriormente Reino de Granada.

Traían consigo sus enseres en un sinfín de galeras atascadas en las orillas a diario, así como sus propias creencias religiosas, las del Corán. Entretanto en la Marca Hispánica la resistencia cristiana soñaba con la reconquista. Llegado el siglo X destacarían personajes como el cordobés Averroes, que aparte de médico y astrónomo, fue alcalde del crimen en Sevilla.

"Aquel que por fuerza mayor cause la muerte de otro hombre, quedará condenado a ocuparse de los huérfanos pasándoles alimento".

Alfonso X

En 1252 Alfonso X El Sabio era el rey de los cristianos. Era hijo de Fernando III El Santo y se alzó con el trono de Castilla con ánimo de asediar Jerez y Cádiz. También lo hizo en el puerto de Rabat, en Marruecos, y en Murcia persiguiendo a los mudéjares, y posteriormente en el Guadalquivir, donde tampoco se terminaron de aclarar los disfraces. Los musulmanes intentaron apaciguar su cólera aparentando costumbres católicas, pero al otro lado razonaban bien la diferencia.

Alfonso además conquistó el Algarve, en la costa sureña de Portugal. Había una guerra más en el seno interno de la monarquía, alrededor de su trono, con familiares al acecho, primero comiéndose sus croquetas y luego queriendo algo más. Uno de ellos era su hijo, Fernando de la Cerda, que murió. Después lo intentó el infante don Sancho, queriendo usurpar con apoyo de la nobleza. Alfonso desheredó a Sancho tras un tomate en Sevilla.

En la faceta administrativa destacó fundando el Honorable Consejo de la Mesta, que agrupaba a los ganaderos, que alcanzó notable prestigio e influyó en la designación real. Promulgo leyes bajo el título de Fuero Real, para unificar criterios respecto a los fueros particulares que disfrutaban las regiones de la Marca Hispánica. La revisión fue El Espéculo. Durante su elaboración recibió la visita de unos italianos, y dispuso las normas a su favor como débito en la credencial religiosa. A continuación elaboró Las Siete Partidas, que le permitió más nombradía en este apartado.

"A servicio de Dios -decían Las Siete Partidas– y por comunal de todos hacemos este libro porque los que lo leyeran hallasen en el todas las cosas cumplidas y ciertas para aprovecharse de ellas, y repartimos en títulos, que quiere decir tanto como suma de las razones que son mostradas y en estas razones se muestran las cosas complidamente según son y por el entendimiento que tienen son llamadas leyes. Las gentes ladinas llaman leyes a las creencias que tienen los hombres, y cuidarían que las de este libro no hablasen sino de aquellas, por ello, por sacarlos de esta duda, haremos entender qué leyes son estas".

Fue muy conocido tras la fundación de la Escuela de Traductores de Toledo, formada por aficionadas al coleccionismo de datos católicos y musulmanes, judíos y godos, dados al estudio de la jurisprudencia. En aquel siglo estaba de moda la Escuela de Bolonia, cuyos profesores le visitaban a menudo comentando los avances del Derecho natural. Además Alfonso destacó en la literatura, escribiendo en idioma galaico las Cantigas de Santa María, inaugurando la versolástica musical para una sola voz en la liturgia.

"Quero ser oy mais seu trobador, e rogolle que me queira por seu trovador e que queira meu trovar".

Alfonso XI

El sucesor fue su bisnieto, designado Alfonso XI, hijo de Fernando IV, uno de los grandes fernandos que dio la Historia. Antes de la proclamación andaba todo el mundo revuelto presagiando la pertinente conspiración. Como era de esperar, participaban sus parientes, queriendo controlar la respiración del reino. También lo hizo su abuela, María de Molina, que logró imponerse a su favor, actuando de regente durante una temporada, para algo más que pasar la bayeta. Alfonso aún era joven y su abuela vigilaba con un hacha.

Al fondo estaba el objetivo militar sempiterno, el cerco de Granada, y a la vez la disidencia en el seno de la realeza. María de Molina comprendía la ambición y diversos tíos iban falleciendo. Diversos nobles castellanos, como su hijo el infante Felipe, se arrogaban engreídos derechos. Tenido con Sancho IV, acabó aliándose con don Juan Manuel y el peligroso Juan de Haro El Tuerto, que era capaz de ver con ambos ojos en un momento dado.

El zaquilicuartos fue continuo en palacio, aunque ello no obstaba a que hubiera gente también capaz de sacarle provecho a la tensión como rimero creativo. La incertidumbre peroraba a diario cerca de la abuela, y a su vez los primeros plumillas del periodismo, queriendo al otro lado conocer la última noticia.

-Un día de estos le van a hacer daño a usted, señora.

-¿A mí? ¡¡A mí me van a agarrar los cojones!!

El disparate parecía un plan premeditado para que los demás países, creyéndola presa fácil, acabaran en la península para ser desplumados. A los quince años de edad Alfonso por fin fue proclamado, durante la ceremonia que ofició su propia abuela, que le colocó la corona en la cabeza dándole un beso chillado.

-¡Ale -le susurró- ya puedes irte a correr, zascandil!

No se registraron incidentes graves, pese a que había estacas y candelabros de sobra por todas partes para liarse a palos sin límite. Había llegado la hora, según la pobre mujer, de que el joven envejeciera como ella. Alfonso era todavía un zagal pequeño y rubio, pero ya tenía edad para comprender los secretos de palacio, uno de los cuales era el empecinado don Juan Manuel, que se pasó todo el rato detrás de una cortina empinando el codo, murmurando que era el bringoviva la chochaloca del reino.

Alfonso lo apaciguó casándose con su hija Constanza Manuel. Sin embargo, el matrimonio parecía un trámite nulo, puesto que enseguida se fue a hacer la guerra en otro sitio. Durante el banquete había planteado dos batallas, ambas en el sur, una en Gibraltar y otra en el reino de Algeciras, para vencer a los benimerines. Constanza Manuel lo vio una vez, pero fue tan sólo para coger ropa, diciendo en la puerta que iba a acabar con los opositores.

El de siempre era Juan de Haro El Tuerto, al que ejecutó en una penitenciería de Toro. Juan de Haro pudo verlo todo con el ojo que le quedaba, pero sólo hasta que cayó el hacha. A continuación Alfonso reunió al ejército y viajó de nuevo al sur., queriendo cebarse con Granada, como manifestó ante Constanza Manuel fugazmente. En Granada lideró furiosas y libertas galopadas por los cerros, intentando inquietar a los musulmanes. Había dieciocho mil detrás de los parapetos, lanzando flechas, aunque a diferencia de la fuerza imperial, los arqueros no las desperdiciaban a voleo, a no ser que vieran claro el impacto.

Un día, tras el fallecimiento de Constanza Manuel, decidió enfrentarse a su cuñado Fernando de la Cerda, de cuyo apellido desconfiaba desde el primer día. Lo citó un día en el Consejo del Reino. Por entonces se pensaba que aquel apellido parecía un producto de diseño, es decir, como si Fernando usándolo adrede quisiera pasar más desapercibido que los árabes. Hubo comentarios despectivos durante la reunión, antes de que el rey tomara la palabra. Se dijo que para el musulmán el cerdo no era bueno, por considerarlo un animal indiferente con la salud, susceptible de transmitir con facilidad diversas enfermedades, como la triquinosis.

-Hemos perdido tres batallas por culpa suya -, le dijo a Fernando.

-Oiga -dijo temblando él-. Yo no he estado en ninguna.

-Por eso -, dijo Alfonso clavándole la espada-. Por eso mismo, porque ha faltado usted.

El rey de Portugal andaba envalentonado en El Algarve, siendo el aliado musulmán. El rey temía verse dispersando las fuerzas, obligado a un despliegue todavía más amplio. Debido a eso descuidó Gibraltar, quedando al descubierto para que los moros invadieran con libertad. Alfonso, para recuperar esta plaza, se vio obligado a pedir ayuda al ejército aragonés. El califa Abul Hasán y el portugués Alfonso IV dijeron por su parte que la tenían del ejército genovés. Sin embargo, el rey no les creyó, alegando que la hipótesis era débil, con probabilidad una táctica sicológica para debilitar la confianza de sus huestes, induciendo la idea de que los aliados católicos de siempre ahora andaban al otro lado.

La cosa fue que Alfonso XI acabó negociando con el rey portugués, del que no en vano era pariente. Sellaron un acuerdo para desalojar juntos al moro, cosa que ratificó él casándose con su prima, María de Portugal. Alonso Jofre Tenorio, su lugarteniente, le esperaba sentado en su despacho desde el día de la boda, anhelando una trifulca. Días después, tras la reunión, el rey le ponía al mando de la batalla de Alcalá la Real, la ciudad que dominaba Yusuf I.

Alcalá era una ciudad pequeña donde a la gente nunca le faltó de nada, pero tras el cerco de alimentos que hizo Jofre claudicó. Llegó tirando puentes y árboles, cercenando las vías con certera contundencia, abocando a la población, muerta de hambre, a darse al loro. El general conquistó además Priego y diversas posiciones cordobesas, como dijo a su regreso en loor de multitudes. La reconquista parecía asequible, pero entonces intervino Francia.

El país participaba por entonces en la Guerra de los Cien Años, y solicitó la ayuda del rey. Alfonso no pudo resistirse, quizá pensando que lo suyo era menos urgente. Aplazó el asedio durante unos meses, concediendo tiempo a los moros para recuperarse. Tal vez pensó que contraería méritos para añadir a su nombradía la prestigiosa corona del sacro imperio romano germánico. Al final regresó sin obtener resultado, con ganas solamente de acostarse.

Dejó de hacerle caso al mapa y se entretuvo haciendo alguna que otra norma sobre monterías, a las cuales era un aficionado. En el apartado sentimental se encerró en la literatura, tratando de dar captura al corazón vívido de Leonor de Guzmán. Tras el fallecimiento de Constanza Manuel, creyó advertir en esa joven el rescate de su gracia amorosa. A diario le dedicaba cartas perfumadas, semejando encendidas estrellas buscando destino en su cielo de amor. Después, rafaelónicamente, Leonor se entregó al algarrobo verídico de la maternidad. De los once hijos que le dio, uno de ellos parecía él. A los dos hijos que parió María de Portugal, se fueron añadiendo Pedro, Sancho, Enrique, Fadrique, Tello, Juan, Juana y un nuevo Sancho. Cuando nació el segundo Pedro, llamado Pedro Alfonso, el monarca andaba entregado completamente al cachondeo, y decidió tirar por la borda sus últimos años, es decir, que dejó a un lado a Leonor y se marchó a Gibraltar a ver qué se cocía.

Fue como salir a una verbena. Participó en una refriega de campeonato en la que no se veía ni un solo pañal. Destacaban más bien lanzas en el horizonte, así como alardes ecuestres y buen tino por ambas partes. El día primero de la victoria decidió tomarse descanso en la playa. A solas, dando vueltas por el agua, con una risa sigilosa iba diciendo que ya estaba viejo, acabado para las lides exigencias. Entonces se le cruzó una idea desmesurada en la cabeza, cuando vio venir a sus hombres. Se echó a nadar como un forzudo, tratando de hacer su última demostración de virilidad cerril. Efectivamente, sus natátiles audacias eran juveniles y cafres, indicativas de salud suficiente. Después se tumbó en la orilla a tomar el sol durante buen un rato, hasta que sufrió un síncope. Leonor, al enterarse, lloró, aunque poco, mansamente, pues en el fondo había en ella algo que necesitaba descansar.

Fernando de Aragón

Una alianza matrimonial con Isabel, la reina de Castilla, situó en el trono a Fernando de Aragón. La pareja planeó alguna estrategia de reconquista. Mirando Granada en el mapa en ocasiones sentían que eran un sueño inalcanzable. Sin embargo, de repente el entretenimiento fue otro. El marino Cristóbal Colón, recién llegado de Portugal, irrumpió un día en el despacho del rey y desplegando un mapa describió con el dedo una larga trayectoria de ultramar. Afirmó con seriedad que más allá había un continente, y que de ser así sería de la corona.

-¿Está usted seguro? -, preguntó Fernando.

-Claro, que sí, chiquillo -, respondió Colón-. ¿Tú te crees que yo tengo tiempo para ir perdiéndolo en todos sitios?

Un archivero del reino, presente en la reunión, le pidió a Cristóbal que dibujara un cuadro antes de marcharse. El marino, que era un artista tan versado en escritura como pintura, manejó el pincel con soltura, dibujando una barca atravesando un río. El archivero pretendía que el monarca imaginara la aventura en su ausencia. La expedición estaba formada por los tres galeones que había atracados en Moguer. A bordo zarparon quince mil hombres, muchos de los cuales eran musulmanes.

A los cuatro meses la expedición divisaba en lontananza una amplia costa que se adentraba en el horizonte. Nadie se podía creer aquel desierto interminable. Avanzaron, y muchos kilómetros después fue cuando al fin vieron un poblado de no más de tres cabañas, detrás del cual había un bosque denso. Los indios al verles se quedaron quietos, pensando que venían de otro mundo. Cristóbal saludó secamente y a continuación los indios les abrieron paso, escoltándoles por la selva. Allí dentro las tribus se iban quedando paralizadas al verles. Muchas, completamente atónitas, se sumaban a la expedición, que avanzó en pocos días tanto trecho como una provincia. Otras tribus huían muertas de miedo, matándose contra los riscos.

Había pasado casi un año y el rey carecía de noticias. Junto al archivero, frente a la barca en el río, dibujaba hipótesis. Estaba claro que la expedición partió para volver, pero el marino pudo haber optado por proseguir su rumbo. Desde luego había víveres suficientes en los galeones, latas enteras de guiso, hornos en los comedores locales para amasar pan de vez en cuando, por la abundancia de sacas de harina. El marino sin embargo regresó al despacho, desplegando el mapa otra vez, señalando la distancia y diciendo que había descubierto Las Bahamas, así como Cuba, la República Dominicana, Honduras y Venezuela. Después se desvaneció añadiendo que necesitaba un descanso. Se permitió bromear un poco diciendo que pese a la importancia de un hecho así carecía de ganas de ser el rey. Fernando le recompensó con gran cantidad de oro, llenando las alforjas de varias carrozas, y por último le despidió. Dijo que quería cambiar de identidad, y en lo sucesivo el rumor decía que se hacía llamar Juan de Santillana.

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