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Introduccion al estudio de la medicina experimental (página 2)




Enviado por Maximo Contreras



Partes: 1, 2, 3

Como ya lo hemos dicho, en todos los momentos hay que distinguir bien al astrónomo del investigador que se ocupa de ciencias terrestres, puesto que el astrónomo se ve forzado a limitarse a la observación, desde que no puede ir al cielo a experimentar en los planetas. Es aquí precisamente, en este poder del investigador para actuar sobre los fenómenos, donde reside la diferencia que separa las ciencias llamadas de experimentación de las ciencias llamadas de observación.

Laplace considera que la astronomía es una ciencia de observación, porque no se puede más que observar el movimiento de los planetas; no se podría, en efecto, alcanzarlos para modificar su marcha y aplicarles la experimentación. "En la tierra, dice Laplace, hacemos variar los fenómenos por medio de experiencias; en el cielo determinamos con cuidado todos los que nos ofrecen los movimientos celestes". Ciertos médicos calificaron la medicina de ciencia de observación, porque erróneamente pensaban que la experimentación no le era aplicable.

En el fondo, todas las ciencias razonan igualmente y persiguen el mismo objetivo. Todas quieren llegar al conocimiento de la ley de los fenómenos, de manera de poder prever, modificar o dirigir esos fenómenos. Ahora bien, el astrónomo predice los movimientos de los astros, saca de ello una multitud de nociones prácticas, pero no puede modificar por la experimentación los fenómenos celestes como lo hacen el químico y el físico en lo que concierne a su ciencia.

Pero, si no hay, desde el punto de vista del método filosófico, diferencia esencial entre las ciencias de observación y las ciencias de experimentación, existe sin embargo una real desde el punto de vista de las consecuencias prácticas que el hombre puede obtener de ellas, y relativamente al poder adquirido por su medio. En las ciencias de observación, el hombre observa y razona experimentalmente, pero no experimenta; y en ese sentido se podría decir que una ciencia de observación es una ciencia pasiva. En las ciencias de experimentación, el hombre observa, pero además actúa sobre la materia, analiza sus propiedades y provoca en provecho propio la aparición de fenómenos, que desde luego se verifican siempre de acuerdo a las leyes naturales, pero a menudo en condiciones que la naturaleza no había aún realizado. Con ayuda de estas ciencias experimentales activas, el hombre deviene un inventor de fenómenos, un verdadero contramaestre de la creación; y no sabríamos, bajo este aspecto, señalar límites al poder que pueda adquirir sobre la naturaleza, por los progresos futuros de las ciencias experimentales.

Ahora, queda la cuestión de saber si la medicina debe permanecer como ciencia de observación o devenir una ciencia experimental. Sin duda la medicina debe comenzar por ser una simple observación clínica. En seguida, como el organismo forma por sí mismo una unidad armónica, un pequeño mundo (microcosmos) contenido en el mundo grande (macrocosmos), se ha podido sostener que la vida era indivisible, y que debíamos limitarnos a observar los fenómenos que nos ofrecen en su conjunto los organismos vivos sanos y enfermos, contentándonos con razonar sobre los hechos observados. Pero si se admite que es preciso limitarse así y si se plantea en principio que la medicina no es más que una ciencia pasiva de observación, el médico no deberá tocar en adelante al cuerpo humano como el astrónomo no toca los planetas. Desde ese momento la anatomía

normal o patológica, las vivisecciones aplicadas a la fisiología, a la patología y a la terapéutica, todo esto es completamente inútil. La medicina así concebida no puede conducir más que a la expectación y a prescripciones higiénicas más o menos útiles; pero es la negación de una medicina activa, es decir, de una terapéutica científica y real.

No es este el momento de entrar en el examen de una definición tan importante como la de la medicina experimental. Me reservo para tratar en otro lugar esta cuestión con todo el desarrollo necesario. Me limito a dar aquí simplemente mi opinión, diciendo que pienso que la medicina está destinada a ser una ciencia experimental y progresiva; y es precisamente a consecuencia de mis convicciones a este respecto que compongo esta obra, con el objeto de contribuir por mi parte a favorecer el desenvolvimiento de esta medicina científica o experimental.

§ V. La experiencia no es en el fondo más que una observación provocada.

Pese a la diferencia importante que acabamos de señalar entre las llamadas ciencias de observación y las llamadas ciencias de experimentación, el observador y el experimentador tienen en sus investigaciones por objetivo común e inmediato, establecer y constatar hechos o fenómenos tan rigurosamente como sea posible, y con ayuda de los medios más apropiados; se comportan absolutamente como si se tratara de dos observaciones ordinarias. En efecto, no se trata en los dos casos más que de constatación de hechos; la única diferencia consiste en que como el hecho que debe constatar el experimentador no se ha presentado espontáneamente a él, ha debido hacerlo aparecer, es decir, provocarlo por una razón particular y con un objetivo determinado. De donde se deduce que puede decirse: la experiencia no es en el fondo más que una observación provocada con un objetivo cualquiera. En el método experimental la búsqueda de los hechos, es decir, la investigación, se acompaña siempre con un razonamiento, de suerte que lo más a menudo el experimentador realiza una experiencia para controlar o verificar el valor de una idea experimental. Entonces puede decirse que en ese caso, la experiencia es una observación provocada con un objetivo de control.

Naturalmente, importa recordar aquí, a fin de completar nuestra definición y de extenderla a las ciencias de observación, que para controlar una idea, no siempre es absolutamente necesario hacer por sí mismo una experiencia o una observación. Sólo nos veremos forzados a recurrir a la experimentación cuando la observación que se deba provocar no exista ya preparada por la naturaleza. Pero si una observación está ya realizada, sea natural, sea accidentalmente, sea hasta por las manos de otro investigador, entonces se la tomará hecha y se la citará simplemente para servir de verificación a la idea experimental. Lo que se resumiría aún diciendo que, en este caso, la experiencia no es más que una observación invocada con un objetivo de control. De donde resulta que para razonar experimentalmente, es preciso en general tener una idea y luego invocar o provocar hechos, es decir, observaciones, para controlar esta idea preconcebida.

Examinaremos más adelante la importancia de la idea experimental preconcebida; bástenos decir, ahora, que la idea en virtud de la cual se realiza la experiencia, puede ser más o menos bien definida, de acuerdo a la naturaleza del tema y según el estado de perfección de la ciencia en la que se experimenta. En efecto, la idea directriz de la experiencia debe abrazar todo lo ya conocido sobre el tema, a fin de guiar más seguramente la búsqueda hacia los problemas cuya solución puede ser fecunda para el adelanto de la ciencia. En las ciencias constituídas, como la física y la química, la idea experimental se deduce como una consecuencia lógica de las teorías dominantes, .y está sometida en un sentido bien definido al control de la experiencia; pero cuando se trata de una ciencia en la infancia, como la medicina, o cuando existen cuestiones complejas u oscuras aún no estudiadas, la idea experimental no siempre se desprende de un asunto tan vago. ¿Qué hacer entonces? ¿Hay que abstenerse y esperar que las observaciones, presentándose por sí mismas, nos aporten ideas más claras? Podríamos esperar a menudo largo tiempo y aun en vano; se gana siempre experimentando. Pero en estos casos no podremos orientarnos más que por una especie de intuición, siguiendo las probabilidades que se perciban, y aun si el tema es completamente oscuro e inexplorado, el fisiólogo no deberá tener temor de actuar un poco al azar, a fin de ensayar, permítaseme esta expresión vulgar, pescar a río revuelto. Lo que quiere decir que puede esperar, en medio de las perturbaciones funcionales que él produzca, ver surgir algún fenómeno imprevisto que le dará una idea sobre la dirección que debe imprimir a sus investigaciones. Estas clases de experiencias de tanteo, que son extremadamente frecuentes en fisiología, en patología y en terapéutica, a causa del estado complejo y atrasado de estas ciencias, podrían ser llamadas experiencias para ver, porque están destinadas a hacer surgir una primera observación imprevista e indeterminada de antemano, pero cuya aparición pueda sugerir una idea experimental y abrir una vía de investigación.

Como se ve, hay casos en que se experimenta sin tener una idea probable que verificar. Sin embargo, no por ello la experimentación, en este caso, está menos destinada a provocar una observación, sólo que la provoca con el objeto de encontrar allí una idea que le indique la ruta ulterior a seguir en la investigación. Se puede decir entonces que la experiencia es una observación provocada con el objeto de hacer nacer una idea.

En resumen, el investigador busca y concluye; comprende al observador y al experimentador, persigue el descubrimiento de nuevas ideas, al mismo tiempo que busca hechos para sacar de ellos una conclusión o una experiencia apropiada para controlar otras ideas.

En un sentido general y abstracto, el experimentador es, pues, aquel que invoca o provoca en condiciones determinadas, hechos de observación para sacar de ellos la enseñanza que desea, es decir, la experiencia. El observador es aquel que obtiene los hechos de observación y que juzga si están bien establecidos y constatados con ayuda de medios convenientes. Sin esto, las conclusiones basadas sobre tales hechos, lo serían sin fundamento sólido. Es así que el experimentador debe ser al mismo tiempo buen observador, y que, en el método experimental, la experiencia y la observación marchan siempre unidas.

§ VI. En el razonamiento experimental, el experimentador no se separa del observador.

El investigador que quiera abrazar el conjunto de los principios del método experimental, debe llenar dos clases de condiciones y poseer dos cualidades del espíritu que son indispensables para alcanzar su objetivo y llegar al descubrimiento de la verdad. Primeramente el investigador debe tener una idea que someter al control de los hechos, pero al mismo tiempo debe asegurarse de que los hechos que sirven de punto de partida o de control a su idea, son justos y están bien establecidos; he aquí por qué debe ser a la vez observador y experimentador.

El observador, hemos dicho, constata pura y simplemente el fenómeno que tiene bajo los ojos. No debe tener otra preocupación que la de precaverse contra los errores de observación que podrían hacerle ver incompletamente o definir mal un fenómeno. A este efecto utiliza todos los instrumentos que puedan ayudarle a que su observación sea más completa. El observador debe ser el fotógrafo de los fenómenos, su observación debe representar exactamente la naturaleza. Es preciso observar sin idea preconcebida; el espíritu del observador debe ser pasivo, es decir, debe callar; él escucha a la naturaleza y escribe bajo su dictado.

Pero una vez constatado el hecho y bien observado el fenómeno, la idea llega, el razonamiento interviene, Y el experimentador aparece para interpretar el fenómeno.

El experimentador, como ya lo sabemos, es aquel que en virtud de una interpretación más o menos probable, pero anticipada, de los fenómenos observados, instituye la experiencia de manera que, en el orden lógico de sus previsiones, suministre un resultado que sirva de control a la hipótesis o idea preconcebida. Para esto el experimentador reflexiona, ensaya, tantea, compara y combina a fin de encontrar las condiciones experimentales más apropiadas para conseguir el objetivo que se propone. Hay que experimentar, necesariamente, con una idea preconcebida. El espíritu del experimentador debe ser activo, es decir, que debe interrogar a la naturaleza y plantearle cuestiones en todos sentidos, siguiendo las diversas hipótesis que le son sugeridas.

Pero una vez establecidas las condiciones de la experiencia y puestas en acción según la idea preconcebida o visión anticipada del espíritu, va a resultar de ello, como ya lo habíamos dicho, una observación provocada o premeditada. De esto se desprende la aparición de fenómenos que el experimentador ha determinado, pero que ahora se trata de constatar primeramente, a fin de saber en seguida qué control se podrá sacar de ellos con respecto a la idea experimental que los ha hecho nacer.

Ahora bien, desde el momento en que se manifiesta el resultado de la experiencia, el experimentador se encuentra frente a una verdadera observación que él ha provocado, y que hay que constatar, como toda observación, sin ninguna idea preconcebida. El experimentador debe entonces desaparecer, o más bien transformarse instantáneamente en observador; y será sólo después de haber constatado los resultados de la experiencia absolutamente como los de una observación ordinaria, que su espíritu regresará para razonar, comparar y juzgar si la hipótesis experimental está verificada o invalidada por esos mismos resultados. Para continuar la comparación enunciada más arriba, diría que el experimentador plantea preguntas a la naturaleza, pero que desde que ella habla, debe callarse; debe constatar lo que responde, escucharlo hasta el final, y en todos los casos someterse a sus decisiones. Se ha dicho que el experimentador debe forzar a la naturaleza a levantar sus velos. Sí, sin duda, el experimentador obliga a la naturaleza a quitarse sus velos, atacándola y formulándole preguntas en todos sentidos; pero nunca debe responder por ella, ni escuchar incompletamente sus respuestas, tomando de la experiencia nada más que la parte de los resultados que favorezca o confirme su hipótesis. Veremos ulteriormente que éste es uno de los más grandes escollos del método experimental. El experimentador que continúa conservando su idea preconcebida, y que no constata los resultados de la experiencia más que desde ese punto de vista, cae necesariamente en el error, porque deja de constatar lo que no había previsto, y hace entonces una observación incompleta. "El experimentador no debe mantener su idea más que como medio de solicitar una respuesta de la naturaleza. Pero debe someter su idea a la naturaleza, y estar pronto a abandonarla, a modificarla o a cambiarla, según, lo que le enseñe la observación de los fenómenos que él ha provocado.

En toda experiencia hay que considerar, pues, dos operaciones. La primera consiste en premeditar y en realizar las condiciones de la experiencia; la segunda consiste en constatar los resultados de la experiencia. No es posible preparar una experiencia sin una idea preconcebida; preparar una experiencia, hemos dicho, es plantear una pregunta; no se concibe jamás una pregunta sin la idea de que solicita la respuesta. Yo considero pues, como principio absoluto, que la experiencia debe ser instituida siempre en vista de una idea preconcebida, sin que importe que esta idea sea más o menos vaga o más o menos bien definida. En cuanto a la constatación de los resultados de la experiencia, que no es en sí misma más que una observación provocada, planteo igualmente como principio que debe ser hecha de igual modo que cualquier otra observación, es decir, sin idea preconcebida.

Se podría aún distinguir y separar en el experimentador al que premedita e instituye la experiencia, del que realiza la ejecución y constata los resultados. En el primer caso, es el espíritu del inventor científico el que actúa; en el segundo son los sentidos los que observan y constatan. El ejemplo de Huber nos suministra de la manera más notable la prueba de lo que adelanto. Aunque ciego, este gran naturalista nos ha dejado admirables experiencias que concebía y hacía ejecutar inmediatamente por su sirviente, carente por su parte de cualquier idea científica.. Huber era pues el espíritu director que instituía la experiencia; pero estaba obligado a pedir prestados los sentidos de otro. El sirviente representaba los sentidos pasivos que obedecían a la inteligencia para realizar la experiencia instituída en vista de una idea preconcebida.

Los que han condenado el empleo de las hipótesis y de las ideas preconcebidas, en el método experimental, cometieron el error de confundir la invención de la experiencia con la constatación de sus resultados. Cierto es que hay que constatar los resultados de la experiencia con espíritu despojado de hipótesis y de ideas preconcebidas. Pero habrá que guardarse muy bien de proscribir el uso de las hipótesis cuando se trate de instituir la experiencia o de imaginar medios de observación. Como lo veremos bien pronto, se debe por el contrario dar rienda suelta a la imaginación; la idea es el principio de todo razonamiento y de toda invención, es en ella en la que se origina toda especie de iniciativa. No podemos ahogarla ni arrojarla bajo pretexto de que puede ser perjudicial; hay que reglamentaria y darle un "criterium" lo que es bien diferente.

El investigador completo es el que abraza a la vez la teoría y la práctica experimental. 1º Constata un hecho; 2º a propósito de ese hecho nace una idea en su espíritu; 3º en vista de esta idea razona, instituye una experiencia, imagina y realiza sus condiciones materiales; 4º de esta experiencia resultan nuevos fenómenos que es preciso observar y así sucesivamente. En cierto modo, el espíritu del investigador se encuentra colocado siempre entre dos observaciones: una que sirve de punto de partida al razonamiento, y la otra que le sirve de conclusión.

Para ser claro, me he esforzado en separar las diversas operaciones del razonamiento experimental. Pero cuandú todo esto pasa a la vez en la cabeza de un hombre de ciencia que se entrega a la investigación en una materia tan confusa como lo es aún la medicina, entonces entre lo que resulta de la observación y lo que pertenece a la experiencia hay un imbricamiento tal, que seria imposible y por otra parte inútil querer analizar en esa mezcla inextricable cada uno de sus términos. Bastará con retener en principio que la idea a priori, o mejor la hipótesis, es el estímulo de la experiencia, y que debemos dejarnos ir libremente a ella, con tal de que se observen los resultados de la experiencia de una manera rigurosa y completa. Si la hipótesis no se verifica y desaparece, los hechos que gracias a ella se hayan encontrado, quedarán adquiridos, sin embargo, como materiales inquebrantables de la ciencia.

El observador y el experimentador responderán, pues, a estas fases diferentes de la búsqueda experimental. El observador no razona ya, constata; el experimentador, por el contrario, razona y se funda en los hechos adquiridos para imaginar y provocar racionalmente otros. Pero si en teoría y de una manera abstracta, podemos distinguir al observador del experimentador, parece imposible en la práctica separarlos, puesto que vemos que por fuerza el mismo investigador es alternativamente observador y experimentador.

En efecto, ello es así constantemente cuando un mismo investigador descubre y desarrolla por sí solo toda una cuestión científica. Pero en la evolución de la ciencia ocurre lo más a menudo que las diversas partes del razonamiento experimental sean patrimonio de numerosos hombres. Hay así los que, sea en medicina, sea en historia natural, no hacen más que recoger y reunir observaciones; otros han podido emitir hipótesis más o menos ingeniosas, o más o menos probables, fundadas en esas observaciones; otros, después, han llegado a realizar experimentalmente las condiciones necesarias para dar origen a la experiencia que debía controlar esas hipótesis; en fin, ha habido otros que se han aplicado más particularmente a generalizar y a sistematizar los resultados obtenidos por los diversos observadores y experimentadores. Este parcelamiento del dominio experimental es una cosa útil, porque cada una de sus diversas partes se encuentra así mejor cultivada. Se concibe, en efecto, que llegando a ser en ciertas ciencias los medios de observación y de experimentación, instrumentos completamente especializados, su manejo y su empleo exijan cierto hábito y reclamen cierta habilidad manual o el perfeccionamiento de ciertos sentidos. Pero si admito la especialización para todo cuanto es práctico en la ciencia, la rechazo de una manera absoluta para todo cuanto es teórico. Considero, en efecto, que hacer su especialidad de las generalidades es un principio antifilosófico y anticientífico, aun cuando haya sido proclamado por una escuela filosófica moderna, que se jacta de tener su base en las ciencias.

Desde luego la ciencia experimental no podría avanzar por uno solo de los lados del método tomado separadamente; no avanza más que por la reunión de todas las partes del método concurriendo hacia un objetivo común. Los que recogen observaciones no son útiles más que porque estas observaciones son introducidas ulteriormente en el razonamiento experimental; de otro modo la acumulación indefinida de las observaciones no conduciría a nada. Los que emiten hipótesis a propósito de las observaciones recogidas por otros, no son útiles más que en la medida en que se trate de verificar estas hipótesis experimentando; de otra manera estas hipótesis no verificadas o no verificables por la experiencia no engendrarían más que sistemas y nos harían regresar a la escolástica. Los que experimentan, pese a toda su habilidad, no resolverán las cuestiones si no están inspirados por una hipótesis feliz, fundada sobre observaciones exactas y bien hechas. En fin; los que generalizan no podrán formular teorías durables más que si conocen por sí mismos todos los detalles científicos que estas teorías están destinadas a representar. Las generalidades científicas deben remontar de las particularidades a los principios; y los principios son tánto más estables cuanto más se apoyen en detalles más profundos, de igual manera que una estaca es tanto más sólida cuanto más profundamente hincada está en la tierra.

Se ve, pues, que todos los términos del método experimental son solidarios los unos con los otros. Los hechos son los materiales necesarios; pero es su utilización por el razonamiento experimental, es decir, la teoría, lo que constituye y edifica verdaderamente la ciencia. La idea formulada por los hechos representa la ciencia. La hipótesis experimental no es más que la idea científica preconcebida o anticipada. La teoría no es más que la idea científica controlada por la experiencia. El razonamiento no sirve más que para dar forma a nuestras ideas, de suerte que todo se remonta primitiva y finalmente a una idea. Es la idea la que constituye, como vamos a vedo, el punto de partida o "primum movens" de todo razonamiento científico, y es ella la que constituye igualmente el objetivo en la aspiración del espíritu hacia lo desconocido.

CAPÍTULO SEGUNDO

De la idea a priori y de la duda en el razonamiento experimental

Todo hombre se forma ideas, de primera intención, sobre lo que ve, y es llevado a interpretar por anticipado los fenómenos de la naturaleza, antes de conocerlos por experiencia. Esta inclinación es espontánea; una idea preconcebida ha sido y será siempre el primer impulso de un espíritu investigador. Pero el método experimental tiene por objeto transformar esta concepción a priori, fundada en una intuición o en un sentimiento vago de las cosas, en una interpretación a posteriori establecida sobre el estudio experimental de los fenómenos. Es por ello que se ha llamado al método experimental, método a posteriori.

El hombre es naturalmente metafísico y orgulloso; ha podido creer que las creaciones ideales de su espíritu, que corresponden a sus sentimientos, representan también la realidad. De donde se deduce que el método experimental no es primitivo ni natural al hombre, y que sólo después de haber errado largo tiempo en las discusiones teológicas y escolásticas, ha terminado por reconocer la esterilidad de sus esfuerzos en esta vía. El hombre advirtió entonces que no podía dictar leyes a la naturaleza, porque no posee en sí mismo el conocimiento y el "criterium" de las cosas exteriores, y comprendió que para llegar a la verdad debe por el contrario estudiar las leyes naturales y someter sus ideas, si no su razón, a la experiencia, es decir, al "criterium" de los hechos. Sin embargo, la manera de proceder del espíritu humano no ha cambiado por esto, en el fondo. El metafísico, el escolástico y el experimentador, proceden todos por una idea a priori. La diferencia consiste en que el escolástico impone su idea como una verdad absoluta que ha encontrado, y de la que deduce luego las consecuencias por la sola lógica. El experimentador, más modesto, plantea al contrario su idea como una pregunta, como una interpretación anticipada de la naturaleza, más o menos probable, de la que deduce lógicamente consecuencias que confronta a cada instante con la realidad por medio de la experiencia. Marcha así de verdades parciales a verdades más generales, pero sin osar pretender jamás que posea la verdad absoluta. En efecto, si se la poseyera sobre un punto cualquiera, se la tendría en todos; porque lo absoluto no deja nada fuera de si.

La idea experimental es también, pues, una idea a priori, pero es una idea que se presenta bajo la forma de una hipótesis cuyas consecuencias deben ser sometidas al "criterium" experimental a fin de juzgar su valor. El espíritu del experimentador se distingue del metafísico y del escolástico por la modestia, porque a cada instante la experiencia le hace tener conciencia de su ignorancia relativa y absoluta. Al instruir al hombre, la ciencia experimental tiene como consecuencia disminuir cada vez más su orgullo, probándole cada día que las causas primeras, así como la realidad objetiva de las cosas, le permanecerán para siempre ocultas, y que no podrá conocer más que relaciones. Éste es, en efecto, el objetivo único de todas las ciencias, como lo veremos más tarde.

El espíritu humano en los diversos períodos de su evolución, ha pasado sucesivamente por el sentimiento, la razón y la experiencia. En el comienzo el sentimiento, imponiéndose por sí solo a la razón, creó las verdades de fe, es decir, la teología. En seguida la razón o filosofía llegó a ser la dominadora y engendró la escolástica. En fin, la experiencia, es decir, el estudio de los fenómenos naturales, enseñó al hombre que las verdades del mundo exterior no se encuentran formuladas de primera intención ni en el sentimiento ni en la razón. Estos son solamente nuestros guías indispensables, pero para obtener esas verdades es preciso necesariamente descender a la realidad objetiva de las cosas, donde se encuentran ocultas bajo su forma fenomenal.

Es así como apareció, por el progreso natural de las cosas, el método experimental que resume todo, y que, como lo veremos bien pronto, se apoya sucesivamente sobre las tres ramas de ese trípode inmutable: el sentimiento, la razón y la experiencia. En la búsqueda de la verdad por medio de este método, el sentimiento tiene siempre la iniciativa, engendra la idea a priori o intuición; la razón o razonamiento desarrolla en seguida la idea y deduce sus consecuencias lógicas. Pero si el sentimiento debe ser esclarecido por las luces de la razón, la razón a su turno debe ser guiada por la experiencia.

§ l. – Las verdades experimentales son objetivas o exteriores.

El método experimental no se relaciona más que con la búsqueda de las verdades objetivas y nó con la de las verdades subjetivas.

Así como en el cuerpo del hombre hay dos órdenes de funciones, unas que son conscientes y otras que no lo son, de igual modo en su espíritu hay dos órdenes de verdades o de nociones, unas conscientes, interiores o subjetivas, y otras inconscientes, exteriores u objetivas. Las verdades subjetivas son las que derivan de principios de los que el espíritu tiene conciencia, y que le aportan el sentimiento de una evidencia absoluta y necesaria. En efecto, las más grandes verdades no son en el fondo más que un sentimiento de nuestro espíritu; y esto es lo que ha querido decir Descartes con su famoso aforismo.

Hemos dicho, por otra parte, que el hombre no conocería jamás ni las causas primeras ni la esencia de las cosas. Por lo tanto, la verdad no aparece jamás a su espíritu más que bajo la forma de una relación, de una conexión absoluta y necesaria. Pero esta relación no puede ser absoluta más que

en la medida en que sus condiciones sean simples y subjetivas, es decir, que el espíritu tenga conciencia de que las conoce todas. Las matemáticas representan las relaciones de las cosas en condiciones de sencillez ideal. De alli resulta que estos principios o relaciones, una vez encontrados, los acepta el espíritu como verdades absolutas, es decir, independientes de la realidad. Se concibe por ello que todas las deducciones lógicas de un razonamiento matemático son tan ciertas como su principio, y que no tienen necesidad de ser verificadas por la experiencia. Esto sería querer poner los sentidos por encima de la razón; sería absurdo tratar de probar lo que el espíritu admite como absolutamente verdadero, lo que no podría concebir de otro modo.

Pero cuando en lugar de ejercitarse sobre relaciones subjetivas cuyas condiciones ha creado su espíritu, el hombre quiere conocer las relaciones objetivas de la naturaleza que él no ha creado, inmediatamente el "criterium" interior y consciente le falla. Tiene siempre la conciencia, sin duda, de que en el mundo objetivo o exterior la verdad está igualmente constituida por relaciones necesarias, pero le falta el conocimiento de las condiciones de esas relaciones. Se precisaría, en efecto, que él hubiera creado esas condiciones para que poseyera su conocimiento y su concepción absolutos.

Sin embargo, el hombre debe creer que las relaciones objetivas de los fenómenos del mundo exterior podrían adquirir la certidumbre de las verdades subjetivas, si fueran reducidas a un estado de simplicidad que su espíritu pudiera abrazar completamente. Es así que en el estudio de los fenómenos naturales más simples, la ciencia experimental ha capta-do ciertas relaciones que parecen absolutas. Tales son las proposiciones que sirven de principios a la mecánica racional y a algunas ramas de la física matemática. En estas ciencias, en efecto, se razona por una deducción lógica que no se somete a la experiencia, porque se admite como en matemáticas, que siendo verdadero el principio lo son también las consecuencias. En todo caso, hay que señalar al respecto una gran diferencia, en el sentido de que el punto de partida no es aquí ya una verdad subjetiva y consciente, sino una verdad objetiva e inconsciente tomada a la observación o a la experiencia. Ahora bien, esta verdad es siempre relativa al número de experiencias y de observaciones que hayan sido hechas. Si hasta el presente ninguna observación ha desmentido la verdad en cuestión, no por ello concibe el espíritu la imposibilidad de que las cosas pasen de otro modo. De suerte que es siempre por hipótesis como se admite el principio absoluto, Es por ello que la aplicación del análisis matemático a los fenómenos naturales, aunque sean muy simples, puede ser peligrosa si la verificación experimental es rechazada por completo. En ese caso, el análisis matemático deviene un instrumento ciego, si no se lo retempla de tiempo en tiempo al calor de la experiencia. Yo expreso aquí un pensamiento emitido por muchos grandes matemáticos y grandes físicos, y para referirme a una de las opinónes más autorizadas en tal materia, citaré lo que mi sabio colega y amigo J. Bertrand ha escrito a este respecto en su bello elogio de Sénarmont: "La geometría no debe ser para el físico más que un poderoso auxiliar: cuando ella ha llevado los principios hasta sus últimas consecuencias, le es imposible hacer más, y la incertidumbre del punto de partida no puede más que acrecentarse por la ciega lógica del análisis, si la experiencia no viene a cada paso a servirle de brújula y de regla".

La mecánica racional y la física matemática forman, pues, el pasaje entre las matemáticas propiamente dichas y las ciencias experimentales. Ellas comprenden los casos más simples. Pero desde que entramos en la física y en la química, y con mayor razón en la biología, los fenómenos se complican con relaciones de tal manera numerosas, que los principios representados por la teoría, a los que hayamos podido elevarnos, no son más que provisorios, y tan hipotéticos, que nuestras deducciones, aunque muy lógicas, son completamente inciertas, y no podrían en ningún caso prescindir de la verificación experimental.

En una palabra, el hombre puede referir todos sus razonamientos a dos criterios: el uno interior y consciente, que es cierto y absoluto; el otro exterior e inconsciente, que es experimental y relativo.

Cuando razonamos sobre los objetos exteriores, pero considerándolos en relación a nosotros mismos según el agrado o el desagrado que nos causan, según su utilidad o sus inconvenientes, poseemos aún en nuestras sensaciones un "criterium" interior. De igual manera cuando razonamos sobre nuestros propios actos, tenemos igualmente un guía cierto, porque tenemos conciencia de lo que pensamos y lo que sentimos. Pero si queremos juzgar los actos de otro y conocer los móviles que le impulsan a obrar, todo es diferente. Sin duda tenemos delante de los ojos los movimientos de este hombre, y sus manifestaciones que son, estamos seguros de ello, los modos de expresión de su sensibilidad y de su voluntad. Además, admitimos todavía que hay una relación necesaria entre los actos y su causa; ¿pero cuál es esta causa? No la sentimos en nosotros, no tenemos conciencia de ella como cuando se trata de nosotros mismos; estamos obligados, pues, a interpretarla y suponerla de acuerdo a los movimientos que vemos y a las palabras que oímos. Debemos entonces controlar los actos de este hombre los unos por los otros; consideramos cómo procede en tal o cual circunstancia, y recurrimos, en una palabra, al método experimental. De igual manera cuando el investigador considera los fenómenos naturales que le rodean y quiere conocerlos en sí mismos y en sus relaciones mutuas y complejas de causalidad, todo criterio interior le falla, y se ve obligado a invocar la experiencia para controlar las suposiciones y los razonamientos que hace a su respecto. La experiencia, según la expresión de Goethe, deviene entonces la única mediadora entre lo objetivo y lo subjetivo 1, es decir, entre el investigador y los fenómenos que lo rodean.

El razonamiento experimental, pues, es el único que el naturalista y el médico pueden emplear para buscar la verdad y aproximarse a ella tanto como sea posible. En efecto, por su naturaleza misma de "criterium" exterior e inconsciente, la experiencia no da más que la verdad relativa, sin poder probar jamás al espíritu que éste la posee de una manera absoluta.

El experimentador que se encuentra frente a los fenómenos naturales, se asemeja a un espectador que observa escenas mudas. Es en cierta manera el juez de instrucción de la naturaleza; sólo que en lugar de estar en contacto con hombres que tratarían de engañarlo con mentirosas confesiones o con falsos testimonios, tiene que ver con fenómenos naturales, que son para él personajes de los que no conoce ni el lenguaje, ni las costumbres; que viven en medio de circunstancias que le son desconocidas, y de los que quiere, sin embargo, saber las intenciones. Emplea para ello todos los medios de que dispone. Observa sus acciones, su marcha, sus manifestaciones, y trata de desentrañar sus causas por medio de tentativas diversas, llamadas experiencias. Emplea todos los artificios imaginables, y como se dice vulgarmente, a menudo trata de sacar de mentira verdad.

En todo esto el experimentador razona necesariamente de acuerdo a sí mismo, y presta a la naturaleza sus propias ideas. Hace suposiciones sobre la causa de los actos que pasan ante sus ojos, y para saber si la hipótesis que sirve de base a su interpretación es justa, se arregla para hacer aparecer hechos que, en el orden lógico, puedan ser la confirmación o la negación de la idea que él ha concebido. Ahora bien, repito, este control lógico es el único que puede instruirlo y darle experiencia. El naturalista que observa animales de los que quiere conocer las costumbres y los hábitos, el fisiólogo y el médico que quieren estudiar las funciones ocultas de los cuerpos vivos, el físico y el químico que determinan los fenómenos de la materia inerte, todos están en el mismo caso, tienen delante de sí manifestaciones que no pueden interpretar más que con la ayuda del "criterium" experimental, el único del que tenemos que ocuparnos aquí.

§ II. – La intuición o sentimiento engendra la idea experimental

Hemos dicho más arriba que el método experimental se apoya sucesivamente sobre el sentimiento, la razón y la experiencia.

El sentimiento engendra la idea o hipótesis experimental, es decir, la interpretación anticipada de los fenómenos de la naturaleza. Toda la iniciativa experimental está en la idea, porque es ella la que provoca la experiencia. La razón o razonamiento no sirve más que para deducir las consecuencias de esta idea y para someterlas a la experiencia;

Una idea anticipada o hipótesis es, pues, el obligado punto de partida para todo razonamiento experimental. Sin esto no se podría hacer ninguna investigación, ni instruirse; no se podría más que acumular observaciones estériles. Si se experimentara sin idea preconcebida se iría a la ventura; pero por otra parte, como ya lo hemos dicho antes, si se observara con ideas preconcebidas, se harían malas observaciones, y se estaría expuesto a tomar las concepciones del propio espíritu por la realidad.

Las ideas experimentales no son innatas. Ellas no surgen espontáneamente, les es necesaria una ocasión o un excitante exterior, cosa que ocurre con todas las funciones fisiológicas. Para tener una primera idea de las cosas es preciso ver estas cosas; para tener una idea sobre un fenómeno de la naturaleza, es preciso, primeramente, observarlo. El espíritu del hombre no puede concebir un efecto sin causa, de suerte que la vista de un fenómeno despierta siempre en él una idea de causalidad. Todo el conocimiento humano se limita a remontar de los efectos observados a sus causas. A consecuencia de una observación, una idea relativa a la causa del fenómeno observado se presenta en el espíritu; después se introduce esta idea anticipada en un razonamiento en virtud del cual se hacen experiencias para controlarla.

Las ideas experimentales, como lo veremos más tarde, pueden nacer, sea a propósito de un objeto observado por azar, sea a consecuencia de una tentativa experimental, sea como corolarios de una teoría admitida. Lo único que es preciso señalar por el momento, es que la idea experimental no es arbitraria ni puramente imaginaria; debe tener siempre un punto de apoyo en la realidad observada, es decir, en la naturaleza. La hipótesis experimental, en una palabra, debe estar fundada siempre en una observación anterior. Otra condición esencial de la hipótesis, es que sea tan probable como sea posible, y que sea verificable experimentalmente. En efecto, si se formulara una hipótesis que la experiencia no pudiera verificar, saldríamos por ello mismo del método experimental para caer en los errores de los escolásticos y los sistemáticos.

No se pueden dar reglas para engendrar en el cerebro a propósito de una observación dada, una idea justa y fecunda que sea para el experimentador una especie de anticipación intuitiva del espíritu hacia una búsqueda feliz. Una vez emitida la idea, se puede indicar solamente cómo hay que someterla a preceptos definidos y a reglas lógicas precisas de las que ningún experimentador podría apartarse; pero su aparición ha sido totalmente espontánea, y su naturaleza es totalmente individual. Es un sentimiento particular, un "quid propium" que constituye la originalidad, la invención o el genio de cada uno. La idea nueva aparece como una relación nueva o inesperada que el espíritu percibe entre las cosas. Todas las inteligencias se asemejan sin duda, e ideas semejantes pueden nacer en todos los hombres con motivo de ciertas relaciones simples de los objetos que todo el mundo puede percibir. Pero como los sentidos, las inteligencias no tienen todas el mismo poder ni la misma agudeza, y hay relaciones sutiles y delicadas que no pueden ser sentidas, percibidas y develadas más que por espíritus más perspicaces, mejor dotados, o colocados en un medio intelectual que los predisponga de una manera favorable.

Si los hechos dieran necesariamente nacimiento a las ideas, cada hecho nuevo debería engendrar una idea nueva. Esto ocurre, ciertamente, muy a menudo; porque hay hechos nuevos que por su naturaleza, hacen acudir la misma nueva idea a todos los hombres colocados en las mismas condiciones de instrucción anterior. Pero hay también hechos que no dicen nada al espíritu del mayor número, mientras que son luminosos para otros. Ocurre también que un hecho o una observación permanece largo tiempo ante los ojos de un sabio sin inspirarle nada; después, de golpe, sobreviene la iluminación, y el espíritu interpreta el mismo hecho de muy otra mane-ra que antes y le encuentra relaciones totalmente nuevas. La idea nueva aparece entonces con la rapidez del relámpago, como una suerte de revelación súbita; lo que prueba bien que en este caso, el descubrimiento reside en un sentimiento de las cosas que es no solamente personal, sino que hasta es relativo al estado actual en que el espíritu se encuentra.

El método experimental no dará, pues, ideas nuevas y fecundas a aquellos que no las tienen; servirá solamente para dirigir las ideas en los que las tienen y para desenvolverlas a fin de sacar de ellas los mejores resultados posibles. La idea es el grano; el método es el suelo que le suministra las condiciones para desenvolverse, prosperar y dar los mejores frutos de acuerdo a su naturaleza. Pero de igual manera que no brotará jamás en el suelo más que lo que en él se siembre, no se desenvolverán por el método experimental más que las ideas que se le sometan. El método por sr mismo no engendra nada, y es un error de ciertos filósofos haber acordado al método demasiado poder en este sentido.

La idea experimental resulta de una suerte de presentimiento del espíritu, que juzga que las cosas deben ocurrir de cierta manera. Se puede decir a este respecto que tenemos en el espíritu la intuición o sentimiento de las leyes de la naturaleza, pero que no conocemos su forma. Sólo la experiencia puede enseñárnosla.

Los hombres que tienen el presentimiento de las verdades nuevas, son raros; en todas las ciencias, la mayoría de los hombres desenvuelven y prosiguen las ideas de una pequeña minoría. Los que hacen descubrimientos son los promotores de ideas nuevas y fecundas. Se da generalmente el nombre de descubrimiento al conocimiento de un hecho nuevo; pero yo pienso que es la idea, unida al hecho descubierto, lo que constituye en realidad el descubrimiento. Los hechos no son ni grandes ni pequeños por sí mismos. Un gran descubrimiento es un hecho que, al aparecer en la ciencia, ha dado nacimiento a ideas luminosas, cuya claridad ha disipado un gran número de sombras y mostrado caminos nuevos. Hay otros hechos que, aunque nuevos, no enseñan más que muy poca cosa; estos son entonces, pequeños descubrimientos. En fin, hay hechos nuevos que, aunque bien observados, no enseñan nada a nadie; permanecen, por el momento, aislados y estériles en la ciencia: esto es lo que podría llamarse el hecho bruto o hecho brutal.

El descubrimiento es, pues, la idea nueva que surge a propósito de un hecho encontrado por azar o de otra manera. En consecuencia, no podrá haber método para hacer descubrimientos, porque las teorías filosóficas no pueden tampoco dar el sentimiento inventivo y la justeza del espíritu a los que no los poseen, de igual manera que el conocimiento de las teorías acústicas u ópticas no puede dar un oído fino o una buena vista a los que están, naturalmente, privados de ello. Los buenos métodos pueden solamente enseñarnos a desenvolver y a utilizar mejor las facultades que la naturaleza nos ha dado, mientras que los malos métodos pueden impedirnos utilizarlas con provecho. Es así que el genio de la invención, tan precioso en las ciencias, puede verse disminuido y aun ahogado por un mal método, mientras que un buen método puede acrecerlo y desarrollarlo. En una palabra, un buen método favorece el desenvolvimiento científico y defiende al sabio contra las causas de error tan numerosas que encuentra en la búsqueda de la verdad; éste es el único objeto que pueda proponerse el método experimental. En las ciencias biológicas, este papel del método es todavía más importante que en las otras, a consecuencia de la complejidad inmensa de los fenómenos y de las innúmeras causas de error que esta complejidad introduce en la experimentación. Por lo demás, aun desde el punto de vista. biológico, no podríamos tener la pretensión de tratar aquí el método experimental de una manera completa; debemos limitarnos a dar algunos principios generales, que podrán guiar el espíritu del que se entregue a las investigaciones de medicina experimental.

§ III. El experimentador debe dudar, huir de las ideas fijas y conservar siempre su libertad de espíritu.

La primera condición que debe llenar un sabio que se entregue a la investigación de los fenómenos naturales, es la de .conservar una completa libertad de espíritu, basada en la duda filosófica. No hay que ser escéptico, sin embargo; hay que creer en la ciencia, es decir, en el determinismo, en la relación absoluta y necesaria de las cosas, tanto en los fenómenos propios de los seres vivos como en todos los otros; pero también es preciso, al mismo tiempo, estar bien convencido de que no poseemos esta relación más que de una manera más o menos aproximativa, y que las teorías que poseemos están lejos de representar verdades inmutables. Cuando formulamos una teoría general en nuestras ciencias, la única cosa de que estamos ciertos es de que todas estas teorías son falsas, absolutamente hablan-do. No son más que verdades parciales y provisorias que nos son necesarias, como escalones sobre los que nos apoyamos para avanzar en la investigación; ellas no representan más que el estado actual de nuestros conocimientos, y en consecuencia deberán modificarse con el adelanto de la ciencia, y tanto más a menudo cuanto menos adelantadas estén las ciencias en su evolución. Por otra parte, nuestras ideas, como lo hemos dicho, se nos ocurren ante los hechos que han sido previamente observados y que interpretamos en seguida. Ahora bien, innúmeras causas de error pueden deslizarse en nuestras observaciones, y pese a toda nuestra atención y nuestra sagacidad, jamás estamos seguros de haberlo visto todo, porque a menudo nos faltan los medios de constatación o son demasiado imperfectos. De todo esto resulta, pues, que si el razonamiento nos guía en la ciencia experimental, no nos impone, necesariamente, sus consecuencias. Nuestro espíritu puede permanecer siempre libre de aceptarlas o de discutirlas. Si se nos presenta una idea, no debemos rechazarla sólo porque no esté de acuerdo con las consecuencias lógicas de una teoría dominante. Podemos seguir nuestro sentimiento y nuestra idea y dar rienda suelta a nuestra imaginación, con tal de que todas nuestras ideas no sean más que pretextos para instituir nuevas experiencias que puedan suministrarnos hechos de prueba o inesperados o fecundos.

Esta libertad que conserva el experimentador, está, como ya lo he dicho, fundada en la duda filosófica. En efecto, debemos tener conciencia de la incertidumbre de nuestros razonamientos a causa de la oscuridad de su punto de partida. Este punto de partida reposa siempre, en el fondo, sobre hipótesis o sobre teorías más o menos imperfectas, según el estado de adelanto de las ciencias. En biología y particularmente en medicina, las teorías son tan precarias, que el experimentador conserva casi siempre su libertad. En química y en física los hechos devienen más simples, las ciencias están más adelantadas, las teorías son más seguras, y el experimentador debe tener más en cuenta y acordar una mayor importancia a las consecuencias del razonamiento experimental fundado sobre ellas. Pero aún entonces nunca debe dar un valor absoluto a estas teorías. En nuestros días se ha visto a grandes físicos hacer descubrimientos de primer orden, con motivo de experiencias instituídas de una manera ilógica con relación a las teorías admitidas. El astrónomo tiene suficiente confianza en los principios de su ciencia como para construir con ellos teorías matemáticas, pero esto no le impide verificarlas y controlarlas con observaciones directas; este precepto mismo, como lo hemos visto, no debe ser descuidado en mecánica racional. Pero en matemáticas, cuando se parte de un axioma o de un principio cuya verdad es absolutamente necesaria y consciente, la libertad no existe ya; las verdades adquiridas son inmutables. El geómetra no es libre de poner en duda si los tres ángulos de un triángulo son iguales o no a dos rectos; por consiguiente, no es libre de rechazar las consecuencias lógicas que se desprendan de este principio.

Si un médico se figurara que sus razonamientos tienen el valor de los de un matemático, estaría en el más grande de los errores y sería conducido a las conclusiones más falsas. Es desgraciadamente lo que ha ocurrido y lo que ocurre aún con los hombres que yo llamaría sistemáticos. En efecto, estos hombres parten de una idea más o menos fundada en la observación, a la que ellos consideran como una verdad absoluta. Entonces razonan lógicamente y sin experimentar, y llegan, de consecuencia en consecuencia, a construir un sistema que es lógico pero que no tiene ninguna realidad científica. A menudo las personas superficiales se dejan deslumbrar por esta apariencia de lógica y es así que se renuevan a veces en nuestros días discusiones dignas de la antigua escolástica. Esta fe demasiado grande en el razonamiento, que conduce al fisiólogo a una falsa simplificación de las cosas, se debe por una parte a la ignorancia de la ciencia de que habla, y por otra a la ausencia del sentimiento de complejidad de los fenómenos naturales. He aquí por qué vemos algunas veces a matemáticos puros, enormes espíritus por lo demás, caer en errores de ese género; simplifican demasiado y razonan sobre los fenómenos tal como se los representan en su espíritu, pero no tal como son en la naturaleza.

El gran principio experimental es, pues, la duda; la duda filosófica que deja al espíritu su libertad y su iniciativa, y de donde derivan las calidades más preciosas para un

investigador en fisiología y en medicina. No hay que creer en nuestras observaciones, en nuestras teorías, más que bajo beneficio de inventario experimental. Si se cree demasiado el espíritu se encuentra ligado. y disminuído por las consecuencias de su propio razonamiento; no hay ya libertad de acción y falta en consecuencia la iniciativa que posee el que sabe desembarazarse de esta fe ciega en las teorías, que no es en el fondo más que una superstición científica.

Se ha dicho a menudo que para hacer descubrimientos era necesario ser ignorante. Esta opinión, falsa en sí misma, oculta sin embargo una verdad. Significa que vale más no saber que tener en el espíritu ideas fijas apoyadas en teorías de las que se busca continuamente la confirmación descuidando todo lo que no esté relacionado con ellas. Esta disposición de espíritu es de las peores y es eminentemente opuesta a la invención. En efecto, un descubrimiento es en general una relación imprevista que no se encuentra comprendida en la teoría, porque sin esto sería prevista. Un hombre ignorante, que no conociera la teoría, estaría en efecto, desde ese punto de vista, en mejores condiciones de espíritu; la teoría no lo molestaría y no le impediría ver hechos nuevos que no percibe el que está preocupado por una teoría exclusiva. Pero apresurémonos a decir que no se trata aquí de convertir la ignorancia en principio. Mientras más instruído se es, más conocimientos anteriores se poseen, mejor dispuesto se tiene el espíritu para hacer descubrimientos grandes y fecundos. Sólo que es preciso conservar la libertad de espíritu, como lo hemos dicho más arriba, y creer que en la naturaleza lo absurdo según nuestras teorías, no siempre es imposible.

Los hombres que tienen una fe excesiva en sus teorías o en sus ideas no sólo están mal dispuestos para hacer descubrimientos, sino que hacen también malísimas observaciones. Observan necesariamente con una idea preconcebida, y cuando han instituído una experiencia, no quieren ver en sus resultados más que una confirmación de su teoría. Desfiguran así la observación y descuidan a menudo hechos importantísimos, porque no concurren a su objetivo. Es esto lo que nos ha hecho decir en otra parte que nunca había que hacer experiencias para confirmar las ideas sino simplemente para controlarlas; lo que significa, en otros términos, que es preciso aceptar los resultados de la experiencia tales como se presentan, con todas sus sorpresas y sus accidentes.

Pero ocurre aun muy naturalmente, que los que creen demasiado en sus teorías no creen bastante en las de los demás. Entonces la idea dominante de estos críticos es la de encontrar las teorías ajenas en falla y buscar el medio de contradecirlas. El inconveniente sigue siendo el mismo para la ciencia. No hacen experiencias más que para destruir una teoría, en lugar de hacerlas para buscar la verdad. Hacen igualmente malas observaciones, porque no toman de los resultados de sus experiencias más que lo que conviene a su objetivo, descuidando lo que no se relaciona con él y apartando cuidadosamente todo lo que podria ir en el sentido de la idea que quieren combatir. Dos vías opuestas nos conducen, pues, al mismo resultado, es decir, a falsear la ciencia y los hechos.

La conclusión de todo esto consiste en que es preciso borrar nuestra opinión tanto como la ajena ante las decisiones de la experiencia. Cuando se discute y se experimenta como acabamos de decirlo, para probar a toda costa una idea preconcebida, ya no se tiene libre el espíritu ni se busca más la verdad. Se hace ciencia estrecha en la que se mezclan la vanidad personal o las diversas pasiones humanas. El amor propio, sin embargo, no debería tener nada que ver con todas estas vanas disputas. Cuando dos fisiólogos o dos médicos se querellan por sostener cada uno sus ideas o sus teorías, no hay en medio de sus argumentos contradictorios más que una sola cosa que sea absolutamente cierta: y es que las dos teorías son insuficientes y no representan la verdad ni la una ni la otra. El espíritu verdaderamente científico debería, pues, volvernos modestos y benevolentes. En realidad, todos sabemos poca cosa y todos somos falibles frente a las dificultades inmensas que nos ofrece la investigación de los fenómenos naturales. Lo mejor que podríamos hacer, pues, sería reunir nuestros esfuerzos, en lugar de dividirlos y neutralizarlos por disputas personales. En una palabra, el investigador que quiera encontrar la verdad, debe conservar su espíritu libre, calmo, y si fuera posible, no tener jamás, como dijo Bacon, el ojo humedecido por las pasiones humanas.

En la educación científica, importará mucho distinguir, como lo haremos más lejos, el determinismo que es el principio absoluto de la ciencia, de las teorías que no son más que principios relativos a los que no se debe acordar más que un valor provisorio en la búsqueda de la verdad. En una palabra, no hay que enseñar las teorías como dogma o artículos de fe. Por esta creencia exagerada en las teorías, se daría una idea falsa de la ciencia, se sobrecargaría y esclavizaría el espíritu, robándole su libertad, ahogando su originalidad, y dándole la afición a los sistemas.

Las teorías que representan el conjunto de nuestras ideas científicas son sin duda indispensables para representar la ciencia. Deben servir de punto de apoyo a ideas investigadoras nuevas. Pero no siendo estas teorías ni estas ideas la verdad inmutable, es necesario estar siempre prestos a abandonarlas, a modificarlas o a cambiarlas en cuanto no representen más la realidad. En una palabra, es preciso modificar la teoría para adaptarla a la naturaleza, y no la naturaleza para adaptarla a la teoría.

En resumen, hay que considerar dos cosas en la ciencia experimental: el método y la idea. El método tiene por objeto dirigir la idea que se lanza adelante en la interpretación de los fenómenos naturales y en la búsqueda de la verdad. La idea debe siempre permanecer independiente, y no hay que encadenarla ni con creencias científicas ni con creencias filosóficas o religiosas; es preciso ser audaz y libre en la manifestación de nuestras ideas, seguir el propio sentimiento y no detenerse en esos temores pueriles de la contradicción de las teorías. Si se está bien imbuído en los principios del método experimental, no hay nada que temer; porque mientras la idea es justa se continúa desarrollándola; cuando es errónea, la experiencia está allí para rectificarla. Es preciso, pues, saber zanjar las cuestiones aun a riesgo de errar. Se sirve más a la ciencia, se ha dicho, por el error que por la confusión, lo que significa que hay que impulsar sin temor las ideas hacia su máximo desenvolvimiento, con tal de que se las regle y de que se tenga siempre cuidado de juzgarlas por medio de la experiencia. La idea, en una palabra, es el móvil de todo razonamiento en ciencia como en cualquier otra cosa. Pero en todas partes la idea debe estar sometida a un "criterium". En ciencia, este "criterium" es el método experimental o experiencia; este "criterium" es indispensable, y debemos aplicarlo a nuestras propias ideas tanto como a las ajenas.

§ IV. Carácter independiente del método experimental.

De todo lo que se ha dicho precedentemente resulta por fuerza que la opinión de cualquier hombre, formulada en teoría o de otra manera, no podría ser considerada en las ciencias como representación de la verdad completa. Es una guía, una luz, pero no una autoridad absoluta. La revolución que el método experimental ha operado en las ciencias, consiste en haber sustituído un "criterium" científico a la autoridad personal.

El carácter del método experimental reside en no creer más que a sí mismo, puesto que encierra en sí mismo su criterio que es la experiencia. No reconoce otra autoridad que la de los hechos, y se emancipa de la autoridad personal. Cuando Descartes decía que no hay que referirse más que a la evidencia o a lo que está suficientemente demostrado, esto significaba que no había que referirse más a la autoridad, como hacía la escolástica, sino que había que apoyarse sobre los hechos bien establecidos por la experiencia.

De ello resulta que, en la ciencia, cuando hemos emitido una idea o una teoría, no debemos tener por objetivo conservarla buscando todo lo que pueda apoyarla y separando todo lo que pueda invalidarla. Debemos por el contrario examinar con el mayor cuidado los hechos que parezcan destruirla, porque el progreso real consiste siempre en cambiar una teoría antigua que encierra menos hechos por una nueva. que los comprende en mayor número. Esto' prueba que se ha avanzado, porque en la ciencia, el gran precepto es el que predica modificar y cambiar nuestras ideas a medida que la ciencia adelanta. Nuestras ideas no son más que instrumentos intelectuales que nos sirven para penetrar en los fenómenos; hay que cambiarlas cuando han desempeñado su papel, como se cambia un bisturí despuntado cuando ha servido por largo tiempo.

Las ideas y las teorías de nuestros predecesores no deben ser conservadas más que mientras representen el estado de la ciencia, pero están evidentemente destinadas a cambiar, a menos que se admita que la ciencia no debe hacer más progresos, lo que es imposible. Bajo este aspecto habría quizás que establecer una distinción entre las ciencias matemáticas y las ciencias experimentales. Como las verdades matemáticas son inmutables y absolutas, la ciencia se acrecienta por yuxtaposición simple y sucesiva de todas las verdades adquiridas. En las ciencias experimentales por el contrario, como las verdades no son más que relativas, la ciencia no puede avanzar más que por revolución y por absorción de las verdades antiguas en una forma científica nueva.

En las ciencias experimentales, el respeto mal entendido de la autoridad personal, sería una superstición, y constituiría un verdadera obstáculo al progreso de la ciencia; sería al mismo tiempo contrario a los ejemplos que nos han dado los grandes hombres de todos los tiempos. En efecto, los grandes hombres son precisamente aquellos que han aportado nuevas ideas y destruído errores. Ellos no han respetado la autoridad de sus predecesores, y no comprenden que pueda obrarse de otro modo con respecto a ellos.

Esta no-sumisión a la autoridad, que el método experimental consagra como un precepto fundamental, no está de ninguna manera en desacuerdo con el respeto y la admiración que consagramos a los grandes hombres que nos han precedido, y a los que debemos los descubrimientos que son las bases de las ciencias actuales.

En las ciencias experimentales los grandes hombres no son jamás promotores de verdades absolutas e inmutables. Todo gran hombre pertenece a su tiempo y no puede venir más que a su hora, en el sentido de que hay una sucesión necesaria y subordinada en la aparición de los descubrimientos científicos. Los grandes hombres pueden ser comparados con antorchas que brillan de tanto en tanto para guiar la marcha de la ciencia. Ellos esclarecen su época, sea descubriendo fenómenos imprevistos y fecundos que abren vías nuevas y muestran horizontes desconocidos, sea generalizando los hechos científicos adquiridos y arrancándoles verdades que sus antecesores no habían advertido. Cada gran hombre hace dar un gran paso a la ciencia que fecunda, pero no tiene jamás la pretensión de marcar sus postreros limites, y está necesariamente destinado a ser sobrepasado y dejado atrás por los progresos de las generaciones que le siguen. Los grandes hombres han sido comparados a gigantes sobre cuyas espaldas trepan los pigmeos, que, por lo mismo, ven más lejos que ellos. Esto quiere decir simplemente que las ciencias hacen progresos después de estos grandes hombres y precisamente a causa de su influencia. De donde resulta que sus sucesores tendrán adquiridos conocimientos científicos más numerosos que los que esos grandes hombres poseían en su tiempo. Pero no por eso el gran hombre deja de ser el gran hombre, es decir, el gigante.

Hay, en efecto, dos partes en las ciencias en evolución: hay por un lado lo adquirido y por el otro lo que falta adquirir. Para lo adquirido, cualquiera es lo mismo, más o menos, y los grandes no podrían distinguirse de .los otros. Hasta ocurre a menudo que los hombres mediocres son los que poseen más conocimientos adquiridos. Es en las partes oscuras de la ciencia donde se reconoce al gran hombre; él se caracteriza por ideas geniales que iluminan fenómenos hasta entonces oscuros y que impulsan la ciencia hacia adelante.

En resumen, el método experimental abreva en sí mismo una autoridad impersonal que domina la ciencia. Él la impone aún a los grandes hombres, en lugar de tratar como los escolásticos de probar con los textos que son infalibles y que han visto, dicho o pensado, todo lo que se ha descubierto después. Cada época tiene su suma de errores y de verdades. Hay errores que son en cierto modo inherentes a su época, y que sólo los progresos ulteriores de la ciencia pueden hacer reconocer. Los progresos del método experimental, consisten en que la suma de las verdades aumenta a medida que la suma de los errores disminuye. Pero cada una de estas verdades particulares se agrega a las otras para constituir verdades más generales. Los nombres de los promotores de la ciencia desaparecen poco a poco en esta fusión, y mientras más avanza la ciencia, más toma una forma impersonal y se desprende del pasado. Me apresuro a agregar para evitar una confusión que a menudo ha sido cometida, que yo entiendo hablar aquí nada más que de la evolución de la ciencia. Para las artes y las letras la personalidad lo domina todo. Se trata allí de una creación espontánea del espíritu, y eso no tiene nada de común con la constatación de los fenómenos naturales, en los que nuestro espíritu no debe crear nada. El pasado conserva todo su valor en estas creaciones de las artes y de las letras; cada individualidad permanece inmutable en el tiempo y no puede confundirse con las otras. Un poeta contemporáneo ha caracterizado este sentimiento de la personalidad del arte y de la impersonalidad de la ciencia por estas palabras: el arte es "yo"; la ciencia es "nosotros".

El método experimental es el método científico que proclama la libertad del espíritu y del pensamiento. Él sacude no solamente el yugo filosófico y teológico, sino también el de la autoridad científica personal. Esto no es orgullo ni jactancia; el experimentador por el contrario hace acto de humildad negando la autoridad personal, porque duda también de sus propios conocimientos, y somete la autoridad de los hombres a la de la experiencia y a la de las leyes de la naturaleza.

La física y la química, como son ciencias constituídas, nos presentan esta independencia y esta impersonalidad que reclama el método experimental. Pero la medicina está todavía en las tinieblas del empirismo, y sufre las consecuencias de su estado de atraso. Se la ve todavía más o menos mezclada a la religión y a lo sobrenatural. Lo maravilloso y la superstición juegan aquí un gran papel. Los brujos, los sonámbulos, los curanderos en virtud de un don del cielo, son escuchados al igual de los médicos. La personalidad médica es colocada por encima de la ciencia por los médicos mismos; ellos buscan sus autoridades en la tradición, en las doctrinas o en la intuición médica. Este estado de cosas es la prueba más clara de que el método experimental no ha llegado aún a la medicina.

El método experimental, método del libre pensador, no busca más que la verdad científica. El sentimiento, de donde todo emana, debe conservar su entera espontaneidad y toda su libertad para la manifestación de las ideas experimentales; la razón debe también conservar la libertad de dudar, y por ello se impone el someter siempre la idea al control de la experiencia. De igual modo que en los otros actos humanos el sentimiento determina la acción manifestando la idea que da su motivo, así también en el método experimental es el sentimiento el que tiene la iniciativa, por la idea. El sentimiento sólo es el que dirige el espíritu, y el que constituye el "primum movens" de la ciencia. El genio se traduce por un sentimiento delicado que presiente de una manera justa las leyes de los fenómenos de la naturaleza; pero lo que no hay que olvidar jamás, es que la justeza del sentimiento y la fecundidad de la idea no pueden ser establecidas y probadas más que por la experiencia.

§ V. De la inducción y de la deducción en el razonamiento experimental.

Después de haber tratado en todo lo que precede la influencia de la idea experimental, examinemos ahora cómo el método, imponiendo siempre al razonamiento la forma dubitativa, debe dirigirla de una manera más segura en la búsqueda de la verdad.

Hemos dicho por lo demás que el razonamiento experimental se ejerce sobre fenómenos observados, es decir, sobre observaciones; pero en realidad no se aplica más que a las ideas que el aspecto de estos fenómenos ha despertado en nuestro espíritu. El principio del razonamiento experimental será, pues, siempre una idea que se trata de introducir en un razona-miento experimental, para someterla al "criterium" de los hechos, es decir, a la experiencia.

Hay dos formas de razonamiento: 1º, la forma investigativa, o interrogativa, que emplea el hombre que no sabe y que quiere instruirse; 2º, .la forma demostrativa o afirmativa, que emplea el hombre que sabe o cree saber, y que quiere instruir a los otros.

Los filósofos parecen haber distinguido estas dos formas de razonamiento bajo los nombres de razonamiento inductivo y razonamiento deductivo; han admitido además dos métodos científicos: el método inductivo o inducción, propio de las ciencias físicas experimentales, y el método deductivo o deducción, que pertenece más especialmente a las ciencias matemáticas.

Resultaría de ello que la forma especial del razonamiento experimental, la única de que debemos ocuparnos aquí, sería la inducción.

Se define la inducción diciendo que es un procedimiento del espíritu que va de lo particular a lo general, en tanto que la deducción sería el procedimiento inverso que iría de lo general a lo particular. Ciertamente, no tengo la pretensión de entrar en una discusión filosófica que estaría aquí fuera de su lugar y de mi competencia; sólo me limitaré a decir, en calidad de experimentador, que en la práctica me parece muy difícil justificar esta diferencia y separar netamente la inducción de la deducción. Si el espíritu del experimentador procede de ordinario partiendo de las observaciones particulares para remontar a principios, a leyes o a proposiciones generales, procede también necesariamente partiendo de estas mismas proposiciones generales o leyes para ir a hechos particulares que deduce lógicamente de esos principios. Sólo que cuando la certidumbre del principio no es absoluta, se trata siempre de una deducción provisoria que reclama la verificación experimental. Todas las variedades aparentes del razonamiento no residen más que en la naturaleza del tema que se-trata y en su mayor o menor complejidad. Pero en todos estos casos, el espíritu del hombre funciona siempre, igualmente, por silogismo; no podría conducirse en otra forma.

Así como en la marcha natural del cuerpo el hombre no puede avanzar más que apoyando un pie delante del otro, de igual modo en la marcha natural del espíritu, el hombre no puede avanzar más que poniendo una idea delante de otra. Lo que quiere decir, en otros términos, que es preciso siempre un primer punto de apoyo al espíritu como al cuerpo. El punto de apoyo del cuerpo es el suelo del que el pie tiene la sensación; el punto de apoyo del espíritu es lo conocido, es decir, una verdad o un principio de la que el espíritu tiene conciencia. El hombre no puede aprender nada más que yendo de lo conocido a lo desconocido; pero por otra parte, como el hombre al nacer no posee la ciencia infusa, y no sabe nada más que lo que aprende, parece que estuviéramos en un círculo vicioso y el hombre condenado a no conocer nada. Sería así, en efecto, si el hombre no tuviera en su razón el sentimiento de las relaciones y del determinismo que devienen "criterium" de la verdad; pero en todos los casos, no puede obtener esta verdad o aproximarse a ella más que por el razonamiento y por la experiencia.

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