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Citas y notas en torno al pacifismo de Tolstoi




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2

  1. La transformación
  2. El rechazo al statu quo político y religioso
  3. El rechazo al statu quo económico
  4. Extracto de un diálogo entre un muerto católico y un vivo tolstoiano

La transformación

Algún día relataré la historia de mi vida y referiré detalladamente los incidentes patéticos e instructivos de mi juventud. Creo que muchos hombres han tenido las mismas experiencias que yo. Deseaba con toda mi alma ser bueno, pero era joven, tenía pasiones y estaba solo, enteramente solo en mi busca del bien. Cada vez que trataba de expresar los anhelos de mi corazón de ser moralmente bueno, tropezaba con el desprecio y el ridículo, pero cuando me entregaba a las malas pasiones, me elogiaban y me alentaban. Esa ambición, el ansia de poder, la lujuria, el orgullo, la ira, la venganza, eran tenidos en gran estima. Di muerte a hombres en la guerra, maté en duelo a otras personas, perdí en el juego, disipé el fruto del sudor de los campesinos, les castigué cruelmente, me divertí con mujeres perdidas, engañé a los hombres. La mentira, el robo, el adulterio de todas clases, la borrachera, la violencia, el homicidio… No hubo un crimen que yo no cometiese, y sin embargo, no por ello dejaba de ser considerado por mis iguales como un hombre relativamente moral. Seguí como escritor el mismo camino que había elegido como hombre. Para obtener fama y dinero, que era la finalidad que me llevaba a escribir, me vi obligado a ocultar lo bueno y a decir lo malo. Eso hice. ¡Cuántas veces, al escribir, me devané los sesos para ocultar bajo la máscara de la indiferencia y de la broma esos anhelos de algo mejor que constituían el verdadero pensamiento de mi vida! También conseguí eso y me sentía orgulloso por ello. Únicamente a raros intervalos mi sentimiento, y no mi razón, se sublevaba contra la superstición común de nuestra época, que lleva a los hombres a ignorar su propia ignorancia de la vida. Durante mi residencia en París, la vista de una ejecución de la pena capital me reveló la debilidad de mi creencia supersticiosa en el progreso. Cuando vi la cabeza de aquel hombre desprenderse del cuerpo y oí el ruido que produjo al caer en el sexto, comprendí, no con mi razón, sino con todo mi ser, que ninguna teoría de la sabiduría de las cosas establecidas ni del progreso podía justificar semejante acto, y que aunque todos los hombres que han existido en el mundo desde la creación, basándose en la teoría que fuese, hubiesen encontrado que aquello era necesario, yo sabía que no era necesario, que estaba mal hecho, y que, por consiguiente, yo debía juzgar en adelante lo que es justo y necesario, no por lo que dicen y hacen los hombres, no por lo que significa el progreso, sino por lo que me dicta el corazón. Mientras pensaba en la administración de mi casa y de mis propiedades, que en aquella época me llevaba gran parte de mi tiempo, de pronto se me ocurrió este problema: –Está bien. Poseo seis mil deciatinas de terreno en el gobierno de Samara y trescientos caballos. ¿Y luego, qué? Cuando pensaba en la fama que me proporcionaban mis obras, me decía: –Bueno, supongamos que llego a ser más famoso que Gogol, Pushkin, Shakespeare o Molière, más famoso que todos los demás escritores del mundo… ¿y luego, qué? Viví del modo que vive el pueblo durante dos años y entonces se produjo un cambio que se venía preparando en mí desde hacía largo tiempo y cuyos síntomas había sentido siempre oscuramente: la vida de nuestro círculo de hombres ricos y cultos no sólo se me hizo repulsiva, sino que perdió para mí todo sentido. Todos nuestros actos, nuestros razonamientos, nuestra ciencia y nuestro arte se me aparecían bajo una nueva luz. Comprendí que todo eso era un juego de niños y que era inútil buscarle un sentido. La vida de las clases trabajadoras, del conjunto de humanidades, de los que crean la vida, se me aparecía en su verdadero significado. Comprendí que esa era la vida verdadera y que el sentido que se da a esa vida es el verdadero, y la acepté. Me había equivocado, no tanto por haber pensado incorrectamente, como por haber vivido mal. […] Había preguntado qué era la vida y la respuesta era: «Un mal absurdo». Y, ciertamente, mi vida –una vida de complacencia, de sensualidad– era un absurdo y un mal; y la respuesta: «La vida es absurda y mala» se refería, por lo tanto, únicamente a mi vida y no a la vida humana en general […]. Comprendí que si quería comprender la vida y su significado no debía vivir la vida de un parásito, sino una vida real. Durante todo aquel año, cuando me preguntaba a mí mismo, casi a cada minuto, si pondría o no fin a todo aquello mediante una cuerda o una pistola, durante todo el tiempo que mi mente estuvo ocupada con los pensamientos que he descrito, mi corazón se sentía atormentado por un sentimiento doloroso. No puedo llamar a ese sentimiento de otro modo que la busca de Dios. León Tolstoi, Mi confesión (Madrid, La España Moderna, s/f)

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