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Citas y notas en torno al pacifismo de Tolstoi (página 2)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2

El rechazo al statu quo político y religioso

He llegado a la conclusión de que nuestra riqueza es la causa real de la miseria del pueblo. Los Estados y los gobiernos intrigan y van a la guerra por la propiedad, ya sea por las márgenes del Rin, por las tierras del África, por China o por los Balcanes; los banqueros, los comerciantes, los industriales y los terratenientes trabajan, hacen planes y se atormentan a sí mismos y atormentan a los demás solamente a causa de la propiedad. Los funcionarios luchan, defraudan, oprimen y sufren únicamente a causa de la propiedad. Nuestras cortes de justicia, nuestra policía, defienden la propiedad. Nuestras colonias penales y nuestras prisiones, todos los horrores de nuestra llamada supresión del crimen, existen únicamente para proteger a la propiedad. Cuando nos encontramos con los revolucionarios [políticos] cometemos con frecuencia el error de pensar que nosotros y ellos tenemos puntos de contacto. Tanto ellos como nosotros declaramos que no queremos Estado, ni propiedad, ni injusticia, ni otras muchas cosas. Sin embargo, hay una gran diferencia entre nosotros y ellos: para el cristiano no existe el Estado, y ellos quieren destruir el Estado; para el cristiano no existe la propiedad, y ellos quieren abolirla; para el cristiano todos los hombres son iguales, y ellos quieren destruir la desigualdad. Los revolucionarios [políticos] luchan contra el gobierno desde fuera, pero la cristiandad no lucha de modo alguno; destruye los fundamentos del Estado desde dentro. Somos hermanos, pero cada mañana mi hermano o mi hermana realiza para mí los trabajos más serviles. Somos hermanos, pero yo debo tener mi cigarro por la mañana, mi azúcar, mi espejo u otras cosas cuya manufactura ha costado con frecuencia su salud a mis hermanos y hermanas, y no por eso debo abstenerme de utilizarlos, sino que por el contrario, los exijo. Somos hermanos, y recibo un salario por juzgar, probar la culpabilidad y castigar al ladrón o a la prostituta, cuya existencia es una consecuencia natural de mi sistema de vida y estoy completamente seguro de que yo no seré ni condenado ni castigado. Somos todos hermanos, pero recibo un salario por predicar una doctrina pseudo- cristiana, en la cual yo mismo no creo, y por lo tanto impidiendo a los demás hombres que descubran la verdadera; recibo un salario como sacerdote u obispo por engañar al pueblo en una materia de vital importancia para él. Somos hermanos, pero hago que mi hermano me pague todos mis servicios, ya escriba libros para él, ya le eduque, ya le atienda como médico. Somos todos hermanos, pero recibo un salario por prepararme para convertirme en asesino, por aprender el arte de la guerra, o por fabricar armas y municiones y construir fortificaciones. Cualquier hombre de nuestra época que investigue el antagonismo entre sus convicciones y sus actos, se encuentra en una situación desesperada. Los hombres que se hunden en toda clase de vicios, como el vino, el tabaco, los naipes, la lectura de diarios, los viajes y toda clase de espectáculos, persiguen todas esas diversiones con mortal seriedad, como si fuesen verdaderas distracciones, y ciertamente lo son. Si los hombres careciesen de esas distracciones, la mitad de ellos se daría muerte, pues vivir una vida llena de contradicciones hacia nuestras convicciones resulta insoportable, y esa es la vida que vivimos la mayoría de nosotros en la época actual. Si el Emperador precisa mi dinero, que lo tome; si necesita mi casa, mi trabajo, que los tome; si necesita mi esposa, mis hijos y mi vida, que los tome; nada de eso pertenece a Dios. Pero si el Emperador me exige que empuñe garrote y que lo descargue en la espalda de mi vecino, eso es de Dios. Mi acción es mi vida, aquello que debo dar cuenta a Dios, y lo que Dios me ha prohibido no lo puedo hacer ni siquiera por orden del Emperador. No puedo atar a un hombre, meterle en la cárcel, perseguirle, darle muerte; todo eso es mi vida y mi vida es de Dios y no se la puedo ofrecer a otro que a Dios. Las palabras «Dad a Dios lo que es de Dios» significan para nosotros que debemos dar a Dios los sirios y las plegarias, todo lo que necesitamos, lo menos posible. Y todo el resto, nuestra vida entera, lo íntimo de nuestra alma, que pertenece a Dios, se lo hemos dado al César, es decir (tal y como los judíos consideraban a César) a un extranjero odiado. Aunque busca de mi alma excusa para nuestra manera de vivir, se lo puedo ver sin cólera ni mi salón ni el de los demás. No puedo ver ni una mesa bien servida a la manera señorial, mi coche ni cochero bien alimentado, ni caballos, ni tiendas, ni teatros, ni ninguna reunión. No puedo ver, junto a esto, a los habitantes de la casa Liapón (un asilo nocturno) hambrientos y helados. No puedo evitar el pensamiento de que estas dos cosas se completan, de que una proviene de la otra. Mi primera sensación fue la de que yo era responsable de todo eso, y esta sensación perdura en mí. León Tolstoi, La salvación está en vosotros y ¿Qué debemos hacer? (Barcelona, Maucci, 1902)

El rechazo al statu quo económico

En mi juventud se introdujo una vez en los círculos sociales cierto juego de azar. Fueron muchos los que se aficionaron a él, y muchos también los que perdieron con él cuanto tenían, los que arruinaron la felicidad de sus familias y acabaron suicidándose. Entonces se prohibió por ley ese juego, y esta prohibición subsiste todavía. Pero los juegos de que son teatro las bolsas de comercio de nuestros tiempos, son mucho peores, porque estos juegos comprometen la felicidad de miles de individuos; sin embargo, están permitidos en todo el mundo civilizado. Hace mucho tiempo que la esclavitud ha sido abolida. Se la ha abolido en Roma, en América, y hasta en Rusia; pero sólo en el nombre, y no de hecho. Mientras haya quienes no trabajan, mientras haya quienes trabajen por los que no trabajan, no por su gusto sino porque necesitan una parte del dinero que los otros acaparan, mientras esto sea así, habrá esclavitud siempre. Y donde haya hombres que «manejen grandes capitales», es decir, que aprovechen el trabajo de millones de hermanos suyos, creyéndose perfectamente justificados al hacer esto, allí tendremos la esclavitud en la peor de sus formas. Los paisanos rusos tienen completa razón cuando creen que pronto volverá a ser la tierra lo que debe ser: un bien común. En nuestros días, la injusticia, la insensatez y la crueldad de la posesión de la tierra por los que no la trabajan se han hecho tan evidentes como lo eran, hace cincuenta años, la injusticia, la insensatez y la crueldad de la posesión de los siervos. Sea porque otros medios de opresión han sido abolidos, sea porque los hombres se han hecho más ilustrados, hoy todos ven claramente (tanto los que poseen la tierra, como los que están privados de ella), lo que antes no veían: el paisano que ha trabajado toda su vida no tiene bastante pan porque no ha podido sembrar; no tiene bastante leche para sus hijos y sus abuelos porque no hay campos de pastoreo, y no tiene madera para reparar su choza carcomida y para calentarse, aunque al lado de él el propietario rural, que no trabaja y que vive en su mansión enorme, nutre sus perritos con leche, construye pabellones y caballerías con vidrieras, hace criar a sus ovejas sobre decenas de millares de hectáreas, dibuja parques, planta bosques, come y bebe en una semana lo que podría servir para alimentar, durante un año entero, a la aldea que se muere de hambre. Los hombres de hoy ven esto y comprenden que las condiciones de la vida no deben ser como son. La injusticia, la insensatez y la crueldad de este estado de cosas saltan ahora a los ojos de todos, como saltaban antes la injusticia, la insensatez y la crueldad de la servidumbre. Y en cuanto los hombres vean claramente la injusticia, la insensatez y la crueldad de este estado de cosas, éste tendrá que concluir inevitablemente, de un modo o de otro. Así ha concluido la servidumbre; así debe desaparecer, y muy pronto, la propiedad territorial. León Tolstoi, ¿Qué es el dinero? (Buenos Aires, Tor, 1922)

Extracto de un diálogo entre un muerto católico y un vivo tolstoiano

RAMÓN DE CAMPOAMOR. — ¡Tolstoi! ¡El ejemplo perfecto del individuo que quiso sobrepasar su esfera de acción! Como novelista y cuentista fue uno de los más grandes, pero como profeta… ¡Dios me libre! Loco, loco y mil veces loco por no haber sabido circunscribirse dentro de los límites del mundo de la literatura.

CORNELIO CORNEJÍN. –¿No leyó usted el libro La salvación está en vosotros? CAMPOAMOR. –¿Quién lo escribió? CORNEJÍN. –Tolstoi. Estamos hablando de Tolstoi. CAMPOAMOR. –Sí, claro… Pero no, no tuve el gusto de leerlo.

CORNEJÍN. –El disgusto querrá decir, porque dice cosas tan ciertas respecto del cristianismo y tan contrarias a lo que usted opina, que si usted no estuviese ya muerto se moriría de rabia si le contase yo algunos pasajes de tan controvertida obra.

CAMPOAMOR. –Errado estás, jovencito. Tal vez sí me moriría, pero no de rabia, sino de risa. El conde Tolstoi golpeó las puertas del Cielo unos diez años después de que yo entrara, y yo mismo fui el encargado de recibirle. Cuando estuvimos frente a frente, yo puertas adentro, él puertas afuera, le dije: "Querido conde, aquí vivimos todos encima de las nubes. Cada cual tiene la suya propia, que es de su exclusiva propiedad. Ahora bien; usted afirma que la propiedad es un robo, visto lo cual seguramente no aceptará la nube que le tenemos destinada". "Nooo… Esteee… –me interrumpió un tanto inquieto–. No debe usted tomar mis palabras tan literalmente…" "No se abochorne, caballero –le susurré–. Sé que no se sentiría cómodo viviendo aquí, en una nube de su exclusiva propiedad, así que no se disculpe y vaya donde Satán, que allí viven todos juntos, apelotonados y chamuscados en un comunitario mar de azufre incandescente".

¡No sabes lo triste que se fue!…

CORNEJÍN. –Tenía entendido que era San Pedro el que se ocupaba de recibir a los recién llegados…

CAMPOAMOR. –Y no te han mentido, pero en ese momento le habían agarrado ganas de ir al baño y me pidió que lo suplantase.

CORNEJÍN. –A mí se me hace que San Pedro hubiese sido más piadoso que usted a la hora de darle a Tolstoi la bienvenida…

CAMPOAMOR. –¿Vas a contarme o no lo que dijo ese seudo cristiano en ese libraco tan admirado por ti? ¡Vamos, que no es malo espetar unas carcajadas de vez en cuando! CORNEJÍN. –Se lo voy a contar, porque tampoco es malo hacerle saber al criminal que su accionar es inmoral, y que es de sabios reconocer el error y rectificar el camino. Comenzaré con un extracto de la declaración de principios que hace Tolstoi desde las páginas 10 a 13:

Reconocemos que el pueblo no tiene derecho ni a defenderse de los enemigos de fuera ni a atacarles. Reconocemos también que los individuos aislados no pueden tener este derecho en sus recíprocas relaciones, porque la unidad no puede tener más grandes derechos que los de la colectividad. Si el gobierno no debe resistir a los conquistadores extranjeros, cuyo objeto es arrasar nuestra patria y aniquilar a nuestros conciudadanos, tampoco puede oponerse la violencia a los individuos que amenazan a la tranquilidad y seguridad públicas. Porque la doctrina profesada por las iglesias, según la cual todos los estados de la tierra fueron establecidos y aprobados por Dios, y las autoridades existentes en los Estados Unidos, en Rusia, en Turquía, etc. emanan de su voluntad, es tan estúpida como blasfemadora. Esta doctrina representa a nuestro Creador como un ser parcial, establecedor o impulsor al mal. Nadie puede afirmar que las autoridades de no importa qué país obran con sus enemigos como lo ordena la doctrina de Cristo. De consiguiente, sus acciones no pueden agradar a Dios, y no pueden ser establecidas por Él, sino destruidas, no a la fuerza, sino por medio de la regeneración moral de los hombres. […] consideramos imposible para nosotros, no sólo todo servicio activo en el ejército, sino hasta toda función cuyo cometido sea mantener a los hombres en el bien bajo la amenaza de prisión o de sentencia de muerte. Excluímonos, pues, de todas las instituciones gubernamentales, rechazamos toda política, y rehusamos todos los honores y todos los empleos humanos. […] consideramos que no tenemos derecho a recurrir a la justicia para que se nos restituya lo que se nos arrebata, y consideramos que, lejos de perseguirle, obligados estamos a darle nuestra túnica al que nos despojó de nuestro manto. […] la historia de la humanidad está llena de pruebas de que la violencia física no contribuye al realce moral, y de que las malas inclinaciones del hombre sólo puede ser corregida por el amor; que el mal no puede desaparecer sino por el bien; que no se ha de contar con la fuerza del propio brazo para defenderse contra el mal; que la verdadera fuerza consiste en la bondad, la paciencia y la caridad. […] en una palabra, nos esforzaremos, por cuantos medios nos sean accesibles, en producir una revolución radical en las opiniones, los sentimientos y las costumbres de nuestra sociedad en lo concerniente a la ilegitimidad de la violencia contra los enemigos exteriores e interiores. Al emprender esta gran obra, perfectamente sabemos que nuestra sinceridad nos expondrá a crueles pruebas, que se nos tratará como al Mesías, a quien queremos imitar. Mas ello no nos espanta. CAMPOAMOR. –Sí, buena falta que le hizo a este ruso una corona de espinas… ¿Qué sigue? CORNEJÍN. –Siguen algunos trozos del Catecismo de la irresistencia de Adin Ballou,, citado por Tolstoi desde la página 18 hasta la 22:

Noé, Moisés y los profetas enseñaron que el que mata, mutila o martiriza a un semejante, comete el mal. Para resistir a este mal y suprimirle, quieren que el que le haya cometido sea castigado con la muerte, con la mutilación o con cualquier otro castigo. Quieren oponer la ofensa a la ofensa, el asesinato al asesinato, el sufrimiento al sufrimiento, el mal al mal. Pero Cristo rechaza todo esto. «Os digo — escribe el Evangelio– que no resistáis al malo, que no respondáis a la ofensa con la ofensa, aun cuando de nuevo la hayáis de soportar». Lo que está permitido está prohibido. Habiendo comprendido qué clase de resistencia enseñan Noé, Moisés y los profetas, sabemos exactamente lo que significa la irresistencia enseñada por Cristo. […] el que ataca a su prójimo o le ultraja, provoca sentimientos de odio, origen de todo mal. Ofender a nuestro prójimo porque nos ofendió, bajo pretexto de castigo, es renovar una mala acción, es despertar o al menos liberar, animar al demonio, que pretendemos haber rechazado. […] la verdadera irresistencia es la única resistencia al mal. Abate la cabeza del dragón. Destruye y hace desaparecer enteramente los malos sentimientos. […] si todos los hombres observaran el mandamiento de la irresistencia, nunca se verían ofensas ni crímenes. Si los fieles estuvieran en mayoría, pronto establecerían el poder del amor y de la benevolencia hasta con los ofensores, sin emplear jamás la violencia. Si se encuentran en minoría, aun ejercerían tal acción moralizadora y regeneradora en la humanidad, que todo castigo cruel sería suprimido: la violencia y el odio sería reemplazado por la paz y el amor. Si constituyeran una pequeña minoría, raras veces tendrían que sufrir algo peor que el desprecio del mundo, y sin embargo, el mundo, sin sospecharlo y sin agradecerlo, progresivamente se iría tornando mejor y más sabio, a causa de una influencia oculta. Aun admitiendo que estos miembros de la minoría fueran perseguidos hasta la muerte, tales víctimas en aras de la verdad dejarían tras sí su doctrina, consagrada ya por la sangre del martirio. ¿Qué le sugiere todo esto? CAMPOAMOR. –Me viene a la mente un libro viejísimo, creo que del siglo XV, que se llamaba Red de la fe y que tuvo como autor a un tal Kheltchitsky (o Cheltschizki). En él se decía que el cristiano no sólo no puede ser jefe o soldado, sino que ni aun puede tomar parte alguna en la administración: no puede ser comerciante ni propietario de un dominio: sólo puede ser artesano o labrador.

¡Propáguese todo este cristianismo fosilizado en nuestras modernas ciudades, en donde ni artesanos ni labradores hay, y se verá desaparecer a la cristiandad en un abrir y cerrar de ojos! ¿Eso es lo que deseas, que desaparezca el cristianismo? CORNEJÍN. –Prefiero que desaparezca a que se prostituya como se prostituye hoy. ¿Seguimos con Tolstoi? CAMPOAMOR. –Sigamos.

CORNEJÍN. — Veo que un bandido persigue a mi hija. Tomo una escopeta, apunto, disparo y mato al bandido. Salvo a la joven, pero la muerte del bandido es un hecho cierto, mientras que ignoro qué hubiera ocurrido a la hija mía. ¡Qué inmenso mal debe resultar, y resulta realmente, del derecho reconocido a los hombres a prevenir las desgracias que pudiesen ocurrir! Desde la inquisición a las bombas de dinamita, las ejecuciones y las torturas de decenas de millares de criminales llamados políticos, ochenta y nueve veces por ciento, se basan en dicho razonamiento (op. cit., p. 40).

CAMPOAMOR. –Ya te dije mi opinión acerca de la inmoralidad e inutilidad de la pena de muerte, y por supuesto que también estoy en contra de las torturas y de los métodos que utilizó la inquisición y que utilizan los gobiernos autoritarios. Pero no puedo estar en contra de los presidios. Los presidios constituyen un mal menor, muy pequeño comparado con el caos anárquico que nos evitan. Y con respecto a eso de la irresistencia, es gran pérdida de tiempo divulgar tales doctrinas, pues el hombre no cambiará su instinto ni su carácter por causa de un mensaje racional, por repetitivo que éste sea.

CORNEJÍN. –En la página 42 hay algo relativo a eso:

La observancia de tal mandamiento [no resistir al mal] es, dicen ellos [los eclesiásticos], dificilísima. ¿Y cómo no, si su violación, lejos de ser reprendida, es aprobada; si se bendice a los tribunales, y a las prisiones, y a los fusiles, y a toda clase de armas, y hasta a los combates? Luego no es cierto que este mandamiento sea reconocido, como los otros, por los ministros de la Iglesia. No lo reconocen, mas, no atreviéndose a confesarlo, tratan de disimular su modo de ver. ¿Usted reconoce tal mandamiento? CAMPOAMOR. –Reconozco que es imposible llevarlo a la práctica. CORNEJÍN. –No se trata de saber si es posible o imposible practicarlo, se trata de saber si es deseable o indeseable que la gente lo tome como guía. ¿Es deseable o indeseable para usted? CAMPOAMOR. –Depende de las circunstancias. ¿Qué más dice Tolstoi en este libro? CORNEJÍN. –En la página 50, se pregunta:

¿Cómo resolver el antagonismo de personas, unas de las cuales tiran hacia el bien y otras hacia el mal? Porque declarar malo aquello que me lo parece, no obstante la seguridad de mi adversario, que lo cree bueno, todo es menos respuesta. Sólo puede haber dos soluciones: hallar un criterio verdadero, indiscutible, o no resistir al mal con el mal. Estas palabras son a mi juicio sapientísimas, y ofician de nexo entre la ética cristiana y la duda metódica, que se complementan mutuamente como si fuesen dos órganos sinergéticos integrantes de un mismo cuerpo lógico.

CAMPOAMOR. –No desdeñes la primera solución, que fue la que adoptó la Iglesia Católica con tan buenos resultados, y que es la única posible si no se quiere archivar la fe dentro de un oscuro cajón como si fuese un trasto viejo que ya no sirve para nada.

CORNEJÍN. –Hablando de la Iglesia, escuche lo que dice Tolstoi en las páginas 61 y 62:

La palabra Iglesia está empleada dos veces en el Evangelio: una vez en el sentido de asamblea definidora de una cuestión dudosa, otra al mismo tiempo que las palabras oscuras sobre la piedra, Pedro y las puertas del infierno. De estas dos menciones de la palabra Iglesia, menciones cuyo significado es la palabra como conjunto, se dedujo lo que hoy conocemos con el nombre de Iglesia. Pero Cristo no pudo en ningún caso fundar la iglesia, lo que nosotros entendemos por tal palabra, porque nada que se asemeje a la concepción de la Iglesia actual se encuentra en las palabras de Cristo, en el pensamiento de los hombres de su época. Y lo remata desde las páginas 67 y 68:

Por raro que parezca, toda Iglesia, como Iglesia, siempre fue y no puede dejar de ser una institución extraña, si no directamente opuesta a la doctrina de Cristo. No sin motivo la llamó infame Voltaire. No sin motivo todas, o casi todas las pretendidas sectas cristianas reconocieron o reconocen a la Iglesia en la gran pecadora de que habla el Apocalipsis. No sin motivo la historia de la Iglesia es la historia de las mayores crueldades y de los peores horrores. Las iglesias, como iglesias, no son instituciones cuya base es un principio cristiano. Las iglesias, como asociaciones afirmadoras de su infalibilidad, son instituciones anticristianas. No sólo no hay nada común entre las iglesias y el cristianismo, salvo el nombre, sino que sus principios son absolutamente opuestos y hostiles. Las unas representan el orgullo, la violencia, la sanción arbitraria, la inmovilidad y la muerte; el otro la humildad, la penitencia, la sumisión, el movimiento y la vida. No se puede servir al mismo tiempo a dos amos: se ha de elegir entre uno y otro. Tolstoi, al igual que yo, eligió la moral de Jesús; usted eligió la moral de la Iglesia. Ríndale cuentas cada uno a su propio amo. Usted se obnubila con la pompa, con las coloridas vestiduras de seda de los curas, con esas monumentales obras arquitectónicas que son las viejas iglesias…; a nosotros, en cambio, más que obnubilarnos, todos esos faustos y suntuosidades nos asquean. Y es que, como dice Tolstoi en la página 74, el culto exterior y el culto del bien y de la verdad concílianse difícilmente, y con facilidad se excluyen frecuentemente. Esto ocurría entre los fariseos, y es lo que sucede hoy entre los cristianos de la iglesia oficial. Esta escisión entre lo exterior y lo interior se debe, según Tolstoi, a que la Iglesia no basa sus rituales en las enseñanzas del Evangelio, sino que, por el contrario, intentó ocultar todo lo concerniente a ese libro debajo de otros detalles puramente decorativos e irrelevantes.

Recuerdo haber presenciado, en la librería del convento Optin, la elección de libros religiosos que un viejo mujik analfabeto hacía para su hijo. Un fraile le recomendaba la historia de las reliquias, de las fiestas, de las apariciones de imágenes, el libro de los salmos, etc.. Yo pregunté al viejo si tenía los Evangelios. –No. –Dádselos, pues– dije al fraile. –Eso no es para él– me respondió. He aquí, en pocas palabras, toda la acción de nuestra Iglesia. […] una iglesia, cualquiera que ella sea, no puede no tender al mismo fin que la rusa, es decir, a velar el sentido verdadero de la doctrina de Cristo, reemplazándola por medio de una enseñanza que no comprometa a nadie y justifique la existencia de los sacerdotes, alimentados a costa del pueblo. (pp. 77-8) Y para terminar con lo que opinaba Tolstoi de las iglesias, transcribiré íntegro el último párrafo del capítulo tres:

Lo que las iglesias hacen de los hombres es terrible; pero, si se examina bien su situación, se reconoce que no pueden obrar de otro modo. Ante las iglesias se aparece un dilema: el sermón de la montaña o el símbolo de Nicea. El uno excluye al otro. Si el hombre cree sinceramente en el sermón de la montaña, el símbolo de Nicea pierde para él todo su valor, y, con el símbolo de Nicea, la iglesia y sus representantes. Y si creyera en el símbolo de Nicea, es decir en la Iglesia, o en los que se llaman sus representantes, el sermón de la montaña se torna inútil para él. Por eso las iglesias no pueden dejar de hacer todos los esfuerzos imaginables para oscurecer el sermón de la montaña y atraer a los hombres a ellas. Gracias a esta acción, las iglesias han podido mantenerse hasta hoy. Que, durante el más corto momento, se prescinda de esta influencia sobre las masas por medio de la hipnotización, y sobre los niños por el de las mentiras, y los hombres comprenderán casi al momento la doctrina evangélica, y la comprensión de esta doctrina destruirá las iglesias y su influencia. Este es el motivo por el que las iglesias no detienen su acción. Y esta acción es la que hace que la mayoría de los hombres que se denominan cristianos no comprenda la doctrina de Cristo. CAMPOAMOR. –Está bien; sabemos que la especialidad de Tolstoi es denostar a la Santa Iglesia. Ahora me gustaría saber si este señor entiende algo de filosofía religiosa, pues me parece inconcebible que una persona no versada en estudios filosóficos critique a diestra y siniestra a una institución apoyada, a través de los siglos, por los más grandes pensadores de cada época.

CORNEJÍN. –Tolstoi no entendía mucho acerca de la teología universitaria, pero entendía mucho de religión, porque sin estudiarla, o estudiándola poco, la intuía, la vivía, la sentía como una fuerza interna que le mostraba el camino a seguir. Muchos "filósofos" y "teólogos" profesionales no saben cuál es la diferencia básica entre filosofía y religión; Tolstoi la sabía, según consta en la página 85:

La religión fue y es la definición de la acción en el porvenir y no en el pasado. La religión apunta hacia el mañana; la filosofía, hacia el ayer. Por eso es tan importante para la filosofía el descubrir el porqué de las cosas, mientras que a la religión más bien le interesa el para qué; la primera estudia esencialmente las causas eficientes de los sucesos, la segunda prefiere comprender las causas finales. Y en base a este carácter postrero inherente a toda religión (carácter contrario a toda superstición, que se apoya en hechos pasados), descubrió Tolstoi una gran verdad, la de que no se puede ser verdaderamente religioso sin ser a la vez un poco profeta:

La esencia de la religión está en la facultad que los hombres tienen para profetizar e indicar la senda que debe seguir la humanidad, en una dirección distinta a la seguida antiguamente, y de donde resulte una acción nueva de la humanidad en el porvenir (página 85).

Por eso Jesús fue más profeta que los profetas: barrió con toda la moral hebrea del ojo por ojo e instauró la moral de la irresistencia al mal, que ya no es una moral sino una ética, porque no apunta al bien de una determinada comunidad, sino al Bien en general, al bien del universo.

CAMPOAMOR. –¡Y dale con la irresistencia al mal!… ¿No te das cuenta de que no resistir al malo es exageradamente difícil, por no decir imposible, para cualquier persona, con excepción de los cobardes? CORNEJÍN. — El decir que el precepto de la irresistencia al mal por medio de la violencia es una exageración de la doctrina de Cristo, equivale a decir que, en la definición del círculo, la afirmación de la igualdad de radios es una exageración. Obran como obraría un hombre que, no teniendo noción alguna de lo que es un círculo, afirmara que resulta exagerado decir que todos los puntos de la circunferencia están a igual distancia del centro. Esto es no saber lo que es el círculo. Y aconsejar que se rechace o atempere, en la doctrina de Cristo, el precepto de la irresistencia al mal por medio de la violencia, es no conocer la doctrina (pp. 90-1).

CAMPOAMOR. –Hay dos situaciones, y sólo dos, en las que una persona no siente deseos de violentar a un malvado que la perturba: (a) cuando siente miedo frente a la perturbación, y (b) cuando siente amor por el perturbador. A mí se me hace imposible sentir cualesquiera de esas emociones frente a un malvado, así que no tengo más remedio que violentarme.

CORNEJÍN. –Todo es un toma y daca: usted se violenta porque no siente amor por el malvado, pero también es cierto que no siente amor hacia él porque se violenta. Si usted intentase refrenar sus ímpetus vengativos ante quien lo agrede o agrede a sus posesiones, automáticamente verá que parte del odio desaparece. No estoy hablando de refrenarlos por cobardía, porque entonces el odio no desaparecerá: mutará en algo peor al odio mismo, mutará en resentimiento. Habló de refrenar nuestro ímpetu vengativo en base no a un sentimiento sino a una idea en la que creamos con suficiente certeza, que es la idea de que la irresistencia al mal es éticamente correcta. Una vez persuadidos de que este principio es verdadero, nuestra voluntad racional contará con armas suficientes para vencer a nuestra voluntad instintiva que nos aconseja despedazar al malhechor o escondernos de su vista; habremos vencido al odio y a la cobardía. Pero como el odio es un componente primario de nuestro ser, mucho más primario que cualquier creencia, no podremos vencerlo definitivamente sino hasta que lo combatamos no con ideas, sino con amor. Comencemos entonces nuestra lucha con creencias, con principios, que si estos principios son verdaderos, no tardarán en ir hacia lo profundo de nuestro espíritu en busca del amor que nos hará falta para concluir exitosamente nuestra tarea. Y no se imagine que usted no podría ni siquiera simpatizar con ese asesino y violador, o que no está ni estará nunca interesado en amarlo. Si usted se predispone psicológicamente a ello, lo amará. Una vez que la inteligencia golpea las puertas del amor, éstas se abren de par en par y resulta imposible, incluso para la inteligencia misma, detener el aluvión.

El hombre ama, no porque su interés sea amar a éste o a aquél, sino porque el amor es la esencia de su alma, porque no puede no amar (p. 107).

CAMPOAMOR. –Pero si la irresistencia al mal es una verdad ética tan inapelable como decía Tolstoi, ¿por qué la humanidad no se decide de una vez a practicarla? Si en dos mil años fueron tan pocos los que la pusieron en práctica, ¿no será porque hay algo en esa doctrina que no es tan conveniente como para basar en ella todo nuestro accionar? CORNEJÍN. –Tolstoi le contesta desde los dos primeros párrafos del capítulo siete:

Con frecuencia se dice que si el cristianismo fuera una verdad, debió ser aceptada por los hombres en el momento de su aparición, y desde entonces cambiar las condiciones de vida, mejorándola. Es como si se dijera que la semilla, desde el momento en que puede germinar, a la vez debe dar tallo, flor y fruto. La doctrina de Cristo no es una jurisprudencia que, impuesta violentamente, pudiera cambiar al punto la vida de los hombres. Es una mera concepción de la vida más elevada que la antigua; y una nueva concepción de la vida no puede ser prescrita; libremente se ha de asimilársela. Y no puede asimilarse libremente sino por dos sendas: una interior, espiritual, y la otra exterior, experimental. CAMPOAMOR. –Eso es anarquismo, el más puro y desfachatado anarquismo.

CORNEJÍN. –Es anarquismo, pero no anarquismo político, palabras éstas que se contradicen entre sí, que forman el más grande canto a la incoherencia cuando se unen y que Tolstoi desechaba como desechaba cualquier movimiento que aspirase a formar un gobierno coactivo-coercitivo. En la página 145 dice algo al respecto:

Cualquiera que sea el partido triunfador (monárquico, socialista o anarquista), para instituir un nuevo orden de cosas y conservar el poder, necesario será emplear, no sólo todos los medios de violencia conocidos, sino que se habrán de inventar otros nuevos. Los oprimidos no serán ya los mismos, la opresión tomará nuevas formas, pero, lejos de desaparecer, se tornará más cruel, porque la lucha habrá aumentado el odio entre los hombres. El verdadero anarquismo, el único anarquismo posible, no es ni el de Proudhon, ni el de Bakunin ni el de Kropotkin, sino el de Jesús, el de la irresistencia al mal. Tolstoi fue militar, participó en la guerra de Crimea y posiblemente haya matado a varios de sus semejantes; esto le otorga más mérito a su postura en favor de la no violencia, pues quien la enarbola es un converso. No hay mejor defensor de la doctrina pacifista que un ex militar o un ex policía, así como no hay mejor defensor de la doctrina cristiana que un ex sacerdote y mejor defensor del comunismo de bienes que un ex empresario, un ex terrateniente o un ex comerciante. Abandonar las doctrinas y oficios que requieren de posturas y acciones anticristianas para desarrollarse, es el primer paso para librar al mundo de toda cadena opresiva; y este primer paso, para que resulte satisfactorio, debe darse individualmente, por propia voluntad y en el momento en que lo decida cada uno de los interesados. Voy a recitarle tres párrafos que vienen al caso, extraídos de las páginas 149 y 150:

Preguntad separadamente a cada individuo si considera loable y digno […] que se exijan al pueblo –miserable con frecuencia– impuestos destinados a pagar cañones, fusiles y otros instrumentos destructores; o bien consagrar su vida, mediante sueldo, a organizar la guerra o a prepararse y preparar a los demás para semejante carnicería. Preguntadle si es digno y propio que un cristiano tenga por oficio el de apresar a infelices extraviados, bajo pretexto de que se apoderaron de lo ajeno, o porque mataron cuando no se les mandó matar, el de atormentarlos, el de matarlos por tal causa; si es digno del hombre y del cristiano enseñar, siempre por dinero, flagrantes supersticiones, peligrosas y groseras; si es loable y digno apropiarse para gozar de lo que a otro es necesario, o bien obligar a otros a un trabajo excesivo, o bien aprovechar la necesidad de los extraños para aumentar su propiedad, como, respectivamente, lo hacen los grandes propietarios de terrenos, los dueños de fábricas, los comerciantes. Y todos aisladamente, sobre todo si se habla de otro, responderán al punto no. Y sin embargo, ese mismo hombre que ve la iniquidad de sus actos, que no le obliga a nadie a cometer, en ocasiones hasta sin provecho, por vanidad pueril, por un trozo de galón, porque se le permita llevar una cinta en el ojal, se comprometerá voluntariamente a servir en el ejército, será juez de instrucción o juez de paz, ministro, comisario, arzobispo o bedel, funciones todas que le obligarán a cometer actos de los que no puede ignorar la parte vergonzosa e ignominiosa. Sé que muchos de ellos tratarán de probar con seguridad que todo esto es no sólo legítimo, sino hasta necesario. Y para demostrarlo dirán que las autoridades emanan de Dios, que las funciones del Estado son precisas a la humanidad, que la riqueza no es contraria al cristianismo, etc. Pero ningún hombre puede ignorar que tanto las acciones apuntadas como otras que se cometen, son vergonzosas, malas. Saben que lo que hacen es censurable, y por nada del mundo obrarían de tal modo si pudieran vencer a los que, cerrando los ojos a la criminalidad de sus acciones, les arrastran a cometerlas. CAMPOAMOR. –¿Cuál es la principal diferencia entre los anarquistas políticos y los anarquistas "cristianos" que ustedes defienden? CORNEJÍN. –La principal diferencia está en el modus operandi. El anarquista político siente un singular aprecio por las bombas, por las emboscadas, por todo tipo de ataques arteros. El cristiano, en cambio, no se disputa con nadie, no ataca a nadie, no emplea la violencia contra nadie. Por el contrario, soporta la violencia con resignación, librándose y librando a todo el mundo de poderes exteriores (p. 158).

Y una página más adelante, en dos párrafos tan memorables como los anteriores que cité, explica por qué los anarquismos, socialismos y comunismos políticos atraen a tanta gente y el anarquismo cristiano a tan poca: porque los revolucionarios políticos prometen hacernos más felices sin que tengamos que hacer ningún esfuerzo personal para llegar a ese paraíso, mientras que el anarquismo cristiano promete también un paraíso en la tierra, pero a costa del esfuerzo y del dolor individual de cada uno de los aspirantes al automejoramiento. Los que disfrutan de las cosas sólo cuando alguien se las acerca en bandeja, esos simpatizan con los revolucionarios políticos; mas nosotros, que disfrutamos tanto de la cosa como del recuerdo del esfuerzo que nos costó llegar a ella, nosotros abogamos por el anarquismo cristiano, también conocido como psicoanarquismo. Y no se diga que los revolucionarios políticos son más activos y menos perezosos que los cristianos por el hecho de que van de un lado a otro, sin descanso, modificando y modificando cuanta estructura exterior a su ser que no les cae en gracia obstaculiza su camino. "La verdadera orgía de pereza –dijo David Lawrence– es el trabajo". Y esto no es ninguna paradoja, porque trabajar modificando estructuras exteriores nos libra del verdadero trabajo, mucho más penoso y mucho más placentero, que es el que realiza el cristiano día tras día modificándose a sí mismo. Pero basta de cháchara: escuche usted a Tolstoi, a este auténtico escritor de raza, que le dirá más o menos lo mismo que acabó de decirle, pero con infinita más categoría:

Uno de los fenómenos más admirables de nuestra época es que la propaganda del servilismo hecha por los gobiernos que la necesitan, hízose igualmente por los partidarios de las teorías sociales, que se consideran los apóstoles de la libertad. Estos hombres anuncian que las mejoras de las condiciones de vida, que el acuerdo entre la realidad y la conciencia se hará, no a causa de los esfuerzos personales de individuos aislados, sino por medio de una violenta reorganización de la sociedad, que se producirá por sí misma, ignórase cómo. Nos dicen que no debemos caminar hacia el objeto con nuestras propias fuerzas, sino que hemos de esperar a que bajo nuestros pies se introduzca un pavimento móvil, que nos conducirá hacia donde hemos de ir. Este es el motivo de por qué debemos permanecer inmóviles, haciendo que nuestros esfuerzos se encaminen a la creación del pavimento imaginario. Escuche lo siguiente, usted que buscaba diferencias entre unos y otros revolucionarios:

Los enemigos revolucionarios luchan exteriormente contra el gobierno, mientras que los cristianos, sin luchar, destruyen interiormente todos los principios sobre que el Estado se basa (p. 164).

CAMPOAMOR. –Todo Estado, cualquiera que sea, se basa en la violencia, sea violencia directa o simple amenaza. Admito esto, y admito también que la violencia no es el mejor remedio contra los males sociales. Sin embargo, ahora deben tú y tu amigo Tolstoi admitir que si la violencia apenas nos basta para preservarnos de los elementos malos de la sociedad, su reemplazo por la influencia moral de la opinión pública nos dejaría completamente indefensos.

Cornejín. – Esto es inexacto, porque la violencia no protege a la humanidad, sino que, por el contrario, la priva de la sola posible protección: la difusión del principio cristiano (p. 184).

CAMPOAMOR. –Pero ¿cómo suprimir la protección visible de la fuerza armada para confiarse a una cosa incomprensible, a la opinión pública? ¿Existe, al menos? Y luego, el orden de cosas actual nos es conocido; bueno o malo, sabemos sus defectos y estamos acostumbrados a él. Sabemos cómo conducirnos y lo que hemos de hacer en las actuales circunstancias; mas ¿qué sucederá cuando renunciemos a esta organización y nos confiemos a algo desconocido? Cornejín. – Temen los hombres al desconocido en que entrarían al renunciar a la actual organización de la vida. Seguramente que es bueno tener miedo, pero de lo verdaderamente temible, y no de lo que sospechamos que lo es. Además, el miedo a suprimir la posible defensa del gendarme, es un miedo particular en los habitantes de las ciudades, es decir, en los individuos que viven en condiciones anormales o artificiales. Los que viven en condiciones anormales, pero no en las ciudades, sino en medio de la naturaleza y luchando con ella, no necesitan esta protección y saben lo poco que la violencia nos protege contra los peligros reales que nos cercan. En estos terrores hay algo de enfermizo, que proviene especialmente de aquellas condiciones artificiales en las que la mayoría de los hombres viven y crecen (pp. 184 y 185).

Y pegadito a este alegato en contra de todo lo artificioso que representan los grandes conglomerados urbanos, Tolstoi cuenta una anécdota cuya moraleja le conviene a usted considerar cada vez que su cerebro le plantee la disyuntiva entre gobierno coactivo-coercitivo y caos social:

Un médico alienista refería que en cierta ocasión, en el estío, saliendo del manicomio, los locos le acompañaron hasta la puerta. –¡Venid conmigo a la ciudad!– les propuso. Consintieron los enfermos, y una escasa bandada le siguió. Pero cuanto más avanzaban por la calle, entre el libre movimiento de los hombres sanos, más se intimidaban y se agolpaban contra el médico. Finalmente, todos solicitaron volver al manicomio, a su modo de vivir insensato, pero habitual, a su guardián, a sus golpes, a la camisa de fuerza, a las celdas. De idéntico modo se agolpan y quieren volver a su antiguo modo de vivir los hombres a quienes el cristianismo llama a la libertad, a la vida del porvenir, libre y racional. CAMPOAMOR. –Y ¿cuál será la garantía de nuestra seguridad cuando el orden social existente desaparezca? ¿Con qué organización nueva será reemplazado? Mientras no lo sepamos, no podremos avanzar hacia donde ustedes quieren.

Cornejín. – Comparable a esto es la declaración de un explorador que solicitase un mapa detallado de la región que quisiera explorar (p. 185).

CAMPOAMOR. –¿Tienes tú cabal conciencia de lo que ocurriría si no se emplease la violencia contra los enemigos exteriores y contra los elementos criminales de la sociedad? Cornejín. – Lo ignoramos. Pero sabemos, gracias a una larga experiencia, que el empleo de la violencia no reduce ni los unos ni los otros (p. 182).

Y lo siguiente, redactado en la página 136, concuerda bastante con la opinión suya acerca de los castigos a los delincuentes:

La acción del gobierno con sus medidas de corrección, presidios, guillotina, concurre a la barbarie de las costumbres antes que a su dulcificación, y, por consiguiente, antes que disminuir, aumenta el número de bribones. CAMPOAMOR. –Cambiemos de perspectiva. ¿Qué opinaba Tolstoi de los ricos y de los poderosos? CORNEJÍN. –De los poderosos decía que están muy lejos de ser santos, precisamente porque disponen del poder (p. 131), y juzgando por la inteligencia, la instrucción y la moralidad (sobre todo), los hombres que poseen el poder no son lo escogido de la sociedad, sino al contrario" (p. 129).

Y en esta misma página dice de los ricos:

No se busque hoy entre los ricos a la mayoría de los hombres superiores, y los ricos no son sino groseros acaparadores de dinero, faltos de otro cuidado que el de aumentar sus riquezas, por impuros medios casi siempre, o bien son los herederos degenerados de estos acaparadores que, lejos de desempeñar un importante papel en la sociedad, inspiran un desprecio general.

Al igual que a mí, el lujo en medio de la indigencia mundial era una de las pocas actitudes que lo encolerizaba:

Una sola existencia lujosa, igualmente en los límites ordinarios, de una familia denominada honrada y virtuosa, que depende, para sus necesidades, del producto del trabajo que bastaría para alimentar a miles de hombres que viven en la miseria, pervierte a más personas que las innumerables orgías de comerciantes groseros, de oficiales, de trabajadores entregados a la embriaguez, al desarreglo, etc., etc. (p.

232).

CAMPOAMOR. –Si estos conceptos hubiesen salido de boca de un pobre vago, diría yo sin dudarlo: ¡envidioso! Pero habiendo salido de boca de Tolstoi, un conde más rico que tú y yo juntos, el grito aquél me veo en la obligación de cambiarlo por este otro: ¡hipócrita! CORNEJÍN. –Yo creo que Tolstoi no era hipócrita, lo que ocurría era que tenía ideas demasiado grandes en comparación con su voluntad. Prefiero esto, prefiero la "hipocresía" del que dice lo que piensa sin atreverse a concretar lo que dice, que la "sinceridad" del que siempre hace lo que dice porque dice siempre trivialidades que nada cuesta practicarlas.

CAMPOAMOR. –Este último vengo a ser yo, ¿no? CORNEJÍN. –A veces. Y el primero vengo a ser yo, sólo que yo no esperaré hasta los ochenta y dos años para huir de mis posesiones.

CAMPOAMOR. –¿Hay algo más en ese libro (libro respetable pero erróneo de pe a pa) que creas que vale la pena rescatar del olvido en el que merecidamente cayó? CORNEJÍN. –Sí, todavía me quedan un par de párrafos dignos de mención.

Escuche éste, que descansa entre las páginas 231 y 232:

Los ladrones, los asesinos, los timadores, que cometen acciones reconocidas malas por ellos mismos y por todos los hombres, son el ejemplo de lo que no se debe hacer y desagradan a los hombres. Mientras que los que cometen los mismos robos y asesinatos, disimulándose por medio de toda clase de justificaciones religiosas o científicas, como los propietarios, los comerciantes, los fabricantes y los funcionarios, provocan la imitación y causan mal no sólo a ellos mismos, sino también a millares de hombres, a quienes pervierten, a quienes extravían, haciendo desaparecer toda distancia entre el bien y el mal. Y el último párrafo que le voy a referir, consta de una profecía (páginas 193 y 194):

Día llegará –ya llega– en que el mundo comprenda claramente que las autoridades son completamente inútiles, que no hacen sino molestar, en el que los hombres a quienes molestan les digan: «Por favor, no nos molestéis». Y todos los enviados y ordenadores se verán obligados a seguir el buen consejo, es decir, a cesar de molestar a los hombres. ¡Amén, carajo! ¡Viva la ética cristiana, la ética más profundamente verdadera que hasta hoy se conoce! CAMPOAMOR. –¿Ya no te quedan más frases que citar? CORNEJÍN. –De este libro, no. Podría seguir citándolas de otras obras de Tolstoi que leí, sobre todo de ¿Qué es el dinero?, Cuál es mi fe y de sus Memorias, pero usted seguiría sin compartirlas y no haría más que aburrirlo.

Cornelio Cornejín, Citas y notas, pp. 81 a 93. (Las citas de Tolstoi corresponden a La salvación está en vosotros: Barcelona, Maucci, 1902.)

Fue un artista incomparable. Tenía el vigor de Miguel Angel y la delicadeza de Chopin: era a la vez enorme y sabroso. Pero también fue algo más, mucho más que un genio literario: fue un hombre bueno. Fue una cosa audaz y tierna en medio del alud de bloques de granito, una llama desnuda en medio de los negros huracanes, una rosa en el infierno; fue bueno en medio de este mundo. Fue bueno, es decir, fuerte, bastante fuerte para no mentir, valeroso, obstinado, indesviable de su rumbo, explorador y colonizador de las selvas y los pantanos del alma, viajero que venía de muy lejos, de muy abajo, a través de sí, estrangulando fieras y aplastando víboras, dominador de la noche y de la soledad. Jamás alumbró el sol nada tan noble como este viejo lacerado por la fe, como las manos de este viejo, manos pardas y toscas, manos de labriego, de piloto y de limpiador de cloacas, manos de angustia besadas por los ángeles. «He sido ladrón y asesino», confiesa Tolstoi. Pero cuando era todavía un elegante oficial disoluto, su «yo» verdadero comenzaba a moverse dentro de su ser. Novio de Sonia Andreawna, escribía en su diario íntimo: «Un medio poderoso de llegar a la felicidad consiste en tender alrededor de uno, sin ninguna regla, pero de todos lados, una especie de gran telaraña de amor en que se prende cuanto pasa: una anciana, un niño, un criado…» En 1879, a los cincuenta y un años de edad, el conde León Tolstoi es famoso dentro y fuera de Rusia. Sus libros se traducen a todos los idiomas. Su esposa y sus hijos le adoran y sus mujiks le veneran. Sus costumbres sencillas, el aire libre de los campos, le han hecho sano y recio como un roble. Salud, renombre, riqueza, hogar, supremacía social… ¿qué le falta? ¡Le falta todo, todo! Le falta la paz interior, y si pudiese vivir sin ella, no sería Tolstoi lo que es, lo que va a ser. ¿Cuál es el sentido de la vida? Y si la vida no tiene sentido, si el universo es una máquina ciega, desbocada al azar, ¿para qué vivir? La idea del suicidio se apodera de este vencedor, colmado por la fortuna; sus amores son ahora la escopeta de caza, la cuerda en el granero, el remanso donde anida la muerte. ¡Congoja última, parto del hombre nuevo! El santo aparece. Tolstoi se ha encontrado a sí mismo, al encontrar a Dios. Dios es «lo que hace vivir». […] En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad, a toda asociación, […] porque toda ley, todo reglamento, toda forma permanente del derecho –derecho del burgués o derecho del proletario–, se funda en la violencia. ¡Y decir esto en Rusia! El Santo Sínodo excomulga a Tolstoi, sus libros son secuestrados, sus editores deportados. Es el revolucionario y el hereje sumo. Es el enemigo del Estado, de la Iglesia y de la Propiedad, puesto que ama a su prójimo. El que ama, no quiere inspirar terror, sino amor. Y ¿cómo, si renunciáis a mantener el terror en los corazones de los débiles, seguiréis siendo Jefes, Dueños, Sacerdotes? […] Y, sin embargo, Tolstoi era un prisionero, un perseguido: prisionero de su gloria, perseguido por la ternura de los suyos. El escrúpulo de ajustar su conducta a sus doctrinas, le atormentaba constantemente. En lo que le fue posible, se despojó de sus propiedades, de sus derechos de autor. Se vistió con los vestidos del pueblo; se alimentó como los pobres, de un puñado de legumbres; se sirvió a sí propio, se hizo sus zapatos y sudó sobre el surco. Pero su conciencia pedía más, y sus discípulos también. ¿Por qué los cuidados de su familia, los halagos de los amigos y de los admiradores? ¿Por qué preferir los hijos de su carne, él, padre de tantos hijos del dolor? Había que cumplir el supremo sacrificio, y el 10 de noviembre, de madrugada, en secreto, como un malhechor, el gran anciano se escapa de su casa. ¿A dónde? A la muerte. Para subir más alto, le era ya forzoso abandonar la tierra.

Rafael Barrett, "Tolstoi" (1910), ensayo incluido en sus Obras completas (Buenos Aires, Americalee, 1943), pp. 535-6

No me busquéis. Necesito retirarme del ruido y de todo lo que me perturba. Estas eternas visitas, estos eternos solicitantes, estos representantes de cinematógrafos y de gramófonos que me asedian […] emponzoñan mi vida. Es preciso que yo me retire. Se lo debo a mi alma y a mi cuerpo de pecador, que ha vivido ochenta y dos años en este valle de miserias. Durante treinta años he soportado la mentira mundana, la del lujo, la del confort. Estoy cansado de ella y quiero acabar en la pobreza mi vida desgraciada. León Tolstoi, última carta a su esposa Citas y notas en torno al pacifismo de Tolstoi.

 

 

Autor:

Cornelio Cornejín.

corneliocornejin[arroba]hotmail.com

Partes: 1, 2
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