La humanidad es una especie curiosa. Cuando
hablamos de sus conquistas, la mayoría de las veces lo
hacemos refiriéndonos a sangrientas y destructivas
expediciones guerreras. Pero de vez en cuando, la humanidad
también produce obras de impresionante belleza, destinadas
a perdurar durante siglos para hacernos recordar a todos que,
cuando queremos, podemos emplear nuestro esfuerzo y talento para
construir maravillas. Más que ninguna otra cosa, son estas
obras las que nos identifican inequívocamente como
humanos. Nos representan ante nosotros mismos… y
también, si alguna vez en el futuro acude a nuestro
planeta azul cualquier visitante, serán sin duda estas
maravillas las que constituyan nuestras principales señas
de identidad.
De todas las obras conocidas por su belleza o por
su monumentalidad en la antigüedad, fueron siete las
más famosas. De ahí el sobrenombre de "las siete
maravillas del mundo". Lamentablemente, hoy, con una única
excepción, no nos quedan más que las descripciones
que hicieron los cronistas de la época. Guiémonos
por ellas y emprendamos un viaje imaginario a través del
tiempo para
conocer las maravillas de nuestros antiguos.
Las Pirámides de
Gizeh
La más antigua de las maravillas, y,
curiosamente, la única que ha llegado hasta nosotros, es
el monumental conjunto de las pirámides de Gizeh, en
Egipto. Todos
hemos oído hablar de ellas y conocemos su aspecto,
así como sabemos que eran la tumba de los faraones. Pero
acerquémonos más, y averigüemos algunos
detalles interesantes.
Los egipcios iniciaron la construcción de pirámides hace
muchísimo tiempo, a lo
largo de su Antiguo Imperio: ¡Las más antiguas
tienen cerca de CINCO MIL años! En efecto, la más
antigua que se conoce es la pirámide escalonada de
Sakkara, tumba del farón Djoser, que data del 2750 a. de
C. El arquitecto inventor de la pirámide fué el
gran visir, y famoso sabio, Imhotep. Después de este
primer ejemplo, los egipcios continuaron construyendo
pirámides hasta bien entrado el Imperio Medio, en que se
pasó a emplear el sepulcro subterráneo en vez de
las pirámides. Sin embargo, del Antiguo Imperio nos han
quedado nada menos que ochenta de éstas, repartidas por el
Bajo Egipto.
Imaginaos ahora que estamos presentes en el
séquito funerario del farón Khufu. Una ligera
embarcación nos transporta por el Nilo desde la antigua
capital,
Menfis, hasta la necrópolis de sus afueras, en la vasta
llanura de Gizeh. Allí abundan las construcciones
funerarias, pues es el cementerio donde van a parar todos los
habitantes de la capital,
nobles o villanos. Nuestra embarcación se detiene: en la
orilla nos espera una comitiva de sacerdotes. Detrás,
espera el templo construído especialmente para nuestro
faraón, donde se le rendirá culto igual que a un
dios (¿acaso no es de naturaleza
divina?). Aquí es donde el cuerpo del faraón es
preparado convenientemente e introducido en el sarcófago.
Después, una comitiva trasporta éste a lo largo de
una vía funeraria hacia su sepultura.
Ya vemos las pirámides. Su impresionante
mole destaca sobre el horizonte de la llanura, dejándonos
boquiabiertos. ¡Todo eso es piedra! Bloques de granito
descomunalmente pesados, de un metro de altura, forman las filas
tan apretadamente que no es posible introducir ni un cuchillo
entre ellos. Las filas de piedras están pintadas, formando
franjas de diferentes colores; la punta
es de color dorado.
Todas las
pirámides, absolutamente todas, tienen la
misma alineación: están orientadas al norte con
total exactitud. Los lados de la pirámide tienen una
inclinación impresionante, de 51 grados, que cuando nos
acercamos más nos produce la sensación de que la
pirámide "se nos cae" encima. En los alrededores, se
encuentran las pirámides menores y mastabas (edificaciones
rectangulares de paredes inclinadas) para los altos
funcionarios.
Estamos ante la pirámide. Sus dimensiones
son impresionantes: 146.59 m de altura, 230 m de lado. Tras subir
un poco por su lateral, penetramos en su interior. A la
fluctuante luz de las
antorchas vamos descubriendo las paredes, perfectamente lisas,
como corresponde a la sepultura de una encarnación del
dios Ra. Tras depositar el sarcófago en la cámara
sepulcral, el corredor será cegado y disimulado, para
evitar robos. La pirámide contiene asimismo una falsa
cámara sepulcral.
A pesar de todas estas precauciones, son pocas las
tumbas egipcias que permanecerán intactas hasta la llegada
de los arqueólogos. Los ladrones de tumbas y los
árabes irán saqueando con el paso del tiempo la
mayoría de las pirámides y sepulcros. Cuando el
arqueólogo Flinders Petrie entre en las tumbas reales de
Abydos, unas de las más antiguas de Egipto,
sólo podrá encontrar un brazo de la momia de una
reina. De las tres grandes pirámides, sólo la
más pequeña, la de Micerino, permanecerá
intacta.
Una controversia famosa relacionada con las
pirámides es la relación entre el doble de la
longitud de su lado y su altura: el número Pi.
¿Porqué se tomarían tantas molestias los
antiguos egipcios para conseguir que sus construcciones
mantuvieran una relación matemática
tan precisa? ¿Una especie de chauvinismo
matemático? Personalmente prefiero pensar que lo hicieron
porque era la forma más segura de conseguir que la
inclinación de las pirámides fuera uniforme, y de
que éstas serían perfectamente regulares. En
efecto, si pensamos que probablemente se servían de ruedas
de madera para
medir longitudes de forma fácil y exacta, veremos que con
una de éstas ruedas, hecha de la misma altura que los
bloques de piedra, se comprobaba la inclinación
rápidamente: cada nueva hilera de piedras debía
medir media vuelta menos. De esta forma sale,
automáticamente, la relación de Pi entre el doble
del lado y la altura de la pirámide. Suena lógico,
¿verdad? Pero lo más curioso es que, como de forma
meticulosa me ha hecho notar Jesús Cea, ello no implica
necesariamente que los antiguos egipcios conocieran el
número Pi; después de todo, éste sale
automáticamente
debido a que se realizaron las medidas a base de
ruedas.
Han pasado ya cerca de cinco mil años hasta
nuestros días, y la humanidad todavía no ha
realizado nada semejante. La más pequeña de las
tres pirámides de Gizeh multiplica varias veces el peso de
la mayor de las construcciones modernas; y es que los
aparejadores de nuestros días se las verían y se
las compondrían para enfrentarse con esos enormes bloques
de piedra, difíciles de manejar hasta para las más
potentes grúas. Cuando pensamos en que los antiguos
egipcios carecían de máquinas, que movían
las enormes piedras sólo con el esfuerzo físico de
cuadrillas de docenas de trabajadores, nos parece un milagro. De
hecho, ni siquiera los propios egipcios fueron capaces de
superarlo: continuarían construyendo pirámides
durante siglos y siglos, sin llegar a igualar el esplendor de las
pirámides de Gizeh, que sorprendentemente, fueron de las
primeras que se construyeron.
Como corolario, citaré dos testimonios
célebres: el de Abd-ul-Latif, que dijo "Todas las cosas
temen el tiempo, pero el
tiempo tiene
miedo a las pirámides"; y el de Napoleón, que
comandó una expedición a Egipto cuando
era primer cónsul, y pronunció las conocidas
palabras "Desde lo alto de estas pirámides, veinte siglos
nos contemplan".
Aunque, la verdad, Napo, cuarenta y cinco
habría sido una cantidad más
precisa.
Pero aún nos queda una visita que realizar
en la llanura de Gizeh: se trata de la guinda del pastel: la
esfinge. Esta escultura, que representa a un león con
rostro humano (se cree que representa al farón Khafra; al
menos, viste sobre la cabeza el típico klaft, manto que
llevaban los faraones) es contemporánea de las
pirámides, mide 70 metros de longitud y 20 de altura. Para
construirla, aprovecharon un montículo de caliza en la
llanura, que labraron y completaron con bloques de piedra. Cuando
ya contaba con mil años de edad, el faraón
Tuthmosis IV hizo esculpir entre sus patas una escena
representando un sueño, en el cual la esfinge le daba el
trono en recompensa por haberla
salvaba de morir sepultada bajo la arena del
desierto. Otros mil y pico años más tarde, en la
época romana, se excavó un santuario en el seno de
la esfinge. Y cuando la esfinge ya superaba los cuatro mil
años, estas modificaciones posteriores pasaron a ser
destructivas en vez de constructivas: los iconoclastas primero, y
los mamelucos después, mutilaron el monumento,
dañando sus ojos y arrancándole su nariz. Vemos
aquí un primer ejemplo, aunque desgraciadamente no el
último, que demuestra que entre las capacidades del
hombre se
encuentra no sólo el construir maravillas, sino
también el destruirlas.
Los Jardines Colgantes de
Babilonia
Nos disponemos ahora a realizar un prodigioso
salto hacia delante en el tiempo: nada menos que dos mil
años deben transcurrir para que nuestro viaje nos lleve a
la famosa Babilonia, llamada Babel en la Biblia, a orillas del
Éufrates. A pesar de que el nombre de esta ciudad figura
en los anales de la historia desde hace dos
milenios, vemos que
todas las construcciones son nuevas y recientes: y
es que hace poco más de cien años que los
sanguinarios asirios la destruyeron hasta los cimientos. Pero al
fin los babilonios, con la ayuda de los medos y los escitas,
destruyeron por completo a los asirios, y ahora la ciudad ha sido
esplendorosamente reconstruída.
Estamos en a mediados del siglo VI a. de C., y
gobierna el rey Nabucodonosor II, el más famoso de todos
los del mismo nombre. Además de un gran guerrero y
conquistador, Nabucodonosor es también un gran arquitecto:
la ciudad rebosa de construcciones monumentales. Sin embargo,
algo se echa de menos en esta majestuosa ciudad: todo es
demasiado llano, demasiado rectilíneo. Si subimos lo
suficientemente
alto, veremos toda la ciudad de un
vistazo.
Esto entristece a Amytis, la esposa de
Nabucodonosor. Ella es una princesa meda, y se crió en
montes y colinas exuberantes de vegetación. Esta tristeza
disgusta al rey. ¡Él, que ha vencido en todas las
batallas, que ha levantado de la nada una ciudad impresionante,
no consigue devolver la alegría a su esposa! Eso no puede
ser. ¿Amytis
echa de menos sus colinas? Pues no faltaba
más: el se las construirá. ¿Acaso no es el
más famoso constructor de su tiempo? En seguida ordena
traer grandes piedras, pues los ladrillos utilizados normalmente
no resisten bien la humedad. Así, edifica una serie de
terrazas escalonadas en las cuales deposita la tierra
necesaria y empieza a plantar árboles, flores, arbustos,
etc. También construye una máquina semejante a una
noria que transportará el agua desde
un pozo hasta los jardines para regarlos. En poco tiempo,
éstos rebosan de vegetación, y las copas de sus
árboles se divisan incluso desde fuera de las dobles
murallas de la ciudad. Nabucodonosor ha conseguido crear un
aparente monte cubierto de verdeante
vegetación.
Sobre los jardines colgantes existe también
una leyenda, que sitúa la fecha de su construcción cinco siglos antes, a finales
del s. XI a. de C. Según esta leyenda, es la reina
Shammuramat, llamada Semíramis por los griegos, quien
construye los jardines. Shammuramat gobierna el imperio asirio
como regente de su hijo Adadnirari III, desde la muerte del
rey Shamsidad V, y además de construir los jardines
colgantes, conquista la India y
Egipto.
Termina sus días suicidándose a causa del dolor que
le produce descubrir una conjura contra ella urdida por su hijo.
Algo trágico… como era de esperar en una leyenda, sobre
todo teniendo en cuenta que fueron los griegos quienes la
recogieron.
En el año 539 a. de C. los persas
conquistan Babilonia, y ello provoca su decadencia. La población va menguando y, para cuando
Alejandro
Magno visita la ciudad (sobre el 326 a. de C.) parte de
ésta se encuentra en ruinas. La destrucción
definitiva tiene lugar en el año 126-125 a. de C., fecha
en la que el sátrapa parto Evemero
conquista la ciudad y la incendia. Desde entonces no quedan
más que las ruinas a orillas del
Éufrates.
El Templo de Artemisa en
Efeso
Nuestro viaje nos lleva ahora a tierras helenas,
donde buscaremos la mayor parte de las maravillas que nos faltan
por ver. La Grecia
clásica es el auténtico faro de la
civilización de su tiempo, y no es de extrañar que
sea allí donde los artistas florecen y realizan sus
más excelsas obras.
Nos detenemos en la ciudad de Éfeso, a
orillas del mar Jónico y junto a la desembocadura del
pequeño Meandro. Seguimos a mediados del siglo VI a. de C.
Esta ciudad ha sido desde siempre un centro de culto a la diosa
Artemisa, llamada después Diana por los romanos. Se trata
de la soberana de la naturaleza
selvática y de los animales
salvajes, y suele representársela acompañada por
una cierva y armada de arco y flechas. Desde muy antiguo, existe
un templo dedicado a la diosa. Pero en el siglo VII a. de C., la
ciudad sufrió el ataque de los cimerios y aunque se
resistió, no se pudo evitar que el templo se incendiara y
fuera destruído.
Pero ahora casi toda la Jonia ha pasado a manos
del rey de Lidia, Creso. Sí, el mismo que ha inventado
esos nuevos y extraños discos de metal llamados
"creseidas" que se suponen que van a hacer de dinero. Nadie
sabe dónde pararán estos inventos
modernos… pero Creso es un protector de sabios y artistas,
¡el mismo Esopo ha pasado por su corte!, y se propone
levantar un nuevo templo a Artemisa, mejor que el
anterior.
Para ello se lleva a cabo una suscripción
pública; todos los ciudadanos donan algo de dinero para el
templo nuevo.
Finalmente el templo se levanta. Cuenta con 127
impresionantes columnas de 20 metros de altura, algo descomunal
para su época, y cuenta con esculturas de
Escopas.
Este templo ilumina la ciudad de Éfeso
durante dos siglos. Sin embargo, llega la tragedia: en el
año 356 a. de C., el pastor Eróstrato destruye el
templo incendiándolo, por puro afán de fama. Sin
duda este pionero del gamberrismo consiguió lo que
buscaba, como lo prueba el que recordemos su nombre. Pero tal vez
consiguió algo más que eso: demostrar a todos los
hombres que por cada Escopas hay un Eróstrato, y que las
maravillas construidas por el hombre
deben ser protegidas del propio hombre.
¡Demonios, espero que recibiera su
merecido!
Esta historia tiene un
epílogo: cuando alrededor de veinte años
después, Alejandro
Magno ocupó la ciudad de Éfeso y residió
en ella por un tiempo, escuchó la historia del templo de
Artemisa y descubrió que había sido
destruído la misma noche en que había nacido
él. Al parecer fué esta coincidencia la que le
impulsó a reconstruir el templo, durante el tiempo que
permaneció en Éfeso instaurando un gobierno
democrático. Una vez terminado, el nuevo templo (que hace
el número tres en nuestra cuenta) contó con un
retrato del propio Alejandro pintado por Apeles, el más
famoso pintor griego. Aunque el templo de Artemisa no
recuperó jamás su pasado esplendor, al menos su
antigua fama le valió una pronta
reconstrucción.
La Estatua de Zeus en
Olimpia
Nuestro viaje saltará ahora un siglo
adelante en el tiempo, pero en compensación no
recorreremos apenas distancia; tan sólo unos pocos
kilómetros hasta Olimpia, en la Élida, centro
religioso de la antigua Grecia donde
se rinde culto al principal de entre todos los dioses: Zeus.
Aquí, bajo el monte Olimpo (uno de los muchos que hay en
Grecia con ese
nombre), se celebra cada cuatro años la más famosa
de las festividades en honor de Zeus: la
Olimpiada.
Estamos en el 450 a. de C., y se está
terminado de construir el impresionante templo de Zeus, para el
que no se escatiman medios: los
mejores escultores de Grecia
trabajan en él. Los dos frontones representan los
preparativos de la competición atlética de
Pelópe y Enomao para obtener la mano de Hipodamia, y la
lucha entre lapitas y centauros en la boda de Piritoo. Estos
frontones, junto con las metopas, serán considerados no
sólo el más importante conjunto escultórico
del estilo severo, sino las más notables series
escultóricas del arte
clásico griego junto con el Partenón. Su autor, de
quien no se sabrá el nombre, será conocido como el
Maestro de Olimpia.
Pero nos queda por ver lo mejor del templo: la
estatua de Zeus. Para realizarla se ha llamado nada menos que al
más famoso de entre todos los escultores de la antigua
Grecia:
Fidias. Su estilo, por su plasticismo, por su equilibrio en
la elección de temas, en la composición y en las
gradación de los efectos del claroscuro, por su
representación esencial, sin ser detallada, del cuerpo humano,
por su majestuosa y noble serenidad, y por su armonía de
formas, consigue ser la encarnación de los ideales del
arte
griego.
Fidias pone manos a la obra representando al dios
sentado sobre un trono. La inmensa estatua no puede ser
más llamativa a la vista: Fidias emplea la técnica
crisoelefantina, consistente en cincelar sobre marfil y
añadir por encima oro, representando la carne y las
vestiduras del personaje. Y además de todo esto, el trono
está adornado por diversas pinturas. Fidias
empleará más de un año en llevar a cabo la
estatua, lo cual nos da idea de su gran tamaño y de su
detalle y calidad.
A diferencia de las dos maravillas anteriores,
esta va a perdurar durante bastante tiempo: unos mil años,
hasta que los terremotos que
se producirán en el siglo VI d. de C. destruyan el templo
en su mayor parte.
El Mausoleo de
Halicarnaso
Volvemos a saltar un siglo hacia delante en el
tiempo, y llegamos al año 352 a. de C. Las maravillas del
mundo, que ya sumaban cuatro, vuelven a ser sólo tres,
puesto que Eróstrato acaba de consumar su infame obra
destruyendo el templo de Artemisa, hace apenas cuatro
años. Pero el relevo va a llegar en seguida: una nueva
maravilla será construída, dándose tales
coincidencias entre ambas, que parece obra de una magia
bienhechora decidida a compensar la
pérdida.
Estamos en Halicarnaso, en la Caria, un estado del
Asia Menor. Se
trata de una ciudad importante; incluso cuenta con una
fábrica de esos extraños discos de metal inventados
por Creso que hacen de dinero (y es
que a todo nos terminamos acostumbrando). La ciudad luce
esplendorosa: el buen sátrapa Mausolo ha conseguido
llevarla a su cenit. Pero ahora la ciudad está de luto,
pues Mausolo acaba de fallecer. ¿Qué tumba, que
sepulcro será suficiente para un rey así? Su viuda
Artemisa toma la decisión de no reparar en gastos; y de
pronto, es como si toda la ciudad supiera que nunca más
volvería a vivir una época tan magnífica
como la de Mausolo, disponiéndose a demostrar su
reconocimiento haciéndole la sepultura más especial
de la historia,
tanto, que dará nombre a los "mausoleos" que se
construirán en el futuro.
Ya están en marcha las obras: los
arquitectos Sátiros y Piteos construyen un podio
rectangular; sobre él, se levanta una columnata de orden
jónico; sobre ésta, una pirámide escalonada.
Y en lo más alto, una estatua representando una
cuádriga. El conjunto alcanza la vertiginosa altura de 50
metros. Pero eso no es todo; los mejores escultores griegos de la
época esculpirán las estatuas y relieves: Briaxis,
Timoteo, Leucastes y el famoso Escopas (que nada tiene que ver,
salvo el nombre, con el escultor del templo de
Artemisa).
Pero esta maravilla, ¡ay! va a ser la menos
duradera de todas. Apenas dieciséis años más
tarde, en el 334 a. de C., Alejandro
Magno destruye la ciudad. Él, que ordenara reconstruir
el templo de Artemisa en Éfeso, muestra ahora su
semblante destructor. Y aunque poco después los reyes
egipcios conquistarán la Caria y reconstruirán
Halicarnaso, ciudad que permanecerá hasta nuestros
días (hoy llamada Bodrum), del mausoleo sólo nos
quedará la leyenda.
El Faro de
Alejandría
Vamos a saltar ahora unos setenta años
hacia delante, y a viajar de nuevo a Egipto. Estamos en el
año 280 a. de C., y desde que Alejandro liberó a
este estado del
dominio persa,
los lazos entre griegos y egipcios se han estrechado: tanto, que
su rey, Tolomeo II, es de origen griego. Esta fusión de
egipcios y griegos tiene especial relevancia en la capital,
Alejandría. Fundada por Alejandro
Magno en el 332 a. de C., esta próspera ciudad se ha
convertido el más importante foco de la cultura
helena.
Pero esta vez la maravilla no va a ser un templo,
ni ninguna otra clase de edificio, sino una torre. Para guiar a
los numerosos barcos que acuden constantemente a
Alejandría, el rey ha decidido construir una torre que
identifique el lugar de la ciudad desde muy lejos. Para ello han
escogido la pequeña isla de Faros, frente al
puerto.
El arquitecto Sostrato de Cnido dirigie las obras,
que conforme avanzan, adquieren un aspecto más
impresionante. Cuando se finaliza, la torre mide más de
120 metros. En su cima está equipada con espejos
metálicos para señalar su posición
reflejando la luz del sol; y
por las noches, a falta de luz, se enciende
una hoguera.
Esta maravilla va a durar bastante: unos mil
seiscientos años, hasta que en siglo XIV los terremotos la
derriben. De nuevo, como el Mausoleo, el nombre de esta maravilla
-que en realidad es "la Torre de Faros"- designará a todas
las construcciones posteriores realizadas con el fin de mostrar
el camino a los barcos.
El Coloso de Rodas
Sin viajar apenas en el tiempo (apenas unos tres
años hacia delante, hasta el 277 a. de C.) vamos a
presenciar la construcción de la última de las
maravillas. Para ello abandonaremos el Asia Menor y nos
internaremos en el mar Egeo. Allí, a apenas 18
kilómetros de la costa, encontraremos la más
importante de las islas Esporadas: Rodas. Es importante porque su
ciudad, del mismo nombre, es la capital del
Dodecaneso, archipiélago compuesto por una veintena de
islas. La situación geográfica de Rodas es
privilegiada para comerciar con Grecia, el Asia Menor e
incluso Egipto, y gracias a eso se ha convertido en el centro
comercial más importante del Mediterráneo
Oriental.
Por ello no es extraño que alguna potencia de la
época ambicione apoderarse de Rodas e intente tomarla,
como Macedonia. Su rey, Demetrio I Poliarcetes, es conocido por
su experiencia en el arte militar,
sobre todo en los asedios, tanto, que en futuro los militares se
referirán a la técnica de asediar fortalezas como
"Poliarcética". Demetrio ataca, pues, Rodas. Sin embargo,
la ciudad resiste los embates de este temible guerrero, quien
finalmente se marcha con el rabo entre las piernas. ¡La
ciudad ha resistido!
Para celebrar este triunfo, la ciudad decide
elevar un monumento memorable a Helios, dios del sol, en el
puerto. Dirige las obras Cares de Lindos, discípulo de
Lisipo. La estatua va creciendo, primero el armazón de
hierro y sobre
él las placas de bronce. Finalmente, cuando la estatua se
termina mide nada menos que 32 metros de altura. Su fama
atraerá a viajeros de todo el mundo antiguo para
verlo.
Con el Coloso llegaron a ser cinco las maravillas
del mundo que se alzaban sobre la faz de la tierra,
número que no fué superado sino que fué
decreciendo. Cincuenta y seis años después de su
construcción, en el 223 a. de C., un
terremoto derribó al Coloso. Los habitantes de Rodas,
siguiendo el consejo de un oráculo, decidieron dejar yacer
sus restos donde cayeron. Y así fué, durante cerca
de novecientos años, hasta que en el 654 d. de C. los
musulmanes se apoderaron del bronce como botín en una
incursión.
La leyenda del Coloso tendió, cómo
no, a agrandar sus proporciones. Durante el renacimiento
el Coloso fué "descubierto" por los humanistas, al igual
que el resto del arte griego, y su
monumentalidad fué remarcada haciéndose circular
que sus tamaño era tal que los barcos pasaban entre sus
piertas. Pero el Coloso no necesita de mitificación:
habrá de pasar la friolera de dos mil años hasta
que el hombre
realice otra estatua colosal que la supere, lo cual lo dice
todo.
Epílogo
Han pasado más de dos milenios. Todas las
maravillas que quedaban en pie fueron cayendo, víctimas
principalmente de los terremotos.
Todas excepto una, curiosamente la más
antigua: las pirámides de Gizeh.
Ellas, las únicas que han sido capaces de
vencer al tiempo, nos recuerdan cuánta grandeza somos
capaces de crear cuando los humanos dejamos de lado nuestras
disputas y coordinamos nuestras
energías.
BIBLIOGRAFÍA
Enciclopedia Monitor. Ed.
Salvat.
Historia del arte. Ed.
Salvat.
Historia ilustrada del mundo para niños, t.
2. Ed. Plesa-SM.
Autor:
Ing. Christian Cerda P.
ccerda[arroba]edesa.com.ec