Superación de la
Violencia
La violencia en Colombia ha adquirido tal
preeminencia, que se ha convertido en una estructura de
comportamiento y en una estrategia de socialización.
Vivimos una cultura de la desconfianza que, junto con la
guerrilla y otros factores, ponen en peligro La
construcción democrática de la nación.
Frente a ello, una pedagogía de la convivencia, una
insurgencia desarmada, la ternura, el cultivo de la singularidad
y el respeto por la diferencia pueden ser los caminos para
afirmar la civilidad, construir la paz y afianzar la
democracia.
La violencia aparece como una estrategia de
socialización que busca modificar comportamientos por el
terror, a la vez que se propone el aplastamiento de la
singularidad y la eliminación de la diferencia. Al
bloquear las reacciones espontáneas que tenemos en
nuestras relaciones interpersonales y limitar las actitudes de
afianzamiento y apropiación de nuestra propuesta vital, la
violencia actúa como dispositivo generador de sufrimiento
e impotencia. Fenómenos como la impunidad, la
desaparición forzada, el desplazamiento y la inseguridad,
derivados de una violencia creciente y una guerra irregular. Se
convierten en causa de sufrimiento psicológico y social,
generando un sentimiento creciente de impotencia y
agresión contenida que afecta de manera negativa a los
procesos de participación ciudadana y afianzamiento
democrático.
La violencia es efectiva en tanto nos roba la
alegría, la confianza en nuestras creencias y valores, en la
posibilidad de una cultura democrática. De manera
inmediata, lo que busca la acción violenta es restar
fuerza a la víctima para obtener una ventaja
política, un dominio en el campo del poder, un apocamiento
de la capacidad del ciudadano para reaccionar frente a la
arbitrariedad y la muerte. Más allá de las
justificaciones que puedan tenerse para ejercerla, la violencia
actúa a nivel interpersonal como mecanismo perpetuador del
sufrimiento y a nivel económico y social como legitimadora
del negocio de la guerra. El
impacto que genera la violencia conmociona de manera
simultánea la capacidad de individuos y grupos para
alcanzar el bienestar psicológico y su capacidad
política para afirmarse en un proyecto democrático
de construcción de ciudadanía.
Desbloquear este sufrimiento y reaccionar contra el
poder cotidiano de la violencia se convierten con frecuencia en
un círculo vicioso, pues no parece existir alternativa
diferente a exhibir comportamientos guerreros, generando ante las
fuerzas que nos apabullan aparatos de muerte que perpetúan
las cadenas del maltrato, la sumisión y la impotencia.
Asaltados por un ímpetu vengador, pretendemos resarcirnos
de la ofensa levantando en alto la bandera de la dignidad, para
que el ofensor pase a ocupar el lugar del ofendido.
Establécese así un equilibrio precario que paga el
precio de producir nuevas ofensas y humillaciones, nuevas formas
de perpetuar la cadena de violencia.
Cultura de la desconfianza
Parece existir en Colombia una larga tradición de
solucionar nuestros conflictos recurriendo a las armas, una
dificultad para abordar nuestros problemas sin pasar por la
eliminación del adversario. Aún hoy, una persona
armada goza de más prestigio que un ciudadano desarmado.
Hasta hace pocos años, los partidos históricos –
liberal y conservador – alimentaban ese ímpetu guerrero,
pues se consideraba un asunto relacionado con la sangre y la
familia defender la permanencia de uno de ellos en el poder.
Curiosamente, desde el momento en que estos partidos pactaron la
convivencia, han sido otros colombianos los que se han armado
para oponerles resistencia.
Aún hoy, ante el estallido de cualquier crisis
vecinal o la confrontación de estructuras de poder grandes
o pequeñas, los colombianos seguimos dando primacía
a las salidas armadas. Somos un país que durante
décadas ha concedido un estatuto honroso al insurgente,
imagen heredera de las innumerables guerras civiles que desde su
nacimiento desangran a la nacionalidad. Cualquier conflicto
veredal, una primera comunión o la celebración de
un triunfo deportivo, pueden culminar con un saldo alarmante de
heridos y muertos.
Estar dispuestos a matar, a imponer sobre el cuerpo del
otro nuestra voluntad hasta convertirlo en cosa o cadáver,
es un comportamiento que sigue siendo bien visto por una cultura
machista y guerrera. Estar armado y dispuesto a responder a los
demás con una amenaza de muerte es un acto que puede
generar en nuestro país admiración y respeto. La
música popular y la conversación cotidiana
están plagadas de expresiones que lo confirman. "el
revólver no se debe sacar sin necesidad, pero tampoco se
debe guardar sin honor", es un dicho santandereano que condensa
el respeto que mantenemos por la precisión del arma, de la
que esperamos sea certera al memento de defender nuestra imagen
pública y dejar en alto nuestro orgullo. Existe incluso el
verbo "manotear", que se conjuga a diario para dar a entender la
disposición a responder con agresión abierta en
combate planteado. Las bandas juveniles o los grupos al margen de
la ley tienen este comportamiento en alta estima, con lo cual se
refuerza una identidad social construida frente a la posibilidad
del asesinato.
El ciudadano corriente, que guarde en su casa un arma
para usarla en "situaciones de emergencia", o incluso aquellos
que no hagan nunca uso de procedimientos violentos para eliminar
al adversario, pueden justificar en un memento dado la matanza de
indeseables como "basuqueros" o "desechables". En algunas ciudad
colombianas ha hecho carrera el término
"fumigación", para referirse a estas acciones de limpieza
social que pueden ser miradas con alguna complacencia por vecinos
atemorizados. Son muchos los que siguen creyendo que lo que hace
falta en el país es "mano dura" para imponer el orden
sobre unos cuantos desviados y facinerosos, mitificando con ello
el poder sanador de la violencia estatal justiciera.
En tanto metodología para la resolución no
violenta de los conflictos, la paz no es sólo potestad del
ejecutivo, sino competencia de todos los ciudadanos. Conseguir la
paz va mucho más allá de negociar con actores
armados. Es, ante todo, conquistar un marco social,
político y jurídico, donde puedan encontrar
expresión y resolución los diferentes conflictos
que nos desangran. En tanto expresión cimera de la
civilidad, la paz es una construcción histórica que
no puede negar la actualidad de la guerra, ni la necesidad de ir
arrebatando paso a paso espacios sociales a la
intimidación y la violencia. La paz es la manera de asumir
el conflicto dentro de un estado social de derecho en permanente
construcción. Pensada como fuerza que incluso legitima
formas de movilización como la desobediencia civil y la
insurgencia ciudadana, la paz se fija como marco de
actuación en un estado social de derecho que permita la
expresión de la fuerzas en conflicto sin que su choque
derive en la acción armada.
Afirmar hoy en Colombia el derecho a la paz es
comprometerse con un acto libertario y democrático, un
ejercicio de fuerza ciudadana que busca hacer del poder un
mecanismo para la convocatoria permanente a la
participación política, a fin de avanzar en la
construcción colectiva de un nuevo país. Afirmar en
Colombia el derecho a la paz es deslegitimar a quienes irrespetan
la vida para afianzar sus proyectos de dominio de intolerancia.
Es negarse a que personas armadas asuman la vocería de
quienes se mantienen fieles al principio de "no
matarás".
Buscar la paz hoy en Colombia es declararse en contra
del miedo y la intimidación como forma de oponernos a una
cierta idea de nación. Es optar por la construcción
de un país plural con proyectos de vida que crecen en
medio del fuego cruzado y el peligro de las balas. Es sentirse
orgulloso de ser un ciudadano desarmado que hace de su fragilidad
el más alto símbolo de la democracia.
Autor:
Manuel Fernando Jiménez Ruiz