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Reflexiones en torno a una visión sistémica de la conducta perturbada




Enviado por cevo29



     

    Indice
    1.
    Introducción

    2. Referencias
    bibliográficas

    1.
    Introducción

    "Es correcto (y constituye un gran avance) comenzar a
    pensar en los dos bandos que participan en la interacción
    como dos ojos, cada uno de los cuales da una visión
    binocular en profundidad. Esta visión es la
    relación".
    – Gregory Bateson –
    "Nuestra mayor limitación es presumir que somos
    individuos".
    – Pir Vilayat Khan –
    Gregory Bateson, el gran científico inglés
    y uno de los padres de la cibernética, planteó en una
    oportunidad la siguiente situación (Minuchin, 1982):
    imaginemos a un leñador tratando de cortar un árbol
    con su hacha. Es una situación sencilla que entraña
    una actividad también aparentemente sencilla, que no
    requiere de mayor esfuerzo para su comprensión. Sin
    embargo, nos dice Bateson, las apariencias engañan.
    ¿De quién depende talar el árbol?
    ¿Del leñador? ¿Del árbol mismo?
    ¿Del hacha? ¿Cuál es el factor determinante
    en esta actividad?. Si nos dejamos llevar por el sentido
    común y el antropocen-trismo, entonces probablemente
    daremos mayor importancia al leñador; es así que
    buscaremos averiguar algo sobre su peso, talla, fuerza
    muscular, estado general
    de salud,
    experiencia, motivaciones, etc., con el fin de conocer qué
    es lo que hace, cómo lo hace y por qué. Centraremos
    nuestra atención en el individuo y profundizaremos
    en él, utilizando un proceder que podríamos tildar
    de "clínico". Si damos énfasis al hacha, entonces
    ave-riguaremos algo acerca de la marca, el filo,
    el tipo de metal, la longitud del mango, etc. Si nos centramos en
    el árbol, veremos a qué especie pertenece, su edad,
    dureza, grosor del tronco, sequedad o verdor, y demás.
    De manera similar a lo que hacen los cinco ciegos de la
    fábula (que tratan de explicar, cada uno por su lado,
    cómo es un elefante), al centrarnos en uno u otro factor
    específico estaremos seccionando un fenómeno que es
    en sí complejo y pluricondicionado, y obtendremos como
    merecido premio retazos de realidad. Según Bateson, en
    este caso tendríamos la ilusión de que el hombre, el
    leñador, corta el árbol según su libre
    albedrío; que da los hachazos dónde y cuándo
    se le viene en gana, y con la fuerza que se le antoje.
    Caeríamos, así, en la visión lineal
    tradicional de causa-efecto, donde el leñador sería
    la causa y los estragos que produce en el árbol, el
    efecto. De resultas de esta forma de pensar, podremos elaborar
    mil y una teorías
    para entender qué es lo que lleva a un prójimo a
    tomar un hacha y a emprenderla a golpes contra un árbol.
    Podremos recurrir, como ya es sabido, a los complejos, los
    aprendizajes y el refuerzo, el cerebro y sus
    hemisferios, la tendencia al crecimiento, etc.
    Una visión más integradora nos llevaría a
    constatar que entre el leñador y el árbol hay
    acción recíproca, interacción. Que el
    árbol no tenga voluntad y conciencia, que
    sea estático, no significa que no tenga
    participación. Sus características intervienen activamente en
    el proceso en
    calidad de
    información, junto con las del hacha, para
    regular la actividad de cortar. En cada hachazo el leñador
    emite información (velocidad,
    fuerza, ángulo y certeza del golpe) y a la vez la recibe
    en su sistema visual y
    propioceptivo. Esta información sale y retorna, y le dice
    a nuestro trabajador si va bien en su faena o si debe imprimirle
    más o menos fuerza. En cierto modo el árbol, a
    través de sus características, está
    indicando cómo hay que cortarlo. Sin ello esta tarea tan
    "simple" sería prácticamente inejecutable. Y esto,
    sin tomar en cuenta otros múltiples factores que
    intervie-nen e interaccionan, como la hora del día, la
    luz
    disponible, la altitud, el calor, la
    humedad, el viento, lo empinado del terreno y un largo
    etcétera.
    De esta manera, la prosaica labor de nuestro leñador se
    torna en una actividad compleja, guiada por los principios de la
    retroalimentación entre las diversas
    variables
    intervinientes; es decir, se convierte en un sistema
    cibernético (Watzlawick, 1997).
    Ahora bien, ¿cuáles son las implicancias de lo
    expuesto líneas arriba para el campo de las ciencias de la
    conducta?
    En principio, como dice Bateson, nos lleva a replantear nuestro
    concepto de lo
    "mental". Es así que lo mental deja de ser esa oscura
    variable subjetiva, que ocurre sólamente en el interior
    del cerebro (y que toma en cuenta el entorno sólo de
    pasada), para convertirse en un proceso interaccional, relacional
    y realmente holístico. La mente no es sólo el
    producto o el
    efecto del entorno en el cerebro. La mente es relación; es
    el cerebro en interacción con el entorno. Es esa
    interacción, y no otra cosa, lo que llamamos mente. De
    allí que Bateson llame a su enfoque "ecología de la mente"
    y que se refiera a ésta como extracerebral (Bateson,
    1972).
    Si esto es así, el estudio de la conducta perturbada y la
    psicoterapia misma deben ser asumidos en términos
    relacionales, para ser eficaces. La familia, la
    pareja y los demás grupos de
    referencia deben ser incorporados al análisis y comprensión del sujeto
    como elementos primordiales, y no sólo como meros telones
    de fondo. La adopción
    de la epistemología circular, que está por
    encima de la búsqueda de causas y efectos,
    centrándose más bien en la observación de relaciones, en la
    interacción y la retroa-limentación de los sistemas
    complejos, es el paradigma
    más adecuado (Keeney, 1987).
    Para ejemplificar esto, veamos un caso clínico real,
    tomado de nuestra casuística. Se trata de un niño
    de cinco años que asiste a una escuela inicial.
    Lo llamaremos "Juanito", en honor a los casos homónimos de
    Sigmund Freud
    y John B. Watson. Juanito, refieren los padres, es una
    pequeña gran pesadilla. Es inquieto; pega, muerde e hinca
    con el lápiz a sus compañeros; agrede y no hace
    caso a la maestra, y no se está tranquilo dos minutos
    seguidos. En casa demuestra una conducta similar, lo que lo hace
    acreedor de golpes, castigos, amenazas, ruegos, sobor-nos, etc.
    Nada parece funcionar.
    ¿Qué podríamos decir de este niño
    desde nuestra habitual forma de ver las cosas? Probablemente que
    es hiperactivo, que tiene déficit de atención o
    daño cerebral, que presenta conducta disocial y que es un
    psicópata en potencia, que
    está traumatiza-do, que tiene una historia de reforzamientos
    inadecuada o, por último (y sin saber muy bien el rol que
    esto juega), que tiene un padre alcohólico, trastornado o
    que los papás no se entienden. Sea porque le nace o porque
    está traumatizado, al igual que en el caso del
    leñador, estaríamos atribuyendo aquí las
    "causas" al niñito de cinco años, el cual, pese a
    su juventud,
    parece tener más fuerza que su hogar y toda la
    institución escolar juntos. Nuevamente cometeríamos
    el craso error de ver la conducta fuera de contexto y sin la
    interacción con otros elementos. Verlo de otra manera,
    más integral, supondría en primer lugar recordar
    que el niño pega, desobedece o muerde a alguien concreto en un
    lugar específico, y que los agraviados, al igual que el
    árbol frente al leñador, tienen determinadas
    características y maneras de reaccionar. Es decir, que la
    conducta perturbadora se da en la interacción, en
    relación con alguién, y que al parecer dicha
    interacción tiende a mantenerla y perpetuarla.
    Pero, ¿será Juanito así en todos y cada uno
    de los contex-tos que lo rodean? ¿Se portará mal en
    todas partes, a cada rato y sin importar frente a quién
    esté? Es muy probable que no. Pero quizá no nos
    hemos detenido lo suficiente como para percatarnos de ello o,
    como suele ocurrir con los "niños
    problema", pasamos por alto cuando se porta bien y no fastidia,
    porque no es el niño bueno el que nos importa sino el
    malcriado.
    En el caso de nuestra anterior historia, es lícito suponer
    que el leñador cumplía alguna función
    cortando árboles: hacer ejercicio, cortar
    leña para venderla o calentar su casa, o que formaba parte
    de una escuadrilla de obreros empleados por un aserradero. Su
    conducta cobraría un sentido, podría ser
    entendi-da, si entendemos a su vez la función
    que cumple en el contexto específico en el que se da; vale
    decir, ensanchando la visión y reenmarcando dicha
    actividad, asumiendo que el hecho de cortar árboles
    constituye un elemento o subsistema perteneciente a un sistema
    mayor, el cual le otorga un significado a la actividad y a los
    elementos que lo componen. La metáfora de las cajas chinas
    (aquellas cajas que contienen cajas más pequeñas, y
    éstas a su vez otras más pequeñas
    aún) podría sernos de utilidad
    aquí: una conducta específica puede ser entendida
    apelando a un contexto mayor con el que esté en
    interacción y que le dé significado, y a su vez
    puede ayudar a comprender conductas más pequeñas
    contenidas en aquella.
    Lo mismo podríamos hacer con nuestro niñito
    perturbador: si nos tomamos la molestia de ensanchar nuestra
    visión, de ampliar nuestro marco de referencia,
    incorporando en el análisis los diversos elementos en
    interacción que lo rodean, entenderemos cuál es la
    función que cumple su conducta desviada. Es posible que
    nos enteremos que este niño de cinco años,
    supuestamente poderoso y estigmatizado por sus progenitores, por
    la escuela y por el diagnóstico tradicional, vive en un hogar
    en donde los padres son convivien-tes y tienen serios conflictos
    entre sí; que el padre -antes violento y conciente de su
    violencia
    para evitar seguir siéndolo echa de la casa a su pareja
    cuando se siente colérico y descontrolado, y logra escapar
    así de la confrontación; que la madre, de
    pequeña, era constantemente maltratada por el padrastro, y
    que ella, a su vez, procura evitar repetir ese patrón de
    conducta con su hijo siendo excesivamente tolerante,
    rogándole e implorándole, e intercediendo por el
    niño ante el padre agresivo.
    También nos percataríamos de la siguiente pauta
    familiar: cuando el niño se torna malcriado o agresivo en
    casa o el colegio, el padre concentra su atención y su
    violencia en él, y la desvía de la madre, la misma
    que, de agraviada o expulsada (con un estatus familiar inferior),
    pasa a ser apaciguadora de padre e hijo. Esta situación
    continúa hasta que las cosas en apariencia se calman, la
    tensión se disipa y el niño disminuye su actividad
    perturbadora. Entonces el padre deja de prestarle
    atención, se concentra nuevamente en su señora y
    toda la secuencia sintomática vuelve a comenzar. Al poco
    tiempo el
    niño recae.
    Entonces, ¿qué función cumple la conducta
    perturbadora del niño? Al parecer, ayudar a la mamá
    llamando la atención del papá como un
    señuelo. El niño está triangulando entre
    ambos padres y modulando la distancia entre ellos. Cuando la
    temperatura
    conyugal sube y la situación se torna peligrosa, ambos
    padres emiten mensajes analógicos y/o subliminales que el
    niño capta; eso activa su alarma interna, lo pone ansioso
    y desencadena las conductas perturbadoras. En otras palabras, el
    niño absorbe parte de la energía sobrante en el
    sistema familiar, que torna peligrosa la supervivencia del
    sistema. Así contribuye al equilibrio.
    Asimismo, con ello el estatus inferior de la madre en su
    relación de pareja se eleva un poco, pasando de ser una
    mujer agredida e
    indefensa a ser temporalmente una madre abnegada, cuestionadora
    del cónyuge, apaciguadora y salvadora de su hijo.
    Además, a la larga el niño, con su conducta
    sintomática, "arrastró" a la familia a
    consultar a un especialista poniéndose él de
    pretexto. Obviamente nada de esto fue calculado por ninguno de
    los tres implicados. Nuestro niño es sensible y capta la
    agresividad paterna y la tristeza materna. Ante ello se pone
    ansioso, y como no puede expresarlo adecuadamente en palabras,
    debido a su corta edad, lo hace de la manera que mejor sabe:
    actuando, estando inquieto, no prestando atención cuando
    se le insta a hacerlo. En la sesión de terapia se puede
    captar esta secuencia: juega tranquilo hasta que la madre empieza
    a hablar de los problemas con
    su marido; entonces juega más fuerte, hace ruido, tira
    los juguetes y busca desesperadamente llamar la atención
    de mamá. De una manera u otra, probablemente por ensayo y
    error, las respuestas de los implicados se fueron ensamblando
    entre sí, conformando un sistema o mecanismo
    autorreforzante que perpetúa sus conductas.
    Creemos que el ejemplo anterior hace patente la circularidad
    básica de todo sistema familiar; todos influyen sobre
    todos, todos son a la vez víctimas y victimarios. Desde
    una perspectiva circular-sistémica el buscar culpables es
    por demás inadmisible. El pensamiento
    circular plantea que todo efecto es a la vez causa y que toda
    causa es a la vez efecto. Así está organizada la
    naturaleza. El
    niño es provocado por el padre y a la vez lo provoca. Lo
    mismo puede decirse de la madre y su esposo, o de ésta y
    el niño. Por ello es conveniente centrar la
    atención ya no en el sujeto, sino en la
    interacción. La interacción debe ser la unidad de
    análisis de la conducta.
    También es importante comprender que todo sistema es
    teleológico; busca alcanzar un objetivo que
    lo articule y le dé un sentido. Y el objetivo por
    antonomasia de todo sistema abierto es la supervivencia y el
    mantenimiento
    del equilibrio interno. Esto llevado al plano familiar supone que
    cualquier recurso es lícito si de mantener la homeostasis se
    trata. Y muchas veces el único recurso que le queda a la
    familia es la patología (Andolfi, 1985).
    El modelo
    sistémico plantea que la mayoría de síntomas
    cumplen una función reequilibrante y de supervivencia, y
    que mientras subsista la necesidad familiar que le dio origen el
    síntoma se mantendrá. Esto es válido
    igualmente para trastornos aparentemente individuales y que
    surgen en familias supuestamente "normales". De allí la
    necesidad de cambiar nuestra visión moralista del
    síntoma; que dejemos de verlo como algo
    intrínsecamente malo y que lo asumamos desde una
    perspectiva funcional y pragmática. El síntoma
    aparece porque es "útil" para la familia; y puede serlo de
    distintas maneras. Mencionaremos a continuación algunas
    cuantas:

    • El síntoma define la situación en
      familias donde el panorama es confuso o difuso. Cuando hay
      pugnas por el poder, roles
      poco claros, comunicación inadecuada, falta de espacio
      para cada miembro, etc., que alguien se enferme define la
      situación como problemática e insostenible, y eso
      es ya un avance entre tanta ambigüedad. Recordemos que la
      incertidumbre es intolerable para el ser humano (Hoffman,
      1992).
    • El síntoma protege y encubre, y a la vez
      libera de responsabilidad a quien lo porta. Al enfermo no
      se le puede exigir conductas normales ni imponer obligaciones. Sólo cabe protegerlo y
      aguantarlo. Es como otorgarle patente de corso a alguien que no
      encuentra otra manera de escapar de una situación
      insostenible (recordemos el doble vínculo de Bateson,
      1972).
    • El síntoma distrae la atención de
      problemas mayores que pueden tornarse muy peligrosos si se les
      afronta directamente. Cuando hay problemas conyugales, por
      ejemplo, la repentina aparición de síntomas en un
      hijo puede prevenir que los padres se separen, pues se ven
      obligados a hacer causa común o a plantearse una tregua
      temporal. De igual modo, si ambos padres están demasiado
      cerca y ello empieza a incomodar a uno de los dos (por ejemplo,
      un cónyuge puede interpretar como amenazante o intrusivo
      las demandas sexuales o afectivas del otro), la enfermedad del
      hijo puede separarlos, y darle un respiro al que se siente
      acosado, so pretexto de cuidar al enfermo. En síntesis, el síntoma modula la
      distancia marital.
    • En otras ocasiones el síntoma sirve de mensaje
      para dar a entender que la situación familiar es
      insostenible; que se requieren cambios cualitativos o de
      segundo orden, o, por el contrario, que un cambio en
      los momentos actuales puede ser peligroso para la supervivencia
      familiar. Los síntomas y sus consecuencias pueden ser un
      freno o un catalizador de la evolución familiar.
    • Muchas veces la presencia de determinada
      sintomatología termina arrastrando a toda la familia a
      terapia, y es allí que empiezan a tratarse los
      verdaderos problemas que el síntoma
      encubría.
    • El síntoma cambia la correlación de
      fuerzas al interior de la familia. Un miembro que se ubica en
      un estatus inferior puede subir de nivel enfermándose y
      aferrándose a su patología. Un esposo puede
      demostrarle a su casi perfecta esposa que no lo es tanto
      dedicándose a la bebida y saboteando todo intento que
      ésta haga por rehabilitarlo. El alcoholismo
      puede ser el talón de Aquiles de la mujer y
      el único terreno en que el esposo sale
      victorioso.
    • Un efecto similar puede obtenerse cuando el paciente
      se asocia a un miembro de la familia con poco estatus. Como en
      el caso de Juanito, la madre víctima se convierte en
      abnegada y protectora (y sube su nivel) gracias a la conducta
      perturbadora del niño, que le da la ocasión de
      convertirse en heroína.

    Hemos mencionado sólo unas cuantas de las
    múltiples funciones que
    pueden cumplir los síntomas y trastornos
    psicológicos en el sistema familiar. En todo caso debemos
    recordar que, desde la perspectiva sistémica, la
    patología es siempre una respuesta absurda para una
    situación igualmente absurda. El síntoma es
    también una metáfora de la dinámica familiar. Siguiendo las reglas de
    la metonimia, el trastorno en sí y la trama de relaciones
    que se teje en torno al mismo es una muestra en
    pequeña escala de lo que
    es la familia en su conjunto. Y esto es válido no
    sólo para familias obviamente perturbadas. El
    análisis sistémico es válido para todo tipo
    de trastorno o conducta perturbada que no tenga una comprobada
    base orgánica; e incluso en este último caso (por
    ejemplo en las demencias o en las esquizofrenias) permite
    entender como la familia utiliza la enfermedad.
    La consecuencia lógica
    de todo ello es que la psicoterapia debe encaminarse a ampliar su
    foco de atención, tornarse más relacional y
    ecológica. Creemos que la terapia centrada exclusivamente
    en el individuo es ya obsoleta. Como decía Ortega y
    Gasset: "El hombre es el
    hombre más sus circunsatancias", y nunca como hoy eso se
    ha hecho más evidente.

    2. Referencias
    bibliográficas

    • ANDOLFI, M. (1985) Terapia familiar. Un enfoque
      interaccional. Buenos Aires:
      Paidós.
    • BATESON, G. (1972) Pasos hacia una ecología de
      la mente. Buenos Aires: Carlos Lolhé
      Editores.
    • HOFFMAN, L. (1992) Fundamentos de la terapia
      familiar. Un marco conceptual para la comprensión de los
      sistemas. México: Fondo de Cultura
      Económica.
    • KEENEY, B. (1987) Estética del cambio. Buenos Aires:
      Paidós.
    • MINUCHIN, S. (1982) Familias y terapia familiar.
      Buenos Aires: Gedisa.
    • WATZLAWICK, P. y otros (1997) Teoría de la
      comunicación humana. Barcelona: Herder.

     

     

     

     

    Autor:

    Lic. César Vásquez Olcese

    Psicólogo – Terapeuta Familiar
    Universidad
    César Vallejo
    Trujillo/Perú

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