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El Gólem




Enviado por gabrieleira



     

    Indice
    1. El
    Gólem

    2. Estado(s)
    3. Del igualitarismo a la
    Cleptocracia

    4. El orden
    disciplinario

    1. El
    Gólem

    En los tiempos de Rodolfo II de Habsburgo (1576-1612), y
    por efecto de su influencia, Praga se encontraba sometida a la
    jerarquización de las disciplinas iniciáticas,
    entre las que destacaban la alquimia y la magia. Amigo de las
    Artes y de las Ciencias,
    concebidas al modo de su época, el emperador se
    caracterizó por un mecenazgo radical que compensaba su
    mediocridad en otros asuntos de Estado. Dentro del castillo, en
    un espacio conocido popularmente como la callejuela dorada,
    habitaban -bajo su protección- magos, alquimistas y
    cabalistas provenientes de toda Europa. El
    Imperio Alemán había capturar, entre otros, a
    figuras tales como John Dee y Edward Kelley , que desplegaban sus
    estudios y discusiones desde el ágora y los laboratorios
    que a tales afectos habían sido dispuestos en la
    residencia oficial.
    Entre los personajes de la callejuela dorada destacaba quien, por
    aquel entonces, era considerado uno de los cabalistas más
    respetados: el mítico e inquietante rabí Lew. Los
    judíos de Praga contaban una curiosa historia sobre él.
    Según ellos, el rabino había logrado crear, gracias
    a sus conocimientos sobre la Cábala, un autómata de
    barro al que dio vida colocando sobre su frente un pergamino con
    la palabra hebrea emeth (verdad). Cada viernes Lew borraba la
    primera letra de la palabra para que en el pergamino se leyera
    meth (muerte), de
    este modo el ser perdía sus propiedades vitales y
    volvía a transformarse en una masa de barro.
    Pero un viernes Rabí Lew olvidó borrar la letra del
    pergamino. Dicen que éste se encontraba en la sinagoga
    leyendo el salmo 92 cuando un griterío proveniente del
    exterior lo alertó sobre los desastres que su criatura
    estaba haciendo en la judería. El ser se había
    liberado de sus ataduras y había comenzado a sacudir
    violentamente los cimientos de las casas. Luego de una breve
    lucha, el cabalista logró trasformar la emeth en meth para
    que el peligro deviniera nuevamente en un inofensivo
    muñeco de barro. Sin inquietarse demasiado, y atendiendo a
    que la lectura del
    salmo 92 se había interrumpido, ordenó que el mismo
    se leyera por segunda vez. A partir de esta historia se explica
    que aún hoy -y cada viernes-, en la sinagoga Alt-Neu de la
    judería de Praga, la lectura del
    salmo 92 (tópico corriente en la liturgia hebrea) se
    repite dos veces de forma intencional.
    De acuerdo a esta tradición, los restos de la criatura
    fueron ocultados en el desván de la sinagoga. Se dice que
    varios años después el rabino Ezequiel Landau
    subió al desván para ver sus restos. Cuando
    bajó de allí prohibió que nadie, en el
    futuro, volviera a entrar en la habitación. De todos
    modos, y siempre de acuerdo a la leyenda, cada 33 años el
    autómata se deja ver, fugazmente por las calles de
    Praga.
    La tradición del gólem (así es llamada la
    criatura) no es patrimonio de
    Praga. Historias similares se han contado en las juderías
    de toda Europa. La traducción más literal del
    vocablo vendría a ser "sin forma". El proceso para
    crear este autómata imitaría los primeros pasos de
    la creación, aunque sin llegar a terminarla. De acuerdo al
    Talmud, las primeras doce horas del primer día de
    Adán habrían transcurrido de la siguiente forma:
    "en la primera hora la tierra fue
    aglutinada; en la segunda se transformó él en un
    gólem, una masa todavía informe; en la
    tercera fueron estirados sus miembros; en la cuarta se
    inspiró el alma; en la quinta se puso en pie; en la sexta
    dio nombre (a todos los vivientes) ( …) ". En función de
    su cualidad de obra inacabada e imperfecta, el gólem
    carece de alma. El cabalista sólo puede inspirar en
    él un nephesh (una suerte de hálito vital), pero es
    incapaz de dotarlo de espíritu. Así, el
    gólem no podría acceder más que a un
    mínimo entendimiento, el necesario para que pudiera
    realizar tareas sencillas y recibir órdenes, de ahí
    su cualidad de autómata.
    Ahora bien, hay otra historia sobre el gólem que me
    gustaría rescatar, ya que ella nos proporciona la utilidad
    más específica, en tanto metáfora, a los
    efectos de este trabajo. Decíamos que tales criaturas no
    son patrimonio exclusivo de las tradiciones judías de
    Praga. El gólem aparece en casi toda Europa, aunque cobra
    particular protagonismo en el misticismo jassídico de
    Europa oriental, fundamentalmente en Polonia. En 1808 y en una
    nota para su periódico
    comunitario, Jakob Grimm rescata una tradición
    judeo-polaca que se despliega a partir de otra figura
    mítica: el rabí Chelm. La historia parece ser la de
    otro rabino descuidado. Esta vez el hombre
    dejó que su criatura creciera tanto que llegó a
    sobrepasarlo en altura, de manera tal que no llegaba a su frente
    para borrar la e de emeth. Asustado por lo que podría
    llegar a pasar, Chelm decidió inventar una estrategia para
    deshacerse de su gigante. Le ordenó que quitara las botas
    como excusa para que el autómata dejara accesible su
    frente. Este obedeció y así el rabino logró
    borrar la letra de su frente; pero el gólem se
    había vuelto tan grande que cuando la mole de barro
    cayó ésta terminó aplastando al respetable
    rabino.
    Suficiente, por el momento minimizemos esta ventana y pasemos a
    otro tema, dejando este asunto del gólem archivado en
    la memoria
    inmediata.

    2. Estado(s)

    El Estado (estado, del latín statu),
    literalmente, no remite a otra cosa que al congelamiento del ser
    o, dicho de otra manera, a una situación específica
    del estar. En otras palabras: cada uno de los sucesivos modos de
    estar siendo (o, simplemente, ser, para las lenguas de
    raíz latina) es fotografiado tras esta palabra. Dado un
    proceso determinado, el objeto del proceso delimita, en un lapso
    concreto, un
    modo particular de ser que le confiere cualidades que hacen
    posible su discriminación de aquellos lapsos que le
    anteceden y aquellos que le suceden. Así, cada estado se
    estructura en
    una suerte de situación que lo consolida como tal, o sea,
    como cosa sujeta a influencias y cambios de condición que
    inauguran dominios particulares de exterioridad e
    interioridad.
    En este sentido, el estado pasa
    a denominar un orden que se ha establecido como tal. Este
    establecimiento consolida un estado de cosas (status quo) que,
    gracias a la magia monumentalizadora (es decir, acción de
    con-memorar, de traer a la memoria) del
    enunciado detiene el tiempo en un
    formato delimitado que le confiere propiedades de cuerpo (corpus;
    aquello que hiere los sentidos o,
    en términos foucaultianos, todo aquello que puede afectar
    o ser afectado).
    El estado (o más, precisamente, lo estado) se estructura
    como lo que es, y precisamente por ello deviene en, o a partir
    de, un cuerpo. Así, tenemos estado de salud, de gracia, y de
    pecado, nominando estares que refieren a un patrón
    codificador que se constituye como cuerpo (la salud, la virtud,
    la infracción). Tenemos estado civil (referido a un cuerpo
    jurídico) y tenemos estados de la materia (que
    refieren a cuerpos físicos): sólido, líquido
    o gaseoso. Todo estado, entonces, remite a uno de esos precisos
    modos de estar que se inscriben en una sucesión de estados
    posibles. Hasta aquí, el estado y el estadio
    podrían concuvinarse en una sinonimia.
    Sin embargo hay un estado que trasciende la naturaleza del
    estadio. De forma tal que conjuga la expresión más
    concreta del animal sedentario. Y es tanto así que
    consigue un nombre propio significado por el uso de la
    mayúscula: el Estado, máximo monumento erigido en
    memoria de la sedentaridad y las tecnologías que le son
    propias. Tenemos, entonces, un modo de estar de las sociedades (el
    Estado) que trasciende el corte cronológico para
    instituirse en una organización societaria
    -axiomáticamente lícita e inapelablemente
    pragmática- que por efecto del despliegue de sucesivas
    épicas legitimadoras, pretende universalizarse a partir
    del divorcio de
    los procesos
    históricos que le han dado sentido. De esta manera, el
    Estado se erige antes como el modo de ser de nuestras sociedades
    que como uno de los tantos modos de estar posibles. El estado (o
    lo que ha devenido estado, ha estado y -por ello- continúa
    estando) se configura en lo que tal vez sea la figura más
    paradigmática del pensamiento
    sedentario. Una suerte de procedimiento
    lingüístico dispuesto para exorcizar el destino
    caótico de todo sistema ordenado
    (¿aquello a lo que la segunda ley de la
    termodinámica denomina entropía?). Pero vale recordar esta
    objeción: en última instancia, el Estado no refiere
    a nada más (ni a nada menos) que a un Estado de cosas
    (status quo), a un orden establecido, y no a una naturalidad
    ontológica.
    A partir de estos procedimientos,
    el Estado abandona su procedencia procesual para devenir en un
    cuerpo político de carácter
    estructural. El "cuerpo político de una nación"
    o, en forma más precisa (ya que Estado Nacional es
    sólo una de las formas posibles del Estado, consolidada a
    partir del nacionalismo
    del siglo XIX), la "denominación las entidades políticas
    soberanas sobre un determinado territorio, su conjunto de
    organizaciones
    de gobierno y, por
    extensión, su propia extensión territorial". Es
    así como el Estado no adjetiva el modo de estar de un
    cuerpo sino que deviene en un cuerpo gubernativo. La sinonimia se
    establece, ahora, entre el Estado y un Cuerpo Político
    específico. Dispongamos, nuevamente, de un enlace con la
    Encarta: "La característica distintiva del Estado
    moderno es la soberanía, reconocida tanto dentro del
    propio Estado como por parte de los demás de que su
    autoridad
    guvernativa es suprema." Así, el Estado se instituye como
    soberano, como última autoridad en un orden territorial
    determinado. Y esta autoridad suprema se legitima, en la Modernidad, a
    partir de una fábula fundante proveniente del Siglo de las
    Luces: el Contrato Social.
    De allí que el formato jurídico que se ha dado para
    definir "nuestro" Estado no pueda evadir cierta
    connotación rousseauniana: "la asociación política de todos sus
    habitantes".
    Pero el mito de
    Rousseau no
    es, no ha sido, la única épica legitimadora del
    Estado en tanto Cuerpo Político, sino tan sólo una
    más. Tal vez la que ha consolidado un mayor coeficiente de
    credibilidad en las sociedades post-renacentistas, pero no
    siempre ha sido así y todo parece indicar que no lo
    seguirá siendo por mucho tiempo (aunque éste es
    otro tema). Lo que resulta indiscutible es la necesidad de una
    épica que lo legitime, una suerte de mítica
    racionalizadora que produzca la necesidad de gobernar y de ser
    gobernado, ya que su naturaleza reside precisamente allí.
    El Estado, entonces, se configura como la tecnología
    política paradigmática del ser (o self)
    sedentario.
    Pasemos, ahora, a otra ventana.

    3. Del igualitarismo a la
    Cleptocracia

    A la hora de localizar una posible procedencia del
    Estado o, más precisamente, una lógica
    de sentido que explicara porqué ciertas sociedades pasaron
    a aceptar ser gobernadas desde esta forma política, Marvis
    Harris recurre a la Antropología Cultural. Es así como
    se remite a las llamadas "sociedades primitivas" que han logrado
    sobrevivir hasta el siglo XX para estudiar cómo estas se
    las arreglaban ante el surgimiento de sujetos que buscaban
    imponer sus designios sobre la comunidad (la
    referencia más concreta es la de los grupos de
    Papúa-Nueva Guinea). La respuesta resultó ser muy
    simple: cuando aparecía alguno de estos señores, y
    en la medida en que el territorio así lo posibilitaba, la
    comunidad se limitaba a recoger sus cosas e irse hacia otra
    parte, dejándolo en soledad (o con aquellos que quisieran
    acompañarlo, los cuales no eran demasiados) para
    administrar el territorio sobre el cual quería imponer su
    autoridad.
    Es desde allí que establece una serie de pasos sucesivos,
    relacionados con la limitación territorial, la amenaza
    externa y los excedentes de alimentos, que
    terminan con el establecimiento de los proto-estados y las castas
    gubernativas que les son inherentes. Así, habría un
    primer estadio constituído a partir de lazos de
    reciprocidad sin especialización de funciones,
    caracterizado por poblaciones de tamaño reducido
    (decenas), de territorialidad nómada, cuya
    organización política podría tipificarse
    como horda, y sin una estructura de liderazgo que
    vaya más allá de la autoridad moral (sin
    poder de
    decisión sobre el colectivo). Un segundo estadio
    comprendería poblaciones algo mayores (centenas),
    mayoritariamente asentadas (aunque no necesariamente y, en el
    caso de que así sea, en no más de una aldea), con
    una estructura de liderazgo sostenida en la figura del cabecilla
    o gran hombre (el
    cual no poseería otra autoridad que el prestigio personal,
    debiendo apelar al consenso y a su capacidad de seducción
    a hora de tomar decisiones), sin especialización de
    funciones y con una organización política a la que
    se tipifica como tribu. El tercer estadio se constituye con
    poblaciones numerosas (miles), predominantemente sedentarias (una
    o más aldeas), con una estructura de liderazgo
    centralizada en torno a la figura
    del gran jefe (de autoridad relativamente indiscutible, sostenida
    en lazos de sangre), con
    cierta especialización de funciones (aunque relativa) y
    con una organización política tipificada como
    jefatura. El cuarto estadio comprendería al Estado
    propiamente dicho e implicaría grandes poblaciones
    sedentarizadas (desde decenas de miles), con una clara estructura
    jerárquica, una clase gubernativa de carácter
    piramidal y, ineludiblemente, una mítica épica
    legitimadora cuya figura paradigmática podría ser
    un modo de religión
    institucionalizada y funcional a las instituciones
    del Estado. El pasaje entre cada uno de estos estadios ha sido
    trabajo extensamente en la obra de Harris, y excede el espacio
    disponible para este trabajo. De todos modos, es recomendable
    remitirse al texto del
    antropólogo materialista norteamericano para profundizar
    en ello.
    Para terminar con Harris, es bueno citar dos condiciones que el
    autor establece como necesarias para que el estadio-Estado se
    haga posible:
    "La población no sólo tenía que
    ser numerosa (de unas 10 000 a 30 000 personas), sino que
    también tenía que estar circunscrita, esto es,
    estar confrontada a una falta de tierras no utilizadas a las que
    pudiera huir la gente que no estaba dispuesta a soportar impuestos,
    reclutamientos y órdenes. La circunscripción no
    estaba sólo en función de la cantidad de territorio
    disponible, sino que también dependía de la
    calidad de los
    suelos y de
    los recursos
    naturales y de si los grupos de refugiados podían
    mantenerse con un nivel de vida no inferior, básicamente,
    del que cupiera esperar bajo sus jefes opresores. Si las
    únicas salidas para una facción disidente eran
    altas montañas, desiertos, selvas tropicales u otros
    hábitats indeseables, ésta tendría pocos
    incentivos
    para emigrar.
    La segunda condición estaba relacionada con la naturaleza
    de los alimentos con los que había que contribuir al
    almacén
    central de redistribución. Cuando el depósito del
    jefe estaba lleno de tubérculos perecederos como
    ñame o batatas, su potencial coercitivo era mucho menor
    que si lo estaba de arroz, trigo, maíz u
    otros cereales domésticos que se podían conservar
    sin problemas de
    una cosecha a otra. Las jefaturas no circunscriptas o que
    carecían de reservas alimenticias almacenables a menudo
    estuvieron a punto de convertirse en reinos, para luego
    desintegrarse como consecuencia de éxodos masivos o
    sublevaciones de plebeyos desafectos".
    Ovbio es decir que todo intento de definir estadios de cualquier
    desarrollo es
    necesariamente arbitrario. No obedece más que a una
    necesidad operativa. Como ya lo hemos dicho, la propia
    noción de estado (en tanto estadio) no puede evitar
    desplegarse como una arbitrariedad. ¿Cómo
    establecer la frontera entre uno u otro? Por otro lado, todas
    secuencias posibles se desarrollan en un devenir saturado de
    variables
    (variaciones y discontinuidades) que hacen de la propia secuencia
    una abstracción teorética, un ficcionar -al decir
    de Deleuze-. Hecha esta advertencia vale, no obstante, rescatar
    este ficcionar como un orden metodológico para abordar el
    problema, orden que sólo puede llegar a tener cierto grado
    de validez en la medida en que se atienda a esta advertencia.
    La naturaleza del Estado introduce un orden dilemático que
    la empiria inmediata no puede eludir. La constitución de este orden, que inaugura
    sociedades no igualitarias y sometidas a una elite burocratizada
    (es decir un grupo que se
    especializa y se apropia de la
    administración) impone la búsqueda de aquellos
    procedimientos que hacen viable tal diagrama. En
    el mejor de los casos, algunos de los efectos resultantes se
    relacionan con la prestación de servicios
    cuyos altos costos los tornan
    imposibles para colectivos reducidos. Pero en el peor de los
    casos (sobre los cuales ningún Estado puede pregonar
    inocencia) funcionan como cleptocracias (gobierno de ladrones)
    transfiriendo riqueza de la comunidad hacia los sectores que se
    han apropiado de la administración. El interrogante no debe
    orbitar sobre cómo las castas que se benefician de dicho
    estado de cosas se consolidan en tal lugar, sino -y
    fundamentalmente- en torno ¿cómo es que la masa de
    trabajadores tolera este orden de cosas? Desde los
    post-socráticos a Foucault (pasando
    por Marx, Nietzsche,
    Prudhon y Compte) esta pregunta ha inquietado a todos aquellos
    que se han dedicado a pensar las sociedades. Jered Diamond,
    etno-socio-biólogo de la UCLA, sostiene que todas las
    cleptocracias han recurrido a una mezcla de cuatro soluciones:
    "1. Desarmar al pueblo y armar a la élite.Esto es mucho
    más fácil en nuestros días de armamento y
    alta tecnología -producido únicamente en plantas
    industriales y monopolizado fácilmente por una
    élite- que en épocas antiguas de lanzas y palos que
    podían hacerse fácilmente en casa.
    2. Hacer felices a las masas mediante redistribución de
    gran parte de los tributos
    recibidos, de maneras populares. Este principio fue tan
    válido para los jefes" de los proto-estados "hawaianos
    como lo es para los políticos estadounidenses" (y los
    nuestros) "de nuestros días.
    3. Utilizar el monopolio de
    la fuerza para
    promover la felicidad, manteniendo el orden público y
    reprimiendo la violencia. Se
    trata potencialmente de una ventaja grande y subestimada de las
    sociedades centralizadas sobre las no centralizadas.
    4. Construir una ideología" (la cual no es más que
    una religión secular) "o religión que justifiquen
    la cleptocracia. (…)Además de justificar la
    transferencia de riqueza a los cleptócratas, la
    religión institucionalizada reporta otros dos importantes
    beneficios a las sociedades centralizadas. En primer lugar, la
    ideología o religión compartida ayuda a resolver el
    problema de cómo han de vivir juntos los individuos no
    emparentados sin matarse unos a otros; proporcionándoles
    un vínculo no basado en el parentesco. En segundo lugar,
    da a la gente una motivación, distinta del interés
    genético, para sacrificar su vida en nombre de otros. A
    costa de algunos miembros de la sociedad que
    mueren en la batalla en su condición de soldados, la
    sociedad en su conjunto se hace mucho más eficaz para
    conquistar otras sociedades o resistir los ataques." Y
    también se hace más eficaz a la hora de sostener al
    status quo.
    La pregunta ¿cómo es que la masa de trabajadores
    tolera este orden de cosas? es radicalizada por este
    último punto: ¿cómo es que la masa de
    trabajadores no sólo tolera este orden de cosas sino que,
    además, puede llegar a hacerse matar para sostenerlo?.
    El planteo de Diamond es atendible, pero no suficiente. El asunto
    es mucho más complejo, y se complejiza aún
    más en la medida en que los Estados (o cleptocracias, como
    él los llama) se tornan más complejos.
    Al breve lapso de la Modernidad le ha tocado asistir a una
    sucesión de religiones seculares
    emergentes que han proporcionado múltiples épicas
    legitimadoras al aparato de Estado: desde el humanismo de
    la
    Ilustración al nacionalismo, desde el socialismo
    marxiano al liberalismo
    burqués, desde el fascismo a la
    tecnocracia, desde el indigenismo al apartheid … Pero el
    sistema sobrecodificador de las religiones (seculares o no), no
    ha sido suficiente, al menos no en nuestros Estados
    contemporáneos.
    La especialización de funciones (cada vez más
    compleja en la medida en que las sociedades también lo
    son) genera, además de una fragmentación que
    produce, racionaliza y -por ello- sostiene la emergencia de
    intereses corporativos (asociados a ciertos beneficios hacia los
    titulares de la especialidad) compulsivamente embanderados con un
    territorio propio, una trama de profesionalidades que -en
    función de una particular lógica de sentido, una
    fuerte impronta disciplinaria, y su propia matriz
    corporativa- se traduce en un ejercicio técnico funcional
    al orden del cual dan cuenta.
    El profesional, o más acertadamente, el ejercicio
    profesional no puede abstraerse del territorio en el cual, y para
    el cual, fue constituido. No atender esta dimensión
    implica olvidar los efectos políticos de toda
    intervención técnica y devenir, por ello, en agente
    cómplice del estado de cosas que se está
    obviando.
    Minimizemos esta ventana y pasemos a otra. No sin antes desplegar
    una tabla elaborada por Diamond que, de alguna manera, sirve para
    ilustrar aquello de lo que venimos hablando.

    4. El orden
    disciplinario

    Cuando Bleger ensaya la construcción de una
    "metapsicología", intenta despegarse de la parcialidad
    disciplinaria de lo "psi" a partir de su Psicología
    Institucional, introduciendo esquema sobre "ámbitos" de la
    psicología. Puede interpretarse la intención del
    psicoanalista argentino como la búsqueda de una camino que
    lo libere de la dictadura de
    los objetos discretos. Pero allí queda. La
    ampliación del espacio territorial no elimina la frontera,
    sólo la expande. En el mejor de los casos, integra nuevos
    objetos, pero el tránsito continúa derivando en el
    interior del territorio disciplinario de lo "psi" (aunque el
    mismo extienda en una superficie mayor). Así, la
    metapsicología corre el peligro de sedentarizarse en un
    nuevo territorio tras la bandera de un nuevo objeto
    naturalizado.
    Morin y Piatelli-Palmarini propondrán una
    "bioantroposociología" como metadisciplina, en un sentido
    multidisciplinario, entendiendo que la interdisciplinariedad no
    puede más que establecer buenas relaciones
    diplomáticas entre los diversos
    territorios disciplinarios. Esta propuesta se inclina claramente
    hacia construcción disciplinaria a partir del objeto (en
    este caso: el sistema homo) pero con una salvedad; los autores
    reconocen la inexistencia de una esencia humana, es decir,
    descartan la validez del Hombre, al menos tal cual lo postula el
    humanismo. De todos modos, parten de una invariante absoluta:
    invariantes genéticas (y por tanto anatómicas y
    fisiológicas), pero también comportamentales y
    sociales que se desprenden de las mismas. Reconocerán, sin
    embargo, que dichos "universales" no darán más que
    una visión parcializada y transformada del objeto. Por
    ello afirmarán que la característica fundamental de
    este objeto radica precisamente en la variedad: "La idea de los
    universales sólo tiene sentido e interés cuando la
    invariabilidad está asociada a la variabilidad en una
    relación de tipo generativo/fenoménico o competencia/actuación, y va unida a la idea
    de sistema/organización". Es claro que no logran (tampoco
    lo buscan) abandonar la preeminencia del objeto discrteo, aunque
    propongan abordarlo desde la diversidad.
    "DISCIPLINA: f.
    Doctrina, instrucción de una persona //
    Arte, facultad
    o ciencia //
    Observancia de las leyes y
    ordenamientos de una profesión o institución. U.m.
    hablando de la milicia y de los estados eclesiásticos
    secular y regular // Instrumento, hecho ordinariamente de
    cáñamo (!!!), con varios ramales que sirve para
    azotar U.m. en pl. // Acción de disciplinar o
    disciplinarse."
    La disciplina no trata de imponer férreas fronteras, de
    escindir lo prohibido de lo permitido. El arte de la disciplina
    trata más bien de encauzar accionares en el instante mismo
    de su nacimiento, generando para ello los ordenes del sí y
    el no. Porque la disciplina no limita su ejercicio a la
    enunciación de la norma, su potencialidad radica en una
    estrategia mucho más efectiva que la simple
    interdicción; antes que constituirse en una aduana entre los
    territorios de lo legal y lo ilegal, la disciplina diagrama a
    dichos territorios, genera legalismos tanto como ilegalismos:
    nada mas ni nada menos que una técnica específica
    de administración del Poder.
    Foucault la describe como una suerte de "ortopedia social"
    destinada a encauzar los desarrollos en un patrón
    específico de discursos y
    acontecimientos. El dispositivo disciplinario se abocará a
    la tarea de prevenir los desvíos antes de que éstos
    se constituyan en tales. Pero al hacerlo construirá la
    propia posibilidad del desvío. Porque al generar el
    patrón de lo aceptable generará también el
    lugar de lo inaceptable, proporcionando dos territorios sobre los
    que transitar.
    Es la lógica binaria la que captura; o se transita por un
    lado, o se lo hace por el otro. En todo caso, la tercera
    opción será caminar por la cuerda floja de la
    frontera pero, de última, la referencia será el
    orden binario diagramado por las técnicas
    de la disciplina. Aquellas formaciones a las que denominamos
    disciplinas científicas no dejan de ser otra cosa que la
    materialización de esta lógica en las
    tecnologías del conocimiento:
    la disciplina discrimina, heterogeiniza, taxonomiza, para aplicar
    técnicas adecuadas a cada situación en particular y
    -de este modo- obtener efectos funcionales al orden disciplinario
    en juego. La
    función de la academia será la de disciplinar (de
    allí esta parcialización) el devenir del
    conocimiento, diagramar la producción de verdades, y encauzar la
    deriva de sus miembros: "mapear", "estriar", la ruta de lo
    disciplinado.
    El saber, así, se despliega como la más poderosa
    máquina de consensos. Esta enorme y compleja
    factoría de los acuerdos colectivos encuentra su
    legitimidad en la naturaleza de aquello que produce, con un alto
    coeficiente de efectividad que se muestra capaz de
    asimilar el disenso a partir de su racionalidad disciplinaria. En
    el binomio Saber-Poder no hay exterioridad, porque la propia
    resistencia
    contribuye eficazmente a la delimitación del territorio.
    En el orden de lo binario, tanto lo erróneo como lo
    acertado son producto de la
    misma lógica. Porque el carozo del asunto se encuentra en
    el proceso de producción de las verdades y las falsedades,
    antes que en el contenido final de estos procedimientos.
    La génesis de la parcelación disciplinaria del
    Saber en saberes locales y específicos obedece, ante todo,
    a una necesidad política. Es el resultado de una
    preocupación por la delimitación de un espacio
    territorial: la búsqueda del cómo administrar los
    dominios. Se clasifica para gobernar, la máxima cesareana
    (divide y reinarás) no obedece tanto a la voluntad de
    generar antagonismos entre los gobernados como a la oportunidad
    de producir categorías ("provincias") definidas, que
    permitan administrar eficazmente las relaciones entre las mismas,
    así como controlar los aconteceres en el interior de los
    territorios así constituidos. En la territorialidad del
    Saber, hemos aprendido a definir parcelas específicas a
    las disciplinas que les dan sentido, con el fin prioritario de
    hacerlas inteligibles a cierto orden de racionalidad y -de este
    modo- poder administrar los conocimientos que allí se
    constituyen. Desde Aristóteles en adelante (la propia taxonomía
    y la discriminación entre el objeto y el sujeto) esta
    tecnología ha ido abandonado el sentido de la
    instrumentalidad para materializarse en un credo
    epistémico que parte de la naturalización (y por
    tanto axiomática) de sus productos.

    En este orden, la validez de una producción
    teórica se constituía en función de su
    coincidencia con la praxis. El binomio teoría-práctica instituyó no
    solo una frontera entre sus términos sino que
    diagramó además el segmento que los relaciona:
    debería haber una continuidad de sentido entre
    teoría y práctica para que ambas accedieran al
    estatuto de la legitimidad. Esto se despliega a partir de la
    creencia en un Real ontológico (la preeminencia de un
    mundo material-concreto) pasible de ser interpretado literal y
    certeramente por los hermeneutas del mundo científico:
    el universo se
    limita a estar y ser, ordenado en un Cosmos con objetos
    claramente definidos, y a la espera de la luz del
    conocimiento que le haga develar sus secretos. Así, se
    parte de una ficción ontológica: los objetos son y
    su ser es producto de su propia materialidad, por lo que
    pre-existen a las tecnologías destinadas a descubrirlos
    (en este caso, las disciplinas). Sin embargo, el propio devenir
    del conocimiento ha venido poniendo en cuestión esta
    perspectiva, y ha sido Foucault quien ha propuesto el estallido
    del binomio a partir de una inversión del segmento que lo
    constituía; no se trataría de buscar continuidades
    entre teoría y práctica sino de enfrentar a ambas
    en una lucha instrumental que las integre; la teoría debe
    servir para poner en cuestión a la práctica, la
    praxis debe servir para poner en cuestión la
    teoría. Y es así precisamente que se accede al
    objeto en tanto constructo. El objeto no pre-existe a la
    disciplina sino que, por el contrario, es el propio arsenal
    tecnológico de la disciplina el que lo delimita a partir
    de sus lógicas de sentido y, por tanto, el que lo
    constituye.
    Fundamentalmente a partir de las últimas décadas,
    hemos asistido al estrellato de diversas teorizaciones en torno a
    comunicaciones
    extra e inter territoriales de las disciplinas. Es así
    como se han difundido numerosas, exhaustivas y detalladas
    discusiones (y discriminaciones) en torno a lo multi, inter y
    trans-disciplinario, así como a la constitución de
    equipos que se despliegan a partir de dicho diagrama.
    Se ha buscado, con esto, atender a las limitaciones que la
    parcialidad disciplinaria imponía ante las demandas de la
    propia vida (aunque, o tal vez precisamente por ello, sin escapar
    de la diagramación disciplinaria). De todos modos (o tal
    vez también precisamente por ello), la mayor parte de
    estas discusiones no han podido escapar de la preeminencia del
    mundo material-concreto, lo cual se manifiesta en la creencia en
    objetos discretos de naturaleza pre-disciplinaria. Unos pretenden
    abordar a los objetos desde los puntos de vista de diversas
    disciplinas (sin percibir que cada una de ellas construye sus
    propios objetos y que, por lo tanto, se refiere a cosas
    diferentes), y otros pretenden construir la batería
    disciplinaria desde los objetos (sin percibir que son las propias
    disciplinas las que los construyen). Más allá de
    las jerarquías y los estatutos territoriales que gobiernan
    las relaciones entre las disciplinas, estas búsquedas se
    han encontrado con serias dificultades a la hora de establecer
    líneas de fuga (es decir, líneas que posibiliten la
    fuga de los segmentos binarios o las líneas de
    segmentaridad dura) que pongan en cuestión la dictadura
    del objeto en tanto real-ontológico.
    Es que las tecnologías del conocimiento, en las que se
    inscriben las disciplinas académicas, se inscriben -a su
    vez- en un dominio de
    saberes obsesivamente (el adjetivo viene al caso) sedentarios. Lo
    cual no es más que un diagrama Políticamente
    Correcto para las necesidades del aparato de Estado (del mismo
    modo que el Estado lo es para la sedentaridad). La épica
    que legitima un estado de cosas debe sostenerse en la
    épica de lo real-ontológico, para que dicha
    épica legitimadora sea -a su vez- real-ontológica
    ella misma (y, por tanto, trascendente e inapelable). Así
    el pensamiento sedentario (y su correlato
    político-administrativo: el Estado) busca perpetuarse a
    partir de un régimen trascendente: trascender las
    condiciones de producción
    que le dan sentido para erigirse más allá de
    ellas.
    La funcionalidad de las disciplinas académicas (y/o
    científicas) al staus quo se sostiene sobre dos pilares
    fundamentales: el propio carácter disciplinario (a partir
    del cual construyen y se construyen) que las nomina, y las serias
    dificultades con las que se encuentran a la hora de operar desde
    un registro no
    trascendente. Ello impone formaciones subjetivas para las cuales
    la certeza se constituye en un requisito indispensable de la
    existencia, certeza más relacionada con una metafísica
    trascendente (deber ser o, sencillamente, Ser), que con el plano
    inmanente de las condiciones en las que se es (estar siendo o, en
    otros términos, devenir).
    Ventana cerrada, pasemos a enlaces (o links).
    Enlaces e hipervínculos / Profesionalidad, Disciplina,
    Estado … / El Gólem, su autonomización, su
    caída, y la suerte del rabino Chelm.
    La Profesión (del latín professione) es el
    "Empleo,
    facultad y oficio que cada uno tiene y ejerce
    públicamente", pero también remite al "acto de
    profesar". Y es en el verbo profesar que se despliegan más
    claramente los sentidos en juego. La procedencia
    etimológica es latina (professus; participio de profiteri,
    declarar) y su abanico de significados puede ser particularizado
    en el siguiente esquema dual:
    1-. Un orden de generalidad que lo identifica con la
    acción pura, y que remite a un patrón desde el cual
    se actúa (aunque acentuando la acción por sobre la
    matriz de procedencia): "Ejercer (una ciencia arte u oficio)
    "
    2-. Un orden de especificidad que lo relaciona directamente con
    el dominio disciplinario. Ya sea a partir de la acción de
    disciplinar ("Enseñar en la cátedra -una ciencia o
    arte- / Cultivar -una inclinación, sentimiento o creencia-
    / Obligarse en una orden religiosa a cumplir los votos propios de
    su instituto"), o bien en lo que podría ser tipificado
    como efecto del
    disciplinamiento ("Hablando -de principios,
    doctrina, etc.-, adherirse a ellos / Creer, confesar
    -algo-").
    Es así como la el ejercicio profesional se relaciona con
    un hacer bien-encauzado y bien-encauzador, un hacer disciplinado
    y disciplinador; la Profesión, por tanto, emerge desde una
    profesión de fé. En la primera de las acepciones
    atendemos a un ejercicio que se sostiene fundamentalmente en la
    propia acción pero, si atendemos al orden disciplinario
    que se despliega en la acción de profesar, veremos que
    ésta se sostiene sobre la adhesión a un sistema de
    creencias (el patrón desde el cual se despliega dicho
    ejercicio). Ejercer una Profesión implica, necesariamente,
    adherir al sistema de creencias que le da sentido: ejercer la
    Profesión médica implica profesar (predicar y creer
    en) la Medicina.
    La profesionalidad implica un orden instituido que reconoce el
    diagrama en el cual las profesiones se incluyen (y por lo cual
    son reconocidas), y éste no puede ser menos que funcional
    al Cuerpo Político (el Estado) en el que se inscribe.
    Así, el ejercicio profesional es predominantemente (en
    tanto busque ser tipificado como tal) instituido -al menos en lo
    referente

     

     

     

     

    Autor:

    Gabriel Eira

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