Indice
1. El
Gólem
2. Estado(s)
3. Del igualitarismo a la
Cleptocracia
4. El orden
disciplinario
En los tiempos de Rodolfo II de Habsburgo (1576-1612), y
por efecto de su influencia, Praga se encontraba sometida a la
jerarquización de las disciplinas iniciáticas,
entre las que destacaban la alquimia y la magia. Amigo de las
Artes y de las Ciencias,
concebidas al modo de su época, el emperador se
caracterizó por un mecenazgo radical que compensaba su
mediocridad en otros asuntos de Estado. Dentro del castillo, en
un espacio conocido popularmente como la callejuela dorada,
habitaban -bajo su protección- magos, alquimistas y
cabalistas provenientes de toda Europa. El
Imperio Alemán había capturar, entre otros, a
figuras tales como John Dee y Edward Kelley , que desplegaban sus
estudios y discusiones desde el ágora y los laboratorios
que a tales afectos habían sido dispuestos en la
residencia oficial.
Entre los personajes de la callejuela dorada destacaba quien, por
aquel entonces, era considerado uno de los cabalistas más
respetados: el mítico e inquietante rabí Lew. Los
judíos de Praga contaban una curiosa historia sobre él.
Según ellos, el rabino había logrado crear, gracias
a sus conocimientos sobre la Cábala, un autómata de
barro al que dio vida colocando sobre su frente un pergamino con
la palabra hebrea emeth (verdad). Cada viernes Lew borraba la
primera letra de la palabra para que en el pergamino se leyera
meth (muerte), de
este modo el ser perdía sus propiedades vitales y
volvía a transformarse en una masa de barro.
Pero un viernes Rabí Lew olvidó borrar la letra del
pergamino. Dicen que éste se encontraba en la sinagoga
leyendo el salmo 92 cuando un griterío proveniente del
exterior lo alertó sobre los desastres que su criatura
estaba haciendo en la judería. El ser se había
liberado de sus ataduras y había comenzado a sacudir
violentamente los cimientos de las casas. Luego de una breve
lucha, el cabalista logró trasformar la emeth en meth para
que el peligro deviniera nuevamente en un inofensivo
muñeco de barro. Sin inquietarse demasiado, y atendiendo a
que la lectura del
salmo 92 se había interrumpido, ordenó que el mismo
se leyera por segunda vez. A partir de esta historia se explica
que aún hoy -y cada viernes-, en la sinagoga Alt-Neu de la
judería de Praga, la lectura del
salmo 92 (tópico corriente en la liturgia hebrea) se
repite dos veces de forma intencional.
De acuerdo a esta tradición, los restos de la criatura
fueron ocultados en el desván de la sinagoga. Se dice que
varios años después el rabino Ezequiel Landau
subió al desván para ver sus restos. Cuando
bajó de allí prohibió que nadie, en el
futuro, volviera a entrar en la habitación. De todos
modos, y siempre de acuerdo a la leyenda, cada 33 años el
autómata se deja ver, fugazmente por las calles de
Praga.
La tradición del gólem (así es llamada la
criatura) no es patrimonio de
Praga. Historias similares se han contado en las juderías
de toda Europa. La traducción más literal del
vocablo vendría a ser "sin forma". El proceso para
crear este autómata imitaría los primeros pasos de
la creación, aunque sin llegar a terminarla. De acuerdo al
Talmud, las primeras doce horas del primer día de
Adán habrían transcurrido de la siguiente forma:
"en la primera hora la tierra fue
aglutinada; en la segunda se transformó él en un
gólem, una masa todavía informe; en la
tercera fueron estirados sus miembros; en la cuarta se
inspiró el alma; en la quinta se puso en pie; en la sexta
dio nombre (a todos los vivientes) ( …) ". En función de
su cualidad de obra inacabada e imperfecta, el gólem
carece de alma. El cabalista sólo puede inspirar en
él un nephesh (una suerte de hálito vital), pero es
incapaz de dotarlo de espíritu. Así, el
gólem no podría acceder más que a un
mínimo entendimiento, el necesario para que pudiera
realizar tareas sencillas y recibir órdenes, de ahí
su cualidad de autómata.
Ahora bien, hay otra historia sobre el gólem que me
gustaría rescatar, ya que ella nos proporciona la utilidad
más específica, en tanto metáfora, a los
efectos de este trabajo. Decíamos que tales criaturas no
son patrimonio exclusivo de las tradiciones judías de
Praga. El gólem aparece en casi toda Europa, aunque cobra
particular protagonismo en el misticismo jassídico de
Europa oriental, fundamentalmente en Polonia. En 1808 y en una
nota para su periódico
comunitario, Jakob Grimm rescata una tradición
judeo-polaca que se despliega a partir de otra figura
mítica: el rabí Chelm. La historia parece ser la de
otro rabino descuidado. Esta vez el hombre
dejó que su criatura creciera tanto que llegó a
sobrepasarlo en altura, de manera tal que no llegaba a su frente
para borrar la e de emeth. Asustado por lo que podría
llegar a pasar, Chelm decidió inventar una estrategia para
deshacerse de su gigante. Le ordenó que quitara las botas
como excusa para que el autómata dejara accesible su
frente. Este obedeció y así el rabino logró
borrar la letra de su frente; pero el gólem se
había vuelto tan grande que cuando la mole de barro
cayó ésta terminó aplastando al respetable
rabino.
Suficiente, por el momento minimizemos esta ventana y pasemos a
otro tema, dejando este asunto del gólem archivado en
la memoria
inmediata.
El Estado (estado, del latín statu),
literalmente, no remite a otra cosa que al congelamiento del ser
o, dicho de otra manera, a una situación específica
del estar. En otras palabras: cada uno de los sucesivos modos de
estar siendo (o, simplemente, ser, para las lenguas de
raíz latina) es fotografiado tras esta palabra. Dado un
proceso determinado, el objeto del proceso delimita, en un lapso
concreto, un
modo particular de ser que le confiere cualidades que hacen
posible su discriminación de aquellos lapsos que le
anteceden y aquellos que le suceden. Así, cada estado se
estructura en
una suerte de situación que lo consolida como tal, o sea,
como cosa sujeta a influencias y cambios de condición que
inauguran dominios particulares de exterioridad e
interioridad.
En este sentido, el estado pasa
a denominar un orden que se ha establecido como tal. Este
establecimiento consolida un estado de cosas (status quo) que,
gracias a la magia monumentalizadora (es decir, acción de
con-memorar, de traer a la memoria) del
enunciado detiene el tiempo en un
formato delimitado que le confiere propiedades de cuerpo (corpus;
aquello que hiere los sentidos o,
en términos foucaultianos, todo aquello que puede afectar
o ser afectado).
El estado (o más, precisamente, lo estado) se estructura
como lo que es, y precisamente por ello deviene en, o a partir
de, un cuerpo. Así, tenemos estado de salud, de gracia, y de
pecado, nominando estares que refieren a un patrón
codificador que se constituye como cuerpo (la salud, la virtud,
la infracción). Tenemos estado civil (referido a un cuerpo
jurídico) y tenemos estados de la materia (que
refieren a cuerpos físicos): sólido, líquido
o gaseoso. Todo estado, entonces, remite a uno de esos precisos
modos de estar que se inscriben en una sucesión de estados
posibles. Hasta aquí, el estado y el estadio
podrían concuvinarse en una sinonimia.
Sin embargo hay un estado que trasciende la naturaleza del
estadio. De forma tal que conjuga la expresión más
concreta del animal sedentario. Y es tanto así que
consigue un nombre propio significado por el uso de la
mayúscula: el Estado, máximo monumento erigido en
memoria de la sedentaridad y las tecnologías que le son
propias. Tenemos, entonces, un modo de estar de las sociedades (el
Estado) que trasciende el corte cronológico para
instituirse en una organización societaria
-axiomáticamente lícita e inapelablemente
pragmática- que por efecto del despliegue de sucesivas
épicas legitimadoras, pretende universalizarse a partir
del divorcio de
los procesos
históricos que le han dado sentido. De esta manera, el
Estado se erige antes como el modo de ser de nuestras sociedades
que como uno de los tantos modos de estar posibles. El estado (o
lo que ha devenido estado, ha estado y -por ello- continúa
estando) se configura en lo que tal vez sea la figura más
paradigmática del pensamiento
sedentario. Una suerte de procedimiento
lingüístico dispuesto para exorcizar el destino
caótico de todo sistema ordenado
(¿aquello a lo que la segunda ley de la
termodinámica denomina entropía?). Pero vale recordar esta
objeción: en última instancia, el Estado no refiere
a nada más (ni a nada menos) que a un Estado de cosas
(status quo), a un orden establecido, y no a una naturalidad
ontológica.
A partir de estos procedimientos,
el Estado abandona su procedencia procesual para devenir en un
cuerpo político de carácter
estructural. El "cuerpo político de una nación"
o, en forma más precisa (ya que Estado Nacional es
sólo una de las formas posibles del Estado, consolidada a
partir del nacionalismo
del siglo XIX), la "denominación las entidades políticas
soberanas sobre un determinado territorio, su conjunto de
organizaciones
de gobierno y, por
extensión, su propia extensión territorial". Es
así como el Estado no adjetiva el modo de estar de un
cuerpo sino que deviene en un cuerpo gubernativo. La sinonimia se
establece, ahora, entre el Estado y un Cuerpo Político
específico. Dispongamos, nuevamente, de un enlace con la
Encarta: "La característica distintiva del Estado
moderno es la soberanía, reconocida tanto dentro del
propio Estado como por parte de los demás de que su
autoridad
guvernativa es suprema." Así, el Estado se instituye como
soberano, como última autoridad en un orden territorial
determinado. Y esta autoridad suprema se legitima, en la Modernidad, a
partir de una fábula fundante proveniente del Siglo de las
Luces: el Contrato Social.
De allí que el formato jurídico que se ha dado para
definir "nuestro" Estado no pueda evadir cierta
connotación rousseauniana: "la asociación política de todos sus
habitantes".
Pero el mito de
Rousseau no
es, no ha sido, la única épica legitimadora del
Estado en tanto Cuerpo Político, sino tan sólo una
más. Tal vez la que ha consolidado un mayor coeficiente de
credibilidad en las sociedades post-renacentistas, pero no
siempre ha sido así y todo parece indicar que no lo
seguirá siendo por mucho tiempo (aunque éste es
otro tema). Lo que resulta indiscutible es la necesidad de una
épica que lo legitime, una suerte de mítica
racionalizadora que produzca la necesidad de gobernar y de ser
gobernado, ya que su naturaleza reside precisamente allí.
El Estado, entonces, se configura como la tecnología
política paradigmática del ser (o self)
sedentario.
Pasemos, ahora, a otra ventana.
3. Del igualitarismo a la
Cleptocracia
A la hora de localizar una posible procedencia del
Estado o, más precisamente, una lógica
de sentido que explicara porqué ciertas sociedades pasaron
a aceptar ser gobernadas desde esta forma política, Marvis
Harris recurre a la Antropología Cultural. Es así como
se remite a las llamadas "sociedades primitivas" que han logrado
sobrevivir hasta el siglo XX para estudiar cómo estas se
las arreglaban ante el surgimiento de sujetos que buscaban
imponer sus designios sobre la comunidad (la
referencia más concreta es la de los grupos de
Papúa-Nueva Guinea). La respuesta resultó ser muy
simple: cuando aparecía alguno de estos señores, y
en la medida en que el territorio así lo posibilitaba, la
comunidad se limitaba a recoger sus cosas e irse hacia otra
parte, dejándolo en soledad (o con aquellos que quisieran
acompañarlo, los cuales no eran demasiados) para
administrar el territorio sobre el cual quería imponer su
autoridad.
Es desde allí que establece una serie de pasos sucesivos,
relacionados con la limitación territorial, la amenaza
externa y los excedentes de alimentos, que
terminan con el establecimiento de los proto-estados y las castas
gubernativas que les son inherentes. Así, habría un
primer estadio constituído a partir de lazos de
reciprocidad sin especialización de funciones,
caracterizado por poblaciones de tamaño reducido
(decenas), de territorialidad nómada, cuya
organización política podría tipificarse
como horda, y sin una estructura de liderazgo que
vaya más allá de la autoridad moral (sin
poder de
decisión sobre el colectivo). Un segundo estadio
comprendería poblaciones algo mayores (centenas),
mayoritariamente asentadas (aunque no necesariamente y, en el
caso de que así sea, en no más de una aldea), con
una estructura de liderazgo sostenida en la figura del cabecilla
o gran hombre (el
cual no poseería otra autoridad que el prestigio personal,
debiendo apelar al consenso y a su capacidad de seducción
a hora de tomar decisiones), sin especialización de
funciones y con una organización política a la que
se tipifica como tribu. El tercer estadio se constituye con
poblaciones numerosas (miles), predominantemente sedentarias (una
o más aldeas), con una estructura de liderazgo
centralizada en torno a la figura
del gran jefe (de autoridad relativamente indiscutible, sostenida
en lazos de sangre), con
cierta especialización de funciones (aunque relativa) y
con una organización política tipificada como
jefatura. El cuarto estadio comprendería al Estado
propiamente dicho e implicaría grandes poblaciones
sedentarizadas (desde decenas de miles), con una clara estructura
jerárquica, una clase gubernativa de carácter
piramidal y, ineludiblemente, una mítica épica
legitimadora cuya figura paradigmática podría ser
un modo de religión
institucionalizada y funcional a las instituciones
del Estado. El pasaje entre cada uno de estos estadios ha sido
trabajo extensamente en la obra de Harris, y excede el espacio
disponible para este trabajo. De todos modos, es recomendable
remitirse al texto del
antropólogo materialista norteamericano para profundizar
en ello.
Para terminar con Harris, es bueno citar dos condiciones que el
autor establece como necesarias para que el estadio-Estado se
haga posible:
"La población no sólo tenía que
ser numerosa (de unas 10 000 a 30 000 personas), sino que
también tenía que estar circunscrita, esto es,
estar confrontada a una falta de tierras no utilizadas a las que
pudiera huir la gente que no estaba dispuesta a soportar impuestos,
reclutamientos y órdenes. La circunscripción no
estaba sólo en función de la cantidad de territorio
disponible, sino que también dependía de la
calidad de los
suelos y de
los recursos
naturales y de si los grupos de refugiados podían
mantenerse con un nivel de vida no inferior, básicamente,
del que cupiera esperar bajo sus jefes opresores. Si las
únicas salidas para una facción disidente eran
altas montañas, desiertos, selvas tropicales u otros
hábitats indeseables, ésta tendría pocos
incentivos
para emigrar.
La segunda condición estaba relacionada con la naturaleza
de los alimentos con los que había que contribuir al
almacén
central de redistribución. Cuando el depósito del
jefe estaba lleno de tubérculos perecederos como
ñame o batatas, su potencial coercitivo era mucho menor
que si lo estaba de arroz, trigo, maíz u
otros cereales domésticos que se podían conservar
sin problemas de
una cosecha a otra. Las jefaturas no circunscriptas o que
carecían de reservas alimenticias almacenables a menudo
estuvieron a punto de convertirse en reinos, para luego
desintegrarse como consecuencia de éxodos masivos o
sublevaciones de plebeyos desafectos".
Ovbio es decir que todo intento de definir estadios de cualquier
desarrollo es
necesariamente arbitrario. No obedece más que a una
necesidad operativa. Como ya lo hemos dicho, la propia
noción de estado (en tanto estadio) no puede evitar
desplegarse como una arbitrariedad. ¿Cómo
establecer la frontera entre uno u otro? Por otro lado, todas
secuencias posibles se desarrollan en un devenir saturado de
variables
(variaciones y discontinuidades) que hacen de la propia secuencia
una abstracción teorética, un ficcionar -al decir
de Deleuze-. Hecha esta advertencia vale, no obstante, rescatar
este ficcionar como un orden metodológico para abordar el
problema, orden que sólo puede llegar a tener cierto grado
de validez en la medida en que se atienda a esta advertencia.
La naturaleza del Estado introduce un orden dilemático que
la empiria inmediata no puede eludir. La constitución de este orden, que inaugura
sociedades no igualitarias y sometidas a una elite burocratizada
(es decir un grupo que se
especializa y se apropia de la
administración) impone la búsqueda de aquellos
procedimientos que hacen viable tal diagrama. En
el mejor de los casos, algunos de los efectos resultantes se
relacionan con la prestación de servicios
cuyos altos costos los tornan
imposibles para colectivos reducidos. Pero en el peor de los
casos (sobre los cuales ningún Estado puede pregonar
inocencia) funcionan como cleptocracias (gobierno de ladrones)
transfiriendo riqueza de la comunidad hacia los sectores que se
han apropiado de la administración. El interrogante no debe
orbitar sobre cómo las castas que se benefician de dicho
estado de cosas se consolidan en tal lugar, sino -y
fundamentalmente- en torno ¿cómo es que la masa de
trabajadores tolera este orden de cosas? Desde los
post-socráticos a Foucault (pasando
por Marx, Nietzsche,
Prudhon y Compte) esta pregunta ha inquietado a todos aquellos
que se han dedicado a pensar las sociedades. Jered Diamond,
etno-socio-biólogo de la UCLA, sostiene que todas las
cleptocracias han recurrido a una mezcla de cuatro soluciones:
"1. Desarmar al pueblo y armar a la élite.Esto es mucho
más fácil en nuestros días de armamento y
alta tecnología -producido únicamente en plantas
industriales y monopolizado fácilmente por una
élite- que en épocas antiguas de lanzas y palos que
podían hacerse fácilmente en casa.
2. Hacer felices a las masas mediante redistribución de
gran parte de los tributos
recibidos, de maneras populares. Este principio fue tan
válido para los jefes" de los proto-estados "hawaianos
como lo es para los políticos estadounidenses" (y los
nuestros) "de nuestros días.
3. Utilizar el monopolio de
la fuerza para
promover la felicidad, manteniendo el orden público y
reprimiendo la violencia. Se
trata potencialmente de una ventaja grande y subestimada de las
sociedades centralizadas sobre las no centralizadas.
4. Construir una ideología" (la cual no es más que
una religión secular) "o religión que justifiquen
la cleptocracia. (…)Además de justificar la
transferencia de riqueza a los cleptócratas, la
religión institucionalizada reporta otros dos importantes
beneficios a las sociedades centralizadas. En primer lugar, la
ideología o religión compartida ayuda a resolver el
problema de cómo han de vivir juntos los individuos no
emparentados sin matarse unos a otros; proporcionándoles
un vínculo no basado en el parentesco. En segundo lugar,
da a la gente una motivación, distinta del interés
genético, para sacrificar su vida en nombre de otros. A
costa de algunos miembros de la sociedad que
mueren en la batalla en su condición de soldados, la
sociedad en su conjunto se hace mucho más eficaz para
conquistar otras sociedades o resistir los ataques." Y
también se hace más eficaz a la hora de sostener al
status quo.
La pregunta ¿cómo es que la masa de trabajadores
tolera este orden de cosas? es radicalizada por este
último punto: ¿cómo es que la masa de
trabajadores no sólo tolera este orden de cosas sino que,
además, puede llegar a hacerse matar para sostenerlo?.
El planteo de Diamond es atendible, pero no suficiente. El asunto
es mucho más complejo, y se complejiza aún
más en la medida en que los Estados (o cleptocracias, como
él los llama) se tornan más complejos.
Al breve lapso de la Modernidad le ha tocado asistir a una
sucesión de religiones seculares
emergentes que han proporcionado múltiples épicas
legitimadoras al aparato de Estado: desde el humanismo de
la
Ilustración al nacionalismo, desde el socialismo
marxiano al liberalismo
burqués, desde el fascismo a la
tecnocracia, desde el indigenismo al apartheid … Pero el
sistema sobrecodificador de las religiones (seculares o no), no
ha sido suficiente, al menos no en nuestros Estados
contemporáneos.
La especialización de funciones (cada vez más
compleja en la medida en que las sociedades también lo
son) genera, además de una fragmentación que
produce, racionaliza y -por ello- sostiene la emergencia de
intereses corporativos (asociados a ciertos beneficios hacia los
titulares de la especialidad) compulsivamente embanderados con un
territorio propio, una trama de profesionalidades que -en
función de una particular lógica de sentido, una
fuerte impronta disciplinaria, y su propia matriz
corporativa- se traduce en un ejercicio técnico funcional
al orden del cual dan cuenta.
El profesional, o más acertadamente, el ejercicio
profesional no puede abstraerse del territorio en el cual, y para
el cual, fue constituido. No atender esta dimensión
implica olvidar los efectos políticos de toda
intervención técnica y devenir, por ello, en agente
cómplice del estado de cosas que se está
obviando.
Minimizemos esta ventana y pasemos a otra. No sin antes desplegar
una tabla elaborada por Diamond que, de alguna manera, sirve para
ilustrar aquello de lo que venimos hablando.
Cuando Bleger ensaya la construcción de una
"metapsicología", intenta despegarse de la parcialidad
disciplinaria de lo "psi" a partir de su Psicología
Institucional, introduciendo esquema sobre "ámbitos" de la
psicología. Puede interpretarse la intención del
psicoanalista argentino como la búsqueda de una camino que
lo libere de la dictadura de
los objetos discretos. Pero allí queda. La
ampliación del espacio territorial no elimina la frontera,
sólo la expande. En el mejor de los casos, integra nuevos
objetos, pero el tránsito continúa derivando en el
interior del territorio disciplinario de lo "psi" (aunque el
mismo extienda en una superficie mayor). Así, la
metapsicología corre el peligro de sedentarizarse en un
nuevo territorio tras la bandera de un nuevo objeto
naturalizado.
Morin y Piatelli-Palmarini propondrán una
"bioantroposociología" como metadisciplina, en un sentido
multidisciplinario, entendiendo que la interdisciplinariedad no
puede más que establecer buenas relaciones
diplomáticas entre los diversos
territorios disciplinarios. Esta propuesta se inclina claramente
hacia construcción disciplinaria a partir del objeto (en
este caso: el sistema homo) pero con una salvedad; los autores
reconocen la inexistencia de una esencia humana, es decir,
descartan la validez del Hombre, al menos tal cual lo postula el
humanismo. De todos modos, parten de una invariante absoluta:
invariantes genéticas (y por tanto anatómicas y
fisiológicas), pero también comportamentales y
sociales que se desprenden de las mismas. Reconocerán, sin
embargo, que dichos "universales" no darán más que
una visión parcializada y transformada del objeto. Por
ello afirmarán que la característica fundamental de
este objeto radica precisamente en la variedad: "La idea de los
universales sólo tiene sentido e interés cuando la
invariabilidad está asociada a la variabilidad en una
relación de tipo generativo/fenoménico o competencia/actuación, y va unida a la idea
de sistema/organización". Es claro que no logran (tampoco
lo buscan) abandonar la preeminencia del objeto discrteo, aunque
propongan abordarlo desde la diversidad.
"DISCIPLINA: f.
Doctrina, instrucción de una persona //
Arte, facultad
o ciencia //
Observancia de las leyes y
ordenamientos de una profesión o institución. U.m.
hablando de la milicia y de los estados eclesiásticos
secular y regular // Instrumento, hecho ordinariamente de
cáñamo (!!!), con varios ramales que sirve para
azotar U.m. en pl. // Acción de disciplinar o
disciplinarse."
La disciplina no trata de imponer férreas fronteras, de
escindir lo prohibido de lo permitido. El arte de la disciplina
trata más bien de encauzar accionares en el instante mismo
de su nacimiento, generando para ello los ordenes del sí y
el no. Porque la disciplina no limita su ejercicio a la
enunciación de la norma, su potencialidad radica en una
estrategia mucho más efectiva que la simple
interdicción; antes que constituirse en una aduana entre los
territorios de lo legal y lo ilegal, la disciplina diagrama a
dichos territorios, genera legalismos tanto como ilegalismos:
nada mas ni nada menos que una técnica específica
de administración del Poder.
Foucault la describe como una suerte de "ortopedia social"
destinada a encauzar los desarrollos en un patrón
específico de discursos y
acontecimientos. El dispositivo disciplinario se abocará a
la tarea de prevenir los desvíos antes de que éstos
se constituyan en tales. Pero al hacerlo construirá la
propia posibilidad del desvío. Porque al generar el
patrón de lo aceptable generará también el
lugar de lo inaceptable, proporcionando dos territorios sobre los
que transitar.
Es la lógica binaria la que captura; o se transita por un
lado, o se lo hace por el otro. En todo caso, la tercera
opción será caminar por la cuerda floja de la
frontera pero, de última, la referencia será el
orden binario diagramado por las técnicas
de la disciplina. Aquellas formaciones a las que denominamos
disciplinas científicas no dejan de ser otra cosa que la
materialización de esta lógica en las
tecnologías del conocimiento:
la disciplina discrimina, heterogeiniza, taxonomiza, para aplicar
técnicas adecuadas a cada situación en particular y
-de este modo- obtener efectos funcionales al orden disciplinario
en juego. La
función de la academia será la de disciplinar (de
allí esta parcialización) el devenir del
conocimiento, diagramar la producción de verdades, y encauzar la
deriva de sus miembros: "mapear", "estriar", la ruta de lo
disciplinado.
El saber, así, se despliega como la más poderosa
máquina de consensos. Esta enorme y compleja
factoría de los acuerdos colectivos encuentra su
legitimidad en la naturaleza de aquello que produce, con un alto
coeficiente de efectividad que se muestra capaz de
asimilar el disenso a partir de su racionalidad disciplinaria. En
el binomio Saber-Poder no hay exterioridad, porque la propia
resistencia
contribuye eficazmente a la delimitación del territorio.
En el orden de lo binario, tanto lo erróneo como lo
acertado son producto de la
misma lógica. Porque el carozo del asunto se encuentra en
el proceso de producción de las verdades y las falsedades,
antes que en el contenido final de estos procedimientos.
La génesis de la parcelación disciplinaria del
Saber en saberes locales y específicos obedece, ante todo,
a una necesidad política. Es el resultado de una
preocupación por la delimitación de un espacio
territorial: la búsqueda del cómo administrar los
dominios. Se clasifica para gobernar, la máxima cesareana
(divide y reinarás) no obedece tanto a la voluntad de
generar antagonismos entre los gobernados como a la oportunidad
de producir categorías ("provincias") definidas, que
permitan administrar eficazmente las relaciones entre las mismas,
así como controlar los aconteceres en el interior de los
territorios así constituidos. En la territorialidad del
Saber, hemos aprendido a definir parcelas específicas a
las disciplinas que les dan sentido, con el fin prioritario de
hacerlas inteligibles a cierto orden de racionalidad y -de este
modo- poder administrar los conocimientos que allí se
constituyen. Desde Aristóteles en adelante (la propia taxonomía
y la discriminación entre el objeto y el sujeto) esta
tecnología ha ido abandonado el sentido de la
instrumentalidad para materializarse en un credo
epistémico que parte de la naturalización (y por
tanto axiomática) de sus productos.
En este orden, la validez de una producción
teórica se constituía en función de su
coincidencia con la praxis. El binomio teoría-práctica instituyó no
solo una frontera entre sus términos sino que
diagramó además el segmento que los relaciona:
debería haber una continuidad de sentido entre
teoría y práctica para que ambas accedieran al
estatuto de la legitimidad. Esto se despliega a partir de la
creencia en un Real ontológico (la preeminencia de un
mundo material-concreto) pasible de ser interpretado literal y
certeramente por los hermeneutas del mundo científico:
el universo se
limita a estar y ser, ordenado en un Cosmos con objetos
claramente definidos, y a la espera de la luz del
conocimiento que le haga develar sus secretos. Así, se
parte de una ficción ontológica: los objetos son y
su ser es producto de su propia materialidad, por lo que
pre-existen a las tecnologías destinadas a descubrirlos
(en este caso, las disciplinas). Sin embargo, el propio devenir
del conocimiento ha venido poniendo en cuestión esta
perspectiva, y ha sido Foucault quien ha propuesto el estallido
del binomio a partir de una inversión del segmento que lo
constituía; no se trataría de buscar continuidades
entre teoría y práctica sino de enfrentar a ambas
en una lucha instrumental que las integre; la teoría debe
servir para poner en cuestión a la práctica, la
praxis debe servir para poner en cuestión la
teoría. Y es así precisamente que se accede al
objeto en tanto constructo. El objeto no pre-existe a la
disciplina sino que, por el contrario, es el propio arsenal
tecnológico de la disciplina el que lo delimita a partir
de sus lógicas de sentido y, por tanto, el que lo
constituye.
Fundamentalmente a partir de las últimas décadas,
hemos asistido al estrellato de diversas teorizaciones en torno a
comunicaciones
extra e inter territoriales de las disciplinas. Es así
como se han difundido numerosas, exhaustivas y detalladas
discusiones (y discriminaciones) en torno a lo multi, inter y
trans-disciplinario, así como a la constitución de
equipos que se despliegan a partir de dicho diagrama.
Se ha buscado, con esto, atender a las limitaciones que la
parcialidad disciplinaria imponía ante las demandas de la
propia vida (aunque, o tal vez precisamente por ello, sin escapar
de la diagramación disciplinaria). De todos modos (o tal
vez también precisamente por ello), la mayor parte de
estas discusiones no han podido escapar de la preeminencia del
mundo material-concreto, lo cual se manifiesta en la creencia en
objetos discretos de naturaleza pre-disciplinaria. Unos pretenden
abordar a los objetos desde los puntos de vista de diversas
disciplinas (sin percibir que cada una de ellas construye sus
propios objetos y que, por lo tanto, se refiere a cosas
diferentes), y otros pretenden construir la batería
disciplinaria desde los objetos (sin percibir que son las propias
disciplinas las que los construyen). Más allá de
las jerarquías y los estatutos territoriales que gobiernan
las relaciones entre las disciplinas, estas búsquedas se
han encontrado con serias dificultades a la hora de establecer
líneas de fuga (es decir, líneas que posibiliten la
fuga de los segmentos binarios o las líneas de
segmentaridad dura) que pongan en cuestión la dictadura
del objeto en tanto real-ontológico.
Es que las tecnologías del conocimiento, en las que se
inscriben las disciplinas académicas, se inscriben -a su
vez- en un dominio de
saberes obsesivamente (el adjetivo viene al caso) sedentarios. Lo
cual no es más que un diagrama Políticamente
Correcto para las necesidades del aparato de Estado (del mismo
modo que el Estado lo es para la sedentaridad). La épica
que legitima un estado de cosas debe sostenerse en la
épica de lo real-ontológico, para que dicha
épica legitimadora sea -a su vez- real-ontológica
ella misma (y, por tanto, trascendente e inapelable). Así
el pensamiento sedentario (y su correlato
político-administrativo: el Estado) busca perpetuarse a
partir de un régimen trascendente: trascender las
condiciones de producción
que le dan sentido para erigirse más allá de
ellas.
La funcionalidad de las disciplinas académicas (y/o
científicas) al staus quo se sostiene sobre dos pilares
fundamentales: el propio carácter disciplinario (a partir
del cual construyen y se construyen) que las nomina, y las serias
dificultades con las que se encuentran a la hora de operar desde
un registro no
trascendente. Ello impone formaciones subjetivas para las cuales
la certeza se constituye en un requisito indispensable de la
existencia, certeza más relacionada con una metafísica
trascendente (deber ser o, sencillamente, Ser), que con el plano
inmanente de las condiciones en las que se es (estar siendo o, en
otros términos, devenir).
Ventana cerrada, pasemos a enlaces (o links).
Enlaces e hipervínculos / Profesionalidad, Disciplina,
Estado … / El Gólem, su autonomización, su
caída, y la suerte del rabino Chelm.
La Profesión (del latín professione) es el
"Empleo,
facultad y oficio que cada uno tiene y ejerce
públicamente", pero también remite al "acto de
profesar". Y es en el verbo profesar que se despliegan más
claramente los sentidos en juego. La procedencia
etimológica es latina (professus; participio de profiteri,
declarar) y su abanico de significados puede ser particularizado
en el siguiente esquema dual:
1-. Un orden de generalidad que lo identifica con la
acción pura, y que remite a un patrón desde el cual
se actúa (aunque acentuando la acción por sobre la
matriz de procedencia): "Ejercer (una ciencia arte u oficio)
"
2-. Un orden de especificidad que lo relaciona directamente con
el dominio disciplinario. Ya sea a partir de la acción de
disciplinar ("Enseñar en la cátedra -una ciencia o
arte- / Cultivar -una inclinación, sentimiento o creencia-
/ Obligarse en una orden religiosa a cumplir los votos propios de
su instituto"), o bien en lo que podría ser tipificado
como efecto del
disciplinamiento ("Hablando -de principios,
doctrina, etc.-, adherirse a ellos / Creer, confesar
-algo-").
Es así como la el ejercicio profesional se relaciona con
un hacer bien-encauzado y bien-encauzador, un hacer disciplinado
y disciplinador; la Profesión, por tanto, emerge desde una
profesión de fé. En la primera de las acepciones
atendemos a un ejercicio que se sostiene fundamentalmente en la
propia acción pero, si atendemos al orden disciplinario
que se despliega en la acción de profesar, veremos que
ésta se sostiene sobre la adhesión a un sistema de
creencias (el patrón desde el cual se despliega dicho
ejercicio). Ejercer una Profesión implica, necesariamente,
adherir al sistema de creencias que le da sentido: ejercer la
Profesión médica implica profesar (predicar y creer
en) la Medicina.
La profesionalidad implica un orden instituido que reconoce el
diagrama en el cual las profesiones se incluyen (y por lo cual
son reconocidas), y éste no puede ser menos que funcional
al Cuerpo Político (el Estado) en el que se inscribe.
Así, el ejercicio profesional es predominantemente (en
tanto busque ser tipificado como tal) instituido -al menos en lo
referente
Autor:
Gabriel Eira