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Antisemitismo




Enviado por verdades30



     

    Indice
    1.
    Introducción

    2. Hacia el
    nacionalsocialismo

    3. El después: juicio de
    Nuremberg

    4. Conclusión
    5. Bibliografía

    1.
    Introducción

    "Disperso entre todas las naciones de la tierra,
    existe un pueblo odioso por sus leyes, de
    costumbres contrarias a las de los demás pueblos"
    (Libro de
    Ester, 13,4) 
    "Porque a ellos les resultan prohibidas todas las cosas que
    nosotros tenemos por sagradas; y al revés, se les otorgan
    las que a nosotros se nos vedan" (Tácito, Historias, Libro
    V) 
    Se entiende por antisemitismo la actitud hostil
    u odio a los judíos. La palabra se creó en Alemania
    en 1879 por mano de un autor antisemita y poco tiempo
    después se tradujo a otros idiomas. Propia de una
    época en que proliferaban las teorías
    racistas (en conexión con el nacionalismo),
    es una palabra errónea por dos motivos: 

    • Identifica a judío con semita, cuando pueblos
      semitas han habido y hay varios: lo eran los fenicios, por
      ejemplo, y lo siguen siendo hoy día los
      árabes.    
    • Identifica el ser judío con pertenecer a una
      raza. Eso era así hace muchos siglos, pero hoy
      día no: hay judíos de todas las razas,
      provenientes de matrimonios mixtos y de antiguas conversiones,
      en algunos casos, masivas. Ser judío, hoy día, es
      pertenecer a una comunidad
      cultural, a una identidad y,
      en muchos casos, a una religión.

    Desgraciadamente, es una actitud presente hoy
    día, y no distingue entre clases
    sociales, ni por nivel económico ni cultural. Este
    siglo nos ha dado las peores muestras del fenómeno: todo
    el mundo tiene presente el Holocausto nazi (lo que los
    judíos llaman la Shoá). Hay hoy un antisemitismo de
    derechas y también de izquierdas. Se mezclan los
    conceptos, y si bien es raro que alguien acuse hoy día a
    los judíos por motivos religiosos (en nuestra sociedad
    más o menos democrática), muchos los atacan desde
    una posición antisionista (sin saber, en muchos casos,
    qué fue y es el sionismo). En fin, es algo que permanece,
    como un poso, en nuestra – paradoja- cultura
    occidental judeocristiana. 
    Al intentar comprender el fenómeno, la primera pregunta a
    plantearse será, lógicamente, su por qué.
    Los motivos pueden ser varios: 
    – Si consideramos el pueblo judío viviendo fuera de
    Israel, el motivo
    es no haber querido nunca ser asimilados, no querer ser como los
    demás. 
    – Históricamente, puede haber dos causas
    originarias: 

    • Su monoteísmo en un mundo pagano
      politeísta: los judíos no sólo no adoraban
      a los dioses de los lugares donde vivían, sino que
      negaban su existencia, lo que acarreaba el odio de la población
    • Se consideraban, además, el pueblo elegido de
      Dios. Eran diferentes y estaban orgullosos de
      serlo. 

    El fenómeno, pues, es tan antiguo como la
    presencia judía fuera de Israel (lo que se denomina
    diáspora), anterior al cristianismo.
    No comenzó con la destrucción del Templo por los
    romanos, en el año 70 d.C., sino seis o siete siglos
    antes. 
    Cuando, después de haber sido desterrados a Babilonia, se
    les permitió a los judíos volver a su tierra, muchos
    se quedaron en un país donde habían prosperado.
    Según el historiador Flavio Josefo, en Babilonia no
    había antijudaísmo. Este comenzó,
    históricamente hablando, en la ciudad egipcia de
    Alejandría, en la época helenística.
    Comencemos por aquí. 
    La presencia de los judíos en Egipto es muy
    antigua: pueblo de pastores nómadas, Egipto era la tierra
    rica que tenían al lado. Sabemos que en el s. XIX a. C., a
    causa de una de las hambrunas periódicas de la
    época, muchos de ellos se establecieron en el Delta del
    Nilo y prosperaron. Sin embargo, la invasión de los hicsos
    (a los que los autores egipcios atribuyeron parentesco con los
    hebreos) creó un fuerte sentimiento nacionalista en su
    contra, que pervivió cuando los invasores fueron obligados
    a retirarse. Bajo Tutmosis III, probablemente, se dictaron
    medidas de exterminio físico contra ellos, y bajo
    Amenhotep II, probablemente también, se produjo el
    Exodo. 
    Bajo la dinastía helenística de los Lágidas
    los judíos fueron sobreviviendo: políticamente se
    los toleró. La primera entre las ciudades
    helenísticas, Alejandría, comenzó a ser
    habitada por judíos desde la época de Tolomeo I
    Soter (323-285 a. C.). Se adaptaron rápidamente a la
    lengua y a la
    cultura griegas, y se consideraban "alejandrinos", título
    que les negaban sus vecinos gentiles, que los miraban con
    desconfianza por su exclusivismo religioso. La ciudad
    helenística, donde coincidían múltiples
    culturas y pueblos, basaba su convivencia en la tolerancia
    ideológica. La comunidad judía se negaba a
    participar en los cultos de la ciudad, y negaba la validez de
    todos los ritos menos el suyo. El problema se agravó
    cuando la población judía aumentó
    considerablemente, favorecida por su inmigración desde Siria y Judea, sobre
    todo, y por las medidas de privilegios jurídicos
    especiales que les otorgaron los gobernantes helenistas primero y
    después Julio César, a raíz de la ayuda
    militar prestada entre el 47 y 43 a.C. y que siguieron los
    emperadores posteriores. Ya dentro del dominio romano,
    la irritada población egipcia autóctona se opuso.
    En tiempos de Calígula se produjeron graves disturbios,
    que motivaron el envío de dos delegaciones alejandrinas al
    emperador: una greco-egipcia, encabezada por Apión, y otra
    judía, encabezada por Filón de Alejandría.
    Del talante de la primera de ellas nos da idea el que unas
    décadas después, entre el 94 y 96 d. C., el
    historiador judío Flavio Josefa escribiese su obra Contra
    Apión para defender a los judíos de sus
    acusaciones. 
    Es que los autores alejandrinos, siguiendo la tradición de
    Hecateo de Abdera y Manetón, habían sembrado esta
    inquina en los medios
    culturales de la ciudad y en época de Josefo había
    llegado a la misma Roma. En su obra,
    Josefo nos da testimonio de las obras antijudías de los
    escritores egipcios y helenistas.
    Hacia el año 120, bajo el reinado de Adriano,
    parecería haber estallado un conflicto
    entre judíos y helenos, y sin duda también
    egipcios, a propósito del establecimiento de
    aquéllos en la ciudad y de una historia de esclavos
    escapados.
    La humillación cierra la historia de los judíos
    bajo el Imperio romano.
    Son tolerados, pero en adelante como individuos de segunda clase.
    "Esenios" y celotes han desaparecido. Para los mismos
    judíos, lo peor había ocurrido cincuenta
    años antes con la atroz destrucción de la Ciudad
    Santa, tanto a manos de los judíos dentro de ella, por la
    espada de los romanos de afuera. En cuanto al nacionalismo
    judío, iba a extinguirse durante veinte siglos. El
    judaísmo cambiaría de naturaleza: se
    iba a despolitizar.
    Los romanos nunca pensaron en la eliminación de los
    judíos, como ocurrió en siglos ulteriores. Tampoco
    los obligaron a repudiar su fe, y las exacciones que cometieron
    con ellos, específicamente en nombre del Imperio, son
    limitadas. Las matanzas de Alejandría en los años
    38 y 66 son obra de poblaciones autóctonas, y no se
    conocen equivalentes en Roma o en Corinto, por ejemplo.
    Además esas exacciones siempre tuvieron un motivo
    político, que es el mantenimiento
    de la Pax romana. Por lo tanto, no existe un racismo romano,
    menos aún xenofobia religiosa. Los romanos acogen a todas
    las divinidades y los cultos extranjeros, siempre que no
    perturben el orden público.
    Los judíos entraron en el mundo imperial romano de la
    manera más perjudicial para su futuro: allí
    atrajeron sobre su cabeza persecuciones espantosas en cuatro
    oportunidades, no en épocas de guerra sino de
    paz: 38, 66, 115 y 132. Se distinguieron igualmente por dos
    terribles guerras
    civiles, la desatada por Alejandro IV Janeo en 76 a. C., que
    dejó unos cincuenta mil muertos, y la del sitio de
    Jerusalén, que culminó en lo impensable: la
    destrucción de la ciudad de David e incalculables muertos.
    Su imagen en el
    mundo mediterráneo se ve irreversiblemente alterada.
    Además, la persecución de los judíos bajo el
    Imperio, por cierto violenta y con frecuencia odiosa, fue
    esencialmente cultural y política. No
    corresponde a la idea contemporánea del
    antisemitismo.

    2. Hacia el
    nacionalsocialismo

    Hablar de socialismo
    equivalía también a plantear el siguiente problema:
    ¿era necesario entonces que las clases ricas rehabilitasen
    a los judíos? ¿Y para qué? Esas personas
    eran extranjeros. El socialismo tomó así una
    coloración judía y los judíos una
    coloración socialista. Judíos y socialistas juntos
    adquirieron a los ojos de las clases dirigentes el rostro de
    enemigos del orden establecido, de reivindicadotes que
    acarrearían impuestos
    suplementarios. Entretanto, la justicia
    social había sido olvidada. No podía englobar a los
    judíos, porque en realidad ellos no formaban parte de la
    sociedad.
    La hostilidad antijudía adquirió una
    dimensión internacional a raíz de la creciente
    difusión de la prensa y de los
    intercambios, igualmente crecientes, entre los movimientos y los
    intereses políticos. Para la opinión reaccionaria
    europea, los judíos habían participado en los
    intentos de trastocamiento del orden social para imponerse,
    mientras que, para los medios socialistas, los judíos
    hacían un doble juego, pues
    había entre ellos plutócratas que en realidad
    trataban de apoderarse de las riendas del poder.
    Las divergencias entre los diversos matices del socialismo y del
    capitalismo se
    ampliaron a la medida de un foso, luego de un valle, y fueron
    eternizadas por la publicación del Manifiesto comunista de
    Kart Marx y Friedrich
    Engels en diciembre de 1847. El equívoco adquirió
    igualmente proporciones monstruosas. Kart Marx, judío
    converso y racista convencido, expresaba desde hacía
    varios años conceptos de un antisemitismo virulento en sus
    artículos. En el primero de ellos, que data de 1842,
    titulado La cuestión judía, escribía que "el
    tráfico es el verdadero Dios de los judíos
    (…) El dinero es
    el Dios celoso de Israel frente al cual ningún otro
    podría existir". Lo que no le impidió predicar el
    Apocalipsis y la instauración inminente del reinado de la
    justicia (obrera), como un profeta, pero un profeta sin Dios.
    Anunció la revolución
    nueve veces, pero ninguna de ellas fue la buena. Esas
    vituperaciones sirvieron de pretexto para reforzar el viejo
    antisemitismo de los esclavos y tomaron un giro doctrinario
    después de la revolución de 1917. Marx y Engels lo
    habían dicho, por lo tanto era verdad. Así el
    antisemitismo se arraigó en el Partido Comunista ruso y
    sigue hasta nuestros días, como se pudo verificar en
    noviembre de 1993.
    En consecuencia, la derecha y la izquierda eran ambas hostiles a
    los judíos por razones antinómicas. Pero una y otra
    se parecían a las máscaras griegas, una riente, la
    otra desconsolada, que se colgaban sobre los escenarios de los
    teatros griegos: eran símbolos de una tragedia llamada
    Nación.
    El conflicto latente se exacerbaría en las décadas
    siguientes y adquiriría un cariz cada vez más
    mortífero; no sólo para los judíos.
    En la Belle Époque no es la Iglesia la que
    ha lanzado un anatema antisemita, sino el nacionalismo. Incluso
    si tenía conciencia de
    ello, no podía denunciarlo. En la óptica
    del siglo XIX que terminaba, el sentimiento nacional y el
    patriotismo son sagrados. Constituyen postulados incuestionables
    y la base misma de la ética. Un
    hombre que no
    es patriota es un pobre diablo, un fracasado, un deficiente,
    hasta un gusano, en todo caso no un francés. Y,
    evidentemente, un judío no puede ser patriota.
    Con respecto a la izquierda, recordemos que la izquierda es laica
    y los judíos no están dispuestos a renunciar al
    judaísmo. No hay razón alguna para hacer una
    excepción con ellos y autorizarlos a mantener una enseñanza religiosa que no se les conciente
    a los cristianos. El mundo capitalista, por otro lado, cuenta con
    muchos grandes industriales y banqueros judíos y la
    conciencia popular no identifica al judío con el
    trabajador francés ordinario. Los judíos son tal
    vez más extranjeros todavía bajo la
    República que bajo la monarquía.
    Del socialismo surgirá pronto una corriente que
    producirá el fascismo
    italiano, otra producirá el marxismoleninismo, ambas
    antisemitas, aunque por razones diferentes.
    Esta es la herencia legada
    por la revolución de 1789 a sus herederos republicanos:
    Dios ha sido reemplazado por el estado
    nación. La histeria de la derecha de 1898 es igual a la de
    los cruzados de 1096, con la diferencia de que la identidad
    nacional ha reemplazado a ese dios que fue, antaño, la
    primera encarnación de su identidad. Y ahí comienza
    el gran extravío del que, a fin de cuentas, los
    judíos serán las víctimas.
    De esta manera, Occidente es presa de una fiebre general. Tres
    son sus síntomas más aparentes.

    • El primero es la arrogancia nacionalista debida a la
      expresión colonial. La Europa
      cristiana tiene bajo su yugo a cerca de la mitad del mundo: la
      casi totalidad de África, el subcontinente y el sudeste
      asiáticos y la mayor parte de Oceanía. Además, ejerce una tutela
      indirecta sobre numerosas regiones, como América Central y Oriente Próximo.
      El hombre
      blanco tiene la sensación de ser el más poderoso
      representante de la humanidad.
    • El segundo es la inestabilidad social y
      política, que se exacerbará a partir de la
      revolución rusa de 1917 y de la
      revolución alemana de 1918. Flota un sentimiento
      apocalíptico que se ve reflejado por la rápida
      evolución de las técnicas, que han cambiado las formas de
      vida tradicionales (el coche, el teléfono, la radio),
      así como por el presentimiento de guerras inminentes. De
      ello resulta una crispación que favorece el nacimiento
      de los nacionalismo identitarios, que serán
      inevitablemente antisemitas.
    • Por último, una ola de irracionalismo se abate
      sobre el mundo, cuyos reflejos más o menos exactos son
      las teorías de Bergson sobre el impulso vital, el
      psicoanálisis y el descubrimiento del
      inconsciente, el futurismo, el dadaísmo, luego el
      surrealismo.
      La cultura de las Luces está en crisis, y
      con ella el sistema de
      valores
      heredado del siglo XVIII.

    Nada de esto favorecerá la tolerancia.
    El Nacionalsocialismo
    El antisemitismo existe en Alemania desde que ha habido
    judíos, pero durante mucho tiempo había sido
    virulento en los medios rurales, en donde el judío era
    identificado con el usurero. En los años de 1880
    apareció un antisemitismo de nuevo tipo, ligado a la
    noción de pertenencia sociológica. Por ello, para
    luchar contra los judíos, era necesario, decía el
    historiador Heinrich von Treitschke (1834-1896), favorecer los
    matrimonios mixtos para integrar las poblaciones judías en
    el pueblo alemán. Paul de Lagarde (1827-1891) pensaba que
    era preciso asimilarlos. La influencia de este pensamiento
    fue considerable, tanto más cuando Treitschke era un
    historiador muy leído. Para él, como para muchos de
    sus contemporáneos, los judíos representaban un
    estado dentro
    del estado que convenía reabsorber. Pero muy pronto, el
    antisemitismo tomó un aspecto diferente, un aspecto
    racista, bajo la influencia de Gobineau y sobre todo de sus
    discípulos, Richard Wagner y H. S. Chamberlain. Desde
    entonces, el antisemitismo alemán fue a la vez racista y
    nacionalista. La influencia de Houston Stewart Chamberlain
    (1855-1927), yerno de Wagner, más tarde consejero de
    Guillermo II y que desde 1923 entró en relación con
    Hitler, fue
    considerable. Su libro Los fundamentos del siglo XIX (1899) hizo
    la apología de la raza aria y de los germanos. Esta idea
    ya había sido expresada en 1881 por Karl Eugen
    Dühring (1833-1921), el socialista adversario de Marx y
    Engels que, en Die Judenfrage, pedían que se separase a
    los judíos de los otros pueblos y que se crease un estado
    judío para deportar a él a todos los judíos.
    Fue el quien por primera vez utilizó la fórmula
    "los judíos son un Cartago interior".
    El antisemitismo se convirtió en el tema esencial del
    Partido Socialcristiano de Adolf Stoecker (1835-1909). Bajo la
    influencia de Dühring, dicho partido preconizó la
    exclusión de los judíos de la enseñanza y de
    la prensa, un numerus clausus con relación a ellos en los
    tribunales y en la magistratura, la prohibición de los
    matrimonios mixtos y la confiscación de los bienes
    capitalistas de los judíos. Este movimiento se
    acentuó con la aparición de sociedades
    antisemitas, como la sociedad Thule (Thulegesellschaft), fundada
    en 1912. De esta manera se constituyó una corriente
    profunda en la buena sociedad alemana, que se desarrolló
    particularmente en el momento de las crisis políticas
    y económicas que determinaron el principio y el fin de la
    república de Weimar.
    Este movimiento tuvo además un carácter
    anticristiano, ya que, siguiendo a Fichte y a Dühring, un
    gran número de antisemitas denunciaron la
    falsificación de los Evangelios por el pensamiento
    judío (Fichte reprochaba a Lutero haber otorgado un
    papel
    importante a San Pablo, que había judeizado el
    cristianismo). Paul de Lagarde, por su parte, transformó a
    Jesús en un rabino de Nazaret. Jesús no era hijo de
    Dios, como pretende la "leyenda bíblica del Nuevo
    Testamento". En cuanto a Chamberlain, quería probar que
    Jesucristo no era judío, sino que, como David, era
    descendiente de una familia aria.
    Toda esta serie de temas fueron tomados nuevamente en la
    época del nacionalsocialismo por el movimiento cristiano
    alemán, dirigido por el pastor Ludwig Müller
    (1883-1945), el futuro obispo del Reich. De esta forma, el
    antisemitismo hitleriano tenía raíces muy profundas
    y estuvo durante mucho tiempo en la tradición de todo el
    pensamiento alemán. No se apartó de dicho
    pensamiento hasta el momento en que pasó a la
    liquidación de los judíos de Europa.
    El hecho de que presumiblemente corriera por las venas de Hitler
    un poco de sangre
    judía, la del barón vienés, era un suceso
    que le acomplejaba. Cuando promulgó sus feroces decretos
    contra los judíos corría el riesgo de que
    estos desvelasen la verdad y sugirieran que se le encarcelara en
    virtud de su propia ley, lo cual
    hubiera provocado un gran escándalo.
    Se sabe que, posteriormente, se las arregló para hacer que
    desaparecieran todas las pruebas
    posibles, hasta el punto de ordenar borrar de las lápidas
    de las tumbas las inscripciones de los Hiedler-Hütler,
    llamados Hitler. Exigió incluso que nadie se entregara a
    investigaciones sobre los orígenes de su
    familia, y odió ferozmente a su pueblo natal. Es posible
    que en su ataque rabioso contra los judíos, y en su
    adhesión temprana al movimiento antisemita, encontrara una
    válvula para sus complejos y angustias.
    El cristianismo no puede ser acusado de los descontroles
    antisemitas del siglo XX más que por la actitud sospechosa
    del papa Pío XII. El gran incitador del antisemitismo en
    el siglo XX fue el nacionalsocialismo, asociado muy
    frecuentemente con el capitalismo.
    La verdad es que Mussolini y Hitler eran dos anticlericales y
    antirreligioso vehementes.
    Italia fue una de
    las potencias del Eje y de los territorios sometidos donde
    durante la Segunda Guerra
    Mundial se contaron menos víctimas de la
    persecución antisemita: de 7.000 a 7.500, mucho menos que
    en Francia, por
    ejemplo. Los judíos italianos fueron protegidos por gran
    parte de la población, sobre todo en los conventos;
    incluso los judíos franceses encontraron al otro lado de
    los Alpes, durante los años negros, más seguridad que en
    Francia. No es el caso aquí de exonerar globalmente de
    culpas al fascismo, sino simplemente de recordar que la
    complicidad unánime del cristianismo con los antisemitas
    durante la segunda guerra
    mundial es una vergonzosa ficción. Las actitudes del
    cristianismo con los judíos fueron muy diferentes
    según las circunstancias y las culturas. El pueblo
    italiano resistió mucho mejor que el francés las
    incitaciones al odio.
    La aversión de Hitler por los sacerdotes era notoria.
    "¿Los curas? El hecho de reparar en uno de esos engendros
    de sotana me saca de quicio −declaraba en1942−. El
    cristianismo constituye la peor de las regresiones que ha podido
    padecer la humanidad; el judío es, gracias a esta
    invención diabólica, el que la ha hecho retroceder
    quince siglos. Sólo la victoria sobre el judío por
    el bolcheviquismo sería un mal peor aún." La
    calumnia tenía sin embargo una verdadera razón
    política: el catolicismo alemán se encarnaba en un
    partido político, el Zentrum, un partido que podía
    cerrar el camino al poder al nacionalsocialismo y a Hitler.
    Si el odio al judío estuviese visceralmente arraigado en
    los alemanes, podemos preguntarnos por qué no se
    levantaron contra el estado de Guillermo II, que protegía
    a los judíos. Acusar a todo el pueblo alemán no
    tiene en cuenta el hecho de que Hitler, cuyo antisemitismo era
    conocido desde antes de su acceso al cargo de canciller, fue
    elegido con sólo el 33 por ciento de los votos y que
    ningún sondeo permitió luego calcular su
    popularidad real.
    Es posible que de todos los países del mundo, Alemania
    haya sido, en la historia moderna, aquel con el cual los
    judíos se identificaron más íntima y
    apasionadamente. De ahí los riesgos
    extraordinarios en que incurrieron al trabajar tan abiertamente
    por la modificación de su destino y, en especia, por el
    advenimiento de una república socialista.
    Los judíos se encuentran aislados en la tormenta que se
    avecina. Tradicionalmente rechazados, expulsados con frecuencia,
    siempre extranjeros, no tienen bando. Son todavía
    más proscriptos por los nacionalismos que por las religiones cristianas de
    antaño.
    En un primer momento, de 1933 a 1938, y sobre todo después
    de la Noche de los Cristales, la agresividad de Hitler fue
    aumentando y adquirió un sesgo cada vez más
    asesino, aunque sin obedecer todavía a un programa global
    de exterminio del que se habló por primera vez
    públicamente en 1939. Aparentemente, se proponían
    sobre todo expulsar a los judíos fuera de Alemania (por
    las leyes de Nuremberg, votadas en 1935, los convirtieron en
    extranjeros en su propio país). Recordemos el
    espíritu de estas leyes aprobadas el 15 de septiembre de
    1935 en el congreso del partido nacionalsocialista (NSDAP):
    La "Ley para la Protección de la Sangre Alemana y del
    Honor Alemán", conocida como la ley para la
    protección de la sangre, prohibía el matrimonio entre
    no-judíos y judíos así como las relaciones
    sexuales extramatrimoniales entre ellos. Esa disposición
    también se aplicaba a los matrimonios entre alemanes y
    gitanos o negros. Las infracciones se castigaban con
    prisión o penitenciaría.
    Las palabras "Pureza de la Sangre Alemana" y "de la Sangre
    Alemana o afín a ella" eran nociones de la doctrina de
    raza nacionalsocialista. Según esta ley se catalogaba a
    las personas en individuos de razas superiores e inferiores. La
    sangre se consideraba la portadora de las cualidades raciales.
    Eran considerados "afines" a los alemanes esencialmente los
    pueblos europeos sin "mezcla de sangre de otras razas".
    La Ley para la protección de la sangre incluía dos
    prohibiciones adicionales: Se prohibía a los ciudadanos
    judíos izar la bandera del Reich y la bandera nacional,
    además también les estaba prohibido contratar a
    empleados no-judíos en sus hogares.
    Conforme a la Ley de la ciudadanía del Reich todos los
    ciudadanos alemanes de religión judía o
    aquéllos con dos abuelos de religión judía
    se convertían en personas con derechos limitados.
    El primer decreto de ejecución de la ley de la
    ciudadanía del Reich del 14 de noviembre de 1935
    determinaba quién debía considerarse
    judío:

    • De acuerdo a la ideología nacionalsocialista se
      consideraba "judío al cien por cien" a aquél que
      al menos tenía tres abuelos judíos, teniendo en
      cuenta que según la ley un abuelo ya era considerado
      judío al 100% si pertenecía a la religión
      judía.
    • Se consideraba mestizo judío a aquél
      que descendía de uno o dos abuelos judíos al cien
      por cien. La ley de la ciudadanía del Reich diferenciaba
      entre mestizo de 1er grado (judío al 50%) y mestizo de 2
      grado (judío al 25%).
    • Era considerada judío al 50% aquella persona de
      cuyos cuatro abuelos dos eran judíos. Según la
      ley de la ciudadanía del Reich, a los mestizos de 1er
      grado se les consideraba judíos, si con entrada en vigor
      de la ley ya pertenecían a la comunidad religiosa
      judía o se integraban posteriormente en ella.
      Los judíos al 50% recibían el mismo trato que los
      judíos, si con entrada en vigor de la ley de la
      ciudadanía del Reich estaban casados con un judío
      o se casaban posteriormente con un judío. A los mestizos
      de 1 er grado también se les consideraba judíos,
      cuando descendían de un matrimonio prohibido
      según la ley para la protección de la sangre y no
      obstante contraído o cuando descendían de una
      relación extramatrimonial con un
      judío.
    • Se consideraba judío al 25% a aquél que
      tenía un abuelo judío.

    Además en la ley se determinaba que ningún
    judío podía ser ciudadano del Reich. A los
    ciudadanos judíos les estaba prohibido ejercer un cargo
    público y los funcionarios judíos tenían que
    abandonar su cargo a más tardar el 31 de diciembre de
    1935. Ya no tenían derecho a voto en asuntos
    políticos.
    Respecto a la ley de la ciudadanía del Reich se aprobaron
    13 decretos de ejecución y numerosos decretos y
    disposiciones oficiales en el marco de la misma ley. Las
    condiciones de trabajo y de vida de los ciudadanos judíos
    fueron limitadas hasta los más mínimos detalles
    afectando incluso a la vida privada.
    En vísperas de la guerra, dos tercios de los judíos
    alemanes se habían se habían marchado y, en 1941,
    solo quedaban en el país 170.000. El régimen
    estudió incluso con sus diplomáticos la posibilidad
    de enviar a todos los judíos restantes a una tierra
    lejana: África (Madagascar) o Asia. Al estallar
    la guerra, ocho millones de judíos se encontraban en los
    territorios controlados por los alemanes. Ya no era
    cuestión de expulsarlos y Hitler puso en práctica
    la amenaza de exterminio revelada en su discurso del
    30 de enero de 1939.
    Un punto es seguro: los
    alemanes se esforzaron por mantener en secreto sus operaciones.
    Indicación de ello es la obsesión de
    traición que se apoderó de Hitler y de sus
    allegados cuando se publicaron en el exterior las primeras
    informaciones sobre las ejecuciones en masa de judíos.
    Para una siniestra ironía, los nazis, rivalizando en
    infamia con el célebre judío imaginario de Shakespeare,
    Shylok, habían esperado vender a sus judíos. En
    1939, pidieron 25 millones de libras esterlinas −suma
    enorme para la época− a Gran Bretaña y otro
    tanto a Estados Unidos a
    cambio de
    judíos, no sin antes despojarlos, evidentemente, de todos
    sus bienes. Era el plan preparado
    por el banquero del Reich, Hjalmar Schacht. La primera "entrega"
    debía comprender 150.000 judíos. El plan
    fracasó a causa de la oposición ulterior de Hitler,
    dominado por la obsesión de genocidio.
    Más de medio siglo después, la empresa de
    exterminio nazi sigue sorprendiendo, pues la mente es incapaz de
    concebir tanto la inhumanidad como la atrocidad de una matanza
    perpetrada a sangre fría durante tres años. No
    existe todavía una historia completa del Holocausto que
    tenga suficiente autoridad:
    subsisten demasiadas lagunas en muchos aspectos. Seguramente los
    archivos
    alemanes están lejos de haber librado todos sus secretos.
    Así, resulta extraño que los documentos que
    dan órdenes para la ejecución de la
    "solución final" sean tan poco numerosos y que no haya uno
    solo firmado por Hitler. Podemos pensar que existen cajones de
    archivos comprometedores, no solamente para los nazis, sino
    también para muchos otros, que duermen en el mundo.
    Lo más desconcertante es que las persecuciones de
    judíos fueron bien relatadas por la prensa extranjera en
    los años en que todavía podía hablar de
    ellas, pero sin ninguna referencia a la "solución final",
    que sin embargo era evidente. Desde luego, en los países
    dominados por los cesarismos era desaconsejable publicar información que pudiera perjudicar a los
    nazis o a los pequeños césares locales. Aparte de
    la prensa escandinava −danesa, sueca, noruega− para
    la cual la "cuestión judía" era casi exótica
    y el objeto de informes sobre
    todo en los ministerios y las embajadas, mientras que sus
    países se esforzaban discretamente en salvar tantos
    judíos como pudieran, sólo quedaba la prensa libre
    en dos o tres países de Europa: Gran Bretaña,
    Francia y Bélgica.
    Por una espantosa paradoja, las misma naciones cristianas que
    habían proscrito a los judíos porque sólo se
    ocupaban del dinero, ese
    dinero a cuyo comercio ellas
    misma los habían condenado, sacrificaban ahora los
    judíos al dinero, a su capital y a su
    pequeño peculio. Más judías que los
    judíos, creyeron poder dormir tranquilas, dejando que el
    lobo guardián Hitler se comiera a los judíos,
    porque las protegía del oso Stalin. Después el lobo
    comenzó a morder a los supuestos protegidos; entonces hubo
    que rebelarse.
    Debemos reconocer que la Resistencia
    francesa fue un movimiento nacionalista. Y que gracias a ella se
    restauró la dignidad del Estado y la nación. No
    obstante, en ella las ideologías no estaban adormecidas,
    pues hubo por lo menos dos grandes movimientos que la animaron y
    que hasta estuvieron a punto de hacer que hubiese dos resistencias.
    Pero en ella participaron lado a lado tanto personas de todas las
    clases sociales y de todas las confesiones o sin confesión
    como judíos. Uno de esos movimientos era un nacionalismo
    identitario, que sometía la nación al respeto del
    pasado y de la autoridad; el otro, un nacionalismo
    democrático, heredero directo de la revolución de
    1789. La ética es, en primer lugar, la diferencia de estos
    dos nacionalismos. También el rechazo del nacionalismo
    identitario; ambos estaban estrechamente ligados. En efecto, la
    ética decía que no se es plenamente humano en el
    sometimiento. Unos cuantos miles de hombres decidieron pues poner
    fin al sometimiento, aun al precio de su
    vida.

    3. El después:
    j
    uicio de Nuremberg

    Del 20 de Noviembre
    de 1945 al 1° de octubre de 1946 celebró sesión
    el Tribunal Militar Internacional en la Sala del Tribunal del
    Pueblo (Sala 600) del Palacio de Justicia de Nuremberg en la
    avenida Fürther Strasse.
    El fundamento de este proceso fueron
    las resoluciones adoptadas por las tres Grandes Naciones (los
    Estados Unidos de América, la Unión
    Soviética y Gran Bretaña ) en las conferencias
    celebradas en Moscú (1943), Teherán (1943) y Jalta
    (1945) y en Potsdam (1945).
    Nombrado por orden del Presidente de los Estados Unidos
    Norteamericanos, Truman, el juez federal americano, Robert H.
    Jackson, quien fue abogado fiscal
    acusador principal por parte de los Estados Unidos durante el
    proceso, se hizo cargo total de la
    organización del juicio. Fue él quien
    sugirió a la ciudad de Nuremberg como localidad del
    tribunal, debido a que era esta la única ciudad que
    disponía de un palacio de justicia con suficiente espacio
    y el cual solamente había sido dañado levemente
    durante los bombardeos de la guerra(22,000 metros cuadrados de
    superficie con aproximadamente 5330 oficinas y aproximadamente 80
    salas, en cuya proximidad se disponía de una
    prisión asimismo no destruida).
    Ya que la Unión Soviética había exigido
    denominar a la ciudad de Berlín como localidad del
    tribunal, se acordó – en el Tratado de las 4 Potencias
    firmado en Londres sobre el Procesamiento de los Crímenes
    de Guerra, con fecha del 8 de agosto de 1945- que Berlín
    sería sede permanente del Tribunal y que el primer proceso
    (de varios que habían sido previstos originalmente) se
    llevaría a cabo en Nuremberg, además, que el
    tribunal mismo determinaría el lugar en donde se
    deberían llevar a cabo los subsecuentes procesos, los
    cuales no llegaron a realizarse debido a la guerra
    fría.
    Cada una de las cuatro grandes potencias (Francia se había
    integrado dentro de este grupo)
    nombró a un juez y a un sustituto. La institución
    acusadora estuvo asimismo integrada por representantes de las
    cuatro potencias.
    La sesión inicial del TMI se llevó a cabo el
    día 18 de octubre de 1945 en el edificio del Tribunal
    Cameral de Berlín (en el cual estaba la sede del
    Órgano de Control de las
    Fuerzas Aliadas). Presidente del Tribunal fue nombrado el juez
    soviético Iola T. Nikitschenko.
    Se presentó acusación en contra de 24 criminales
    principales de guerra, más en contra de seis
    organizaciones
    criminales’: el cuerpo comandante del Partido Nacional
    Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), la SS, la
    SA, el gobierno del
    Tercer Imperio Alemán, el Estado Mayor, la Gestapo y el
    Servicio de
    Inteligencia.
    Aplicando cualquier criterio reconocido de evaluación, el juicio muestra que se
    han cometido crímenes de guerra y crímenes contra
    la humanidad tal como se alega en los puntos dos y tres de la
    querella. Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se
    realizaron, en Alemania y en los países ocupados, experimentos
    médicos criminales en gran escala sobre
    ciudadanos no alemanes, tanto prisioneros de guerra como civiles,
    incluidos judíos y personas "asociales". Tales
    experimentos no fueron acciones
    aisladas o casuales de médicos o científicos que
    trabajaran aislados o por su propia responsabilidad, sino que fueron el resultado de
    una normativa y planeamiento
    coordinados al más alto nivel del gobierno, del
    ejército y del partido nazi, practicado como parte del
    esfuerzo de guerra total. Fueron ordenados, aprobados, permitidos
    o sancionados por personas que ocupaban cargos de autoridad, las
    cuales estaban obligadas, de acuerdo con los principios de la
    ley, a conocer esos hechos y a tomar las medidas necesarias para
    impedirlos y ponerles fin.
    Existen pruebas de gran peso que nos muestran que ciertos tipos
    de experimentos sobre seres humanos, cuando se mantienen dentro
    de límites
    razonablemente definidos, son conformes con la ética
    general de la profesión médica. Quienes practican
    la experimentación humana justifican su actitud en que
    esos experimentos proporcionan resultados que benefician a
    humanidad y que no pueden obtenerse por otros métodos o
    medios de estudio. Todos están de acuerdo, sin embargo, en
    que deben observarse ciertos principios básicos a fin de
    satisfacer los requisitos de la moral, la
    ética y el derecho:

    1. El consentimiento voluntario del sujeto humano es
    absolutamente esencial.
    Esto quiere decir que la persona afectada deberá tener
    capacidad legal para consentir; deberá estar en
    situación tal que pueda ejercer plena libertad de
    elección, sin impedimento alguno de fuerza,
    fraude,
    engaño, intimidación, promesa o cualquier otra
    forma de coacción o amenaza; y deberá tener
    información y conocimiento
    suficientes de los elementos del correspondiente experimento, de
    modo que pueda entender lo que decide. Este último
    elemento exige que, antes de aceptar una respuesta afirmativa por
    parte de un sujeto experimental, el investigador tiene que
    haberle dado a conocer la naturaleza, duración y
    propósito del experimento; los métodos y medios
    conforme a los que se llevará a cabo; los inconvenientes y
    riesgos que razonablemente pueden esperarse; y los efectos que
    para su salud o
    personalidad
    podrían derivarse de su participación en el
    experimento. El deber y la responsabilidad de evaluar la calidad del
    consentimiento corren de la cuenta de todos y cada uno de los
    individuos que inician o dirigen el experimento o que colaboran
    en él. es un deber y una responsabilidad personal que no
    puede ser impunemente delegado en otro.
    2. El experimento debería ser tal que prometiera dar
    resultados beneficiosos para el bienestar de la sociedad, y que
    no pudieran ser obtenidos por otros medios de estudio. No
    podrán ser de naturaleza caprichosa o innecesaria.
    3. El experimento deberá diseñarse y basarse sobre
    los datos de la
    experimentación animal previa y sobre el
    conocimiento de la historia natural de la enfermedad y de
    otros problemas en
    estudio que puedan prometer resultados que justifiquen la
    realización del experimento.
    4. El experimento deberá llevarse a cabo de modo que evite
    todo sufrimiento o daño físico o mental
    innecesario.
    5. No se podrán realizar experimentos de los que haya
    razones a priori para creer que puedan producir la muerte o
    daños incapacitantes graves; excepto, quizás, en
    aquellos experimentos en los que los mismos experimentadores
    sirvan como sujetos.
    6. El grado de riesgo que se corre nunca podrá exceder el
    determinado por la importancia humanitaria del problema que el
    experimento pretende resolver.
    7. Deben tomarse las medidas apropiadas y se proporcionaran los
    dispositivos adecuados para proteger al sujeto de las
    posibilidades, aun de las más remotas, de lesión,
    incapacidad o muerte.
    8. Los experimentos deberían ser realizados sólo
    por personas cualificadas científicamente. Deberá
    exigirse de los que dirigen o participan en el experimento el
    grado más alto de competencia y
    solicitud a lo largo de todas sus fases.
    9. En el curso del experimento el sujeto será libre de
    hacer terminar el experimento, si considera que ha llegado a un
    estado físico o mental en que le parece imposible
    continuar en él.
    10. En el curso del experimento el científico responsable
    debe estar dispuesto a ponerle fin en cualquier momento, si tiene
    razones para creer, en el ejercicio de su buena fe, de su
    habilidad comprobada y de su juicio clínico, que la
    continuación del experimento puede probablemente dar por
    resultado la lesión, la incapacidad o la muerte del sujeto
    experimental.

    4.
    Conclusión

    El impacto del descubrimiento de los campos de
    concentración nazis al finalizar la guerra, los primeros
    recuentos de los muertos judíos, ultimados atrozmente, y
    sobre todo las pruebas de que los nazis habían perseguido
    igualmente a cristianos, tuvieron el mismo efecto internacional:
    el antisemitismo declarado o tácito ofendía en
    adelante la decencia. En 1962, el gobierno canadiense cesó
    de seleccionar a los inmigrantes según criterios
    "raciales", por ejemplo. Ésa es la política que se
    sigue en la actualidad.
    Con excepción del período de ocupación
    española en América del Sur, que prolongaba las
    exacciones cristianas contra los judíos en Europa, las
    Américas casi no conocían oleadas de violencia
    antisemita que provocaran muertes y expoliaciones. La
    excepción es el episodio sangriento ocurrido en nuestro
    país después de la revolución bolchevique de
    1917. Las clases altas argentinas, fuertemente hostiles al
    bolcheviquismo, la emprendieron contra los judíos
    originarios de Rusia, después de una huelga general
    en la que se creyó discernir intrigas comunistas. Los
    judíos fueron maltratados y despojados a la vista y con
    conocimiento de la policía.
    La segunda mitad del siglo XX iba a demostrar sin embargo que el
    antisemitismo moderno no es de origen exclusivamente cristiano,
    como lo fue durante tantos siglos, no de origen esencialmente
    alemán, como se quiso creer, ni como se decía
    antaño que el diablo frecuentaba los excusados, sino que
    es cultural y está ligado a la noción fantasmal del
    territorio, de la patria y de una cultura que habría que
    preservar en su "pureza".
    Otra vez encontramos en la Argentina el caso
    más elocuente. A partir del derrocamiento de la presidenta
    María Estela Martínez de Perón
    −a treinta años de terminada la guerra−
    comandado por los tres oficiales superiores −Videla,
    Massera y Agosti− la situación era confusa y
    peligrosa. Erigidos en salvadores de la patria, los oficiales
    tomaron entonces las cosas en sus manos. Pero sobre todo,
    pusieron el timón hacia la derecha absoluta.
    Comenzó entonces un período siniestro durante el
    cual unas treinta mil personas fueron detenidas y "desparecidas".
    En ese total, había de todo: guerrilleros,
    políticos, universitarios, periodistas,
    eclesiásticos y, prueba de la barbarie ciega y bestial,
    dos religiosas francesas, de las que no se sabe hasta ahora
    qué sospechas pudieron despertar. El horror de
    había institucionalizado. Más tarde se
    sabría, por las confesiones de algunos de los verdugos de
    la Junta, que mil quinientas a dos mil personas habían
    sido arrojadas vivas al mar, después de ser torturadas e
    inyectadas con un poderoso sedante. Se crearon, evidentemente,
    campos de concentración.
    En la nómina
    de desaparecidos, se encontró luego una elevada
    proporción de judíos. ¿Por qué
    asombrase? El terror militar reaviva invariablemente la fibra del
    antisemitismo. Las encuestas
    más minuciosas no permiten establecer cuántos
    desaparecieron todavía, pasado más de un tercio de
    siglo. ¿De qué eran culpables? Sin duda, algunos
    eran socialistas, demócratas, cultos, categorías
    todas ellas sospechosas, si no criminales de oficio, a los ojos
    de una soldadesca y de escuadrones de la muerte, dos de cuyos
    inspiradores más conocidos, Villar y Veyra, oficiales de
    la Policía Federal, aplicaban las instrucciones e ideas de
    la literatura
    policíaca del Tercer Reich. Pero, sobre todo, esos
    desaparecidos eran judíos.
    La dictadura militar
    de 1976-1983 demostró que el antisemitismo había
    echado raíces en nuestro país pero lo que es
    más peligroso aún es que todavía no se ha
    extirpado y seguimos siendo víctimas, toda la sociedad
    argentina, de nuevos ataques antisemitas aunque ahora de la manos
    de anónimos victimarios. Así lo prueban el incendio
    criminal de un jardín de infantes judío en Buenos Aires en
    1987, el atentado contra la embajada de Israel en marzo de 1992 y
    el atentado contra la AMIA en julio de 1994. ¿Podremos
    algún día librarnos de este mal?

    5.
    Bibliografía

    Klein, C.: De los espartaquistas al nazismo: La
    República de Weimar. Madrid. Villena, 1985
    Mesadié, G.: Historia del Antisemitismo. Buenos Aires.
    Vergara, 2001.
    Toynbee, A. J.: La Europa de Hitler. Madrid. Villena,
    1985

     

     

     

    Autor:

    Prof. Daniel. Varela Bulla

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