Indice
1.
Introducción
2. La Evolucion
Agraria
3. La Pesca Maritima
4. La Actividad
Industrial
Si en el periodo transcurrido desde los inicios de siglo
hasta nuestros días la población española se ha duplicado
al pasar de 18,6 a 38,6 millones de personas (1986), es obvio que
tal incremento aparece como resultado de una trayectoria
discontinua, debido a los desiguales aportes que resultan de la
dinámica vegetativa y de los factores de
generales que la justifican. En este sentido no es difícil
percibir la existencia de un proceso
escalonado en una serie de fases sucesivas, que gradualmente
ponen de manifiesto los sensibles cambios producidos en la
combinación de las dos grandes variables
sobre las que se basa el excedente natural. Y así,
mientras las altas tasas de natalidad (33,7 %.) y mortalidad (28
%.) alcanzadas en 1900 denotan la pervivencia dilatada de un
régimen demográfico histórico en los
comienzos del siglo, la situación experimenta un cambio
sustancial a partir del segundo decenio, cuando, superadas las
situaciones de mortalidad catastrófica, el país se
incorpora al ritmo de crecimiento características de un modelo de
transición. Desde entonces será el declive
continuado de la mortalidad ordinaria el principal factor
causante de la tendencia a la alta, que se mantendrá en el
futuro a pesar de la brecha producida por la guerra civil.
Más aún, el hecho de que a partir de 1952 el
índice de defunciones descienda ya por debajo del 10% es
una prueba de esta firme posición a la baja, hasta
culminar en una tasa que en nuestros días (7,7 %.), se
sitúa en unas cifras claramente inferiores a la media
europea; una tendencia asimismo reflejada en el caso de la
mortalidad infantil, que ha experimentado un retroceso llamativo,
ya que de 70 en 1950 se ha pasado en tres décadas a menos
de 10, lo que la coloca en uno de los niveles más bajos
del mundo.
Ahora bien, si el aumento de población en sus episodios
más brillantes está determinado por el control sobre
la muerte en
una sociedad
pronatalista, es lógico que la mejora del balance sufre
una recesión a medida que las tasas de fecundidad y
natalidad se asemejan a los niveles típicos de un
régimen demográfico moderno. A tales formas se
identificará la población española de manera
definitiva en la década de los sesenta, para iniciar desde
entonces una reducción sorprendente que amortigua la
importancia del saldo vegetativo. Todo ello es el resultado
lógico de la brusca caída de la tasa neta de
reproducción que, calculada en 1,38 hijos
por mujer, no alcanza
el mínimo para la renovación
generacional.
Una población concentrada.-
La intensidad de los movimientos poblacionales ha configurado un
territorio fuertemente contrastado desde el punto de vista
demográfico. Su reflejo más claro está en
las diferencias observadas en la distribución espacial de los efectivos
humanos que reproducen las diferencias de riqueza.
La imagen de
oposición se observa al comparar la situación de
las provincias más pobladas con las menos habitadas.
Tomando como base aquellas que en la actualidad superan el
millón de habitantes, es llamativo el hecho de que,
ocupando apenas la quinta parte del territorio, hacen suya
más de la mitad de la población (54,1 %) superando
en veinte puntos el porcentaje alcanzado por las mismas en 1960.
No se trata de un aumento aportado en condiciones de igualdad, sino
claramente protagonizado por Madrid y Barcelona cuya
primacía desbanca al resto. Pues al absorber entre ambas
la cuarta parte de la población, han conseguido duplicar
el peso relativo que les correspondía en la década
de los sesenta, hasta una cifra de densidad de 600
hab./km2.
La otra cara viene dada por la crisis en que
se encuentran las 10 provincias con una cifra de habitantes
más reducida. Pero la situación se presenta en este
caso a la inversa: habitadas por una población equivalente
a tan sólo el 5% del censo, su superficie es del 22% de la
española, lo que se transforma en un bajísimo nivel
de ocupación, en la mayor parte de los casos inferior a 25
hab./km2.
Ciudades: elementos básicos de
población.-
La concentración poblacional en el espacio ha
traído consigo el progresivo fortalecimiento de los
núcleos urbanos como los escenarios preferentes de
residencia y organización de la sociedad
española. De este modo, la industria y la
centralización de los servicios han
operado en España
como mecanismos que actúan a la vez en la impulsión
de la urbanización, convirtiéndola en uno de los
reflejos más emblemáticos de la
transformación de la sociedad y el territorio.
Desde luego, la importancia del fenómeno es indiscutible,
teniendo en cuenta la creciente capacidad de las ciudades para
absorber la mayor parte de los efectivos humanos a lo largo del
proceso de expansión que se ha mantenido invariable hasta
nuestros días. Si adoptamos el listón de los 10.000
habitantes, convencionalmente admitido para incluir a un
núcleo dentro de la categoría de urbano, la
conclusión es que se reafirma el significado de la ciudad
como soporte principal del poblamiento, teniendo en cuenta que en
los municipios superiores a este nivel se hallan censadas casi
las tres cuartas partes de la población española.
Sin embargo, desde el punto de vista temporal, la
conclusión obtenida se centra en la idea de que la
realidad urbana se corresponde a una dimensión superior,
por encima de los 20.000 habitantes, la cual permite no
sólo resolver las imprecisiones que una cifra más
baja origina al comparar la estructura y
tipología del poblamiento entre los distintos espacios
regionales, sino también disponer de una base
demográfica lo suficientemente sólida como para
desempeñar sin equivocaciones las actividades urbanas
propiamente dichas.
Pues han sido, en efecto, las ciudades que rebasan esa escala las que
verdaderamente han protagonizado la dinámica de
crecimiento, que encuentra sus bases principales en la
industrialización o en las ventajas administrativas como
capitales de provincia. Concentrando globalmente el 63% de la
población, su entidad actual es la consecuencia lógica
de un proceso de consolidación gradual que les ha
permitido elevar con creces la importancia que les corresponde
demográficamente, hasta el punto de triplicar el modesto
porcentaje alcanzado a comienzos de siglo. Pero también es
verdad que durante este periodo la superioridad se ha decantado
preferentemente a favor de las que se sitúan en la cima de
la serie, al comprobar que los mayores índices de aumento
poblacional son una característica especial de las que,
antes del fuerte despegue registrado en los sesenta,
disponían de un potencial de incremento superior. Es por
esto que las tasas de progresión más importantes
hagan posible la emancipación total de los núcleos
urbanos que, sobrepasando las 100.000 personas, han conseguido
concentrar nada menos que el 43% de la cifra de habitantes, en
tanto que hace tan sólo cuatro décadas estaban
ocupadas por apenas la quinta parte.
Sobre estas bases descansa la configuración de un sistema urbano
que, a pesar de las semejanzas morfológicas, refleja
fuertes contrastes que se manifiestan en una clara
jerarquización. Dentro de esta gradación cabe
subrayar, en primer lugar, la relevancia de los grandes complejos
urbanos de Madrid, Barcelona y Bilbao, que ya desde comienzos de
siglo se afianzan como entidades de dimensión
metropolitanas, cuyo funcionamiento va más allá del
de municipio de cabecera para proyectarse sobre un área de
influencia progresiva e intensamente urbanizada, con la que
establece una fuerte relación. De ahí posean unas
características que poco tienen que ver con las que se
observan al mismo tiempo en el
resto de las ciudades españolas (debido a su especial
desarrollo en
las fases más esxpansivas y a la problemática
surgida con la crisis). Ello justifica el alcance de los procesos de
cambio internos que en ellos tienen lugar como consecuencia de la
serie de alteraciones producidas por el paso de un modelo
centrado en el crecimiento industrial, a otro en el que tiende a
reinar el poderío
económico sobre el que cimentar los pilares de su nueva
personalidad.
Tras haber perdido su anterior poder de atracción
migratoria, la actividad de estos complejos se apunta en varias
direcciones principales, orientadas a un relanzamiento de su
posición. Y es que si la desindustrialización de
las áreas va acompañada de una tendencia a la
creación de instalaciones periféricas, no es menos
claro que a la vez el crecimiento industrial se decanta hacia las
iniciativas de alta densidad tecnológica y a la puesta en
práctica de planes decididos a crear un marco espacial
apto para su establecimiento: los "parques
tecnológicos".
En un segundo escalón es preciso señalar el peso
adquirido por las capitales regionales, cuya solidez
demográfica y económica, ha experimentado una
sensible revitalización gracias a la centralidad que les
confiere su condición de capitales autonómicas. Los
casos de Valencia, Sevilla, Zaragoza y Valladolid lo ejemplifican
con precisión hasta el punto de sustituir en gran medida
las posibilidades de crecimiento de los núcleos urbanos
existentes en su propio ámbito regional. Competidores en
cierto modo de los anteriores, manifiestan a la vez un
fortalecimiento creciente, que se plasma en la formación
de una amplia corona periurbana y en la adopción
de planes acomodados a objetivos
similares, ya perceptibles en la renovación de sus
tejidos
industriales y en la red de servicios capaces de
intensificar su capacidad polarizadora a nivel regional. En
cambio frente a esta supremacía, el panorama ofrece
mayores diferencias en las capitales provinciales o en los
núcleos urbanos con capacidad de influencia espacial
más limitada. En este nivel los contrastes responden a las
diferencias en la base económica que los sustenta, y es
fácil observar que sólo cuando la industria o
expansión de otro tipo de actividades, como el turismo o el comercio a
gran escala, lo permiten, la ciudad incorpora nuevos factores de
impulso que se reflejan en su evolución demográfica y en su
estructura social.
Se trata de un factor clave que, unido a los efectos de
crecimiento generados por la propia industria y los servicios, va
a tener una responsabilidad muy directa en el profundo declive
experimentado en la evolución de las extensiones agrarias.
Y así, a través de un proceso de debilitamiento
continuado la poca importancia del sector queda reflejada en el
hecho de que, representando tan sólo el 14% de la
población activa y apenas el 5% del PIB, aparece
definitivamente alejada de los valores
ofrecidos en 1960, cuando se llega al inicio de la fuerte
desviación que, finalmente, ha desembocado en la
situación actual.
Sin embargo, pese a estos datos,
también es cierto que paralelamente la dinámica de
la agricultura y
la ganadería
españolas, acusa las repercusiones de su integración en el funcionamiento del
sistema económico propio de una sociedad y economía
desarrolladas lo que le lleva al lugar que le corresponde
actualmente.
Todo ello pone en relieve la
configuración de un panorama nuevo, que responde a la
intervención conjunta de los dos factores que han operado
de forma más decisiva en el cambio del sector agrario: de
un lado, y como soporte fundamental del proceso de cambio, la
tendencia hacia la modernización de las estructuras y
sistemas de
aprovechamiento; y, de otro, el reajuste e intensificación
de las producciones. Entre ambos se impone una relación
directa, que se refleja en la diferenciación de los
espacios agrarios españoles.
Es evidente que el paso de una agricultura tradicional, basada en
la disponibilidad de una importante mano de obra y en una
débil capacidad para generar excedente comercial, a otra
que tiende a la asimilación de toda una serie de avances
técnicos, se debe a éstos últimos.
La aplicación de los criterios que acompañan a la
puesta en práctica de la Concentración Parcelaria
desde mediados de los años cincuenta alcanzará una
importancia fundamental en aquellos espacios donde, ampliamente
asumidas las ventajas potenciales por el campesino, la
dispersión de las parcelas entorpecía gravemente la
distribución de los sistemas de trabajo. Pese a tratarse
de una reforma técnica, el reflejo de sus resultados es
importante, sobre todo teniendo en cuenta la extraordinaria
dimensión de la superficie concentrada -más de 6
millones de Ha- y la importancia de sus repercusiones en las
regiones que más directamente acusan la puesta en
práctica de tal iniciativa como el caso de Castilla y
León, Castilla-La Mancha y del valle del Ebro, donde el
balance final, ha sido positivamente valorado, al menos como
instrumento capaz de favorecer un empleo
más efectivo de los medios de
producción.
La ampliación del regadío, con las numerosas
implicaciones que lo caracterizan, representa otro de los grandes
pilares de la renovación agrícola. Aunque son
conocidos desde antiguo los deseos por contrarrestar los
inconvenientes de la aridez e irregularidad pluviométrica
de la mayor parte del país mediante la realización
de obras, los mayores avances coinciden, sin embargo, con los
programas
elaborados en la primera mitad del siglo XX (Plan de Obras
Hidráulicas de 1902 y Plan de Obras Públicas de
1933). El cumplimiento de sus objetivos básicos a partir
de los 50 se realiza mediante una dotación de embalses
compleja y bien desarrollada, que, al tiempo que regulariza los
caudales hídricos, posibilita una utilización varia
para la producción hidroeléctrica y para el
incremento de agua con fines
agrícolas, gracias a una capacidad de retención que
se encuentra entre las más elevadas de Europa. Del mismo
modo es importante el significado de las operaciones
llevadas a cabo por el Instituto Nacional de Colonización
(1939) y de Reforma y Desarrollo Agrario (1971) a cuya iniciativa
se deben los proyectos de
colonización que salpican el país en un intento de
recuperación de espacios deprimidos, como las vegas del
Guadiana. Y, junto a la gestión
oficial, bastante importancia presentan las actuaciones
promovidas a partir de la iniciativa privada, que, con riesgos, asume en
las últimas décadas un importante protagonismo en
este aspecto, ostentando también una responsabilidad
importante en el desarrollo de una superficie regada, que en
nuestros días sobrepasa los tres millones de Ha,
equivalentes al 15% de las tierras de cultivo.
Ahora bien, si ambas líneas de actuación desean el
acondicionamiento del terrazgo con el fin de mejorar sus
diferentes usos, hay que tener en cuenta la actuación
desempeñada posteriormente, y con el mismo
propósito, por la creciente dependencia de las
contribuciones industriales, que han sustituído de manera
acelerada a los elementos de producción tradicionales,
como alternativa obligada a un modelo asentado sobre la
existencia de abundante mano de obra. De este modo, la
sincronía entre los procesos expuestos es clara si se
considera hasta qué punto el aumento de los rendimientos y
de la productividad, y
la consecuente reducción del barbecho, aparecen como
fenómenos asociados a la mecanización y
motorización generalizadas de las tareas más
diversas y del empleo masivo de los diferentes productos
químicos (fertilizantes y fitosanitarios) como componentes
incorporados al funcionamiento y gestión económicos
de las explotaciones. Sólo así se explica esa
relación directa que tiende a consolidarse entre la
tecnología
utilizada y la intensificación de las ganancias, requisito
indispensable para amortizar el capital fijo
adquirido y afrontar en las mejores condiciones posibles la
diferencia financiera existente entre el coste de los insumos
externos y el nivel de precios
realmente percibidos por el agricultor.
Pero la operatividad de esta asociación plantea a menudo
serios problemas de
desequilibrio cuando se analizan las estructuras físicas
de aprovechamiento, cuya formación refleja la persistencia
de una herencia
histórica, indestructible frente a los intentos
reformistas. Pues es evidente que la funcionalidad del sistema
depende de las economías conseguidas, hasta el extremo de
condicionar seriamente la viabilidad de las explotaciones en las
que la relación entre ambas variables genere
déficits permanentes. De ahí la selectividad que
las nuevas proposiciones imponen al funcionamiento de las
economías agrarias españolas, al provocar entre
ellas la aparición de unas perspectivas de supervivencia
que no coinciden.
La diferencia parece lógica si se considera la importancia
que poseen las unidades de producción de pequeño
tamaño, toda vez que los 2,34 millones de explotaciones
registrados en el Censo Agrario de 1982, más de las tres
cuartas partes (75,8%), tienen una dimensión inferior a
las 10 Ha, representativas, en cambio, de una fracción muy
débil (15,2%) de la superficie agraria útil (SAU),
aunque no hay que olvidar el peso desproporcionado que ocupan
dentro de esta categoría las que ni siquiera sobrepasan
las 5 Ha. El contrapunto viene impuesto por el
rango de las que, por encima del centenar, y equivaliendo
sólo al 2,3% del total, hacen suyo el 42,5% de la SAU. Con
todo debemos tener en cuenta el papel que
desempeñan las explotaciones de tipo medio (entre las 50 y
100 Ha), típicas en muchas regiones de la
explotación familiar agraria, cuya menor importancia en el
cómputo general ha experimentado en tiempos recientes una
notable progresión, debido a las perspectivas de aumento
de extensión propiciadas por el éxodo rural, por la
crisis o extinción de las antiguas reglas comunales y por
las formas de arrendamiento que favorecen esta orientación
a la alta.
Sobre esta base se organiza una gama productiva
heterogénea, que descansa sobre la importancia ostentada
por las tierras de cultivo, representativas en 1988, con un total
de 20,4 millones de Ha, del 40% de la superficie de
aprovechamientos, casi diez puntos por encima del correspondiente
a las áreas forestales y relegando a un segundo
término las destinadas a otros usos. Aunque la
distribución de las producciones se corresponde con las
posibilidades permitidas por el potencial ecológico, es
lógico que existen rasgos que necesitan el significado de
las orientaciones culturales más importantes del panorama
agrario nacional.
El más claro de todos es el que remite a la considerable
entidad superficial de los cultivos herbáceos, en torno a los
cuales se dispone más de la mitad de toda la superficie
utilizable. Pero, teniendo en cuenta el peso netamente
mayoritario (66,4%) que, dentro de este grupo, poseen
los cereales -a los que se destinan, sin olvidar los barbechos,
un total de 7,9 millones de Ha- es más lógico
centrar la valoración en función de
los tres títulos que sustentan el núcleo
básico de la producción española. Pues la
importancia que aún presenta la "trilogía
mediterránea" aporta un argumento claro a la hora de
calcular el curso más acertado de la producción y
las dimensiones de la problemática en que esta se
encuentra. Los cereales -y dentro de ellos la cebada y el trigo,-
y el olivo y el viñedo ocupan por este orden la
posición más importante en la serie cultural con un
protagonismo superficial (68,5% de la superficie cultivada) que
eclipsa el resto de dedicaciones.
En cambio, más condicionadas por el potencial
ecológico, las dedicaciones de mayor solidez en el
mercado
exterior como frutales, hortalizas, flores y cítricos,
traducen una tendencia más estabilizada, lo que no
dificulta la consecución de altísimos niveles de
producción, gracias a un notable desarrollo técnico
y al enorme esfuerzo de capitalización.
Dentro de las actividades económicas, no le
corresponde, en principio, a la pesca marítima un lugar
destacado. Representativa de sólo el 0,54% del PIB y de un
porcentaje similar del empleo (0,78%), su importancia queda muy
oscurecida por los demás componentes del entramado
productivo, aunque de hecho existen aspectos que matizan la
modestia de esta valoración. Ya que si, por un lado, su
importancia es comparativamente mucho más alta que la que
posee en la mayor parte de los países desarrollados, no
hay que olvidar tampoco que se trata al tiempo de un sector capaz
de ejercer efectos múltiples, difíciles de
cuantificar, sobre el amplio abanico de tareas vinculadas,
directa o indirectamente, con la pesca marítima. Mas
aún, la dimensión objetiva de la pesca en
España desborda con creces los límites de
los escenarios litorales en que se desenvuelve para adquirir una
relevancia notable como capítulo esencial de la
economía tanto por la importancia de sus producciones en
la composición de la dieta alimenticia como por el hecho
de encontrarse sujeto simultáneamente a las normas de
distribución global y al cumplimiento de sus objetivos, en
un campo de actuación propenso a la puesta en
práctica de medidas fuertemente restrictivas.
De ahí que su trayectoria se coloque en una especie de
oposición permanente que ha dado lugar, llegando incluso a
bloquear en ocasiones las propias perspectivas de desarrollo de
la actividad pesquera, a la necesidad de compatibilizar el fuerte
condicionamiento impuesto por la demanda
interior y el ejercicio de unas operaciones necesariamente
planteadas a gran escala, debido a las insuficiencias que sufren
las posibilidades de utilización de los recursos propios.
Pues, en efecto, es bien sabido de qué modo el pescado
constituye un elemento fundamental de los hábitos
alimentarios españoles -no en vano presenta el consumo medio
más elevado de Europa- y asimismo hasta qué punto
el abastecimiento del mercado su subordina principalmente a la
necesidad de aprovechar los caladeros extranjeros, con todas las
implicaciones que ello supone en orden a la disponibilidad de una
flota moderna, acomodada a este tipo de existencias.
Sólo así se explica el sinfín de tensiones
que han acompañado su evolución desde el momento en
que comienza a plantearse la necesidad de superar imperiosamente
las limitaciones propias de un estadio artesanal y de hacer
frente a las rigurosas normativas que han tendido de forma
sistemática a la reglamentación internacional de
las capturas y técnicas
utilizadas con tal fin. Los primeros pasos dado en este sentido
se remontan a la aplicación de la Ley de
Protección y Renovación de la Flota Pesquera
(1961), cuyo objetivo
esencial consiste en corregir la diferencia asociada a la
existencia previa de una elevadísima cifra de
pequeñas embarcaciones -34200 en 1960-, de las que
dependía en estos momentos casi las tres cuartas partes
del tonelaje de pesca conseguido. La drástica
reducción de su número, que declina en un 67,2% en
apenas quince años, contribuye a cimentar las bases de su
dinámica futura, ya que, gracias a ello, es posible la
ampliación de las áreas de pesca y el aumento
continuado de las capturas, que por primera vez sobrepasan el
millón de toneladas a finales de los sesenta, hasta
alcanzar su punto culminante en 1976 con un total de 1,6
millones. Lógicamente tal progresión es
consecuencia del rápido afianzamiento de la pesca de
altura e industrial, al gracias a un notable aumento
numérico de los buques de más de 100 Tm de registro bruto
(TRB) y del despliegue de los programas de expansión
llevados a cabo por las asociaciones de armadores,
consolidados como grupos
empresariales de sólida capacidad de influencia
corporativa en la estructura pesquera.
Sin embargo, ni tales avances consiguieron una verdadera
distribución dimensional de la flota ni su
utilización estuvo muy bien ligada al desarrollo de unos
sistemas de extracción acordes con los recursos
biológicos nacionales e internacionales. Por el contrario,
el comportamiento
posterior de la estrategia
pesquera se identifica más bien con una visión
rentabilista a corto plazo, que sobreexplotando la riqueza
ictológica del litoral propio, mantiene un exceso de
confianza en las posiblidades de los caladeros mundiales, debido
al amplio margen abierto por su situación en
régimen de acceso libre. Bajo estas indicaciones, tiene
lugar un repunte significativo de la construcción de embarcaciones, que ha dado
lugar a una flota sobredimensionada de más de 17.000
buques, aunque de hecho su estructura no sea homogénea
como antaño. No olvidemos que junto con la existencia
excesiva de las que ni siquiera alcanzan las 20 TRB (75% del
total) sobresale con la
personalidad propia el grupo de las que por encima de 150, y
representanto tan sólo el 6,7% de las unidades y la quinta
parte de la tripulación concentran más de la mitad
del tonelaje y la potencia. Se
trata, pues, de una situación que implica fuertes
diferencias internas a la hora de encarar los retos a que le
somete el drástico replanteamiento internacional de la
política
pesquera.
Es la razón que justifica el fuerte impacto provocado por
las severas restricciones jurídicas a la libertad de
pesca, que tienen su principal exponente en la supervisión de las técnicas de
captura bajo criterios de control ecológico y, sobre todo,
en la delimitación de las Zonas Económicas
Exclusivas hasta las 200 millas, definitivamente sancionada por
la Conferencia de
las Naciones Unidas
sobre el Derecho del Mar (1982). Inevitablemente, y aunque
nuestro país se acoge también al mismo principio,
la medida ocasiona de inmediato la aparición de tendencias
selectivas, las cuales se manifiestan en la reconversión
de la flota y en la evolución de las regiones
marítimas, iniciando un proceso de ajuste que se
intensificará tras la incorporación a los esquemas
de la "Europa azul", en virtud de la importancia que
España posee en todo lo relacionado con el sector a nivel
comunitario.
Por lo que respecta al primer punto, las trabas al libre acceso
subordinan el funcionamiento de esta actividad a la
creación de convenios bilaterales con los países
dotados de caladeros altamente productivos, de los que proceden
los dos tercios de las capturas realizadas. Acuerdos por lo
general planteados a la baja o sujetos a controles muy estrictos,
que a veces derivan en situaciones gravemente conflictivas, con
perjuicios muy notables para la producción y el empleo. La
adhesión a la CEE ha permitido resolver en parte esta
problemática, aunque sin anularla por completo, toda vez
que, tras las difíciles negociaciones previas a la
adhesión los acuerdos firmados establecen la
fijación rigurosa de licencias y cuotas anuales para las
diferentes especies así omo la subordinación a las
reglamentaciones que determina la Comunidad para el
reparto entre sus miembros de los acuerdos de pesca suscritos por
ella con terceros países. En estas condiciones, cabe
entender el ligero descenso observado en el volumen de
captura -ya por debajo del millón de Tm anuales- y, ante
todo, el significado de las distintas respuestas que tratan de
buscar otras salidas a los imperativos a los que ha de adecuarse
forzosamente la evolución de la pesca marítima.
Respuestas que se decantan en tres direcciones principalmente: de
un lado, hacia la creación de empresas mixtas,
en colaboración con armadores extranjeros, de las que ya
en 1989 existían un total de 130 sociedades con
251 buques, la mayor parte de ellas en conexión con
iniciativas británicas, argentinas y mexicanas; de otro,
hacia la renovación intensiva de la flota que faena en
aguas internacionales, contando para ello con la ayuda
comunitaria y de acuerdo con el descenso del número de
barcos y de la consolidación de una dotación
más competitiva y polivalente; y, por último hacia
el fomento de los cultivos marinos en parques y viveros,
aprovechando las posibilidades que ofrece la acuicultura y la
construcción de arrecifes artificiales, de las que no cabe
dudar al menos si se tiene en cuenta que las estimaciones
realizadas preveen la posibilidad de la puesta en práctica
a corto plazo de cerca de 80.000 Ha explotadas con este fin, en
un intento por rebajar el deterioro progresivo de la balanza
comercial pesquera, cuya cobertura ha llegado a situarse en
los últimos años en torno al 40%.
Desde el punto de vista espacial, la repercusión de estos
cambios ha acentuado la relación entre las distintas
áreas en las que la pesca constituye un elemento
imprescindible de su riqueza económica. La relación
entre las atlánticas (88% del total desembarcado y el 83%
de su valor
económico) y las mediterráneas no sólo es
clara sino que incluso se ha ido acentuando con el tiempo. La
supremacía en este sentido de las regiones Noroeste,
Subatlántica, Cantábrica y Canaria se mantienme
como una constante, si bien sólo en el caso de la Noroeste
es perceptible en los últimos años una tendencia
progresiva, que contrasta con el ritmo estacionario que poseen
las demás. Por el contrario, el fuerte retroceso
experimentado en las Mediterráneas, especialmente en la
Surmediterránea y Balear, únicamente aparece
contrarrestado en la región de Tramontana
(Cataluña), que se afianza dentro del área, como el
único escenario capaz de afrontar satisfactoriamente la
crisis generalizada en que se dirige hacia el futuro la
problemática situación del sector, en un clima favorable a
originar fuertes rivalidades entre las regiones, debido a sus
desiguales estructuras de partida y a sus distintas perspectivas
de proyección a gran escala.
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