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El Diario de un superviviente (Trastorno por estrés postraumático)



Partes: 1, 2

    El Diario de un
    superviviente

    El Síndrome del superviviente aparece como
    consecuencia del Trastorno por estrés postraumático
    (TPET, en sus siglas en español, PTSD, en sus siglas en
    inglés), cuando éste está relacionado con la
    muerte de seres queridos, cuando se ha sido testigo de la muerte
    de otros o cuando se ha estado involucrado en una
    situación en la que otros han muerto, aunque no se haya
    sido testigo de dicho suceso.

    Más tarde o más temprano, la pregunta
    surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta
    qué punto puede un paciente soportar un shock
    traumático? Según las teorías, hay
    diferentes respuestas, pero, básicamente, la
    contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta
    qué punto el paciente quiere sobrevivir?

    Diario

    26 de Enero

    Hace dos días que la tormenta me arrojó a
    esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la
    mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho
    por 267 pasos de punta a punta.

    Además, por lo que veo, no hay nada que
    comer.

    Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me
    encuentran (o mejor, cuando me encuentren), puedo destruirlo
    fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y
    heroína. De las dos cosas tengo enormes cantidades, aunque
    ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo que
    escribiré. Al menos, para pasar el tiempo.

    Para decir toda la verdad —¿y por
    qué no?, ¡tengo todo el tiempo del mundo!—
    debería empezar por aclarar que, cuando nací, en
    Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron
    Richard Pinzetti. Mi padre, que era un desgraciado,
    procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser cirujano.
    Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba
    chalado y me mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de
    cáncer a los cuarenta y seis años. Me
    alegró.

    Empecé a jugar al fútbol en el instituto.
    Fui el mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa.
    Durante los dos últimos años recorrí todas
    las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero
    si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir
    a la universidad, tu única oportunidad es el deporte.
    Así que jugué y conseguí una beca para
    atletas.

    En la Universidad seguí jugando hasta conseguir
    una beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a
    estudiar medicina. Mi padre murió seis semanas antes de mi
    graduación. No me importó. ¿Acaso
    creéis que me hubiera gustado subir a la tarima para
    recoger el diploma y ver aquella bola de sebo allí
    sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro?
    Además, ingresé en un club estudiantil. No uno de
    los mejores, con un nombre como Pinzetti, pero, después de
    todo, era un club.

    ¿Por qué escribo todo esto? Es bastante
    divertido. No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El
    gran doctor Pine, sentado en una roca, en pantalones de pijama y
    camiseta, en medio de una isla que se puede cruzar con un
    salivazo, escribiendo la historia de su vida… ¡Tengo
    hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi
    vida, si me da la gana. Al menos, así no pensaré en
    mi estómago. Espero.

    Cambié mi apellido por el de Pine antes de
    empezar los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le
    había partido el corazón. ¿De qué
    corazón estaría hablando? Al día siguiente
    al del entierro del viejo, le estaba guiñando el ojo al
    judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de alguien
    que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un
    diablo para cambiarlo por el de Steinbrunner.

    Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser cirujano.
    Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las
    manos antes de empezar un partido y me las lavaba después
    con agua y jabón. Si quieres ser cirujano, tienes que
    tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me
    tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a
    enfrentarme con ninguno de ellos. Ya es bastante peligroso jugar
    al fútbol. El que realmente llegó a ponerme los
    nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido
    gigantón con la cara llena de cicatrices. Por aquel
    entonces, yo repartía periódicos y aprovechaba para
    vender un poco de lotería, lo cual me permitía
    conocer gente, establecer contactos… No te queda más
    remedio, si quieres sobrevivir. Cualquier imbécil sabe
    cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es
    sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me
    decidió a pagar a Ricky Brazzi, que era el tío
    más grande del instituto, para que le partiera la boca a
    Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la
    boca. Le prometí un dólar por cada diente que me
    trajera. Rico vino con tres dientes envueltos en papel de
    periódico. Se dislocó un par de nudillos en el
    trabajito. Podéis imaginar en qué lío me
    hubiese metido.

    En la facultad de medicina, mientras los otros memos se
    mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con
    un poco de carne —no con sobras de quirófano,
    ¿eh?— trabajando como camareros, vendiendo corbatas
    o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de
    apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba
    algún dinerillo en las apuestas de caballos, de billar o
    de lo que fuera. Además, tenía excelentes
    relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin
    ningún problema.

    No me metí en la cuestión de las drogas,
    hasta que empecé mi residencia en un hospital, uno de los
    más grandes de Nueva York. Al principio, sólo
    fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a
    un chico del barrio, y él falsificó las firmas de
    cuarenta o cincuenta médicos, por cuyos nombres yo
    también le cobraba. El muchacho, a su vez, las
    ofrecía en la calle por diez o veinte dólares cada
    una, lo que hacía las delicias de los fanáticos
    drogotas que iban cada vez más acelerados, y los
    partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando
    tumbos por las esquinas.

    Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di cuenta
    del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie
    tenía la menor idea de lo que entraba ni de lo que
    salía. Había gente que sacaba de allí
    píldoras a puñados, cosa que yo me guardé
    muy bien de hacer. Siempre he tomado todo tipo de precauciones y
    nunca he tenido problemas hasta que me descuidé… y la
    suerte me volvió la espalda. Pero sé que
    caeré de pie; siempre ha sido así.

    Me duele la muñeca y el lápiz se ha
    quedado sin punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por
    qué me preocupo tanto. Es probable que me encuentren
    pronto.

    27 de Enero

    El bote salvavidas se hundió anoche en unos tres
    metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué importa?
    De todos modos, después de arrastrarse por todo el
    arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya
    había rescatado todo lo que valía la pena salvar, a
    saber, cuatro galones de agua, un cajita de costura para viajes,
    un botiquín y este libro en el que estoy escribiendo, que
    es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote.
    ¡Qué risa! Por cierto, ¿cómo es que a
    nadie se le ocurrió poner comida de reserva en el bote? El
    último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de
    agosto de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos
    cuchillos, uno mellado y el otro afilado, y un juego de cuchara y
    tenedor que voy a usar esta noche para la cena: asado de piedras.
    Ja, ja. Bueno, al menos, le he sacado punta al
    lápiz.

    Cuando salga de esta isla, cubierta de excrementos de
    pájaros, les voy a sacar hasta el hígado a los de
    Paradise Lines Inc. Sólo por eso vale la pena seguir
    viviendo. Y pienso seguir viviendo y salir de ésta, no os
    quepa la menor duda. Voy a salir de ésta.

    (Más tarde)

    Olvidé una cosa al hacer el inventario: dos kilos
    de heroína pura, algo así como 350.000
    dólares en las calles de Nueva York, aunque aquí no
    valga más que un puñado de cacahuetes. Ja, ja.
    ¿Verdad que es cómico?

    28 de Enero

    Bueno, he comido…, si es que a eso se le puede llamar
    comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro
    de la isla, un montículo también cubierto de
    excrementos de pájaros. Agarré una piedra que
    tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible.
    No se movía, observándome con sus ojos negros y
    brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de
    mis tripas.

    Arrojé la piedra con todas mis fuerzas y le di de
    lleno. La gaviota lanzó un graznido y trató de
    volar, pero le había roto el ala derecha. Trepé en
    su busca, pero se alejó a saltos. La sangre manchaba sus
    plumas. Me dio bastante trabajo. Metí el pie en un agujero
    entre dos rocas y estuve a punto de partirme el tobillo.
    Finalmente, cuando empezaba a cansarme, logré darle
    alcance al otro lado de la isla. La gaviota se había
    metido en el agua y se alejaba. La atrapé por la cola,
    pero se volvió y me dio un picotazo. Le agarré una
    de las patas y, con la otra mano, le retorcí el cuello. El
    sonido de las vértebras al romperse me llenó de
    satisfacción. La cena está servida, caballero.
    ¿Os acordáis? ¡Ja! ¡Ja!

    Me la traje al «campamento», pero antes de
    desplumarla y cortarla a trozos, me limpié la herida con
    yodo. Los pájaros llevan toda clase de gérmenes y
    sólo me faltaría una infección.

    La operación de la gaviota fue de perlas, pero,
    qué pena, no había manera de cocinarla. No hay
    vegetación en la isla, ni maderas a la deriva y, por si
    fuera poco, el bote se ha hundido. Así que me la
    comí cruda. El estómago quiso devolverla
    inmediatamente. Aunque yo estaba de acuerdo con él, no se
    lo podía permitir. Así que empecé a contar
    hasta cien al revés hasta que pasaron las náuseas.
    Es un sistema que funciona casi siempre.

    ¿Os dais cuenta del bicharraco, que casi me rompe
    el tobillo y después me da un picotazo en la mano? Si cazo
    otra gaviota mañana, la torturaré. A ésta la
    he dejado escapar sin castigo. Mientras escribo, veo su cabeza
    cortada en la arena. Sus ojillos negros, aun velados por la
    muerte, parecen mirarme.

    ¿Tienen cerebro las gaviotas?

    ¿Son comestibles?

    29 de Enero

    Hoy no hay comida. Una gaviota aterrizó en el
    macizo, pero voló antes de que me aproximara lo suficiente
    para hacerle un «pase». ¡Ja, ja! Me estoy
    dejando la barba. Pica como un demonio. Si la gaviota vuelve y
    consigo darle caza, le sacaré los ojos antes de
    matarla.

    Creo haber dicho ya que era un cirujano de primera. Me
    expulsaron. Realmente ridículo. Todos los médicos
    hacen lo mismo y luego se ponen tan estirados cuando le atrapan a
    uno. ¡Peor para ti! ¡Yo ya tengo mi parte! El Segundo
    Juramento de Hipócrates y de Hipócritas.

    Había acumulado ya bastante de mis
    correrías como interno y como residente (se supone que, de
    acuerdo con el Juramento de Hipócrates, eres un
    funcionario y un caballero, pero nadie cree tal cosa).
    Tenía lo necesario para abrir mi consulta privada en Park
    Avenue. Lo necesitaba. No tenía un papá rico ni un
    protector con influencias, como muchos de mis colegas. Cuando me
    instalé, mi padre llevaba nueve años criando
    malvas. Mi madre murió un año antes de que me
    revocaran la licencia.

    Pasó lo siguiente: yo tenía un trato con
    media docena de farmacéuticos del East Side, además
    de un par de laboratorios y al menos, otros veinte
    médicos. Los pacientes iban y venían de uno a otro.
    Yo operaba y después prescribía los medicamentos
    postoperatorios adecuados. No todas las operaciones eran
    necesarias, pero nunca actué contra la voluntad del
    paciente. Y jamás sucedió que un paciente le echara
    un vistazo a la receta y me dijera que no quería aquello.
    Escuchadme: hay gente a la que se le hizo una
    histerectomía en 1965 o una tiroides parcial en 1970 y que
    seguirían engullendo pastillas si el médico se lo
    permitiera. Y era lo que hacía algunas veces.
    Además, yo no era el único. Si podían
    pagarse el vicio, ¿por qué no? Cuando no era un
    paciente que padecía de insomnio después de alguna
    operación, era alguien que quería adelgazar, o
    quería Librium. Todo tenía arreglo. ¡Ja!
    Sí. De no haber sido yo, hubiera sido cualquier
    otro.

    Hasta que los de Sanidad fueron a ver a Lowenthal, ese
    gallina. Le asustaron diciéndole que le iban a echar cinco
    años y el tipo cantó media docena de nombres, uno
    de los cuales era el mío. A mí me estuvieron
    observando durante bastante tiempo y, en realidad, cuando me
    echaron el guante, cinco años eran pocos para mí.
    Por ejemplo, no había dejado del todo lo de las recetas en
    blanco, algo muy divertido, pero que no necesitaba en absoluto.
    Lo seguía haciendo por costumbre; además, a nadie
    le amarga un dulce.

    El caso es que yo conocía a mucha gente.
    Probé con algunos. Y arrojé un par de individuos a
    los leones. Nadie que me gustara, sin embargo. Todos
    auténticos cerdos.

    Dios, tengo hambre.

    30 de Enero

    Hoy no hay gaviotas, lo que me recuerda los letreros de
    las tiendas de comestibles del barrio: HOY NO HAY TOMATES. Me
    metí en el agua hasta la cintura, con un cuchillo afilado
    en la mano. Permanecí inmóvil durante casi cuatro
    horas, mientras el sol caía de pleno sobre mis espaldas.
    Creía desmayarme un par de veces, pero conté hasta
    cien al revés hasta que desapareció la
    sensación. No vi un solo pez. Ni uno.

    31 de Enero

    Hoy he matado otra gaviota tal como lo hice con la
    primera. Tenía demasiada hambre para torturarla como me
    había prometido a mí mismo. Así que la
    abrí y me la comí. Vacié las tripas y me las
    comí también. Es extraño ver cómo se
    recobra la vitalidad. Empezaba a preocuparme. Tendido a la sombra
    del montículo central, creí oír voces. Mi
    padre. Mi madre. Mi esposa, de la que me divorcié… Y, lo
    peor de todo, la voz del chino que me vendió la
    heroína en Saigón. Ceceaba, probablemente a causa
    de un paladar hendido.

    «Vamos —me decía la voz desde lo
    alto—. Vamos, esnifa un poco. Te olvidarás del
    hambre. Es tan buena…» Pero nunca tomé
    drogas, ni siquiera para dormir.

    Lowenthal se suicidó. El muy gallina. ¿No
    os lo había dicho? Se colgó en el que había
    sido su consultorio. Desde mi punto de vista, hizo un favor al
    mundo.

    Yo quería recuperar mi título. Algunos de
    los tipos con los que hablé me dijeron que no era
    imposible… pero costaba mucho dinero, más del que
    podía imaginar. Yo tenía 40.000 dólares en
    una caja de seguridad y decidí arriesgarme para doblar o
    triplicar la cantidad.

    Me fui a ver a Ronnie Hanelli, compañero
    mío de equipo en los años de la universidad, a cuyo
    hermano menor había conseguido una residencia en un
    hospital cuando resolvió estudiar medicina. Ronnie
    estudiaba Derecho. ¿Verdad que es gracioso? En el barrio
    se le conocía por el apodo de Ronnie el Árbitro,
    porque se metía en todos los juegos y, sin que nadie se lo
    pidiera, empezaba a pitar faltas a todo el mundo. Si no te
    gustaba, tenías dos opciones: callarte la boca o tragarte
    unos cuantos dientes. Los portorriqueños le llamaban
    Ronniewop, o algo así. A él le hacía gracia
    Ronnie. Ronnie estudió Derecho, pasó los
    exámenes sin problemas y abrió un bufete en su
    propio barrio, justo encima del bar La Pecera. Aún le veo
    pasar por allí, cuando cierro los ojos, con su gran
    Continental blanco. Era el usurero más grande de toda
    Nueva York: un tiburón.

    Sabía que Ronnie tendría algo para
    mí.

    —Es peligroso —dijo—. Pero tú
    sabes cuidarte. Y, si traes la mercancía, te
    presentaré un par de individuos. Uno de ellos es
    funcionario del Estado.

    Me dio dos nombres. El de Henry Li-Tsu, el chino, y el
    de Solom Ngo, un químico vietnamita. El vietnamita probaba
    la heroína del chino a cambio de dinero. El chino era
    conocido por sus «bromas». Por ejemplo, llenaba las
    bolsitas de plástico con talco, o detergente, o
    almidón. Ronnie decía que un día, una de
    aquellas «bromas» le iba a costar la vida.

    1 de Febrero

    He visto un avión. Pasó de largo sobre la
    isla. Intenté subir al montículo central para
    llamar su atención y metí el pie en el mismo
    agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me
    rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo.
    El dolor era insoportable. Grité y perdí el
    equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de
    viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso
    negro. Cuando volví en mí, se había puesto
    el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me
    había hinchado como un neumático y tenía una
    buena insolación. Creo que, de haber habido una hora
    más de sol, tendría todo el cuerpo
    llagado.

    Me arrastré como pude hasta aquí y
    pasé la noche temblando y llorando de rabia. Me he
    desinfectado la herida de la cabeza, situada encima del
    lóbulo temporal derecho, y me la he vendado como he
    podido. Es una herida superficial en el cuero cabelludo con una
    pequeña contusión, creo, pero el tobillo, es una
    mala fractura, en dos puntos, quizá tres.
    ¿Cómo voy a cazar las gaviotas ahora?

    El avión debía de estar en busca de
    supervivientes del Callas. En medio de la oscuridad y la
    tormenta, el bote salvavidas ha de haber recorrido
    kilómetros. No creo que vuelva por aquí.

    ¡Dios mío, cómo me duele el
    tobillo!

    2 de Febrero

    He puesto una señal en la playa de guijarros del
    lado sur de la isla, donde se hundió el bote. Me
    llevó todo el día, con algún descanso en la
    sombra. Aun así, me desmayé dos veces. Calculo
    haber perdido unos ocho kilos, en su mayor parte, por
    deshidratación. Desde aquí veo las cinco letras que
    tardé el día entero en componer; rocas oscuras
    sobre la arena blanca, dicen AYUDA en letras de metro y medio. El
    próximo avión no va a pasar de largo.

    El pie palpita constantemente. Todavía
    está hinchado y se ha puesto sospechosamente blanco
    alrededor de la fractura. Cada vez más blanco. Si me lo
    vendo con la camisa, apretando mucho, el dolor cede, pero aun
    así duele tanto que, más que dormirme, me
    desmayo.

    Empiezo a pensar que tal vez haya que
    amputar.

    3 de Febrero

    La hinchazón y la pérdida de color son
    todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si
    la operación es imprescindible, creo que podré
    llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y
    aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la
    camisa.

    Tengo además dos kilos de
    «analgésico», aunque no precisamente del que
    prescribía a mis pacientes. Pero lo hubieran empleado, de
    haber dispuesto de él. Podéis apostar. Esas
    señoras de pelo azul serían capaces de esnifar un
    ambientador de pino si les hiciera efecto, creedme.

    4 de Febrero

    He decidido amputar el pie. Hace cuatro días que
    no cómo. Si espero más, corro el riesgo de
    desvanecerme en medio de la operación por la acción
    combinada del shock traumático y el hambre. En ese caso,
    podría morir desangrado. Y, a pesar de lo desdichado que
    soy, aún tengo ganas de seguir viviendo. Recuerdo lo que
    Mockridge decía en Anatomía básica, el viejo
    Mocki, le llamábamos: más tarde o más
    temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un
    médico. ¿Hasta qué punto puede un paciente
    soportar un shock traumático? Y entonces, señalaba
    con el puntero el dibujo del cuerpo humano, el hígado, los
    riñones, el bazo, los intestinos. Básicamente,
    caballeros, decía, la contestación esencial es otra
    pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere
    sobrevivir?

    Creo poder hacerlo.

    De verdad.

    Supongo que estoy escribiendo para aplazar lo
    inevitable, pero se me ocurre que no acabé de contar por
    qué me encuentro aquí. Tal vez deba hacerlo por si
    la operación no sale bien. Tardaré sólo unos
    minutos y estoy seguro de que todavía habrá
    claridad para la operación, ya que, según mi reloj,
    son las nueve de la mañana. ¡Ja!

    Fui a Saigón como turista. ¿Os
    extraña? No sé por qué. Hay miles de
    personas que van allí cada año, a pesar de la
    guerra de Nixon. También hay gente a la que le gusta
    presenciar accidentes o peleas de gallos. Mi amigo chino
    tenía la mercancía. Se la llevé a Ngo, quien
    me ratificó que era de primera clase. Me contó
    también que Li-Tsu había gastado una de sus bromas
    hacía cuatro meses, y que su mujer había saltado
    hecha pedazos por los aires al poner la llave de encendido en su
    automóvil. Desde entonces no había vuelto a hacer
    bromas.

    Me quedé en Saigón tres semanas.
    Había reservado pasaje de regreso a San Francisco en un
    crucero, el Callas. Primera clase. Subir a bordo con la
    mercancía no representó problema alguno. Ngo
    arregló el asunto, sobornando a dos oficiales de aduana
    que se limitaron a saludarme y hacer pasar las maletas. La
    heroína iba en una bolsa de viaje que ni siquiera
    vieron.

    —Pasar la aduana en los Estados Unidos será
    mucho más difícil —me dijo Ngo— pero
    ése es problema únicamente suyo.

    No tenía la menor intención de pasar
    aquello por la aduana. Ronnie había contratado un buzo que
    haría el trabajo por tres mil dólares. Tenía
    que encontrarme con él (ahora que lo pienso, hace dos
    días) en una especie de corral llamado Regis Hotel en San
    Francisco. El plan consistía en poner la mercancía
    en una lata a prueba de agua. Sujetos a la tapa, un reloj y un
    sobre de tinte rojo. Antes de atracar, había que tirar la
    lata al agua, cosa que no iba a hacer yo mismo,
    naturalmente.

    Estaba todavía buscando un cocinero o un camarero
    al que no le viniera mal un dinero extra y que fuera lo bastante
    listo —o lo bastante idiota—, como para mantener la
    boca cerrada, cuando el Callas se hundió.

    No tengo ni la menor idea de cómo sucedió,
    ni de por qué. Se nos había echado encima un buen
    vendaval, pero el crucero parecía capaz de capearlo. Pero
    el día 23, alrededor de las ocho de la noche, hubo una
    fuerte explosión bajo cubierta. Yo estaba en el
    salón en aquel momento y el Callas se escoró casi
    inmediatamente. A la izquierda, ¿cómo se llama:
    babor o estribor?

    La gente empezó a gritar y a correr en todas
    direcciones. Las botellas cayeron de la estantería del bar
    y se estrellaron contra el suelo. Un hombre salió de una
    de las escaleras, con la camisa quemada y la piel asada. Los
    altavoces empezaron a decir a la gente que se dirigiera a los
    botes salvavidas que se les habían asignado al principio
    del viaje, durante un simulacro. Los pasajeros echaron a correr
    sin rumbo. Muy pocos se habían molestado en comparecer
    durante el simulacro. Yo, no sólo estuve allí, sino
    que fui más temprano, para estar en primera fila y ver
    bien todo, ¿comprendéis? Siempre pongo mucha
    atención en lo que se refiere a mi pellejo.

    Bajé a mi camarote, saqué las bolsitas de
    heroína y me puse una en cada bolsillo. Después, me
    dirigí al Bote Salvavidas 8. Mientras yo subía las
    escaleras, hubo otras dos explosiones y el barco se
    inclinó aún más peligrosamente, si
    cabe.

    En cubierta, todo era confusión. Vi una mujer que
    corría por la cubierta resbaladiza, gritando y con un
    niño en brazos. Según se inclinaba el buque, ella
    ganaba velocidad. Finalmente, golpeó contra la borda a la
    altura de los muslos, saltó por encima de ella, dio dos
    vueltas de campana y desapareció de mi vista. Había
    un hombre de mediana edad, sentado en medio del puente, que se
    arrancaba los cabellos con las manos. Otro, con ropas blancas de
    cocinero, la cara y las manos horriblemente quemadas, se daba
    contra las paredes y gritaba: «¡Socorro! ¡No
    veo! ¡Socorro! ¡No veo!»

    El pánico era total y se había contagiado
    del pasaje a la tripulación como una epidemia.
    Tenéis que tener en cuenta que entre la primera
    explosión y el hundimiento del barco, pasaron solamente
    veinte minutos. Algunos de los botes iban repletos de gente que
    aullaba, y otros, totalmente vacíos. El mío, que
    estaba en la zona más próxima al agua, estaba casi
    desierto. Nadie más que yo y un marinero, con la cara muy
    pálida y llena de espinillas.

    —Echemos al agua enseguida este condenado
    barreño —dijo, con los ojos desorbitados—,
    porque la maldita bañera se va a pique sin
    remedio.

    Maniobrar un bote no es nada difícil, pero, con
    los nervios, el marinero se hizo un lío con las maromas de
    su lado. El bote bajó unos dos metros y quedó
    colgado, yo más cerca del agua que él.

    Fui hacia su lado para ayudarle cuando empezó a
    gritar. Había logrado deshacer el nudo; pero, al mismo
    tiempo, se había pillado la mano. La soga se
    deslizó sobre la palma, dejándosela en carne viva;
    finalmente, salió despedido de la
    embarcación.

    Acabé de deshacer el lío y libré el
    bote, que bajó al agua. Empecé a remar como un
    condenado. Remar era algo que siempre había hecho por
    placer en las casas de veraneo de mis amigos, pero ahora, por
    primera vez, lo hacía para salvar mi vida. Si no me
    alejaba del Callas antes de que se hundiera, me
    arrastraría con él.

    Cinco minutos más tarde, se hundió. No
    escapé del todo a la succión, tuve que remar
    desesperadamente sólo para permanecer en el mismo lugar.
    Se hundió muy de prisa. Todavía había gente
    aferrada a la borda, gritando. Parecía una banda de
    monos.

    La borrasca empeoró. Perdí un remo.
    Pasé la noche en una especie de pesadilla, achicando agua
    del bote, primero, y maniobrando con el único remo que me
    quedaba, después, para mantener la proa contra el
    oleaje.

    Antes del amanecer del 24 las olas empezaron a empujarme
    por la popa. El bote adquirió una cierta velocidad, lo
    cual es aterrador, pero, al mismo tiempo, constituye un alivio.
    De pronto, los tablones fueron arrancados de debajo de mis pies,
    pero el bote no se hundió: había encallado a este
    montón de piedras olvidado del mundo. Ni siquiera
    sé dónde estoy; no tengo la menor idea. La
    navegación no es mi punto fuerte. Ja, ja.

    Pero sí sé qué tengo que hacer.
    Éstas pueden ser mis últimas notas, pero algo me
    dice que saldrá bien. ¿Acaso no he conseguido
    siempre lo que me he propuesto? Además, hoy se hacen
    maravillas con las prótesis y podré moverme con un
    solo pie con toda comodidad.

    Ha llegado el momento de ver si soy tan extraordinario
    como creo. Buena suerte.

    5 de Febrero

    Lo hice.

    El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo
    soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el
    dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de
    acabar.

    Pero la heroína resolvió el problema
    maravillosamente.

    Abrí una de las bolsitas y aspiré dos
    generosas dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla
    derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo
    deslumbradoramente anestésico que invadía mi
    cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar
    de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la
    hora, las sombras se habían movido, dejándome parte
    del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado.
    Nunca había imaginado que fuese tan fantástico y no
    comprendo por qué le tenía tanta manía. El
    dolor, el miedo, la infelicidad… todo desaparece, dejando
    sólo una calma eufórica.

    Operé en esas condiciones.

    Como era de esperar, sentí un dolor
    agudísimo, especialmente en la primera parte de la
    operación. Pero el dolor parecía desconectado de
    mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba
    extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender
    lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con
    una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo.
    Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado
    mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se
    queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente
    fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha
    probado.

    A media operación, el dolor empezó a ser
    algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me
    acometían. Miré con ansia la bolsita de
    heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si
    volvía a adormilarme, moriría desangrado con la
    misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al
    revés.

    La pérdida de sangre era el factor más
    crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello.
    No debía perder una gota más que lo imprescindible.
    Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación
    en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía
    de esos medios. Todo lo que se había perdido —la
    arena debajo de mi pie estaba ya negra— estaba perdido
    hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía
    hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.

    Empecé la operación exactamente a las
    12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté
    con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me
    dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí
    así hasta alrededor de las cinco. Cuando me
    espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental,
    trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que
    llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan
    increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un
    segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito
    más, para seguir disfrutando de la puesta de
    sol.

    Poco después de hacerse de noche,
    yo…

    Yo…

    Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido
    absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo
    único que tenía a mi alcance para recuperar mis
    energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de
    todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la
    supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente
    superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera
    hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun
    conociendo la técnica de la amputación, es posible
    hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun
    en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock
    traumático, jamás se le ocurriría algo
    semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por
    qué enterarse. Lo último que haré antes de
    abandonar la isla será destruir este libro.

    Tuve mucho cuidado.

    Lo lavé muy bien antes de
    comérmelo.

    7 de Febrero

    El dolor del muñón es intensísimo
    -en ocasiones, realmente intolerable—. Pero creo que el
    escozor profundo del proceso de cicatrización es
    todavía mucho peor. Esta tarde me he acordado de los
    pacientes que me tenían harto con lo mucho que les picaba
    la carne remendada, que era horrible y que no se podían
    rascar.

    Yo sonreía y les decía que se
    sentirían mejor al día siguiente, pensando que se
    quejaban sin razón, que eran débiles e ingratos.
    Ahora los comprendo perfectamente. Varias veces he estado a punto
    de arrancar la camisa que sirve de vendaje y rascarme la herida,
    hundir los dedos en la carne cruda y tierna, quitarme los puntos,
    dejar que la sangre corriera en la arena, cualquier cosa,
    cualquier cosa con tal de no sentir ese horrible y enloquecedor
    hormigueo.

    Entonces contaba hasta cien al revés y aspiraba
    heroína.

    No tengo idea de cuánta he llegado a tomar, pero
    sí sé que he estado casi permanentemente dopado
    desde la operación. Como sabéis, quita el hambre.
    Ni siquiera sé si tengo hambre. Siento algo
    extraño, fantasmal, en la barriga, eso es todo. Por otra
    parte, puedo ignorarla con toda facilidad y, sin embargo,
    sé que no debo hacerlo, ya que la heroína no tiene
    un valor calórico fácilmente calculable. De manera
    que me he puesto a prueba para medir mi energía,
    arrastrándome de aquí para allá, y es
    agotador.

    Dios mío, espero que no…, pero temo que sea
    necesaria una nueva operación.

    (Más tarde)

    Pasó otro avión. Demasiado alto. Tanto,
    que todo lo que podía ver era el alerón de popa
    dibujándose contra el cielo azul. Hice señales, por
    si acaso, y grité como un energúmeno. Cuando
    desapareció, me eché a llorar.

    Está muy oscuro y es difícil seguir
    escribiendo. Comida. He estado pensando en cantidad de platos. La
    lasaña de mi madre, pan de ajo, caracoles, langosta,
    chuletas, melocotones, asado, la gran porción de pastel de
    mantequilla y el helado de vainilla hecho en casa que te sirven
    en Mother Crunch en la Primera Avenida, pretzels calientes,
    salmón ahumado, cangrejos ahumados, jamón ahumado
    con rodajas de piña, aros de cebolla fritos, salsa de
    cebolla con patatas chip, té frío en largos sorbos,
    patatas fritas, y te relames los labios de gusto…

    100, 99, 98, 97, 96, 95, 94

    Dios, Dios, Dios.

    8 de Febrero

    Esta mañana ha aterrizado otra gaviota en el
    montículo, grande, gorda, mientras yo reposaba a la sombra
    de mi roca, la que considero mi campamento particular, con el
    muñón apuntando al cielo. En cuanto el
    pájaro se posó, empecé a salivar igual que
    los perros de Pavlov. Se me caía la baba como a un
    bebé. Como a un bebé.

    Busqué una piedra del tamaño de mi mano y
    empecé a arrastrarme hacia el pájaro. Queda tan
    sólo un cuarto, ya hemos escalado tres. Tres y pico.
    Pinzetti pasa hacia atrás (Pine, quiero decir Pine). No
    tenía demasiadas esperanzas. Estaba seguro de que
    saldría volando, pero había que intentarlo. Si
    atrapara un ave tan gorda y tan insolente como ésa, tal
    vez pudiese posponer la segunda operación indefinidamente.
    Continué, aunque, de vez en cuando, me golpeaba el
    muñón contra el canto afilado de una roca y
    veía las estrellas con todo el cuerpo, obligándome
    a reposar hasta que el dolor se calmara.

    La gaviota no escapó. Daba saltitos de
    aquí para allá, con el pecho hinchado, como un
    general pasando revista a las tropas. De vez en cuando me miraba
    con sus ojos pequeños, negros y malignos, y no me quedaba
    más remedio que quedarme inmóvil como una piedra y
    contar hasta cien a la espera de que volviera a moverse. Cada vez
    que agitaba las alas, el hielo me invadía el
    estómago. más No dejaba de salivar. Se me
    caía la baba como a un niño.

    No sé cuánto tiempo estuve al acecho.
    ¿Una hora? ¿Dos? Cuanto más me acercaba,
    más fuerte me latía el corazón y más
    apetecible parecía la gaviota. Daba la impresión de
    estar burlándose de mí y empecé a temer que,
    antes de que la tuviese a mi alcance, echara a volar. Me
    temblaban las piernas y los brazos. Tenía la boca seca. El
    muñón, por su parte, me daba unas punzadas
    asesinas. Ahora pienso que debo haber sentido también
    dolores de abstinencia. ¿Tan pronto? No he tomado
    heroína más que una semana.

    No importa. La necesito. Y hay mucha, muchísima.
    En cuanto llegue a los Estados Unidos, me someteré a una
    cura de desintoxicación en la mejor clínica de
    California. Pero ahora no se trata de eso,
    ¿verdad?

    Cuando la tuve al alcance, no quise arrojar la piedra.
    Estaba irracionalmente seguro de que erraría,
    probablemente por unos pocos centímetros. Tenía que
    acercarme. Así que seguí arrastrándome, con
    la cabeza alta, el sudor cayendo a chorros por mi cuerpo
    maltrecho de espantapájaros. Por cierto, creo que se me
    están pudriendo los dientes, ¿lo he dicho ya? Si
    fuera supersticioso, diría que es porque
    comí…

    ¡Ja! Pero no debe de ser ésa la
    razón, ¿verdad?

    Me detuve otra vez. Estaba mucho más cerca de
    esta gaviota que de cualquiera de las anteriores. No
    conseguía obligarme a tirar la piedra. La agarré
    con toda mi alma, hasta que me dolieron los dedos, pero ni
    siquiera así pude hacerlo. Porque sabía
    perfectamente lo que no dar en el blanco significaba.

    No me importa emplear toda la mercancía. Les voy
    a poner un pleito que se van a acordar toda la vida.
    ¡Viviré como un rey durante el resto de mi vida!
    ¡Mi larga, larga vida!

    Estoy convencido de que hubiera escalado hasta poder
    tomarla con la mano si finalmente no hubiera levantado el vuelo.
    La hubiera estrangulado. Pero extendió las alas y
    echó a volar. La insulté, me hinqué de
    rodillas y le lancé la piedra con las pocas fuerzas que me
    quedaban. ¡Y le di!

    El pájaro soltó un graznido y cayó
    al otro lado del montículo. Entre risas y temblores, sin
    preocuparme por los golpes en el muñón ni por si se
    me abría la herida, llegué a la cima y
    empecé a descender por la otra vertiente. Perdí el
    equilibrio y me di en el suelo con la cabeza. En aquel momento ni
    siquiera lo advertí, aunque tengo un magnífico
    chichón como recuerdo. Sólo podía pensar en
    la gaviota y en cómo le había dado, suerte
    fantástica, aun volando, ¡le había
    dado!

    La gaviota se arrastró hasta la playa, el ala
    rota, el cuerpo ensangrentado. Me arrastré tras ella todo
    lo rápido que me era posible, pero ella era más
    veloz. ¡Una carrera de lisiados! ¡Ja! ¡ Ja!
    Podría haberla capturado, ya estaba muy cerca, de no haber
    sido por mis manos. Tengo que cuidar mis manos. Puedo volver a
    necesitarlas. A pesar del cuidado tenía las palmas llenas
    de tajos cuando por fin llegamos a la playa. Por si fuera poco,
    golpeé mi reloj contra una roca y saltó hecho
    añicos.

    La gaviota entró en el mar cojeando, graznando
    como una endemoniada. La atrapé, pero sólo me
    quedó un puñado de tristes plumas. Entonces me
    caí y tragué agua, tosiendo y
    atragantándome.

    Pero seguí arrastrándome y hasta
    traté de nadar tras ella. La venda del muñón
    acabó por caérseme en el agua, empecé a
    hundirme y no tuve más remedio que regresar a la arena. No
    sé cómo, pero salí del agua, temblando,
    exhausto, encogido de dolor, llorando, gritando y maldiciendo a
    la gaviota. Todavía estaba a la vista, allá lejos,
    cada vez más lejos. Creo recordar que en un momento le
    rogué que volviera. Eso sí, cuando salió al
    arrecife, juraría que estaba muerta.

    No es justo.

    Me llevó casi una hora arrastrarme hasta el
    campamento. He tomado mucha heroína, pero aun así,
    continúo enfadado con la gaviota. Si no iba a dejarse
    cazar, ¿para qué burlarse así de mí?
    ¿Por qué diablos esperó tanto?

    9 de Febrero

    Me he amputado el pie izquierdo y lo he vendado con mis
    pantalones. Extraño. Durante toda la operación se
    me cayó la baba. ¡Se me cayó la baaaaaba!
    Como cuando descubrí la gaviota, se me caía la baba
    sin parar… Pero me obligué a esperar hasta la noche.
    Conté hasta cien al revés veinte o treinta veces.
    ¡Ja! ¡Ja!

    Entonces…

    Tenía que repetirme: rosbif frío, rosbif
    frío, rosbif frío.

    11 de Febrero

    Ha llovido durante dos días, con mucho viento.
    Cambié algunas rocas de lugar, hice una especie de
    escondrijo con ellas y me guarecí allí dentro todo
    el tiempo. Sorprendí una pequeña araña, la
    tomé con los dedos antes de que escapara y me la
    metí en la boca. Muy buena, muy gustosa. Empecé a
    temer que las rocas que tenía encima de la cabeza se
    vinieran abajo y me sepultaran. No importaba.

    Me pasé toda la tormenta muy dopado. Tal vez haya
    llovido tres días, y no dos. O sólo uno. Aunque
    creo recordar que oscureció en dos ocasiones. Me encanta
    dormir, no siento ni el dolor ni el picor. Sé que voy a
    sobrevivir, no puede ser que tenga uno que pasar por todo esto
    para nada.

    Había un cura en la Sagrada Familia cuando yo era
    niño, un enano que adoraba hablar del infierno y del
    pecado mortal. Les tenía verdadero cariño. No hay
    retorno del pecado mortal, ése era su punto de vista. Me
    pasé la noche soñando con él, el Padre
    Hailley, con su sotana y su nariz de whisky, sacudiéndose
    el dedo y diciendo: «Qué vergüenza, Richard
    Pinzetti…, un pecado mortal…, condenado al infierno…,
    condenado al infierno…

    Me reí de él. Si esto no es el infierno,
    ¿qué es? El único pecado mortal es darse por
    vencido.

    La mitad del tiempo la paso delirando; el resto me pican
    los muñones; la humedad hace que me duelan todavía
    más.

    Pero no voy a ceder. No me voy a dar por vencido. No
    pasaré por todo esto para nada.

    Partes: 1, 2

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