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Gabo en tinieblas (cuento)




Enviado por luis b martinez




    Gabo en tinieblas – Monografias.com

    Gabo en tinieblas

    -Dime, qué comemos?

    El coronel necesitó setenta y cinco
    años para poder responder: – Mierda!

    El coronel no tiene quien le
    escriba.

    G.G. Márquez

    .

    En su habitación, bajo el peso abrumador y
    ensortijado de las canas sin peinar, y sentado desde temprano en
    el borde de la cama que flotaba y se mecía sin rumbo
    dentro del cuarto, aunque no lo podía ver sabía que
    tenía el pantalón del pijama y las alpargatas
    empapadas. El agua, anegando el espacio bajo su mirada que se
    extraviaba obstaculizada por el colchón, llegaba de pared
    a pared, y ya alcanzaba estar sobre la cama y le mojaba la parte
    alta de los muslos. Y el frío del temblor en soledad y
    desamparo y miedo le calaba hasta los huesos.

    Ya no recordaba su edad, pero llegó a duras penas
    a pensar que estaría arañando los cien años
    de tanto que había vivido y de tanto cansancio que
    sentía. Las manos le temblaban demasiado y no las
    coordinaba. Y sin defensa y temeroso se removía en confuso
    ánimo de asombro y mirada perdida frente a la
    inundación que seguía aumentando. El nivel marcado
    por el agua en la pared casi alcanzaba a su derecha la altura del
    alféizar de la ventana. La cama, indiferente y simple, y
    silenciosa, zozobraba dando lentos tumbos por lo ancho del cuarto
    contra las paredes. Los libros extraídos de los
    entrepaños del librero también flotaban
    desamparados y a su suerte, muchos de ellos hinchados y
    deshechos. Así lo veía, y de igual manera lo
    sentía, todo desbordado y a la deriva.

    Pero no lograba reconocer la magnitud de lo que le
    rodeaba, ni en qué remolino de mar o río su cama se
    había extraviado llevada por la corriente, ni de
    dónde provenía tanta agua, ni si era dulce o
    salada, ni a qué olía, ni si estaba limpia o sucia
    o cuál era su profundidad. Por momentos, en la mayor
    confusión y dando vueltas de mareado navegar, sin salir de
    su espacio, a duras penas imaginaba que quizá nada de lo
    que veía era cierto y que en realidad se hallaba sentado
    en alguna piedra a la orilla de un río que daba vueltas a
    su alrededor. No podía ser su habitación, no la
    reconocía, aunque allí estuviesen sus libros y sus
    cosas más afines.

    Quizá se trataba del mismo río en que el
    Coronel olvidado de su antigua pesadilla esperaba por la carta
    con el Retiro de ley en la correspondencia, con un supuesto
    cheque de alivio proveniente del Gobierno. Cheque que pudiese
    poner fin a aquella maldita expectativa de infames años
    sin sentido. Aunque él, como en una neblina, al verlo
    cercano al agua, sin el uniforme, en la misma orilla de
    día a día en esa espera sin frutos, siempre supo
    que este veterano soldado de legendarias o supuestas batallas,
    iba a morir abandonado y convencido hasta la amargura de la
    miseria que ese paliativo en verdad no existía y que
    aplastante de ausencia no llegaría
    jamás.

    Al pensar con lejanía en el tal Coronel, la
    imagen de un gallo de pelea, negro y rojizo, retador y
    perfectamente tusado, heredado según contaban del hijo que
    otro coronel le había matado, dando picotazos inquietos en
    las manos del desteñido y desolado militar al que apenas
    recordaba de otros días vestido con un liquiliqui arrugado
    y un saquito de granos de maíz colgándole del
    hombro, con los pies también metidos en el agua, le
    cruzó por la frente. Pero a él, igual que al
    Coronel, pero más derrumbado y aún más
    triste, tampoco nadie le escribía. Y no tenía
    gallos. Pero sí tenía más de un liquiliqui
    en el armario, bien acomodados y limpios y planchados por
    Mercedes. Y también esperaba, ya sin precisar qué
    ni porqué. Pero esperaba. Quizás a que llegara esa
    querida Mercedes, a quien por años no había visto,
    aunque en la mañanita bien temprano le había
    servido el desayuno de arepas con queso y café con leche
    acompañando a sus meticulosas y odiosas y bien contadas
    pastillas que se agolpaban en frasquitos al alcance de la mano en
    su lucha contra las miserias que le habían sumado los
    años.

    Mirando alrededor, cuidándose por instinto de
    mantener el equilibrio para no caer de la cama,
    agarrándose con fuerza con todos los dedos en el reborde
    del filo del colchón, hasta palidecer de esfuerzo los
    nudillos, se convenció desorientado del aislamiento y la
    reclusión del lugar en que se encontraba.

    Tenía miedo. Mucho miedo. La soledad, que siempre
    había sido su pasión, ahora lo aniquilaba.
    Sí, seguramente estaba a solas en el río,
    veía el agua y la imaginaba como el agua total del mundo.
    Y sin embargo podía fijarse y seguirles el paso a las
    mujeres que merodeaban por allí. Eran las negras
    atléticas y las mulatas contentas de color café, de
    largas faldas, hermosas todas, de piernas fuertes, que caminaban
    por las cuatro riberas de la cama, sorteando las piedras con sus
    cestas y bultos de ropa lavada o por lavar que cargaban sobre la
    cabeza, sin sujetarlas, en rígido bamboleo y equilibrios
    casi inexplicables. Y podía escuchar sus voces,
    mezclándose de gritos y jaranas, y risas, y
    zalamerías, de gruesos labios y dientes perfectos, y
    llamados al unísono con el dejo del tropel costeño,
    todas en tonos altos, hablando y contestando casi sin intervalos,
    como en un juego cotidiano. Y veía el movimiento y
    chapotear de los muchachos y los perros y otras personas dentro
    del agua. Y veía a los burros en la orilla. Y
    sentía el ronronear de los motores fuera de borda de las
    lanchas que llegaban y partían de una orilla a la otra,
    siempre dentro del cuarto, zigzagueando entre la gente, pendiente
    y temeroso él de los filos de las propelas. Pero esas
    lanchas no podía diferenciarlas con nitidez porque se le
    confundían con los muebles y adornos y libros propios que
    allí dentro flotaban a su antojo, también como su
    cama, aproximándose hasta el alcance de las manos, y
    lentamente alejándose con la cadencia de las aguas. Por
    momentos, tan sólo las escuchaba, con sus acelerones
    confusos que no decían si iban o venían al dibujar
    las estelas que rápidas se desvanecían sin dejar el
    menor rastro, ahogándose en sí mismas. Imaginaba
    que de ellas al atracar bajaban las bolsas de cuero del Correo,
    junto a los escasos pasajeros con los macundales que portaban,
    que se iban acomodando en el muelle.

    Aquel muelle, que entraba con sus maderas a la corriente
    y que nada pudo destruir en tantos años de aguas y de
    lluvias y de fango. Ese muelle aparentaba con descaro poder
    permanecer allí por siempre. Desde ese desembarcadero
    podría creer que en otros años inventó los
    muchos viajes y aventuras de su niñez. Y a partir del
    mismo relató las llegadas y despedidas y aventuras de sus
    queridos personajes dentro de aquel vado populoso y aquel asomo
    de selva desordenada que por siempre fue su pasión. Como
    una foto de periódico viejo imaginó el arribo por
    ese entablado del odioso médico, el doctor que
    trajo la abarcadora Compañía, comedor de
    sopas de hierba común, de la que comen los burros, que
    llegó arrastrado por la hojarasca y el barullo de las
    empresas bananeras y hubo de ahorcarse veinte años
    después en el pueblo tras su vida triste y miserable de
    invencible soledad. Nunca supo su nombre ni su historia. Igual
    que nunca entendió cómo era que esos pilotes y
    tablones del eterno muelle del cuarto, más que renegridos
    y chupados de humedad, podían resistir el paso de los
    años y de la gente dentro del agua y el cieno sin ser
    dañados por completo. Pequeñas reparaciones de
    improvisados carpinteros y largos clavos y maderas que él
    apenas podía recordar lo mantuvieron por siempre en pie,
    con apariencia endeble, pero en pie.

    Y los botes llegaban y se iban, sin orden ni medida del
    tiempo, alborotando el agua y removiendo el fondo y las
    pestilencias, generando el mecido oleaje que en su cuarto en todo
    momento bañaba las sábanas y manchaba de niveles
    marrones las paredes. Colmaban la habitación con un vaho
    de gasolina y de aceite flotantes que ocupaban el espacio y el
    respirar con sus olores, penetrando hasta la garganta y el
    cerebro. Y dejaban las vibraciones de la música
    costeña que sonaban los radios ambulantes que portaban los
    pasajeros, a todo volumen. La misma música que desde
    siempre le había llegado a todo dar en las parrandas que
    día y noche también recorrían las calles de
    su amada y colonial ciudad. Podía escucharlas cada vez
    como si fuesen nuevas, sin posible capacidad de reproducirlas con
    su voz enronquecida de tabaco y alcohol de aquellos tiempos,
    aunque su ritmo lo llevase en la sangre y en las piernas
    olvidadas de bailar. O quizá toda esa agua que lo rodeaba
    no era otra que la misma que caía ruidosa y sin fin en el
    Macondo de sus primeros años, y de todos sus cien tiempos,
    de casas cercadas y de patios inundados, de extendidos portales
    entre el murmullo de la vegetación, de tablas y tejas, con
    hamacas y trampas de pájaros amarradas a la sombra de
    aquella su niñez de muchos recuerdos y de estropeados
    zapatos. Agua que corría y bajaba en apuros por las
    canales de latón que se sujetaban con alambres colgantes
    de los tejados, y continuaban en su gravitacional carrera de
    cauces metálicos clavadas a las vigas en las porfiadas
    temporadas del invierno de la costa. El agua de lluvia bajaba por
    esas vías para después seguir su ruta y agregarse y
    correr más sucia por las zanjas de las orillas de los
    caminos o para empozarse en los charcos y lagunas. Y así,
    dispersa pero sumándose, adentrarse en la selva, hasta
    llegar y añadirse total a la corriente del dios Magdalena
    y terminar en parte desembocando como en ese momento en aquella
    habitación, cual una invasión invisible y tenebrosa
    de inundante silencio de aguas amenazantes. La sentía
    venírsele encima en el cuarto, por gravedad contraria de
    acumulación, ascendiendo desde el fondo,
    agregándose de a poco. Pero no alcanzaba a entender de
    dónde venía tanta agua. Y el nivel subía,
    muy lento, pero sin detenerse. Lo sentía trepar por las
    piernas, por las tripas y por la espalda. Pero también de
    pronto se perdía, y no veía nada, o quizá
    esa inundación no era como creía verla y el
    río estaba lejos y no constituía un peligro a menos
    que se produjese un desbordamiento a todo dar, porque él
    se había ido hasta la orilla y se hallaba bien sujeto a un
    bejuco, aunque sintiendo la frialdad compacta de la corriente por
    estar metido en el agua hasta el cuello en una de esas zanjas
    olvidadas a ambos lados de las veredas. O quizá aquel
    extraño silencio de voces que hacían coro y
    escuchaba en la corriente, acercándose desde lejos, como
    una procesión sin santo de sombras y misterios, y de
    muertos bañados a su vez de palidez extrema arrastrados
    por el paso del agua por la cercanía de los cementerios,
    no era más que el acostumbrado rumor plañidero que
    llegaba de las hojas deshilachadas de los interminables
    bananales, de amos que fueron en otro tiempo extranjeros, de un
    color amarillo verdoso y una extensión de millones de
    abanicos que ya no podía recordar ni imaginar, al ser
    mecidas por las ráfagas del viento de la misma
    lluvia.

    Un viento noble y fresco, bailoteando entre el platanal,
    que volaría hacia él desde su mar Caribe. Y no como
    el viento de la silbante tramontana de la Cataluña y el
    mar Mediterráneo que conoció y que tanto
    había escuchado y temido por años y años de
    su presencia en las costas de España. Y por un momento,
    imaginado en lo impreciso, figuró respirar con
    satisfacción ese viento platanero suyo arrastrando el
    espíritu de millones de raíces verdes y negras y
    humedecidas. Viento que en otros tiempos de lluvias y de andar
    por los campos le llegaba estando con las piernas metidas en la
    hierba y en los charcos, evitando los troncos partidos a los pies
    de las endebles matas de plátanos para no tropezar y caer,
    cuando ya los racimos colgaban hermanados y los hijos
    tardíos y condenados de antemano crecían
    esperanzados de frutos y ramajes. Por un instante, muy fugaz,
    tuvo en su cansada mente aquella imagen de años, en otros
    tiempos tan repetida, viéndose cuando de niño se
    escapaba con miedo de la casa, escondiéndose de la
    visión de su madre y los vecinos, y se adentraba en las
    plantaciones a comer y robar bananos. Quizá ahora estaba
    en una de esas interminables fincas y lo andarían buscando
    hasta con perros para darle un escarmiento. O quizá
    aquello no era el platanal y se encontraba sentado en el mercado
    de la bahía de Cartagena, bajo la mirada del convento de
    La Popa, o de la mole del castillo de San Felipe apuntado por sus
    cañones de batallas y conquistas, entre el movimiento y el
    bullicio de los carros y autobuses que circulaban por las
    maltrechas vías semicirculares de la avenida costanera,
    inundando el espacio con sus humos de petróleo quemado que
    se pegaban a la piel como otra piel de suciedad y grasa. Muy
    vagamente recordaba otros años y lo mucho que le gustaba
    andar por esas orillas del mercado, a la vera de la bahía,
    con los carritos de naranjas y los vendedores de Lotería,
    y los botes ofreciendo pescados, y los muchos vegetales y moscas
    por todas partes. Pero sobre todo para ver el vaivén del
    lindo caminar de las putas de altos tacones, altaneras y
    orgullosas de ser simplemente las putas de la ciudad, juguetonas,
    complacientes y respetadas, haciendo coro con sus tentaciones
    dentro del alboroto y la música y los alcoholes
    pícaros y gritones de la gente. De una gente que no era
    otra cosa que su gente, bulliciosa y alegremente cuentera.
    Mestizos bebedores de ron y cervezas. Personas que no se
    detenían un segundo en sus vagancias y chistes o en sus
    búsquedas sin apuros de la mercadería que el
    Mercado exhibía. Como muy lejano pensó que le
    gustaría estar por siempre allí, contactando con
    esa alegría contagiosa, con el ruido incesante de ese
    movimiento, sentado y escuchando, y observando, mientras se
    fumaba un buen cigarrillo, entre sus negradas y sus nobles putas,
    para gozarlas viéndolas bailar a todas una cumbia, o un
    ballenato de caderas y piernas ágiles y risas abiertas en
    medio del mercado y el vaivén. Sí, verlas bailar
    desinhibidas, simplemente gozando, con las preocupaciones puestas
    a un lado, en otra parte, sudadas de excitación y de calor
    y alcohol, tan sólo viviendo juntas el momento con el
    deseo de que la espontánea fiesta callejera nunca
    terminase, con los ojos brillantes y la carne prieta de las
    morenas caribeñas de nalgas duras y tetas generosas, que
    cuando arrancan no pierden el ritmo y gozan de lo lindo a
    cualquier hora, siempre moviéndose sensuales con los
    gruesos labios incitantes y los ojos encendidos e insinuantes,
    estando vestidas bien apretadas con sus ropas de todos los
    colores, los más chillones posibles de encontrar. Sentado
    en la cama, viviendo en esa loca y apurada fantasía,
    allí en su cuarto, por brevísimos momentos
    podía verlas y olerlas con los sentidos de un tiempo
    borroso.

    Por un instante fue como revivir una película mal
    dirigida y peor fotografiada de los años cincuenta,
    exhibida en un cine improvisado al aire libre, mirando al cielo y
    rezando porque no lloviese, colocando cada uno su silla frente a
    la sábana-pantalla acomodada en una pared, en un
    descampado cualquiera del pueblo. Y torpemente intentó
    marcar con los dedos la tonada sin notas que pretendía
    reproducir en el espacio y la página vaga y casi en blanco
    de su agotada memoria. Para que el bailoteo de las putas no
    cesara. Pero apenas encajaba uno que otro compás, siempre
    a destiempo. No lo logró. Y no pudo insistir. Por un
    momento también, como un chispazo, mirándolas y
    sujetándolas, ansiosas de caderas, vislumbró que
    sus manos temblaban a dúo y ya eran de una torpeza
    pasmosa. Y su sincronización era peor, un verdadero
    desastre, no existía. La idea y la trastocada
    música desaparecieron con ese inútil descubrimiento
    de incapacidad en menos de un segundo. Se quedó en blanco.
    Y apagando el ensueño miró mustiamente por la
    ventana, extraño y distante, sin música en la
    cabeza, no sabiéndose él ni ningún otro,
    pero siempre muy lejano, añorando inconsciente sus lejanos
    olvidos con una emoción desfigurada. Y no vio en aquel
    espacio de cielo que el recuadro de la pared le brindaba sino
    nubes y fantasmas desdibujados, como restos antiguos de viejos
    amigos, y amantes, y escritores, y libros, y viajes, y homenajes
    y compañeros de ideas y de prensa, pasando todos cual
    fotografías grises, como borrones muertos frente al
    rectángulo abierto al aire que se bañaba de
    más agua aún cayendo allá afuera y
    pareciendo competir con la que extrañamente caía en
    silencio y sin parar dentro de la casa. Y no vio más que
    otros olvidos. Y volvió a perderse en la neblina de otros
    cuartos, y otras camas, y otras aguas y otros vientos, y otros
    remolinos. Y caminos y trenes desplazándose por el mundo
    entero. Y veía el tremendo chaparrón. Y pensaba a
    saltos. Y esta lluvia que no cesa. Y este río que a mis
    pies no se detiene. Y el cuarto que se inunda. Y el agua que ya
    se desborda por la ventana y no vacía la
    habitación, ni vacía la casa, ni aligera sus ansias
    de escapar. Y Eréndira que no se presenta con las ciento
    cuarenta y ocho cajetillas de cigarrillos que le había
    pedido. Pero no, ella no había salido a la calle. La muy
    descarada. Podía verla y escucharla recorriendo con sus
    rápidos pasos el zaguán que corría frente a
    su ventana. Y tras ella, al final de un largo pasillo,
    meciéndose con sus grasas en una enorme silla de
    balancines que apenas lograba abarcarla, vio a la horrenda y
    más que abusadora abuela de la niña que temprano
    dejó de serlo, con sus ropas exageradas y su mirada
    aguijoneada de ratón que todo lo alcanzaba y medía.
    Y vio a Eréndira, deshecha de juventud como una puta
    desvencijada, y vieja, y flaca, que asustada lo miraba
    también mientras caminando se dirigía hacia
    él con su vestido estampado de flores grandes y rojas
    chorreando agua sobre las tablas del piso. Venía empapada.
    Y entonces dudó de haberle dado suficiente dinero para el
    encargo. No lo recordaba. Ya no reconocía la
    denominación de los billetes. Le había entregado
    varios. O quizá estaba equivocado y ella venía de
    regreso del encargo tan calada porque la pulpería
    también estaría inundada. Igual que la calle y el
    pueblo completo.

    Y los postes de la electricidad estarían bajo el
    agua, hasta los cables y bombillos como bastones quemados. Pero
    no importaba. Daba igual. Total, si ya no lo dejaban fumar ni
    cargar fósforos. Ni ir solo a la bodega. Ni echarse un
    trago. Ni salir a la Plaza. Ni tomarse una cerveza conversando
    con varios vecinos a la sombra de un jabillo, en la acera, a un
    lado de la calle. Ni ir a la casa de Estela, su amiga y
    protectora de toda la vida. Su querida Estela, la Matrona
    más respetada del pueblo y la comarca entera, la que en
    otros tiempos le fiaba el amor y jugaba con los enredos de su
    pelo cuando él se recostaba sobre sus firmes pechos de
    fresca ramera llegada al pueblo, la que siempre tenía las
    mujeres más tiernas y bellas a la orden, con ella a la
    cabeza en sus mejores tiempos. No, no se lo permitían, de
    majaderos y jodones que eran en la casa y aquella familia suya de
    gente siempre bien planchada y arropada y persignada para
    protegerse contra las gripas y corrientes de aire. Gente metiche
    de jarabes y ungüentos y rezos mezclados con
    brujerías para todos los males. Toda una jodienda. Que no
    lo dejaban en paz con tantos medicamentos y oraciones y
    pendejadas. A él, que siempre había hecho lo que le
    dio la gana. Y que conocía el mundo entero. Y que
    conocía a todas las mujeres. Y que nunca pidió
    permiso para un carajo. Pero no le importaba mucho, ni poco.
    Porque igual que andar caminando por las calles, o estar en el
    mundo de Estela, le gustaba también estar en la casa, con
    sus visiones, con sus muertos siempre presentes de tantos
    años deambulando todos en fila, o rondando en las
    penumbras de los rincones, portando sus retratos antiguos y
    borrosos tal que fuesen cédula de Identidad, como trofeos
    de desaparecidos, con sus historias, y con los cuentos
    extraordinarios que contaban de la familia todos sus parientes,
    como entendió que lo hicieron por generaciones alternando
    con decenas de espantos en las casas de Rulfo, y de O. Henry y de
    Faulkner. Quizá sus amigos más queridos. Y
    disfrutaba estando en su biblioteca, aunque fuese tan sólo
    para ver y tocar los libros y teclear letras disparatadas en la
    máquina de escribir que siempre estuvo preparada y
    esperando por él, aunque a esas alturas ya no inventaba
    nada ni podía escribir una sola línea corrida. Y
    también le complacía estar en la casa para oler en
    su soledad de madriguera el café y la sopa que cocinaban,
    y la carne en la parrilla, y el aguardiente que a veces se
    paseaba generosamente por los pasillos y que en brazos de la
    misericordia y el cariño podía entrar algún
    día por un momento a su cuarto. Y soñaba con que le
    dejaran la botella cerca. Alcohólica misericordia, llegaba
    a pensar. Pero ya no era así porque no le daban sino
    pequeños sorbos a escondidas. Y se conformaba, pero se
    entristecía. Y a pesar de esas ausencias del amado
    aguardiente, siempre lo detectaba cuando el litro llegaba de
    contrabando bondadoso a la habitación, o pasaba cerca de
    la puerta que daba al saloncito que juntaba los dos cuartos,
    dejando aunque fuese su aroma o un buchito tramposo de mojar los
    labios y excitar el paladar con su sabor. Se lo daban los
    más jóvenes, y sus hijos, cómplices eternos,
    como si practicasen un juego de fechorías contra el resto
    de los de la casa. Su esencia de alcohol anisado era la gloria. Y
    los cigarrillos, que fueron compañeros fieles por la vida
    entera, compartidos con los amigos en las barras y trasnochos,
    ahora gozaba con olerlos, y partirlos, y disfrutaba con
    desmenuzar el papel y la picadura entre los dedos. Y
    después olerse también las manos. Y olfatear el
    interior de la cajetilla metiendo las narices en ella. Y
    también, cuando la familia no lo veía, pedirle a
    cualquiera que se acercase a la ventana, que era una puerta al
    mundo, una chupada de aquel pasajero tabaco que cruzaba por
    allí y que seguramente fue encendido múltiples
    veces desde la mañana, con toda la saliva de esas muchas
    horas asimiladas al cabo. No importaba tampoco. Y no inquietaba
    esa condición por carecer de trascendencia alguna, porque
    no era nada y porque sabía que el Coronel Buendía,
    y su patriarcal y amado abuelo el Coronel Nicolás
    Márquez, y posiblemente la familia entera de sus
    generaciones, estaban muertos y tampoco podían fumar ni
    echarse un trago. Esos sí estaban jodidos. Y no importaba,
    porque los cangrejos, acumulados por montones en la podredumbre y
    el hedor de un fango propio, seguían sumándose con
    su andar equivocado de puntillas al pasar bajo los alambres de
    púas de las cercas de aquel patio relatado en uno de sus
    sueños, para juntarse en montículos y colmar todos
    los espacios alrededor del Ángel anciano, y casi
    desplumado por completo, que había caído de un
    trastazo detrás de la casa. Un ángel milenario,
    seco de vuelos, tan grande como era, que seguía tirado y
    arrastrándose en el fango, también bajo la lluvia,
    allá, muy lejos, a muchos años de distancia, en el
    cerco trasero del barracón primitivo y cercano a la costa
    donde aterrizó y que le contaron los más viejos de
    su larga fila de ascendencia. Y allá estaba aún ese
    ángel, intentando levantarse para emprender un nuevo viaje
    en un vuelo rasante, sin borrarse, con todos los vecinos
    pendientes de él y de sus compañeros agregados, los
    cangrejos, en aquella absurda cita de lluvias y de alas y de
    patas y de imposibles plumas. Por un momento creyó pensar
    con tristeza que él también se encontraba, como el
    Ángel y su General laberíntico, olvidado en aquella
    habitación, en un día gris, sin posibilidad de
    volar, igualmente perdido a ras de agua y por cien años
    dentro de una quietud caótica de barro y de cangrejos
    muertos y de terrible soledad cercada con alambres de
    púas. Y junto a ellos, sobresaliendo de la
    confusión, serpenteando, estaban las morenas verdes, que
    se sumaban también, remontando tierras, regadas entre los
    caparazones, que ya no podían nadar ni esperar por sus
    presas entre cuevas y arrecifes de profundidades. En su
    emoción estuvieron siempre presentes. Decenas de morenas
    de perversos colmillos, a salvo únicamente de la mirada de
    la asombrosa y alcohólica y acuchillada y ausente para
    siempre señora Forbes, asomadas entre las pilas de
    cangrejos, aplastadas aún más allá de su
    naturaleza entre los carapachos y las patas, muertas y podridas y
    nauseabundas como el resto de aquel desperdicio. Y sobre todo,
    él, con el tiempo de muchas horas de esperas en sus
    tinieblas sin futuro, sin nada que hacer, igualmente difunto en
    sus adentros. Tan sólo escuchando el goteo de los minutos
    y la caída del agua. Se supo otra morena verde. Y
    sintió que desde millones de años tenía
    mucho sueño y sólo pretendía dormir. Y que
    estaba sin fuerzas y cansado. Y siempre permaneciendo en la cama
    y en la casa. Pero aún sumergido dentro de aquella
    inundación, y a pesar de los cangrejos y las morenas
    verdes, después de un largo silencio escuchó cuando
    le pidieron con cariño desde el interior del otro cuarto,
    el cuarto de Mercedes, con una dulce y querida voz de
    lejanía que sobrevolaba las aguas y que seguramente se
    entretenía tejiendo acomodada en una mecedora, y que de
    igual manera desde aquel lado de la casa lo observaba como una
    diagonal de contacto y compañía y cuidados y amor
    de años a través de las puertas entreabiertas:
    "Gabriel, recuéstate, que te puedes caer otra vez". Y se
    sonrió. "esa comemierda se cree que soy un niño".
    Pero entonces no hizo resistencia. Dejándose deslizar se
    acostó de lado, muy lento, pensando turbiamente en su
    cansancio, como si pensar fuese un peso de congestión y de
    enredos y de opacidad en la cabeza. Y ya recostado creyó
    de nuevo, también en una identificación lejana,
    como si hubiesen transcurrido cien años, que sí,
    que la voz pudo haber sido la de Mercedes. Una Mercedes que bien
    sabía que lo adoraba y que en verdad no estaba
    allí, como desde todos los tiempos había estado y
    le había acompañado y fue su costumbre, siempre
    cercana y pendiente de sus trabajos. O que sí estaba pero
    se escondía para molestarle y burlarse de él con
    una sonrisa de fingida comprensión y cariño cuando
    lo escuchaba quejándose desesperado de su soledad y
    desamparo y lo venía a atender. Posiblemente sería
    ella que le hablaba desde lejos; o también desde dentro
    del agua; o que ya estaba muerta y le reclamaba desde su mudo
    esqueleto ascendiendo de un hueco en la tierra; o que
    estaría arribando en ese momento al muelle vecino entre un
    tropel de gente en una de las lanchas regresando del mercado. Era
    el muelle que veía justo entre el gavetero y la mesita de
    noche que se mecían por la repentina turbulencia provocada
    por las propelas del motor de la lancha, bajo los retratos grises
    que colgaban de la pared, el de su padre y el de su madre. Y el
    de los dos juntos, como recostados uno en el otro, él de
    traje blanco y sombrero y ella de vestido gris y alto peinado.
    También estaban las fotos de todos los Coroneles en
    retahíla interminable. Si acaso fuese esa Mercedes quien
    le hablaba llegando del mercado, seguro que vendría
    cargada de mandados y chachareando con todo el mundo de lo
    incómodo del gentío y del precio de las cosas. O
    hablaría del chivo con arroz y coco que había hecho
    varios años atrás, como siempre hacía y
    orgullosamente pregonaba cada vez que los alcanzaba una
    inundación. La misma Mercedes que en cualquier
    gestión tardaba demasiado, hablando durante horas, o
    días enteros, a veces años, o que ya no se acordaba
    de él y lo dejaba abandonado y esperando, o que ya no lo
    reconocía ni respetaba llevándole en todo momento
    la contraria. Pero que siempre le compraba sus cosas favoritas y
    jamás llegaba con las manos vacías. Pero no, eso
    había cambiado, ya no lo prefería ni se ocupaba de
    sus asuntos como antes, aunque pretendía hacerlo con mucha
    bondad y paciencia. Pero no lo engañaba. La conocía
    muy bien y sabía de sus trampas y de aquella sonrisa de
    venganza satisfecha de esperar en el tiempo. Es más, ya no
    la soportaba. Estaba demasiado vieja, y fea, y retrechera.
    Tendría que regañarla. Hoy mismo lo haría. Y
    pensó entonces que él era ese Gabriel que con voz
    tan cariñosa ella había mentado; el mismo que fue
    niño y joven en Aracataca; el Gabo, el preferido de la
    familia, el que desde siempre inventaba historias y cuentos que a
    todos admiraba. El Gabriel que después, ya apenas crecido
    y devorando su juventud, gozaba sin freno cientos de trasnochos y
    amanecidas en los bares y cuchitriles de musicales tragos,
    acompañado por las ficheras ajadas y sin sol, y ansiosas
    de sus pocos pesos, que pálidas y envejecidas se
    desparramaban por la zona y él iba a buscar a la Costa con
    sus amigos. El mismo Gabriel de los pies mojados y las alpargatas
    que chorreaban el agua de cien ríos vadeados y mil patios
    violados, inundados y lodosos. El Gabriel colector de cangrejos,
    y de ángeles, y de soledades.

    Por instantes, ahora sabiéndose en la cama,
    rodeado por las lanchas y las putas, y por impulsos, ya
    durmiéndose, sintiéndose con la cabeza ladeada y
    vertiginosa apoyada sobre la almohada, pero dentro del agua, le
    provocaba dar un salto y montarse en una cualquiera de esas
    putas, o en dos a la vez, o en una cualquiera de las lanchas que
    se alternaban de un lado a otro, de pared a pared, dibujando
    figuras en la superficie del agua a su alrededor, evadiendo los
    muebles y evitando salir por la ventana. A la puerta entreabierta
    que daba al pasillo ni se acercaban. Claro, evitaban a
    Mercedes.

    Seguramente ella no sabía de esa presencia
    ruidosa que se ocupaba de él y lo tentaba para escapar, y
    lo circundaba, porque si no ya hubiese protestado y les hubiese
    gritado que se fueran al carajo con sus ruidos y nos dejaran
    tranquilos. Pero a él le gustaría darle la vuelta
    al mundo en una de ellas. O irse a la bella Cuba con su gente
    también bella, y pasearse por el Malecón, y tomarse
    unos mojitos. En una de esas lanchas se podría ir. Porque
    aún estando debajo del agua, en todo momento las
    podía escuchar pasando cercanas, imaginando que rastreaban
    por él, buscándolo, con sus ronroneos explosivos y
    sus músicas y voces y risas de las hembras que
    transportaban plenas de gozo dentro de la habitación. Y
    ellas, y sólo ellas, podrían salvarlo y sacarlo de
    aquella condena ahogada de acogotante soledad. Y sentía
    que lo requerían cada vez con más premura y
    más ahínco. Y sacando la cabeza por la ventana las
    llamaba, dándole voces, a las putas y a las lanchas que se
    alejaban dejando sus estelas, para que le abrieran un espacio
    apretado, muslo con muslo y sudor con sudor, y lo sacaran de una
    vez por todas de aquella habitación inundada y triste y se
    lo llevaran bien lejos. Y todavía allá abajo,
    sumergido, con las piernas recogidas, y con frío, mareado,
    como colgando del aire, agarrado del agua, sin tocar fondo,
    lloraba desesperado, con pánico mudo, a pesar de la poca
    profundidad, igual que de niño cuando su abuelas le
    contaban de inundaciones y de ahogados flotando como caimanes en
    el río. Tenía miedo de morir también ahogado
    en aquella oscuridad solitaria y totalmente encharcada junto con
    todos sus libros y manuscritos, que sin poderlo evitar se
    borrarían y perecerían. Los amaba sobre todas las
    cosas. Y lo consumían de lágrimas y tristezas. Pudo
    verlos flotando por la habitación y hundiéndose en
    el agua, con el grueso de las páginas despegadas,
    avanzando empapados y desleídos, como llevados por una
    suave corriente hacia el desborde de la ventana. Eso sería
    lo peor. Serían irrecuperables. Por un instante, estirando
    los brazos y los dedos, intentaba alcanzarlos, y entrecerrando
    los ojos apagados y cansados de ver, tristemente, se fijó
    de nuevo en el recuadro de la ventana y los vio cuando se iban. Y
    amarró la mirada al agua que ya se dilataba hasta un
    horizonte bien distante. Encerrado entre las cuatro paredes, con
    el pecho apretado, con aquel río hasta el cuello,
    llegó a sentirse igual al caso de Alejandro, el
    náufrago del buque Caldas, cuyo relato y
    desesperación apenas recordaba haber escrito ni tampoco
    cuál era su final en tanto tiempo atrás. Diez
    días tardó todo. Pero a él, también
    náufrago en la balsa de su olvido, por lo que
    parecía más de un siglo, nadie vendría a
    rescatarlo, ni esa cama arribaría jamás a costa
    alguna. Y allí se moriría. Y aquel río, o
    mar, o lago, o charco, o lo que fuese, sería su tumba. Y a
    todas estas, peor aún, se moriría sin poder escapar
    de aquella vieja de mierda que le hablaba desde la
    habitación vecina y que no acababa de traerle en tantos
    años de esperar, junto con la tal Eréndira, la mil
    veces manoseada y prostituida sin placer alguno, el trago y los
    cigarrillos que les había pedido. Estaba seco de alcoholes
    y pulmones. Y también hastiado de esa vieja
    regañona, la eterna Mercedes de mierda. Provocaba matarla.
    Y desvencijarla. Y sin mirarle la cara echarla sin
    compasión por la ventana. Y que se hundiera junto con los
    libros y los muebles. Para que los cangrejos infatigables y las
    morenas verdes la rodearan, y la mordisquearan, y se la comieran
    a pedacitos. Para que no joda más. Y sí, eso es,
    para que no joda más.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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