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Globalizacion, Estado constitucional y Derecho Constitucional




Enviado por Pablo Turmero



  1. El desarrollo del
    estado constitucional
  2. Tendencias ante la
    globalización

El Estado constitucional es realidad
histórica, susceptible de ser superada. Ahora bien,
Estado y Constitución no son
indisolubles, y ofrecen perspectivas bien distintas a la hora de
analizar los procesos políticos (López Pina); la
globalización podría afectar a ambos
diferenciadamente. Así, parecen hoy diluirse rasgos
esenciales del Estado; la globalización se
presenta como un riesgo para la soberanía, que
individualiza su específico poder. Sin embargo, es
más significativo comprobar hasta qué extremo
debilita los condicionamientos constitucionales de su ejercicio.
En este ensayo nos limitaremos a describir el proceso de
formación del Estado constitucional que hoy nos es
familiar (1) y a señalar las diversas orientaciones que
surgen en la doctrina del Derecho constitucional a raíz de
las transformaciones impuestas por la globalización
(2).

1. El desarrollo del
Estado constitucional

A partir del pensamiento ilustrado, el término
Constitución ha hecho referencia a ciertos
postulados básicos para ordenar jurídicamente el
poder público conforme a la dignidad del hombre. Ahora
bien, sus concreciones históricas han sido diversas, al
paso de las transformaciones sociales, políticas y
jurídicas (García-Pelayo). Hoy consideramos nuestro
modelo de Estado constitucional como la
realización más lograda de las ideas de la
Ilustración; mas sería absurdo pretender que con
él se consuma, de una vez por todas, el proyecto de
someter a Derecho las relaciones de poder. Antes bien, la
relación histórica entre poder y Derecho,
constitutiva para ambos, abre en cada momento nuevas tensiones;
los postulados constitucionales han de ser siempre
pretendidos.

En sus comienzos, el propósito de sujetar el
poder al Derecho y de hacer de éste un orden general
de libertad
se concreta, por un lado, en la
sustitución las relaciones estamentales por un orden
social fundado sobre la garantía formal de la libertad, la
igualdad y la propiedad, supuestos derechos naturales de los
ciudadanos. Las relaciones sociales eran reguladas por Leyes
generales, a cuya aprobación concurrían los
ciudadanos a través del régimen representativo. El
poder estatal, que continuaba siendo presupuesto, no debía
intervenir arbitrariamente sobre ellas, y la propia Ley
permitía someter a control la acción del Estado que
interfiriera en los derechos.

Ahora bien, en su concreto desenvolvimiento
histórico y con independencia de la perenne validez de los
principios, estas ideas se articulan al servicio de los intereses
de la burguesía. La Ley es votada por un Parlamento
elegido mediante sufragio censitario, ligado por tanto a la
propiedad; los derechos considerados naturales responden a los
intereses económicos y vitales de la burguesía; la
pretendida neutralidad del Estado desampara a aquéllos a
los que la libertad deja más inseguros e indefensos. El
libre juego de las fuerzas sociales produce una sociedad de
clases, tendente al conflicto. Cuando éste se
desencadenó, el capital renunció a los principios,
forzando al Estado para que asegurara ante todo el orden
necesario para el mantenimiento y la acumulación de los
beneficios; ésta es la experiencia que cabe extraer de la
imposición del totalitarismo nazi o fascista y de los
llamados regímenes autoritarios.

De su fracaso surge el Estado constitucional
que nos es familiar, cuyo elemento determinante es el postulado
del Estado social (García-Pelayo, de Cabo). Su
sentido es ambivalente, pues supone la suspensión de aquel
conflicto mediante la adaptación del capitalismo al
progreso del principio democrático. En efecto, las
organizaciones y partidos de raíz obrera logran situarse
en condiciones de negociar su integración política
a cambio de prestaciones sociales. Desenmascarada la supuesta
neutralidad del Estado liberal respecto de las relaciones
sociales y económicas, el Estado social interviene en
ellas atendiendo a ciertos criterios de justicia material;
asimismo, merced a una política presupuestaria
redistribuidora y a la dotación de servicios
públicos universales, procura condiciones materiales que
permiten a cada uno el disfrute efectivo de los derechos. Todo
ello presupone cierta autonomía del poder político.
Ahora bien, las Constituciones de posguerra, al tiempo que
permiten poner en pie el Estado social, limitan el poder del
Parlamento, asegurando la pervivencia de elementos básicos
del orden social y económico capitalista. Justamente esto
determina el desarrollo de las garantías de la
supremacía constitucional
(rigidez,
jurisdicción constitucional) en términos que
resultan ajenos al constitucionalismo decimonónico (de
Cabo).

Desde finales de los años sesenta, el
sostenimiento del Estado social se hace progresivamente
incompatible con el incremento de los beneficios del capital. Las
revoluciones de 1968 en Europa y América arrinconan
ideológica y socialmente a la clase dominante en
términos que inducen alguna suerte de reacción. Las
sucesivas convulsiones económicas desde 1973 desembocan en
la llamada crisis del Estado social; determinando el
postulado social el sentido del constitucionalismo, sus avatares
se reflejan de modo directo en modificaciones de los postulados
del Estado de Derecho y del Estado
democrático
(de Cabo).

La fase que hoy estamos viviendo parece identificarse
por la tendencia a superar el Estado como marco de referencia
política. La creciente internacionalización de las
relaciones económicas, evidenciada y reforzada con las
crisis de los años setenta, desliga al capital de las
ataduras de los poderes políticos nacionales. Los Estados
se quedan sin instrumentos eficaces para detraer de la
economía privada recursos que les permitan garantizar la
procura de los derechos sociales. En las nuevas condiciones, el
poder económico se considera de nuevo autosuficiente; muy
especialmente desde la década de los ochenta, se extiende
la deslegitimación de lo público a
través de una nueva mitificación del mercado libre
y flexible. En contraste con la clásica relación
entre Estado social y democrático de Derecho y
economía, no se ha consolidado hasta hoy un poder
político que contrapese el (des)orden económico
internacional. No lo desmienten los acontecimientos de los
últimos meses del año 2001, que han abierto las
puertas a nuevas concertaciones políticas internacionales:
también aquí prevalecen los intereses del capital
financiero.

No obstante, la globalización no afecta por igual
a todas las relaciones económicas, y en particular sus
efectos homogeneizadores son desconocidos en los mercados de
trabajo
; es un fenómeno específico de la
economía financiera, que se desarrolla a partir de la
quiebra del modelo de Bretton Woods. Por lo demás, el
Estado mismo es considerado como un importante agente de la
globalización, y en cualquier caso su poder es
profusamente utilizado para sofocar las tensiones y resistencias
derivadas de tal proceso. En definitiva, éste parece,
más que un fenómeno inexorable de superación
del Estado, una precisa estrategia de acumulación del
capitalismo financiero, que pretende desarticular el orden
social, político y jurídico que, en el marco del
capitalismo industrial, contrapesaba el poder del capital
(Maestro Buelga).

2. Tendencias ante la
globalización

El Derecho constitucional puede desentenderse de tales
desarrollos mientras se siga concibiendo tradicionalmente como
Derecho del Estado o forma del poder.
Así ocurre en la mayor parte de la doctrina, que
sólo nominalmente asume el carácter determinante
del Estado social en el constitucionalismo del siglo XX, el
llamado siglo breve, y permanece en realidad anclada en
la dogmática constitucional liberal. Sólo en la
medida en que las transformaciones de las bases sociales del
poder estatal y de los contenidos que en consecuencia el Estado
ha de adoptar se consideren ajenas al Derecho constitucional,
éste puede seguir ocupándose exclusivamente de sus
viejos problemas. Pero ello reduce al Derecho constitucional a un
formalismo estéril: el poder efectivo discurrirá
progresivamente al margen de tales coberturas
ideológicas.

Por el contrario, la llamada estatalidad
abierta
proyecta sobre la identidad misma del Estado las
transformaciones cuantitativas y cualitativas de las relaciones
internacionales. A través de ciertas disposiciones
constitucionales se establecería el enlace del Estado con
los órdenes institucionales supranacionales que determinan
decisivamente las relaciones sociales, políticas y
económicas. El entramado político de la
Unión Europea, por ejemplo, aparece desde esta perspectiva
como parte de un sistema político articulado en varios
niveles
, en el que concurren con los Estados municipios y
regiones, la OTAN, la Organización Mundial de Comercio, el
Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o las Naciones
Unidas. La cohesión y la racionalización de este
sistema se producirían justamente a través de las
Constituciones de los Estados nacionales, que participan en todos
esos niveles. Pero los Estados quedan lejos de controlar
autónomamente las decisiones; las competencias
están difuminadas entre todos estos sujetos, cuyas
conexiones distan de ser inequívocas; no siempre los
destinatarios de las expectativas sociales son a la postre
efectivamente responsables de su satisfacción. De este
modo, la Constitución corre el riesgo de reducirse a un
mecanismo formal de legitimación de decisiones soberanas,
sin capacidad efectiva para imponer límites materiales al
ejercicio del poder.

Esta adaptación formal del constitucionalismo a
la globalización podría encontrar su correlato
material integrando en la propia dogmática constitucional
la menguante eficacia del postulado social, su menor fuerza
normativa. El denominado constitucionalismo débil
o dúctil (Zagrebelsky) es consciente de la
contradicción que supone mantener inalteradas las
Constituciones del Estado social cuando han quebrado sus
supuestos materiales. Para superarla, subraya los aspectos
más flexibles de la teoría constitucional, en
particular en la teoría de la
interpretación
, y deja en manos del legislador del
momento y del juez constitucional la concreción
libérrima de los postulados constitucionales, convertidos
en meros tópicos argumentales sin eficacia vinculante.
Ello permite permanecer fiel al postulado jurídico,
convertido a veces en pura ilusión óptica, de la
coherencia del ordenamiento.

Frente a todo ello se alza pretensión de mantener
e incluso desarrollar un constitucionalismo fuerte o
garantista, que revalorice el Derecho, y
específicamente el Derecho constitucional del Estado
social, frente al curso errático de las relaciones de
poder. Se trata de imponer la norma constitucional frente a la
realidad, eventualmente al margen de las propias condiciones de
posibilidad que ésta pueda abrir. Ferrajoli, por ejemplo,
deduce de los derechos constitucionales garantías
judicialmente accionables, y pretende dotar así a los
derechos sociales de una tutela específica frente al
legislador. La propia estatalidad abierta, en cuanto
asuma los contenidos de la Constitución como
vínculo para el Estado en su participación en el
sistema político de varios niveles, permite
también utilizar las garantías constitucionales, en
concreto la jurisdicción constitucional, como contrapeso
de la irrestricta sumisión de los Estados a los
constreñimientos del poder financiero
internacional.

Estas últimas orientaciones han de ser valoradas
diferenciadamente al tomar en consideración las
asincronías en el desarrollo de los diversos Estados,
sobre los cuales se proyecta la globalización, no
obstante, de modo simultáneo. Así, resultan
especialmente atractivas donde no ha cobrado cuerpo el Estado
social, por ejemplo en Iberoamérica; los textos
constitucionales pueden ofrecer allí respaldo a las
pretensiones de las mayorías sociales. Sin embargo, en los
Estados de Occidente que ven ya declinar el ciclo del Estado
social, donde éste ha logrado formar mayorías
sociales que se sienten integradas y protegidas en el seno de una
fortificada Sociedad opulenta (Galbraith), las
garantías constitucionales difícilmente pueden
servir como sucedáneo de los supuestos políticos
del Estado social. La capacidad de los jueces para proteger los
derechos sociales sin el apoyo de las mayorías se
encuentra con límites precisos; la Constitución del
Estado social no puede suponerse ajena a los procesos
políticos y sociales en los que arraiga su fuerza
normativa (Hesse). Por ello resulta falaz oponer a la
globalización una defensa cualquiera del Estado, eludiendo
la contradicción entre el mantenimiento nominal del
constitucionalismo social y el desarrollo de circunstancias que
dificultan su vigencia.

En definitiva, la realización de los postulados
constitucionales depende de la dinámica social y
política. En esta dirección, los movimientos de
denuncia frente a la unilateral perspectiva económica de
la globalización, extendidos por doquier, procuran
recuperar un sujeto social iluminado por una
utopía emancipatoria (teorizada desde los
hegelianos de izquierda, Marx ante todo, a la escuela de
Frankfurt); capaz, como el movimiento obrero en la segunda mitad
del siglo XIX y en el primer tercio del Siglo XX, de poner en pie
la nueva versión de los postulados ilustrados. El
denominado constitucionalismo mundial (Beck, Ferrajoli)
opone cierta imagen del hombre a los intereses del
capital y pretende limitar el poder económico
transnacional mediante los derechos humanos, formulando al efecto
la noción de sujeto al margen del liberalismo
dominante.

Ahora bien, toda la historia del constitucionalismo se
desarrolla en la tensión entre los derechos y el
legislador, entre el sujeto y el orden
objetivo
que determina el interés general;
al menos desde que Hegel desveló las insuficiencias del
liberalismo individualista, el segundo polo no parece
prescindible. Justamente por ello, un sujeto social, aun en el
supuesto de que llegara a tener conciencia y estar articulado, no
resultaría suficiente; el constitucionalismo requiere un
orden político en el que ser realizado. Éste
sólo será legítimo si se apoya en la
ciudadanía, y será efectivo si logra dotarse de
cierta consistencia social e institucional; podrá realizar
los postulados constitucionales si muestra capacidad para
enfrentarse tanto a los intereses del capital como a los Estados
cuya acción viene determinada por ellos, en especial
Estados Unidos. Al margen de la confianza que pudieran despertar
aún los Estados como eventuales defensores de tales
postulados, y habida cuenta lo limitado de sus posibilidades,
para hacer frente a la globalización el constitucionalismo
parece abocado a tomar apoyo en nuevas formas de poder
político. Quienes pretenden gobernar la
globalización
confían en su desarrollo en el
ámbito mundial (Habermas, Held, Höffe, Pisarello); y
quizá el estímulo de tal proyecto utópico de
constitucionalismo cosmopolita, que pretende extender al
conjunto de la humanidad principios básicos de
funcionamiento del Estado constitucional, no sea
desdeñable. Sin embargo, las relaciones internacionales
continúan fundadas en tratados de naturaleza
jurídico-privada entre sujetos desiguales.

Orientándonos entretanto hacia una nueva
multipolaridad como modo de superar una
globalización unidimensional, la Europa que se
constituye en torno a la Unión Europea podría estar
en condiciones de proponer nuevos equilibrios internacionales
apoyándose sobre aquellos postulados constitucionales. A
medida que las políticas nacionales abdicaban en beneficio
de los designios del capital, se han ido politizando
progresivamente las instancias europeas originariamente
concebidas justo al servicio del logro de un mercado
común. El interés colectivo por intervenir en los
asuntos públicos que afectan a los ciudadanos se va
desplazando crecientemente, con éstos, hacia la
Unión Europea, entendida como la organización
política más próxima capaz de determinar
eficazmente las relaciones sociales en términos que ya no
caben al Estado. En tales circunstancias, antepuesto el poder
económico a las políticas estatales, cabe abordar
la posibilidad de alzar en Europa un ámbito
político supranacional en el que no esté descartado
por principio el equilibrio. Tal impulso anima a quienes buscan
en Europa una nueva República (López Pina)
o una Federación de Estados-nación
(Fischer, Jospin) impulsada por el pathos
constitucional.

De acuerdo con su imagen tradicional, el Estado
constitucional era, ante todo, un Estado soberano, cuyo
ordenamiento constitucional aseguraba un doble
vínculo con la sociedad: porque el Estado asumía la
garantía jurídica de la libertad y la igualdad de
las personas (derechos fundamentales), y al mismo tiempo
legitimaba su poder a partir del consentimiento de los ciudadanos
(democracia). Pero el poder de los Estados depende hoy, en medida
creciente, de coerciones fácticas y también
jurídicas originadas más allá de sus
fronteras, que reducen su capacidad para asegurar la igual
libertad y también limitan el alcance de la
legitimación democrática de sus decisiones. No
parece que los derechos constitucionales puedan invocarse
incondicionalmente frente a las resoluciones del Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas o frente al Derecho derivado de
la Unión Europea; las decisiones de la Organización
Mundial del Comercio o de la propia Unión Europea limitan
las posibilidades que la Constitución abre a la
realización del Estado social; la legitimación de
todas esas constricciones resulta deficitaria si nos atenemos a
las exigencias del postulado democrático que consagra la
Constitución. Por eso se plantean dudas sobre la fuerza
normativa de las Constituciones estatales.

Sin embargo, la doctrina se esfuerza
simultáneamente en construir, a partir del Derecho
vigente, una red de principios constitucionales que se proyecten
sobre esa nueva red de poderes públicos de carácter
supra- e internacional. No se trata de abandonar el Derecho
constitucional apoyado en las Constituciones de los Estados, sino
de contextualizar su contribución a un Derecho
constitucional necesariamente más amplio y más
complejo. Las Constituciones de los Estados entrarían en
relación con normas de Derecho europeo e internacional
para poner en pie un Derecho constitucional adecuado al nuevo
marco global de las relaciones sociales, generando tanto nuevos
límites del poder como nuevos mecanismos de
legitimación.

Ese proceso debe ser analizado subrayando, de un lado,
la historicidad del propio Estado constitucional, que
quizá permita relativizar la supuesta plenitud que estamos
abandonando; y, de otro, explorando las posibilidades que ofrece
el Derecho global para ser permeado por planteamientos propios
del Derecho constitucional. Historiadores del Derecho y
profesores de Derecho internacional están así
llamados a contribuir, junto con los
constitucionalistas, a la configuración del
Derecho constitucional de la globalización.

Mucho se escribe, habla y, especialmente, se "vive"
cotidianemente, en relación con el tema de la llamada
"globalización", más allá de que no se
encuentran definiciones y clarificaciones definitivas sobre que
debe entenderse al respecto. El campo jurídico no
está, por cierto, excento de recibir una fuerte influencia
de ella y los cambios producidos en nuestro ordenamiento
jurídico desde la vuelta a la democracia en
relación con la incorporción del derecho
internacional y regional de los derechos humanos y sus
consecuencias es una prueba de ello. La intención de este
comentario es reflexionar sobre las perspectivas que el tema
genera en nuestro derecho en general y en relación con los
derechos humanos de la población en particular.

La introducción del derecho internacional y
regional de los derechos humanos en los ordenamientos internos es
un proceso que se visualiza en practicamente todos los
países. Ello, unido a una serie importante de otros
fenómenos vinculados con la llamada
"globalización", como por ejemplo los cada vez más
intensos procesos de integración entre países, las
corrientes migratorias cada vez más fuertes, los cambios
en campos como la economía, la tecnología, la
comunicación o las relaciones internacionales (por citar
sólo algunos ejemplos) influyen directamente en el derecho
y generan cambios –lógicos e inevitables pero
difíciles de preveer anticipadamente- en él. Ello
obliga a repensar y reacomodar muchas cuestiones vinculadas con
el derecho, como por ejemplo su mismo rol, como así
también el rol del Estado, del gobierno, de las
instituciones, de la democracia.

La estructura formal jurídica ha
cambiado y las normas tanto locales como regionales y universales
también aunque el reflejo en la realidad es muy escaso.
Las perspectivas y los balances, sin embargo, son
díficiles de hacer. Las ventajas y los riesgos son muchos,
pero la realidad supera las opiniones y de lo que se trata, creo,
es de ver cómo lograr, frente a esta nueva circunstancia,
un país mejor y un mundo mejor, con derechos para
todos.

Para concluir, si bien el avance incesante del derecho
internacional y regional de los derechos humanos es "un hecho" y
parece "irrefrenable", ello produce, en cierto sentido, una
"dependencia" cada vez más marcada de los ordenamientos
internos con respecto a aquél y si bien ello posibilita
una serie de ventajas (mayor cantidad de fuentes, etc.)
también genera una fuerte resistencia debido a sus
riesgos. Los principales son la "pérdida de la
soberanía estatal" y, particularmente, el debilitamiento
de una concepción democrática robusta y
deliberativa. Además, la misma objeción
"contramayoritaria" relacionada con el rol de los jueces a nivel
interno se plantea, incluso reforzada, en relación con las
potestades de los diferentes organismos de monitoreo en materia
de derechos humanos.

Nuestro derecho "busca", con los diferentes intereses
que se encuentran siempre detrás de "lo jurídico",
acomodarse a esta "nueva" realidad. Lo determinante, frente a
ella, es logar derechos humanos para todos junto con una
democracia participativa y deliberativa que incluya a todos, una
sociedad que privilegie seriamente la libertad para todos y
persiga la igualdad real de oportunidades y de trato
para sus miembros, entre otros aspectos, y que se desechen los
privilegios de unos pocos, la corrupción, la
violación permanente de la ley, la desigualdad, la pobreza
y la indigencia, la discriminación de la mujer y tantos
otros males que hoy aquejan a nuestro país. Todo lo dicho
está regulado en nuestra Constitución y en los
tratados de derechos humanos, pero sigue sin cumplirse
igualmente. Por cierto, sabemos que el derecho es sólo un
"instrumento" en la lucha por el poder, al que se suma la
política, la economía, la información y
tantos otros elementos que influyen en la construcción de
una sociedad mejor (o peor, según los casos) y más
justa (o más injusta). Es deseable que utilizando los
mecanismos, los argumentos, las fuentes y las herramientas que
proporcionan tanto el derecho nacional como el derecho regional e
internacional de los derechos humanos, logremos esos objetivos.
En la disputa sobre cuál derecho u ordenamiento (con sus
diferentes argumentos) debe prevalecer o debe aplicarse, no
debemos y no podemos –si creemos en los derechos humanos en
serio- dejar de tener en cuenta esto.

 

 

Autor:

Pablo Turmero

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