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La magia de la palabra en Egipto



  1. El poder de la
    palabra
  2. La creación por el
    Verbo
  3. La magia del
    nombre
  4. Isis y Re
  5. Los guardianes del
    Occidente
  6. La Sala de
    Maat
  7. La palabra
    escrita
  8. Los libros y la
    eternidad
  9. Bibliografía

El hombre egipcio tenía una visión de la
realidad que impregnada por la magia difería claramente de
la que poseen los hombres modernos. En el Egipto de los faraones
las creencias de los individuos estaban dominadas por unos
componentes religiosos, rituales y mágicos, que
hacían que todo adquiriese un sentido transcendental que
en nuestros tiempos, dominados por un modo de vida subordinado al
pensamiento científico, hemos perdido.

El poder de la
palabra

Dentro de ese contexto, los egipcios pensaban que la
palabra poseía un intenso poder mágico, gracias al
cual los sacerdotes, buenos conocedores de la naturaleza de los
hombres y de los dioses, podían realizar peticiones y
súplicas a estos últimos que, realmente, no eran
tales peticiones sino órdenes que los dioses
habrían de ejecutar. El propio rey, cuando deseaba algo,
lo ordenaba a través de sus palabras; esas órdenes
eran obedecidas de inmediato por los hombres, de modo que la
palabra del faraón, dios en la tierra, iba creando la
realidad, día tras día.

"Yo soy la Gran Palabra", declarará el
faraón en los "Textos de las Pirámides", expresando
así que con su verbo el rey puede dar vida a todo lo que
desea. En un primer momento, será el corazón del
monarca el que concebirá una idea; posteriormente
ésta será transmitida como orden a través de
la palabra e inmediatamente los hombres se ocuparán de que
ese deseo se transforme en realidad.

Esa intensa fe de los egipcios en el poder mágico
de la palabra trasluce en las inscripciones que se han conservado
en la tumba familiar de Petosiris, que fue sumo sacerdote de Thot
en Hermópolis Magna en los tiempos de la segunda
dominación persa sobre Egipto. Este hombre, prototipo de
místico egipcio, nos dejó escrito que:
"Construí esta tumba en esta necrópolis, junto a
los grandes espíritus que aquí están, para
que se pronuncie el nombre de mi padre y el de mi hermano mayor.
Un hombre es revivido –nos dirá Petosiris- cuando su
nombre es pronunciado".

Petosiris pensaba que pronunciar el nombre de una
persona permitía, de algún modo, que ese hombre
fuese nuevamente creado. Cuando la muerte alcanzaba a una
persona, si su nombre, sus palabras, eran conservadas, se estaba
asegurando la supervivencia del fallecido. Por contra, si el
nombre era destruido, la persona sería aniquilada. En ese
caso ocurriría lo que los egipcios más
temían: el hombre cuyo nombre era olvidado dejaba de
existir, pero es que, además, era como si nunca hubiese
tenido vida. El olvido del nombre suponía la
aniquilación de la existencia del hombre. Así
habría ocurrido, según las creencias egipcias, con
Akhenatón, el faraón cuyo nombre fue borrado, tras
su muerte, en todos los lugares, en el deseo consciente de
producir la aniquilación y olvido del que había
sido un faraón hereje, odiado intensamente por los
sacerdotes de Amón y del resto de los dioses.

La
creación por el Verbo

Para los egipcios, y en general para los pueblos
semitas, el Creador habría utilizado el poder del Verbo,
es decir, la magia de la palabra, cuando decidió que el
mundo existiera. El Demiurgo Atum y su emanación Re, una
vez que concebían un elemento no precisaban sino
pronunciar su nombre para que este tomase vida. La magia de la
palabra permitía que instantáneamente la realidad
que expresaba quedase materializada.

En la estela de granito del faraón Sabaka, que
reinó hacia 710 a.C., que reproduce un manuscrito menfita
de origen muy antiguo, se afirma que "toda palabra divina viene a
la existencia según lo que el corazón ha pensado y
lo que la lengua ha ordenado. Así fueron creados los
orígenes de la energía vital, y determinadas las
cualidades del ser, gracias a esta Palabra… La orden concebida
por el corazón y exteriorizada por la lengua no cesa de
dar forma a la significación de toda cosa".

Entendemos que es muy significativo que la palabra "Re",
que designa al gran dios creador, fuese escrita en egipcio con
los signos jeroglíficos de una boca y debajo de ella un
brazo. La boca simbolizaría la idea de "palabra", en tanto
que el brazo estaría haciendo referencia a la idea de
"acción". En suma, "Re" vendría a expresar, a
través de su nombre, la capacidad de acción del
dios que para ello utiliza como medio la palabra.

La magia del
nombre

Dentro de las creencias mágicas sobre el nombre,
pensaban los egipcios que este venía a individualizar a
cada persona de una manera plenamente determinante. El destino de
cada hombre estaba unido entrañablemente a su nombre; ese
es el motivo de que en los ritos funerarios el nombre estuviera
considerado como un elemento especialmente valioso de la
personalidad, al que se le debía el mismo respeto que a la
propia momia o al ka del difunto.

De acuerdo con estas creencias, conocer el nombre de un
individuo equivalía a poseer un poder de tipo
mágico sobre esa persona. Ya vimos que se pensaba,
incluso, que si el nombre era borrado de las inscripciones ello
equivalía a la plena aniquilación y olvido del
hombre. Ya comentamos el proceso que tras su muerte fue seguido
contra Akhenatón. Algo similar había sucedido antes
cuando Tutmosis III ordenó borrar el nombre de su suegra,
Hatshepsut, de todos los monumentos. La reina había
usurpado el poder durante 15 años y el joven
príncipe no se lo perdonó.

En el corazón de las creencias egipcias sobre el
nombre reposaba la idea de que el nombre de una persona (o de un
dios) debía mantenerse secreto; no debía ser
conocido por nadie. Si el nombre era divulgado se producía
un acto impío y sacrílego que podía acarrear
nefastas consecuencias para su portador. Pensaban los egipcios
que cuando se pronunciaba el nombre de una persona se estaba
revelando, realmente, la esencia más íntima de su
ser. Otros individuos que conocieran el nombre podían
causar daños a la persona gracias a la utilización
de poderes mágicos no deseados. Por ese motivo el
verdadero nombre debía mantenerse oculto a los
profanos.

Cuando nacía un niño se le imponían
tres nombres; los dos primeros se mantenían en el
más riguroso secreto, de modo que solamente el tercero era
conocido por todos. Este tercer nombre, el menos importante,
venía a corresponder con el cuerpo físico de la
persona. La finalidad última de este secretismo buscaba
evitar, según decíamos, que posibles actos de magia
negativa produjeran encantamientos perniciosos sobre la persona.
En la medida en que los nombres más importantes, es decir,
los que configuraban la personalidad del individuo, se
mantenían en secreto no resultaba posible que terceras
personas pudieran utilizar poderes mágicos contra
ellos.

En uno de los himnos de Ramsés II encontramos
referencias muy precisas acerca del nombre secreto del Creador y
de la necesidad de que no sea conocido por nadie: "Él
(Amón) es demasiado grande para que se le pregunte,
demasiado poderoso para que se le conozca. La muerte se
abatirá sobre quien pronuncie su nombre misterioso,
inconocible".

Isis y
Re

El mito de Isis y Re nos ofrece sabrosas noticias que
nos hablan de los deseos de Isis, la gran diosa egipcia de la
magia, de conocer el nombre secreto de Re, el dios de la Luz.
Dice la leyenda que con la saliva de Re, amasada con tierra, la
diosa habría modelado una serpiente a la que con sus
poderes mágicos le fue fácil insuflar la
vida.

El reptil, oculto en el camino por el que Re
había de pasar, llegó a morder al dios con sus
colmillos afilados, de modo que este, sintiendo los nocivos
efectos que el veneno iba causando en su cuerpo se sintió
amenazado por el daño que le estaba produciendo un animal
que él no había creado y acerca del cual, por
tanto, carecía de poder. Re, el gran dios, no
conocía el modo en que podría contrarrestar los
efectos del veneno, por lo que sintiéndose gravemente
enfermo tuvo que recurrir a solicitar la ayuda de los otros
dioses, entre ellos la propia Isis, culpable de todo lo que
estaba sucediendo.

Con gran diligencia Isis se ofreció para curar a
Re, pero le hizo saber que para ello tendría que utilizar
un potente conjuro mágico al que iba a resultar
imprescindible incorporar el nombre secreto del dios, el nombre
que ningún hombre ni dios conocía. Vemos que en el
trasfondo del mito subyace la idea de que la finalidad
última de todo el embrollo era que Isis quería
conocer el nombre secreto de Re, para de ese modo poder tener
acceso, gracias a la magia, a los poderes del gran dios
solar.

Sigue narrando el mito que Re, finalmente, obligado por
los intensos dolores, se vio forzado a acceder a ello y fue
así como Isis llegó a conocer ese nombre que
ningún otro ser conocía, adquiriendo con ello
inmensos poderes y conocimientos que solamente algunos pocos
hombres (los iniciados en sus Misterios) podrían
algún día llegar a conocer.

Reproducimos, seguidamente, los argumentos que Re aporta
en el mito para negarse a pronunciar su nombre oculto, temeroso
de que la propia Isis u otros lo lleguen a utilizar de manera
negativa contra él: "Tengo muchos nombres y muchas formas
–dirá Re-. Mi forma se halla en cada dios. Atum y
Horus el Joven están nombrados en mí; (en cuanto a
mi nombre secreto), me lo dieron mi padre y mi madre; se halla
escondido en mi cuerpo desde que nací, para que la fuerza
de mi encanto mágico no pase a un encantador contra
mi".

Los guardianes
del Occidente

En las fórmulas y conjuros del "Libro de los
Muertos" y de tantos otros textos funerarios que se han
conservado se acredita la creencia de que conocer el nombre
oculto de las cosas significa tener abierta una vía que
permite vencer todos los obstáculos que se han de oponer
al espíritu del difunto en su camino hacia el Más
Allá, es decir, en el proceso de "Glorificación"
del alma en su elevación hacía el Occidente, en
donde reina Osiris.

La pretensión, entre otras, de esos textos
funerarios era que el fallecido llegara a conocer los nombres de
diversos guardianes que armados fuertemente estaban vigilando los
accesos y puertas que a cada paso habrían de impedir el
proceso de ascensión del difunto. Si el espíritu
llegaba a conocer sus nombres esas potencias quedaban desarmadas
e inofensivas, no resultando ya posible que pudieran impedir el
tránsito del fallecido.

De acuerdo con esas creencias, en cada una de las
puertas del Más Allá el espíritu
debía acreditar que conocía tanto el nombre de la
puerta como el de cada uno de los guardianes que la
protegían. El capítulo 141 del "Libro de los
Muertos", por ejemplo, permitía conocer los nombres de los
dioses del Cielo del Sur y del Cielo del Norte, así como
de los dioses que habitan en los infiernos y de los dioses que
comandan en la Duat, en tanto que en el capítulo 144 se
nos dan a conocer los nombres de los guardianes de las siete
puertas o pasajes a través de las cuales se accedía
al reino de Osiris.

En cada una de las puertas había tres
espíritus que provistos de cuchillos las guardaban: un
encargado, un guardián y un anunciador: "¡Salve, oh
siete puertas! ¡Salve, los que vigiláis las puertas
para Osiris! –exclamará el difunto- ¡Salve,
los que veláis por las puertas y a vosotros que
informáis cada día a Osiris de los asuntos del
Doble País, el Osiris N (nombre del difunto) os conoce y
conoce vuestros nombres!".

Y, siempre a modo de ejemplo, ante la séptima
puerta, habría de decir: "Su Cuchillo es el nombre del
encargado de la séptima puerta. El De Voz Fuerte es el
nombre de su guardián. El Que Rechaza A Los Malvados es el
nombre del anunciador que allí se encuentra".

La Sala de
Maat

En el capítulo 125 del "Libro de los Muertos" se
expone el conjuro que debía utilizar el espíritu
para poder acceder a la Sala de la Justicia y prestar
adoración a Osiris, presidente del Tribunal de los
Muertos. El difunto tenía que hacer una doble
declaración de inocencia, la denominada "Confesión
Negativa" ante Osiris y los otros 42 dioses que integraban el
Tribunal.

Llama la atención que, a modo de ejemplo, incluso
los propios elementos arquitectónicos de la Sala se
negaban a facilitar el acceso al espíritu del fallecido,
salvo que este acreditase que conocía su nombre.
Así: "No te dejaré entrar a través
mío", dirá el frontón de la puerta, "si no
dices mi nombre". "Pesa de exactitud", habrá de responder
el difunto, "es tu nombre".

O también: "No te dejaremos entrar a
través nuestro", dirán las maderas del ensamblaje
de la puerta, "si no dices nuestro nombre". Y ahora el
espíritu deberá responder: "Jóvenes uraeus
es vuestro nombre".

"Puesto que nos conoces, ¡pasa, pues, a
través nuestra!", dirán finalmente todos esos
elementos arquitectónicos de la Sala.

La palabra
escrita

Antes hemos mencionado que Re, el dios solar,
emanación de Atum, el gran dios primigenio, habría
propagado la creación del mundo utilizando para ello la
magia de la palabra. Posteriormente, en un segundo momento,
habría de ser ayudado en esa labor creadora por la intensa
fuerza que es propia de la palabra escrita, es decir, de los
signos jeroglíficos (que los egipcios consideraban como la
lengua sagrada propia de los dioses). En esa labor creadora Re
contaría con la ayuda de Thot, dios de la palabra, el
conocimiento y la escritura.

Para los egipcios los signos jeroglíficos, en
suma, la escritura, tenían un origen divino y Thot era el
gran patrono de esos signos. En las creencias egipcias la
escritura tenía un intenso poder y una profunda fuerza
mágica. Ese intenso poder de los signos podía ser
positivo, y en ese caso la palabra era creativa y propiciatoria,
o negativo, distinguiéndose entonces por su poder
dañino y destructor.

Ya vimos que la palabra, en si misma, tenía una
intensa fuerza. Ese poder se potenciaba de manera extraordinaria
cuando la palabra se ponía por escrito utilizando para
ello unos símbolos mágicos cuyo origen reposaba en
las propias divinidades. Los textos e inscripciones que se
esculpían en las paredes de tumbas y templos tenían
una intensa fuerza. Los mismos no eran realizados por cualquiera
sino que se trataba de un trabajo que estaba rodeado de multitud
de ritos cuyo origen reposaba en la relación entre los
hombres y los dioses. En las Casas de la Vida los sacerdotes
iniciaban a los neófitos en el arte de la escritura,
enseñándoles que a través de los signos
jeroglíficos el hombre podía entrar en contacto con
la divinidad.

Todos esos conocimientos sagrados sobre la magia de la
escritura no se debían divulgar nunca a personas ajenas a
los procesos iniciáticos que se desarrollaban en los
santuarios egipcios. Una estela del Museo de El Louvre nos ha
transmitido interesantes noticias acerca de un individuo que
afirma que conoce todos los secretos de la escritura y de la
representación de los hombres y de las cosas. Hemos de
destacar, en este punto, que en las creencias egipcias
existía una profunda relación entre el hombre o
cualquier objeto y su representación figurativa. Hacerla
implicaba crear una comunicación invisible pero real entre
ambas. En Egipto el artista era, realmente, un mago, un iniciado.
Tanto la escritura como el arte funerario exigían una
inmensa habilidad técnica y profundos conocimientos
adquiridos en el secretismo de los procesos de iniciación.
La escritura y el arte tenían, de un lado, un profundo
componente mágico, pero de otro exigían
también especiales habilidades de tipo técnico en
su ejecución.

Veamos lo que dice la estela de El Louvre que antes hemos
citado:

"Yo conozco el secreto de los jeroglíficos

y sé como hay que hacer ofrendas
rituales.

Yo he aprendido toda la magia y nada me es oculto.

Yo soy, en efecto, un artista excelente en su arte,

eminente por todo lo que sabe.

Por mí son conocidas las proporciones de las
mezclas

y conozco los pesos calculados,

sé cómo ha de aparecer hundido y
cómo resaltarlo,

de acuerdo con el caso, si uno entra o sale,

sé colocar el cuerpo, en su lugar
exacto.

Conozco el movimiento de todas las figuras,

el andar de las hembras,

la postura de aquel que está de pie,

cómo se acurruca un prisionero triste,

la mirada de unos ojos a otros ojos,

el terror de la faz de aquel que es
capturado,

el equilibrio del brazo del que hiere al
hipopótamo,

la marcha del que corre.

Se hacer esmaltes y objetos en oro fundido,

sin que el fuego los queme

y sin que sus colores sean eliminados por el
agua.

Todo esto no ha sido aún revelado a nadie,

más que a mí, y a mi hijo
primogénito,

ya que el dios me ordenó revelarle estas
cosas".

Los libros y la
eternidad

Los egipcios pensaban que los textos religiosos y
mágicos más importantes no habían sido
escritos por los hombres, sino por los propios dioses, sobre todo
por Thot, la divinidad del Conocimiento. Escribiendo esos textos
los dioses habrían legado a los hombres conocimientos
profundos a los que estos solamente podrían acceder a
través de procesos de iniciación. Ese es el motivo
de que el Papiro Salt (825, 5-6) afirme que los libros son el
poder de Re (el dios sol) en medio del cual vive Osiris. Cuando
el hombre es iniciado y llega a comprender plenamente la magia
que impregna a la palabra escrita deseará no solamente
leer sino incluso comer esas palabras santas. Tenemos noticias
que sugieren que los grandes sacerdotes colocaban trozos de texto
en un cuenco e ingerían luego las palabras sagradas. Con
esa acción, de algún modo, estaban accediendo
físicamente al Verbo divino. Se sabe también que
ese rito simbólico habría de ser practicado muchos
siglos más tarde en las logias medievales de constructores
de catedrales.

No cabe duda de que los egipcios creían que los
jeroglíficos eran unos signos sagrados que
contenían inmensos poderes. Cuando el sacerdote
leía en voz alta los conjuros mágicos contenidos en
un texto escrito estos adquirían plena eficacia y
nacía realmente la realidad deseada.

Ya comentamos antes que los antiguos egipcios pensaban
que el recuerdo del nombre de una persona aseguraba, de
algún modo, la inmortalidad de ese hombre. Si la persona
había tenido una vida virtuosa, tras su muerte, le
esperaba un proceso de glorificación que habría de
culminar con la divinización del fallecido, que
sería asimilado a Osiris. Ese ansia de eternidad, tan
propio de Egipto, se facilitaba si el recuerdo de la persona
quedaba unido para siempre a una obra escrita, es decir, a un
libro. A lo largo del tiempo, gracias al inmenso poder de la
palabra escrita, cada vez que alguien lea el libro su autor
vivirá.

El hombre virtuoso, gracias a su obra escrita,
será recordando en momentos futuros en que, posiblemente,
su tumba ya ni siquiera existirá y su propio culto
funerario habrá caído en el olvido. El hombre que
escriba un buen libro habrá de ser recordado siempre y
adquirirá la inmortalidad. François Daumas
transmite un poema, posiblemente confeccionado por uno de los
alumnos de una Casa de la Vida, en el que se encuentra "un
vibrante recordatorio de la inmortalidad que procura una gran
obra". El autor del pasaje insiste a lo largo del texto en que
los escritos de un hombre sabio permiten que este sea recordado
durante toda la eternidad. Veamos algunos fragmentos del
poema:

"Estos escritores sabios del tiempo de los sucesores de los
dioses,

aquéllos que anunciaban el porvenir,

resulta que su nombre dura para la eternidad,

aunque se hayan ido, habiendo cumplido su
vida,

y que se haya olvidado a toda su parentela…

Se han construido puertas y moradas para ellos,

pero se han desmoronado.

Sus sacerdotes de ka han desaparecido,

sus losas sepulcrales están cubiertas de
polvo,

y sus tumbas están olvidadas.

Pero su nombre es pronunciado

en virtud de los libros que han escrito,

tan perfectos siguen siendo.

Y el recuerdo de quien los ha hecho alcanza los
límites de la eternidad".

Desgraciadamente, en nuestra cultura occidental
todavía no ha llegado el momento de que el hombre sea
capaz de leer, y disfrutar, esos antiguos textos egipcios cuyos
autores "han pasado, se han olvidado sus nombres", pero que por
sus escritos eran recordados por el autor del himno antes citado.
En palabras de François Daumas "cuando hayamos traducido
todas las obras que nos han llegado del antiguo Egipto intentando
respetar en nuestras lenguas el gusto que manifestaban los
egipcios por el estilo bello, es seguro que el público
moderno las apreciará en gran manera… Las arenas del
Nilo están muy lejos de habernos dicho su última
palabra, y la labor paciente de los sabios, que reconstituyen los
miembros descoyuntados de tantas obras de valor, nos
procurará todavía hermosas cosechas".

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Autor:

Ildefonso Robledo Casanova

 

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