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El bastardo de Marx Las hijas y el hijo ilegítimo de Karl Marx – Una novela documental (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Así que al final tuvieron que contárselo a
mi madre, que sentiría como si recibiese una
puñalada en lo más profundo de su corazón.
Su amado marido y su querida amiga y confidente -más que
criada- habían aprovechado su ausencia para tener
relaciones sexuales. Por supuesto, Möhme guardó
silencio por el buen nombre de la familia y por el bien de la
causa comunista, pero el suceso debió dejar huella en su
naturaleza enfermiza y su carácter histérico.
Supongo que tampoco quiso divorciarse por esos mismos
motivos.

————————–

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Helene Demuth

Al separarle de su madre, Freddy evitó tener que
vivir en penosas condiciones durante su infancia, pero el pobre
no recibió educación, y aunque ahora lee todo lo
que puede, ya es muy tarde para que la cabeza de un hombre maduro
pueda convertirle en un intelectual.

En cuanto a su relación con la familia, creo que
mi padre sólo le habló en una ocasión, sobre
un asunto trivial. Y Engels no quiso coincidir nunca con
él, hasta el extremo de que, después de morir mi
padre y marcharse Lenchen a vivir con el General, Freddy
sólo visitaba a su madre cuando él no estaba en la
casa, entrando por la puerta de servicio, no por la puerta
principal, y permaneciendo exclusivamente en la cocina o en el
sótano, sin acceder al resto de la casa. A pesar de todo,
Helene le quiso mucho y le dejó en herencia todo lo que
tenía en el momento de su muerte. Por cierto, Lenchen, a
pesar de la intimidad que había entre nosotras, nunca me
dijo si alguna vez habló con su hijo sobre quién
fue su verdadero padre. Creo que no, ya que, en caso de haberlo
hecho, le habría sido imposible
ocultármelo.

El peor momento para Freddy vino cuando su mujer se
marchó de casa, le abandonó por un militar y se fue
con todo el dinero ¡Con todo lo bueno que es, ha tenido la
mala suerte de recibir mucho mal a lo largo de su
vida!

De Eleanor Marx

A Laura Marx

26 de julio de 1892

Es estupendo que hayas enviado 50 francos a Freddy
(¡sé que difícilmente puedes
permitírtelo!), aunque, cuando él me pidió
que tu marido no presionara a Longuet, no estaba queriendo dar a
entender que tú le enviaras algo. Los hechos son
éstos: la mujer de Freddy se marchó hace
algún tiempo, llevándose no sólo la mayor
parte de sus pertenencias y su dinero, sino, lo que es peor, 24
libras que guardaba a sus compañeros de trabajo. Este
dinero pertenece a un fondo de compensación para ellos, y
el sábado tiene que dar explicaciones sobre ese dinero.
Ahora entenderás su mala situación. Freddy
escribió a Longuet una y otra vez. Pero él ni
siquiera contesta las cartas, por lo que me rogó que
intentar convencer a Paul de que él explicara la
situación a los administradores de algún modo. Por
supuesto, yo no he contado todo esto a Longuet, ya que Freddy no
quiere que lo sepa todo el mundo, especialmente Engels. Creo que
nosotros podremos hacernos cargo del desembolso porque Edward
espera obtener algo por una pequeña opereta que ha
escrito, y eso, junto con lo que Freddy ya tiene, será
suficiente.

Y luego vino el asunto de la herencia del General, que
no le dejó ni un mísero penny. Menos mal
que, con parte del dinero que recibimos Laura, el marido de Jenny
y yo, le hemos ido ayudando. Si no hubiera sido por eso, no
sé qué habría sido de él en los malos
tiempos. ¡Pobre Freddy! El único consuelo que tiene
es su hijo. Estoy segura de que sus buenos modales, su buen
vestir, el maletín que siempre lleva al trabajo -en lugar
del típico bolso de obrero- y el hecho de que use sombrero
en lugar de gorra, es decir, esa manera de distinguirse del resto
de los obreros, se debe a que necesita reafirmar su personalidad
de algún modo.

Es una suerte que no sepa quién fue su verdadero
padre. Sospecho que siempre ha creído que fue hijo natural
del General, fruto de un desliz que tuvo con la fiel Lenchen, y
que nunca ha sospechado nada sobre su relación con el
Moro. Por supuesto, yo he hecho cuanto he podido para que nunca
se enterase. Las personas intelectuales amamos la verdad y por
ella hacemos cualquier cosa, incluso sacrificamos nuestra
felicidad; pero las más simples no pueden soportarla en la
mayoría de los casos. Para ellas es más importante
ser felices, aunque sea la felicidad de la ignorancia. Freddy es
mi hermano y una de las personas a las que más he querido,
además del Moro, Möhme, Lenchen, mis hermanas y el
General, pero es una persona sencilla, no un intelectual, y como
tal hay que tratarle. Hay que protegerle de la verdad para que
sea feliz, ya que no podría soportarla.

A las hijas siempre se nos escondió que
teníamos un medio hermano, fruto de una relación
ilegítima entre el Moro y Lenchen. La pobre Jenny
murió sin saberlo. Creo que Laura fue atando cabos poco a
poco y al final se enteró de todo. En cuanto a mí,
fue un duro golpe. Mi padre era casi un dios para mí. Era
la persona a la que yo adoraba, incluso después de muerto.
Cumplí su voluntad mientras estuvo con vida: rompí
mi relación con mon chéri monsieur
Lissagaray y nunca le hablé sobre los inicios de mi
relación con Edward. Pero alguna vez tenía que
llegar el fatídico momento de conocer la verdad. Y
sucedió en 1895, con motivo de la enfermedad del General y
sus últimos días de vida. En su lecho de muerte,
delante de Samuel Moore, Ludwig Freyberger y su mujer, Louise,
sintiéndose morir, y para evitar que le acusaran,
después de muerto, de no haber tratado bien a Freddy y de
no haber accedido a poner su nombre en su inscripción de
nacimiento, confesó la verdad, dijo que Freddy era en
realidad hijo del Moro y añadió que el secreto
sólo debería revelarse si su buena
reputación estuviera en peligro. Moore acudió
inmediatamente a decírmelo. En ese momento yo vivía
en Orpington, y hasta allí viajó para comunicarme
la noticia. Por supuesto, no le creí. ¿Cómo
iba a ser posible lo que me contaba? Tuve que visitar al General
para que él mismo me lo confirmara. El pobre ni siquiera
podía hablar y tuvo que escribirlo en una pequeña
pizarra: Marx era el padre de Freddy. Yo también
até cabos en cuestión de segundos y todo
parecía encajar. El mundo se me vino encima: la intocable
figura de mi padre caía hecha añicos. Rompí
a llorar y pasé varios días como si me encontrara
en una nube.

De: Louise Freyberger

A: August Bebel

4 de septiembre de 1898

Que Freddy Demuth es hijo de Marx lo sé por el
mismo General. El General se mostró muy sorprendido de que
Tussy se aferrara con tanta tenacidad a su creencia, y ya
entonces me concedió el derecho de que en caso de
necesidad contestara a las habladurías sobre que él
no trató bien a su hijo. Recordarás que ya te
comuniqué esto mucho antes de la muerte del
General.

Que Frederick Demuth es hijo de Karl Marx y Helene
Demuth lo confirmó pocos días antes de su muerte el
General a míster Moore, quien después fue a ver a
Tussy en Orpington para comunicárselo. Tussy afirmó
que el General mentía, y que hasta entonces él
mismo siempre había dicho que él era el padre.
Moore regresó de Orpington, volvió a preguntar
insistentemente al General, pero el anciano mantuvo su
afirmación de que Freddy era hijo de Marx, y
comentó a Moore: "Tussy quiere convertir a su padre en un
ídolo".

El domingo, es decir, la víspera de su muerte, el
General se lo comunicó personalmente a Tussy
escribiéndolo en la pizarrita, y Tussy salió tan
afectada que olvidó todo su odio contra mí y se
arrojó en mis brazos para llorar amargamente.

El General nos autorizó (a míster Moore, a
Ludwig y a mí) a hacer uso de dicha confesión
sólo en caso de que se le acusara de mezquindad para con
Freddy; dijo que no quería ver mancillado su nombre, y
menos aún cuando ya no serviría de nada a
nadie.

Su intervención en favor de Marx había
preservado a este último de un grave conflicto
doméstico. Aparte de nosotros, míster Moore y las
hijas de Marx -creo que Laura se imaginaba la historia, aunque no
la supiera directamente-, y también Lessner y Pfander
sabían de la existencia del hijo de Marx. Después
de la publicación de las cartas de Freddy, Lessner
todavía me dijo: "Freddy debe ser probablemente hermano de
Tussy, siempre lo hemos sabido, pero nunca pudimos enterarnos
dónde se había criado el chico".

En la apariencia física, Freddy se parece a Marx,
y realmente había que estar muy ciego para querer
sospechar en ese rostro claramente judío, con su espeso
cabello negro azabache, cualquier parecido con el General. He
visto la carta que Marx escribió por aquel entonces al
General a Manchester, pues entonces éste todavía no
vivía en Londres, pero creo que el General debe haberla
hecho desaparecer, al igual que tantas otras.

Eso es todo cuanto sé acerca de la historia;
Freddy no se enteró jamás -ni por su madre ni por
el General- de quién era su padre. Yo ya conocí a
Freddy durante mi primera estancia en Londres; la vieja Nimm me
lo presentó. Freddy iba a visitarla regularmente cada
semana, pero sorprendentemente no entraba nunca por la puerta de
las visitas, sino por la cocina. Sólo cuando yo
comencé a visitar al General y él prosiguió
con sus visitas, logré que se le concedieran todos los
derechos de una visita.

Acabo de leer una vez más tus líneas en
relación con esta cuestión. Marx siempre
tenía en mente la posibilidad de divorciarse de su esposa,
que era terriblemente celosa. Pero Marx no amaba al chico y el
escándalo habría sido demasiado grande. No se
atrevía a hacer algo por el muchacho, que se crio en casa
de unos señores llamados Lewis y utilizó el
apellido de su familia adoptiva, y no lo hizo con el apellido
Demuth hasta después de la muerte de Nimm. Tussy
sabía muy bien que la señora Marx había
abandonado una vez a su marido y se había ido a Alemania,
y que durante mucho tiempo Marx y su esposa no durmieron juntos,
pero eran cosas cuya verdadera razón no le gustaba
indicar. Idolatraba a su padre e ideaba las mayores
leyendas.

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Jenny Marx von Westphalen

Al pobre Freddy le separaron muy pronto de su madre y
vivió con los Lewis, aunque, por lo que me han contado,
seguramente comió mejor en esa casa que si hubiera estado
en la de mis padres y mis hermanas -yo no había nacido
aún-, donde entonces reinaba la pobreza. Por mi parte,
tuve la suerte de que, poco después de nacer, mi madre
recibió la herencia de su madre y de su tío, con lo
que la familia pudo dejar el Soho y mudarse a Grafton Terrace;
luego vino el generoso donativo del tío Leon;
después la herencia de mi abuela y la del bueno de
Lupus[11]y por fin la pensión anual que nos
pasó el General desde que se convirtió en socio de
la empresa de su padre y ya pudo permitirse hacer ese desembolso
para sostener a los Marx, por el bien de la causa. Mi padre era
un genio; de eso no hay duda, pero nunca supo ganarse la vida ni
mantener a la familia, y el poco dinero que entraba durante los
años malos se le iba en los gastos más absurdos, en
lugar de invertirlo bien. Estoy segura de que, si no hubiera sido
por los continuos golpes de suerte en forma de herencias y
donativos, y por todo lo que el General ayudó a la familia
a lo largo de tantos años, todos habríamos muerto
de hambre. ¡Pobre Moro! Escribió sobre los
entresijos del capital, pero nunca fue capaz de ganar dinero, y
menos de ahorrarlo o invertirlo cuando le llegaba caído
del cielo.

2

Karl Marx, mi padre nació el 5 de mayo de 1818 en
Tréveris, pequeña ciudad renana perteneciente al
reino de Prusia. Sus padres, Heinrich y Henriette, eran de
ascendencia judía, pero, aunque ella seguía
declarándose religiosa y procuraba respetar la
tradición, él, que era abogado, había
abjurado de sus orígenes y abrazado la religión
evangélica para poder ejercer su oficio. Por encima de
creencias y del respeto a las formas, se declaraba liberal y
había leído a los ilustrados. Ciertamente, el joven
Moro creció en un ambiente liberal, no sólo por la
influencia de su padre, sino por la de su paisano, el
barón Ludwig von Westphalen, que le quería y le
apreciaba como si fuera su hijo. En 1835 comenzó sus
estudios en la Universidad de Bonn y al año siguiente se
trasladó a la de Berlín. Ya por entonces se
había prometido en secreto con mi madre, que era cuatro
años mayor que él. El fuerte carácter de mi
padre debió impresionar profundamente a Möhme, hasta
el extremo de rechazar pretendientes con buena presencia y
excelente posición social y dar su amor a mi padre, cuando
ella tenía veintiún años, él
sólo diecisiete y un futuro incierto por
delante.

Mi madre, originalmente Jenny von Westphalen,
nació el 12 de febrero de 1814 en Saizwedel, si bien dos
años después la familia se mudó a
Tréveris, donde su padre y el de Karl entablaron una buena
amistad, además de unirles su afinidad política. Mi
madre era amiga de las hermanas mayores del Moro, mientras que
éste era amigo del hermano menor de ella, Edgar. El
barón von Westphalen tenía en más alta
estima a mi padre que a sus propios hijos, por lo que, cuando se
enteró de que Jenny y Karl se habían prometido en
secreto, no se opuso, a pesar de las diferencias sociales y de
origen.

Mi padre se doctoró en la Universidad de Jena y
enseguida intentó encontrar trabajo como profesor, pero ya
había dejado bien clara su tendencia radical y su amistad
con Bruno Bauer, uno de los jóvenes hegelianos de
izquierda más destacados, a quien expulsaron de su
cátedra en 1842. Cuando fue evidente que no podría
dedicarse a la docencia, tomó el otro camino posible, el
de vivir de escribir, igualmente difícil por la
férrea censura que existía en el militarista estado
prusiano de aquella época. Mientras tanto, mi madre
esperaba en Tréveris a que el joven doctor tuviera con
qué ganarse la vida.

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Jenny Marx von Westphalen

Antes de casarse, mi padre trabajó como redactor
jefe en la Gaceta Renana, un periódico liberal
donde parecía tener un prometedor futuro, pero las
autoridades prusianas pronto le pusieron en su punto de mira.
Duró apenas unos meses, desde octubre de 1842 hasta abril
de 1843. El motivo: la censura no toleraba el radicalismo de Marx
y del periódico, y en marzo ordenó el cierre debido
a un artículo marcadamente anti-ruso que acababa de
publicar. La pareja comenzó mal su andadura, pero en aquel
momento mi padre gozaba de gran prestigio entre la
burguesía progresista de la época y el editor
Arnold Ruge le propuso publicar los Anales
Franco-Alemanes
en París, con un sueldo excelente.
Mis padres, ya casados, se trasladaron a París en octubre
de 1843, donde nació mi hermana Jenny en 1844 y donde se
codearon con la flor y nata de la intelectualidad de la
época, incluyendo el poeta alemán Heinrich Heine,
que se había establecido en aquella ciudad. Fue
también durante la época de París cuando
comenzó la fraternal relación entre mi padre y
Engels. Sin embargo, la colaboración entre Ruge y el Moro
no podía durar mucho porque éste ya era
prácticamente comunista, y en cambio Ruge era lo que
podemos llamar un demócrata liberal. Dejó a cargo
del Moro la edición del primer número, y al leerlo
se sintió profundamente insatisfecho por la tendencia
revolucionaria y porque casi todas las aportaciones habían
sido alemanas. Además, el gobierno prusiano, de nuevo con
mi padre en su punto de mira, consideró muy peligrosa la
publicación, la prohibió y amenazó con
detener a sus responsables si entraban en su territorio. Ruge se
desentendió de la revista, pero mi padre tuvo suerte
porque consiguió encontrar a un mecenas que le
compró parte de la edición y que organizó
una colecta para mantenerle en París. El Moro
también escribía en aquella época para el
periódico Adelante, y de nuevo sus ataques al
gobierno prusiano le pasaron factura. En este caso, solicitaron
que fuera expulsado de Francia, lo cual cumplió el
gobierno. En enero de 1845 mis padres se trasladaron a Bruselas,
ante la imposibilidad de volver a Alemania. Una vez allí,
el Moro tuvo que prometer que no publicaría ningún
artículo político. No ejerció ningún
empleo y se dedicó a escribir artículos y libros
con Engels, quien ya había colaborado en los
Anales.

En Bruselas nacieron mis hermanos Laura y Edgar. Mis
padres lograron mantenerse económicamente gracias al
dinero de algunos amigos, a varias colectas y a lo que buenamente
ya entonces les daba Engels. Pero no vivían de forma
modesta, sino prácticamente como aristócratas,
así que el dinero se les iba de las manos. La verdad es
que nunca supieron administrarse, nunca entendieron el valor del
dinero y, siempre que podían, vivían por todo lo
alto.

Toda la familia Marx carecía de talento para
gastar el dinero de forma moderada y práctica. Jenny
relataba que su madre, poco después de haberse casado,
recibió una pequeña herencia. El joven matrimonio
hizo que le entregaran en efectivo todo el dinero que a ellos les
tocaba, lo colocaron en una caja con dos asas que pusieron dentro
de la berlina y que acarreaban entre los dos cada vez que se
apeaban. Así, a lo largo de toda la luna de miel llevaban
la caja a los hoteles en los que se hospedaban. Cuando
recibían alguna visita de amigos y correli-gionarios
necesitados, colocaban la caja abierta sobre la mesa de su
cuarto, para que cada uno tomara lo que necesitara. Como es
fácil imaginar, muy pronto quedó
vacía.

Franziska Kugelmann

En Bruselas, mi padre fue miembro de la Liga de los
Justos, después llamada Liga de los Comunistas, y pronto
se implicó en actividades revolucionarias que fueron
conocidas por el gobierno belga. Con ello llegaron nuevos
problemas.

De Breve bosquejo de una vida memorable (de
Jenny Marx)

La policía, los militares y la guardia civil
fueron puestos en estado de alerta. Entonces los trabajadores
alemanes decidieron que ya era hora de armarse a su vez. Se
procuraron dagas, revólveres, etc. Karl aportó
dinero gustosamente, pues acababa de recibir una herencia. El
gobierno vio pruebas de conspiración e intriga: Marx
obtiene dinero y compra armas, y por lo tanto ha de ser
expulsado. Ya avanzada la noche, dos hombres irrumpieron en
nuestra casa. Preguntaron por Karl, y cuando éste
apareció declararon que eran sargentos de la
policía y que tenían una orden de arresto para
llevárselo a un interrogatorio. Así que todos se
fueron en plena noche. Yo salí tras él con una
terrible aprensión, e intenté ponerme en contacto
con gente influyente para enterarme de lo ocurrido. Fui de casa
en casa en la oscuridad de la noche. De pronto me detuvo un
guardia, que me llevó a una oscura prisión. Era el
lugar donde se conducía a mendigos que carecían de
cobijo, vagabundos sin hogar y desgraciadas mujeres de la vida.
Me metieron en una oscura celda. Sollocé al entrar en la
celda (…)

Vi a Karl caminando con una escolta militar. Una hora
después me llevaron ante el magistrado encargado de los
interrogatorios. Tras dos horas de interrogatorio, en el que
desde luego no obtuvieron de mí mucha información,
me condujeron a un carruaje, y hacia el atardecer pude volver al
lado de mis tres hijos. El asunto causó gran
sensación. Todos los periódicos lo publicaron.
También soltaron pronto a Karl, con órdenes de
abandonar Bruselas inmediatamente. Él ya había
decidido volver a París, después de apelar al
gobierno provisional de Francia para una revocación de la
orden de expulsión emitida contra él por el
Gobierno de Luis Felipe (…) Ahora París nos
abría sus puertas, y ¿dónde podíamos
sentirnos más a nuestras anchas que bajo el sol naciente
de la nueva revolución?

En febrero de 1848 estalló la revolución
en París, se anuló la orden de expulsión y
allí regresó mi padre, decidido a tomar parte en
los acontecimientos. Es el año del Manifiesto del
Partido Comunista
, que redacta con Engels. La
revolución se extiende por Europa. El Moro viaja a
Colonia, donde publica la Nueva Gaceta Renana, de la que
consigue editar sólo un número. Vuelve a
París, pero ya Luis Bonaparte preside la república
y no quiere saber nada de revolucionarios. En julio de 1849 se le
ordena abandonar París. Antes de trasladarse a una
región apartada, que es la alternativa que le ofrecen las
autoridades francesas, prefiere exiliarse en Londres, donde
viviría prácticamente en la miseria. La familia
subsistió en todo momento gracias a las ayudas y las
herencias, ya que no existía ningún ingreso fijo.
En cierta ocasión, mi padre intentó trabajar para
las oficinas del ferrocarril, pero no le admitieron porque su
caligrafía era ilegible.

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Edgard Marx

Sólo entraba dinero en casa cuando
conseguía que alguien le prestara algo, que era a fondo
perdido, por supuesto. Mi familia debía dinero a todo el
mundo, incluidos el panadero y el carnicero. Me han contado que
el pobrecito Edgard, el favorito de mi padre, que murió
con ocho años, había aprendido la lección, y
siempre que abría la puerta decía "el señor
Marx no está en casa". Falleció en abril de 1855,
poco después de nacer yo, en enero de ese mismo
año. Además de él, otros dos hermanos
míos murieron en medio de la pobreza del Soho: Guido y
Franziska.

Informe de un espía de la policía
prusiana:

(…) Marx es de estatura mediana y tiene treinta y
cuatro años. Aunque se encuentra en la flor de la vida, ya
está encaneciendo (…)

Lavarse, asearse y mudarse de ropa son cosas que hace
muy de tarde en tarde. Se emborracha con frecuencia
(…)

Vive en uno de los barrios peores, y por tanto
más baratos de Londres. Ocupa dos habitaciones. La que da
a la calle es el salón; el dormitorio se encuentra
detrás. En todo el apartamento no hay ni un solo mueble
limpio y sólido. Todo está roto, destrozado,
desgarrado; todo con media pulgada de polvo encima y en el mayor
desorden (…)

Todo está sucio y cubierto de polvo, de tal forma
que el acto de sentarse se convierte en una empresa absolutamente
peligrosa. Aquí hay una silla con sólo tres patas;
en otra silla los niños juegan a cocinar, y da la
casualidad de que esa silla tiene las cuatro patas. Es la que
ofrecen al visitante, sin quitar el guiso que hacían los
niños; si uno se sienta, pone en peligro sus
pantalones.

Ese mal ambiente por fuerza tuvo que agriar el
carácter del Moro y quebrantar su salud. Los que le
quisimos fuimos testigos de su noble carácter…
hacia nosotros. Los que no vivieron a su lado tienen una
opinión completamente distinta. En realidad, según
parece, el mal carácter de mi padre le venía de
niño. Mis tías me contaron que de pequeño
fue un espantoso tirano. Les obligaba a conducir el carruaje a
pleno galope cuesta abajo por el monte de Tréveris. Y,
cosa todavía peor, exigía que comieran los
pastelitos que él mismo preparaba con sus sucias manos y
con una masa todavía más sucia. Sin embargo, todo
ello lo soportaban sin rechistar porque Karl les contaba unos
cuentos maravillosos a modo de recompensa.

Marx guardaba un enorme cariño a su padre.
Jamás se cansaba de hablar de él y siempre llevaba
con él una fotografía suya, obtenida a partir de un
antiguo daguerrotipo. Sin embargo, se negaba a mostrar la
fotografía a los extraños, pues decía que se
parecía muy poco al original (…)

Para aquellos que conocían personalmente a Karl
Marx, no existe leyenda más divertida que la que le
muestra como un hombre malhumorado, amargado, rígido e
inaccesible, como una especie de dios del trueno que
continuamente lanza sus rayos y que, sin mostrar jamás una
sonrisa en sus labios, aparece solitario e inaccesible en su
trono del Olimpo. La descripción del hombre más
alegre y campechano que jamás haya existido, del hombre de
desbordante humor, cuya risa se contagiaba irresistiblemente, del
más amable, dulce y simpático de los
compañeros, constituye una constante fuente de
extrañeza y diversión para todos aquellos que le
conocieron (…)

Pero era en su relación con los niños
donde se manifestaban los aspectos más notables del
carácter de Marx. Los niños no podían
imaginarse mejor compañero que él. Todavía
recuerdo que, cuando yo debía tener tres años, el
Moro (siempre tengo en la punta de la lengua este viejo apodo
suyo) me montaba en sus hombros y me paseaba por nuestro
pequeño jardín de Grafton Terrace, al tiempo que
adornaba mis rizos castaños con anémonas. Mohr era
realmente un buen caballo. Me contaron que mis hermanos mayores
-entre ellos mi hermano, cuya muerte poco después de nacer
yo fue para mis padres una fuente de eterna tristeza-
solían enganchar al Moro a unos sillones, en los cuales se
sentaban ellos mismos y se hacían arrastrar
(…)

A mis hermanas -yo todavía era pequeña-
les contaba cuentos durante los paseos, y esas historias no las
dividía en capítulos, sino en millas. Así,
las dos chiquillas siempre le pedían: "Cuéntanos
otra milla". En lo que a mí se refiere, de todas las
innumerables historias que me narraba, la que más me
entusiasmaba era la historia de Hans Rockle. Duraba meses y
meses, pues era una historia muy, muy larga, que no acababa nunca
(…)

El Moro también leía a sus hijos. Y al
igual que a mis hermanas, también a mí me
leyó todo Homero, el Canto de los Nibelungos, la Saga de
Gudrun, Don Quijote y Las Mil y Una Noches. Shakespeare era
nuestra biblia familiar; a la edad de seis años ya me
sabía de memoria escenas enteras de
Shakespeare.

Eleanor Marx-Aveling

Marx tiene sus defectos. Son los siguientes:

1. En primer lugar, tiene el fallo de todos los eruditos
profesionales: es doctrinario. Cree de modo absoluto en sus
propias teorías, y desde sus alturas desprecia a todo el
mundo. Por supuesto, como hombre erudito e inteligente tiene su
partido, un núcleo de amigos ciegamente sumisos que
sólo creen en él, sólo piensan por
él, sólo siguen su voluntad; en resumidas cuentas,
le tienen como un dios y le veneran, y debido a esa
idolatría le están corrompiendo, situación
que ya se encuentra en un estado muy avanzado. Debido a todo ello
se considera realmente el Papa del socialismo, o mejor dicho del
comunismo, ya que, de acuerdo con sus teorías, es un
comunista autoritario (…)

2. A esa autoidolatría hacia sus teorías
absolutas y absolutistas viene a añadirse, como
consecuencia natural, el odio que Marx alimenta no sólo
contra la burguesía, sino contra todos aquellos -incluso
los socialistas revolucionarios- que se atreven a contradecirle y
a seguir un camino distinto al marcado por sus
teorías.

Algo sorprendente en una persona tan inteligente y tan
honesta, sólo explicable por su formación como
erudito y literato alemán, y en especial por sus nerviosos
modales de judío, es que Marx sea extremadamente vanidoso
y presumido hasta la locura. Quien tenga el infortunio de haberle
herido en esa vanidad enfermiza, siempre al acecho y siempre
irritada, aunque sea de la forma más ingenua, se convierte
automáticamente en su enemigo irreconciliable; y en ese
caso Marx considera válidos todos los medios, y de hecho
utiliza los más prohibidos e ignominiosos para poner en
evidencia a esa persona en cuestión ante la opinión
pública. Miente, inventa y se esfuerza por difundir las
más sucias difamaciones (…) El mal está en
la búsqueda del poder, en el amor por la
dominación, en la sed de autoridad. Y Marx está
hondamente contaminado con ese mal.

3. Como jefe e inspirador, como organizador principal
del Partido Comunista Alemán -por regla general es menos
organizador y posee más bien el talento de dividir con sus
intrigas que de organizar-, es un comunista autoritario y
partidario de la liberación y la reorganización del
proletariado a través del Estado; en consecuencia, de
arriba abajo, a través de la inteligencia y del
conocimiento de una minoría instruida, que, como es
natural, se declara partidaria del socialismo, y que en beneficio
de las masas ignorantes y necias ejerce sobre éstas una
autoridad legítima (…)

Mijail Alexandrovich Bakunin

—————————

En mi casa entraba poco dinero, y cuando lo había
desaparecía rápidamente, porque, a pesar de su
pobreza, a mis padres les gustaba vivir como aristócratas.
De hecho, mi madre siempre firmó como "Jenny Marx, nacida
baronesa von Westphalen", y mi padre estaba orgulloso del origen
aristocrático de ella, lo contaba a sus conocidos a la
más mínima oportunidad e incluso encargó
hacer unas tarjetas en que aparecía su nombre con el
título de baronesa. Es triste decir esto, pero mi padre,
que dedicó su vida a la causa del proletariado, siempre
quiso vivir como un rico burgués o como un noble, y esa
fue una de las causas por las que, dejando a un lado los
artículos y los libros, que prácticamente no le
reportaron ningún dinero, no tuvo nunca un empleo.
Vivió -y toda la familia ha vivido siempre- de lo que le
daban los familiares, amigos, conocidos y miembros del partido,
de las herencias y, sobre todo, del bueno del General, Friedrich
Engels. Él y mi padre formaron una buena pareja, tantos
años juntos, tan parecidos y tan distintos a la
vez.

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Karl Marx

Friedrich Engels nació el 28 de noviembre de 1820
en Barmen, Renania, estado de Prusia. Su familia
pertenecía a la burguesía -tenía
fábricas textiles en Inglaterra– y era religiosa y
conservadora, pero ya en sus años en la Universidad de
Berlín -1841 y 1842- se inclinó por las tendencias
más radicales y por los hegelianos de izquierda. No
terminó sus estudios y su padre le envió a
Manchester, a ayudar en la dirección de las
fábricas. Comenzó a colaborar con el Moro cuando
éste dirigió los Anales Franco-Alemanes,
aunque se conocieron algo antes, en noviembre de 1842, un
día en que Engels se presentó en la
redacción de la Gaceta Renana. Pero fue el
año siguiente, recién llegados mis padres a
París, cuando comenzó a ser su amigo inseparable.
De aquella época data su amistad, y desde entonces no
dejaron de hacer cosas juntos. El General desde el principio
reconoció la primacía de mi padre, pero lo cierto
es que sin él la familia habría perecido.
Así que, además de los aportes intelectuales y
organizativos que ha hecho, debemos estarle agradecidos en el
ámbito puramente material.

El aspecto externo de Engels era diferente al de Karl
Marx. Engels era alto y delgado, sus movimientos rápidos y
ágiles, sus palabras breves y firmes, su porte muy
erguido, lo cual le confería cierto aire de militar. Era
de naturaleza muy viva, de humor certero; cualquiera que
entablaba contacto con él sin duda extraía de
inmediato la conclusión de que se trataba de una persona
muy ingeniosa.

Cuando de vez cuando algunos militantes acudían a
mí para quejarse de que Engels no era tan amable y
accesible como habían supuesto, se debía a que se
mostraba reservado con los extraños. Esa reserva se
incrementó aún más con el paso de los
años. Era necesario conocer muy bien a Engels para poderlo
juzgar correctamente, como por otra parte también
él tenía que conocer muy bien a alguien antes de
mostrarse confiado. Y era preciso aprender a conocerlo y
comprenderlo muy bien, antes de poder quererlo realmente. No
había en él fingimiento alguno. Enseguida se daba
cuenta de si alguien le importunaba con historias, o si se le
exponía sin grandes rodeos la pura verdad. Engels era un
buen conocedor de las personas, pero a pesar de ello
también cometió algunos errores.

Era bastante desprendido y a muchos les prestó
ayuda en momentos de necesidad y enfermedad, sin preguntar
demasiado.

Friedrich Lessner

Ya en su misma apariencia externa eran distintos.
Engels, el rubio germánico, de elevada estatura, de
modales ingleses. Tal como dijo de él un observador,
siempre impecablemente vestido, muy riguroso en la disciplina, no
sólo cuartelera, sino también de oficina. En
efecto, su intención había sido organizar un sector
administrativo mil veces más sencillo, con sólo
seis dependientes de comercio, y no con sesenta subsecretarios,
que ni siquiera sabían escribir de forma legible y que
emborronaban los libros de modo que nadie podía
entenderlos. Pero, junto a su respetabilidad de miembro de la
Bolsa de Manchester, sus negocios y las diversiones de la
burguesía inglesa, sus cacerías de zorros y sus
banquetes de Navidad, se hallaba el obrero y luchador intelectual
que en su lejana casita en los confines de la ciudad ocultaba su
tesoro, hija del pueblo irlandés, en cuyos brazos se
recreaba cuando quedaba demasiado cansado de la
chusma.

Marx, por el contrario, era robusto, bajo, con los ojos
brillantes y la leonina melena de ébano que no pueden
disimular su origen semítico (…) Entregado a un agotador
trabajo intelectual, que apenas le permitía ingerir una
breve comida, y que hasta altas horas de la noche consumía
también sus fuerzas físicas; incansable pensador,
para quien pensar constituía el máximo placer;
auténtico heredero de Kant, de Fichte, y especialmente de
Hegel.

Franz Mehring

La atmósfera que se respiraba en casa de Marx era
completamente distinta a la de Engels. Ello se debía ante
todo a que Marx y Engels eran muy distintos en algunos aspectos.
Es evidente que como teóricos y políticos eran un
solo corazón y alma. Tal vez no exista ningún otro
ejemplo en la historia mundial en que dos pensadores tan
profundos e independientes, dos luchadores tan apasionados, se
hayan mantenido tan unidos desde el inicio de su adolescencia
hasta la muerte. No sólo unidos en el pensamiento, sino
también en el sentimiento, en el altruismo y la caridad,
en la obstinada oposición a toda dominación, en la
inflexibilidad y el apasionado odio contra toda vileza, y al
mismo tiempo en la alegría y la risa.

Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias, a
pesar de tantas similitudes!

Que Marx y Engels se diferenciasen externamente no tiene
por qué significar nada: Engels era alto y delgado; Marx,
si no era bajo, sí menos alto y rechoncho. Sin embargo, ya
esas diferencias externas estaban relacionadas con diferencias en
las costumbres de vida. Hasta el final de su vida, Engels
concedió gran importancia a los ejercicios físicos
y al movimiento al aire libre. ¡Cuántas veces me
dijo que no dejara de hacerlo, y cuántas veces se quejaba
de Marx, que era difícil de convencer para que abandonara
su gabinete de trabajo! A pesar de que Engels sólo
tenía dos años menos que Marx, éste
parecía mucho más viejo que
aquél.

Engels era un hombre de mundo. Si no lo fue en Alemania,
lo llegó a ser en Manchester, donde su profesión le
convirtió en un asiduo asistente a la Bolsa. En aquella
ciudad poseía incluso un caballo y solía participar
en las cacerías de zorros. Siempre iba impecablemente
vestido, tal como se exige de un gentleman
inglés, y también mantenía un orden estricto
en su gabinete de trabajo, como corresponde a un correcto
comerciante.

Marx, por el contrario, tenía el aspecto de un
patriarca que, aunque digno, mostraba indiferencia por el aspecto
externo. No daba importancia al corte de sus trajes, y en su
escritorio y en distintas sillas de su gabinete estaban
amontonados en el más variado desorden libros y escritos
(…)

Engels era probablemente el más fantasioso y
universal en sus intereses intelectuales, aunque también
la universalidad de Marx alcanzaba una fabulosa amplitud. Marx
era más crítico y sensato, aunque trabajaba de
forma más lenta y laboriosa, mientras que Engels lo
hacía con mayor ligereza. El propio Engels me
confesó que su peor defecto había sido su
precipitación, de la cual Marx logró deshabituarlo.
Éste no soltaba una idea hasta que no la analizaba y
seguía detenidamente en todas las direcciones, con sus
raíces y ramificaciones (…) Aparte de la diferencia
en su forma de investigar, también había otra en su
praxis política, y principalmente consiste en que Marx,
según he podido saber de él, dominaba mejor el arte
de tratar a las personas. Y este arte es importantísimo
para el éxito de un político
práctico.

No obstante, parece ser que ninguno de los dos
llegó a ser un gran conocedor de las personas. Ello lo
demuestra el hecho de que Engels pasó mucho tiempo sin
llegar a darse cuenta de la calaña de Edward Aveling,
sujeto malicioso que llegó a ser esposo de Tussy y
finalmente supuso su ruina; durante casi un decenio lo
prefirió a todos los demás socialistas ingleses, en
gran detrimento de la causa marxista en Inglaterra.

Karl Kautsky

Monografias.com

Friedrich Engels

————–

Durante la época del Soho, la alimentación
de la familia era malísima y no había dinero para
comprar medicinas. Mi madre envejeció prematuramente;
entre otras cosas, padeció una viruela que le
deformó su bonito rostro. Para evitar contagios, en la
casa se quedaron sólo ella y mi padre,
cuidándola.

Empeoraba con el paso del tiempo y me salió una
espantosa erupción de pústulas. Sufría
muchísimo. Sentía tremendos dolores de
quemazón en la cara y no podía dormir nada en
absoluto (…) Estuve siempre acostada junto a la ventana
abierta, a fin de que entrara el aire frío de noviembre,
al mismo tiempo que en la estufa bramaba el fuego y me
ponían hielo en los ardorosos labios. Apenas podía
trabajar, el oído se me iba debilitando y al final se me
cerraron los ojos, de forma que no sabía si
acabaría por envolverme la noche eterna.

No obstante, mi constitución, ayudada por los
cuidados más tiernos y fieles, acabó por imponerse,
de modo que ahora estoy sentada aquí, con perfecta salud,
pero con la cara desfigurada, cubierta de cicatrices y de un
color rojo oscuro (…) Cinco semanas atrás yo
tenía una figura perfectamente respetable al lado de mis
hijas, a las que se veía tan sanas (…) Ahora todo
esto es cosa del pasado. Yo misma tengo la sensación de
parecerme más a una especie de rinoceronte escapado del
zoo que a un miembro de la raza blanca.

Carta de Jenny Marx a un amigo

Mi padre sufría del hígado y de la
vesícula, a los que no sentaba demasiado bien su
predilección por las comidas picantes, con muchas
especias, pescados ahumados, caviar y pepinillos en vinagre.
Tampoco era de ayuda su afición por el alcohol. Le daban
ataques que solían presentarse en primavera, y que con el
pasar de los años fueron haciéndose más
intensos. Iban acompañados de dolores de cabeza,
inflamación de ojos y fuertes neuralgias. Dicen que los
enfermos de hígado tienen una hiperactividad espiritual.
Son pacientes irritables, coléricos, descontentos, de
ánimo fluctuante, con tendencia a criticarlo todo. La
enfermedad hizo que se agravaran algunos de los rasgos de
carácter de mi padre: discusiones agrias, sátira
mordaz, expresiones crueles y groseras; era muy duro en sus
juicios sobre sus adversarios, e incluso sobre sus
amigos.

En una ocasión sufrió una
parálisis, y en 1877 tuvo una sobreexcitación
nerviosa. Como consecuencia de todos sus problemas de salud,
tenía insomnio crónico, que combatía con
fuertes narcóticos. También era un fumador
empedernido, normalmente de cigarros de mala calidad.

Marx fue un apasionado fumador. Como hacía con
todas las cosas, también fumaba con desenfreno. Como el
tabaco inglés le resultaba demasiado fuerte, siempre que
podía se compraba cigarros, que masticaba a medias con el
fin de aumentar el placer, o tal vez para obtener un doble
placer. Ahora bien, puesto que en Inglaterra los cigarros son muy
caros, iba constantemente en busca de marcas baratas. Es
fácil de imaginar qué tabaco llegaba a fumar
(…) Debido a esos espantosos cigarros arruinó por
completo su gusto y el olfato para el tabaco.

Wilhelm Liebknecht

La época en que mi familia ocupaba el
pequeño apartamento del Soho fue sin duda la peor.
Allí murieron tres de mis hermanos por culpa de la
miseria. Según me han contado, fue especialmente
trágico el fallecimiento de Franziska.

De Breve bosquejo de una vida memorable (de
Jenny Marx)

Durante la pascua de 1852, nuestra pobra Franziska
cayó enferma, aquejada de una grave bronquitis. Durante
tres días, la criatura luchó con la muerte.
Sufrió mucho. Su pequeño cuerpo descansaba en la
habitación trasera; todos nos fuimos a la
habitación de delante, y cuando anocheció colocamos
nuestros colchones en el suelo, con los tres niños a
nuestro lado, y todos lloramos por el pequeño ángel
que yacía sin vida allí al lado. La muerte de
nuestra querida hija ocurrió en la época de mayor
pobreza. Nuestros amigos alemanes no podían ayudarnos en
aquellos momentos. Ernest Jones, que nos hacía largas y
frecuentes visitas, había prometido su ayuda, pero no pudo
darnos nada (…)

Con angustia en el corazón corrí a casa de
un emigrado francés que vivía cerca de nosotros y
solía visitarnos. Le supliqué que nos ayudase en
aquel terrible momento. Me dio inmediatamente dos libras, lleno
de conmiseración, y con ellas compramos el pequeño
féretro donde ahora la pobre niña descansa en paz.
No tenía cuna cuando llegó al mundo, y durante
muchas horas se le negó el último descanso.
¡Cuánto sufrimos cuando se llevaron el
féretro al cementerio!

Por otra parte, mi padre trabajaba demasiado; se pasaba
el día y la noche leyendo, estudiando y escribiendo, y eso
acabó por minar su salud.

Todas las personas verdaderamente importantes que he
conocido han sido muy laboriosas y han trabajado duro. En el caso
de Marx ambas características se daban en grado sumo. Su
entrega al trabajo era enorme, y como de día solía
estar ocupado -sobre todo en los primeros tiempos del exilio-,
buscaba refugio en la noche.

Cuando a altas horas de la noche regresábamos de
alguna reunión o sesión, se sentaba habitualmente a
su mesa y trabajaba durante algunas horas. Y estas pocas horas se
iban extendiendo cada vez más, hasta que por último
trabajaba durante toda la noche, para después descansar
por la mañana. Su esposa le hacía las más
diversas advertencias sobre esa costumbre suya, pero Marx
decía que su naturaleza así lo exigía. Yo
mismo me había acostumbrado en mi época de
bachiller a realizar los trabajos difíciles a
últimas horas de la tarde o por la noche, cuando me
sentía intelectualmente más activo. Por eso
veía la situación con ojos diferentes que la
señora Marx. Sin embargo, ella tenía razón:
a pesar de su robusta constitución, ya a finales de los
años cincuenta Marx comenzó a quejarse de todo tipo
de molestias funcionales. Fue preciso consultar a un
médico, y la consecuencia fue una prohibición del
trabajo nocturno y la recomendación de hacer mucho
ejercicio, es decir, paseos a pie y a caballo.

En aquella época Marx y yo paseábamos
mucho por los alrededores de Londres, sobre todo por las colinas
del Norte. Se repuso muy pronto, pues en realidad tenía un
cuerpo admirablemente apropiado para los grandes esfuerzos. Pero
tan pronto se sentía mejor volvía a caer
paulatinamente en la costumbre de trabajar por las noches, hasta
que de nuevo se producía una crisis que le obligaba a un
tren de vida más razonable, aunque sólo el tiempo
justo para que la naturaleza imprimiera orden. Las crisis eran
cada vez más intensas. Contrajo una afección
hepática y tumores malignos. De esta forma, poco a poco se
fue minando su férrea constitución. Estoy
convencido -y este es también el juicio de los
médicos que le trataron en sus últimos tiempos- de
que si Marx se hubiera decidido a llevar una vida más
natural, más adecuada a las necesidades de su cuerpo, una
vida de acuerdo con los principios de la higiene, todavía
viviría. Sólo en los últimos años
-cuando ya era demasiado tarde- renunció a trabajar por la
noche.

Wilhelm Liebknecht

El Moro padecía también continuamente
problemas de la piel que eran sumamente molestos y que en
ocasiones llegaron a ser graves. Creo que eran forúnculos,
y seguramente tenían mucho que ver con sus problemas
hepáticos, con su carácter y con las penurias
sufridas, ya que se agravaban cuando la situación vital
empeoraba.

La opinión de un psiquiatra: doctor Sigmund
Gabe[12]

Es cierto, por supuesto, y está bien establecido,
que diversas enfermedades y agentes físicos irritantes y
situaciones predisponen a las infecciones de la piel, como por
ejemplo la diabetes, la exposición a aceites,
arsénico, etc. en el trabajo, una mala higiene y agentes
mecánicos irritantes crónicos, como ciertas prendas
de ropa. Pero está igualmente bien establecido que la piel
responde en gran medida a la excitación psíquica y
a los problemas emocionales (…)

Podemos estar muy cerca de la verdad si afirmamos que
las dolencias físicas de Marx eran tan numerosas y
complejas que podían haber agobiado incluso al santo Job.
Y es precisamente la enfermedad de Job lo que Marx pudo sufrir.
Recordemos la descripción de la aflicción de Job
tal como nos cuenta la Biblia: "Satan golpeó a Job con
forúnculos que le cubrían desde la planta del pie
hasta la cabeza". En 1944, un psiquiatra británico, J. L.
Halliday (Practitioner, 1944, 6:152) describió una
dermatitis propia de los varones de mediana edad que
designó con el nombre de "dermatitis de Job".
Detectó un factor emocional común en una serie de
varones de mediana edad que de repente habían
contraído una dermatitis muy extensa que era resistente al
tratamiento. Estos pacientes se enorgullecían de ser
hombres honestos y virtuosos. La aparición de las
erupciones cutáneas era subsiguiente a un revés en
su suerte o a algún desastre serio. Ellos pensaban que su
mala suerte era inmerecida y trabajaban bajo una sensación
de injusticia. Esto se parecía tanto a la historia de Job
que Halliday ideó el trastorno de la "enfermedad de
Job".

La verdadera enfermedad cutánea de
Marx[13]

Aunque las lesiones cutáneas fueron llamadas
"forúnculos", "abscesos" y "diviesos" por Marx, su mujer y
sus médicos, fueron demasiado persistentes, recurrentes,
destructivas y específicas de ciertos sitios para ese
diagnóstico; mi hipótesis es que Marx
padecía hidradenitis supurativa. Esta condición
infecciosa recurrente aparece por el bloqueo de los conductos
apocrinos que se abren en los folículos pilosos,
principalmente en la piel de las axilas, las mamas, la ingle, la
zona perianal y la zona genital. Aunque las lesiones pueden
parecer abscesos, y suelen ser diagnosticadas erróneamente
como tales, ciertas características clínicas
asociadas sirven para hacer el diagnóstico correcto, y he
encontrado todas en la correspondencia original.

Las características clínicas descritas,
con su transcurso recurrente y prolongado, su predilección
por ciertos lugares y la destrucción de tejidos no
corresponden a abscesos simples, sino que son típicas de
la hidradenitis supurativa; actualmente podemos hacer este
diagnóstico de modo definitivo.

La hidradenitis supurativa también explica varios
de los otros problemas encontrados en su correspondencia; por
ejemplo, la proliferación de forúnculos que
tenía lugar en el cuero cabelludo, la cara y otras partes
del cuerpo (y que forman parte de la tríada de la
oclusión folicular); y la aparición de dolor
articular coincidiendo con la exacerbación de la
enfermedad (por ejemplo, en abril de 1866), que se ha atribuido a
un trastorno reumático no relacionado; la condición
dolorosa recurrente del ojo, ya sea blefaritis o queratitis
(…)

La piel es un órgano de comunicación y sus
trastornos generan muchos problemas psicológicos; producen
asco y repulsión, depresión de la autoestima, del
ánimo y del bienestar. Se ha descubierto que estos efectos
aversivos son especialmente severos en pacientes con hidradenitis
supurativa, y hay bastante evidencia de esto en las cartas de
Marx; en particular, la hidradenitis de Marx contribuyó a
su miseria y redujo en gran medida su autoestima, como contaba a
Engels (24 de energo de 1863). Su odio hacia las lesiones
("chucho", "marrano", "Frankenstein", como solía
llamarlas) y el aislamiento que le generaban se hace evidente por
el violento placer que le producía atacarlas: "cogí
una navaja afilada y sajé al chucho yo mismo. La sangre
brotó y saltó en el aire".

Las consecuencias mentales obvias de la hidradenitis de
Marx ofrecen una explicación más simple y menos
tendenciosa de sus penas que afirmar que "Marx era rechoncho y
morenucho, un judío atormentado por el odio a sí
mismo, mientras que Engels era alto y rubio".

¿Pueden haber influido los efectos mentales de la
habitualmente desastrosa hidradenitis supurativa en la obra de
Marx? Él constantemente se quejaba de que de "el marrano"
influía en su obra, pero también era consciente del
efecto sobre su calidad: "los burgueses recordarán mis
diviesos hasta el día en que mueran". Engels
también notaba una mayor dureza estilística en los
escritos de Marx durante las recaídas.

La situación de mi familia fue mala hasta que
cayeron del cielo las ayudas que he mencionado, además del
pequeño aporte que supusieron sus colaboraciones
habituales en el New York Daily Tribune, que cada vez
fueron más frecuentes, hasta 1861. Sólo entonces la
vida fue más llevadera, pero la miseria había
dejado su huella imborrable en la salud de mi padre, mi madre y
mi hermana Jenny. No obstante, según sé por varias
personas, mis padres fueron siempre excelentes anfitriones y
recibían con gusto las visitas que les hacían los
amigos y conocidos. La mayoría de los visitantes eran del
gusto de mis padres, como es natural, pero a lo largo de los
años pasaron personas de todo tipo, como por ejemplo el
revolucionario Louis Blanc, un personaje bastante
histriónico.

A Marx, las personas teatrales le provocaban horror.
Todavía recuerdo cómo nos contó con grandes
risas su primer encuentro con Louis Blanc.

La escena tuvo lugar todavía en Dean Street, en
aquella pequeña vivienda que en realidad estaba formada
sólo por dos habitaciones: la antesala o recibidor, que
utilizaban como sala de visitas y de trabajo, y el cuarto
posterior, que servía para todas las demás
funciones. Louis Blanc había anunciado su llegada a
Lenchen, quien le hizo pasar al recibidor, mientras Marx se
vestía con rapidez en el cuarto posterior. Ahora bien, la
puerta de comunicación había quedado entornada, y a
través de la rendija Marx pudo contemplar un divertido
espectáculo. El gran historiador y político era un
hombrecito muy bajito, de estatura apenas mayor que la de un
niño de ocho años, pero a pesar de ello era
extremadamente vanidoso. Después de echar una mirada a
todos los rincones de aquella sala proletaria, descubrió
en uno de ellos un viejo espejo, ante el cual se colocó de
inmediato, intentando elevar al máximo su estatura de
enano -tenía los tacones más altos que nunca he
visto-, contemplándose con complacencia, haciendo posturas
como un conejo en celo en marzo, y ensayando una postura lo
más majestuosa posible. La esposa de Marx, que
también fue testigo de esa ridícula escena, apenas
podía contener la risa. Finalizados estos preparativos,
Marx anunció su presencia con un enérgico
carraspeo, de forma que el presumido tribuno del pueblo tuvo
tiempo de apartarse un paso del espejo y recibir al recién
llegado con una reverencia de gran estilo

Wilhelm Liebkecht

Dado el gran deseo que tenía mi padre por ganar
correligionarios, recibía de buen grado a cualquiera que
afirmase compartir sus ideas y deseara defender sus
teorías. De este modo llegaron incluso a entrar
espías en casa, tanto alemanes como ingleses, para conocer
las actividades revolucionarias del Moro y sus amigos. Mi padre
era aún joven y deseoso de lograr una
transformación radical de la sociedad mediante la
acción directa. Con el paso de los años le fueron
abandonando las fuerzas, en cierto modo se fue aburguesando y
convenciéndose de que en algún momento futuro
llegaría el ansiado cambio, pero sin saber cuándo
ocurriría.

Informe de un espía prusiano sobre Karl
Marx

Marx tiene una estatura mediana y 34 años. Aunque
se encuentra en la flor de la vida, ya está encaneciendo.
Tiene una estructura corporal poderosa, y su fisonomía
recuerda muy distintamente a Szemere, con la diferencia que tiene
un cutis más moreno, y el cabello y la barba muy negros.
Últimamente no se afeita nada en absoluto. Sus ojos,
grandes, penetrantes y apasionados, tienen algo de siniestramente
diabólico. La primera impresión que le causa a uno
es la de un hombre de gran genio y energía. Su
superioridad intelectual ejerce un poder irresistible sobre lo
que le rodea.

En la vida privada es un ser humano extremadamente
desordenado y cínico, además de mal
anfitrión. Lleva una vida realmente bohemia. Se emborracha
con frecuencia. Aunque muy a menudo se pasa días
interminables en la ociosidad, cuando tiene mucho trabajo es
capaz de trabajar día y noche, incansablemente. No tiene
hora fija para acostarse ni para levantarse. Es frecuente que se
pase la noche en vela; luego, a mediodía, se acuesta,
completamente vestido, en el sofá, y duerme hasta la
noche, sin que le estorbe que todo el mundo entre y salga de la
habitación.

Su esposa es la hermana del ministro prusiano Von
Westphalen, mujer culta y encantadora que, por amor a su marido,
se ha habituado a esta existencia bohemia, y ahora se siente en
su ambiente en medio de esta pobreza. Tiene tres niñas y
un niño; los tres son verdaderamente guapos y poseen los
inteligentes ojos de su padre.

Informe a Lord
Palmerston[14](Londres, 2 de mayo de
1850)

(…) En una reunión celebrada anteayer, a
la cual asistí, y que fue presidida por Wolff y Marx,
oí gritar a uno de los oradores: "La estúpida
inglesa tampoco escapará a su destino. Las
mercancías de acero inglesas son las mejores, aquí
las hachas se afilan especialmente bien, y la guillotina espera a
todas las cabezas coronadas". Así, pues, a sólo
unos centenares de metros del palacio de Buckingham, los alemanes
proclaman el asesinato de la reina de la Gran Bretaña
(…)

La sociedad alemana A está en contacto con
París y con la sociedad cartista de Londres, de la cual
son miembros Wolff y Marx. Wolff declaró en la
reunión de anteayer: "Los ingleses necesitan lo que
hacemos, ha proclamado con voz fuerte un orador (de la sociedad
cartista); no sólo queremos la república
socialdemócrata, sino algo más.
Comprenderán, por tanto, que la estúpida inglesa y
sus principescos golfillos deben correr la misma suerte que hemos
destinado a todos los monarcas coronados". A lo que un hombre
bien vestido exclamó: "Se refiere a la horca, ciudadano,
otra guillotina".

Se fijó el mes de mayo, o junio, para dar el
golpe principal en París. Antes de clausurar la
reunión, Marx comunicó al auditorio que
podían estar completamente tranquilos, que sus hombres se
hallaban todos en sus puestos. El momento crítico se
aproxima y se toman medidas infalibles para que no pueda escapar
ninguno de los verdugos coronados de Europa.

Monografias.com

Karl Marx

Mi padre jugaba al ajedrez con algunas de las visitas y,
según me han dicho, no se le daba mal, aunque se enfadaba
mucho cuando perdía e insistía en que le ofrecieran
la revancha, hasta que por fin mi madre daba por terminadas las
veladas ajedrecísticas para poder ir a dormir.

Partida Karl Marx – Meyer (año 1867)

1.e4 e5

2.f4 (el Gambito de Rey, una apertura
romántica y atacante) exf4

3.Ac4 g5

4.Cf3 g4

5.0-0 gxf3

El llamado Gambito Muzio, muy popular a finales del
siglo XIX: un sacrificio de caballo para acelerar el desarrollo y
poder lanzar un fuerte ataque contra la posición negra,
más retrasada.

6.Dxf3 Df6

7.e5 Dxe5

8.d3 Ah6

9.Cc3 Ce7

El caballo sale por e7 en lugar de por f6 para evitar
perder la dama cuando las blancas hagan Te1

10.Ad2 Cbc6

11.Tae1 Df5

12.Cd5

Más presión en la columna e, donde el
pobre rey negro se encuentra esperando el
chaparrón

12…Rd8

Un movimiento prudente, apartar al rey de la columna
fatídica, pero las blancas tienen ya demasiada actividad a
cambio de la pieza sacrificada

13.Ac3 Tg8

14.Af6

Monografias.com

14…Ag5

15.Axg5 Dxg5

16.Cxf4 Ce5

Si las negras juegan 16…Cd4, entonces
17.Df2 Ce6, y parece que las blancas no compensan la pieza
sacrificada

17.De4 d6

18.h4 Dg4

18…Dg7 parecía mejor porque
defiende f7 y la dama no está en g4, casilla que
será atacada por el alfil blanco, con la consiguiente
ganancia de un tiempo

19.Axf7 Tf8

20.Ah5 Dg7

21.d4 C5c6

22.c3 a5

23.Ce6+ Axe6

24.Txf8+ Dxf8

25.Dxe6 Ta6

26.Tf1 Dg7

27.Ag4 Cb8 28.Tf7 Las negras
abandonan

————–

El Moro, a pesar de que -igual que su padre-
solía renegar de su ascendencia judía, en realidad
tenía en muchos aspectos un comportamiento patriarcal en
el ámbito sexual. Estaba enamorado de mi madre, pero era
fogoso y, como bien sé por lo que me han contado y por su
correspondencia, no dudaba en satisfacer sus impulsos sexuales
con otras mujeres. Eso no quita que, en general, estimara a las
mujeres. Siempre trató a Möhme y a nosotras tres, sus
hijas, con la máxima ternura, y siempre respetó
nuestras opiniones. Confió en mi madre y en Lenchen en
todos los sentidos, y les consultaba todo, incluso temas
políticos. A sus tres hijas nos crio para que
fuéramos personas independientes, no amas de casa atadas a
un marido. Además de esa influencia directa, las tres
respiramos el buen ambiente intelectual que hubo siempre en
nuestra casa, y es evidente que eso influyó en nuestra
formación.

Pero, por lo demás, mi padre se dejaba llevar por
los impulsos, o más bien por su impulso sexual. Me
contó Jenny que en marzo de 1861 tuvo que viajar a
Zaltbommel, Holanda, para ver -una vez más- a su
tío Leon y pedirle dinero. En aquella ocasión le
pidió prestado a cuenta de la herencia de su madre, para
que se lo descontara cuando ella muriera. Pues bien, no
sólo consiguió 160 libras, sino que tal vez tuviera
un affair sentimental con su prima Nanette, hija de
Leon. Es posible que la primita quedara deslumbrada por la
cultura y la fama de mi padre; él en aquella época
tenía cuarenta y tres años, y ella sólo
veinticuatro. Por lo que me han contado, era muy guapa y
seductora, con unos ojos negros muy bonitos. Mi padre por fuerza
tuvo que cortejarla; de lo contrario, no se explica que pasara
cuatro semanas en Holanda. He tenido acceso a la correspondencia
que mantuvieron después, y ella le llamaba "Pachá",
como si fuera un soberano hindú -debido a la tez morena de
mi padre-, y él la trataba como "dulce y encantadora
primita".

De: Karl Marx

A: Antoinette Philips

Londres, 17 de julio de 1861

Mi querida y dulce primita:

Espero que no hayas malinterpretado mi largo silencio.
Al principio no sabía dónde dirigir mis cartas, si
a Aquisgrán o a Bommel. Después tuve que atender
unos molestos asuntos (…) Así que, mi querida
niña, si debo confesarme culpable, hay muchas
circunstancias atenuantes que, estoy seguro de que tú,
como bondadoso juez, permitirás que influya en tu
sentencia. En cualquier caso, me enfadaría si supusieras
que, durante todo este tiempo, ha pasado un solo día sin
que me acuerde de mi querida y pequeña amiga (…)
Espero que no olvides tu promesa de visitar Londres, donde todos
los miembros de la familia estarán encantados de
recibirte. En cuanto a mí, no necesito decirte que nada en
el mundo me daría más placer.

Espero, mi dulce y pequeña brujita, que no seas
demasiado severa conmigo y que, como buena cristiana que eras, me
envíes una de tus pequeñas cartas y demuestres no
vengarte de mi largo silencio (…)

Tu más sincero admirador

Charles Marx

En cualquier caso, se trataba de mi amado padre, le
quise como a nadie mientras vivió y siempre he honrado su
memoria después de muerto. Incluso le he perdonado el
daño que me hizo cuando no consintió mi
relación con Lissagaray, mi querido Lissa, mi primer amor,
el que siempre deja más huella.

Monografias.com

Prosper-Olivier Lissagaray

Fue hace mucho -el año 1872- cuando le
conocí. ¿Por qué mi padre se opuso con tanta
fuerza a mi relación con él? Es algo que nunca he
llegado a entender. Yo, una jovencita de diecisiete años,
quedé deslumbrada por un apuesto francés que me
doblaba la edad, alto, guapo, arrogante, cabello bien arreglado,
buenos modales, y además héroe de la Comuna de
París y autor de un libro sobre la misma. En cuanto le vi,
me enamoré locamente de él. Él se dio cuenta
enseguida, le gusté, por supuesto le gustó que
fuera la hija de quien soy y nos hicimos novios.

Entiendo que el Moro estuviera harto de franceses en la
familia: Jennychen casada con un francés y Laura casada
con otro francés. Charles Longuet, el marido de Jennychen,
hizo sufrir mucho a mi hermana, e incluso ahora, quince
años después de su muerte, ni siquiera contesta a
las cartas que le escribimos. Paul Lafargue, el marido de Laura,
es de mucho mejor carácter, es una buena persona, pero no
sabe ganarse la vida y el matrimonio ha ido sobreviviendo gracias
a las ayudas económicas de otras personas, especialmente
del siempre fiel Engels, que al morir prácticamente les
solucionó la vida con lo que heredaron de él. Es
posible que no quisiera verme casada también a mí
con otro francés, y menos con la fama de conquistador que
tenía Lissagaray.

"Ma petite femme", me llamaba. No pude soportar la
negativa de mi padre, así que me fui de casa aprovechando
el puesto de profesora que me salió en Brighton. Lejos del
hogar podría verle cuando me apeteciera, aunque fuera sin
su beneplácito. Pero no pude soportar la tensión,
enfermé de los nervios y tuve que volver con ellos. Una
vez de vuelta con ellos, siguieron negando su consentimiento y
por tanto prosiguió la tensión. A pesar de que fui
con el Moro a varios balnearios para curarnos de nuestras
respectivas enfermedades, mi relación con él fue
muy fría durante varios años. Mientras tanto, de
vez en cuando me veía con Lissa a escondidas. Pero esa
situación no podía ser satisfactoria y mis
sentimientos hacia él se fueron enfriando, hasta el punto
de que, cuando un día, en 1882, el Moro me dijo que me
concedía plena libertad para elegir lo que decidiera en mi
vida, ya era demasiado tarde para esa relación. A pesar de
que nos habíamos prometido en secreto muchos años
antes, rompimos nuestros lazos de unión y quedamos como
dos buenos y viejos amigos.

De: Eleanor Marx

A: Olive Schreiner

Londres, 20 febrero de 1898

Mi querida Olive:

Esta noche he soñado con Lissagaray.
Después de tanto tiempo sin haber pensado en él de
esta forma, he soñado que me abrazaba con fuerza y he
escuchado con nitidez su voz diciéndome, como lo
hacía entonces, "ma petite femme". La sensación era
tan intensa que me parecía que él estaba de verdad
allí, a mi lado, en carne y hueso. Cuando desperté,
me puse a pensar en él durante mucho tiempo.

¿Habríamos tenido una vida
mejor?

Después de tantos años, hoy me he
preguntado de nuevo por qué todo eso tuvo que suceder
así. Él fue, sin duda, la persona que mejor me
entendió, que mejor sabía lo débil que soy,
cuánto necesito sentirme rodeada de cariño para
poder vivir. En aquella época le decía que no me
podía exigir que abandonara a mi familia por él, ya
que sabía que sin ella yo no podría vivir
(…) Él comprendía todo eso por
completo.

Entonces, ¿por qué dejé de amarle,
a mi adorable y paciente comunero?

Hoy, mirando hacia atrás, he sabido que fue una
especie de proceso natural de autodefensa por mi parte. Lo que yo
quería -conciliar a Lissa con el Moro- no era posible.
Inconscientemente, mi decisión ya estaba tomada desde el
principio: no podía romper con mi familia. Sólo me
quedaba la opción de dejar de amarle. Fue un proceso muy
lento, sin que yo fuera totalmente consciente de él, pero
así ocurrió.

También tardé mucho en entender por
qué mi padre no le aceptaba, pero hoy veo todo mucho
más claro (…) El Moro me dijo: "Hija mía, si
tú crees que realmente quieres estar al lado de ese hombre
mucho mayor que tú y con tan pocas posibilidades de
ofrecerte una vida estable, soy consciente de que no puedo hacer
nada. He tratado de evitar que tengas los mismos padecimientos
que, sin yo quererlo, le causé a tu madre (…) Si
estuviera en mi poder, me gustaría salvar a mis hijas de
los arrecifes en los cuales naufragó la vida de su madre.
Siempre pensé que era mi deber de padre no permitir que,
por lo menos tú, mi hija menor, tuviera la misma vida.
Pero observo, con gran pena, que un padre, por mucho que lo
intente y le duela, no tiene el poder de garantizar la felicidad
de su hija. Y lo único que yo quiero es verte feliz,
niña mía".

Si en ese momento yo le hubiera dicho al Moro que no se
culpara, que yo estaba segura de que mi felicidad estaba al lado
de Lissa, estoy segura de que por fin me habría dado su
aprobación, me habría dejado ir. Pero yo no
sabía si quería ir, si quería mudarme a
Francia (…) De hecho, en el fondo, ya había dejado
de amar a mi querido héroe. Ya había sufrido mucho
durante todos aquellos años, había sacrificado el
amor de juventud por el amor de la familia, y quería
terminar de una vez por todas con ese dolor. Quería
sentirme completa, ser dueña de mi vida, seguir una
carrera, ser productiva (…) Quería ser
feliz.

Aquella fue una época muy mala para la familia. A
finales de 1881 murió Möhme, después de mucho
sufrir y de pasar los últimos años de vida
prácticamente metida en la cama. Tenía graves
problemas digestivos que culminaron en un cáncer de
hígado, y todas las medicinas que tomó no sirvieron
de nada. Cuando falleció, también mi padre estaba
enfermo, en cama. La mañana del 2 de diciembre
gritó: "Karl, he perdido mis fuerzas", que fueron las
palabras con las que se despidió. La enterraron en el
cementerio de Highgate el día 5, y mi padre no pudo
asistir al entierro, pero el General pronunció un bonito
discurso.

La mujer de noble corazón ante cuya tumba nos
encontramos nació en Salzwedel en 1814. Su padre, el
barón Westphalen, fue poco después nombrado
representante del gobierno en Tréveris, donde
estableció relaciones de amistad con la familia Marx. Los
hijos de las dos familias crecieron juntos. Cuando Marx fue a la
universidad, él y su futura mujer ya sabían que sus
destinos serían inseparables para siempre.

En 1843, después de que Marx hubiese brillado
públicamente por primera vez como director de la primera
Gaceta Renana, y después de la eliminación
del periódico por parte del gobierno prusiano, se
celebró la boda. Desde ese día, ella no sólo
siguió la suerte, los trabajos y las luchas de su marido,
sino que tomó parte activa en todo ello con la más
elevada de las inteligencias y la más profunda de las
pasiones.

La joven pareja se exilió en París, al
principio voluntariamente, después por obligación.
Incluso en París el gobierno prusiano les persiguió
(…) La familia se trasladó a Bruselas.
Estalló la revolución de febrero. Durante los
problemas causados por este acontecimiento en Bruselas, la
policía belga no sólo arrestó a Marx, sino
que metió en prisión también a su mujer, sin
motivo alguno.

El esfuerzo revolucionario de 1848 llegó a su fin
el año siguiente. Siguió un nuevo exilio, al
principio de nuevo en París, y después, debido a la
injerencia del gobierno, en Londres. Y en esta ocasión iba
a ser un verdadero exilio, con toda su dureza.

Soportó los lógicos sufrimientos del
exilio, aunque a consecuencia de ellos perdió tres hijos,
dos de ellos varones. Pero le dolía en lo más
profundo que todos los partidos, tanto gubernamentales como de
oposición, feudales, liberales y autoproclamados
democráticos, juntos en una gran conspiración
contra su marido, le acusaran de las más calumnias
más viles y con más poca base; que toda la prensa,
sin excepción, le cerrara las puertas, que estuviera
indefenso frente a adversarios que él y ella despreciaban
por completo. Y todo eso duró muchos
años.

Pero no eso no iba a ser siempre así. Más
adelante, la clase trabajadora de Europa se encontró en
unas condiciones políticas que le ofrecieron al menos
cierto espacio. Se formó la Asociación
Internacional de Trabajadores; implicó en la lucha a un
país civilizado tras otro, y en esa lucha, al frente de
todos, participaba su marido. Después llegó para
ella una época que compensó todos los sufrimientos
pasados. Vivió para ver cómo todas las difamaciones
construidas en torno a su marido volaban como las hojas con el
viento; vivió para escuchar cómo las doctrinas de
su marido suprimían aquello en que los reaccionarios de
todos los países, tanto feudales como autodenominados
demócratas, habían puesto todos sus esfuerzos,
vivió para escucharlas, proclamadas de forma abierta y
victoriosa en todos los países civilizados y todos los
idiomas civilizados.

Vivió para ver cómo el movimiento
revolucionario del proletariado sacudía un país
tras otro y alzaba su cabeza, consciente de la victoria, desde
Rusia hasta América. Y una de sus últimas
alegrías, en su lecho de muerte, fue la espléndida
prueba de una vida irreprimible, a pesar de todas las leyes
represivas, que la clase trabajadora alemana dio en las
últimas elecciones.

Lo que una mujer con una inteligencia tan clara y
crítica, con tanto tacto político, con esos
arrebatos de carácter, con esa capacidad de
autosacrificio, ha hecho para el movimiento revolucionario no se
ha hecho público, no se ha registrado en las columnas de
la prensa. Sólo lo conocen quienes vivieron cerca de ella.
Pero sé que con mucha frecuencia echaremos de menos sus
consejos audaces y prudentes, ofrecidos sin
arrogancia.

No necesito hablar sobre sus cualidades personales. Sus
amigos la conocen y nunca las olvidarán. Si ha habido una
mujer que encontró su mayor felicidad en hacer felices a
los demás, esa mujer fue ella.

El lugar donde estamos es la mejor prueba de que
vivió y murió con la plena convicción del
materialismo ateo. No temía a la muerte. Sabía que
un día tendría que volver, en cuerpo y mente, al
seno de la naturaleza de la que había surgido. Y nosotros,
que ahora la hemos dejado en su último lugar de descanso,
intentemos mantener su memoria y ser como ella.

En enero de 1883 murió Jennychen, el
último y más fuerte golpe para mi padre, el que
terminó de quebrantar su salud, ya que sin su mujer y sin
su hija favorita la vida dejaba de tener sentido. Fui yo quien
tuvo que darle la mortal noticia, ante la cual se echó a
llorar en mis brazos. Después pasaron dos meses llenos de
dolores físicos y mentales, y el 14 de marzo tuvo lugar el
acontecimiento más triste para la familia y para el
socialismo internacional. Su salud se había agravado en
los últimos años, las muertes de mamá y de
Jenny le habían afectado profundamente, todos
sabíamos que su fin estaba próximo; pero la muerte
de un genio es un acontecimiento que nadie se espera.
Además, mi padre fue toda su vida un enfermo; no es que
estuviera enfermo, sino que lo era por naturaleza. Su
carácter le llevaba a padecer dolencias relacionadas con
los nervios que no sanaban con medicina alguna. Eran aflicciones
de la psique, no del cuerpo.

Murió recostado tranquilamente en su
sillón. A las dos y media de la tarde del miércoles
14 de marzo de 1883, cuando el General llegó a casa para
su visita de todos los días, Lenchen bajó para
decirle que el Moro estaba medio dormido en su sillón
favorito, junto al fuego. Acudieron al dormitorio y le vieron
morir.

Monografias.com

Karl Marx, en su vejez

Le enterraron el día 17 en el cementerio de
Highgate, en el lugar donde un año y medio antes
habían enterrado a mi madre. Algo menos de veinte personas
acudieron al sepelio. Sobre el ataúd, dos coronas con
lazos rojos, una del periódico alemán
Sozialdemokrat y otra de la Asociación de
Trabajadores Alemanes de Londres. Después del discurso que
pronunció Engels, su yerno, Charles Longuet, leyó
telegramas de condolencia procedentes de los partidos socialistas
de Rusia, Francia y España. A continuación, su
amigo Wilhelm Liebknecht pronunció un discurso en
alemán. Su muerte pasó prácticamente
inadvertida en Inglaterra, y los obituarios fueron breves y
llenos de errores sobre los datos de su vida.

Discurso de Friedrich Engels ante la tumba de
Marx:

El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde,
dejó de pensar el más grande pensador de nuestros
días. Apenas le dejamos dos minutos solo y, cuando
volvimos, le encontramos dormido suavemente en su sillón,
pero ya para siempre.

Es completamente imposible calcular lo que el
proletariado militante de Europa y América, así
como la ciencia de la historia, han perdido con el fallecimiento
de este hombre. Muy pronto se dejará sentir el
vacío que ha abierto la muerte de esta figura
gigantesca.

Igual que Darwin descubrió la ley del desarrollo
de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley
del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan simple, pero
oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre
necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y
vestirse, antes de poder hacer política, ciencia, arte,
religión, etc.; que, en consecuencia, la producción
de los medios de vida inmediatos, materiales y, por tanto, la
correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo
o una época es la base a partir de la que surgen las
instituciones políticas, las concepciones
jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas
religiosas de los hombres, y con arreglo a la cual deben, por
tanto, explicarse; y no al revés, como hasta entonces se
había venido haciendo. Pero no sólo esto. Marx
descubrió también la ley específica que rige
el actual modo de producción capitalista y la sociedad
burguesa creada por él. El descubrimiento de la
plusvalía arrojó una nueva luz sobre estos
problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores,
tanto las de los economistas burgueses como las de los
críticos socialistas, habían vagado en las
tinieblas.

Dos descubrimientos como éstos debían
bastar para una vida. Quien tenga la suerte de hacer tan
sólo un descubrimiento así ya puede considerarse
feliz. Pero no hubo un solo campo que Marx no sometiese a
investigación -y estos ámbitos fueron muchos, y no
se limitó a tocar de pasada ni uno sólo de ellos-,
incluyendo el de las matemáticas, en el que no hiciera
descubrimientos originales. Así era el hombre de ciencia.
Pero esto no fue, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx,
la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza
revolucionaria. Por puro que fuese el placer que pudiera
depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia
teórica, y cuya aplicación práctica tal vez
no podía preverse en modo alguno, era muy distinto el
deleite que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento
que ejercía inmediatamente una influencia revolucionaria
en la industria y en el desarrollo histórico en general.
Por eso seguía al detalle la marcha de los descubrimientos
realizados en el campo de la electricidad, incluso los de Marcel
Deprez en los últimos tiempos.

Partes: 1, 2, 3
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