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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 12)



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Remediar tan grandes males, cuya escala aumentará
en lo venidero, es una de las mas nobles tareas que incumben sin
duda al dignísimo Padre y Pontífice Soberano que
ocupa hoy la Cátedra de San Pedro y cuya
ilustración tan grande como su santidad> han comenzado
a proporcionar, desde los principios de su pontificado,
días tan serenos como su espíritu al mundo
católico.

Para conseguir este laudable fin, uno de los medios mas
efi-caces sería que el Santo Padre prestase su augusta
atención a la situación del Pueblo y Clero
colombianos, a fin de que, como Jefe Supremo de la Iglesia
dictara las providencias tendientes a calmar los ánimos y
hacer desaparecer los gérmenes de nuevas discordias
civiles en el seno de la sociedad colombiana. Tales medidas
podrían concretarse a las siguientes
declaraciones.

1º. La Santa Sede reconoce y acepta el hecho de la
desamortización de bienes llamados de manos muertas,
cumplidas en fuerza de las leyes del país, y, en
consecuencia, levanta to-das las censuras eclesiásticas
impuestas a los que decretaron la desamortización y,
así mismo, a los administradores, rematadores y poseedores
actuales de los expresados bienes, a fin de que pue-dan disponer
de ellos libremente sin obstáculo ni escrúpulo
ninguno.

2o. – Los Obispos y curas de los Estados Unidos de
Colombia, no tratarán de impedir por ningún medio
la instrucción pública en los establecimientos
sostenidos por los fondos públi-cos pertenecientes al
Gobierno nacional, a los Estados y a los Municipios.

3o. – Todo Cura con arreglo a las leyes del país
y para garantizar los intereses de los ciudadanos, está
obligado a dar aviso inmediato a la autoridad política
correspondiente de cada bautismo, matrimonio canónico o
defunción que haya tenido lugar en su parroquia para los
efectos civiles del caso y al fin de cada año
presentará a la misma autoridad política una copia
de los libros de matrimonios, bautismos y defunciones arriba
expresados. Los mismos Curas no podrán presenciar
ningún ma-trimonio antes de haber interrogado a los
Notarios o Autorida-des políticas ante quienes, conforme a
las leyes del país, se ce-lebren los contratos
matrimoniales, si han cumplido los contra-yentes, la
obligación de hacer registrar el acto en el Estado
Civil.

4o. – En caso de vacancia de un Obispado, o cuando se
reconozca la necesidad u oportunidad de hacer nuevas erec-ciones,
ya sea que la Santa Sede decrete estas últimas
espontá-neamente o a indicación del Gobierno civil,
el Presidente de la República presentará una terna
de sacerdotes católicos idóneos para servir los
Obispados, escogida entre una lista acordada pre-viamente entre
el mismo Presidente y el Representante de la Santa Sede en
Colombia.

5o. – Las relaciones entre el Gobierno de la
República y la Santa Sede, se restablecerán de una
manera confidencial, hasta tanto que la legislación
permita su restablecimiento en forma pública y
diplomática.

El Gobierno de la República de Colombia
podrá por su parte hacer en beneficio de la Iglesia lo
siguiente:

1º. Recabar y obtener la derogatoria
de las leyes de Tui-ción, de Inspección de cultos y
de Cancelación de la renta ecle-siástica,
restituyendo su pago puntual en lo sucesivo a las res-pectivas
Iglesias y Congregaciones.

2º. El permiso y libertad para que los Obispos y
Curas de la República puedan enseñar la
religión católica, apostólica y romana en
las escuelas sostenidas por el Gobierno. Los insti-tutores que
deben regentar la expresada clase de religión serán
remunerados con los fondos públicos, pero designados o
nombra-dos por los respectivos Obispos y Curas.

3o. El Gobierno de la República dictará
todas las medidas conducentes a asegurar las garantías que
necesiten los Obispos, curas y sacerdotes de Colombia para que,
en la práctica de su Ministerio religioso y en el
ejercicio de sus derechos y atribu-ciones como Ministros del
Culto, gocen de la mas completa liber-tad e independencia, de
conformidad con las leyes de Policía y Orden
público del país que en todo caso deben acatar y
obedecer como los demás ciudadanos de la
República.

Estas mutuas declaraciones de las dos Potestades
podrían considerarse como un Acuerdo de Modus
vivendi
que darla por resultado la tranquilidad de los
ánimos en la República de Co-lombia,
eliminaría todo elemento de futuras discordias,
volvería la paz a las conciencias y redundaría en
beneficio y gloria de la Iglesia Católica, por la
terminación de los conflictos político-reli-giosos
en aquella parte de su universal imperio.

A esta Exposición se agregaron sucesivamente
nuevos informes y publicaciones sobre la marcha de la
política colombiana en sus evoluciones
posteriores.

El Santo Padre, con su característica actividad,
se informó de todo y, con su magistral tino, tomóse
tiempo para decidir y pidió informaciones directas sobre
los asuntos de Colombia, por medio de la Legación francesa
ante el Vaticano y de sus repre-sentantes diplomáticos en
Paris y en Quito.

Después de la inauguración de la actual
Administración colombiana, hice elevar al Vaticano los
números del Diario Oficial que contenían el
discurso presidencial y los primeros actos del Congreso, rogando
al Sr. Mansella que obtuviese una solución a sus oficiosas
gestiones.

He aquí su respuesta, cuyo original
conservo:

Roma, 5 de Junio de 1880.

Señor Doctor – D. José M. Quijano
Wallis:

Muy apreciado amigo:

« Vengo del Vaticano, en donde he
tenido una larga conferencia,

tanto con el Señor Cardenal Nina,
Secretario de Estado de Su Santidad, cuanto con Monseñor
Jacobini, Secretario de Negocios Extraordinarios, para
interesarlos en darnos por fin una resolución sobre los
asuntos de Colombia.

Han encontrado muy satisfactoria la última Nota
de Ud. sobre el particular> que yo tuve el honor de presentar
a su nombre, así como los discursos del nuevo Presidente
Señor Dr. Nuñez; todo lo cual ha venido muy a
propósito a confirmar los demás documentos y
memorias que habíamos presentado desde tiempos. Tengo,
pues, la grata satisfacción de poderle participar que los
dos me han prometido darme la resolución, que no dudo
será satisfactoria para nuestro Gobierno, y esto a lo mas
tarde el 12 del corriente.

No extrañe Ud. este nuevo retardo, pues dichos
señores me declararon que esta resolución
habría acaso podido darse mucho antes, si los negocios muy
graves pendientes con la Alemania, etc. etc., no hubiesen
absorbido completamente la atención de la
Congregación, ya que la Secretaría tenía
todo listo.

Al fin, pues, reusiremos, y con honor, en esta larga y
labo-riosa tarea. Para que Ud. se consuele y aplaque sus justas
quejas, acuérdese que Roma es, y será siempre, la
Ciudad Eterna para todos; y Ud. algo sabe para con el Gobierno
Italiano.

Suyo siempre, etc.

(firmado) FGRANCISCO MANSELLA .

Las varias conferencias que yo celebré con el
Cardenal Nína, Secretario de Estado de Su Santidad, con el
Cardenal Ja-cobini y Chiazki, otros Secretarios del Papa,
tuvieron lugar en la Embajada ante la Santa Sede.

Siempre encontré las mejores disposiciones en el
ánimo de los venerables miembros del Gobierno Pontifical
para acordar el Modus vivendi, objeto principal de mi
misión a Italia.

Después de una labor de cerca de dos años,
durante la cual el Santo Padre y sus Secretarios tomaron informes
por me-dio de sus Prelados y Nuncios en Paris en Quito y en
Bogotá, llegamos a un Acuerdo sobre las bases mas o menos
expresa-das en las Instrucciones recibidas del Gobierno
colombiano, pero como yo no podía firmar ningún
Convenio u Arreglo por carecer de representación
diplomática ante el Vaticano, ni siquiera podía
obtener el carácter de Agente Confidencial, por haber
desempeñado una misión ante el Quirinal, puse el
resultado de mi misión y de mis labores en conocimiento
del General Trujillo, Pre-sidente de la República, cuyo
período bienal expiraba y del Doc-tor Rafael Nuñez,
Presidente electo para el período siguiente.

Con tal motivo escribí una larga carta al Dr.
Nuñez, quien se hallaba a la sazón en Cartagena, en
la cual le expuse detall-adamente todo cuanto había
logrado hacer en mis gestiones ante la Santa Sede y le instaba
para que prestara su apoyo al Modus vivendi o acuerdo
que me tenían prometido en el Vaticano.

El Dr. Nuñez me contestó lo
siguiente:

Sello de Rafael Nuñez.

Señor Doctor José María Quijano
W.

Cartagena, Octubre 1º. 1879.

Mi apreciado amigo:

He tenido el gusto de recibir su favorecida del 6 del
próximo ppdo. Efectivamente tendré, Dios "mediante,
que reemplazar a nuestro buen amigo el General Trujillo, pues
todos los Estados (menos Antioquia) me han dado casi
unánimemente el voto. De Antioquia nada sabemos aun de
positivo; pero me parece seguro que no seré yo el
favorecido.

Celebro que tenga Ud. esperanzas de algo
práctico en asun-tos eclesiásticos. Ud.
conoce bastante mi temperamento y puede juzgar, por tanto, de mis
intimas tendencias; pero mi situación doméstica
acaso me inhabilitará para ir un poco lejos porque yo no
podría contribuir yo mismo a colocarme en posición
desai-rada, obrando en desarmonía con mis actos privados.
Desde luego que si fuere practicable la intervención
discreta de la Santa Sede para dar a mi estado doméstico
forma exterior> yo me compla-cería muy de veras, pero
comprendo cuántas dificultades se opon-drán a este
desenlace. En todo caso yo me propongo ser tan to-lerante y aun
benévolo como las circunstancias lo permitan.

Hoy he entregado al Dr. Noguera el Gobierno de
Bolívar, y acabo de tener la visita de toda la Asamblea
legislativa con una resolución aprobatoria de mi conducta
sumamente honrosa. Escríbame por conducto del Sr. Rafael
García (6 Cité Rougemont, Paris).

Quedo de Ud. siempre amigo sincero.

Rafael Nuñez.

Comprendí por esta carta que el Dr. Nuñez
no se hallaba dispuesto a aprobar ningún arreglo con la
Santa Sede hasta tanto que ésta no hubiese declarado
legítimo el segundo matrimonio que había
contraído con Doña Soledad Román, viviendo
aún su primera y legítima esposa, de quien estaba
él separado, pero no divorciado, porque la Iglesia
católica no admite ni sanciona el verdadero divorcio, que
es la ruptura del vínculo matrimonial y la consiguiente
libertad para contraer nuevas nupcias.

Yo no podía aceptar la insinuación que
contenía la carta de Nuñez para gestionar ante el
Vaticano la disolución de su ma-trimonio legítimo y
la sanción eclesiástica del estado matrimonial en
que vivía con su segunda esposa. Además de ser
indecorosa la comisión para un Representante
diplomático, yo estaba persua-dido de que la Santa Sede
nunca aceptaría como condición para hacer un
arreglo con Colombia, la disolución de un matrimonio sin
causa canónica justificada. Bien conocía yo que la
causa de la se-paración de Inglaterra de la Iglesia romana
fué la denegación de la Santa Sede a sancionar uno
de los matrimonios ilegítimos de Enrique VIII, no obstante
tener él titulo pontifical de Defensor de la
Fé.

Contesté al Dr. Nuñez casi inmediatamente,
manifestándole que no me era posible hacer la
insinuación a la Santa Sede que contenía su carta,
y le agregué por cortesía que el Señor
Man-sella, abogado experto de la Curia Romana, podría
hacerse cargo de entablar y dirigir un proceso, por cuerda
separada> para ver de obtener, si había causa
canónica legítima, la nulidad del primer matrimonio
del Dr. Nuñez; pero que en ningun caso creía yo que
debía involucrarse un asunto puramente domés-tico y
de interés personal y privado, con los arreglos de
interés nacional que yo gestionaba ante el
Vaticano.

A mi respuesta replicó el Dr. Nuñez lo
siguiente:

SELLO.

Señor Dr. J. M. Quijano W.

Cartagena Febro. 7j188o.

Estimadó amigo:

Oportunamente recibí su grata de 2 de
Diciembre.

Creía yo que el asunto particular a que Ud. se
refiere po-dría haberse arreglado verdad sabida y buena
fé guardada; por que de otra manera no es para mí
aceptable la solución; menos aun en mi carácter de
libre pensador que nunca declinaré, Dios mediante, si bien
creo que debe darse toda la libertad necesa-ria al culto
católico.

Me parece que el Congreso estará bien inspirado,
pero se-ría ilusión el esperar que pudiera hacer
otra cosa que aceptar las ideas del Mensaje de 1878. Se lo digo
para su gobierno. Si el nuevo Pontífice cuyas luces todos
reconocen, no se sitúa en terreno práctico,
quedaretnos in statu quo. Tengo ciertamente los mas
vivos deseos de dar garantías plenas al catolicismo
co-lombiano; pero si no hay concesiones recíprocas dudo
mu9ho que se logre ningún cambio sustancial.

Yo intento irme para Bogotá a fines
de este mes.

Quedo siempre amigo de Ud. muy
sincero

R. Nuñez».

Estas cartas explicarán al lector la
causa del fracaso de las negociaciones entabladas por mi conducto
con el Vaticano.

No es cierto que la Santa Sede dejara de hacer
concesio-nes al Gobierno de Colombia, pues las hizo y muy
trascenden-tales, como el reconocimiento de la
desamortización de los ma-trimonios civiles y de las
escuelas oficiales ; pero como no sancionó «
verdad sabida y buena fe guardada » el matrimonio
ilegitimo (desde el punto de vista canónico) del Dr.
Nuñez, los arreglos con la Iglesia que entonces
habrían sido mucho mas ventajosos que los que informan el
Concordato celebrado mas tarde por el mismo Nuñez, cuando
ya por muerte de su primera esposa había contraído
católicamente segundas nupcias, no pu-dieron llevarse a
efecto en 1880.

Yo desplegué grande actividad para lograr que el
Modus vivendi se acordara durante la
Administración Trujillo; pero me fué imposible
porque en el Vaticano los asuntos marchan con suma lentitud, y
porque, además de que la Santa Sede tenía necesidad
de recoger datos e informes desde Bogotá y de Quito el
Cardenal Nina me manifestó con franqueza que el Gobierno
dontifical deseaba que el Pacto se sellara por un Agente
confidencial, nombrado por el nuevo Presidente, Dr. Nuñez,
a fin de que éste con el prestigio que tenía, al
tomar posesión de la Pre-sidencia obtuviese del Congreso
la debida aprobación.

Desgraciadamente no sucedió así. El
General Camargo, Mi-nistro de Colombia ante los Gobiernos de
Francia y de Ingla-terra, habla recibido constantemente informes
de mi parte sobre la marcha de los arreglos que yo gestionaba
ante el Vaticano. Tuve una entrevista con él en el
otoño de 1879 y le expuse todas las ventajas que
podría derivarse para la Patria del ex-tresado arreglo.
Por último, le insinué que él debía
ir a Roma a firmar el Acuerdo con la Santa Sede con el
carácter de Agente confidencial del Gobierno de Colombia,
pues a mí me era im-posible hacerlo, por las razones que
ya he expresado.

El General Camargo entusiasmado con la idea
de llevar a

afecto el expresado Arreglo recabó y obtuvo el
nombramiento de Agente Confidencial ante la Santa
Sede.

Llegó el General Camargo a Roma a principios de
1880. Lo puse yo inmediamente en relaciones con el Cardenal Nina
y, en menos de ocho días se firmó un Acuerdo entre
el Gobierno de Colombia y la Santa Sede. Este Modus
vivendi,
un poco recortado de lo que se me había
prometido por el poco tiempo que empleó el General Camargo
en su labor diplomática fué improbado por el Dr.
Nuñez y en seguida por el Congreso, in-fluenciado por el
nuevo Presidente.

Quedan así explicadas, conforme a la mas estricta
verdad histórica, las causas del fracaso de la primera
tentativa de un Concordato, cuya iniciativa correspondió
al Senado radical de ¡878 y a la Administración
liberal del General Trujillo.

Antes de terminar este capítulo consagrado a mi
Misión ante el Vaticano, deseo referir la gran ceremonia
que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro, cuando el Papa
Leon XIII des-cendió excepcionalmente de sus apartamentos
del Vaticano para dar una Audiencia solemne en el mayor Templo
del mundo.

Gracias a los empeños del Sr. Mansella, pude yo
obtener una carta de entrada a la Basílica en mi
carácter de simple par-ticular, porque mi posición
diplomática no me permitía tener ac-ceso al
Vaticano.

La ceremonia a que me refiero tuvo lugar en el invierno
de 1880, en el mes de Febrero, si mal no recuerdo. Leon XIII era
un hombre pequeño, delgado y descarnado. Su piel blanca
con ligero tinte amarillento, le daba un aspecto de efigie de
cera. Sus ojos brillantes y movibles, su larga nariz y sus
me-jillas hundidas, pero animadas por la sonrisa constante de su
ancha boca, hacían recordar la fisonomía de
Voltaire en los bustos y estatuas que del gran literato se
conservan.

Por su falta de carnes y por su débil salud, Leon
XIII era muy friolento y muy susceptible a los resfriados, pero
al mismo tiempo repuginaba el calor artificial producido por el
fuego de las chimeneas y de los aparatos caloríferos.
Así, pues, en su cá-mara de dormir no se
hacía fuego, pero en las piezas vecinas que la rodeaban,
se encendían grandes braseros para recibir el calor
proveniente de esos cuartos.

Cuando el Papa tenía el propósito de bajar
a San Pedro, la gran Basílica se cerraba durante quince
días para calentarla con innumerables y grandes
braseros.

El día de la gran fiesta (que generalmente
tenía lugar entre 11 y 12 de la mañana), empezaba a
acudir la concurrencia desde las primeras horas del día.
Cuando yo concurrí se habían repar-tido 20.000
boletas por conducto de las Embajadas y Lega-ciones acreditadas
ante la Santa Sede y de las Congregacio-nes religiosas. Hombres y
mujeres de todos los países, y de todas las religiones
probablemente, concurrieron a San Pedro para formar dos inmensas
hileras de espectadores, cerrando una gran calle dentro de la
Basílica extendida desde la gran puerta de bronce que a la
derecha del Templo comunica con el Palacio del Vaticano hasta la
nave principal, y luego en línea recta hacia el altar
mayor para cruzar en ángulo recto por una de las 27
capillas laterales hasta el altar de los Santos Crispin y
Crispiniano, sobre el cual debía colocarse la silla
gestatoria, o sea el trono portátil con el Santo Padre
sentado sobre él.

Todo estaba preparado en la gran Basílica para
recibir al Soberano Pontífice. Los mármoles, los
mosaicos, los bronces y todos esos objetos admirables que forman
de San Pedro el museo mas rico y pintoresco del mundo, se
habían abrillantado y relucían a los suaves rayos
del sol que descendía de la inmensa Cúpula. En los
diez y siete coros del Templo estaban los órganos y los
chantres listos para entonar los Cánticos sagrados en el
momento oportuno. Los innumerables turiferarios dispersa-dos en
la Basílica, tenían sus incensarios encendidos y
los espec-tadores en número de 20.000, mas o menos,
formaban las dos grandes alas de las calles que ya he descrito.
Apiñados, y todos de rodillas, esperábamos
anhelantes el momento en que la gran puerta de bronce colocada a
mano derecha del Templo, o sea al lado que comunica con la
Seala regia del Vaticano, fuese abierta para la entrada
del Cortejo.

A las II 12 de la mañana, tres grandes golpes
resonaron sobre las gruesas y esculpidas láminas de bronce
que cerraban "el gran portal. Casi inmediatamente, las dos
grandes batientes se abrieron en toda su extensión. Al
abrirse las puertas, los coros todos de la Basílica
rompieron su orquesta y los chantres entonaron sus
cánticos, los turiferarios dejaron exhalar los per-fumes
del incienso y de las resinas sagradas, y los espectadores
quedamos deslumbrados ante la magnificencia del
Cortejo.

Rompía la marcha un Cuerpo de Suizos, con su
vestido pintoresco de diversos colores ideado y diseñado
por Miguel Angel.

Luego venían los Maceros con sus
cascos y masas relucientes. Pasaban los caballeros de Capa y
Espada con sus magníficos y cortos mantos á la
española y sus espadines de acero entre lu-cientes
estuches de plata adornados de pedrerías. La Guar-dia
Nobile,
formada por jóvenes de la aristocracia de
Francia, España, Austria y Bélgica, y aun algunos
italianos, llevaba un uniforme semejante al de los antiguos
templarios y formaban un grupo que precedía a los de los
Cardenales. Por último, los miembros del Sagrado Colegio,
en columna imponente, con sus ricos y sedosos mantos de seda
escarlata, precedían inmediata-mente el trono
portátil del Papa.

Por último, se presentaron las sagradas andas,
llevadas e hombros por los sediaris vestidos de blanco
con bandas rojas. Sobre ellas estaba instalada la silla
gestatoria, que era un trono cubierto con enchapados de oro y
bronce. El Pontífice, sentado sobre ella, vestido de
blanco y con la magnífica tiara en la cabeza,
parecía una efigie de la Divinidad humanizada al
resplandor de las lu-ces que se filtraban por las ventanas del
Templo. Leon XIII, pá-lido y blanco como una estatua
animada de mármol, extendía su mano derecha medio
cubierta de mitones bordados para ben-decir á los
espectadores, en tanto que con la izquierda aplicaba un
pañuelo a su boca sonreida como para premunirse de
algún resfriado, no obstante que la Basílica
tenía una temperatura de 20. centígrados por lo
menos.

Sobre la cabeza del Pontífice se cruzaban dos
inmensos aba-nicos de plumas de avestruz, formando un dosel que
oscilaba sobre la tiara, y llevado sobre grandes
bastones por los sediaris.

Cuando el Pontífice apareció en la Puerta
de bronce; los órganos y los chantres rompieron sus notas
y entonaron el himno pontifical; los turiferarios batieron los
incensarios y los 20.000 espectadores lanzaron el grito
unísono E Vivva el Papa Re. Y así, al son
de los órganos y de los cantos sagrados, entre nubes de
incienso y en medio de las aclamaciones del inmenso grupo de
fieles arrodillados, el Santo Padre e legó en su trono
portátil hasta el altar que le estaba
destinado.

Una vez instalado sobre el ara del altar Leon XIII
pro-nunció una alocución con voz apagada y
entrecortada por la fa-tiga y, tal vez, por la emoción de
la ceremonia.

Terminada la alocución, los Prelados y vicarios
de las Provincias italianas u extranjeras que habían
concurrido a la so-lemnidad desfilaron delante del trono del
Pontífice y besaron el pié de éste que se
hallaba calzado con borceguíes escarlatas y adornado con
piedras preciosas.

Terminada la ceremonia Leon XIII
impartió su bendición a los espectadores y
volvió a "sus habitaciones en la silla gesta-toria,
siguiendo el mismo orden que habla llevado a la entrada a la
Basílica.

CAPITULO XXVIII.

Banquete del 20 de
Julio de 1879

SUMARIO: Regreso a Paris en el estío
de 1879. Dos jóvenes colombianos, patriotas
entusiastas organizan un gran banquete para festejar el
día de la Patria. – El banquete se dedica, además,
a obsequiar al Sr. de Lesseps, Empresario del Canal de
Panamá. Los organizadores del banquete me
escogen para presidirlo por estar ausente el General Ca-margo en
Londres. – Curioso incidente con el Dr. Torres Caicedo. -Mis
palabras en el banquete. – Oferta del Sr. de Lesseps de un
pe-destal para la estatua de Colón en Panamá,
obsequiada por la Empe-ratriz Eugenia. -La ciudad de Roma es
inhabitable durante el estío. El calor sofocante que a
veces llega a 400 a la sombra hace insoportable la permanencia en
la ciudad eterna durante el verano. Esto es tradicional desde los
tiempos primitivos y es por esto por lo que los Emperadores y
patricios romanos prodigaban las Termas y balnearios en la ciudad
capital. Además, la malaria, fiebre perni-ciosa que se
desarollaba en Roma durante los calores, por las ema-naciones
deletéreas de las Lagunas Pontinas, presenta peligros para
los habitantes de Roma, sobre todo si son extranjeros y no
están aclimatados.

Casi todos los turistas, los
diplomáticos y los rentistas se ausentan de Roma durante
el verano para ir a buscar más sua-ves y más
benignos climas, en otras lugares de la península o en el
extranjero. En esa época, la Ville quilte la
Ville
y no que-dan en Roma más habitantes que el Papa
y los mendigos según se dice familiarmente en
Roma.

Yo había tenido la imprudencia de
pasar en Roma el verano de 1878 y tuve el contratiempo de
enfermar seriamente, porque fui atacado por la malaria de la cual
escapé gracias a mi juven-tud, a ser oriundo de los
Trópicos y a los cuidados del eminente Profesor,
Señor Bacellí, a la sazón Ministro de
Instrucción Pública.

Para evitar enfermedades en el mes de Junio
de 1879, me despedí de Roma y me dirigí a Francia
con el fin de pasar el verano en Paris.

Durante mi permanencia en la Capital
francesa tuvo lugar un incidente patriótico
diplomático, digno de referirse.

Acababa de organizarse la
Compañía constructora del Canal de Panamá
bajo la alta protección del Conde de Lesseps, el Gran
francés> constructor del Canal de Suez.

Acontecía este suceso, nuncio de
venturas para Colombia (que mas tarde se convirtieron en crueles
desventuras) cuando se aproximaba el día de la Patria
colombiana, o sea el 20 de Julio de 1879.

Con el fin de festejar este doble y fausto
acontecimiento, Alberto Urdaneta y Ricardo Pereira,
jóvenes distinguidos, ilustra-dos y patriotas, promovieron
una suscripción entre la entonces numerosa colonia
colombiana para un gran banquete el 20 de Julio próximo
venidero.

El Proyecto del banquete fué acogido
con entusiasmo por los colombianos residentes en París y
las suscripciones se cubrieron sin dificultad alguna.

Los organizadores de la fiesta ofrecieron
al General Camargo Ministro de Colombia en Inglaterra y Francia,
y a la sazón re-sidente en Londres, la Presidencia de la
fiesta.

El General Camargo se excusó de
concurrir por sus labores diplomáticas y se me
designó á mí, como á Ministro de
Colom-bia en Italia, pata que desempeñase la
honrosísima comisión de presidir el gran banquete y
de dedicarlo a la Memoria de nuestros liberta4ores y al Sr. de
Lesseps.

A pesar de que el honor que se me
proporcionaba era su-perior a mi modesta posición, no pude
declinarlo.

Constantemente conferenciaba yo con los
organizadores de la fiesta para que ésta tuviera todo el
esplendor y resonancia que merecían los objetos de
ella.

Hallándome una mañana en mi
cama, se presentó el Dr. Tor-res Caicedo, de quien he
tenido ocasión de hablar extensamente en estas Memorias,
(el mas distinguido sin duda de todos los miembros "de la colonia
residente en Paris) y uno de los mas en-tusiasmados por el
proyecto del banquete.

Recibí al Dr. Torres con la
cordialidad y consideración que me imponían su
amistad y su alta posición social.

Encantado, estoy, me dijo Torres con el
banquete para celebrar el 20 de Julio y obsequiar al Sr. de
Lesseps. Muy merecido es el honor que dispensan a Ud. los
jóvenes organizadores de la fiesta a designarlo para
presidir el banquete. No obstante vengo a suplicar a Ud. que
decline ese honor para que yo ocupe su puesto pues me propongo
hacer un gran discurso, en elogio especial de Ud., demostrando
que Ud. es, con su juventud, su ta-lento y su ilustración,
la encarnación fiel de nuestra joven y flo-reciente
patria.

Me deshize en agradecimientos al Dr. Torres
por el honor con que me abrumaba, mayor aun "que el de presidir
el banquete. Manifesté a mi eminente compatriota que
ninguna persona tenía mejores títulos que él
por su altísima posición para presidir no solamente
ese banquete sino toda congregación o Sociedad de Sur
-Americanos. Yo me interesaré con los organizadores de la
fiesta, agregué para que designen a Ud. de Presidente del
banquete, lo cual le daría mayor realce que cualquiera de
sus otros elementos de brillo. Pero suplico a Ud. que prescinda
de mi humilde y os-curo nombre en su discurso, porque no me creo
con fuerzas su-ficientes para soportar el peso de un honor tan
grande; yo me sentiría como avergonzado al oír
elogios de un personaje tan en-cumbrado como es Ud.

Y con efecto, esa misma tarde
comuniqué a los Señores Urdaneta y Pereira la
insinuación que me había hecho el Dr. Tor-res
Caicedo. Ambos rechazaron el cambio y me recomendaron se lo
manifestara así a Torres, no porque desconociesen los
superio-res merecimientos de ese gran colombiano para ocupar el
primer puesto en el banquete, sino porque teniendo éste un
carácter pa-triótico y oficial era natural que
fuese presidido por un Represen-tante diplomático de
Colombia y no por el Ministro de la Repú-blica del
Salvador.

El Dr. Torres, a quien trasmití la
negativa expresada, se conformé de buen grado; pero
entonces me agregó: El asunto puede arreglarse de esta
manera. Establezcamos dos cabeceras en la mesa: una
ocupará Ud. y la otra yo. Ud. tendrá a su derecha
al Conde de Lesseps y yo al Ministro de Obras públicas de
Francia.

Los Señores Urdaneta y Pereira
condescendieron con la so-licitud del Dr.
Torrés.

El banqueté tuvo lugar en los
salones del Café Riche, en cual fué preciso
eliminar dos tabiques o ligeros muros diviso- para formar una
gran sala que contuviera holgadamente a

mas de 100 concurrentes.

El banquete se celebró el 20 de
Julio con una suntuosidad extraordinaria. Luces y flores a
profusión, vajilla y recado de

mesa de plata y oro. Dos magnificas
orquestas. Un criado vestido de librea detrás de cada
convidado y para su servicio especial. Vinos exquisitos, manjares
deliciosos. El menú litografiado con caracteres de oro en
forma de pliego tenía en sus dos caras pos-teriores los
retratos de Bolívar y Santander, y al pié de estos
retratos sendas estrofas. La de. Bolívar era tomada de la
grandi-locuente poesía de Doña Gertrudis
Gómez de Avellaneda; la de Santander, compuesta por
mí decía simplemente lo siguiente

« Capitán valeroso y
denodado

Abatiste el poder de altivos reyes, Y,
Sabio, en la curul del Magistrado

Fuiste llamado el Hombre de las Leyes
»

Cuando se sirvió la primera copa do
champaña pronuncié, que no leí el, siguiente
discurso:

« El mejor presente que, como hijos
solícitos, podemos ha-cer a la República en el
aniversario de su gran día, es el espec-táculo que
presenta este banquete, donde abrazados como herma-nos bajo su
gloriosa bandera, borramos los lindes de las parcia-lidades
políticas para que luzca únicamente el área
de la Patria.

Y así como los hijos de la Arabia
que, en cualquier punto de la tierra en donde se hallen en
ciertas solemnidades, vuelven su rostro hacía la Meca, y,
salvando con su espíritu las distancias se prosternan ante
la ciudad santa, hagamos que nuestro pensa-miento atraviese el
Altántico, se recaliente con el sol de los
tró-picos y caiga de rodillas sobre nuestras queridas
playas para sa-ludar y bendecir a Colombia en su día de
lujo, de orgullo y re-gocijo.

El 20 de Julio de 1810, el pueblo
granadino, pupilo de tres siglos, pidió, como la mayor
parte de América, su carta de eman-cipación. La
España de entonces, desconociendo que los pueblos,
así como los hombres de que son agregación, llegan
también a la edad viril y aspiran a ser independientes,
quiso ahogar con mano de hierro el grito de libertad lanzado por
sus colonias.

Pero los hombres de Julio y el pueblo que
los seguía no se arredraron ante el diluvio de sangre con
que decidió inundarlos la Metrópoli. Si un pueblo
entra en el camino de la libertad, po-drá sucumbir en
él, pero jamás retroceder. Cuando se sabe morir, no
se puede aprender a ser esclavo.

Por eso fué por lo que ese pueblo de
mansos colones, que habla vivido pacíficamente durante
tres siglos, que carecía de ar-mas y de todo elemento
bélico, que ignoraba por completo el arte de la guerra,
que no conocía sino por ecos vagos el movimiento
político del Viejo Mundo, esos moradores sencillos, y al
parecer débiles, no vacilaron en aceptar el reto y en
empeñar la lucha con la nación blasonada por
catorce siglos de triunfos y conquistas.

Si de todo carecían, Dios y su
entusiasmo todo lo crearon. Necesitaron de un genio que los
dirigiera y tuvieron a Bolívar « grande entre los
grandes » según la expresión
¿el poeta, fun-dador de tres Repúblicas, Libertador
de media América y Héroe en la conciencia
universal.

Necesitaron de hombres de virtudes
cívicas sin tacha, que sirvieran de modelos y tuvieron a
Acevedo Gómez; los Gutiérrez y otros, especie de
patricios romanos, pero de los mejores tiempos de la antigua
Roma.

Y hombres extraordinarios como
Nariño y Santander, genios de campamento y bufete, que
parecían dotados de tres almas, porque fueron a un tiempo
eminentes estadistas, legisladores y guerreros.

Y sabios como Caldas, quien después
de asombrar al mundo con su ciencia y ponerla al servicio de su
Patria, se abrió paso, por el pórtico del cadalso,
al Panteón de la Historia para recibir la triple corona
del mártir, del sabio y del patriota.

Y héroes sin rival, como Girardot,
con cuya generosa sangre derramada por libertar a Venezuela,
pagamos a esta hermana el rico presente que de Bolívar nos
hiciera, y, como Ricaurte, quien con propia mano tronchó
su vida en flor para salvar su Patria, porque el fuego de su
patriotismo era más grande que el que produjo el – parque
con que voló, sublime suicida, a la
Inmorta-lidad.

Y para que nada faltara en este
múltiple sacrificio, hecho a la Libertad, insaciable, pero
siempre adorada Diosa; como la flor mortuoria de esta inmensa
hecatombe, también pereció en el cadalso una hija
de nuestros campos, Policarpa Zalabarrieta alma de ángel y
corazón de héroe, encerrados en cuerpo de
mujer.

Tal fué la obra de nuestros padres.
Con su sangre amasaron los materiales con que hicieron la Patria
que nos legaron. Esa obra nos impone deberes, cuyo cumplimiento
no podríamos eludir sin hacernos indignos herederos de tan
valiosa herencia? Si el fundar nuestra nacionalidad exigió
de nuestros padres sublimes sa-crificios, el conservarla digna de
su memoria, exige de nosotros sus hijos esos sacrificios a la
sombra que se llaman las virtudes cívicas. La primera y
mas fecunda de esas virtudes es trabajar porque la paz reine en
Colombia. Como el mejor homenaje a nuestra madre común en
este día; procuremos que nuestro país no sea un
circo ardiente de pasiones de partido y sí una
nación civilizada y digna. Trabajemos porque se torne en
Patria de hom-bres racionales y cristianos.

Una ocasión propicia se nos presenta
para que la era de verdadera paz y de progreso empiece para
Colombia. El Señor Conde de Lesseps que hoy honra nuestra
mesa, piensa llevar a cima la empresa del Canal
interoceánico en territorio colombiano, sobre los planos y
excelentes estudios de los Señores Wyse y Re-clus, dignos
hijos, como él, de la nación mas civilizada del
mundo. El Señor de Lesseps, después de haber, con
sus talentos y perseverancia, desenterrado de entre el polvo de
los siglos y de entre las arenas del desierto el Canal de los
Faraones, piensa hoy, con la unión de los océanos,
complementar el pensamiento de Colón, poniendo a la voz el
Oriente con el Occidente y rea-lizando la aspiración de
cuatro siglos.

Saludémosle, pues, con el mismo
respeto y entusiasmo con que saludamos la memoria de nuestros
libertadores, porque sí éstos nos dieron libertad,
él nos promete progreso.

Además, hay completa paridad en sus
respectivas empresas. Nuestros padres nos independizaron de la
Metrópoli, y el Sr. de Lesseps independizará el
comercio universal del obstáculo del Istmo y quizá
a Colombia para siempre de la discordia civil.

Asociando, pues su nombre al de los
héroes de la Indepen-dencia, permitidme que concluya mi
discurso parodiando al ángel;

« Gloria en la immortalidad a
nuestros libertadores,

Honra en la tierra a los obreros de la
civilización ».

E] Señor de Lesseps contestó
con un hermoso discurso en correcto español, pues el
poseía ese idioma con la misma propie-dad que el
francés y el inglés.

Al terminar su oración
ofreció al Gobierno de Colombia por mi conducto hacer
levantar a su costa un pedestal de mármol para la estatua
de Cristóbal Colón, regalada por la Emperatriz
Eugenia al Gran General Mosquera, y que se hallaba en Colon sobre
un pequeño terreno árido guardado por un cercado
agreste de toscos leños. Esa magnífica estatua se
yergue hoy sobre el hermoso pedestal obsequiado por el Conde de
Lesseps sobre un lugar cercano a la embocadura del Cánal
de Panamá, el cual, construido hoy por los Americanos nos
prometía tan halagueñas esperanzas para el
porvenir, y fue sin embargo la fuente de la mayor de nuestras
desgracias internacionales como lo es la pérdida del istmo
de Panamá, la joya de nuestro territorio, debido a la
imprudente osadía pirática de Roosevelt, a la
inepcia de nuestra diplomacia y a las pasiones políticas
de nuestros Magistrados. El descubridor de América aparece
hoy a la entrada del Canal como un testigo de nuestras
desventuras y al mismo tiempo de las suyas, y de sus glorias
inmortales.

Terminado el banquete el Sr. de Lesseps se
retiró a las 11 12 de la noche para ir a tomar el tren que
debía conducirlo a Burdeos en donde al día
siguiente a las ¡o de la mañana, hizo una notable
conferencia sobre el Canal de Panamá.

Los periódicos del 21, al
reseñar el gran banquete con que la colonia colombiana
había festejado el día de la Patria y obse-quiado
al Conde de Lesseps, a su hermano Don Carlos, al Sr. Aepply,
Presidente de la Cámara de Comercio de Nueva York, al Sr.
Napoleón-Bonaparte Wyse, a varios personajes del Gobier-no
francés, propagadores de la empresa del Canal dijroen que
el gran banquete había sido presidido por los
Señores Torres Caicedo y Quijano Wallis, representantes
diplomáticos del Salvador y de Colombia. Estas noticias
fueron suministradas a La Liberté y otros diaros
franceses por el mismo Señor Torres Caicedo.

He querido referir este incidente y el que
se relaciona con la gestión del Dr. Torres Caicedo para
aparecer como Presidente del banquete; no por un sentimiento de
vanidad (que si entonces lo tenía ya se ha evaporado por
la acción disolvente del tiempo), sino para dar una
muestra del espíritu que animaba, casi como una
manía, de figurar y hacer viso ante el público, al
Dr. Tor-res, y también para hacer conocer por ese gesto la
sutileza de su talento en cuanto se proponía hacer a
impulsos de sus deseos -de notoriedad. Cuando me propuso que
declinara el honor de presidir el banquete para tener
ocasión de hacer mi elogio en público y en
ocasión solemne, contaba sin duda con el sentimiento
natural de ambiciosa vanidad que debía animarme en esos
momentos como a todos los jóvenes.

Capítulo XXIX.

Primer viaje a
España

SUMARIO. En
compañía de los Señores Diego Suárez
Fortul y Alberto Urdaneta emprendo viaje para España.
Recuerdos de Burgos, Valladolid y Madrid.
Nuestras entrevistas con Nuñez de Arce y Campoamor. –
Interesante conferencia con D. José Zorrilla. – Juicio
sobre este gran poeta. – Paseo por Andalucía y por
Barcelona. – Des-pedida de España en el álbum de
Urdaneta. Encuentro con Al-fonso Karr en la frontera
de Cerbére.

Visitar la Península Española
nuestra venerable madre, la Patria de nuestra Patria, como tuve
ocasión de proclamarlo en ocasión solemne recorrer
sus hermosos valles y montañas, co-nocer a sus hombres y
evocar sus glorias, eran los deseos mas vehementes que me
animaban durante mi segunda estacílá en el
Continente europeo. Y, aprovechando la ausencia obligada de Roma,
asiento de mi misión diplomática, la cual por otra
parte estaba terminada, resolví emprender un viaje por
España en compañía de mis muy queridos y
simpáticos amigos Don Alberto Urdaneta, a quien ya he
mencionado en este libro y "de Don Diego Suárez Fortul,
hombre procero, vástago y tronco al mismo tiempo de una de
las mas distinguidas familias de Co-lombia, acaudalado
propietario y personaje de espíritu fino inte-ligente y
sagaz.

Provistos de un billete circular, de fondos
y de cartas de recomendación para hacer la gira nos
pusimos en marcha para España al terminar el verano de
1879. Recorrimos las ciudades interesantes del Sur de Francia y
del Norte de la Península ibérica,
deteniéndonos en Burgos, Valladolid y el Escorial para
lle-gar cuanto antes a Madrid. En Burgos contemplamos y
admira-mos durante largo tiempo la hermosa Catedral, tipo
perfecto de la arquitectura gótica, y monumento imponente
del arte medioe-val. La Catedral de Burgos, con sus haces de
columnas sobre las cuales se desarrollan las magníficas
ogivas, por donde filtran su suave luz los rosetones guardados
por cristales de colores con magníficas pinturas es el
Templo en donde se experimenta la verdadera unción
religiosa. En las grandes Basílicas romanas, y en las de
San Pedro y San Pablo especialmente, los visitantes gozan de
cierta libertad para pasear y discurrir hasta en voz alta sobre
las maravillas que contemplan, pero en la catedral de Burgos y
probablemente en los otros grandes Templos similares, nadie se
atrevería a levantar la voz ni hacer el menor gesto de
irrespeto o irreverencia. Indudablemente el orden gótico
es el mas apropiado para las imponentes ceremonias del
Catolicismo.

Hallándonos en el pórtico del
gran Templo, quiso Urdaneta que leyeramos en coro la hermosa
poesía de Nuñez de Arce intitulada « Miserere
» y en la cual hace una bella alusión a la Catedral
de Burgos.

En Valladolid, capital de Castilla la Vieja
y antigua metró-poli del Reino, pudimos contemplar con
tristeza la decadencia en que se halla esa parte de España
después de que, unida la Península, vino a ser
Madrid la capital del Reino.

En dicha ciudad visitamos la casa miserable
en donde murió, agobiado por los años, aherrojado
entre cadenas y devorado por la tristeza el Descubridor de
América, Cristobal Colón, quien, como todos los
hombres superiores y los grandes benefactores de la humanidad,
obtuvo la suprema purificación del dolor y la corona del
martirio.

Urdaneta que llevaba un libro precioso de
viajes y de au-tógrafos, me hizo escribir en él un
verso que dice así:

«Aquí en esta humilde
cama

Se extinguió el genio
profundo

Que un mundo le dió a otro
mundo

Y ambos llenó con su fama
».

Como recuerdo a Cervantes también
escribí en el álbum de Urdaneta, el siguiente
cuarteto:

De escritores soberanos

En Don Quijote conjuntas

Cuanto hay de grande en lo
humano,

E hiciste con una mano

Mas que mil con ambas juntas.

La impresión que tuvimos al llegar a
Madrid. fue de sor-presa y agrado, porque, instalados en el mas
confortable hotel de esa época (el de Paris) pudimos
contemplar el centro de la ciudad que se halla a la altura de las
grandes capitales europeas, pues en esa pequeña zona
están reunidos los soberbios edificios de la Equitativa,
del Palacio de Correcis, los grandes Hoteles, los animados paseos
del Retiro y la Castellana, y el magnífico Museo del
Prado.

No me detendré a hacer descripciones
de Madrid, como no las he hecho de Roma ni de ninguna otra ciudad
europea, porque no quiero fatigar al lector con repeticiones
desabridas de las narraciones y descripciones escritas por
ilustres viajeros. Me limito a referir algunos incidentes que se
relacionan con los hombres notables de España en esa
época.

Como llevo dicho, Urdaneta tenía un
álbum precioso en donde, además de las principales
impresiones de viaje diseñaba con su lápiz
admirable los bustos de los personajes mas nota-bles que
conocía en sus viajes y de los cuales obtenía un
re-cuerdo, una palabra, o siquiera sea su firma. Allí en
esa exqui-sita colección, se encontraban recuerdos de
grandes escritores franceses y quería completarlo con los
de los españoles.

Uno de nuestros primeros cuidados, cuando
nos hallábamos en Madrid fué solicitar una
entrevista con D. Gaspar Nuñez de Arce, el gran
lírico español, quien, con sus magníficos
cantos, había entusiasmado a todos habitantes que hablaban
la lengua castellana en ambos hemisferios.

Nuñez de Arce nos recibió con
la cordialidad, sencillez y agasajos que gastaban siempre los
hidalgos españoles. Era un hombre de mediana estatura,
robusto y fuerte; una hermosa ca-beza, en que brillaban negros y
movibles ojos y una boca agra-ciada, estaba coronada por una
abundante cabellera gris. Su fi-sonomía expresiva y
simpática estaba realzada por una barba espesa, que la
cubría en contorno.

Los modales de Nuñez de Arce eran
afables y exquisitos:

su voz argentina y bien timbrada y, tanto
por su fisonomía, el corte de su barba, el gesto, la voz y
las maneras, nos recordó a nuestro D. Solvador Camacho
Roldán.

Después de presentar al gran poeta
nuestros homenajes de admiración por sus bellísimas
poesías y especialmente por ese precioso poema intitulado
« Idilio », basado en el mismo argu-mento de la
« María » de Jorge Isaacs, le pedimos que
pusiese un recuerdo en verso, y su firma en el álbum de
Urdaneta.

Nuñez da Arce sacó de un
cajón de su Despacho un borra-dor casi confuso que
contenía algunas estrofas de « El
Vértigo,

poema aun inédito. De ellas
tomó, y escribió con pulso firme y

magnífica letra, la hermosa
décima que empieza así:

« Cuando a desatarse
empieza

La tempestad en el alma

O que imponente es tu calma

O madre Naturaleza

En seguida nos obsequió varias
colecciones de sus obras con galantes
autógrafos.

Durante la conversación
gratísima que tuvimos con el gran poeta, no pudimos
excusarnos de expresar la admiración que nos procuraban la
rotundidad, la armonía, el hondo pensamiento, la robustez
y corrección de la rima y la insuperable
acentuación de sus bellísimas poesías, todo
lo cual demostraba el númen poético y su
maestría y facilidad en el arte de versificar.

– No crean Uds., nos contestó
Nuñez de Arce, que yo tengo facilidad para hacer versos
como la tienen Campoamor y nuestro gran maestro Zorrilla. Todo lo
contrario. Nunca he podido improvisar un verso y para hacer esta
décima que he escrito en su álbum de Uds., he
empleado mas de ocho días con> sus noches, Muchas veces
me causa desvelos el buscar un consonante o hallar un adjetivo
apropiado. Mi trabajo de versificador es mas duro que el que
labra la piedra bruta; pero no desisto de él porque me
abstrae y me hace olvidar las faenas de la vida prác-tica
cuando tributo culto a la pasión que él me
inspira.

Aunque consideramos que estas palabras eran
fruto de la genial modestia del Príncipe de los
líricos españoles; juzgamos que había algo
de verdad en lo que él decía y dedujimos que,
debido al trabajo de lapidario que ejercitaba Nuñez de
Arce para hacer sus poesías, resultaban estas insuperables
e impecables, siquiera en lo mínimo, tanto en el fondo del
pensamiento como en la forma exquisita de la
expresión.

Después de Nuñez de Arce,
quisimos visitar a Campoamor, el delicioso autor de los
Pequeños poemas y Doloras. Campoamor ocupaba una hermosa
habitación en la Plaza de Cortes. Era un hombre alto,
fuerte, de fisonomía abacial, tez rosada y ojos
espa-ñoles. Llevaba favoritas, y tanto sus cabellos como
su barba tenían ya la seda brillante de los
años.

Campoamor había sido Ministro de
Hacienda y era Senador Vitalicio, Miembro del Ateneo de Madrid. y
de la Academia Espa-ñola. Retirado de los Negocios y de la
vida pública, vivía, célibe, de sus rentas,
en ¿ompañía de dos viejas hermanas y
consagrado a su pasión favorita que era la de la
poesía.

Mas cordial y mas afable, y mucho mas
sencillo y llano que,

el de Nuñez de Arce, fué el
recibimiento que nos hizo Campoamor. Este gran poeta era entonces
muy popular en Colombia, y

viejos y niños recitaban sus
sencillos versos que, bajo una forma admirable y simple,
encierran hondos conceptos de filosofía prác-tica.
Esas poesías tan espirituales como instructivas eran la
lectura favorita de los hogares bogotanos.

Cuando nosotros referimos a Campoamor el
encanto que en Colombia producían sus versos, él
nos dijo con modestia sincera:

« Yo tengo un verdadero placer en
hacer versos, los cuales compongo para entretener mis ocios como
podría algún otro consagrarse a los deportes, o a
los juegos de tresillo o ajedrez. No busco dinero con la
publicación de mis obras porque no lo necesito; ni busco
gloria ni renombre, porque a mi edad desa-parecen para el hombre
todas las ilusiones. Expreso en mis versos mis pensamientos
íntimos, sobre las pasiones y las vicisitudes de la vida
humana. Me divierto mucho en acicalar y pulir mis com-posiciones
como pueden hacerlo los niños con sus juguetes y
muñecos. No comprendo como Uds. hacen tantos elogios de
mis pequeños poemas, cuando en América hay poetas
tan pro-fundos como el autor de esas dos admirables quintillas
intituladas « La Vida Humana » y las cuales cambiarla
yo por todas las que contiene el tomo de mis
poesías

– ¿ Y cuáles son esas
quintillas le preguntamos en coro?

Oígalas Uds. nos contestó, y
acto seguido con entonada voz y gesticulación de actor,
nos recitó los tan ponderados versos anónimos que
dicen así:

LA VIDA HUMANA

Ah! del puerto! ah! de la
ría!

Qué buque esa señal
lanza?

Una alma Trae
avería?

Ninguna Qué
mercancía?

Ilusiones y esperanza.

Entró la nave al momento,

Y al cabo de pocos años

Volvió a dar su veía al
viento,

Llevando por cargamento

Pesares y desengaños!

Estos versos, que eran el objeto de la
recitación favorita de Campoamor, hablan aparecido sin
firma en algún periódico de la América del
Sur. Mas tarde supimos que su autor es el gran poeta

argentino, Olegario Andrade, autor de la
inmortal « Atlándita ».

Campoamor nos invitó a comer en otra
ocasión; nos deleité con recitaciones de
poesías inéditas; nos obsequió con
ejemplares de sus poesías, dejando en nuestros
ánimos la mas agradable im-presión.

El poeta que nos inspiraba mayor
admiración, como creo que sucedería a todos los
aficionados a las bellas letras en América, era el popular
y célebre Don José Zorrilla, el cantor popular y
melodioso de las glorias españolas.

El célebre crítico
español que, bajo el seudónimo de Clarín,
escribió tan hermosos juicios sobre los literatos
peninsulares y sur-americanos, dijo entonces en algunas de sus
revistas críticas, « que de todo el numeroso grupo
de literatos españoles que habían brillado en
tiempos pasados, no quedaban actualmente mas que un solo poeta y
dos medio poetas. El poeta era Zorrilla y los medios eran
Campoamor y Nuñez de Arce ».

Vivos deseos nos animaban para visitar al
autor del Poema de Granada. Preguntamos a Campoamor como
podríamos realizar nuestro deseo y él nos
manifestó que nos valiéramos de Campoa-rana (para
quien nos dió una carta de recomendación) porque
él conservaba estrechas relaciones con el Maestro, como
así llamaban los hombres de letras a Zorrilla.

Campoarana era Secretario del Ministerio de
la Gobernación, hombre de profundos conocimientos en la
literatura española, autor de varias obras
dramáticas e íntimamente relacionado con todos los
literatos de Madrid. Tenía reuniones hebdomadarias en los
salones 4e1 Ministerio de la Gobernación, situado cerca de
la Plaza del Sol. Cuando le expresamos el deseo de conocer a
Zorrilla, por medio de sus buenos oficios, nos
contestó:

« No pretendan Uds. ir a visitar al
Maestro porque él no recibe a nadie a causa de su extrema
pobreza, pues carece hasta de una silla que poderles ofrecer en
su miserable vivienda. Yo le daré una cita para una noche
en el Ministerio de la Gobernación y avisaré a Uds.
para que concurran a la reunión, en la cual
conocerán Uds. también a Etchegaray y a otros
literatos de esta metrópoli.

Con gran placer concurrimos g la cita.
Cuando llegamos al Ministerio estaban reunidos varios literatos
que sería prolijo enu-merar, pero no había llegado
aun Zorrilla. Poco después, oímos voces fuertes en
la galería que conduce a la sala en donde esta-bamos
reunidos y en seguida se presentó a nuestra vista el gran
poeta, objeto constante de nuestra admiración.

Cubierto por una clásica capa
española, bastante raída y des

colorada y llevando en la mano un sombrero
de fieltro carme-lita se presentó ante nosotros un hombre
pequeño, de gestos y movimientos nerviosos, de ojillos
redondos y muy negros, fisono-mía expresiva y morena
adornada de mostachos y perilla blancos y espesos. Su hermosa
cabeza estaba coronada por una abundante cabellera blanca que nos
recordó la de nuestro gran poeta épico Don
José Joaquín Ortiz, y tanto por sus movimientos
como por el tono de su voz y su piel morena, conocimos que era
natural de Andalucía.

Como Zorrilla sabía que iba a ser
presentado a tres SurAmericanos, admiradores de su genio, y
comprendiendo que éramos nosotros tres, puesto que a todos
los demás concurrentes les co-nocía, nos
dirigió la palabra al entrar, sin saludar siquiera a sus
amigos, que con nosotros se pusieron de pié para recibir
al Maestro.

En España, Señores, nos dijo
Zorrilla todo anda manga por hombro y nadie está en su
puesto. El Ministro se descarga eh el Secretario, el Secretario
en el Oficial y el Oficial en el escribiente, lo mismo que el
Obispo en el Cura, el Cura en el Sacristán y éste
en el monaguillo. Cuando entré al Ministerio no
encontré ni portero ni lacayo con quien hacerme anunciar.
Excúsenme pues Uds. de presentarme de imprevisto y sin
anuncio previo. Mucho placer tengo en conocer a Uds y en
estrechar sus manos de sur-americanos.

Acto seguido, Campoarana nos
presentó al poeta, quien ya sentado como nosotros,
tomó la palabra, porque era gran can-seur y
recitador incomparable, y sumamente locuaz.

Yo tengo el mas grato recuerdo y el mas vivo
agradecimiento de la América española, pues han de
saber Uds. que yo fui lector del Emperador Maximiliano én
Méjico, y que cuando estuve en ese pasajero Imperio
fué la época mas feliz de mi vida> porque en
España, que ha si dopara mí una madrastra, que no
madre, he arra; strado una vida miserable a pesar de haber
dedicado todas misa facultades a cantar las glorias
españolas. En alguna época, pan darme un pan me
envió el Gobiernó a Italia en donde
permanecí muchos años, dizque estudiando los
orígenes de la lengua castel" lana en sus fuentes latinas
y griegas. Cúanto tiempo perdí en esos
estériles estudios! Cuántas poesías hubiera
podido producir mi Musa! De cuántos tesoros de
poesía fue privada España durante ese
tiempo!

Algo así sucedió cuando Julio
II confinó a Miguel Angel a dirigir la explotación
de las minas de mármol de Carrara, privando al mundo de
muchas obras maestras que hubiera podido producir el gran
escultor. Pero a pesar de todo, yo he pasado mi existencia plena
de visicitudes siempre entretenido con mi lira, ya comiendo
platos de macarrones con los bandidos de Calabria, o saboreando
exquisitos manjares en la mesa iínperial de Méjico.
»

No pude prescindir de interrumpir su
vehemente narración con el siguiente verso del mismo
Zorrilla, cuya evocación me pareció
oportuna:

«Yo, de nadie Señor, de nadie
siervo, Independiente, libre, vagabundo. Mi hondo placer o mi
pesar acerbo Desparramo en cantares por el mundo
».

« Viviendo de mi ingenio y de mis
manos, Dondequiera que voy me dan, amigos, Su escudilla de barro
los mendigos, Su opíparo festín los Soberanos
».

Cómo exclamó entusiasmado
Zorrilla, Ud. diplomático y hombre de Estado, se ocupa en
las fruslerías de los poetas y conoce mis versos de
memoria?

Don José, le contesté, las
poesías de Ud. se aprenden de memoria en mi país
por niños y viejos, y son recitados por to-dos sus
admiradores con el mismo respeto y entusiasmo con que los
Mahometanos recitan los versículos del Coran. Digame Ud.
cuales son los versos preferidos de Ud. y se los recitaré
inme-diatamente.

– Me ha hecho Ud. un obse4uio de tomo y
lomo con esta gratísíma evocación, dijo
Zorrilla, acepto su ofrecimiento porque me deleita oír mis
versos recitados por un sur-americano con su vocalización
cadenciosa y suave, semejante a la de los andaluces y que no
tieñe la aspereza de la que emplean los castellanos. Yo
cambiaria el Poema de Granada, en su parte histórica, por
mis cantos y Baladas moriscas.

Acto seguido recité yo la
hermosísima cántiga que un príncipe moro
cautivo dirije a una princesa cristiana qué habita el
castillo de Baena, situado al frente de su prisión, y que
empieza así

o Azucena de Baena,

Abre tus hojas al sol del
día,

Desdeñosa Nazarena

Abre a mis cantos tu
celosía:

Abre Sultana del alma
mía.

Sultana hermana de las huries

Que en los Jardines del Cielo moranTus dos
mejillas son carmesíes

Como granadas que se coloran.

Tus labios rojos como
rubíes,

Y me parecen, cuándo
sonríes

Los dientes puros que en sí
atesoran,

Corderos blancos entre
olelíes.

Tienes el cuello airoso

De la paloma.

Y el aliento oloroso

Como el aroma.

Tus ojos puros

Ojos son de gacela,

Dulces y oscuros.

Cristiana hermosa:

Por ver un rayo de tu mirada,

Por tu sonrisa mas
desdeñosa,

Yo te daría

El mejor Cármen de mi
Granada,

Mi mejor Torre de
Andalucía.

Sultana hermosa de mil colores

Bajo la huella de tus chapines

Nacen rosales, mirto y jazmines

En cuyas ramas llenas de olores,

Duermen los genios de los
amores,

Hacen su nido los colorines

Y buscan sombra los serafines.

Tu cintura es esbelta

Como las palmas.

Tu cabellera suelta

Red de las almas,

Suave es tu acento

Como el rumor del agua

Y el són del viento.

Cristiana bella

Por solo un rayo de tu mirada,

Sentir tu aliento,

Seguir tu huella,

De tus cabellos por solo un rizo

Yo te daría

Mi castillejo mas fronterizo

Mi mejor puerto de
Andalucía.

Si tu siguieras bella cristiana

Las verdaderas creencias
mías.

A mi suntuosa corte africana

Como mi esposa me
seguirías.

Tendrías fiestas todos los
días

Sortija y toro cada semana.

Y – en mis palacios
habitarías

De mis vasallos como Sultana.

Quién en ti osara poner los
ojos?

Quien no te hablara puesto de
hinojos?

Garza sobre una peña

Mal anidada.

Ven conmigo a ser dueña

De mi Granada.

Vuela sin ruido,

Las torfes del Alhambra

Serán tu nido

Cristiana hermosa

Si tu vinieras a ser mi esposa,

Yo te daría;

Para tu esélava mi alma
amorosa;

Para tu Alcázar, mi
Andalucía.

etc, etc.

Grande entusiasmo causó a Zorrilla
la recitación de las; estrofas que acabo de escribir. No
pudo contenerse y me dio -un abrazo, diciéndome: «
Qué placer me causa que Ud., diplomático-americano
conozca de memoria mis pobres versos. Siento or-gullo positivo al
haberlo oído y algo como un rayo de aurora da calor a mi
marchito espíritu, y me hace olvidar por un momento de la
triste situación y de la miseria en que me tiene sumida
esta mi Patria amada, que se ha convertido" en madrastra para
mí, no obstante que he dedicado toda mi vida y toda mi
po-tencia intelectual, a cantar sus glorias y enriquecer su
literatura con los acentos de mi lira ».

Y con efecto, Zorrilla se hallaba sumido en
la mas negra pobreza.

Hablamos a Zorrilla de su Don Juan Tenorio,
que siempre se representa en todos los teatros de España
el día de Difuntos. Ese drama, nos dijo, romántico
y fantástico, hijo legitimo de mi imaginación, lo
hice en una semana después de haber leído la.
leyenda de Don Juan. Y a pesar de sus defectos, que son mu-chos,
estimo que es una de las creaciones mas completas de mi estro
dramático ».

Recitéle la célebre
composición que hizo con motivo de la muerte de
Larra.

Es una abominación literaria, me
contestó, pero tuvo la particularidad de haber sido
improvisada con tinta de teñir en la tienda de un
tintorero, cuando en compañía de otros esco-lares
nos escapamos del Colegio para asistir al entierro de un suicida,
intrigados por este acontecimiento ».

Esta grata velada que pasamos con Zorrilla
y los otros-

grandes literatos que hemos mencionado,
nunca se ha borrado de mi memoria y hoy mas que nunca me afirmo
en la creencia de que Zorrilla ha sido el poeta de mas honda
inspiración y de númen insuperable que ha producido
España en el siglo XIX. Los millones de versos que
surgieron de su inagotable lira, pue-den tener defectos
analizados con el criterio severo de la poesía
clásica y de la rima disciplinada por las reglas
convencionales de los versificadores modernos, pero en ninguna
otra poesía española se encuentra mas
intención poética, ni mas jugo nacio-nal, ni mas
melodía, ni mas espontaneidad, ni mas fluidez, ni mas
riqueza de imágenes que en las obras poéticas de
Zorrilla. Los versos de los clásicos españoles
modernos podrán existir en los archivos de las- Academias
y de los Liceos literarios; pero sola-mente los cantos de
Zorrilla se conservaran imperecederamente en la memoria y en el
sentimiento de los pueblos de uno y otro hemisferio que hablan el
hermoso habla de Castilla.

Después de recorrer la
Andalucía y visitar la admirable Mezquita de
Córdoba con sus grandes alamedas de columnas moriscas, la
pintoresca Sevilla con su esbelta Giralda> su opu-lento
Alcazar y las risueñas ribas del Guadalquivir, pasamos a
Granada para admirar la Alhambra. Declaro que tuve
desilusión al ver la ornamentación de pasta que se
ostenta sobre los capi-teles de las arcadas del Palacio morisco,
pues yo creía que esos filigranas y encajes
artísticos eran labrados sobre el mármol y no
superpuestos como se hace hoy con cal y yeso en todas las casas y
apartamentos burgueses. Mas me sorprendió el Generalife
con sus inmensos y aromáticos pensiles.

De Andalucía pasamos a la hermosa
ciudad de Barcelona, después (le recorrer en ferrocarril
la pintoresca ruta de Valencia, encerrada entre dos grandes
hileras de naranjos que refrescan con su follaje y aromatizan con
sus azahares la paradisiaca vía.

Barcelona es sin disputa la mas importante,
mas poblada mas rica ciudad de España y el puerto de mayor
tráfico de toda la costa del
Mediterráneo.

De Barcelona se separó nuestro amigo
D. Diego Suárez, por tener- necesidad de asistir a una
fiesta de familia en Paris. Urdaneta y yo continuamos nuestro
viaje de regreso a Francia por la frontera del
Rosillón.

Hallándonos en Cerbére, ciudad fronteriza,
en espera del cambio de trenes, quiso Alberto que escribiera en
su álbum una estrofa sobre Andalucía y otra de
despedida a España. Para complacerlo, le dicté las
siguientes octavas reales:

Del noble Cid la legendaria
espada,

De admiración y de entusiasmo
lleno,

Contemplé cual reliquia
venerada.

La Mezquita gentil del Agareno

En católico Templo vi
cambiada.

En la Alhambra la Cruz del
Nazareno

Y en la esbelta Giralda de
Sevilla

Los emblemas triunfales de
Castilla.

Adiós España. Absortos
contemplamos

Tus ciudades, tus valles y tu
suelo

De fecundo vigor. Nos abrigamos

Bajo el sol de tu gloria y de tu
cielo;

Patria de nuestra patria te
admiramos,

Con noble orgullo y amoroso zelo

Y encontramos mas grande, – no te asombres,
-Que tus montes y templos, – a tus hombres.

Cuando nos hallábamos en
Cerbére en donde pasamos cerca. de tres horas,
llegó a la estación un hombre alto, de edad
avanzada, de abundante barba blanca y de calva patriarcal.
Llevaba un sombrero de fieltro de anchas alas y un vestón
de pana acanalada. Al recibir el sorteur su valija de
viaje leí sobre una placa de plata dos iniciales A y K.
Por el recuerdo que yo tenía de algún retrato en
litografía, pregunté a Urdaneta: Quien te parece
que es este sujeto que acaba de llegar?

Pues, Alfonso Karr, me contestó
inmediatamente.

Aprovechando Alberto la ocasión
propicia de obetener un autógrafo del gran novelista
francés, entró eh conversación con
él. Le expresó la admiración que
teníamos todos los surameri-canos por sus obras ; le
invitó a almozar y le pidió el permiso para esbozar
un retrato en su álbum.

Al pié del retrato puso su firma
Alfonso Karr con esta frase: « Arrété par un
gentil peintre á Cerbére ».

Al separarnos del autor de « Sous les
Tilleuls » nos invitó" a que fuésemos a
visitarlo a Niza para donde él siguió. Así
lo hicimos tres meses después, pasando en su grata
compañía dos horas durante un almuerzo que nos
ofréció en la hermosa y rí-sueña
villa que ocupaba cerca de Niza y a orillas del
Mediterráneo.

CAPITULO XXX.

Regreso a Francia,
Italia y Colombia

SUMARIO. – De regreso de España, Urdaneta y yo
visitamos la gruta de Lourdes. – Encuentro con el Obispo
colombiano, Señor Montoya quien se hallaba desterrado por
una Ley del Congreso, en la expedición de la cual tuve yo
parte principal. – Entrevista cordial con el Prelado. -Una
estrofa en el álbum de viajeros a Lourdes. – Regreso a
Colom-bia en compañía del arquitecto italiano
Cantini, contratado por mí. -En Fort-de-France la fiebre
amarilla hace estragos y uno de los pa-sajeros colombianos es
atacado por la epidemia. – Muere al llegar a Barranquilla.
Sigo para Bogotá en compañía del
Presidente Nuñez.

Urdaneta y yo quisimos conocer antes de entrar a
París el célebre Centro religioso de Lourdes, a
donde llegamos en la noche que dejamos la frontera
española.

Lourdes es un lugar muy pintoresco, en medio de
risueñas colinas y de verdes praderas, que encierran las
crestas de los Pi-rineos y riega un cristalino río. La
población ha aumentado considerablemente y hoy se
encuentran hermosas villas y conforta-bles hoteles, que se han
construido al rededor de las grandes ba-sílicas que
resguardan la milagrosa gruta. El golpe de vista al llegar
mí Lourdes es verdaderamente sorprendente y
feérico, y uno no sabe qué admirar mas si el
luciente verde de los prados o los capiteles magníficos de
los hoteles o los frontispicios y torres de las basílicas,
o el lugar pintoresco donde se halla la imagen de la Virgen y la
fuente milagrosa. Al pié de ésta se ha for-mado un
altar sobre la misma roca, y a un lado hay un
Púlpito

o Cátedra sagrada, también tallada sobre
la piedra. Del otro lado se encuentra la fuente, cuya agua
purísima se toma por medio de llaves que la dejan correr"
abundantemente cuando se abren.

Imponente y grandiosa es una peregrinación a
Lourdes.

Cerca de diez mil personas acuden, en
Septiembre de todos los pueblos vecinos y de
España principalmente, con sus vestidos de diversos
colores y formas, y conducidos por los Obispos o Sacerdotes que
encabezan la peregrinación.

Esta peregrinación generalmente tiene lugar por
la noche. De las mas elevadas colinas de Lourdes se desprenden en
ancha y espesas columnas las masas profundas de los peregrinos,
lle-vando en alto sus banderas con la imagen de la Virgen y
guia-dos por sus Obispos. Como una inmensa serpiente de
múltiples y vistosos colores alumbrada por las antorchas,
se mueven las columnas de las peregrinaciones. Al llegar a la
gruta, todos los peregrinos se reparten y se extienden sobre la
gran pradera a orillas del río y se arrodillan para
saludar a la Virgen. Entre los peregrinos van sordos mudos, cojos
y paralíticos, llevados en hombros, que van a buscar un
remedio a sus achaques y do-lencias en las aguas misteriosas de
su fé, ya que la ciencia ha sido impotente para
curarlos.

Después de la salutación a la Virgen, los
peregrinos se po-nen de pié y escuchan con religioso
respeto el sermón que pre-dica el principal de los Obispos
o Abates directores. Terminado el sermón, la multitud
desfila delante del agreste altar, deposita flores y ofrendas al
pié de la efigie venerada que se halla talla-da en la roca
sobre el rosal de Bernardette.

Y en el mismo orden en que ha venido desanda el camino
recorrido, a la luz de las antorchas, agitando sus banderolas y
entonando cánticas religiosas.

En Lourdes encontramos al Ilmo. Señor Montoya,
Obispo de Medellín, quien se hallaba enfermo y desterrado
por una ley del Congreso expedida en 1877, como creo haberlo
dicho.

El Sr. Montoya nos visitó al tener noticia de
nuestra lle-gada por la relación de los nombres de
viajeros que diariamente se hace en los periódicos de los
hoteles.

Era el Sr. Montoya un anciano alto y delgado, de
apacible fisonomía, ajada por los años y por el
infortunio y la tristeza, que el destierro le había
causado.

El Sr. Montoya llevó su amabilidad hasta el punto
de in-vitarnos a una misa especial que nos dedicaba en la misma
gruta de Lourdes. Aceptamos y al día siguiente a las ocho,
Alberto y yo concurrimos a la misa. Terminada ésta, nos
ofreció sendos vasos de agua de la fuente, después
de bendecidos por su mano episcopal.

Cuando Alberto tomó el vaso de plata que
contenía el agua frigidísima de la fuente, puesto
que viene destilada entre las rocas de los Pirineos y en esa
mañana otoñal se había enfriado aun
más por la baja temperatura, me dijo en voz baja y cuando
el Obispo se despojaba, dándonos la espalda, de sus
vestiduras de ceremonia: « Mira; ola! esta agua está
muy fría y temo que me vaya a hacer algún
daño, hallándome en ayunas. Quieres que le pongamos
un poco dé coñac? Acepté, y sacando
Urda-neta del bolsillo una cantimplora, roció el vaso con
un poco del excelente brandy que siempre llevaba
consigo.

El Obispo nos invitó a comer para esa noche y nos
sepa-ramos de él en la mas completa cordalidiad. Cuando
llegamos a nuestro hotel yo le dije a Urdaneta: » Mira
Alberto que yo voy a referir que tu has mezclado brandy al agua
de Lourdes y que esta acción no se compadece con los
principios de un conservador y creyente como eres tú. Yo,
liberal, no me habría atrevido espon-táneamente a
adulterar el agua con el coñac.

No se opone a mi fé el haber rociado el agua con
mi brandy, porque en todas estas cosas hay dos partes esenciales
o dos na-turalezas como en la de Nuestro Señor
Jesús Cristo, divina y hu-mana al mismo tiempo. En el agua
de Lourdes se encuentra la

propiedad inmaterial y milagrosa, y la materia
física que informa la linfa y como tú sabes que yo
tengo la costumbre de tomar un aperitivo de coñac y
jamás agua fría por la mañana, no
creo que hayamos pecado con haber atemperado la crudeza de la
parte ma-terial del agua con unas gotas de brandy, sin irrespetar
ni adul-terar la parte inmaterial y milagrosa, o sea su divina
esencia.

Me conformé a esta digresión abstracta y
teleológica que pa-recía tomada de la
célebre obra de Santo Tomás de Aquino, y pasando a
otro tema de conversación le dije:

« Estoy pensando en excusarme de asistir a la
comida que nos va ofrecer el Sr. Montoya, porque tal vez el
Prelado ignora que yo fui uno de los que votaron en el Congreso
la Ley en virtud de la dual se halla desterrado, (de lo cual
estoy arrepen-tido) y no es delicado de mi parte aceptar su
galante invitación ».

« Me parece bien pensado de tu parte, pero tal vez
lo mas correcto seria que tu fueras personalmente a visitar al
Sr. Obispo y le hicieras de palabra la excusa ».

Aceptando la indicación, me dirigí
á casa del Obispo y le ma-nifesté los
escrúpulos que tenía para concurrir a la comida,
ha-ciéndole saber que yo había sido uno de los
causantes de su des-tierro.

Lo sabía, Señor Doctor, me
contestó, y yo no conservo ningún rencor ni
amargura contra los miembros del Congreso que dictaron la ley. El
Gobierno, vencedor de la revolución, se halla-ba en el
deber de ejercer severas sanciones contra los revolu-cionarios
para evitar otra guerra. Los que verdaderamente hici-mos mal
fuimos los sacerdotes que, arrastrados por" el torbellino de la
política, nos pusimos al servicio de las pasiones de un
par-tido. Suplícole pues que, venga esta noche en
compañía del muy simpático D. Alberto, a
compartir conmigo el pan y la sal en mi humilde mesa de
desterrado y a hablar de nuestra querida patria
».

Después de la comida, el Sr. Montoya me
manifestó que se hallaba muy enfermo y pobre por llevar ya
dos años de destierro; que deseaba vivamente volver a
Antioquia, para morir en el seno de sus amigos y
conterráneos, y que él estaba firmemente resuelto a
consagrarse a su sagrado ministerio y a no tomar parte ninguna en
los ardientes debates de la política.

Al día siguiente escribí una carta al
General Trujillo, Presi-dente de la República,
interesándole vivamente para hacer cesar el destierro del
Sr. Montoya y tuve el gusto de poder comunicar a éste a
poco tiempo que se hallaba libre para regresar a la Patria. El
Sr. Montoya me dirigió a París con su
fotografía, una carta de agradecimiento muy afectuosa y
muy expresiva y fué el pri-mero de los Prelados
desterrados que regresó a Colombia, gracias al incidente
que tengo referido.

En el álbum de los viajeros, escribí, a
petición del Sacer-dote guardián, el soneto
siguiente:

A LOURDES

Un templo se alza en medio del espacio

Cuyo altar es la roca; – agreste suelo

Su pavimento. – La oblación el celo

Del que va á allá con sentimiento
Pío -Su órgano es el murmurar del
río;

El follaje del Bosque su ancho velo;

Su cúpula la Bóveda del Cielo,

Y su incienso la brisa del Estío.

En ese campo retirado y lacio,

Ante esa roca, a prosternar sus frentes

Van sin cesar millares de creyentes

Y mas grande que el Templo, y que el Espacio

Como éste, de infinitas dimensiones

Es la fé de sus firmes corazones.

(1879)

De Lourdes nos fuimos a Paris, y allí me
separé de Alberto para ir a Roma a despedirme del Rey
y de la Ciudad Eterna, porque en 1880, habiendo
terminado la Administración Trujillo y entrado a ejercer
la presidencia el Dr. Nuñez, resolví renun-ciar el
puesto de Agente Diplomático en Italia.

En Roma termine mis trabajos diplomáticos,
activé el tra-bajo de la construcción de la estatua
del General Obando y contraté al Sr. Píetro
Cantini, por orden del Gobierno de Trujillo, para que fuese a
Bogotá a continuar la obra del Capitolio Nacional y a
dictar clases populares de arquitectura.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
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