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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 2)



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Así pues, en medio de un pequeño valle,
salpicado de árboles y plantas floridas, circundada por
risueñas serranías, regada por fuentes de
límpida agua potable, arrullada y bañada por el
Cauca

teniendo a su lado como un Gigante protector con su boca
de friego, el Puracé, se ostenta la ciudad de Belalcazar,
rodea-da de una atmósfera brillante, purificada por el
volcán, bajo el palio de un firmamente siempre
diáfano, con temperatura primaveral de 18 a 20 durante
todo el año, día y noche, y con – un clima que,
según la expresión de Caldas « parece
inventado – por los poetas ».

Atraídos los Españoles por la riqueza del
suelo, por los ricos yacimientos auríferos de esa comarca
por la dulzura del clima y por la belleza de su espléndida
naturaleza, pregonadas por las rela-ciones de los viajeros,
Popayán vino a ser la residencia preferida de grandes
familias peninsulares que en ella se establecieron. Los
vástagos de estas familias, han ilustrado, con su sangre
algunos, con sus luces otros, y con sus hechos sublimes todos, la
historia de nuestra guerra de Independencia, de la
formación de la República y de su marcha
política en mas de media centuria.

Con tan ilustres huéspedes y con tan
privilegiadas dotes otor-gadas por la naturaleza, Popayán
llegó a ser la segunda ciudad de – la Colonia y el asiento
de familias y de altos funcionarios españoles. En la
época de su mayor prosperidad alcanzó a 40.000
habitantes, muy poco menos que Santa lié, la Capital. El
área de la ciudad es muy extensa y hoy por hoy puede
contener el mismo número de habitantes. Sus calles son
anchas, tiradas a cordel y formando ángulos rectos, como
todas las antiguas ciudades españolas. Sus edificios
públicos son de piedra y mampostería y se
distinguen por una arquitectura severa y elegante. Sus templos
son magníficos y hay algunos, como el del Rosario7 que
conserva joyas de riquísimo valor y una espléndida
ornamentación de brocado carmesí que sirve para
cubrir todos los muros y columnas en las grandes festividades
religiosas. Sus casas particulares son amplias y ventiladas con
pro-fusión de luz, encuadrando el patio principal que por
lo regular forma un jardín, vastas y elegantes
galerías en frente de las habi-taciones. En los patios
interiores se encuentran grandes fuentes de piedra por donde
brotan abundantes aguas para el servicio do-méstico. Estas
fuentes se hallan en medio de un tapiz de verdura esmaltado de
flores y sombreado por limoneros y naranjos. En lo general estas
moradas parecen copias de las habitaciones andaluzas y tienen una
arquitectura que revela la conjunción del estilo
español con el morisco.

Bien pronto Popayán fríe dotada de
establecimientos públicos de primer orden y de la segunda
Casa de Moneda de la Repú-blica, por ser centro de una
gran comarca minera.

Fue asiento de un Obispado y su Coro Catedral y de una
Universidad.

Los Españoles, encantados con el clima y con las
bellezas naturales de la ciudad, vivían opulentamente del
oro de sus minas y de los ricos frutos de sus haciendas del
Valle.

Con tales elementos acreció la población.
Vinieron de España nuevas familias que procuraron siempre
enlazar sus descendientes entre ellas mismas, sin mezcla de
sangre criolla, y así vino a ser Popayán por sus
principales habitantes, por sus hábitos de nobleza y por
sus claros pergaminos, la ciudad mas aristocrática de la
Colonia.

La separación de las clases sociales fue tan
completa y acen-tuada que hubo barrios o cuarteles enteros de la
ciudad, como el de la Pamba, por ejemplo, habitados
exclusivamente por familias nobles, sin intrusión de
plebeyos, ya que entre éstos no es posible contar los
esclavos y los individuos de la servidumbre. La Iglesia del
Rosario era destinada únicamente a las familias
aristocráticas y cuentan las crónicas que cuando
una « ñapanga » (mujer del pueblo) se
atrevía a penetrar a dicha Iglesia, las linajudas damas la
arrojaban a empellones y latigazos aun cuando ellas no fueran
Jesucristo ni la pobre intrusa mercader del Templo.

Las damas principales de la aristocracia se denominaban
Señoras de Estrado y Carro de oro, porque en
general recibían en días excepcionales sentadas
bajo un dosel, sobre un sillón de bordes dorados y
tapizado de brocado carmesí, colocado sobre un estrado
alfombrado. Ellas lucían unas grandes faldas de
paño de San Fernando orlado de tupidos y espesos tejidos
de hilos de oro, y de ahí el nombre de Carro de
oro.

Los visitantes que entraban a la noble mansión se
sentaban en asientos colocados al pié del estrado y, sin
osar dar la mano a la aristocrática dama, salían,
después de una corta entrevista, a una señal de
despedida de la Señora.

Como es natural, estas costumbres desaparecieron, pero
he querido memorarías en estas apuntaciones como un
recuerdo de los relatos que me hacía mi abuela, la hermana
del célebre Francisco de Caldas, relatos que ella-
tenía por tradición de sus antepasados.

Estas costumbres, repito, frieron modificadas o
desaparecieron en los tiempos anteriores a la guerra de
Emancipación, así como -todos los fueros
aristocráticos que habían recibidos de la Corona
Española, anulados por completo en la época de la
República pero tales reformas no pudieron borrar el sello
de majestad que aun distingue la noble ciudad de
Belalcagar.

Cuando sonó la hora de la Independencia, los
hijos de Po-payán ocuparon el primer puesto de la
Nación que nació el 20 de Julio de 1810.

El primer Hombre político del nuevo Estado y el
primer Sabio de América, sino de la Epoca, hijos de
Popayán, fueron los dos principales protagonistas y los
dos mas ilustres mártires de la primera época de la
independencia granadina: Camilo Torres, el gran político,
autor del célebre Memorial de agravios cuando predijo a
España que si no cambiaba de política con la
Colonia podría precipitarse a una separación
eterna, el Caton granadino, como lo llamaron sus
contemporaneos,el gran orador en la noche del 20 de Julio, de
quien dijo D. José Maria Salazar que no oyeron el
Areópago de Atenas ni el Senado de Roma una voz mas
elocuente que la suya en el cabildo abierto de la noche del 20 de
Julio de 1810; El Descubridor del Genio de Bolívar, el
Presidente de los Estados Independientes de Nueva Granada, el
múltiple mártir de la crueldad española,
porque, después de arque-buceado, fue ahorcado y su cuerpo
despedazado, su rostro ensan-grentado colocado en una jaula en la
Alameda de Santa lié, y sus miembros «expuestos y
dispersos para escarmiento en los caminos ».
Francisco José de Caldas el Sabio mas notable que ha
producido la raza española, superior a Pascal porque fue
al mismo tiempo médico, naturalista, astrónomo,
botánico, geógrafo, ingeniero, ma-temático,
insigne escritor y poeta, sin maestros, sin modelos y sin libros,
el inventor del Hipsómetro, el único americano
español a quien se tributa un homenaje en el Museo de
Berlín, el compañero de lVlútis, que
estudió bajo su dirección la flora y la fauna
ecuatoriales, el escritor fecundo sobre las múltiples
materias que for-maban el inmenso caudal de sus conocimientos, el
Director del Observatorio Astronómico en donde con Torres
y otros patriotas promovió la emancipación de la
Colonia; el ingeniero que sostuvo con sus conocimientos en
estrategia y en milicia la guerra contra el gobernador
Tacón, el más notable héroe de la causa de
la Independencia, que subió al Templo de la Inmortalidad
con la triple aureola de mártir, de sabio y de patriota;
la víctima mas pura ofrecida en holocausto a la Guerra de
Independencia, el Cordero mas blanco del aprisco, cuya sangre
inocente derramada por la cuchilla española formó,
según la expresión de su ilustre biógrafo,
D. Lino de Pombo: « un océano inmenso que
impidió la recon-ciliación con la Madre patria
durante mucho tiempo ».

Popayán también es patria de muchos otros
hombres distinguidos y de próceres eminentes de la
Independencia tales como Francisco Antonio Uloa, insigne abogado
y compañero de Caldas en la lucha por la independencia y
en el martirio; Laureano López, Buch, Armero, Calambazo,
José Hilário López, adolescente de 1 7
años que hizo de su boleto de muerte en la quinta que
siguió a la derrota de la Cuchilla del Tambo, un
cigarrillo para seguir fumando y cantando, como el girondino, al
cadalso preparado en la misma ciudad de Popayán. Mas tarde
este niño, cuya pena de muerte fue conmutada en la misma
plaza del patíbulo por otra menos grave, ocupó
altos puestos en la política y en la Administración
de la República independiente hasta llegar a la
Presidencia de la República, que desempeñó
de 1849 a 185g. Durante su Admi-nistración, la mas notable
de todas en la República desde el punto de vista
político, se realizaron las grandes reformas que forman el
Decálogo de nuestras libertades y que hoy se hallan
consignadas en las piedras cimentales de la República con
él asentimiento de todos los partidos.

Próceres fueron también, hijos de
Popayán, los tres Quijano mis antepasados, a quienes
quiero consagrar un recuerdo especial.

De Don Tomás, Ruiz de Quijano, el primer
personaje de ese apellido que vino a la Colonia, descendieron en
línea recta los tres hermanos llamados Jósé
María, Mayor General y valeroso militar que se
distinguió en las batallas de la primera época de
la Independencia; Don José Joaquín, hermano segundo
del primero y Don Francisco José, el menor, mi abuelo
paterno, todos tres adalides de la Patria que cayeron con los
restos del ejército libertador en el célebre campo
de la Cuchilla del Tambo.

– El Mayor General José María Quijano,
fué fusilado por los Españoles el 19 de Agosto de
1816, en compañia de José María Matute y
José María Cabal, también próceres
caucanos, por lo cual se llama esa fecha la e Jornada de los tres
José – María ».

Don José Joaquín Quijano, hermano del
General, fue desterrado, se asiló en Méjico en
donde tomó servicio por la causa de la Independencia a
órdenes de Morelos y murió gloriosamente al
servicio de su segunda Patria.

Don Francisco José Quijano, mi abuelo, fue
confinado a la Presidencia de Quito, hoy República del
Ecuador, de la cual era el jefe Don Toribio Montes.

Durante la vida independiente de la República de
Nueva Granada que hoy se llama Colombia, Popayán fue cuna
de ocho Presidentes o que ejercieron (algunos de los cuales
v?rias veces), el Poder supremo. He aquí el glorioso
elenco.

  • 1. Don Camilo Torres, el Primer hombre de la
    primera época de la Independencia, Presidente de los
    Estados Unidos de Nueva Granada.

  • 2. Don Joaquín Mosquera, segundo
    Presidente de la Gran Colombia, sucesor de Bolivar en 18.30,
    gran diplomático, orador y publicista
    insigne;

  • 3. Don José María Obando:
    ejerció la Presidencia acci-dental en 13.31 y mas
    tarde elegido popularmente en 1353, Ge-neral valeroso,
    guerrillero insuperable, ayudante de campo del
    Libertador.

  • 4. Don Tómás Cipriano de
    Mosquera, insigne guerrero, político eximio,
    reformador audaz y el hombre que mas influencia haya tenido
    en la marcha política de la República durante
    su vida independiente. Como jefe del bando conservador
    ejerció la Presidencia de 1845 a 1849 y las mas
    importantes reformas en el sentido del progreso material y
    civilizador, datan de esa época. Mas tarde como jefe
    del bando liberal fue el cándido conductor de la
    revolución de 1860, única que ha triunfado en
    Colombia y que dio por resultado el establecimiento del
    régimen libérrimo de la Constitución de
    Rio ITegro. Ejerció la Presidencia a título
    revo-lucionario desde í 86o hasta 1863; fue elegido
    Presidente para el período de 1863-1864 y reelegido en
    í866. De este ilustre esta-dista y guerrero,
    así como del General Obando su émulo, me
    ocu-paré in extenso en otra parte de este
    libro.

  • 5. Don José Hilario López, el
    ilustre adolescente de la Cuchilla del Tambo, de quien ya he
    hecho mención.

  • 6. Don Julian Trujillo, hombre valeroso, leal y
    honrado, Ejerció la Presidencia de 1878 a
    ~88o.

  • 7. Dr. Froilan Largacha, tipo el mas completo
    del hombre benévolo y probo, espejo de todas las
    virtudes públicas y privadas. -Ejerció la
    Presidencia como uno de los miembros del Gobierno plural
    establecido por la Convención de Rio Negro en
    1863.

  • 8. General Ezequiel Hurtado, amigo y
    compañero de Trujillo en las campañas de "877.
    Desempeñó la Presidencia como primer Designado
    en í88í.

En el campo de las letras, Popayán ha contado
entre sus hijos a escritores insignes como Vicente
Cárdenas y Sergio Ar-boleda, a oradores como Antonino
Olano y Manuel de Jesús Quijano, y a los tres primeros
poetas de la nación: Julio Arboleda, Rafael Pombo y
Guillermo Valencia.

Como abogados estadistas, además del eminente y
sin par Camilo Torres, brilló en Popayán Don
José Rafael Mosquera, autor de la célebre
Constitución de 1843 y de una excelente obra de Derecho
constitucional.

Como hombres de Iglesia, hijos de Popayán,
frieron Don Manuel José Mosquera, el mas ilustre de los
Prelados que ha ocupado la Sede de la Arquidiócesis de
Bogotá, y el Doctor Pedro Antonio Torres, Capellán
Castrense del Libertador de la campaña del Perú, el
Soldado Cruzado de la Independencia, de quien me ocuparé
especialmente en otra sección de esta obra.

Como Diplomáticos culminaron Don Joaquin, D.
Tomás Cipriano y Don Manuel María
Mosquera.

Y no solamente en los altos puestos de la Magistratura,
de la Diplomacia, de la Milicia y de la Iglesia han brillado los
hijos de Popayán, sino también como jefes de
familias ilustres por sus virtudes, por su honorabilidad y, por
la nobleza de su vida intachable, tales como los Arboledalos
Mosquera, los Pombo, los Quijano, los Hurtado, los Valencia, etc,
etc.

Terminaré este capítulo consagrado a mi
ciudad natal, me-morando dos festividades de carácter
popular y religioso que fueron peculiares de la ciudad de
Popayán y como los sellos distintivos y salientes de sus
antiguas costumbres.

Quiero hacer un bosquejo de la fiesta de los Reyes y de
las Solemnidades de la Semana Santa, y al hacerlo me remonto a la
época de mi infancia y escribo en indicativo presente para
dar mayor colorido a la descripción.

La fiesta de los Reyes, el 6 de Enero, constituye para
to-das las clases sociales de la ciudad la jornada mas grandiosa
solemne y brillante del ,ano.

a – Desde 14 víspera todo el mundo se prepara
para contribuir tomar parte en la gran fiesta. Los hombres
arreglan sus nego-cios para estar libres durante el festejo; las
Señoras aromatizan sus vestidos encima de grandes canastos
de mimbre colocados sobre braseros en que se queman resinas
olorosas y llamados familiarmente zahumadores, para
e5trenarlos en la gran jornada; y los niños acarician los
zapatitos nuevos con que deben calzar se en la mañana
siguiente. Al despuntar la aurora del gíxí
día los atambores y los voladores anuncian a la
población que debe tener lugar la solemne festividad. De
tres extremos diferentes de la ciudad se desprenden tres grandes
carabanas o cabalgadas -encabezadas respectivamente por los tres
Reyes Magos, que van a adorar al Mesias recién nacido: El
Rey viejo, como lo llamaban popularmente, el Rey negro u Etiope,
y el Rey jóven o- mozo. Representan estos monarcas
bíblicos, jóvenes artesanos en lo general, montados
en soberbios caballos que suministran gustosos los patricios de
Popayán para el regio servicio, así como
también para los acólitos y numerosos
acompañantes de la real comitiva. Los Reyes van lujosa y
espléndidamente vestidos con grandes coronas de metal y
piedras preciosas, capas bordadas de oro y plata, sobre monturas
de terciopelo bordado de oro y con jaeces para los cal>allos
adornados con cascabeles, pequeñas conchas marinas y
filigranas de metales valiosos.

Acompañan a los Reyes los alabarderos, los pajes
y los heraldos con indumentaria lujosa y apropiada como en una
es-cena teatral. Enseguida marchan las Acémilas cargadas
con los equipajes regios y con los ricos presentes para el
niño Jesús.

Al són de atambores, pífanos, caramillos,
dulzainas y otros instrumentos de música pastoril y
tradicional de los indígenas, la-gran comitiva marcha
lentamente desde los extremos norte, sur y oeste de la ciudad
hacía la plaza principal con el objeto de convergir en el
Oriente juntándose los tres monarcas para ir a adorar a
Jesús recién nacido

Precede a los Reyes Magos la Estrella que los
guió, según la tradición bíblica,
desde apartadas y opuestas regiones a Na-zareth de Judea. En la
fiesta payanense, la Estrella está repre-sentada por una
niña de 6 a 7 años escogida entre las mejo-res
familias de la ciudad. Cubierta o mejor dicho envuelta entre
armiños y gasas azules, la niña va sentada sobre
una pequeña silla y bajo un dosel de tela azul. La silla
está colocada a grande altura sobre unas andas que llevan
en hombros hijos del pueblo, como los sédiaris
que conducen al Papa a San Pedro en la silla gestatoria. Sobre
las andas se ha levantado una especie de pirá-mide formada
por grandes canastos de mimbre cubiertos con pliegues por
abundantes y finas telas blancas y azules con artís-tico
desorden para imitar las nubes al rededor de la columna y silla
que ocupa la tierna infante, la cual semeja bien a una estrella
de la mañana con sus ojillos brillantes y sus mejillas de
aurora. Las regias comitivas se juntan en la esquina principal
que precede a la gran plaza, y al reunirse se saludan con
dis-cursos en verso que llaman relacion escritos por
literatos payanenses.

En el costado oriental de la plaza principal, junto a
una casa de dos pisos que tiene en su parte baja arcadas o
galerías se ha formado al aire libre un Teatro de vasto
palco escénico con cortinajes, ornamentación y
mobiliario lujosos, para representar la sala del trono del Rey
Herodes, a quien los Reyes Magos, guiados por la Estrella, la
cual debe ser vista desde lejos en los extremos de la ciudad, van
a pedir permiso para adorar a Jesús en Betleem de
Nazareth.

El papel de Herodes es el principal de todos los actores
de este drama popular y religioso. En la época a que estos
recuerdos se remontan, el protagonista Herodes estaba
representado por un sastre comerciante llamado José
Uzuriaga, de humilde condición social, por lo cual algunos
lo daban el apelativo de nor, que era una
contracción de señor para llamar así a los
hijos del pueblo; pero que éstos anteponían a su
nombre el título de Don, exclusivo de los
aristócratas, porque sus atributos regios el día de
la fiesta lo habían exaltado al rango de la nobleza antes
sus ojos deslumbrados por la magnificencia del
espectáculo.

Don o nor- José Uzuriaga tuvo
monopolizado durante su vida el gran papel de Herodes y a su
desempeño consagraba una parte considerable de su tiempo,
tanto para aprender de memoria la larga recitación y los
complicados diálogos que cada año se modificaban
favorablemente. De su peculio, que no era muy pingile, hizo
considerables gastos para los magníficos vesti-dos y la
espléndida y regia indumentaria que llevaba una vez por
año. Las decoraciones, los cortinajes, los bastidores, la
for-mación del teatro sobre la plaza también eran
de su cargo.

Principia el drama por el anuncio que los Ministros del
Rey le dan del nacimiento del Salvador, quien debía ocupar
el trono de Judea. Preocupado Herodes con la fatal noticia
convoca a su Palacio a los Sacerdotes y Augures para preguntarles
si es cierto que el niño nacido en Betléem es Hijo
de Dios y viene a der-rocarle de su trono.

Con la respuesta afirmativa de los Pontífices,
Herodes, des pués de un monólogo vehemente que
transpira las vacilaciones de su espíritu, resuelve
recibir a los Reyes para tener mas se-guros datos sobre el lugar
en que se halla" el Salvador y poder tenderles una celada y
sacrificar al Niño.

Con gran pompa, acompañados de sus principales
acólitos; entran los Reyes a la sala del trono de Herodes,
lujosamente vestidos, arrastrando grandes mantos bordados y
llevando la co-rona en la cabeza y el cetro en la
mano.

La regia entrevista es la parte culminante de4l drama;
los Magos exponen a Heródes el propósito que tienen
de ir a ado-rar a Jesús recién nacido porque es el
Hijo de Dios, el Mesías prometido por los Profetas que
viene del Cielo a redimir a la. Hu-manidad del castigo de sus
faltas y a reinar sobre la tierra.

Con suma habilidad, Herodes inquiere de los Reyes todo
lo que le interesa saber y les da el permiso para seguir a
Betléem.

Al despedirse los Magos, entra Herodes en un acceso de
desesperación y de ira, llama a sus Ministros y
confidentes para oír sus -consejos, respecto de los medios
que piensa emplear para suprimir a los Reyes y al Niño,
futuro usurpador de su trono. Lanza admoniciones, blasfemias y
amenazas. Su iracundia se de-sata como una tempestad. Resuelve a
veces degollar a todos, incendiar la ciudad y no dejar piedra
sobre piedra para que no tenga lugar en donde reinar
Jesús. Abatido otras veces se con-duele de su suerte
infeliz, solloza, y arroja la corona y el cetro, rasga el regio
manto y cae sobre su trono en profundo abati-miento. Bien pronto
su espíritu reacciona y recobra las energías
per-didas. Recoge la corona y el cetro y se yergue soberbio sobre
el trono. Llama a los centuriones de su guardia y ordena la
de-gollación de todos los niños recién
nacidos para que entre ellas caiga la cabecita de Jesús.
Así termina el gran espectáculo que ha tenido lugar
sobre un gran teatro formado por tablas sobre sostenes de madera
en la plaza principal de Popayán.

Entre tanto, los Reyes Magos con sus grandes comitivas y
toda la población de Popayán, casi toda de vestido
nuevo, porque es costumbre tradicional en todas las clases
sociales estrenar en este día los mejores trajes, se
dirige hacia Betléém.

Betleém es una plazoleta formada sobre una colina
que queda situada al oriente de Popayán a una altura de
200 metros, mas o menos. En la plaza existe una capilla en donde
se representa el gran pesebre o establo en que nació
Jesús. En el centro de la plaza, pavimentada de piedra se
eleva una gran cruz también de piedra en que se hallan
escritas algunas preces sobre los zócalos del pedestal.
Recuerdo que en una de ellas se dice: « Un Padre Nuestro y
un Ave María para que Dios nos liberte "de la langosta
»: y en otra una ((oración para que no sea total la
ruina de Popayán» Seguramente esto se hizo
después de los grandes terremotos del año í
827 que destruyeron una gran parte de la
ciudad.

De ésta a la eminencia que forma la plaza de
Betléem conduce una ancha calle, continuación de la
principal de la ciudad, bien empedrada y con pendientes no muy
suaves en forma serpentina y haciendo zig-zags o
quingos.

Sobre la plaza de Betléem se han levantado toldos
de cam-paña para preservar de los rigores del sol las
mesas cubiertas -de helados, ponches, vinos, licores y mistelas,
bizcochos, el clásico 1salpicón de frutas y nieve,
tortas, mermeladas, y las exquisitas confecciones de dulces y
harinas de trigo y maíz que constituyen las afamadas y
tradicionales colaciones de Popayán, entre las
cuales descuellan las delicadas caspiroletas que son
minúsculas vasijas imitando una cacerolita formadas por
finísimo hojaldre y llenas de un licor compuesto de yemas
de huevo bien batidas incorporadas con vino de Malaga,
azúcar y canela. Cada caspiroleta constituye un bocado
delicioso al deshacerse en la boca.

Después de que los Reyes, su comitiva y los
concurrentes han tributado sus homenajes a Jesús delante
de un magnífico pesebre, se reparten sobre la plaza de
Betléem para gustar y regodearse con los manjares y
exquisitas bebidas de los toldos. Durante toda la tarde y hasta
la entrada de la noche todo el mundo fraterniza en expansiones de
amistad y de contento al regalarse con los magníficos
refrescos. Los políticos arreglan sus diferencias. Los
enamorados multiplican sus confidencias. Los hombres de negocios
aseguran sus compromisos y el pueblo todo, lleno de regocijo,
hace los mejores propósitos para mejorar su propia
condición y la de sus familias. Nadie falta a esta gran
« matinée » popular y no pocas veces se vio al
mismo terrible Herodes, vestido de civil y sin ningún
atributo de sus regias vestiduras, participar de los, placeres de
la fiesta y beber comer y departir fraternalmente con sus
súbditos.

A la entrada de la noche, la gran concurrencia alegre y
satis-fecha -desciende de Betléem por la ancha calle de
los zigzag que popularmente se llaman Quingos, para
volver a sus confortables hogares, y paladear en el seno de la
familia las huellas placenteras de la fiesta.

Otra de las grandes solemnidades de carácter
religioso y popular es la conmemoración, por medio de
procesiones nocturnas, del martirio y muerte de Jesuscristo en
los días de la Semana Santa.

No tengo noticia de que en ninguna otra ciudad del mundo
se hayan celebrado las ceremonias de la Semana Santa, o, por lo
menos, las procesiones de noche, con tanto interés,
unción y solem-nidad y pompa como se celebraban durante mi
tiempo en Popayán. En Sevilla y Nancy, en Beyrouth y
Santiago de Chile, hay pro-cesiones semejantes, pero que nunca
han podido igualarse a las de mi querida ciudad natal. Tal
supremacía en este especie de festividades religiosas
estaba en la conciencia de los hijos de Po-payán y cuentan
las crónicas que, cuando Bolívar regresó del
Perú a Colombia y pasó por Popayán en el mes
de Octubre de 1827, los mas notables y ricos payanenses
se reunieron para escoger el medio de recibir dignamente al
Libertador de América. Opinaron algunos por arcos de
triunfo, loas y discursos; otros por corridas de toros; quienes
por representaciones teatrales y por bailes y saraos y no
faltó alguno que opinara que lo mejor que podía
ofrecerse al gran guerrero para festejar su entrada en la ciudad
era hacerle Semana Santa…, y en el mes de Octubre.

En las principales – Iglesias de la ciudad se conservan
durante todo el año hermosas efigies ó esculturas
de madera que repre-sentan a Cristo, a su Divina Madre, a Pilatos
y todos los actores del drama que se desarrolló durante
unos pocos días entre el Huerto de las Olivas y un
montículo de Jerusalem y terminó con el sacrificio
del Sublime Martir, con cuya sangre lavó su podre-dumbre
el mundo antiguo y se amasaron los cimientos del soberbio
edificio de la Civilización cristiana, Estas efigies se
llevan sobre andas y se pasean durante las noches, sostenidas por
devotos que las cargan sobre sus hombros con un vestido que cubre
sus cuerpos y los oculta completamente a la vista de los
espectadores, como los acompañantes en ciertas poblaciones
de los convoyes fúnebres Algunas de estas efigies
están agrupadas para representar los diferentes incidentes
o episodios de la Pasión, tales como la Arrestación
de Jesús en el Huerto de las Olivas, su
presentación a Pilatos, la Flagelación y el
Coronamiento de Espinas, la Marcha al Calvario con la Cruz a
cuestas, la Crucifixión etc. etc. Estas ricas efigies
fueron costeadas por los patricios de Popayán y cada
Iglesia tiene su noche de procesión durante la semana, y
su paso culminante.

Las procesiones empiezan en la noche del Lunes Santo que
corresponde a la Iglesia de la Compañia de Jesús,
la cual por bastante tiempo sirvió de Catedral, por
haberse destruido por un terremoto la Iglesia principal de la
plaza, que hoy está ele-gantemente reconstruida. El paso
principal del Lunes Santo es el de San Pedro, al pedir
perdón por sus debilidades en la noche del martirio de
Cristo y señalando con sus manos (de la cual penden las
llaves del Cielo) el Paraíso Divino a los que tengan la
gracia de Dios para poder entrar en él.

La procesión del Martes Santo corresponde a San
Agustín la iglesia preferida por la clase popular y que
está situada en el barrio del empedrado, que era
el cuartel de los plebeyos en oposición al
aristocrático de la Pamba. En esta procesión, el
paso principal es el Señor del Perdón, que
representa a Jesús Cristo de rodillas sobre un globo
plateado, símbolo del mundo, ofre-ciendo a su Padre Divino
la Cruz en que él había muerto como holocausto
cíe su martirio y pidiéndole el perdón para
la huma-nidad doliente y pecadora.

El Miércoles Santo la procesión sale de la
Ermita, pequeña iglesia situada en la parte oriental de la
ciudad. El paso que descuella en ella es un grupo de efigies que
representa el Ar-resto de Cristo en el Huerto de las Olivas y la
traición de Judas.

La procesión del Jueves Santo es la más
solemne y la mas grandiosa. La componen doce pasos, que llevan en
sus andas esculturas magníficas y hermosas agrupaciones de
efigies. Corres-ponde a la bella iglesia de San Francisco, anexa
al gran Con-vento de religiosos de esa orden que después
de la Desamor-tización fue convertido en palacio del
Gobierno del Estado so-berano del Cauca. Este soberbio edificio,
vasto y elegante, tiene galerías que procuran una vista
espléndida sobre los prados y jardines de las riberas del
Cauca.

El gran paso de la procesión del Jueves Santo
representa a Cristo crucificado sobre la Roca del Calvario y en
medio de pe-queños arbustos, compañeros solitarios
del Gran Martir. Dicen los devotos cargadores de este paso que es
el mas pesado de la procesión y el que mas hiere sus
hombros, no obstante que hay una sola efigie en él, porque
la enorme cruz es toda de plata, o por lo menos de madera
doblada, en toda su extensión, por gruesas láminas
del metal blanco, artísticamente escul-pido. El dosel que
cubre la efigie está sostenido sobre las andas por cuatro
gruesas columnas de plata y cuando marcha la pro-cesión,
los movimientos oscilantes del colosal y pesado crucifijo hieren
los hombros de los cargadores, cuya devoción les impide
suavizar el peso de las andas con pequeñas almohadas o
durmientes de lana.

En la procesión del Jueves Santo, dedicada
especialmente al sexo masculino, era costumbre que todos los
caballeros jóvenes y los niños de la ciudad
concurrieran al acompañamiento y alumbrado del sagrado
cortejo.

La gran procesión del Viernes Santo, cuyo
acompañamiento o y alumbrado corresponden a las damas de
Popayán, salía de la iglesia da Santo Domingo y su
paso principal era el de la Madre de Cristo, llamado de la
Dolorosa, porque en una ma-gnífica escultura estaba
representada la Madre de Dios revestida de un ríquisimo
manto adornado de verdaderas piedras preciosas, obsequio de los
ricos y piadosos payanenses. En esta procesión se
exhibía un maravilloso Sepulcro de Cristo que era un gran
sarcófago cubierto en toda su extensión de
purísimas láminas del mas puro carey con remates de
bruñida plata. Después del sermón de tres
horas, se – descendía materialmente de la Cruz, que estaba
levantada en la iglesia, una magnífica efi-gie de Cristo
crucificado – que se colocaba entre sábanas mor-tuorias en
el -expresado sarcófago, el cual se cubría con una
her-mosa tapa también de plata y carey para colocarse
sobre andas hacer parte de la procesión de la
noche.

Las procesiones eran suntuosas, silenciosas y
magníficas. La salida de la respectiva iglesia terda lugar
a las 8 de la noche y a ellas concurría casi toda la
población de Popayán, de tal ma-nera que casi no
quedaban como espectadores sino los provincianos o villanos de
las vecindades que acudían a la ciudad du-rante la Semana
Santa, atraidos por ios esplendores de las fiestas
religiosas.

La procesión empezaba siempre por un grupo de
monaguillos que llevaban campanas e incensarios, luego
seguían el Sacristán mayor y dos acólitos
llevando aquél una gran Cruz enarbolada llamada
popularmente la Cruz Alta. Los primeros pasos en todas las
procesiones, excepto la del Viernes Santo, eran los de la efigie
de San Juan, la Magdalena y la Verónica, no llevaban
sitiales o doseles y su pesadumbre era liviana por lo cual los
cargado-res eran siempre devotos principiantes. Luego
venían los grandes pasos con grupos de efigies
representando los diversos episodios del martirio y de la muerte
de Cristo. Estos pasos llevaban doseles o sitiales muy hermosos y
marchaban distanciados a considerable es-pacio. Su marcha era
pausada y silenciosa y entre los pasos marchaban también
bandas de música, turiferarios y cantores. A uno y otro
lado de la extensa procesión, se dezlizaban las filas
compactas de acompañantes correctamente vestidos y
llevando en sus manos grandes cirios encendidos. El silencio, el
recogimiento y la compostura que reinaban en la procesión
daban a esta un aspecto majestuoso y solemne y formaban a su paso
esa atmós-fera mística que se siente bajo las
bóvedas de las grandes ba-sílicas durante las
festividades religiosas.

En la procesión del Viernes Santo, las andas no
llevaban ninguna efigie sino los atributos del Martirio de
Cristo, como los clavos, la caña irrisoria, la corona de
espinas, las sábanas mor-tuorias, la Cruz, etc. etc. y,
por último, el Santo Sepulcro de carey y plata con el
cuerpo de Cristo, y á magnífica efigie de la
Mater Dolorosa.

Cargar los pasos de la procesión era una gran
devoción de los hijos de Popayán que nunca dejaban
de cumplir ni en las más aciagas circunstancias. Mientras
mayor era la pes4dumbre del paso que cargaban, era mas grande en
su conciencia el tributo que rendían a la sagrada efigie
que sobre sus hombros llevaban.

Cuentan las crónicas que el célebre
General José Maria Obando cuando guerreaba en 1840 con sus
valerosos guerrilleros de Timbio y Chiribio, regiones vecinas de
Popayán, venía de incógnito y completamente
disfrazado a la ciudad ocupada por fuerzas enemigas, para cumplir
el religioso deber anual de car-gar uno de los barrotes del paso
de la Dolorosa, exponiéndose a ser descubierto y apresado,
aun cuando me aseguraban que si hubiera sido conocido nadie
habría osado poner sobre él la mano en medio del
sagrado cortejo de la procesión.

Al terminar esta desaliñada descripción de
las dos grandes festividades de carácter popular y
religioso que pueden considerarse como las dos típicas
manifestaciones de tus antiguas costum-bres, permíteme, oh
Madre venerada, noble y aristocrática ciudad, cuna de
sabios y mártires, de diplomáticos y estadistas, de
ora-dores y poetas, Matrona ilustre, de eximios magistrados,
al-mácigo de grandes familias, urbe preclara, martirizada
por los pa-cificadores españoles, santificada por el
Arzobispo Mosquera y cantada por Arboleda, permíteme,
repito, que, desde esta otra ciudad, capital del mundo, en donde
escribo estas líneas, atra-viese con el pensamiento los
dos grandes océanos y caiga de rodillas al pié del
Puracé y sobre las vegas de tu Cauca, para tributarle,
pleno de filial emoción, mí mas sincero y hondo
homenaje y mis votos vehementes porque los esfuerzos de tus
nuevos hijos logren restablecer tu progreso material, ya que el
decurso de los tiempos, en su marcha destructora, habrá
podido hacer estragos en tus edificios y disminuir tu riqueza y
tu población, pero no causar ni el mas pequeño
detrimento al lustre de tus blasones ni a los lauros de tu
Historia, ni a la corona inmortal de tus glorias Salve, Madre
adorada. Que el Dios de los pueblos permita que la Popayán
de mañana sea como la Popayán de ayer.

CAPÍTULO II.

Mi
Familia

SUMARIO. – La familia de Quijano. – Mis abuelos
paternos. – Mi padre. Su fuerza física, intelectual y
moral. – Su valiente actitud el 7 de marzo de 1849. –
Sus grandes servicios a la República. – El Dr. Jorge
Wallis, mi abuelo materno. – Mi madre y mis tíos. – Don
Francisco José de Caldas, el Sabio americano. – Sus
costumbres. – Anécdotas referentes a su vida en
Popayán. – Origen noble de la familia de Cal-das. –
Homenaje de Humboldt al gran Sabio.

La familia de Quijano, establecida en Popayán,
tiene su ori-gen en la noble de Iñigo Arista, de Navarra.
El primer español de ese apellido que habitó en
Popayán se llamaba el Conde Tomás Ruiz de Quijano.
De él descendió en línea recta Don Mariano
Ruiz de Quijano, padre de Don José María, Don Jose
Joaquín y Don Francisco José Ruiz de Quijano de
quienes ya me he ocupado en las primeras páginas de esta
obra. Hijo de Don Francisco José, (quien renunció
al titulo nobiliario y al nombre de Ruiz en los comienzos de la
guerra de independencia) fue mi padre, el célebre orador y
estadista, tan ventajosamente conocido en la historia de la Nueva
Granada y de la Nueva Co-lombia, y nacido en Latacunga
(República del Ecuador) del ma-trimonio de D. Francisco
José con Doña Catalina Ordoñez de Lara,
noble dama ecuatoriana.

De muy pocos años fue enviado mi padre a
Popayán al cuidado del célebre D. José
Rafael Mosquera, con quien mi padre tenía cercano
parentesco. Hizo en Popayán sólidos y vastos
estu-dios, porque esa ciudad era entonces el primer Centro
intelectual de la República, en el famoso plantel que mas
tarde llevó el nombre de Universidad del Tercer
Distrito.

– Mi padre contrajo matrimonio en el año de 1839
con Doña Rafaela Wallis y Caldas, venerada madre, hija del
eminente médico inglés, Dr. Jórge Wallis y
de Dña. Baltazara Caldas, her-mana menor del
célebre sabio y patriota D. Francisco José de
Caldas.

Era mi padre hombre de mediana estatura de
fisonomía distinguida, tez pálida, ojos negros y
brillantes, boca llena de movimiento y hermosa cabeza que en su
avanzada edad recor-daba por su ancha frente coronada de espesa
cabellera blanca, la figura de Victor Hugo. Se afeitaba el bigote
y llevaba la barba en contorno de la cara, lo cual daba a esta la
figura de medallón de Senador romano. Su cuerpo era de una
musculatura de Cíclope y sus anchas espaldas y su vigor
físico extraordinario hacían recordar las formas
del Hércules heleno.

Mi padre encarnó la fantasía de los Tres
Hombres Fuertes del célebre novelador francés,
porque grandes fueron su fuerza física, su fuerza moral y
su fuerza intelectual.

Su fuerza física era extraordinaria.
Constantemente daba mues-tras de ella. Alguna vez, atacado por un
enemigo le arrancó su propia arma (porque mi padre era la
bondad y la generosidad mismas), la rompió en dos pedazos
con sus manos de acero y lo arrojó al mismo tiempo que su
saliva al rostro del miserable. Trituraba entre los dedos un
corozo; doblada una pieza de plata de cinco francos y levantaba
sobre una acémila con una sola mano, como si alzara un
canasto, un voluminoso y repleto al-mofré, de diez arrobas
de peso.

Su fuerza moral corría parejas con la
física. Hizo las cam-pañas en Nueva Granada de
1840, 1854 y r86o, distinguiéndose en ellas por su valor y
serenidad. El General Herrán, quien lo distinguía
mucho y lo nombró Gobernador de Pamplona, decía que
él no había visto un hombre tan tranquillo en las
batallas como el Dr. Manuel de Jesús Quijano. Como los
verdadros va-lientes, siempre rehusó los grados militares,
a pesar de que era sobrino del General José María
Quijano y hermano del General Miguel Quijano, ambos de raza de
guerreros.

Sobre su vigor físico y su gran valor, se
destacaba la fuerza poderosa de su mentalidad. Era escritor
vigoroso y castizo, de exposición clara y sobria, y su
instrucción variada y vastísima. "Venía
profundos conocimientos en ciencias políticas, en
jurispru-dencia propiamente dicha, en historia, geografía,
ciencias físicas y matemáticas. Era químico
consumado y muy versado en los estudios literarios. Poseía
el francés y el griego, y era un lati-nista insigne. Pero
el rasgo saliente de su intelectualidad se manifestó en
sus insuperables dotes oratorias. Ricardo Becerra, gran
intelectual y testigo de la mayor excepción en esta
materia, dice en alguno de sus escritos que en su opinión
los tres mejores oradores que ha tenido la República han
sido Florentino Gon-zález, Manuel María Mallarino y
Manuel de Jesús Quijano. Su Verbo era fluido y harmonioso,
su voz clara y vibrante. Vocali-zaba como un consumado actor y el
torrente de su elocuencia en los muchos Congresos a que
asistió, avasallaba a sus con-tendores, dominaba las
asambleas y electrizaba los oyentes. Sus oraciones eran
admirables por la sobriedad, la elegancia, la con-cisión y
la rotundidad de las frases, ayudadas eficazmente por su vasta
erudición que es el verdadero arsenal del orador. En la
célebre sesión del 7 de marzo de 1849, cuando las
turbas populares asediaban al Congreso reunido en el templo de
Santo-Domingo para forzarlo a que eligiera al General
López Presi-dente de la República en competencia
con el Dr. Rufino Cuervo, dió muestras mi padre de su
valor impertérrito, de su gran ta-lento de orador y del
prestigio de su fuerza. He aquí cómo:

Las sombras de la noche invadían el Templo. Dos
escru-tinios habían tenido lugar sin haber podido reunir
la mayoría requerida para la elección presidencial.
Las turbas habían roto las débiles barreras que
formaban el salón improvisado del Con-greso en la nave
izquierda de la Iglesia. El Presidente estaba amilanado. Varios
diputados habían huido para" ocultarse en la
sacristía y en los rincones del Templo. La
confusión era horrible y en estos momentos caliginosos
anunció el Secretario a gritos para poder dominar el
tumulto que se iba a proceder a una nueva votación. Mi
padre, impávido, como siempre que se encontraba en medio
del peligro, pidió un lápiz para repetir el voto
que con su firma había ya dado dos veces por Cuervo, el
candidato excecrado por las barras. Tembloroso un escribiente iba
a pa-sarle el lápiz cuando uno de los
chicharroneros que se hallaba precisamente a la espalda
de mi padre, separado únicamente por las demolidas
barreras, descargó violentamente su ruda mano sobre el
hombro del Congresista. Volvió mi padre la cara y s>e
encontró con una mano plebeya levantada y blandiendo un
cu-chillo de carnicero. El agresor acompañó a la
amenaza estas palabras: « Mire Ud., Señor Diputado,
el lápiz para escribir ese voto ».

Rápidamente púsose mi padre de pié,
dobló como una de bil caña con su mano izquierda el
brazo del agresor y sacando de su pecho un puñal con la
derecha: « Miserable, le dijo, mira la navaja para tajar
ese lápiz ». El hombre anonanado se
abatió sobre sus rodillas como un lebrel bajo las garras
de un león.

El tumulto, las amenazas y las acciones agresivas
artecia-ban. La confusión era indescriptible y en esos
momentos mi padre pidió la palabra y con voz
estentórea para dominar la gritería infernal de las
barras, pronunció el discurso mas audaz y mas elocuente
que pueda producir el verbo humano, digno de aparearse con las
oraciones de Cicerón contra Catilina. De este dis-curso,
que debía haberse conservado con marco de oro sobre las
puertas de los parlamentos colombianos, publicó un
extracto en sus Memorias el General Joaquín Posada
Gutiérrez. Al recordar este episodio heroico de la vida
pública de mi padre, me limito, para no repetir lo que ya
está publicado, a reproducir el apóstrofe violento
a los Diputados lopistas en el momento mas cri-tico de la
sesión;

«Aquí no hay Congreso, aquí no hay
Constitución, aquí no hay República, dijo mi
padre, lanzando miradas de amenazas al Dr. Murillo, líder
de los liberales; estas papeletas son obje-tos de sainete y de
burla y las rompió); no continuemos en las farsas de las
votaciones: que venga el populacho de Bogotá a proclamar
elegido Presidente de la República al candidato que ha
escogido: pero que esto no se haga con fórmulas irrisorias
sino por la fuerza de la violencia de las turbas -y por la fuerza
de nuestra cobardía. Yo conocía las maquinaciones
que habiais preparado, Señores lopistas, para esta
elección, y he venido preparado y, como podeis haberlo
visto, estoy armado. Cuando em-piece la degollación que
habeis decretado yo no mancharé mis manos con la sangre de
los bandidos miserables que me rodean y me amenazan. Entonces,
tenedlo entendido, vosotros obtendréis mi pre-ferencia. Yo
no me presentaré sólo esta noche ante la presencia
de Dios. Mas de uno de vosotros me acompañará en
este viaje ».

Esta valiente oración pudo dominar la
contrisión y -restablecer el orden. Se procedió a
la última votación en que se declaró
ele-gido Presidente de la República al General José
Hilario López. porque algunos Cuervistas o Goristas
resolvieron votar por é, do-minados por el miedo. El voto
de Don Mariano Ospina líder de los Cuervistas, fue emitido
así »: Para que no sea asesinado el Congreso, voto
por López ». El de mi padre se leyó
con este adi-tamento «: Con la convicción de ser una
de las víctimas desi-gnadas, voto por Cuervo
».

El episodio que acabo de referir me fue relatado por mi
padre y por el mismo Dr. Murillo, quien1 a pesar de sus
divergencias de opiniones fue después grande amigo y
admirador de mi padre.

« En esa tardeme decía el Dr. Murillo, su
padre de Ud. estuvo sublime por el valor y la elocuencia, y yo le
confieso que cuando nos lanzó su apóstrofe terrible
me quedé aterrado ».

No obstante la conducta de mi padre en la célebre
sesión del 7 de Marzo de ¡849 que contrastaba con la
de Don Mariano Ospina fue éste escogido en 1857 como
candidato para Presidente de la República, por la
mayoría conservadora en competencia con mí padre, a
quien quería proclamar un grupo respetable dé esa
par-cialidad política.

Mi padre fue 1 7 veces miembro de las Cámaras
Legislativas, que siempre presidió. En
compañía de Don José Eusebio Caro,
formó el reglamento de la Cámara de Representantes
que rige aun, lo mismo que el Código administrativo en
compañía de Florentino González. Fue
Gobernador de Pamplona en la administración Her-rán
y Gobernador elegido popularmente de la provincia autónoma
de Popayán en 1853. En ese puesto contribuyó a la
caída del dictador Melo en 1854. Se distinguió como
Ministro Diplomático en la República del Ecuador en
í 861 y como primer Ministro de Relaciones Exteriores del
General Mosquera, cuando éste fué elegido
Presidente de 14 República por la Convención de
Rio-Negro.

En todos estos altos puestos brilló mi padre por
su laborio-sidad, por su talento, valor, y patriotismo, por su
colosal instruc-ción, y verbo elocuente y, mas que todo,
por su incontestable pro-bidad. Como Administrador de las Salinas
de Zipaquirá hizo un estudio profundo y científico,
tanto de las condiciones químicas de la sal como de la
capacidad y riqueza de la mina y de 105 medios que debían
emplearse para explotarla con mayor provecho para la
Nación, de la cual es una de las principales rentas. El
Dr. Mi-guel Samper, Ministro de Hacienda en la
administración del Ge-neral Santos Gutiérrez, al
agregaría a su Memoria, hace un elogio entusiasta de ese
interesante estudio científico.

Casi toda su vida la consagró mi padre al
servicio de la Re-pública. En cierta época,
después de la caída del dictado Melo, se sustrajo
por algún tiempo a las faenas de la vida pública
para contraerse al trabajo lucrativo con el fin de formar un
capital que podría servirle para educar su numerosa
familia, porque mi abuelo había sido arruinado
completamente por los españoles como todos los que tomaron
parte activa en la guerra de la Independencia. En
compañía de un capitalista tomó en
arrendamiento los bos-ques de quina de Tacueyó y de
Toribió y durante dos años estuvo consagrado a
explotarlos como un jornalero, trabajando de día y de
noche con detrimento de su salud y privado de toda especie de
comodidades. Los cargamentos de quina eran remitidos por mi padre
a su socio para la venta en los mercados extranjeros; pero el
asociado tuvo a bien guardar para él solo los productos
del ne-gocio, nunca volvió a Colombia y arruinó a
mi padre.

Suspendo toda consideración a este respecto,
porque ese Socio ya está juzgado por el Tribunal de las
Supremas y Definitivas Li-quidaciones.

El resto de su vida lo pasó mi padre con el
producto de su trabajo personal hasta morir pobre en 1880. Sobre
su tumba, sobre la cual deposito estos recuerdos como una corona
mortuoria rociada con lágrimas, pueden levantarse con toda
propiedad para hon-rar su memoria las Estatuas de la Elocuencia,
el Patriotismo, la Generosidad, la Nobleza de alma, el Valor, el
Talento, la Ilustra-ción, y, sobre todos, el
Desprendimiento y la Honradez.

El Dr. Jorge Wallis, médico y cirujano eminente
fríe enviado, por el Rey de Inglaterra como hombre de
ciencia de una gran expedición que debía recorrer
el mundo empezando por el Oriente y terminando por la
América. En Guayaquil lo dejaron sus com-pañeros
por hallarse gravemente enfermo a causa del tétanos
sobre-venido por la herida de un insecto ponzonoso en las Costas
de Nueva Guinea. Como los violentos calores de Guayaquil eran
per-niciosos para su enfermedad, resolvió internarse al
Ecuador en busca de un clima benigno. Llegó a la ciudad de
Cuenca, en donde so-licitó la asistencia de un
médico. Indicáronle al único que allí
había, que era el Dr. Francisco José de Caldas el
gran sabio y patriota americano que se hallaba en el Ecuador,
haciendo estudios sobre la flora y la fauna ecuatorianas por
comisión de su maestro y pro-tector Don José
Celestino Mutis. Los dos hombres de ciencia se comprendieron, se
estimaron y fraternizaron al momento de cono-cerse, de tal manera
que el sabio inglés y el sabio americano se unieron
estrechamente y así vivieron hasta la muerte del
segundo.

El Dr. Wallis siguió a Caldas a la ciudad de
Popayán y se alojó en su casa. Las gracias
españolas de mi abuela, sedu-jeron fácilmente al
hijo de la nebulosa Albión y en los albores de la
independencia de la Nueva Granada el Dr. Wallis contrajo
matrimonio con Dña. Baltazara, hermana menor de Caldas,
don el asentimiento y bajo la protección de su
hermano.

Sobrevino la guerra de independencia y, no pudiendo el
Dr. Walhis regresar a su país, se estableció en
Popayán, en donde por primera vez fundó una
farmacia en debida forma, pues hasta entonces las drogas y
medicinas se vendían en las alquerías o
pequeños almacenes.

Respecto del Dr. Wallis no diré otra cosa para no
prolon-gar demasiado estas Memorias, sino que fue un
médico eminente y un cirujano insuperable. Las
crónicas cuentan curaciones maravillosas, rayanas en lo
milagroso. Su caridad era infinita y su generosidad no
tenía dique Padre de los Pobres lo llamaban en
Popayán. Su salud siempre fue débil y murió
relativamente joven, en olor de Taumaturgo y de Santo.

Cuando ocurrió su muerte, el luto de la ciudad
fue general y de los vestidos de su cadáver tomaban
pedazos las gentes del pueblo a guisa de reliquias, y me contaba
mi abuela que era tal el apresuramiento de la muchedumbre para
poseer esas pren-das del vestido del muerto, que el General
López, grande amigo y admirador del Dr. Wallis, se
vió precisado a imponerse militar-mente, con espada en
mano, para poder verificar el sepelio.

Del matrimonio anglo-hispano nacieron Don Juan
Nepomu-ceno, Dña. Rafaela y D, José Wallis. El
primero, hombre de extraordinario talento, murió muy
joven, víctima de las fiebres "de la Costa malsana del
Pacífico; el tercero siguió las huellas de su
padre, heredó su númen científico y vino a
ser el primer médico de la ciudad de Popayán;
contrajo matrimonio con Dña. Cornelia, hija del
célebre General José Maria Obando, noble matrona en
quien parecían confundidas la donosura de las formas con
la donosura del alma, porque era hermosa, dulce, discreta y
amable; formé una lucida y cristiana familia entre la cual
ha culminado el Dr. Juan Nepomuceno Wallis y Obando, que mas que
mi primo fue el mas querido de mis hermanos y que des pues se ha
distinguido en la Ciencia, como médico, en la
po-lítica como hombre de probidad intachada, en la familia
como padre y esposo ejemplar y en la sociedad como ornato y prez
de ella por sus virtudes y su ciencia.

La única hija del Dr. Wállis fue mí
noble, inolvidable y adorada madre, Dña. Rafaela, quien,
después de haber llevado unas ida toda de
abnegación y de acciones meritorias bajó al
sepulcro a los 91 años de edad, con un acervo immenso de
vir-tudes. Puedo decir, sin incurrir en exageraciones, que mi
madre superaba a mi padre, a pesar de ser éste un gran
intelectual, en las dotes de imaginación y de brillo
mental. Todos los que la conocieron, y que aun viven porque, mi
madre no ha muchos años que murió, recuerdan la
nobleza de su carácter, su piedad, su espíritu de
caridad, su abnegación, el esplendor de su
ima-ginación y el brillo incomparable de su talento. Hasta
los 90 años seducía con la gracia de su
conversación y con los chispa-zos de su genio.

En el barrio de la Pamba, que como llevo dicho estaba
habitado por las familias de la mas pura aristocracia, forman un
especie de square o conjunción de esquinas cuatro
hermosas" ca-sas de planta baja (como son en general las de
Popayán por temor a los movimientos sísmicos).
Estas casas estaban habita-das por las familias del General
Mosquera, D. Julio Arboleda,

D. Manuel Esteban Arboleda y la de Caldas; todas
enfrentadas directa o diagonalmente. La de Caldas
pertenecía al Sabio 9 a sus hermanas. En ella nació
y vivió hasta su sacrificio en 1816 Don Francisco
José y en ella vivieron mis abuelos y mis padres, y en
ella nacimos todos sus hijos. Es pues, nuestra casa sola-riega
que conserva como su mejor blasón histórico el de
haber sido la cuna del gran Caldas. Permítaseme pues dar
algunos de-talles sobre ella.

Caldas ocupaba la gran cámara de la esquina. El
patio prin-cipal de la casa estaba circundado por amplías
galenas o corre-dores, separados por verjas muy bajas del hermoso
j4rdín que aquél formaba. Referíame mi
abuela que, por las noches, el Sabio, después de haber
permanecido varias horas en su cuarto de estudio salía a
los correderos a pasearse y meditar sobre los temas
cien-tíficos que ocupaban su cerebro y sobré los
cuales escribía cons-tantemente. Durante estos paseos,
Caldas se abotonaba y desa-botonaba sin cesar su larga levita de
paño, completamente abs-traído en sus
elucubraciones, y era tan imperiosa esta manía que el
Sabio no podía substraerse a ella, a pesar de las
amo-nestaciones de recoser casi todo los días los botones
del vestido.

Como es sabido, Caldas construyó con propias
manos los instrumentos científicos de que tenía
necesidad, como podía ha-berlo hecho un consumado
fabricante. Entre otros instrumentos fabricó un sextante y
un pequeño telescopio, Con el fin de ob-servar los astros
hizo levantar en el centro del patio de la casa una especie de
observatorio formado con piedras de molino, co-locadas una
sobré otras, de mayor a menor, para formar una
gradería coronada por una especie de mesa circular, de
piedra también. En las noches claras, muy frecuentes bajo
ese cielo tro-pical y entre las caricias del tibio clima de
Popayán, subía el Sabio a su observatorio
improvisado para escudriñar los astros. Alguna vez, sus
hermanas para hacerle una jugada o inocentada.

Como una la costumbre a fines de los Diciembres,
interpusieron entre los lentes del telescopio óvalos de
papel menudamente picados para perturbar las observaciones del
Sabio. No pudiendo explicarse éste las perturbaciones que
habían sobrevenido en la región sideral bajó
precipitadamente del observatorio para buscar en los libros la
explicación del fenómeno, cuando las risotadas y la
confesión de sus hermanas se lo explicaron
satisfactoriamente.

Después de la muerte del Sabio, el pequeño
observatorio fue demolido y apenas se conservó la
pequeña mesa redonda de piedra en el centro del patio. En
aquella mesa que, como de piedra de molino que era, estaba hueca
en el centro y llena de tierra, sembró el gran orador Dr.
Manuel Maria Mallarino un rosalito enano que produce flores
semejantes a las condeco-raciones que se llevan en los ojales de
los vestidos. Este rosalito fue un homenaje que el célebre
estadista caucano tributó a su eminente
conterráneo.

No me detendré a hablar de Caldas porque su
historia es demasiado conocida dentro y fuera de – Colombia y
porque ya he colocado en este libro un homenaje a su memoria.
Solamente diré que Caldas era vástago de una de las
mas esclarecidas fa-milias españolas.

Como no han faltado iconoclastas sud-americanos que
pre-tendan deslustrar los blasones de nuestros grandes hombres y
han afirmado que el eminente Sabio era un criollo de origen
desconocido, quiero en estas Memorias refutar tales conceptos con
documentos fehacientes, absolutamente inéditos, que me ha
proporcionado mi hermano político, D. Gregorio Arboleda,
digno pariente de Caldas, y digno nieto de D. Camilo
Torres.

Sería desleal a mis principios
democráticos al incurrir en la debilidad de creer que los
blasones de familia y la elevada alcurnia de Caldas pudieran
aumentar sus grandes méritos per-sonales, o que una
humilde cuna pudiera amenguar sus glorias. Pero como la verdad, y
especialmente la verdad histórica, es tan respetable como
la Patria misma, creo de mi deber pagar un tributo a sus nobles y
elevados fueros con los expresados Comprobantes.

Don José de Caldas, miembro de una
nobilísima y antigua familia del reino de Galicia en
España, fié el primer peninsular de ese apellido
que se estableció en Popayán a mediados del si-glo
XVIII. En esa ciudad ejerció altos puestos
públicos, entre otros el de Regidor perpetuo del Cabildo.
Allí contrajo matri-monio con Dña, Vicenta Tenorio
y Arboleda, una de las mas encumbradas damas de Popayán en
esa época. Como los españo-les Don Juan Tenorio y
Doña María Arboleda y Salazar, (pa-dres de
Doña Vicenta) exigieran de D. José de Caldas los
com-probantes de su origen noble para poder otorgarle la mano de
su hija, el pretendiente presentó entre otros los
siguientes:

Tres venerables sacerdotes naturales de Galicia y
religiosos del Convento de San Camilo de Popayán
expidieron el certificado así redactado:

Nos, los Reverendos Padres de esta religión de
San Camilo, de la ciudad de Popayán, de este Nuevo Reino
de Granada que abajo firmános, cumpliendo lo mandado por
nuestro Superior, M. R. P. Perfecto Tomas Ozores de Puga, a
pedimento del Señor Regidor

D. José de Caldas vecino de esta ciudad de
Popayán:

Certificamos y damos fé a los presentes y
demás que la presente vieren, como siendo natural del
reino de Galicia, Arzo-bispado de Santiago y paisanos del
Señor Regidor, conocemos la casa y familia de dicho
Señor que se halla en el mismo Reino de Galicia en Arcos
de Condesa, inmediata a la Villa de Caldas de Reyes, y que
ésta es una de las principales en la dicha villa y sus
poseedores como personas nobles, caballeros e hidalgos y de
acrizolada extirpe están exentos de los pechos y derechos
que pagan los del estado llano y obtienen ordinariamente los
honrosos puestos militares y políticos que se dan en las
Repúplicas, poseyendo comunmente los empleos
honoríficos como los han obte-nido y poseído los
ascendientes de dicho Señor Regidor en la expresada villa,
de donde es natural; lo que así certificamos como
que nos consta para que sea público y notorio como el
dicho Señor Regidor y todos sus ascendientes han sido- y
son de los principales en el estado noble del dicho Reino de
Galicia; y para que lo referido conste y parezca donde convenga
damos la presente en esta ciudad de Popayán a II
días del mes de Agosto de 1768 (firmado Pedro Antonio
González, Lorenzo de Santiago y Soto, Felipe
lhomay).

También presentó estos otros curiosos
documentos:

Bernabé Moreno de Vargas, en sus discursos de la
nobleza de España, impresos en Madrid, año de 1659
a folio 65 dice se deriva la familia de Caldas de Cecilius
(aldus
Consul; y según Villasboas de Lisboa, este
apellido de Caldas es muy esclarecido, comiponiéndose el
blasón de armas de tan ilustre familia de un escudo de oro
y en él dos calderos negros colgados de un
tronco.

Se conserva la ortografía anticuada del original
de árbol verde, así como van con separación
y luminadas y sintadas en el tercer cuartel del escudo
general.

Otro. – « Ostentando las dichas insignias de armas
en reglas heráldicas llamadas comunmente del blasón
por el campo de oro que muchas veces se entiende por amarillo
expresándose con tinta o sin color con puntos, simboliza
la nobleza el poder y mérito de quien lo adquirió
por campo de su blasón.

Las calderas, distintivo antiguo de España de la
rica Umbria, pues en su recreación por los Sres. Reyes les
daban un pendón y dos calderas en señal de que
habían de acaudillar gentes de armas y mantenerlas a su
costa en defensa de Dios y del Rey.

« Adorna el expresado escudo general la militar
insigna del morriol o celada y acero bruñido puesto
enteramente de perfil, mirando al lado diestro, en señal
de su legitimidad, con tres regillas a la vista forrado de gulles
con la borda dura de oro, claveteada sus regillas del mismo
metal, con sus plumas de varios colores y adornado dicho escudo
de los lambrequines correspon-dientes al campo y blasón de
dichas armas, poniéndolas, grabán-dolas,
esculpiándolas o pintándolas en sellos, anillos,
reposteros, tapices, alfombras, asemilas, pinturas, casas.
caserías pórtas, co-ches, platalabrada, sepulturas,
sepulcros, capillas y en donde mas conveniente le seli
».

La relación anterior está tomada de una
extensa certificación de armas de nobles familias
españolas expedida en Madrid por Don Ramón Laso y
Ortega, crónista y rey de armas de Su Ca-tólica
Majestad.

Don José de Caldas y Dña. Vicente Tenorio
y Arboleda tuvieron en su matrimonio catorce hijos, de los cuales
solamente me ocuparé en estas Memorias de Don Francisco
José, cuarto miembro de la familia y de Dña,
Baltazara su hermana y mí abuela materna, a quien
correspondió el. trigésimo lugar en la noble
tribu.

Mi abuela sobrevivió muchos años a su
esposo el Dr. Wallis, y a su hermano Don Francisco, y
murió a los 77 de edad, el año de 1862, cuando el
país se hallaba en plena revolución.

Los recuerdos de mi infancia están estrechamente
unidos a la memoria de mi venerable abuela, pues yo era su
perrito fal-dero, como ella me llamaba y a ella debo las
primeras nociones de moral y de los principios cristianos que- en
medio de caricias y de regalos inculcó en mi
espíritu infantil.

Era morena, de mediana estatura y ojos negros muy
her-mosos, cuyo brillo aun no había apagado el trascurso
del tiempo.

Su imaginación era muy viva y tenía la
gracia genial de la raza andaluza, heredada de su madre,
Doña Vicenta Tenorio y Arboleda. Después de la
muerte del Dr. Wallis conservó la far-macia con todas sus
drogas que continuó ofreciendo gratuitamente a los
enfermos pobres, pues ella heredó con la Botica la caridad
inagotable de mi abuelo.

Quiero terminar este capítulo con las frases del
célebre Barón de Humboldt, en su libro de viajes a
las regiones de la América Ecuatorial. Dicen
así:

« Al recorrer las regiones semi-bárbaras de
la América espa-ñola creía yo no encontrar
ni los vestigios de una civilización extinguida, ni los
elementos de una civilización principiante y
en-contré un grande y verdadero Sabio en toda la
acepción de es-tas palabras: a Francisco José de
Caldas, granadino ».

BIBLIOTECA LUIS ANGEL
ARANGO

CAPITULO III.

Impresiones de mi
infancia.

PARTE PRIMERA.

OBANDO MOSQUERA Y OSPINA.

SUMARIO. – Mis primeros años. – La hacienda de
Rioblanco. – La vida que con mí primo Juan llevaba en la
finca de mi tío. – El General José Maria Obando. –
Su figura y su carácter. – La horible idea que yo
tenía de este Caudillo por lo que yo oía decir en
mi infancia. – Mi primera entrevista con el General. – Una
caceria de ciervos en Rio-blando. – El terror que
experimenté al yerme a solas con Obando.

Preludios de la revolución de 1860. – Sus causas
principales. – Don Mariano Ospina Rodríguez.

Boceto biográfico del General Tomás
Cipriano Mosquera. – Su ori-gen noble. – Sus grandes facertades.
– Sus servicios a la República.

– Sus hechos extraordinarios y su brillante carrera
pública. – El Obispo

Torres, Prelado insigne y Prócer de la
Independencia. – Sus virtudes

y sus grandes méritos.

Las impresiones que se reciben en la primera edad se
con-servan grabadas con caracteres indelebles en el cristal de la
me-moria como los objetos fijados por la luz en las placas
fotogá-ficas. Frecuentemente olvidamos los hechos
recientes cuando nos hallamos el la plenitud de la vida, pero
siempre recordamos lo que vimos, oímos y aprendimos eh la
infancia. Así pues en este capítulo todo cuanto voy
a referir tiene el sello de autenticidad porque el recuerdo de
los hechos está tan vivo como la impresión de ellos
en el momento de recibirla.

Nací al terminar la primera mitad del siglo XIX y
los pri-meros años de mi infancia cuando ya tuve uso de
razón fueron melancólicos y agitados porque mi
ingreso a la Escuela anexa al Colegio Seminario bajo la
dirección del Sr. Manuel María Luna (el noble amigo
a quien Arboleda menciona en una de sus her-mosas poesías)
coincidió con los primeros rayos de la gran bor-rasca
política de 1860, Ausente mi padre de la familia y sin
po-der correspondernos por causa de la guerra civil,
especialmente en 1861| durante la ocupación del Cauca por
las fuerzas del Ge-neral Arboleda, pasó mi madre horas muy
amargas por falta de recursos para hacer frente a las necesidades
de la existencia en que los víveres se vendían a un
precio fabuloso por la carestía,y la sal (de la cual se
provee Popayán de las salinas de Zipa4u irá y de
los puertos del Pacífico) había escaseado "de tal
manera que se expendía por pequeños paqueticos de
elevadísimo precio en las alquerías, como se
expenden, en las farmacias, las drogas de alto valor y los
venenos, Recuerdo que nos alimentábamos como en una ciudad
sitiada y que nos veíamos obligados los niños de la
escuela a concurrir a ésta con alpargatas o sean
zapatillas de fibra, que llevan los pobres, para economizar los
zapatos de cuero, de los ricos.

Uno de los recuerdos más interesantes de mi
infancia se re-laciona con el célebre General José
Maria Obando, de quien quiero ocuparme con alguna
extensión por ser una de las figuras nacionales mas
distinguidas, tanto por sus vicisitudes políticas como por
su psicología tan contradictoriamente discutida en la
República de Nueva Granada y mas tarde en la de
Colombia.

Como lo dije en otra obra, el General Obando,
ídolo de los unos, objeto de excecración y odio de
los otros, capitán de-nodado y hábil para
éstos; guerrillero cruel e ignorante para a-quellos, es un
problema histórico, personaje misterioso cuya
fisonomía política no ha podido aun ser esbozada
por el historiador con sus verdaderos perfiles, ni apreciado por
la conciencia popular en su valor auténtico.
Juzgándole a vuelo de pensamiento y de pluma, pero con
imparcial criterio, puedo asegurar que sí no fue estadista
eminente, ni General de ciencia, fue el caudillo mas se-ductor y
prestigioso de las masas populares, el hombre público que
ocupó en su país la mas alta posición
política y militar du-rante cuarenta años y el que
con mayor valor y entereza sufrió durante su agitada vida
las mas bruscas vicisitudes, y él modelo del hombre de
hogar y de buen ciudadano.

Era el General Obando un hombre de elevada estatura
en-hiesto, esbelto y fornido. Sobre sus anchas espaldas que
parecían ser modeladas para llevar con elegancia las
insignas militares, se destacaba su herniosa cabeza coronada de
cabellos blancos, que antes fueron rubios, la cual, con los ojos
azules, la rosada tez y los grandes mostachos, le daban el
aspecto de un General o Ma-riscal de la raza
anglo-sajona.

-Siendo muy niño conocí al General Obando
en circunstancias casi trágicas para mi espíritu
infantil como paso a re-ferirlo.

Poseía mi tío una coqueta propiedad
campestre a dos leguas de distancia de la ciudad de
Popayán, en donde yo pasaba las vacaciones de la Escuela
en los meses de Julio y Agosto de cada año. Allí,
en compañía de mi querido primo Juan y en medio de
los huertos y jardines que rodeaban la alegre casa de
habitación, en íntima sociedad con los terneros,
pavos, gansos y gallinas, se deslizaron mis primeros años
a orillas del Rio Blanco, cristalino río que dio su nombre
a la finca. A ella le debo los ejercicios físicos que
adquirí por la generosa protección de mi
tío. Aprendí a nadar, a montar a caballo, a enlazar
y ordeñar, y tomé afi-ción a las
cacerías de ciervos en los bosques de la hacienda, las
cuales tenían lugar en los días festivos con
traíllas de perros cui-dadosamente mantenidos y
adiestrados para la caza.

Recuerdo aquella época, quizá la mas feliz
de mi vida, como las solemnidades funerarias en que se confunden
las notas de la música con los sollozos de los deudos, con
placer y con pena al mismo tiempo: con placer porque la
evocación de esos tiempos refresca, como rocío
matinal, mi espíritu marchito, y con pena porque ellos han
pasado para siempre, y nunca volverán!! Qué feliz
me sentía cuando en unión de Juan
acompañábamos a nuestros ma-yores en la
cacería de venados, ó cuando, después de
haber ayu-dado a la misa que, para la familia y los arrendatarios
de la ha-cienda, se decía todos los días festivos
en la minúscula Capilla de la casa, nos dejaban en
libertad para trepar ágiles sobre los gua-yabos y cerezos
y regalarnos con sus frutos, ó para jugar con los animales
domésticos sobre los prados esmaltados de flores y de
plantas agrestes. Esos recuerdos « "ion olor de helecho
» avigoran mi espíritu, naturalmente abatido en la
tarde de la vida, después de larga lucha por la
existencia, y son como resplandores de aurora que vienen a
iluminar las tinieblas de mi ocaso.

Pero antes de referir la anécdota a la cual este
capítulo se halla dedicado, menester es hablar de nuevo y
especialmente del General Obando.

Mi padre, mi madre y hasta mi abuela, estaban afiliados
en el bando conservador, del cual era mi padre una de las figuras
so-bresalientes. Adelante daré las explicaciones de su
conducta cuando acompañó al General Mosquera en la
guerra civil de í 86o."

Siendo pues mi familia netamente conservadora, y dada la
vehemencia de las pasiones políticas de aquella
época, y especial-mente bajo la atmósfera del
Cauca, caldeada por las revoluciones,fácil es comprender
porque se odiaba y excecraba tanto en mi casa el nombre del
General José María Obando, Caudillo prestigioso del
bando liberal, a quien se rodeaba de una fama terrible y
siniestra. Así pues, desde que tuve
discernimientooía decir que el Generál
«Obando era un monstruo de iniquidad, un aborto del
infierno, el tigre de Berruecos, (porque se le atribuía el
asesinato del Maris-cal de Ayacucho), que degollaba a todas las
personas que encon-traba en su camino de sangre y exterminio,
hasta el punto de co-merse )os niños crudos
».

Aterrado con este macábrico fantasma, mas de una
vez en mis pesadillas infantiles vi al General Obando (a quien no
conocía) en forma de un monstruo ó dragón
infernal que trataba de regalarse con mis tiernas carnes de
niño.

Hallándonos algún día, a eso de las
tres de la tarde, reunidos en el comedor de Río Blanco,
mis tíos, Dr. Wallis y Dña. Cor-nelia Obando, con
mis hermanos mayores, un amigo de las vecin-dades, mi primo Juan
y yo, oímos el ruido que hacían las her-raduras de
un caballo sobre las baldosas del patio.

Pocos momentos después anunció la criada
que acababa de llegar el General Obando, quien, al regreso de su
destierro en el Perú, se había instalado en una
pequeña propiedad llamada, « Las Piedras »,
situada en las vecindades de Popayán. A esta ciudad no
quería ir por odio a su enemigo mortal y rival victorioso,
el General Tomas Cipriano de Mosquera, Gobernador a la
sazón del Estado del Cauca.

Al destacarse en la puerta la gallarda figura del
General Obando, mis tíos, (su yerno e hija) se apresuraron
a recibirle en sus brazos y a instalarlo en la cabecera de la
mesa.

Dados los antecedentes que dejo referidos, fácil
es comprender el terror que de mí se apoderaría al
persuadirme que el hombre que acababa de llegar era el General
Obando, el fantasma de mis terrores nocturnos. Por fortuna, como
yo estaba sentado en el extremo de la mesa, me hallaba lejos del
monstruo. Durante el tiempo de la comida lanzaba yo miradas de
soslayo para conocerlo y rezaba en secreto cuantas oraciones me
había enseñado mi madre para impetrar la
protección de la Virgen contra las tendencias
caniba-lescas que, contra mí, pudiera tener el
General.

Casi al terminar la comida, sentí como si un rayo
hubiera caído sobre mí cuando el General Obando,
después de las expan-siones de familia y de algún
relato que supongo seria interesante, le preguntó a mi
tío señalándome: «¿ Quien es
ese niño tan sim-pático que está sentado en
la punta de la mesa? Ignoro lo que le contestó mi
tío porque el terror invadió todos mis sentidos y
no sé como no caí desmayado, ni como pase esa noche
horrible, encerrado en mi pequeño cuarto.

Para festejar la visita del General Obando, mi
tío resolvió hacer al día siguiente, una
gran cacería de ciervos en el bosque principal de la
hacienda. A eso de las ocho de la mañana, la caravana
emprendió camino por el lado de las Guacas. Adelante iba
el General Obando, caballero en el mejor – corcel de la
ha-cienda, entre mi tío y Don Mariano Mosquera, pariente y
amigo, con sendas escopetas llevadas a la espalda. Seguían
mis herma-nos mayores, Jorge y Manuel, dos colonos amigos de la
casa, el mayordomo y los criados con los perros y, por
último, Juan y yo montados en minúsculas
cabalgaduras. La mía era una yegüita mansa, vieja y
casi tan pequeña como el jinete. Se me habla encargado de
llevar de la brida a un perro anciano que debía en la
batalla contra los venados dar el golpe de gracia a la presa
cuando ésta, herida y acosada por los cazadores y los
perros, caía medio muerta en el campo de
persecución, que no de lucha.

La cacería, dirigida como era natural por el
General Obando, debió tener todos los carácteres de
una gran batalla. Los caza-dores se distribuyeron en los puntos
estratégicos, se lanzaron los perros olfateadores que
debían levantar ó mejor dicho sacar de sus retiros
a los inofensivos cervatillos. En seguida los jinetes prepararon
sus escopetas y, al son de sus detonaciones, se pre-cipitaban los
perros perseguidores o propiamente llamados de presa.

A mi se me destinó a una pequeña colina
con el viejo perro que llamaban de laja, porque tanto
por mi tierna edad como por ignorar el manejo de la escopeta, no
podía prestar otro servicio en la cacería. Siendo
tan pasiva mi labor, resolví desmontarme, atar a un
árbol la yegüita y recostarme sobre su tronco. Casi
inmediatamente un profundo sueño se apoderó de
mí, de tal manera que ni los estruendos de la batalla, ni
los gritos de los cazadores, ni las detonaciones de las
escopetas, ni los ladridos de los perros, lograron despertarme.
El viejo perro, tan débil por sus muchos años como
yo por los pocos que contaba, resolvió imitarme, se
enroscó sobre el prado y se durmió.

Presa me hallaba de una terrible pesadilla relacionada
con el General Obando, cuando sentí que alguien
ponía la mano sobre mi hombro. Desperté
sobresaltado y me encontré frente a frente y a solas con
el terrible monstruo de mi pesadilla. Aterrado con la idea de que
la fiera venía a devorarme, caí de rodillas delante
de él y, con lágrimas en los ojos, juntas mis manos
temblorosas en señal de súplica, con la voz
balbuciente, le dije: « no me mate, no me mate,
Señor, por Dios se lo pido; yo no le he hecho
ningún mal; yo soy un pobre niño y si Ud. me come,
mi mamá se morirá de pena
».

Nunca olvidaré la impresión de pesar que,
en el rostro marcial del General Obando, hicieron mi actitud y
mis súplicas.

« Hijo mío, me dijo, muy emocionado, yo no
soy un hombre malo como acaso se lo han dicho ni yo he – hecho
mal a na-die, ni lo haré nunca; por el contrario siempre
he hecho todo el bien que he podido hacer. Desde ayer que lo
conocí, mi hijito, me fué Ud. muy simpático
y, aprovechando un momento de des-canso en la cacería
mientras los perros levantan otro venado, he venido a buscarlo
para acariciarlo, porque yo quiero mucho a los niños, y
para hacerle un regalito. Mire, agregó, esa brida de su
yegua está muy fea y muy dañada. Voy a
cambiársela por una preciosa de cerda de diversos colores
que trabajan los Indios del Andaqui… Agregando el hecho a las
palabras, hizo el cambio en el cabestro de la montura.

Luego, sacando de su bolsillo una cajita formada por
cor-tezas de árbol, traigo dijo, estos dulcecitos de
panela y leche, que son exquisitos y fabrican los timbianos.
Tómalos, añadió, cam-biando de tratamiento,
para que en tus labios hagan desaparecer las amarguras contra
mí con que te ha amamantado la saña cruel de mis
enemigos ».

No pasó por mi imaginación infantil la
idea de que el Ge-neral quisiera envenenarme, Por el contrario,
dominado por com-pleto por el gesto cariñoso, la dulce voz
y las palabras del Ge-neral, cal emocionado en sus brazos para
recibir de él afectuosas y paternales caricias.

Desde aquel día, y mientras estuvo en la
hacienda, no me separé del General y me constituí
en su pequeño, inseparable acólito.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
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