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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 3)



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Y con efecto. El General Obando estaba dotado por la
na-turaleza de un atractivo tal y de un poder tan grande de
seduc-ción, a los cuales sin duda debió su
prestigio y su inmensa po-pularidad, que era imposible conocerle
y tratarle sin quererle con devoción y entusiasmo. Su
caridad era infinita. Todo cuanto él poseía lo
regalaba a los pobres y, más de una vez, se quitó
su propia camisa en la ciudad para dársela a algún
soldado infor-tunado de su ejército, y volvió a su
casa con el sobretodo abotonado sobre el cuello paga ocultar la
falta de esa pieza de ropa inte-rior. Era verboso; su voz dulce y
cadenciosa. Su conversación muy animada, sobre todo cuando
hacía la relación de su destierro por el
Caquetá y de su fuga por el Amazonas. Corno yo estaba
embelesado y atento cuando él hacía el relato
á mí tío de su viaje durante los varios
días que permaneció en Rio Blanco, re-cuerdo que
alguna vez le oí decir que, careciendo de embarca-ciones
en el Amazonas para continuar la fuga, había seguido
na-vegando sobre un gran pedazo de tierra en forma de islote,
des-prendido de las riberas del río por el empuje de las
aguas.

Y este hombre, noble, bondadoso, tierno, sencillo y
carita-tivo, que prodigaba el bien y no hizo mal a nadie durante
su agitada existencia, modelo de padres y de esposos, desprendido
y eminentemente honrado, fue sin embargo execrado y perseguido
cual ninguno por el General Mosquera y sus demás
adversarios políticos. Durante mucho tiempo, y hasta hace
poco, se le ha atri-buido el asesinato del Gran Mariscal de
Ayacucho y otros crí-menes que estuvo muy lejos de cometer
y ni siquiera de imaginar.

En í 859, el General Tomás Cipriano
Mosquera era Gober-nado¿ del Estado del Cauca, y ya se
preludiaba que él sería el Jefe de la gran
revolución que, como una tempestad amagaba sobre la
República, aun no restablecida de las heridas que sufriera
en la contienda de 1854.

¿ Cuáles fueron las causas de esa
espantosa guerra civil, el mayor desastre que ha podido acaecer
para mi patria porque, al triunfar, rompió la
tradición de legitimidad que siempre se había
conservado en Nueva Granada, y con la cual daba muestras de ser
un país legalista y respetuoso de las fórmulas
constitucionales?

La respuesta a esta pregunta me la he dado mas tarde,
cuando he estudiado la historia de esa época y adquirido
el criterio suficiente para discernir sobre tan grande
acontecimiento histórico.

Después de la caída del Dictador Melo en
¡854 y de la Administración del Dr. Mallarino, quien
gobernó con un Minis teno mixto, formado por liberales y
conservadores por iguales partes, sobrevino una época de
calma como hacía tiempo no había disfrutado la
República. Esa época feliz, pero fugaz, siempre se
ha~ considerado para nuestra patria como una de las de mayor
tran-quilidad de que ha disfrutado, y bien puede
comparársela a la de los Antoninos en el Imperio romano.
Y, con efecto, Mallarino, hombre ilustrado y eminentemente
civilizado, gobernó dos años como Vice-Presidente,
sin ejército, con gasto insignificante y sin haber herido
ningún derecho ni pausado mal alguno a los
gobernados.

Fruto de esa Administración; digna de Arcadia,
fué la con-ciliación y aun fraternidad que
manifestaron las dos grandes par-cialidades políticas
adversarias, que, desde los comienzos de la jndependencia, se han
disputado, como razas o pueblos enemigos dentro de la misma
pátria, el predominio en las instituciones y en la
dirección de la cosa pública, y las cuales son
conocidas en nuestra historia con los nombres de partido
conservador
y partido liberal.

Reunido el Congreso para reconstituir el país,
con fuerzas mas o menos iguales de cada partido, expidióse
la Cons-titución de aquel año con el
establecimiento del régimen fede-rativo por el voto casi
unánime de los constituyentes. Nuestros hombres
públicos de aquella época quisieron imitar las
instituciones de la República de los Estados Unidos del
Norte de América, a cuyas instituciones, y no a su raza y
a otras causas, atribuían el por-tentoso desarrollo y
progreso que, en poco tiempo, habían alcanzado las
colonias inglesas erigidas en Estado independiente.

Como la República de Nueva Granada era un Estado
que, desde los tiempos coloniales, se había regido por un
sistema ne-tamente centralista, creían que todos los males
políticos del país desaparecerían al dar
autonomía y gobierno propio a las diver-sas secciones del
extenso territorio de la República, poblado de habitantes
de diferentes matices étnicos.

Olvidand9 que los cantones ingleses de Norte
América eran casi independientes, durante el
régimen colonial, y que mas tarde se juntaron ó
federaron bajo el nombre de Estados Unidos de América,
nuestros constituyentes granadinos, para poder decretar el
régimen federativo, tuvieron previamente que partir el
todo unido que – formaba la República para luego fingir la
alianza o federación de los pedazos o grupos territoriales
bajo la forma de Estados confederados. –

Al expedirse por el Congreso la Constitución de
la Confede-ración Granadina, la mayoría de los
constituyentes la votó de buena fé y con
patriótico entusiasmo, pero unos pocos diputados, entre
ellos el célebre Don Mariano Ospina Rodriguez, prohombre
del bando conservador, votaron la Constitución federal, a
pesar de que eran completamente adversos al sistema, con el
propósito de que el régimen federativo se
desacreditara pronto en la prác-tica para que mas tarde
fuera completamente repudiado por el país.

Aquí tienen su puesto unas palabras mías
sobre el Dr. D. Ma-riano Ospina Rodriguez, quien tan principal
papel desempeñó en esa época
terrible.

Septembrista en 1828 ministerial moderado en 1840;
con-servador en la Administración Herrán, de la
cual fué inspirador j¡ primer Ministro; sufragante
por López en 1849 y conspirador contra su Gobierno en
1851; colaborador en la obra de restau-ración en 1854; el
Dr. Ospina había figurado durante su vida en los primerqs
puestos de la política y por su espíritu
habían pasado todos los principios, desde los de liberal
extremado hasta los de conservador intransigente, dejando en
él huellas de escepticismo y desencanto.

Magistrado probo, incorruptible y severo, escritor
sobrio y elegante, hombre de honda y sólida
instrucción, incontrastable ejecutor de la ley, el Dr.
Ospina era mas filósofo especulativo, estadista medioeval,
sin coyunturas ni flexores, y sabio doctri-nario, que
político moderno y Administrador práctico de los
ne-gocios públicos.

Se ignoraba en esa época, hasta por los
espíritus mas lúcidos é ilustrados, como el
del Dr. Ospina, que la esencia de la política está
en las transacciones y que esta ciencia, netamente experimental y
sociológica, tiene por principal objeto atender a las
necesidades de la Comunidad y asegurar y conciliar los inte-reses
del individuo.

Si a esto se agrega que el Dr. Ospina, a pesar de su
in-contestable probidad, no fue leal a la nación que lo
eligió, al aceptar la Presidencia para desarrollar la
Federación, sistema que él repudiaba, guiado acaso
por el principio del político florentino de estremar el
mal para que de su exceso surja el re-medio, fácil es para
la filosofía de la historia explicar porque el Dr. Ospina
no pudo prevenir antes ni sofocar después la for-midable
revolución de 1860.

Y pasemos a su terrible y victorioso adversario: el
Gene-ral Tomás Cipriano de Mosquera.

Era el General Mosquera un hombre de regular estatura,
delgado, nervioso y de una musculatura que parecía de
acero y de mimbre, porque era fuerte y flexible al mismo tiempo.
Sobre sus hombros, un tanto desgarbados, se destacaba su hermosa
ca-beza coronada por espesa cabellera de blancos copos de seda.
Su frente era ancha y prominente, y sus ojos de expresión
aqui-lina. Los finos rasgos de esa fisonomía realzados por
su tez limpia, blanca y rosada, como la de un niño, a
pesar de los 62 años que llevaba con gallardía
cuando le conocí, denotaban claramente la extirpe preclara
de sus antepasados, pues él era vástago de lustres
familias peninsulares.

El General Mosquera sostenía que era descendiente
de Guz-man el Bueno, y pariente de la Emperatriz Eugenia, Condesa
española y esposa del Emperador Napoleón III.
Varias veces me refirió que este parentesco había
sido reconocido y acatado por sus imperiales parientes en un
almuerzo que le obsequiaron en Compiégne en 1865, cuando
era Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciário de
Colombia.

El General Mosquera contaba que el origen de su apellido
venía de una herida que uno de sus antepasados, de nombre
Guz-man, había recibido sobre el cuello en la guerra de
los Reyes Católicos contra los Moros. Aun cuando la herida
no habla sa-nado, el valeroso guerrero había continuado
sirviendo en la cam-paña y alguna vez el Rey, Don
Fernando, notó que sus carnes maltratadas estaban
cubiertas de moscas (las que abundan en Andalucía)
atraídas por el olor que despedía la herida. Al ver
el monarca el estado en que se encontraba el ¿mello de su
ayudante de campo, le dijo « Mira, – Rodrigo, el lanzazo de
tu cuello no parece ya una herida sino una mosquera », por
lo cual el guerrero llevó desde entonces ese nombre como
recuerdo glo-rioso de la campaña de Granada.

Los talentos del General Mosquera eran múltiples
y extraor-dinarios. Su imaginación era brillante, propia
de su raza y de su ciudad natal. Su sed de conocimientos y de
notoriedad lo hizo trillar y culminar en todos los campos de la
actividad humana. Fué geógrafo, matemático,
canonista, hombre docto en ciencias políticas, publicista,
pero, sobretodo, estadista insigne y militar so-bresaliente. Con
excepción de la derrota que le infligió en las
cercanías de Popayán, en el sitio llamado la
Ladera, el General José Maria Obando en 1828, nunca
Mosquera fue vencido en las muchas campañas de que fue
doctor afortunado.

No era el valor impetuoso la cualidad saliente de este
guer-rero insigne, Parece que hubiera seguido la máxima de
Federico el Grande cuando decía: « el valor
frío es propio del que manda; el valor ardiente del que
obedece », o la orden del día de Wel-lington en la
batalla de Waterloo cuando recomendó a sus sol-dados que
cada cual cumpliera su deber tratando de morir el primero, que
él como General en jefe cumpliría el suyo tratando
de morir el último. Lo que distinguía especialmente
al General en sus campañas era el don de mando y de
organización para con-servar la disciplina en los
ejércitos. La energía era la cualidad saliente de
su númen militar. Pero sobre estas grandes cualidades de
guerrero, se destacaban la actividad y la sagacidad incomparable
para dirigir las campañas y envolver en su estrategia o en
lo que podemos llamar la política del militar, a sus
adversarios. Nunca se dejó sorprender ni engañar
por el enemigo y jamás hizo movi-miento precipitado, ni
mal calculado.

Sus grandes y extraordinarias facultades fueron algunas
ve-ces deslustradas por el exceso de sus energías y por el
des-precio de la vida de sus semejantes cuando se creyó
obligado, como pacificador de la República en 1840,
ó como jefe revolucio-nario en 1860, a ejecutar
represiones sangrientas. Tal vez él, como Julio Arboleda,
su sobrino carnal, habían heredado de sus ante-pasados los
sentimientos despiadados de la España de Felipe II, y de
Morillo, ó circulaba en su organismo el rojo limo del
Duque de Alba. La matanza de los adversarios a mansalva y por
medio de verdugo, sobre un patíbulo, proyecta sombras
sobre las claridades históricas de los guerreros y de los
hombres públicos. El asesinato del Duque d" Enghien
deslustrará siempre la inmensa aureola de gloria del gran
Napoleón.

Ayudante de campo del Libertador en su juventud;
Inten-dente de Guayaquil en 1828 y sostenedor de la dictadura de
Bo-livar en aquel tiempo; defensor de la plaza de Barbacoas
contra Agualongo en esa época; fueron los principales
hechos públicos de Mosquera antes de cumplir treinta
años. En la década de 1830 a 1840 Ocupó
varias veces una curul en el Congreso o un sillón en los
Ministerios de Estado. En 1840 y 1841 contribuyó
eficaz-mente a sofocar la terrible revolución de aquella
época. Fué en-tonces cuando vencedor en Tescua al
dar cuenta de la victoria, pro-firió aquella
célebre frase: « Era primero de Abril cuando
vencí y no podía ser de otro modo porque yo
empuñaba la espada con que el Libertador triunfó en
Junin ». También desgraciadamente fue la
época en que levantó el cadalso conocido con el
nombre de El Escano de Cartago en que sacrificó
sin piedad a varios hombres distinguidos, sus adversarios
políticos.

La página mas brillante de la vida
política de Mosquera está escrita con caracteres de
oro en los Anales patrios de 1845 a 1849, cuando ejerció
la Presidencia de la República por el voto de la gran
mayoría conservadora y como sucesor del General Pedro
Alcántara Herrán.

Fue ese cuatrienio administrativo, el período mas
fecundo para el progreso de la República. Bajo la
acción intensa y genial de Mosquera, la República,
en medio de una paz profunda, realizó sus mejores
adelantos y dió los pasos mas firmes en el camino de la
Civilización. La navegación por vapor del
río Magdalena; la creación de la Escuela
Politécnica; la reorganización de los otros
Esta-blecimientos de Instrucción Pública; la
importación a Colombia de sabios europeos para la
enseñanza de la química y las cien-cias naturales;
la reparación de las vías de comunicación;
la cons-trucción de carreteras; las bases para el
ferrocarril de Buenaven-tura; la introducción – de la
maquinaria a la Casa de Moneda de Bogotá y muchas otras
medidas que sería prolijo enumerar en este libro de
Memorias, que no de Historia, forman el brillante elenco de la
Administración Mosquera en el orden material.

El decreto sobre amnistía a los comprometidos en
la revo-lución de 1840; el respeto a la libertad de la
prensa y a los fueros del ciudadano libre; el establecimiento de
la libertad de Conciencia y de Cultos por un medio ingenioso
propio de su suti-leza genial, para salvar la barrera establecida
por la Constitución del 1843y que consistió en un
Tratado público con Inglaterra para permitir a los
súbditos británicos protestantes que ejercieran su
culto en la República y profesaran públicamente su
religión; la protección a las artes y a las
industrias de la clase obrera; el pa-trocinio al Comercio y a la
Agricultura especialmente, y el respeto al sufragio de tal manera
que, por primera vez, en esa época glo-riosa, el partido
adversario vino al Poder por vías pacíficas, que no
por el camino ensangrentado de las revoluciones, como ha
acon-tecido casi siempre, por desgracia, en nuestro país.
Estas grandes medidas, repito, forman el índice glorioso
de la Administración Mos-quera en el orden –
político.

En 1855 contribuyó eficazmente a derrocar al
dictador Melo. Elegido Gobernador del Estado del Cauca,
después de cons-tituido el sistema federativo en la
República bajo el nombre de Confederación
granadina, el General Mosquera promovió y enca-bezó
la gran revolución de 1860, de la cual me ocuparé
mas tarde, y debido a su genio político, mas que a su
númen militar, a su extraordinaria energía y a su
sagacidad de guerrero diplo-mático, pudo imponerse sobre
todos sus antiguos rivales en la política y en la guerra
de su patria, ser el doctor incontestado de un grao partido
político a quien él habla combatido en todos los
campos durante treinta años y hacer triunfar, por primera
vez en nuestro país, una revuelta a mano
armada.

El General Mosquera ejerció la Presidencia
constitucional de la República durante el cuatrienio de
1849; fué dictador y Jefe supremo de los ejércitos
durante el período revolucionario de x86o a 186~. Elegido
por la Convención de Rio Negro primer Presidente
constitucional del nuevo régimen, gobernó hasta
1864, época en la cual fue, por vía de descanso a
desempeñar las altas funciones diplomáticas de
Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante diversas
Cortes europeas.

Hallándose en el desempeño de este alto
puesto fue elegido popularmente Presidente de los Estados Unidos
de Colombia para el período de 1866 a, 1868, pero no pudo
ejercer la Pre-sidencia sino durante un año porque fue
víctima de una conspi-ración civil y militar
encabezada por el General Santos Acosta, segundo Vice-Presidente
de la República y Comandante en jefe de los
ejércitos nacionales, "nombrado por el mismo Presidente de
la Unión.

Sorprendido una noche en la mansión presidencial
y confi-nado a una estrecha prisión, se le siguió
un processo que terminó por la deposición del
General Mosquera y su destierro al Perú.

En el curso de estas Memorias volveré a ocuparme
del General Mosquera con detalles interesantes sobre su
personali-dad. Terminaré este esbozo biográfico con
la constatación de que, el General Mosquera (único
hombre que en nuestra modesta Democracia ha recibido el
altísimo título de Gran General) si fue
grande por gracia de la Ley, más grande aun lo fue por
gracia de sus hechos y por haber sido el Magistrado mas
civilizado y más civilizador de la
República.

En 1856 tuvieron lugar las elecciones para Presidente de
la República en el período constitucional de 1857 a
1861.

Mallarino había gobernado el país durante
dos años como Vice-Presidente en reemplazo del General
Obando depuesto por el Congreso de con motivo de la
Conspiración de Melo. Inspirándose en las
corrientes políticas formadas por los partidos unidos para
derrocar la dictadura, gobernó con un Ministerio mixto,
compuesto de Don Vicente Cárdenas y D. Pastor Ospina,
conservadores eminentes, y de D. José María Plata y
Don Ra-fael Nuñez, liberales no menos ilustres que sus
colegas y adver-sarios políticos.

La Administracóin Mallarino como era de esperarse
fue pa-cífica, conciliadora, reparadora, modesta y
respetuosa del derecho.

Si se hubiera podido reelegir al Dr. Mallarino y si se
hu-biere continuado su sana política de concordia y de
reparación, la revolución de 186o no habría
tenido lugar, ni el país habría sufrido los
terribles estragos que causó a un Estado nuevo, casi en
formación, pues 50 años son un lapso insignificante
en la vida de los pueblos.

Desgraciadamente después de la victoria que la
Unión li-beral conservadora obtuvo contra el dictador
Melo, los dos grandes partidos adversarios que venían
disputándose desde 1830 el pre-domino de sus principios y
de sus hombres en la dirección de la política y de
la Administración, se separaron, volvieron a le-vantar sus
toldos de campaña en campos opuestos, y se aprestaron a la
lucha electoral,

El partido conservador, que siempre ha estado en
mayoría numérica en Colombia, aunque en
minoría representativa del pro-greso político,
adoptó como candidato al mas exagerado e in-transigente de
sus doctores, al Dr. Mariano Ospina Rodriguez, de quien ya me he
ocupado en este libro. El partido liberal tuvo por candidato al
Dr. Manuel Murillo Toro, tipo completo del repúblico civil
y doctrinario, leal y ferviente apóstol de la De-mocracia,
espejo de virtudes cívicas, por su lealtad a los
prin-cipios que profesaba, por su probidad, por su
espíritu de tole-rancia y por su tino en la
dirección de la cosa pública. Ya tendré
ocasión de volver a hablar de este prohombre de
Colombia.

Del seno del partido conservador, y aun del liberal, se
des-prendió un grupo de verdaderos estadistas y de hombres
pa-triotas que creían acertadamente que debía
conservarse la unión de los dos grandes partidos formada
para combatir a Melo y continuar, con un Gobierno inspirado en
esa saludable confra-ternidad entre los dos seculares
adversarios, para procurar la paz, el bienestar y el progreso de
la República.

Este grupo de patriotas leales y de sabios estadistas,
entre los cuales figuró mi padre, que creía muy
acertadamente no deber elegirse Presidente ni a un hombre que
representara los retrogados principios del conservatismo como
Ospina, ni los mas avan-zados principios del liberalismo como
Murillo, formó el par-tido llamado nacional, porque
contenía en su seno elementos con-servadores y liberales y
lanzó como candidato a la Presidencia de la
República al General Mosquera.

Desgraciadamente triunfó en los Comicios el Dr.
Ospina, político medioeval, el menos flexible y el mas
intransigente y severo de los Magistrados. Más palpable
fue el error de la e-lección si se tiene en cuenta que el
Doctor Ospina, enemigo convencido del sistema federal, iba a ser
elegido para plantear y desarrollar ese sistema en la
República.

Los hechos siguientes a su elección, demostraron
al desa-cierto en que el país incurrió al escoger a
D. Mariano Ospina para primer Presidente de la primera
Confederación Granadina.

Para falsear las instituciones federales, Don Mariano
Ospina hizo expedir por el Congreso, que él dominaba, tres
leyes de triste celebridad porque ellas fueron el pretexto
ostensible de la revolución de 1860: la ley elecciones, la
de estudios y la que creó los Intendentes nacionales en
los Estados. Por medio de estos actos legislativos esperaba
Ospina eliminar la autonomía de las Seccio-nes
confederadas, pues quitando a esas entidades la iniciativa en los
estudios y el derecho de organizar y dirigir el sufragio y, al
mismo tiempo, estableciendo funcionarios nacionales que
podían disponer hasta de la fuerza pública en el
seno de los Estados y frente a los gobernadores de éstos,
elegidos popularmente, fácil era anular la
autonomía de las Secciones, tanto tiempo deseada por los
pueblos y recientemente establecida por la Constitución de
la República.

Si a estas causas de carácter nacional, se agrega
el desen-canto que sufrió el partido liberal al verse
relegado en hombres y en principios, después de haber
combatido lealmente al lado de sus adversarios en 1854, y la
justa ambición del Ceneral Mos-quera de ser Presidente de
la República cuando aun estaban -frescos los
magníficos frutos de su administración de 1845 a
1849, y sus servicios recientes contra el dictador Melo,
fácil es explicar porqué se desencadenó la
tempestad política que asoló al país de 1860
a 1865.

CAPÍTULO III

(CONTINUACIÓN)

Los disturbios premonitores aparecieron en el Estado de
Santander. Esta Sección, que siempre se ha distinguido por
los más avanzados principios del liberalismo doctrinario,
eligió de Gobernador del Estado al Dr. Murillo Toro, quien
quiso implan-tar en un pequeño Estado las doctrinas,
quizá exageradas e ino-portunas para un pueblo
recientemente emancipado del régimen colonial, los
más adelantados principios del radicalismo francés
de 1848. Los sucesores de Murillo en el Gobierno de Santan-der
siguieron Sus huellas. El presidente de la República quiso
contener en su cuna la aparición de principios
políticos tan avan-zados y que él consideraba
peligrosos para el país. De este choque surgió la
chispa revolucionaria que empezó en Santander en 1859 y
terminó con la sumisión de Antioquia en
1863.

El General Mosquera, elegido popularmente Gobernador del
Cauca, seguía atentamente la marcha del movimiento
revolucio-nario de Santander, y secretamente se preparaba para
continuar en el Sur la revolución iniciada en el Norte, a
pesar de haber sido sofocada esta en sus comienzos.

Acumulando errores sobre errores, Don Mariano Ospina
flombró de Intendente Nacional del Estado del Cauca a
Pedro José Carrillo, hombre ignorante, pero de gran valor,
de la escuela intransigente de Ospina, con el fin de supeditar y
de vigilar a Mosquera en el ejercicio de su Gobierno
seccional.

Tan imprudente medida fue el golpe eléctrico que
desató la tormenta.

No pretendo en estas Memorias, que tienen por
único objeto relatar incidentes interesantes e ignorados,
hacer la historia de la revolución de 1 86o y, si he dado
algunos brochazos respecto de ella, es con el objeto de refrescar
en el ánimo del lector la memoración de algunos
acontecimientos políticos que tienen íntima
relación con lo que paso a referir.

No podía el General Mosquera revivir el
movimiento político de Santander, detenido en su principio
y lanzar al Cauca en la revolución general, sin contar con
el concurso de dos hom-bres prestigiosos, el uno como caudillo
liberal y el otro como hombre prominente en el partido
conservador. El primero era el General José María
Obando y el otro era mi padre. Obando había sido durante
treinta y dos años, víctima política y
enemigo irreconciliable de Mosquera, pues éste por haber
sido vencido por aquél en la Ladera en 1829 y por haber
sido nombrado General de Brigada antes que Mosquera, en 1828,
cuando am-bos figuraban como Ayudantes de campo del Libertador,
le pro-fesaba un odio profundo e implacable que lo había
llevado hasta el extremo de hecerlo acusar como asesino del Gran
Mariscal de Ayacucho y de pedir su extradición cuando se
hallaba dester-rado en el Perú. Al regreso de su
destierro, y en virtud de la amnistía general que se
expidió al reconstituirse el país en 1857, Obando
había regresado a su suelo natal y se había
instalado en una modesta propiedad campestre cerca de
Popayán sin entrar nunca a esta ciudad por odio a
Mosquera.

Mi padre, cuyo prestigio político se había
aumentado después de su valerosa conducta en el Congreso
de 1849 y por sus servicios en 1854 como Gobernador
autónomo de la Pro-vincia de Popayán, era
Procurador General del mismo, o sea el segundo Puesto en el
Gobierno seccional.

Con tal motivo el General Mosquera que, como lo he
di-cho en otra parte de este libro, ocupaba la casa de la calle
de la Pamba al lado de la nuestra, venia con frecuencia a
confe-renciar con mi padre y a instarle para que se decidiera a
acom-pañarle en la revolución.

Mi padre, sin desconocer que la política de
Ospina y el plan de falsear el sistema federativo que acababa de
establecer el país, terminaría por desatar la
tormenta revolucionaria, creía que podría
ésta disiparse con el advenimiento del General Herran (por
quien mi padre profesaba una estimación profunda rayana en
la vene-ración) a la Presidencia de la República,
pues era el candidato que ya designaba la opinión
nacional. También creía mi padre que debía
soportarse por el tiempo que faltaba del período
admi-nistrativo la Presidencia de Ospina, para evitar los
horrores de la guerra y que el General Herrán, noble y
levantado espíritu, patriota esclarecido, militar valiente
y prestigioso diplomático insigne y una de las mas
brillantes figuras del partido conserva-dor, corregiría
los errores del Gobierno de la Confederación y, como
verdadero hombre de Estado, que también lo era,
llamaría a la unión a la parcialidad liberal,
injustamente relegada después de la lucha de 18.34 cuando
unidos todos derrocaron la dictadura de Melo.

Desgraciadamente, el grupo de políticos
exagerados que for-maban en Bogotá el Consejo
aúlico de Ospina en vez de atem-perar la situación
y de tratar de conjurar la tormenta que ya amagaba en el
horizonte, querían una política aun mas fuerte y
mas inexorable contra los partidos de oposición. En
« El Porve-nir», periódico semioficial que
redactaban el Canónigo Sucre y los Doctores Carlos
Holguín y Lázaro María Pérez y otros
jóvenes vehementes y exaltados, aconsejaban las medidas
violentas para prevenir la revuelta.

Al saber esto mi padre, resolvió acompañar
a Mosquera en la revolución y le prometió procurar
la reconciliación con el Ge-neral Obando.

Con tal objeto, mi padre fue a Las Piedras para
conversar con el General Obando y convencerle de que debía
tomar parte en la revolución, reconciliándose
previamente con Mosquera.

El General Obando, amigo leal de mi padre y su pariente
político, tenía una alta idea de sus talentos,
patriotismo y honradez, y – por esta razón fácil
fue a su amigo obtener la palabra del Cau-dillo para concurrir al
día siguiente a las 7 de la noche a la casa de mi padre y
tratar de reconciliarse con Mosquera.

A la hora y en la fecha convenidas, el General Mosquera
concurrió puntual a la cámara principal de nuestra
casa, que servía de despacho a mi padre, situada en el
ángulo norte y al fin de una gran galería, que la
separaba del vestíbulo de entrada. Mosquera estaba
nervioso e impaciente porque crela que bando no
vendría.

Estos dos hombres, que tan principal papel
desempeñaron en la República en el curso de treinta
años, no se avistaban desde 1829, y durante el lapso que
había trascurrido se habían hecho una guerra
implacable y a muerte. Ambos eran, mas o menos, de la misma edad
e hijos de Popayán; su carrera había %ido la misma.
Generales de Brigada y Ayudantes de campo del Libertador al mismo
tiempo, los dos habían ocupado la Pre-sidencia de la
República y los mas altos puestos políticos y
mi-litares de la Nación. Caudillos ambos, de parcialidades
políticas enemigas, jefe"el uno de los que llamaban
plebeyos, doctor el otro de las aristócratas, pues
todaviá la Democracia igualitaria no había
eliminado estas diferencias en las castas sociales,
parecía que estos Mario y Syla de la República
Granadina, habrían de terminar su carrera de odio feroz y
de lucha implacable e ince-sante con el aniquilamiento definitivo
del uno por el otro; y, sin embargo, la pasión y el
intéres político los unió con lazo
frater-nal. He aquí cómo:

Habían transcurrido pocos minutos después
de que el reloj del despacho de mi padre había dado las
siete de la noche. Mi padre calmaba la impacencia de Mosquera por
el retardo de O-bando, garantizándole que éste le
había dado su palabra de honor de venir, cuando dos golpes
dados con el aldabón de cobre de la aran puerta de
entrada, resonaron en el vestíbulo llegando su eco hasta
los oídos del General Mosquera, de mi padre, y de los
míos, pues mis fieros de niño mimado me
permitían estar siempre "al lado de este.

Ahí está el General Obando, exclamó
mi padre, con cierta emoción que me comunicó a
mí, porque yo ya estaba reconciliado con él y era
su admirador, como lo tengo referido atras.

Poco después, los pasos regulares del General
Obando reso-naron sobre las lozas de la galería y casi
inmediatamente se des-tacó su gallarda y marcial figura
bajo el dintel de la puerta del Despacho.

Una larga y amplia capa de paño de San Fernando
de color encarnado muy oscuro y pelerina cerrada al cuello, con
broche de plata, cubría el cuerpo del Caudillo. Un
sombrero de fieltro carmelito de anchas alas y con borlas, como
los de los cardenales, ceñía su hermosa cabeza.
Llevaba en la mano un bastón de ma-dera tosco con
protuberancias extendidas a lo largoque en el Cauca es conocido
con el nombre de berraquillo nudoso.

Al ver Obando a Mosquera, quien se avanzó
primeró a salu-darlo, no pudo contener un movimiento de
repulsión y retroceso.

Rompió el silencio Mosquera con este saludo:
« Cómo te va José Maria? »

-Como te va Tomás, contestó secamente
Obando.

Así se saludaron, después de un entredicho
de 30 años, estos dos terribles adversarios.

Tomó mi padre la palabra y dijo, mas o menos lo
siguiente que creo recordar – porque yo estuve pendiente de sus
labios y embelesado durante la entrevista:

« En política no hay pasado: solo existen
presente y futuro. Olvide Ud., General Obando, las diferencias y
las luchas que lo han separado del General Mosquera. Formando una
especie de post-liminio, vuelvan a ser lo que fueron antes cuando
ambos, Ayudantes de campo del Libertador, recibieron de sus manos
au-gustas las charreteras de Generales.

Fundid en el fuego del amor a la Patria que con heroicos
hechos habéis contribuido a constituir independiente y
soberana, el odio que os ha animado durante 20 años y
volved a ser los dos Caudillos hermanos, hijos de Popayán,
a quienes la República ha agraciado con sus mas altos
honores. Una parte de los con-servadores y todo el partido
liberal de la Nación, esperan de este ósculo de
paz, que vosotros os vais a dar, la señal de mando para
lanzarse a la revolución y derrocar al Presidente desleal,
que, contrariando la voluntad unánime del país,
pretende falsear la Constitución Federativa que
juró defender. Si reconciliados y unidos comandáis
las legiones valerosas que os esperan como a sus mas prestigiosos
Caudillos, la Victoria será el fruto de esta unión
y el restablecimiento de la República federal, el premio
de vuestros esfuerzos .

Obando, aun de pié escuchó con respeto la
vehemente ora-ción de mi padre, pero guardó
silencio.

Inmediatamente Mosquera dijo, mas o menos, lo
siguiente:

José María, enteramente de acuerdo con el
Dr. Quijano, rati-fico sus palabras y te ofrezco sinceramente mi
abrazo de recon-ciliación ». Luego, sacando de su
bolsillo un pliego abierto, agre-gó: » Toma este
Decreto, por el – cual te nombro Comandante General de las
Milicias del Cauca con facultades ilimitadas. Te entrego mi
ejército, mi parque, mi dinero y mi autoridad; me entrego
yo mismo. Si nos abrazamos y nos unimos, tumbaremos a Mariano
Ospina y salvaremos la República. Aceptas?

Tomó Obando el pliego que le presentó
Mosquera, sacó los anteojos de su estuche, leyó el
Decreto, lo plegó, lo deposito en su bolsillo y,
despegando por primera vez sus labios, dijo simplemente:
Acepto.

Y me das un abrazoexclamó Mosquera. Obando le
tendió la mano que Mosquera estrechó con
efusión.

Así se selló el pacto de alianza entre dos
terribles adversa-rios, de cuya unión, como la de los
polos opuestos de la electri-cidad, surgió el rayo de la
revolución.

Después de saborear el clásico chocolate
payanense con las exquisitas colaciones, tuvo lugar una
plática cordial y animada sobre política
revolucionaria.

Cuando se ausentó el General Obando, Mosquera,
radiante de contento, pasó a saludar a mi madre que se
hallaba en el salón contiguo. Yo le seguí y
recuerdo que, sentado Mosquera al lado de mi madre sobre un gran
sofá tapizado de tela de cerda, se cruzaron estas
frases.

– Me siento – feliz, sobrina, dijo el General, porque
estoy reconciliado y unido con Obando y me acompaña en la
revolución el Dr. Quijano.

Ay! Pero se derramará mucha sangre,
General? exclamó mi madre.

– O! si! mucha, replicó Mosquera, y,
golpeándose una de las piernas con el bastón de
carey con borlas de oro que llevaba en la mano, agregó:
« La sangre me dará arriba de la rodilla, pero tumbo
a Mariano Ospina ».

Reconciliado con Obando, Mosquera activó los
preparativos militares. Envió a mi padre al Perú
para comprar un armamento y al Canónigo Manuel
María Alais a celebrar un Tratado con el Gobernador del
Estado de Bolívar, D. Juan José Nieto que sella-ra
su alianza con Mosquera en la empresa revolucionaria.
También envió al Dr. Julian Trujillo a entenderse
con los liberales de Santander.

Entre tanto, Obando y Mosquera siguieron al Valle del
Cauca para detener la invasión del Guardaparque nacional
Pedro Jose Carrillo, quien, después de haber batido en
Cartago la escasa guarnición que comandaba el General
Murgueitio, avanzaba sobre la Capital. En las llanuras de Sonso
en un lugar llamado el « Derrumbado », cerca de Buga,
derrotaron a las fuerzas de Carrillo y de esa fecha dató
el desarrollo militar de la gran revolución.

Pero antes de seguir mi relato, quiero ocuparme de una
de las figu-ras mas brillantes de la patria granadina, quien,
como los caballeros cruzados llevaba en una mano la Cruz del
Salvador y en la otra el alfange del guerrero, pues,
además de haber sido adalid de la ndependencia, batallador
en Junín, en donde recibió una herida, era Prelado
de la Iglesia Católica. El Dr. Pedro Antonio Torres,
Obispo de Popayán en la época a la cual se remontan
estas reminiscencias, contribuyó también a la
revolución de 1 860 como lo referiré
adelante.

Era el Doctor Torrés un hombre alto y elegante,
de contex-tura nerviosa y, apesar de claudicar por cáusa
de la herida, tenía en su continente un aire de majestad y
de distinción que acusa-ban su extirpe noble, no obstante
ser bastardo y espósito. Su tez era blanca y fresca con
ligero tinte rosado como la de un ado-lescente. Sus cabellos,
antes rubios, contrastaban por su blancura con el solideo
escarlata que cubría su tonsura sacerdotal.

Tenía el Obispo Torres una mirada suave y
fulgurante, re-veladora de la energía fraternizando en su
espíritu con la bene-volencia. La sonrisa que nunca
abandonaba sus labios carnudos y encendidos era la mejor
manifestación de su bondad patriarcal.

Los padres del Dr. Torres fueron individuos de elevada
al-curnia y de alta posición en la ciudad de
Popayán, pero no re-conocieron al bastardo, fruto de sus
amores ilícitos y prefirieron abandonar al recién
nacido en el vestíbulo de entrada de la casa de una de las
familias mas distinguidas de la ciudad, (la de Tor-res)
emparentada con la de Don Camilo, la cual recogió al
espó-sito, lo crió, lo educó y le dió
su nombre.

Por lo demás, esta era la costumbre piadosa de la
sociedad de Popayan. A falta de Inclusa o de Hospicio para
recoger a los niños abandonados por sus padres cuando son
hijos del amor contra el honor, se depositaban aquellos por las
noches en los zaguanes de las mansiones patricias. Al día
siguiente, la Señora de la casa, cuando salía a oir
la misa y hacer sus oraciones en el Templo, encontraba la
criatura abandonada envuelta entre pa-ñales sobre una
artesita e inmediatamente la recogía con ternura maternal,
le buscaba una nodriza y la criaba y educaba hasta poder
establecer al huérfano en alguna posición
social.

Los padres adoptivos del Dr. Torres lo dotaron de una
bril-lante educación y lo destinaron a la carrera
eclesiástica. Muy joven entró al servicio de la
causa de la Independencia y fue acogido con entusiasmo por el
Libertador Bolívar, a quien acom-pañó en la
campaña del Sur de Colombia y en la del Perú, como
Capellán castrense del ejército.

Torres era valiente, y estaba dotado de talento,
ilustración y elocuencia. Asistió a las batallas de
Pichincha y de Junín en donde recibió una herida de
lanza que le rompió un ligamento de la pierna y lo
invalidó para siempre. Bolívar adquirió por
su Capellán castrense una afección tal, que nunca
quería separarse de él y siempre decía que
era su primer Ayudante de campo.

Cuando Bolívar, después de la victoria de
Ayacucho, marchó al alto Perú para. completar la
independencia de América, los habitantes de la ciudad de
La Paz le hicieron un recibimiento triunfal y una Comisión
del Ayuntamiento le presentó, al entrar a la ciudad, en
una palangana de plata una gran llave de oro na-tivo y macizo,
para simbolizar que la población entera se sometía
a la voluntad del victorioso guerrero. Bolívar,
después de contes-tar en sus habituales y elocuentes
términos el saludo del Ayun-tamiento, recibió la
valiosísima llave, pero inmediatamente la pasó a su
Capellán castrense, a su primer Ayudante como él
decía, al Dr. Torres, quien siempre se hallaba a su lado,
agregando a la dádiva estas palabras: « Las llaves
de La Paz no debe tener-las un soldado como soy yo, sino un
Prelado de la Iglesia cristiana ».

Esta preciosa reliquia fue obsequiada p,or el Sr. Torres
a su ciudad natal en donde creo que se conservará
todavía. El valor in-trínseco de esta joya es muy
cuantioso porque es grande y ma-ciza y dé oro
purísimo, pero su Valor histórico es incalculable
porque pasó de las manos del Libertador de América
a las de uno de los mas insignes próceres de la
independencia y de los mas ilustres Prelados de la Iglesia
Católica.

El. Dr. Torres fue amigo intimo del Libertador y siempre
pro-fesó un religioso culto a la memoria del héroe.
Conservaba como reliquias veneradas las piezas de ropa interior
del" Libertador, junto con muchos obsequios que éste le
hiciera y, a pesar de que Bolívar murió
tuberculoso, el Obispo tenía especial satisfacción
en dormir sobre la almohada que sirvió siempre al
Libertador en la cam-paña del Perú.

Torres fue mas tarde Obispo de Cuenca y Cartagena, en
donde dejó huellas luminosas de su espíritu
progresista y memoria im-perecedera de su gobierno
episcopal.

Cuando en 1845, siendo Mosquera Presidente de la
República, se le ofreció la candidatura de
Arzobispo de Bogotá, Torres no quiso aceptar la generosa
oferta porque una enfermedad cardiaca le im-pedía vivir
bajo la atmósfera enrarecida de la altiplanicie. En su
ancianidad prefirió aceptar la silla episcopal de
Popayán para ter-minar sus días en la ilustre
ciudad donde nació.

Una vez instalado en su silla episcopal, el Dr. Torres
em-prendió y llevó a cabo importantes reformas en
la Diócesis. Realizó muchas mejoras de progreso
material. Estableció el orden y la disciplina en el gremio
sacerdotal, un tanto relajado por las guerras civiles
empezó a recoger limosnas para reconstruir la Catedral
destruida por los terremotos de 1827, y fundó el Colegio
Semi-nario, no solamente para la educación e
instrucción de sacerdotes sino para la enseñanza
laica en todos los ramos de estudio que tienen las Universidades
civiles. Para este magnífico plantel llamó
profesores de Bogotá y de Quito, de donde vino un
excelente pro-fesor de pintura. El Colegio también tuvo
una escuela de primeras letras anexa al Colegio que puso bajo la
dirección del venerable maestro D. Manuel María
Luna, el amigo cantado por Arboleda en una de sus mas bellas
poesías. En esa Escuela aprendí yo a leer, escribir
y contar, con las nociones generales de otros ramos que
constituyen el estudio de los planteles de primeras letras y en
el Colegio estudié la filosofía y las
matemáticas que me pre-pararon para cursar los estudios
profesionales mas tarde en el Colegio Mayor de
Popayán.

Sea por haber acompañado siempre al Libertador en
sus luchas guerreras y políticas, o bien por su
espíritu ardiente de caucano y su vasta y múltiple
instrucción, el Dr. Torres era muy aficionado a las lides
políticas y estaba discretamente afiliado en el
liberalismo.

En esa época, el Clero nacional, y aun el
extranjero, tomaban parte activa en las contiendas de los
partidos. Después de la abo-lición del patronato,
medida impremeditada del Gobierno liberal en i 8~ í, el
Clero católico se dividió para incorporarse entre
los dos bandos políticos que separaban y agitaban la
Sociedad colom-biana desde la formación de la
República. La mayor parte de los sacerdotes se afiliaron
al bando conservador y frieron lidiadores ardientes en favor de
la causa de sus convicciones. El Arzobispo de Bogotá, el
Canonigo Antonio José de Sucre, otros sacerdotes
nacionales y la Orden deJesuitas existente en Colombia,
sostenían el Gobierno del Dr. Ospina, en tanto que
acompañaron al General Mosquera el Dr. Torres, el Dr,
Sarmiento, el Padre Sandoval, varios otros cláigos y
canónigos y principalmente el Dr. Manuel María
Alais, quien celebró el Tratado revolucionario de Mosquera
con Nieto y llegó a ejercer la gobernación del
estado del Cauca como Primer designado durante la ausencia de
Mosqúera. Creo re-cordar haberle visto pasar una revista
militar en la plaza de Popayán a un Cuerpo de
ejército recientemente formado, sin despojarse de sus
vestiduras sacerdotales, como un Julio II en miniatura,
íntimamente ligado el Dr. Torres con Mosquera y Obando, de
quienes era conterráneo, coetáneo, pariente y amigo
intimo, de-cidió acompañar a Mosquera en la
revolución, con la discreción y reserva que le
imponía su condición de Prelado y Jefe de la
Igle-sia caucana.

En los tiempos inmediatamente anteriores a- la
revolución, se cruzaban entre el Gobernador del Estado y
el Obispo frecuentes visitas para conferenciar sobre asuntos
políticos y revolucionarios.

Según me refirió el General Mosquera, el
Dr. Torres concu-rió alguna vez a la casa del Gobernador y
entabló con él diá-logo
siguiente:

« Cómo estás, Tomás y como
marchan tus empresas políticas y guerreras, le dijo el
Obispo, después de estrechar su mano.

– Bien de salud. En cuanto a política tengo
esperanzas de que en Santander se vuelvan a levantar contra
Ospina, pues así me lo ha asegurado Juan de Dios Restrepo
que vino comisionado por los liberales de ese Estado. Nieto ha
celebrado un pacto solemne conmigo. En el Cauca están
unidos, con Obando a la ca-beza, todos los liberales y los
conservadores que condenan la po-lítica de Ospina,
traidora a las instituciones federales. He logrado copiar
bastantes elementos de guerra, pero carezco de dinero. Yo lo
sabía y por eso te lo traigo, contestó el Obispo.
Acto seguido empezó a sacar de sus bolsillos, ocultos por
sus ropas talares de triples faldas moradas, rollos de onzas de
oro, diciendo al depositarlos sobre la mesa:

Este dinero, que monta a 52. 000 pesos, lo he recogido
du-rante años, a fuerza de economías y de limosnas
para reconstruir la Catedral: tómalo para levantar el
Templo de la libertad en Colombia.

Mosquera recibió el tesoro, radiante de
júbilo y abrazó al Obispo diciéndole;
« Gracias, gracias Pedro Antonio. Haces un inmenso servicio
a nuestra causa, Yo te devolveré con creces y con gloria
este dinero, y la Patria redimida te colmará aun de mas
honores »

Cuando el General Julio Arboleda, ocupó a
Pqpayán y do-minó casi todo el Cauca, en í86
1, el Obispo Tonares guardó una cónducta reservada
y discreta.

Arboleda exigió del Obispo que condenara, por
medio de una pastoral, la causa de la revolución, puesto
que el Gobierno del Dr. Ospina era el sostenedor de la Iglesia
Católica en Colombia.

Contestó el Obispo que, en su condición de
hombre privado, de prócer de la independencia y de ser
pensante, simpatizaba con la causa de la revolución porque
creía que las tendencias políticas del Gobierno
Nacional para destruir el régimen constitucional
lleva-rían el país al Despotismo, al cual siempre
¿1 había combatido y anatematizado y muy
recientemente con ocasión de la dictadura de Melo.
Oficialmente, agregó el Obispo en su respuesta, no he
dicho una palabra ni ejecutado un acto que pueda
motejárseme en favor de la revolución. Menos lo
haré en contra de ella porque aun cuando tenga mis
íntimas y personales simpatías, no puedo, en mi
carácter de Prelado de la Iglesia, manchar mis canas con
la sangre de la revuelta, ni poner mi mitra al servicios de
encon-tradas pasiones.

Exasperado Arboleda con la negativa del Obispo,
escribió en El Monitor », periódico oficial
de su Gobierno contra-revolucio-nario, un violento
artículo contra el Dr. Torres, en el cual lo lla-maba
Juliano el Apóstata, y lo amenazaba con dar cuenta a la
Sede Romana de su conducta contraria a los intereses de la
Iglesia católica en el Cauca, Por toda respuesta
dió el Obispo la siguiente carta que se publicó
clandestinamente en hoja suelta y que es un modelo aca-bado de
concisión y de elocuencia:

Señores Redactores del Monitor.

Presente.

He aquí que os he escuchado y os perdono, porque
como Prelado cristiano no puedo ni siquiera
despreciaros.

Cuanto a vuestras amenazas, tened entendido que un
hombre que ha vivido en intimidad con el Libertador y tiene ambos
pies en el sepulcro, no teme sino, a Dios.

PEDRO ANTONIO

Obispo de Popayán.

Y el asunto terminó allí. Arboleda no
replicó ni insistió en su pretensión cerca
del Prelado.

Digno es de notarse que los cuatro principales
protagonistas de la revolución de 1860, especialmente en
el Sur. fueron cuatro próceres de la independencia, hijos
de Popayán y de la misma edad: Tres ex-Presidentes de la
República y un Obispo, a saber los Generales Mosquera,
Obando y López, y el Dr. Torres.

Las causas, pues, de la revolución de 1 86o
fueron de diverso orden.

En primer lugar, debemos enumerar la ambición
contrariada de Mosquera, por no haber sido elegido Presidente de
la Repú-blica en 1856: Haber cerrado las puertas d la
política y de los puestos públicos a la Comunidad
liberal, después de haber com-batido leal y valerosamente
en unión de los conservadores contra la dictadura de Melo
en 1854.

Esto ha sido también la causa crónica de
nuestras revueltas civiles, porque dividida nuestra sociedad en
dos agrupaciones ene-migas que se han disputado siempre, como
Estados diferentes y adversos dentro de la misma patria, el
predominio de sus prin-cipios en las instituciones y de sus
hombres en el Gobierno y la Administración pública,
la paz no era posible cuando la agrupación vencedora
desconocía los fueros de ciudadano a los vencidos y no les
dejaba mas derechos que el de pagar contribuciones.

Esta aserción se confirma con la
consideración de que des-pués de que los, miembros
de la asamblea nacional de 1905 esta-blecimos, durante la
Administración del General Rafael Reyes, como canon
constitucional la representación de las minorías en
todas las Corporaciones y entidades políticas,
administrativas y judiciales de la nación, hemos
disfrutado de un período de paz completa que el
patriotismo desconsolado consideraba como una quimera, dados
nuestros tristes antecedentes históricos.

Las causas que dejo enumeradas pueden considerarse como
causas de interés partidarista y de justicia
social.

En el orden poítico fueron genitores de la
revolución los desaciertos del Gobierno del Dr. Ospina,
que quiso falsear el sistema federativo en vez del desarrollarlo
y consolidarlo como era su primer deber constitucional, la
intransigencia de ese Magistrado demasiado rígido, las
pasiones violentas de sus aúlicos y el cambió de la
candidatura del General Herrán por la de
Arboleda.

No obstante que las reflexiones que dejo consignadas
pue-den explicar la revolución de 1860 quiero repetir en
este libro dedicado a mis nietos, mi opinión decididamente
adversa, en mi condición de crítico
histórico, a ese terrible movimiento revolucio-nario, no
obstante haber sido él la mayor empresa bélica del
li-beralismo y haber sido mi padre uno de sus principales
protago-nistas.

Al repetir esta protesta contra la revolución de
1 86o, soy con-secuente con mis escritos, discursos y procederes
políticos durante mi larga vida pública, pues
siempre he predicado la paz y he tra-bajado por la Patria y su
progreso, y siempre he condenado las re-vueltas armadas de mi
país, ya fueran hechas bajo bandera con-servadora o
conducidas bajo estandarte liberal. Por lo mismo he repudiado las
conspiraciones y golpes de cuartel que en nuestro calendario
histórico llevan las fechas de 25 de Septiembre,
7 de Abril, 23 de Mayo y 3 de Julio, atentados
injustificables contra la Ley, el Derecho y la Patria, inspirados
y consumados las mas de las veces por la impaciencia de los unos,
las pasiones de los otros y las ambiciones de todos.

Solamente los grandes fueros de la patria, como con la
in-tegridad de su territorio, la guarda de su dignidad y el honor
de su nombre, o la necesidad de sacudir el yugo de un usurpa-dor
salvaje y déspota como Melo, por ejemplo, pueden
justificar una insurrección a mano armada; pero un
partido, por glorioso que sean sus servicios anteriores y sus
títulos históricos, por her-mosos que sean sus
principios, por grandes que sean sus intere-ses, no tiene derecho
moral, ni legal, ni racional para desencade-nar sobre un
país el flagelo de la guerra, ensangrentar y desor-ganizar
una nación y arruinar un pueblo con el fin de alcanzar, no
la honra, ni la independencia, ni la felicidad de la Patria, sino
el advenimiento al gobierno de los hombres y las doctrinas de una
parcialidad política.

Por otra parte, para hacer una revolución no es
necesaria la guerra. Bastan los comicios, la prensa, la
enseñanza, el ejemplo, el ascendiente irresistible y
prestigioso de las ideas sanas y be-néficas. No hay
régimen por malo y fuerte que sea, que resista -al empuje
pacífico de la opinión pública. Las leyes de
la moral política son inexorables e ineludibles como las
leyes físicas. No hay victorias mas sólidas,
seguras, y duraderas que las victorias de la paz.

Aunque la revolución armada declare que tiene por
objeto la restauración de las libertades públicas y
el destronamiento de un déspota, casi siempre es
injustificable, improcedente y falsa. Por una parte, en nuestro
país, esencialmente legalista y demo-crático, no
son viables los tiranuelos a estilo de los de otros países
de América y, por otra, si la revolución es
vencida, afirma y avigora el despotismo que combate y, si
triunfa, establece otro despotismo igual, sino peor. Cuan cierto
es que al día siguiente de triunfo de una revuelta armada
la libertad ha sufrido una derrota.

CAPÍTULO IV.

Impresiones de mi
infancia

UN DRAMA PAVOROSO.

Quiero terminar este capítulo con la
relación detallada de un pavoroso drama que tuvo lugar en
Popayán a mediados del siglo antepasado y en el cual
figuraron como protagonistas individuos de las familias
más distinguidas de la ciudad,

Esa historia tiene los caracteres de una leyenda por las
esce-nas horripilantes que la informan, y no ha sido aun conocida
en todos sus detalles por consideración sin duda a los
descendientes de las familias que tomaron parte en ese
lúgubre episodio de la vida social de
Popayán.

La" relación de lo que voy a contar me la hizo mi
abuela Dña. Baltazara Caldas, cuando ella lo
consideró oportuno. Des-pués me la confirmó
el Dr. Don Miguel Arroyo, tipo del pa-tricio antiguo de
Popayán por su talento, ilustración y
caballe-rosidad, y, por -último, me impuso en todos sus
interesantes de-talles el Dr. Teodoro Valenzuela, modelo de
caballeros, especie de Lord o Duque de nuestra Democracia, en
quien la vasta eru-dición y la imaginación
ágil y brillante, corrían parejas con la
distinción y porte de gran Señor-, El Doctor
Valenzuela, cuando cursó sus estudios profesionales de
abogado en la Universidad de Popayán, conoció la
terrible tragedia é hizo inquisiciones minu-ciosas en los
archivos judiciales de la ciudad para conocerla en todos sus
detalles, Basado principalmente en la relación que este
ilustre amigo me hizo voy a relatar a mis lectores el
célebre episodio.

He vacilado en escribir con todos sus nombres y detalles
la historia de Dña. Doisinia de Asquemor, Don Pedro Crospe
y Don Pedro Melos, porque, como lo llevo dicho, los descendientes
de elos podrían tomar a mal su publicidad; pero accediendo
a los ruegos de muchas personas que tienen conocimiento muy
confuso y aun errado de los sucesos, he resuelto consignarlos en
estas Memorias por ser un incidente interesante de la vida intima
social de Popayán, y porque yo creo que el transcurso del
tiempo liquida y purifica todo lo que de escandaloso pueden tener
los actos ín-timos de las grandes familias, y de los
personajes políticos o so-ciales. En la historia de Luis
XIV y de Napoleón y de otros Soberanos, por ejemplo, ha
habido dramas íntimos cuya relación en su
época habría sido considerada como una
indiscreción cri-minosa, merecedora de castigo, pero hoy
los conocemos por las relaciones de los historiadores sin sus
impurezas, ya evaporados en el crisol de los siglos. Por otra
parte, ni los padres son responsables de las faltas de los hijos,
ni éstos de las de aquél-los. La sangre del
parentesco no se mezcla jamas con la sangre del crimen que un
pariente pueda cometer, y desde la existencia de los primero
hombres sobre la tierra, según el relato del
Génesis, fue pregonado prácticamente este
principio, porque Cain, tipo de la maldad, fue hermano de Abel,
su víctima, espejo de todas las virtudes. Con la venia e
indulgencia de los parientes, entre los cuales me cuento yo, paso
a referir la historia, diciendo previamente con
Zorilla:

« El pueblo me lo contó

Y yo al pueblo se lo cuento ».

Si el pueblo dijo mentira

El pueblo miente y no yo

A mediados del siglo XVIII ocupaba la primera
posición entre las damas de la aristocrática ciudad
de Popayán, Dña. Doi-sinia de Asquemor, de familia
de grandes personajes coloniales.

Era Dña. Doisinia Señora principal de
Estrado y Carro de oro, que tenía en la ciudad el cetro de
la elegancia y de la res-petabilidad. Se hallaba casada con Don
Pedro Crospe, de claro linaje también.

Poseedores los esposos de bienes de fortuna, de ilustre
ascen-dencia y de la primera posición en Popayán,
no carecían de ningún elemento de felicidad
material; pero la Providencia les había negado, como una
compensación, los anhelados frutos de su
ma-trimonio.

Habitaban Don Pedró y Dña. Doisinia la
hermosa casa si-tuada en la esquina que forman, al jnntarse, la
aristocrática calle de la Pamba con la traversal que
conduce a la calle del Comercio, la cual termina en su parte
oriental, o, mejor dicho, se continúa en curso ascendente
con los quingos de Belem.

Frente a la capa de Dña. Doisinia, calle de por
medio, se alzaba el muro de piedra que cerraba los jardines y
huertos del gran Monasterio de las Monjas carmelitas, majestuoso
e imponente edificio, que ocupaba una hectárea de terreno
y que en Popayán es conocido con el nombre de Convento del
Carmen.

Don Pedro Crospe era socio y amigo íntimo de Don
Pedro Melos, también personaje de elevada
alcurnia.

Los dos Pedros eran los principales y más ricos
comercian-tes de la ciudad y los únicos importadores de
mercaderías extran-jeras. Cada dos años
hacían alternativamente un viaje a Jamaica u a otra
Antilla con el objeto de proveerse de artículos de su
comercio, e introducirlos a Popayán.

El viaje era muy penoso y peligroso y exijia un gran
lap-so para realizarlo. De Popayán salían montados
en mulas y acompañados de dos o más esclavos, que
conducian los objetos indispensables para el viaje y los forrajes
para los viajantes y las acémilas. Atravesaban la agria
montaña que en el ramal central de la Cordillera de los
Andes llevaba el nombre de Camino de Guanácas y que no era
otra cosa, en la época a que me refiero, que una trocha o
vereda mal practicada en medio de los riscos del monte. Era
preciso subir hasta la parte mas elevada, llegar al Ditorcia
Aquarum
de la Serrania y descender a los valles ardientes de
Neiva; luego embarcarse en balsas o piraguas para bajar el
río Magdalena hasta los rápidos de Honda. De
allí se-guir en canoas, mas o menos estrechas e
incómodas, hasta los Caños de la Cienaga de Santa
Marta, atravesar aquellos y cm-barcarse en una goleta que se
lanzaba a merced de las tempes-tades, frecuentes de las Antillas,
para llegar o no, según los ca-prichos de las olas, a
algún puerto de Jamaica 6 San Tomás, comprar y
pagar allí las mercancías con el oro que llevaban,
empacarías ellos mismos y volver a emprender para el
regreso el largo y penosísimo viaje que habían
realizado.

Por la descripción que acabo de hacer y por la
carencia de caminos, de posadas, de comisionistas, de aseguros,
de buques y vehículos, que en aquella época no
existían, fácil es comprender porqué se
consideraba un viaje de esa especie como un verda-dero
tránsito de suplicios, o como una ruda campaña, que
podría terminar fácilmente con la muerte del
viajero. Así es que este se pre-paraba como para marchar
al patíbulo; y solamente después de arreglar su
conciencia, hacer confesión general y otorgar su
tes-tamento, emprendía el viaje.

En la ¿poca, a que esta historia se refiere,
tocóle el turnó a Don Petro Crospe para hacer la
terrible travesía.

Hechos todos los preparativos del viaje, Don Pedro
Crospe tuvo íntima conferencia con su amigo y socio Don
Pedro Melos en la cual le dijo: « Mañana sigo para
Jamaica. Solo Dios sabe cuando volveré, o nunca. En tus
manos deposito mi fortuna y a tu amistad y a tu caballerosidad
confío lo que más quiero en el mundo, que es
mí Doisinia. Acompáñala y cuídala
como si fuera tu hermana. Y con lágrimas en los
ojos le dió el abrazo de despedida.

Don Pedro Melos, también muy sinceramente
emocionado, juró a su amigo y socio cumplir lealmente sus
recomendaciones.

Pasaron semanas y meses sin que se tuviera noticia
ninguna del viajante.. Transcurrió un año y
ningún correo trajo noticias de Don Pedro a la desolada
esposa y al solitario socio.

Don Pedro Melos se excedió en los cuidados a
Dña. Dol-sina, de tal manera que un año
después de la partida de Don Pedro Crospe, la esposa del
ausente resultó encinta y el amigo desleal convertido en
el amante de la esposa que había sido con-fiada a su
caballerosidad.

Los dos amantes confiaban en la muerte de Don Pedro
Cros-pe y esperaban que transcurriera el término legal
para considerar fallecido a aquel, con el fin de poder con el
matrimonio legitimar sus relaciones adúlteras.

En esta expectativa se hallaban los amantes cuando
quince meses, mas o menos, después de haberse ausentado
Don Pedro Crospe, Dña. Doisinia recibió por medio
de un propio una carta de su esposo fechada en Santa Marta, en la
cual, con mil pro-testas de amor y de pena por su ausencia tan
larga, le decía que, después de haber sufrido
tempestades en la navegación y haberse hallado postrado
con fiebres durante muchos meses sin poder corresponderse con
ella, al fin había arribado a las playas de la patria, en
donde esperaba reposarse algunos días para con-tinuar el
viaje a Popayán, Que con el fin de hacer cesar las
an-gustias en que ella se encontraría por su ausencia y
para darle la placentera noticia del regreso, le enviaba esa
carta con uno de los esclavos que lo habían
acompañado. Por último, después de otras
frases de amor y de ternura, le rogaba que enviara a Neiva seis
-esclavos de confianza, con caballerías de refresco, para
que allí lo encontraran y pudiera con menos inconiodidas
atra-vesar los valles ardientes de esa región y las
gélidas Serranías del Guanacas.

Esta carta cayo como una bomba de dinamita en el falso
hogar que habían formado, como nido de serpientes, la
esposa infiel y el amigo desleal.

Rápidamente Dña. Doisinia, digna
descendiente de antepa-sados españoles, se
apercibió de su situación y tomó una
resolu-ción enérgica, llamó a su
cómplice y le dijo:

« El regreso de mi esposo no solamente es la
sentencia de mi muerte, la destrucción de todos nuestros
castillos de amor y de ventura, sino algo peor; cual es mi
deshonra y la caída de mi alta posición en
Popayán. Yo no puedo soportar tantas des-gracias
impasiblemente ».

– Y que podemos hacer, dijo asustado Don Pedro
Melos?

– Suprimir la causa de todas estas desgracias
replicó la valerosa dama. Matar a mi esposo. La cosa es
muy dura pero indispensable.

– No me opongo, Doisinia, a tu plan, pero cómo lo
reali-zamos sin qué se sospeche que somos los
autores

– De la manera más sencilla, siguió
Dña. Doisinia. Pedro me dice que le envíe algunos
esclavos a encontrarle a Neiva. Yo cumpliré su orden; pero
previamente seduciré los esclavos; les ofreceré la
libertad y mucho oro si en vez de acompañar a mi marido,
lo matan al pasar el Guanacas y echan su cadáver con la
muía a la Laguna de los Paticos. (Así se llamaba un
lago de agua helada que existía en la parte mas alta de la
montaña y por cuyas ribas seguía la estrecha ruta
que conducía a Po-payán).

« – Los esclavos referirán, continuó
Doña Doisinia, que, como es frecuente, la muía
resbaló al borde de la Laguna y el jinete y la
caballería se ahogaron.

La Sociedad dará crédito al relato de los
esclavos. Nosotros pondremos los gritos en el Cielo por la
inaudita desgracia, guar-daremos riguroso luto, el cual
favorecerá mi situación para dar a luz a nuestro
hijo, sin que nadie se aperciba y, transcurrido al-gún
tiempo, uniremos para siempre nuestros destinos
».

En seguida, Dña Doisinia para llevar su plan a la
ejecución escogió los esclavos, les prometió
con juramento darles la libertad y una gruesa suma de oro, si
cumplían fiel y eficazmente sus órdenes y
traían la noticia de la desastrosa caída de Don
Pedro Crospe en la Laguna de Guanacas.

Don Pedro Crospe recibió en Neiva una carta
amorosísima de su querida y desolada esposa que le
trajeron los esclavos que venían a acompañarlo para
el regreso.

Al ver Don Pedro a los esclavos, se avalanzó
hacia ellos con los brazos – abiertos y les dijo;

« Queridos muchachos: sois libres y os daré
al llegar a Popayán mucho dinero, porque, durante mi
último naufragio, hice una pro-mesa a la Virgen que si me
salvaba daría la libertad y colmaría de dones a los
primeros esclavos que encontrara a mi regreso a Popayán
».

Comprendiendo los esclavos que la libertad y la fortuna
les veníañ por el camino del bien y no por el del
crimen, resolvie-ron acompañar lealmente a Don Pedro hasta
Popayán, desechando toda idea criminal respecto de su amo
y benefactor.

Don Pedro Crospe continuó su viaje sin
inconveniente alguno lleno de ilusiones por volver a su patria y
a su hogar, en donde él contaba disfrutar, después
de tantas vicisitudes, de la felicidad que le ofreceria la
fidelidad y el amor de su esposa el ca-riño de su socio y
la estimación de sus numerosos amigos.

Arrullado por estos gratos pensamientos llegó Don
Pedro a un lugar situado en la pendiente occidental de la
Serranía de Gua-nacas, a distancia de una o dos jornadas
según las fuerzas del jinete y de la muía, de la
ciudad de Popayán llamado el Alto del Obispo, porque las
crónicas refieren que algún Prelado español
exasperado por la oposición que le hacia la aristocracia
paya-nense, había renunciado al Gobierno de la
Diócesis y en su re-greso a España se había
detenido en el expresado lugar en donde, lanzando una
imprecación a Popayán, se quitó las
sandalias y dijo al sacudirías: « De Popayán
ni el polvo ».

Entre tanto, los dos amantes esperaban ansiosos la
llegada de los esclavos que le aportasen la buena nueva del
accidente mor-tal de Don Pedro Crospe en la Laguna de
Guanacas.

En tal expectativa, fueron sorprendidos por la llegada
de uno de los esclavos conductor de una carta de Don Pedro
Crospe, fir-mada en el Alto del Obispo, en la cual el enamorado
esposo, manifestaba a Dña. Doisinia que había
resuelto reposarse en la posada de ese lugar para llegar a
Popayán dentro de tercero día y tener el inmenso
placer de estrecharla entre sus brazos.

Esta inesperada carta, tan ingrata como inoportuna,
produjo el mismo mal efecto que la de Santa Marta en el
ánimo de los amantes; pero Dña. Doisinia era mujer
de raza de heroinas e hizo frente con ánimo entero a su
difícil situación. Inmediatamente empezó los
preparativos de costumbre para recibir al siguiente día a
su esposo. Fueron invitados a la gran comida que a las tres de la
-tarde del día de la llegada debía tener lugar en
la man-sión señorial, todos los parientes y amigos
de las familias. El ser-vicio de oro y plata de los grandes
días fue sacado de los cofres, y lustrado. Se hizo
provisión de los mejores elementos culinarios de las
colaciones y de los clásicos helados de Popayán.
Después de la comida, a eso de las siete de la noche,
tendría lugar un gran sarao al cual debían
concurrir todos los miembros de la aristocracia
payanense.

Al fin llegó Don Pedro Crospe quien,
después de las expan-siones con su esposa, con su socio y
sus amigos y pasada la co-mida, se retiró a sus
habitaciones para disfrutar a solas de las cari-cias de
Dña Doisinia y reposarse un tanto de las fatigas del
viaje.

Dña. Doisinia que había recibido en bata a
su marido para ocultar el estado en que se hallaba, lo cual le
fue fácil gracias a su alta talla y a su corpulencia, le
hizo mil protestas de amor y de ternura. Don Pedro
correspondió a ellas con la espontaneidad propia de su
cariño y le manifestó el deseo de que estrenara un
magnífico traje carro de oro que en un bulto que
había traído con él se hallaba entre los
ricos presentes que la destinaba, y que él deseaba que esa
noche se presentara en el sarao ataviada con tan lujoso
vestido.

Dña. Doisinia manifestó repugnancia a
despojarse de su hermosa bata; pero su esposo insistió y
tuvo que ceder a sus ruegos.

Al vestirse con el nuevo traje notó Don Pedro que
la cintura de su esposa se había ensanchado demasiado,
hasta el punto de serle imposible ceñir el vestido sobre
el talle. (Esto lo declararon las camareras de Dña.
Doisinia cuando tuvo lugar el célebre proceso.)

Manifestó Don Pedro gran sorpresa por el estado
ascítico de su esposa, y ésta le contestó
que, a causa del encierro prolongado que había tenido
durante la ausencia de Don Pedro, había en-gordado mucho y
que aun tenía los piés hinchadosy los
médicos temían una enfermedad cardiaca, o una
hidropesía.

Sea que Don Pedro se conformara o no con esta
explicación, el hecho es que Dña. Doisinia hizo los
honores de la casa du-rante el Sarao con su vestido de
Cámara.

Algunos días después, durante la ausencia
de Don Pedro en su despacho de comercio, Dña. Doisinia
tuvo una conferencia íntima y muy seria con Don Pedro
Melos, en la cual segura-mente acordaron el asesinato de Don
Pedro Crospe de la manera siguiente.

Don Pedro Crospe tenía costumbre de reposarse por
las tardes, después de la merienda, sobre un gran
sillón de cuero de Cordoba, claveteado de cobres, con
mullidos soportes de brazos y alto espaldar. Allí,
después de fumar un buen puro de la Ha-bana dormía
una prolongada y tranquila siesta.

En una de las tardes en que Don Pedro dormía
sobre su amplio sillón y durante una terrible borrasca, de
las que son muy c9munes en Popayán, con rayos, truenos, y
fuerte y abundante lluvia, Dña. Doisinia y D. Pedro Melos,
acompañados de dos esclavos que habían previamente
comprado y aleccionado, entra-ron sigilosamente al despacho en
donde reposaba y dormía Don Pedro Crospe.

Súbitamente rodearon su cuello con una fuerte
cuerda de cuero de buey curtido, que en Popayán llaman
rejo, y corriendo violentamente los dos extremos, estrangularon o
mejor dicho ahor-caron al infeliz Don Pedro. Las crónicas
dicen que, por confesión de los esclavos se supo que
Dña. Doisinia misma tiraba uno de los extremos de la
cuerda homicida.

Muerto Don Pedro, hicieron sobre el pecho dos heridas
con un cuerno de toro que tenían preparado para este
efecto. Arras-traron el cadáver, así herido, a la
calle que se hallaba completa-mente solitaria por causa de la
tempestad y de la lluvia, y lo depositaron al frente de la puerta
junto a la muralla que, como llevo dicho, cerraba los huertos del
Monasterio del Carmen.

Al mismo tiempo que esto acontecía, soltaron del
solar de la casa de habitación un toro que tenían
en reserva (lo cual no era extraño en Popayán, pues
en algunas grandes casas habla espacio para mantener toda especie
de animales domésticos, inclu-sive vacas de cría).
El toro una vez en la calle gozó de su liber-tad y fue a
extraviarse en las afueras de la ciudad.

Consumado el asesinato, Dña. Doisinia, apesar de
la lluvia y del vestido que llevaba, salió por las calles
dando gritos y alaridos porque su esposo, al ver que un toro
atropellaba una infeliz men-digo que estaba escampando la
tempestad en el portal de una casa vecina, había salido a
favorecer a la mujer, quien había logrado huir. Don Pedro
había sido víctima de su noble temeri-dad y de su
impulso de caridad, porque el toro le había matado, y
estrellado contra los muros del Carmen.

La Sociedad se conmovió hondamente con el
terrible acontecimiento, y todas las amistades y relaciones de
Dña. Doisínia concurrieron a su casa,
después de la torrencial lluvia, para con-solarla y
acompañarla en su desgracia. Se prepararon los suntuosos
funerales en la Iglesia del Ño-sano; pero las autoridades
españolas, en cumplimiento de dispo-siciones legales,
hicieron el examen y autopsia del cadáver y los
médicos legistas declararon que Don Pedro Crospe no
había muerto por causa de las heridas hechas por las astas
del toro sino por haber sido ahorcado con cuerdas cerradas, y que
las expresadas heridas del pecho, las había recibido Don
Pedro des-pués de muerto.

Con motivo de esta inesperada declaración de los
médicos, una investigación criminal se abrió
inmediatamente y la ceremonia del entierro fue
suspendida.

Interrogada la servidumbre y, puestos en tormento los
escla-vos sobre quienes recayeron las sospechas por
delación de otros, los responsables confesaron
paladinamente el crimen.

No pudiendo las autoridades de la ciudad reducir a
prisión a Dña. Doisinia, ni a su cómplice,
hasta tanto que la Audiencia de Santa lié no levantara la
inmunidad que los fueros de nobleza les otorgaban, los esclavos
asesinos fueron rápidamente procesa-dos, condenados y
ejecutados. Los bienes de Dña. Doisinia y de Don Pedro
Melos fueron confiscados.

Dña. Doisinia se refugió en el Monasterio
del Carmen en donde existía una religiosa, su pariente, y
en donde era muy estimada por sus generosas
dádivas.

Don Pedro Melos hizo protesta ante Notario de su
inocencia haciendo recaer toda la responsabilidad del crimen
sobre Dña. Doisinia y huyó para el interior del.
Reino, cambiando su nombre y completamente desfigurado por
haberse cortados los cabellos y la barba, y puesto anteojos de
cristales verdes. Es fama que su incógnito nunca fue
descubierto y que murió miserablemente en la aldea de
Soacha, vecina a Bogotá, ejerciendo el triste oficio de
carbonero.

Dña. Doisinia fue acogida benévolamente
por las religiosas del Carmen. Allí estaba segura, pues
aun cuando la Audiencia de Santa lié le levantase la
inmunidad de nobleza, ni la Ley ni las Autoridades podían
penetrar a violar el sagrado recinto del Con-vento; pero como el
tiempo del desembarazo se aproximaba, la Superiora del Convento
llamó a Dña. Doisinia y le dijo: « Yo he
tenido mucho gusto en asilar a Ud. en este santo lugar, pero como
es un Convento de vírgenes no es posible que aquí
éstas soporten el escándalo de un parto en su
recinto. Así, pues, le suplico que trate de huir, para los
cual le prestaré toda la ayuda que me halle en posibilidad
de darle ».

En tal situación, Dña. Doisinia, ayudada
por la Superiora y por los Capellanes del Convento, pudo salir
clandestinamente una noche del Monasterio y montada sobre un
sillón de esos que en Popayán se usaban, forrados
con láminas de plata al exterior y con terciopelo
carmesí al interior, siguió para el interior del
Valle del Cauca a refugiarse en la Hacienda de Vanegas,
perteneciente a los Sres. Fragoiri, sus parientes ó amigos
(cosa que no recuerdo de la relación que me
hicieron).

Acogida como a una desventurada miserable, Dña.
Doisinia dio a luz una niña en las mas tristes
circunstancias, y mas tarde vino a ser la manceba de uno de los
mayordomos de la hacienda, quien la trató infamemente,
llegando hasta flagelaría en sus ratos de embriaguez. En
medio de la miseria y de las mas crueles tor-turas, expió
la infeliz dama sus grandes crímenes y, si no pudo ser
perseguida por las autoridades, fue debido al secreto que se
guardó por los amos de la hacienda, la cual, como todas
las de esa época, en el Valle del Cauca, era un vasto
señorío feudal segregado casi completamente de las
autoridades y policia de las ciudades. Muy poco tiempo
sobrevivió a su crimen.

La niña, hija de tantas vicisitudes y de tan
grandes faltas, fue tolerada y criada en la hacienda en las mas
miserables con-diciones, casi como la de los animales
domésticos, entre marranos y gallinas. Llegada a la
adolescencia fue víctima de la sensualidad de uno de los
jóvenes Fragorri, hijos del dueño de la hacienda, y
de esas relaciones ilícitas resultó
encinta,

Cuando los Señores de Vanegas conocieron el
estado de la infeliz muchacha, la arrojaron ignominiosatente de
la casa porque creyeron que era ella quien había seducido
al joven a cometer la falta.

La infortunada joven se fue de limosna a Popayán,
porque había oído decir que en esa ciudad
podría encontrar protección, debido a que su madre
habla sido una gran dama de la Sociedad.

Asilada en Popayán en casa de unas caritativas
mujeres del pueblo en las afueras de la ciudad, dio a luz un
niño que de-positó sobre una artesita en el
vestíbulo de una casa de la distinguida familia de Odoban,
la cual, siguiendo las costumbres de Popayán,
recogió, dio su nombre y educó hasta su mayor edad
al tierno espósito.

Este niño fue mas tarde el célebre General
Obando.

Sobre uno de los grandes bloques de piedra que formaban
el muro o paderón del huerto del Monasterio del Carmen se
labró un alto relieve que representaba dos huesos
entrecruzados y una calavera, como lápida mortuoria, sobre
el punto en donde fue depositado por los asesinos el
cadáver de Don Pedro Crospe.

Siendo yo muy niño preguntaba a mi abuela
qué significa-ción tenía esos huesos y esa
calavera, y ella me contestaba « Tu eres muy chiquillo para
poder contarte la historia que conmemo-ran esos símbolos
macábricos ». Cuando estés más
grande te la contaré.

Intrigado por la promesa de mi abuela logré que
ella me refiriera la historia poco antes de morir,
ocultándome algunos de-talles por respeto a mi tierna
edad, pues apenas era yo un adolescente.

CAPITULO V

Un poco de
Historia

Completados los preparativos para la revolución;
Mosquera esperaba el momento oportuno para lanzarse a la lucha
armada.

La ocasión propicia se presentó por el
pronunciamiento que tuvo lugar en el Valle del Cauca el 28 de
Enero de 1860, en-cabezado por Pedro José Carrillo, Agente
del Gobierno Nacional y enemigo del General Mosquera.

El Pronunciamiento tuvo lugar en el Norte del Estado y
los pronunciados, con Carrillo a la cabeza, marcharon sobre la
ciu-dad de Cartago que estaba defendida por una débil
guarnición al mando del General Murgueitio, quien fue
batido y murió en el combate.

Inmediatamente que Mosquera tuvo noticia de esos sucesos
marchó con su ejército, en unión del General
Obando, para sofocar la insurrección seccional.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
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