Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17

Flores, por el contrario, se preparó
a recibir a Mosquera con un lujoso uniforme de General en Jefe,
profusamente bor-dado de tal manera que parecía una casaca
de oro bordada de paño.

Se hallaba rodeado de sus ayudantes y
secretarios en el centro de la sala de la casa de la hacienda,
con un sillón vacío a su derecha para ofrecerlo al
Gran General cuando llegara.

Cuando Mosquera se presentó con su humilde traje
y se desmontó de su modesta caballería, la guardia
de honor de Flo-res que estaba preparada en el patio de la
hacienda para rendir los honores militares al Presidente de
Colombia, no se atrevió a hacer ninguna
manifestación porque no se figuraba que ese modesto
caballero era el personaje ilustre que esperaba; pero ha-biendo
uno de sus ayudantes anunciado al Gran General los oficiales de
la Guardia se apresuraron a tributarle los debidos
homenajes.

Al entrar a la sala, Flores se puso de
pié y, ceremoniosa-mente, le dijo: « Saludo al Gran
General Mosquera, y doy la bienvenida al Excelentísimo
Señor Presidente de los Estados Unidos de Colombia
».

« Y yo, dijo Mosquera, presento mis
mas respetuosos home-najes al ilustre Veterano Comandante general
de los ejércitos del Ecuador ».

« Es que podré yo conocer en
esta entrevista las bases prin-cipales de la paz que
tendrá a bien otorgar S. E. el Presidente de Colombia a la
República del Ecuador, después del insuceso de sus
armas en la batalla de Cuaspud.

« No solamente podrá V. E.
conocer las bases sino que es posible firmar hoy mismo el Tratado
de paz, pues éste puede resumirse en una sola
cláusula, respondió Mosquera.

« Y cual es la cláusula de que
habla V. E.?, replicó Flóres.

– Que me dés un abrazo, Juan
José, dijo Mosquera.

– Yo hablo en serio, Excelentísimo
Señor, respondió Flóres.

– Yo también dijo Mosquera, porque
qué mayor fruto puedo desear para mi victoria, y a
qué mayor galardón puedo aspirar que a la gloria de
haber vencido al primer Capitán de la América del
sur?

De este diálogo inesperado a una
conferencia amistosa y cordial, se pasó
rápidamente, como Flores tenía poderes suficientes
del Presidente García

Moreno, se acordaron en un Tratado de paz que no
contenía nin-guna cláusula ni condición
onerosa para los vencidos. Simplemente se convino en reproducir
el articulo primero del Tratado de amis-tad y comercio que
existía entre los dos Estados, declarando vigentes todas
las demás partes de este Pacto, que de hecho había
abrogado el estado de guerra entre las dos
repúblicas.

Mi padre, que era Ministro de Relaciones Exteriores, se
de-negó a firmar ese Tratado, porque el creía que,
sin exigirse del Ecuador cesiones territoriales, que
serían motivo de perenne dis-cordia entre las dos
naciones, ni aun siquiera pedirle indemniza-ciones de dinero para
los gastos de la guerra, se debía, por lo menos,
aprovechar la victoria para arreglar definitivamente la
cuestión de límites entre los dos países,
como se hizo con el Perú después de la victoria de
Tarquí en 1829.

Por la negativa de mi padre, fue nombrado Ministro de
Re-laciones Exteriores de Colombia adhoc para firmar el
Tratado de Pinzaquí, el General Antonio Gonzalez Carazo,
antiguo Goberna-dor de Bolívar.

Así terminó la guerra con el
Ecuador.

Sin desconocer que entre Estados vecinos y hermanos no
debe exigirse para hacer la paz, después de una querella
interna-cional, la cesión del territorio de uno a otro
Estado, porque esto es causa permanente de desavenencia entre
vecinos y de constantes propósitos de revancha, como ha
acontecido en Francia y Alemania, y en Perú y Chile sin
desconocer, repito, estas conside-raciones para ser generoso en
la victoria, yo soy de opinión que mi padre tenía
mucha razón en desear que hubiera desaparecido la
cuestión de- límites, que ha sido siempre motivo de
desacuer-dos y enemistades en los países vecinos de Sur
América.

Pero por un sentimiento de noble vanidad, si se quiere,
muy común en los hombres superiores, el Gran General quiso
ser espléndido en su generosidad, después del
triunfo.

Cuando el Gobierno y el ejército regresaron a
Popayán, re-cuerdo que muchos amigos acompañaron a
mi padre hasta la casa y alguno de ellos lo felicitó por
haber sido protagonista en la gloriosa campaña contra el
Ecuador.

«No me felicite Ud., dijo mi padre porque de esa
campaña, gloriosa es verdad para las armas de Colombia,
nadie ha deri-vado ningún fruto, excepto la literatura
castellana.

« Y como así, preguntó su
amigo;

Porque el vocablo laud, tan pobre de
consonantes en nuestra lengua, ha adquirido uno nuevo con la
palabra Cuaspud, lugar desconocido ayer y
célebre, desde hoyen los fastos militares de
Colombia.

Muchos años después,
conversando yo en Niza sobre estos sucesos con el Dr. Antonio
Flores, Presidente que fué del Ecua-dor e hijo del ilustre
General Juan José, me dijo Don Antonio éstas o
semejantes palabras:

« Poco tiempo después de la batalla de
Cuaspud murió mi padre, y murió de pesadumbre, no
por haber sido vencido el ejér-cito novicio del Ecuador
por los veteranos colombianos, aguerri-dos en tres años de
lucha civil, sino por haber sido engañado por Mosquera y
haber caído en la celada que, con tanta astucia, le
tendió, porque mi padre se preciaba con razón, de
ser el Jefe militar mas sagaz de la América del Sur. Pero
también hay que reconocer que Mosquera era un Genio o, por
lo menos, un hombre extraordinario.

CAPITULO IX.

Un personaje
singular

SUMARIO. Vida aventurera de Dario Mazuera. –
Después de haber servido a las órdenes de Arboleda,
se refugia en Lima. – Chantage con el Presi-dente Pezet.
– Su estadía en Chile y su marcha para Méjico. –
Mazuera estafa a Santa-Ana y marcha para Paris. – Entrevista con
Dumas padre y Julio Simón. – Pronósticos funestos
de una cartomanciera respecto de Mazuera. – Su marcha
para Cuba. – Tentativa de chantage avortado, con el Dr.
Escobar. – Mazuera, abandonado en las Costas de Florida se
interna a Méjico y se junta a los pronunciados contra el
Gobierno. -Vencido y prisionero, es fusilado por uno de los jefes
constitucionales. —

Antes de abandonar en mi relato el período
trienal de la Revolución, voy a referiren periodos
concisos, la vida del célebre aventurero llamado
Darío Mazuera, uno de los mas audaces y ter-ribles
Tenientes de Arboleda en el Valle del Cauca. Su vida, ple-na de
aventuras que parecen de otra época, ofrece interesantes
episodios que no es conveniente dejar perder o desvanecer entre
las soledades del olvido.

Dario Mazuera nació en la ciudad de Cartago,
capital de la provincia de su nombre, que está situada en
la región fronte-riza con el antiguo Estado de Antioquia.
Hoy departamento de Caldas.

Siendo muy joven tomo servicio en las filas del
ejército de la Confederación cuando tuvo lugar el
pronunciamiento de Carrillo en í 86o. Refugiado
en las montañas de Antioquia regresó a su Estado
natal en í86í con las fuerzas de Enao. Tomó
entonces servicio en el ejército caucano de
Arboleda.

En su calidad de Teniente de ese Jefe, desplegó
en la ciudad de Palmira sus instintos sanguinarios, su audacia
incomparable y su energía felina. Alguna vez, en esa
población, en un momento impul-sivo y de mal humor, hizo
sacar de la cárcel un grupo numeroso de prisioneros
políticos y, sin fórmula ninguna, los hizo fusilar
en la plaza pública, mandando él mismo la escolta
para la ejecución y como ésta ejecutó varias
otras fechorías, según refieren las
crónicas.

Después de que las fuerzas de
Mosquera y de Gutiérrez re-cuperarán el Cauca,
Mazuera huyó por el Chocó y fué a
refu-giarse a la ciudad de Lima capital del
Perú.

Goberuaba entonces esta nación el
célebre General Pezet, quién como es sabido, tuvo
sus veleidades de traición para resta-blecer el dominio
español en su patriamediante al puesto de vir-rey para
él.

Mazuera, quien, además de audaz, era
hombre inteligente, sa-gaz, insinuante y activo, logró
adaptarse la confianza y aun la in-timidad del Presidente del
Perú, de quien recibió esquelas y do-cumentos
confidenciales.

Mazuera vivió en Lima de la munificencia de
Pezet; pero al-guna vez que quiso abusar en sus exigencias el
Presidente se de-negó a complacerlo. Mazuera entonces
amenazó a Pezet con hacer públicas sus
maquinaciones antipatrióticas y aun publicar docu-mentos
comprometedores.

Víctima el Presidente de este «
chantage » resolvió comprar con una fuerte
suma de dinero el silencio de Mazuera; pero a con-dición
de que se fuera inmediatamente del Perú.

Mazuera, quien era un aventurero, ávido de
innovaciones en su vida errante, aceptó la
condición, recibió el dinero y se embarcó
para Chile.

En esta nación vivió, durante algún
tiempo, de la intriga, del chantage y de las artes de
los caballeros de industria hasta que fué expulsado y,
después de una rápida aparición en
Bogotá fué a parar en Méjico, en donde
conservaba aun su gran pres-tigio el Presidente
Santana.

Mazuera, como en el Perú, obtuvo la
protección y la amistad de Santana, hasta el punto de ser
su Secretario privado y el hombre dé su confianza. Durante
esta época, Mazuera vivió esplén-didamente
merced a la liberalidad de su opulento Protector, entre-gado a
todos placeres que ofrecen la juventud, la salud y la for-tuna.
Pero siempre dominado por el delirio viajero, suplicó a
Santa Ana que le facilitara los medios de conocer los Estados
U-nidos.

Santana le dió dinero para el viaje
y aun le comisionó para hacer algunos arreglos con sus
banqueros de Nuera York.

Mazuera aprovechó esta confianza de
Santana para falsifi-car su firma y estafar a su
protector en una fuerte suma de dinero, que tomó en los
Bancos de Nueva York por cuenta de Santana. Enseguida huyó
para Paris.

En la gran capital francesa, hogar y asiento de todos
los pla-ceres, Mazuera encontró amplio teatro para su vida
de goces y de disipación.

Como ignoraba el francés y desconocía las
costumbres de la gran ciudad trajo de Nuera York un violinista
colombiano, de apellido Buitrago, para que le sirviera de
intérprete y de guía.

Hacia algún tiempo que Mazuera se hallaba en
París entre-gado a su vida de rico libertinocuando
llegaron el General Santos Gutiérrez el célebre
guerrero de Colombia, acompañado del ilustrado Doctor
Florentino Vesga, el afamado redactor del « Diario de
Cundinamarca
», a dar un paseo por el Continente
europeo.

Vezga entró en relaciones casualmente con sus
compatriotas Mazuera y Buitrago, y, por las confidencias que de
éste recibió, las cuales a su turno
trasmitió a que, he podido conocer estos detalles de la
vida del célebre aventurero, y los demás que paso a
referir.

Mazuera habla formado un álbum muy interesante
con autó-grafos de los personajes mas ilustres del
Perú, Chile, Méjico y Estados Unidos, y
quería enriquecerlo con las firmas de los grandes
políticos y literatos de Francia. Deseaba principalmente
conocer y obtener la firma en el álbum del célebre
novelador fran-cés Alejandro Dumas padre, cuyas novelas
habían llegado hasta las mas apartadas regiones del globo,
y eran objeto del solaz y de la admiración del
mundo.

Buitrago, que abundaba en sentimientos
idolátricos por Du-mas, a quien consideraba como un semi
Dios descendido del O-limpo, se encargó con júbilo
de ir a solicitar del gran romancista el favor de que pusiera su
firma en el álbum.

Al efecto pidió una audiencia y, cuando le
fué concedida, se vistió con sus mejores ropas y.
emocionado, como el joven aman-te que va a ver a su amada el
día del compromiso para el ma-trimonio, se dirigió
a la casa de Dumas, llevándole como obse-quio un
finísimo sombrero Panamá, de considerable
valor.

Dumas vivía en un quinto piso de la rue Fortuny,
y su hija bastarda lo recibió en el salón principal
del apartamento.

Tímidamente manifestó Buitrago el objeto
de su visita y ofre-ció el obsequio del sombrero. La
mulatica lo puso sobre sus cres-pos cabellos y realzó con
él su belleza fresca de raza de crio-llas.

Dió las gracias a Buitrago por el exquisito
obsequio, excusó a su padre de no salir a recibirlo por
hallarse sumamente ocupado en el remate de una obra que
tenía premura de en-tregar al Editor, y, tomando el
álbum de manos de Buitrago, pasó al vecino despacho
del literato.

Dumas abrió el álbum y, con
la pluma entintada con que estaba escribiendo, trazó con
su magnífica letra en una página del album, estas
palabras:

« Un républicain de tout le
mondeAlexandre Dumas »La hija de Dumas salió con el
álbum a presentárselo a Bul-tragoy cuando
éste vió la letra del gran escritor con la tinta
fresca aún, se emocionó extraordinariamente,
llevó el libro a sus labios para besarlo y lágrimas
de enternecimiento – brotaron de sus ojos. Sin poder articular
una palabra, hizo una reverencia a la Señorita Dumasy
salió.

La joven contó inmediatamente a su
padre la emoción de Buitrago al ver su firma puesta en el
álbum y, como era un hombre de corazón tanto como
de imaginación, le impresionó el gesto del
visitante y ordenó a su hija que lo llamara
inmediatamente.

Se hallaba Buitrago en los últimos
peldaños de la escalerai cuando alcanzo a oír la
voz de la Sta. Dumas que lo llamaba. Subió apresuradamente
los cinco pisos de la casa y entró a la sala del
literato.

Dumas que era un hombre fornido y trabajaba
en mangas de camisa, porque Paris se hallaba en pleno
estío, se adelantó a recibir a Buitrago y lo
estrechó entre sus robustos brazos, besán-dole en
ambas mejillas.

Buitrago quedó desfallecido por el
placer el honor y la emo-ción del inaudito y cordial
recibimiento de Dumas.

Este lo invitó a comer aquella tarde
y le ofreció un exce-lente banquete, en el cual
desplegó su talento de gran cocinero.

Desde este fausto día, se
estab!ecieron estrechas relaciones entre Dumas y Buitrago, y
aquél le prometió conseguir muy in-teresantes
autógrafos de sus numerosos amigos y
relacionados.

Otro de los personajes, cuya firma anhelaban Mazuera y
Buitrago, era Julio Simónel gran filósofo, quien,
con Ferryel gran estadista y con Favre, el gran jurisconsulto,
formaba la tri-nidad de los tres Julios, tan "justamente
célebres en los comienzos de la tercera República
francesa.

Para satisfacer el deseo de sus amigos,
Dumas pidió a Si-mon que escribiera un pensamiento en el
álbum de Mazuera y aquél le contestó que lo
haría con mucho gusto cuando, en uno de los sábados
(días de recibo de Dumas) pudiera conocer al jóven
colombiano.

En el despacho de Dumas se avistó
Julio Simon con Dario Mazuera. Miró el filósofo al
aventurero con curiosidad y fijeza, exami-nándolo de
piés a cabeza. Luego abrió el álbum,
entintó la pluma y escribió las siguientes
palabras:

« Croire, aimer, "travailler
pardonner,
voilá tout ce que je vous conseille
». Firmado: Jules Simon.

Cuando en la casa de Mazuera, Buitrago
tradujo a aquel las palabras de Simon que dicen: Creer, amar,
trabajar, perdonar, he aquí lo que yo os aconsejo, el
aventurero quedó sorprendido y dijo a su amigo:

« No comprendo como este hombre ha
podido conocerme con solo haberme visto una vez, pues lo que
él me aconseja es pre-cisamente lo que me hace falta,
porque no creo en nada y nunca he amado ni trabajado, ni
perdonado.

La vida de Mazuera, siempre escandalosa y en medio de
los placeres que ofrece la moderna Babilonia, consumió
bien pronto el dinero que había estafado a Santana y le
hizo sentir la ne-cesidad de abandonar a Paris y de procurarse
recursos en América, por medio de sus malas artes
habituales.

Una noche, Mazuera y Buitrago paseaban en
compañía del Doctor Vezga por las jardines de
Mabille, lugar de reunión de los jóvenes alegres y
de las mujeres galantes, situado en el mismo lugar en que hoy se
halla el « Jardin de Paris », sucesor de aquel
risueño lugar de recreo.

Al pasar por delante de un nicho en donde se hallaba una
mujer decidora de la buena ventura, adivinadora del pensamiento y
diestra en el manejo de las cartas reveladoras del porvenir,
Mazuera se detuvo con cierta fijeza, delante de ella y le dijo a
sus dos compañeros de paseo:

« Yo no creo en Dios pero sí
creo en las hechiceras y hasta en brujas. Deseo hacerle algunas
preguntas a esta mujer.

Nada mas fácil, contestaron sus
compañeros, pero le antici-pamos que éste es un
pasatiempo, y una pequeña industria que tienen esas
mujeres para ganarse unos francos.

Voy a entrar dijo Mazuera, y tomando la
mano de Buitrago le dijo con empeño: «
Prométame Ud. por su palabra de honor que me
traducirá fielmente lo que esta mujer diga en respuesta a
mis preguntas, todas las cuales las haré por cpnducto de
Ud»

Buitrago prometió complacer a
Mazuera, úfreciéndole traducir todas las
respuestas, por graves que fueran.

Después de los preliminares fáciles de
explicar respecto de la nacionalidad colombiana de Mazuera y de
su estado de celi-bato, el aventurero preguntó, por
conducto de Buitrago, si aquel tenía alguna
preocupación o alguna empresa secreta que agitara su
espíritu en esos momentos.

La cartomanciera revisó de nuevo las
líneas de la mano, dis-tribuyó las cartas y con
toda seriedad contestó:

« Las cartas dicen, que el Señor
está pretendiendo destruir o hacer perdedizo un documento
que puede causarle un gran per-juicio

Mazuera, a pesar de su poder de disimulación, no
pudo menos que manifestar sorpresa al conocer la respuesta,
porque en esos días estaba trabajando, a fuerza de dinero,
para que no se le noti-ficara el mandamiento rogatorio de los
Estados Unidos que, en virtud de las gestiones de Santana, se
había enviado a Francia para pedir la extradición
de Mazuera por sus estafas en Nueva York.

Después de algunas preguntas de menor
interés, Mazuera su-plicó a la adivinadora le
dijera cuándo y de que género de muerte
moriría.

Para dar esta respuesta, la mujer pidió un
pequeño mechón del pelo de Mazuera, que
quemó en una lámpara de alcohol; regó la
baraja con la ceniza hizo unas cuantas muzarañas y
distribuyó con mucho cuidado las cartas. Al terminar su
pequeña ceremonia cabalística, dijo a
Buitrago:

« Lo que dicen las cartas es muy grave para el
Señor, pero como yo he prometido revelar la verdad, voy a
comunicarle la respuesta:

« Dígamela sin ambajes, dijo Mazuera a
Buitrago, cerrando con su mano de acero la mano de su
amigo.

Le repito, Darlo, que nada de esto tiene importancia y
que estas mujeres, que son muy inteligentes, comprenden el
interés o conocen las susperticiones de sus
interlocutores, les contestan, mas ó menos, pertinente y
misteriosamente.

– Y bien, dijo Mazuera.

« Las cartas dicen, añadió Buitrago,
que Ud. morirá antes de terminar este año y de
muerte violenta».

Los dos amigos se echaron a reír. La mujer
cobró por su trabajo diez francos y Mazuera le dió
veinte, sin dejar de preo-cuparse por la respuesta.

El tiempo apremiaba para Mazuera, tanto por temor que al
fin el Gobierno francés decretara su extradición,
como porque sus recursos escaseaban.

Al fin resolvió desprenderse de su precioso
álbum que vendió al Principe de Metternich, hijo
del gran diplomático austriaco, en 10.000 francos,
pagó algunas deudas que tenía pendientes, se
despidió de Buitrago y se embarcó para La
Habana.

Llegó a esta ciudad por la mañana y,
después de haberse hospedado en una fonda modesta, se
dirigió por la tarde a la casa que ocupaba el Dr. Fernando
Escobar.

Este Señor era un médico distinguido,
conocido de Mazuera desde la infancia y que, a pesar de casado
civilmente en Car-tago, ciudad en que ambos habían nacido,
había contraído en la Habana matrimonio con una
rica y hermosa cubana, de las pri-meras familias de la
ciudad.

Por su ciencia y por su feliz matrimonio, Escobar
había al-canzado una gran posición en la Capital de
la Isla y cultivaba las mejores relaciones, empezando por las del
Capitán general, quien lo distinguía y lo apreciaba
mucho.

Cuando el Dr. Escobar reconoció a Mazuera en su
casa, lo recibió con mucha cordialidad y cariño,
preguntándole por qué feliz casualidad se hallaba
en la Habana.

« Estoy arruinado, contestó Mazuera, y
vengo a buscar re-cursos en su bien provista bolsa. Necesito de
hoy a mañana la suma de veinte mil duros en oro, y espero
qué Ud. me los pro-curará sin plazo, sin
interés y sin garantía.

– Pero, cómo quiere Ud, paisano (éste es
el tratamiento que se dan entre sí los compatriotas en
Colombia) que yo tenga veinte mil duros disponibles de un
día para otro. Así, pues, me es profundamente
penoso no poder servirle en esta ocasión.

Pues si Ud. no me los da, replicó Mazuera,
mañana mismo haré conocer del Capitán
General, de la familia de su segunda esposa y de toda la sociedad
de La Habana, por medio de una publicación abundante y
documentada, que Ud. es un bígamo y que su mujer caucana
se halla viva y muy viva en Cartago. Y Ud. sabe, paisano, "que yo
sé cumplir mis amenazas.

Ud. no hará eso paisano balbució Escobar
porque me cau-saría un gran perjuicio. Yo estoy divorciado
de mi primera mu-jer, pero quiero evitar el escándalo con
que Ud. me amenaza; no me exija que le dé el dinero de un
día para otro porque no lo tengo. Mañana le
daré una parte y en los días siguientes otras sumas
hasta completar 10.000 duros.

No rebajo ni un centavo, dijo con sequedad
Mazuera.

– Y bien, trataremos de reunir la suma en unas dos
semanas, insistió Escobar.

Convenido, dijo Mazuera, pero guay! si Ud. me
engaña.

De ninguna manera me burlaria de Ud. dijo Escobar;
déme Ud. las señas de la fonda en donde está
hospedado para ir ma-ñana á llevarle una buena
cuenta del dinero.

Mazuera dió las señas de la fonda, y
después de tomar un refresco y encender un puro, se
despidió en los más amistosos términos de su
amigo y compatriota.

Inmediatamente que Mazuera se ausentó, Escobar
hizo en-ganchar su coche y se dirigió al palacio del
Capitán General.

El virrey de Cuba quien tenía un poder
omnímodo y que estaba temiendo nuevos pronunciamientos
revolucionarios, recibió con interés y amabilidad a
su amigo el Dr. Escobar, a quien invitó a
cenar.

« Vengo, dijo Escobar, a prestar otro servicio a
mi segunda, patria. Ha llegado esta mañana un compatriota
mío, llamado Dario Mazuera quien es un agente
revolucionario enviado de Colombia y de Venezuela para promover
una nueva insurrección en la Isla. Es un hombre terrible y
si no lo pone Ud. inmediatamente la mano puede causar muchos
perjuicios a la causa del orden en Cuba,

« No sé como agradecer a Ud., Dr. Escobar,
sus importan-tes servicios a España. Esta misma noche
tomaré las medidas ne-cesarias para impedir que ese
tunante nos venga a molestar; pero en donde está
hospedado?

«En tal fonda, dijo Escobar, adompañando
las señas de Mazuera.

Descansaba éste tranquilamente en la blanda cama
del Hotel cuando a eso de las 12 de la noche, fué
despertado súbitamente por un jefe de policía
quien, con linterna en mano y acompa-ñado de ocho agentes
bien armados y del conserje de la fonda, había penetrado
hasta el cuarto de Mazuera.

¿ Qué es esto? dijo Mazuera, sobresaltado,
incorporandose en el lecho.

« Tiene Ud. una hora para arreglar sus paquetes y
seguir-nos, porque está Ud. preso y detenido por orden del
Excelentísimo Señor Capitán
General.

« Cuál es la causa de este arresto? dijo
Mazuera.

Las órdenes de 5. E. no se explican, ni se
comentan.

Impotente ante la fuerza, Mazuera se resignó y
ligoteado y bien custodiado por los agentes, fué entregado
al Capitán de una goleta que estaba anclada en el
puerto.

El Capitán de la pequeña
embarcación recibió instrucciones para tener a
Mazuera encadenado en las bodegas de la goleta, y para
abandonarlo en la primera playa desierta del Continente que
toparan en la ruta.

Las órdenes del Capitán General fueron
cumplidas estric-tamente. Mazuera fué abandonado en una
árida playa de la pe-nínsula de Yucatán,
famélico – y casi sin recursos. Con mil dificul-tades se
internó a Méjico y se enroló en las filas de
un grupo de revolucionarios recientemente
pronunciados.

Pocas semanas después, la guerrilla de Mazuera
cayó íntegramente en poder de un Coronel del
Gobierno.

Se hallaba éste almorzando en una humilde posada
cuando su ayudante le dijo que un grupo de presos que se hallaba
en el patio del albergue, intentaba- escaparse e insubordinarse,
esti-mulado por un extranjero audaz y desconocido apellidado
Mazuera.

Pues, que los fusilen inmediatamente dijo el Coronel sin
in-terrumpir el bocado que llevaba a la boca.

Y, sobre unas piedras del patio en que se hallaban los
pre-sos y sobre atambores, fueron fusilados, sin fórmula
ninguna, veinteisiete prisioneros con Dario Mazuera a la
cabeza.

Este acontecimiento tuvo lugar antes de terminar el
año en que había hecho la consulta a la pitonisa,
cuya predicción tanto por la fecha como por el
género de muerte se cumplió al pié de la
letra.

CAPITULO X.

De 1864 a 1870

SUMARIO. Antes de concluir mi carrera profesional de
abogado me nombra el Dr. Largacha tercer Tenedor de libros en la
Secretaría del Tesoro. -Rechazo el nombramiento y concluyo
mis estudios en Popayán. – Ele-gido representante emprendo
viaje para Bogotá. – Mis primeras labores en la
Cámara de Representantes. – Defensa del Mariscal Solano
López, héroe del Paraguay. – Mis relaciones con el
representante con-servador Cárlos Holguín. –
Semblanza de este célebre orador. – D. Miguel Antonio
Caro. – Mi oposición al extravagante proyecto que fi-jaba
por ley los textos de enseñanza en los planteles de la
República. En 1872 concurro al Senado y entro en
relaciones personales con el General Pedro Alcántara
Herrán. – Muerte de este eminente colombiano.

Para que un libro de Memorias, y especialmente si
reviste la forma autobiográfica, ofrezca algún
interés a los lectores y a los cultivadores de los
estudios de Historia patria, es menester que lleve en todas sus
páginas el sello de la más absoluta sin-ceridad.
Especie de confesión general, los escritos que consagran
recuerdos personales no deben ser guiados por un falso criterio,
emanado de una modestia fingida para ocultar o desfigurar los
éxitos ó sucesos felices del escritor, o de una
arrogancia infundada para abultarlos don la fantasía, en
virtud de un sentimiento de vanidad. También debe el
Memorista tener el valor de reconocer sus errores y
extravíos, con humildad cristiana.

Basado en estas consideraciones, paso a relatar –
algunos in-cidentes que me atañen personalmente, acaecidos
durante mi ado-lescencia y mi primera juventud.

De 1864 en adelante, me consagré con mucha
asiduidad a mis estudios universitarios en el Colegio Mayor de
Popayán, estable-cido por el Gobierno liberal del Cauca,
después del triunfo de la revolución. Bajo la
dirección de ilustrados profesores hize los estudios
preparatorios para alcanzar el bachillerato de las Universidades
y hacer después los cursos profesionales.

Sea por atavismo, o por seguir el ejemplo de mi padre,
me dediqué a la carrera profesional de jurisprudencia,
cuyos estudios comencé en 1866.

Al mismo tiempo que emprendía los estudios
profesionales expresados; regentaba las clases de literatura,
geografía y filosofía en el mismo Colegio en que
estudiaba, en el cual hice una carrera desde pasante bedel hasta
vice-rector y, más tarde, Rector.

En ¡866 ocupó la Presidencia de la
República por quinta vez el Gran General Mosquera, en
virtud de elección popular para suceder al Dr. Manuel
Murillo Toro.

El Gran General, al organizar su Ministerio,
nombró de Se-cretario del Tesoro y Crédito Nacional
al Dr. Froilan Largacha, el espíritu más noble y
más benévolo que haya producido la especie humana,
mi catedrático y el amigo mas leal y constante de mi
familia.

El Dr. Largacha, siempre interesado por su
discípulo predi-lecto, me nombró tercer Tenedor de
libros de su Departamento administrativo y me invitó con
una amable carta a que fuese a Bogotá a vivir en su casa,
continuar mis estudios y disfrutar del sueldo (el cual
podía ahorrar casi íntegramente),
manifestándome, además, que el trabajo del destino
se reducía a copiar, en dos o tres horas durante el
día, las partidas de contabilidad que los pri-meros
Tenedores de libros habían descrito en los borradores. Mi
oficio pues era de simple pendolista, para el cual tenía
yo suma habilidad, pues poseía una magnífica letra,
adquirida en la Escuela Anexa, bajo la dirección del
Señor Luna.

Mi madre recibió con cierta satisfacción
la noticia de mi nombramiento; pero como era un asunto de cierta
gravedad y que suponía una larga ausencia del nido
materno, de dónde nunca había yo salido,
resolvió, para decidir el punto, formar un Consejo de
familia en que figuraron mis tíos José Wallis y
Cornelia Obando, el Sr. Luna, viejo amigo de la casa y el Dr.
Joaquín Valencia, primo hermano de mi padre vástago
una de las mas ilustres fa-milias de Popayán, como era la
del Conde de Casa Valencia, digno padre del célebre orador
y poeta caucano, Dr. Guillermo Valencia, y uno de los hombres mas
honrados, nobles, ilustrados y modestos que haya producido la
sociedad de Popayán, tan fértil en exquisitos
frutos.

Reunido el Consejo de familia, mis
tíos, el Sr. Luna y el

Dr. Valencia, estuvieron de acuerdo en que debía
yo aceptar el puesto que me ofrecía el Dr. Largacha.
Unánimemente opinaron que era un teatro mejor para mis
estudios la capital de la República y que, teniendo medios
para ahorrar mis emolumentos mensualmente, podría ir
formando un capital, aumentando así lo que yo había
ahorrado y producido ya con mis sueldos y operaciones de mutuo y
préstamos usurarios.

Mi madre asintió a la decisión del Consejo
de familia, pero observando que yo callaba, me interpelaron para
que diese mi opinión como el mas interesado en el
asunto.

« Y bien, les contesté yo, mi querida
mamá y mis respetados tíos, a pesar de la
opinión de Uds., que yo acato cuanto merece, yo no acepto
el bondadoso ofrecimiento que me hace mi maestro, y
continúo mis estudios en Popayán.

« Pero por qué razón, me
preguntaron, casi todos a un tiempo ».

« Porque yo no quiero ir a Bogotá a
enmohecerme en un empleito sabalterno y prefiero seguir
estudiando en Popayán hasta concluir mi carrera
profesional. Yo no iré a Bogotá sino cuando sea
elegido Representante al Congreso Nacional y no entraré a
la Secretaría del Tesoro sino con el carácter de
"Secretario, Jefe de ese Departamento administrativo.

Gran sorpresa e hilaridad causó a todos mis
parientes mi arrogante respuesta, pero como mi voluntad
parecía inquebrantable, no se volvió a hablar del
asunto y yo seguí mis estudios y el ejercicio de mis
pequeños empleos en el Colegio, con mayor asi-duidad y
aplicación que antes.

Tres años mas tarde fui elegido Representante del
Cauca al Congreso Nacional, antes de tener la edad que requiere
hoy la Constitución de la República para ejercer
ese alto puesto. Once años después del Consejo de
familia de Popayán, es decir en el año de 1877, fui
nombrado por el Presidente Parra Secretario del Tesoro y
Crédito Nacional de la República.

Confieso que sea por sentimiento hereditario, o por
haber pasado mi infancia en medio del los turbiones
políticos de la Revolución de 1860, o por la
lectura de libros franceses, de carácter político,
yo tuve en mi adolescencia y primera juventud mar-cada
ambición para obtener puestos públicos y alcanzar
notoriedad.

Feliz me creí cuando, hallándome en el
Colegio y aun an-tes de haber obtenido mi diploma de Profesor de
abogacía; fui nombrado Rector del Colegio en que
estudiaba, y casi acto seguido Secretario de Gobierno del Estado
del Cauca, cuyo Presidente era el General Eliseo
Payán.

Este empleo, que ejercí
transitoriamente, me sirvió de esca-bel para llegar a la
cima de mis ambiciones juveniles.

A fines de 1869, recibí el diploma universitario
que me acre-ditaba de Doctor en Jurisprudencia y Profesor de
abogacía, de manos del Vice-Rector (puesto que yo era el
Rector), y de los miembros del Consejo de la Facultad, Doctores
Zenón Pombo, Migúel S. Valencia, Emigdio Palau,
Pablo Diago y Aquilino León. El diploma está
además refrendado por el Dr. Andrés Cerón,
Gobernador del Cauca en esa época y lleva la firma del que
fué mas tarde tan célebre en Colombia, Dr.
Cárlos Alban, que ejercía entonces el puesto de
Secretario de la Facultad.

Casi al mismo tiempo en que recibí mi diploma de
Doctor fui elegido, como llevo dicho, Representante al Congreso
Nacio-nal por el Estado del Cauca.

A principios de 1870, con mis credenciales de
representante sobre mi pecho, y con una gran faja de cuero llena
de onzas de oro atada a mi cintura, emprendí el largo y
penoso viaje para la capital de la República. La
travesía del Guanacas y de los ar-dientes valles del
Tolima, la navegación en balsa por el Mag-dalena desde
Neiva hasta Peñalisa y el escabroso camino de la
Cordillera para trepar a la altiplanicie de Bogotá; me
parecieron veredas de flores durante los veinte días del
viaje, porque, lle-vado como en alas por mis ilusiones,
creía encontrar sobre ese nido de águilas en que se
halla edificada Bogotá, la abundante fuente de mis
ambiciones, y el lugar de la realización de mis
ensueños,

El 31 de Enero de 1870 llegué yo, caballero en
mula, al caserío que llaman « Cuatro Esquinas
» en la Sabana de Bogotá. Allí debía
tomar puesto en un ómnibus que debía conducirme a
la Capital.

La impresión que me causó la hermosa
altiplanicie de Bogotá fué muy grata y muy intensa.
Esa llanura que, con tanta razón llamaron los
conquistadores españoles « Valle de los
Alcázares », salpicada de arboledas y de hermosas
casas de campo, cruzada por el río Bogotá
antes de lanzarse al precipicio de Tequen-dama cubierta por una
inmensa alfombra de verdura y con her-mosos ganados de piel
luciente, con su perenne temperatura pri-maveral; apareció
ante mis ojos como el paraíso de mis sueños y me
confirmó en la idea de que, en la gran ciudad,
coronamiento de esas hermosísimas praderas debían
ser colmados los múltiples deseos que animaban con fuego
desconocido y llenaban de alegría mi juvenil
espíritu.

Yo no conocía ningún carruaje, los cuales
apenas había visto descritos en libros, o en imperfectos
grabados, Así, pues, cuando vi por primera vez esa grande
y tosca carroza que llaman ommibus enganchada a dos
enormes é inquietos caballos, declaro que tuve miedo de
tomar puesto en ella, pues como yo amaba enton-ces mi vida plena
de ilusiones, no quería exponerla en esa máquina de
ruedas y animales que suponía iba a estrellarme en el
camino.

Recordando mis habilidades de caballero, preferí
alquilar un caballo, por cierto feo y ordinario, que me
procuró un fletador de nombre Estevez, en el cual
seguí galopando a todo correr hacia la capital.

Acostumbrado desde mi niñez a las tranquilas
soledades de Popayán, me sorprendió mucho la
multitud al atravesar las calles del mercado de Bogotá
para llegar a la casa del Dr. Largacha.

No entro en detalles sobre mi vida en la capital. Lo
único que puedo decir es que la realidad sobrepasó
a mis ilusiones durante esa época feliz de mi vida. Exitos
sociales, sucesos parlamentarios y agrados por todos los caminos,
llovieron sobre mi. Las antiguas relaciones de mi padre y del Dr.
Largacha, me abrieron las puer-tas de la Sociedad, de tal manera
que tuve una acogida en Bo-gotá superior a cuanto
podía aspirar la mi fantasía.

En la Cámara de Representantes debuté
ruidosamente con un informe que presenté sobre un memorial
que había dirigido el Gran General Mosquera al Congreso
desde su destierro de Lima, por el cual pedía que le
levantase el ostracismo y se le devolviese la pensión
vitalicia de 1.000 por mes que había decretado la
Con-vención de Rio Negro como recompensa a sus grandes
servicios y a sus sacrificios en la Revolución de 1860.
Este informe, escrito con cierta pasión propia de mi edad,
porque tanto mi condición de caucano como mis lecturas de
los recientes hechos históricos me habían
convertido en admirador del noble veterano, quien,
víc-tima de una conspiración de cuartel el 23 de
Mayo de 1867, yacía sin recursos en una ciudad extranjera
llamó la atención de la Cámara sobre el
representante que hacía sus primeras armas parlamentarias
y que era el más joven de la Asamblea.

Y aprovecho la ocasión de referir un incidente
que demostró la sagacidad y penetración del Gran
General Mosquera.

Los radicales que en 1867 derrocaron el Gobierno
constitu-cional del general Mosquera, por medio de la
conspiración del 23 de Mayo llevaron la zaña contra
el Magistrado caído hasta el punto de quitarle el
título que le había otorgado un acto legis-lativo
de la Convención y suprimirle una pensión viajera
que era inviolable, puesto que emanaba de una ley expedida por el
Cuerpo Soberano y Constituyente del país en
1863.

El Gran General, contra quien no pudieron
descubrir sus adversarios ningún acto de bajo
interés, ni de peculado, a pesar de las pesquisas
minuciosas que hicieron, partió para su destierro sin
recursos y casi con lo puramente necesario para llegar al
Peru.

El Gobierno de esta hospitalaria república, que
siempre había acogido con benevolencia y generosidad a los
personajes colom-bianos que por las vicisitudes políticas
llegaban a sus puertas, pertenecientes a diversas parcialidades
políticas, tales como el General Obando y los Doctores
Vicente Cárdenas, Sergio Arbo-leda y Ricardo Becerra
recibió al Gran General de Colombia con todos los respetos
y consideraciones que este ilustre Magis-trado merecía, y.
como tenía noticia de que carecía de recursos, le
señaló una pensión de 400 soles por
mes.

Tan luego como los gobiernistas radicales de
Bogotá, tuvie-ron conocimiento de que el Gran General
recibía una pensión del Gobierno del Perú,
cosa prohibida por la Constitución de Río Negro,
entablaron gestiones ante la Corte Suprema Federal por medio del
Procurador General de la República, Doctor Jorge
Gutiérrez de Lara, para que el nombre del Gran General
fuese borrado de la lista de los colombianos, puesto que
había per-dido su nacionalidad al recibir pensión
de un Gobierno extranjero.

Al notificar al Gran General esta innoble
gestión, Mosquera comprobó que él
había aceptado del Perú la suma mensual de 400
soles en calidad de préstamo, que no de pensión,
porque su sagacidad y penetración habían previsto
que la zaña de sus adversarios políticos
llegaría hasta la bajeza de perseguirle y tratar de
hacerle morir de hambre en el destierro.

Mi « debut » parlamentario, como
orador, tuvo lugar con mo-tivo de un proyecto presentado por el
Sr. Dr. Segundo de Sil-vestre redactor de «El Derecho
», y diputado por el Estado de Tolima, muy distinguido y
ecuánime parlamentario, sobre ho-nores a la memoria del
Mariscal Solano López, el heroico cuanto infortunado
Presidente del Paraguay, quien, después de haber lu-chado
durante cinco años contra las fuerzas del Brasil, de la
Argentina y del Uruguay, en defensa de su país, acosado
por tres naciones, treinta veces mas pobladas que la
pequeña de Paraguay, murió, como un héroe de
la primera república romana,

en la batalla de Aquiban.

Esta lucha, que no ha tenido semejante en la historia
dé ningún país ni ha tenido la resonancia
que otras inferiores en tenacidad y en hechos sublimes y
heroicos, y durante la cual perecieron las tres cuartas partes de
la población, pues una república que antes de la
guerra contaba con un millón de habi-tantes, al terminar
la lucha no tenía mas de 350.000, de los cuales 250.000
eran mujeres y 100.000 varones, por todo acerbo masculino de la
población; esta lucha. repito, apasionaba los
espíritus jóvenes en Colombia, como creo que
debía suceder en todo el mundo.

El insigne historiador colombiano, Dr. José
María Quijano Otero, tan sabio como laborioso, noble y
culto, profesaba admi-ración por el héroe paraguayo
é impulsado por este sentimiento for-muló un
proyecto de honores a la memoria del Presidente sa-crificado en
Aquiban, y se lo dió al Dr. Silvestre para que, lo
presentara a la Cámara de representantes.

La Cámara, compuesta en su mayoría de
jóvenes y de ad-miradores del heroísmo de
López, aceptó con entusiasmo el ex-presado proyecto
y lo adoptó, casi a la unanimidad, en los tres debates
parlamentarios; pero al llegar al Senado, los viejos Pa-dres
conscriptos de la Cámara Alta, no dieron importancia a una
ley que tenía por objeto tributar honores a un Presidente
extran-jero y rechazaron el proyecto en el primer
debate.

Al recibir noticia del rechazo del proyecto el Dr.
Carlos Holguín. una de las mas eximias figuras del partido
conserva-dor en la República de Colombia, pidió; a
solicitud del Dr. Silvestre y de Quijano Otero quien se hallaba
en la barra) que se solicitase del Senado la
reconsideración del proyecto y que se nombrase un orador
para que fuera a la Cámara alta a exponer los fundamentos
de la reconsideración.

La Cámara aprobó la proposición de
reconsideración, y an-tes de que el Presidente nombrase el
orador, el Dr. Holguín se acercó al General
Rudecindo López, Presidente de la Cámara y le
indicó que me designara a mí para desempeñar
la comisión oratoria ante el Senado porque sabía
que yo conocía a fondo la historia de la guerra del
Paraguay, como se lo había manifes-tado al mismo
Holguín en conversación privada durante las
se-siones de la Cámara. Yo no me había atrevido a
hablar sobre ese asunto, a pesar de la invitación
insistente que me hizo Carlos, quien me manifestaba una obligante
deferencia y se sentaba junto a mí, en el recinto de la
Cámara.

Yo acepté con satisfacción, y con temor al
mismo tiempo, la honrosa designación de orador ante el
Senado que me hizo el Presidente por insinuación de
Holguín porque, aunque era ver-dad que yo conocía
en sus mas pequeños detalles la historia de esa lucha
homérica, por haberla leído con entusiasmo en los
claus-tros del Colegio, la idea de presentarme ante el Senado
formado por los hombres mas eminentes y conspicuos de todos los
par-tidos, despertaba en mi espíritu una gran timidez
natural y muy propia de un individuo que hacía sus
primeras armas en el Par-lamento Nacional.

Quizá no ha habido, en los anales parlamentarios
de la Re-pública, un Congreso que haya contado en su seno
hombres tan notables como el Congreso de ¡870, al cual
concurría yo por primera vez, a la edad de 22 años.
El Senado contaba con miem-bros tan eminentes como Don Ezequiel
Rojas, el gran institutor y el gran filósofo, a D. Justo
Arosemena, el ilustre publicista panameño, mi padre de
quien ya he hablado, D. Aquileo Parra, quien ejerció mas
tarde la Presidencia de la República y dominó una
situación muy difícil, D. Ignacio Gutiérrez
Vergara, el gran Ministro de Finanzas, del Dr. Ospina, quien
celebró el famoso ar-reglo de la deuda exterior, el
General Pedro Alcántara Herrán, cuyo nombre solo
informa un ciclo glorioso de la Historia patria y los grandes y
elocuentes oradores como eran Rojas Garrido, Carlos
Martín, Antonio Ferro y otros que seria fatigante
enu-merar. En la Cámara había oradores y estadistas
eximios, como Salvador Camacho Roldán, Carlos
Holguín, Ramón Gómez, Mi-guel Antonio Caro y
varios otros.

No obstante los temores que me asaltaban, me
presenté resuel-tamente ante ese Senado, mas respetable
que uno de los mejores tiempos de la antigua Roma. Cuando el Dr.
Julio E. Pérez Secretario de la Corporación,
anunció, con su voz timbrada y ar-gentina, que el orador
nombrado por la Cámara de Representantes para sostener
ante el Senado la reconsideración del proyecto de honores
al Mariscal Solano López, se hallaba en el recinto de las
sesiones; un sudor frío corrió por mis venas,
porque mi sistema nervioso estaba sobrecogido por la
emoción. Mi padre tuvo el buen sentido de salirse del
Senado como para evitar que su pre-sencia aumentara mi
turbación. Hice un esfuerzo para dominar mi timidez, me
puse de pié y recité, que no pronuncié, el
discurso que había preparado en la noche, recogiendo todos
los recuerdos de mis lecturas de la historia de la guerra del
Paraguay que había aprendido en las aulas y que durante
las 24 horas ante-riores había logrado fijar bien en mi
fresca memoria juvenil.

Mi discurso, bien recitado, fué fluido y erudito.
Los Senadores lo escucharon con atención y con
benevolencia. Al terminar mi recitación, fui muy aplaudido
por los Senadores y por las bar-ras. Nadie me replicó. Se
procedió a la votación y el Senado por unanimidad
votó la reconsideración del proyecto, sea por la
poca importancia que la ley podría tener para el
país la cual era indiferente aprobar o improbar, o sea por
un espíritu de ca-ridad o de cortesía paternal para
el pobre emocionado joven, que habría sufrido mucho si su
comisión no hubiera tenido éxito.

Radiante de felicidad y de orgullo por el triunfo
parlamen-tario que creía yo haber obtenido, di las gracias
al Senado y me apresuré a volver a la Cámara de
Representantes a dar el parte detallado de mi
victoria.

Holguín me abrazó y me felicitó, y
yo le di las gracias por haber sido él quien me
había procurado lo que yo suponía el
espléndido triunfo de mi oratoria.

No puedo prescindir de hacer un boceto, siquiera sea
rápido, de la brillante figura de Carlos Holguín,
ya que en estas Memorias me he propuesto exhumar muertos
gloriosos de Colombia.

Alto, delgado y elegante, pulcro en el vestir, de
perfectas maneras, de voz timbrada, mirada suave y porte
distinguido, Carlos Holguín, como Armand Carrel,
podría llamarse Príncipe de la De-mocracia. Su
ilustración y su memoria formaban de él muy ameno y
espiritual causeur. Brillada en los salones, en los
liceos, en los parlamentos y en todos los campos en que se
presentaba la ocasión de dar expansión a sus
facultades superiores. Como orador su voz era un poco aguda como
la de Castelar, pero simpática y su verbo era fluido y
armonioso. Terrible en la réplica acosaba y trituraba a su
adversario con frases pertinentes y llenas de savia y agudeza.
Valeroso en las lides de la política y en los campos de
batalla, Holguín fue el paladín mas culminante y
mas activo del bando conservador en la época de su
principal actuación.

Desde que le conocí en la Cámara, le
profesé una especie de culto en que se mezclaban la
simpatía y el cariño con la admi-ración. El
me correspondió con agasajos y cariñosa deferencia.
Se sentaba junto a mí en la Cámara, y, como un
padre con su hijo, me dirigía en mi estudio de las faenas
y de la esgrima parla-mentarias, materias en las cuales era
consumado Maestro.

Alguna vez, en una discusión vehemente,
Holguín atacó los gobernantes del Cauca y yo me vi
precisado a contestarle en mi condición de representante
de ese noble Estado. Holguín re-plicó con su genial
elocuencia, lo cual me exasperó hasta el punto de tomar la
palabra, un tanto exaltado, y de hablar con vehe-mencia exagerada
en mi contra réplica. Al terminarse la sesión yo me
sentí, muy enfadado con Holguín y quise apartarme
de su lado, como una manifestación de mi enojo.
Holguín apresuró el paso y tomándome del
brazo, me dijo sonriendo: « Ah caucanito caliente: como se
conoce que eres primerizo y no estás fogueado.
Ven conmigo al Club a tomar un refresco para que se te quite la
calentura ».

Esta lección de mundo y de dón de gentes,
me fui muy útil en el porvenir y avigoró mi
cariño y mi estimación por
Holguín.

Otro de los grandes personajes del Partido conservador
que figuraron en la Cámara de 1870 y que fueron objeto de
mi pro-funda admiración y respeto durante las sesiones,
fué el Sr. D. Miguel Antonio Caro, cuyo nombre responde
á una de las primeras glorias de las letras colombianas y
a uno de los hombres, no diré ilu-strados, sino
verdaderamente sabios, que ha tenido la
República.

Si a sus vastos y profundos conocimientos en ciencias
polí-ticas, en filosofía y en letras, se agrega una
honorabilidad per-fecta, intachable e intachada, el nombre del
Señor Caro puede ocupar la primera plaza entre los hombres
mas ilustres de la nueva Colombia, Su estilo pleno de majestad,
de casticismo de elegancia y de rotundidad, colocan su pluma
entre la de los grandes escritores en lengua castellana de ambos
Hemisferios.

Como orador y como « causeur» su palabra
fluida, sonora y majestuosa, llena de agudeza y de
erudición, daba una idea de la antigua elocuencia
romana.

En 1871 volví del Cauca a las sesiones del
Congreso y en esa época concurrió también mi
padre al Senado. Grande fue mi satisfacción cuando mi
padre fue elegido Presidente de la Cámara alta al mismo
tiempo que yo lo fui de la Cámara de Represen-tantes, y,
cuando tuvo lugar la reunión de ambas Cámaras para
elegir los generales en disponibilidad me senté a su lado
bajo el solio como Presidente de la Cámara, no obstante
ser el mas joven de todo el Congreso.

En ese año obtuve un triunfo parlamentario, como
no he obtenido después, lo cual no debe sorprender porque
yo estoy persuadido de que los jóvenes que acaban de
abandonar las aulas y que conservan en toda su frescura los
conocimientos adquiridos en el claustro, con una
imaginación virgen y una memoria intacta son, como
oradores, muy superiores a los hombres gastados por el tiempo y
con sus facultades lesionadas por los años. Con-fieso que
en la decadencia de mi ocaso, no conservo ciertas disposiciones
oratorias que tuve en mi juventud.

Presentó en el Senado, el Dr. Ezequiel Rojas, un
proyecto de ley que tenía por objeto imponer en los
Colegios Oficiales, como Textos de enseñanza, el Tratado
de legislación, de Jeremías Bentham y la
Ideología, de Destut de Tracy.

El proyecto pasó sin dificultad en el Senado y
recibió el pri-mer debate en la Cámara de
Representantes.

Al abrirse el segundo debate con la lectura de sus
conside-randos y de su primer artículo, Holguín,
que conocía mis opiniones respecto del proyecté, me
dijo lo siguiente:

« Este inicuo y extravagante proyecto
pasará en la Cámara si los conservadores lo
combatimos, pero si tú lo atacas, con las buenas razones
que me has expuesto en privado, se logrará una
mayoría para negarlo ».

Animado por Holguín y apoyado por el Dr.
José del Car-men Rodríguez, distinguido e ilustrado
diputado liberal por Bo-yacá combatí el proyecto
con todo el fuego de la juventud y con toda la vehemencia de un
paladín que esgrime su florete en el primer encuentro.
Hice ver lo tiránico de las disposiciones tan con-trarias
al programa liberal, puesto que tenía por objeto violentar
las conciencias de las personas que no siguieran las
teorías de los autores que se imponían como textos.
Demostré que es insensato determinar, por medio de leyes,
los libros de enseñanza en los Colegios, puesto que esto
debe corresponder a los Consejos universi-tarios y variar,
según el progreso de las ciencia, las enseñanzas a
que ellos se refieran. Recordé, que tanto Bentham como de
Tracy, eran ya publicistas de segundo orden y completamente
abandona-dos en los Centros europeos, y me pronuncié
contra ese espíritu dé fanatismo rojo, tan
pernicioso y tan infundado como el negro y que tiene por objeto
imponer principios filosóficos por la fuerza, como los
sectarios de Mahoma, aun cuando sean contrarios a los que profesa
la generalidad de un pueblo.

Mi discurso fué muy bien recibido y aplaudido. El
Dr. Ro-dríguez habló en seguida, reforzando y
ampliando mis argumen-taciones. Nadie contestó y la
Cámara aprobó la proposición de
suspensión indefinida que hice en unión del Dr,
Rodríguez.

Al tener el Senado noticia de que el proyecto del Dr.
Rojas había sido negado en la Cámara, pidió
la reconsideración y envió al mismo Dr. Rojas en
comisión, a sostener la reconsideración ante la
Cámara.

Era el Dr. Ezequiel Rojas un venerable y sabio
Institutor, profesor muy respetado en la Universidad, en la cual
había di-rigido durante siete años las
cátedras de filosofía y de legisla-ción.
Fanático cíe buena fé, profesaba culto a las
teorías utilita-rias de Bentham y a la filosofía
sensualista de Tracy, y, tal vez; como un homenaje a estos dos
ídolos de su mentalidad, quiso im-poner sus obras en todos
los Colegios de la República como tex-tos de
Enseñanza permanentes.

El Dr. Rojas fué recibido en la Cámara con
todo el respeto que merecían sus años, su
sabiduría y su posición política y
uni-versitaria. El Presidente le permitió hablar sentado
en su sillón, porque los achaques y la debilidad de su
organismo no le per-mitían estar de pié.

Hizo en defensa de su proyecto una larga
disertación sobre los libros de sus autores favoritos, con
voz cascada y con ento-nación de
catedrático.

Al terminar su oración, yo me creí en el
deber, siempre apo-yado por el Dr. Rodríguez, de contestar
al Dr. Rojas y guar-dando todas las consideraciones que
merecía mi ilustre contendor reproduje, con menos
vehemencia, las observaciones con que había combatido el
proyecto en la sesión anterior. Traté de refutar
nuevas observaciones del Dr. Rojas: me permití rectificar
algu-nos datos por él presentados y terminé
tributando un homenaje al venerable Orador.

La Cámara, sin mas discusión,
confirmó su negativa del pro-yecto y gracias a esto, no
figuró en los Códigos de la República una
ley extravagante que tenía por objeto fijar como Textos de
en-señanza las obras de dos autores anticuados y
olvidados.

Gran resonancia tuvo en la Capital mi victoria
parlamentaria. Recibí muchas felicitaciones de liberales
moderados y de con-servadores. El gran literato José
María Vergara y Vergara me dirigió un articulo
encomiástico, lleno de vigor y de bellezas como todo lo
que salía de su pluma admirable.

Al año siguiente (1872) concurrí al Senado
y, de estas sesio-nes, conservo recuerdos de incidentes
interesantes.

En la Cámara alta figuraban como Senadores del
Tolima y de Antioquia (Estados en donde gobernaba el partido
conserva-dor desde 1864 en el primero y desde 1867 en el segundo)
los hombres mas prominentes del Partido entre los cuales
culminaba la gloriosa figura del General Pedro Alcántara
Herrán.

Creo haber dicho en uno de los capítulos
anteriores que mi padre profesaba veneración rayana en
culto por el General Herrán. Estos sentimientos fueron
heredados por mí y avigorados cuando tuve la honra de
conocer de cerca y de relacionarme con este ilus-tre
Prócer de la Independencia.

Era el General Herrán un hombre alto, delgado, de
porte distinguido y aspecto majestuoso. No haré su
biografía porque plumas de Maestros, como E. Posada
é Ibáñez, han escrito ya su historia. El
Húsar de Ayacucho que tanto se distinguió en las
cam-pañas del Perú y de Colombia, Pacificador y
Presidente de la República en 1842, Ministro
diplomático varias veces, fué el modelo de los
Magistrados, de los diplomáticos y de los guerreros que no
incurrió en la más leve falta durante su larga y
gloriosa vida pública, realzada per todas las virtudes
privadas y sociales. Su probidad y su cultura fueron intachables.
El biógrafo de Herrán habrá experimentado la
misma satisfacción que puede experimen-tar el pintor
cuando, al extender ante su pincel un blanco lienzo para pintar
un cuadro, no encuentra aquél ni un átomo de polvo
qué sacudir ni la mas ligera mancha qué
borrar.

En esa época se tuvo noticia de que el Gran
General Mos-quera, quien era a la sazón gobernador del
Cauca, se hallaba gravemente enfermo y que los médicos, en
Popayán, no tenían esperanza ninguna de salvarlo, a
su avanzada edad de 74 años cumplidos.

Fué entonces cuando el ilustrado y espiritual
general Posada Gutiérrez, adversario decidido del General
Mosquera dijo, al saber que el Gran General había
confesado y comulgado por la grave-dad de su enfermedad, las
célebres palabras que recuerdan siem-pre su aticismo y su
esprit a saber: « Pues bien esa noticia me causa
satisfacción porque, con tal que se muera Mosquera, aunque
se salve ».

Al tener noticia los radicales del Congreso de que el
General Mosquera estaba de muerte en Popayán, se
apresuraron a presentar un proyecto de ley por el cual se le
devolvía el goce de su pensión y se le
restituía su título de Gran General. Querían
con esto lavar el baldón que manchaba nuestra historia por
haberle arrebatado un título y una renta inviolables,
puesto que emanaba de una ley de la Convención
Nacional.

Al oír leer el proyecto en el Senado, el General
Herrán, ad-versario político, pero yerno del
General Mosquera, se indignó y se rebeló contra un
proyecto que consideraba como una burla, puesto que no
tendría efecto la devolución de la pensión,
una vez que se esperaba de un momento a ptro la noticia de la
muerte del Gran General.

Con su voz un tanto apagada, pero mesurada
y enérgica pronunció el General Herrán un
discurso vehemente en que bro-taba la cólera que le
había producido la lectura del proyecto.

« Yo soy, Señores Senadores, dijo,
adversario político del Ge-neral Mosquera, pero considero
que un Prócer de la Independencia, que un hombre que ha
ocupado cinco veces el sillón presidencial y que
salvó el honor y la integridad de la República en
Cuaspud, me-rece que se le respete, y mucho mas cuando ya es un
individuo que va a pasar a la Historia. No es tampoco,
Señores Senadores, digno ni propio de la primera
Corporación del País, la burla y el sarcasmo con
que se quiere escarnecer la memoria de uno de los mas ilustres
hijos de la República. Yo ofrezco, Señor
Presi-dente leer ante el Senado dentro de ocho días a mas
tardar, cuando llegue el corred de Popayán la carta en que
me anuncien la muerte del General Mosquera, porque en la que
recibí ayer me escriben que estaban haciendo los
preparativos para los fu-nerales.

Acto seguido propuso el General Herrán la
suspensión in-defenida del proyecto, que aprobó el
Senado.

El General, muy disgustado y acalorado, salió
indispuesto del recinto de las sesiones. Probablemente, por la
transición de la alta temperatura de la sala de sesiones a
la muy baja de las calles de Bogotá, enfermó el
General esa misma noche. Al día siguiente se
declaró una doble pulmonía que lo llevó al
sepul-cro siete días después, cuando llegó
el correo de Popayán que trajo la noticia del
restablecimiento del General Mosquera. Y, justamente cuando
Hérran pensaba dar la noticia de la muerte de su suegro
ante el Senado, concurría esta Corporación en masa
a acompañar el cadáver del General al
cementerio.

Nunca he visto en Colombia funerales más pomposos
que los que se hicieron al General Herrán por resoluciones
de ambas Cámaras y por decreto del Poder Ejecutivo,
presidido por el General Salgar. Desde el Senado y el Gobierno
hasta las mas reducidas sociedades de artesanos, decretaron
honores al grande hombre. Su Cadáver fué llevado en
hombres por Senadores hasta el cementerio. En todo el trayecto
desde la plaza de Bolívar hasta el Campo Santo, se fijaron
postes con signos mortuorios en que se hallaban inscritos los
nombres de las batallas y de los hechos heroicos del
Prócer y del Magistrado. Todo el per-sonal de ambas
Cámaras, del Gobierno general, del Gobierno seccionaI, de
las Municipalidades, de los Colegios y de toda la sociedad de
Bogotá, concurrió al sepelio y parecía que
todos los jardines de la ciudad habían contribuido con su
acerbo de flores para formar las coronas que llevaban numerosos
carros. El ejér-cito le tributó los honores que
corresponden por el Código mili-tar a los presidentes de
la República y a los Generales en jefe. Mas que las
exequias de un finado fué una espléndida
ovación fúnebre.

CAPÍTULO Xl.

La
Administración Salgar

SUMARIO. Inauguración de esta
Administración. – Decreto orgánico de la
Instrucción primaria y vasto desarrollo de este importante
ramo adminis-trativo. – Espíritu tolerante de la
Administración Salgar. – El ilustre Prelado
Arbeláez, Arzobispo de Bogotá. – Costumbres
sencillas del Ge-neral Salgar. – Las sesiones de tresillo en el
Palacio. – Completa paz y grandes progresos en la
Administración Salgar. – Bocetos de los principales
Ministros de esa Administración, Don Felipe Zapata y Dr.
Salvador Camacho Roldan, Ministro de Hacienda. – El General
Sergio Camargo Ministro de Guerra, y el General Trujillo,
Ministro del Tesoro, Su muerte.

El período administrativo de 1870 a 1872,
presidido por el General Eustorgio Salgar, fué una
época de tranquilidad, pro-greso y bienestar para la
República, tanto o más que la de la
Administración Mallarino, de 1855 a 1857.

El General Salgar, Gobernador de Santander en los
co-mienzos de la Revolución de 1860 y acusado por el Dr.
Maria-no Ospina ante la Corte Suprema Federal, es una de las
figu-ras más simpáticas e ilustres de la
República por su tino como gobernante, la ecuanimidad en
todos sus procederes, su incon-testable probidad, su
espíritu de patriotismo, y por la simplicidad y elegancia
de sus costumbres sociales y políticas. De hermosa figura,
alto y moreno, de grandes y dulces ojos negros, ocupó el
sillón de Bolívar en el Palacio de San Carlos, a la
edad de 39 años, en época en que aun era uno de los
mas distinguidos personajes de los salones de
Bogotá.

Desde que tomó posesión de la Presidencia
de la República, el General Salgar inició una
política de tolerancia y de benevolencia para con los
vencidos en 1863 que le captó las simpatías de
todos los colombianos. Nombró de Secretarios de Estado a
los mas distinguidos estadistas del bando liberal como eran
Salvador Camacho Roldan y Felipe Zapata, de un caucano eminente
el General Trujillo y del gallardo General Sergio
Camargo.

En su respuesta al discurso del Arzobispo
Arbeláez, ofreció ser el Magistrado mas celoso en
cumplir sus deberes de respeto a la religión
católica, como que era ese su primer deber en su calidad
de jefe de una nación que está en su gran
mayoría, casi en su universalidad, compuesta de
católicos.

Desarrolló el General Salgar un vasto plan de
Instrucción primaria, cuyo decreto orgánico
fué concebido y redactado por Felipe Zapata.

Conforme a este plan se creó un Supremo Director
general de Instrucción pública que ejercía
funciones tan amplias y elevadas como las de un Ministro de
Estado; dotó bien ese empleo y nombró para
desempeñarlo al Doctor Manuel María Mallarino, uno
de los personajes mas justamente célebres del Partido
conservador, para demostrar ante el país que su deseo de
fomentar la Instrucción del pueblo no entrañaba el
propósito oculto de procurar desviar las conciencias del
Credo católico, como lo pro-palaban algunos adversarios
malévolos.

Durante esta Administración, no hubo la mas leve
queja contra el Gobierno ni el mas ligero síntoma de
alteración pública ni siquiera de disgusto
político. No hubo prensa de oposición y el
Gobierno, como en casa de cristal, administraba, en presencia de
todos los gobernados, los intereses públicos sin apartarse
ni una línea de la ley, ni herir ningún derecho, ni
tocar indebidamente un centavo de las arcas
públicas.

El Presidente Salgar, como un Presidente de la
Confedera-ción Suiza, suprimió la guardia de
Palacio salía todas las tardes a pasear con sus amigos por
el atrio de la Catedral y, en algunos momentos de ocio, entraba a
los almacenes de sus conocidos para departir amistosa y
sencillamente, sentado sobre el mostrador. No pocas veces estuve
con él en juego de tresillo hasta avanzada la noche, hora
en la cual regresaba solo a su palacio sin temor de que nada le
aconteciera.

Dedicaba el General Salgar dos noches en la semana para
recibir a sus amigos, y pasar la velada jugando al tresillo o
de-partiendo amistosamente. Terminada la partida, se
ofrecía una cena exquisita después de las doce de
la noche.

El General Salgar era extraordinariamente obsequioso.
Ade-más de los recibos sociales que tenía su
distinguida Señora cada mes, ofrecía constantemente
banquetes a los personajes políticos y a los miembros del
Cuerpo Diplomático. Durante las sesiones el Congreso,
invitaba alternativamente las diputaciones de los ocho Estados
que formaban fa Confederación colombiana.

Al mismo tiempo que, bajo el Dosel nacional, brillaba
Salgar por su distinguido porte social y por su tino
político y administrativo, formaba pareja en el Palacio
Arzobispal el distinguidísimo e ilus-trísimo
Señor Arzobispo Vicente Arbeláez, Prelado de
grandes dotes y que gobernaba la Iglesia colombiana con el mismo
tino y elevación que demostró, en años
anteriores, el eminente Señor Don Manuel José
Mosquera, de gloriosa recordación. Monseñor
Arbeláez, por el acierto de todas sus medidas como
Metropolitano en el Gobierno de la Diócesis, por su
habilidad diplomática que le hizo conservar inalterables
relaciones con el Gobierno civil a pesar de estar presidido por
un jefe liberal, por el talento que demostró en todos sus
actos, el brillo y decoro de su manera de vivir, y por sus
virtudes evangélicas, fué digno sucesor de aquella
Lumbrera de la Iglesia colombiana. Estrechamente unido al
Ge-neral Salgar, se cruzaban atenciones sociales y ambos
contribuye-ron a hacer de aquel período administrativo uno
de los ciclos mas tranquilos y felices de la
República.

A las sesiones de tresillo concurrían el Dr.
Manuel Mu-nIlo, ex Presidente de la República, de quien en
breve me ocu-paré, el Dr. Manuel María Mallanino,
Teodoro Valenzuela, Felipe Zapata, Santiago Pérez, Manuel
Plata Azuero, Antonio María Pradilla y otros distinguidos
personajes de la Política y de la Sociedad.

Vienen a mi memoria dos anécdotas referentes a
estos tre-sillos que quiero consignar en esas Memorias, como una
muestra de las costumbres de los Presidentes de esa época,
jugaban en una mesa, el Dr. Mallarino, Don Antonio María
Pradilla y Teodoro Valenzuela, todos tres tipos completos de la
más exquisita cultura. Mallanino se distinguía por
la verbosidad amena y la suavidad de sus maneras. No obstante,
cuando ju-gaba se ponía tan nervioso que, a veces, se
trasformaba hasta aparecer desconocido.

Valenzuela, a pesar de su fina inteligencia, nunca
llegó a ser un buen jugador de tresillo, porque
carecía de la atención y espíritu sutil de
observación que exigen los juegos de cálculo. En la
sesión que me refiero, Valenzuela hizo tan mala jugada
(vulgo chambonada) que dio por resultado ocasionar un
codillo a Mallarino con tan flagrante falta que
impulsó a éste a ponerse de pié y a
exclamar, irritado:

« Sabe Ud, Doctor Valenzuela, que Ud.
no tiene ni nocio-nes de tresillo ».

« Y Ud. olvida, Dr. Mallarino, en este momento,
las mas elementales nociones de civilidad» contestó
Valenzuela.

En otra ocasión, jugábamos en la mesa
presidencial, el Pre-sidente Salgar, el Dr. Murillo,
ex-Presidente de la República, el Dr. Manuel Plata Azuero,
político vehemente y sabio profe-sor de medicina, y el
autor de estas Memorias.

Ni Salgar ni Murillo eran tresilleros hábiles,
pero el pri-mero, además, tenía el defecto de ser
sumamente lento para el juego. Cuando recibía las cartas,
empezaba por acomodarlas en el orden de las figuras y de los
palos y luego se tomaba algún tiempo, para resolverse a
jugar, o a pasar.

En la ocasión a que me refiero, la lentitud de
Salgar apa-recía excesiva y los tres compañeros
esperábamos impacientes que el Presidente se resolviese a
hablar en el juego, puesto que él era mano en la
partida. No pudiendo Murillo contenerse mas tiempo, tocó
un timbre que se hallaba sobre la mesa para lla-mar cuando fuere
necesario. Inmediatamente se presentó el ofi-cial de
órdenes de palacio, que estaba en la galería
vecina.

El oficial saludó militarmente la mesa
presidencial y esperó órdenes.

– Teniente, dijo Murillo, sírvase Ud. traer unas
espuelas para el Sr. Presidente.

Todos soltamos la carcajada y Salgar, con su habitual
hilari-dad, dijo: « No "las traiga, mi teniente, porque voy
a hablar y a pasar.»

El General Salgar no solamente consumía el sueldo
de que disfrutaba como Presidente de la República, sino
también todas sus economías, y se vio obligado a
endeudarse para hacer frente a los gastos que se había
impuesto para sostener el brillo y el decoro que creía
debía tener, en su porte social como primer Ma-gistrado de
la República.

El General Salgar era muy sencillo en sus costumbres
ofi-ciales y privadas

Para celebrar los días de bonanza de que
disfrutaba la Repú-blica, se organizaron fiestas populares
por los principales jóvenes de Bogotá. Hubo
corridas de toros, juegos públicos, cuadrillas de
caballeros con lujosas indumentarias, banquetes, cenas, bailes y
saraos, durante varios días.

En todas estas diversiones era Salgar el principal
conductor y anfitrión, y en alguna reunión de las
muchas que tuvieron lu-gar en esa época feliz, fue
proclamado Salgar como el Presidente de los Caballeros y el
Caballero de los Preisidentes. Esta frase espiritual, concisa y
elocuente, vale como una biografía del General
Salgar.

El Congreso de la República aumentó en
vierte por ciento los sueldos de todos los empleados federales.
Al Presidente de la República le correspondían
doscientos pesos oro por mes en vir-tud de dicho aumento. Salgar,
quien siempre estaba acuitado, no se dirigió verbalmente
al Secretario del Interior y Relaciones Exte-riores Dr. Zapata,
para solicitar el aumento, sino que escribió en una hoja
de papel sellado el siguiente memorial, cuyo origi-nal, que he
tenido a la vista, reposa en poder del patriota, noble y
distinguido joven Dr. Arturo Quijano, quien por atavismo, ha
dedicado muchas de sus inteligentes y brillantes labores a los
estu-dios de Historia patria:

« Señor Secretario del Interior y de
Relaciones Exterio-res, Presente.

Bogotá (1871)

– Yo, Eustorgio Salgar, ciudadano colombiano, que
actualmente ejerce el empleo de Presidente de la
República, ante Ud. con todo respeto comparezco y digo:
habiendo el Congreso de la Unión decretado un aumento de
los sueldos de los empleados, ruego a Ud. se digne incluir mi
nombre en la nómina para los pagos del presente mes con la
suma que me corresponda en virtud de dicho aumento. Hago esta
solicitud por estar escaso de recursos para mis gastos
personales.

Anticipo a Ud. mis agradecimientos por ese servicio y me
suscribo

Su muy atento servidor y compatriota
».

EUSTORGIO SALGAR
».

Cuando el respectivo empleado presentó al Dr.
Zapata el Memorial del Presidente Salgar, tomó aquel la
pluma y escribió al pié la siguiente
resolución:

Despacho del Interior y Relaciones Exteriores.
Bogotá. Téngase presente este Memorial para
resolverlo cuando se haya hecho la liquidación del
presupuesto y a todos los empleados, sin excepción, pueda
hacerse el aumento de sueldos decretado por el Congreso.
Comuníquese al peticionario Zapata.

Departiendo estábamos los amigos de Salgar en una
de las noches de recibo en Palacio, cuando se presentó el
Dr. Zapata cuya resolución negativa nos acababa de referir
el Presidente, todos creíamos que el General Salgar se
hallaría enfadado con su Ministro del Interior y
temíamos que el recibimiento fuera desabrido y
frío. Sucedió todo lo contrario, pues, Salgar al
ver a Zapata, se apresuró a recibirlo con la cordialidad
de siempre y le dijo sonriendo:

« Hombre, Felipe, me has echado una
lavada con tu nega-tiva pues contaba con esos doscientos
pesos para pagar a estos amigos unas deuditas de
tresillo;

Pero qué quieres, Eustorgio, contestó
Zapata, yo no podía hacer una excepción contigo sin
faltar a mis deberes y sin incur-rir en justa censura del
público,

Tienes razón, Felipe, agregó Salgar, ven a
tomar con noso-tros una taza de chocolate. Yo conseguiré
que mis acreedores de tresillo me concedan una moratoria para las
deudas.

No tengo recuerdo de que, en la Administración
Salgar, hu-biera tenido lugar el mas insignificante incidente que
pertubara la paz octaviana de que disfrutaba la República.
Las Relaciones Exteriores, dirigidas magistralmente por Felipe
Zapata, se conser-varon brillantes y cordiales, con las naciones
amigas de Colom-bia y con sus representantes diplomáticos
en Bogotá. Ni una som-bra siquiera hubo en el campo,
siempre delicado, de la política exterior. La Hacienda
pública, administrada sabiamente por ese gran estadista
que se llamó Salvador Camacho Roldan estuvo tan
floreciente como en los tiempos mejores de la República.
En esa época tuvo lugar una Exposición nacional de
todos los productos del país, especialmente en el ramo de
la agricultura a la cual consagró particular
atención el Secretario, y fue una epifanía de la
prosperidad y progreso de la nación. Quizá nunca
había habido una exhibición más brillante y
mas auténtica de la situación prós-pera del
país.

La Instrucción pública primaria
tomó portentoso desarrollo, debido al admirable decreto
orgánico redactado por Zapata y puesto en práctica
bajo la sabia dirección de Mallarino. Se im-portaron
Maestros de escuelas normales alemanes para formar Di-rectores de
las escuelas primarias.

Nuevas carreteras se abrieron al servicio
público. El telégrafo multiplicó sus
alambres por el territorio de la República y los
ferrocarriles incipientes avanzaron sus rieles. Bajo la
acción bené-fica de la paz, el Tesoro
público administrado con pureza catoniana aumentó
sus caudales y la Secretaría de Guerra dejó de
serlo de ésta para convertirse en el Ministerio de la
Paz.

En resumen, la administración Salgar de 1870 a
1872 forma con la de Mallarino de 1854 a 1857, dos
ciclos de tranquilidad, de progreso y de bienestar que fueron
como oasis en medio de los desiertos tempestuosos de la agitada
vida nacional.

El GeneraL Salgar fué elegido en 1869 con una
débil mayoría y su candidatura fue violentamente
combatida por el partido mos-querista unido al bando conservador.
Esta fusión se llamó la Liga, que tuvo por objeto
elegir a Mosquera, quien se hallaba en su destierro de Lima, para
impedir que continuara gobernando en la República el
partido llamado radical que lo aprisionó él 23 de
Mayo de 1867. Y, cosa inaudita, cuando terminó la
Administra-ción Salgar en 1872, las dos
diputaciones conservadoras del Con-greso, encabezadas en el
Senado por el eminente Dr. Sergio Ar-boleda y en la Cámara
por el eximio General Joaquín Posada Gutiérrez,
presentaron sendas Proposiciones de aplauso y aproba-ción
sin reserva a la conducta de la Administración Salgar. Las
dos proposiciones fueron aprobadas por unanimidad en medio de
estruendosos aplausos de los Congresistas y de las
barras.

Esta aprobación a la conducta de un Gobierno que
termina cuando ya no tiene mercedes que dispensar, ni armas para
ame-nazar; no ha tenido antecedente histórico, ni
probablemente no tendrá semejante en lo porvenir. Ella es
la mas expresiva epifanía de ese corto pero glorioso
período de nuestra historia patria. Habiéndome
propuesto en estas Memorias diseñar perfiles de los
hombres prominentes que descollaron en el campo de la
política y de las letras durante el curso de mi vida
pública, paso a tratar de los principales Secretarios o
Ministros de la Administración Salgar.

Empiezo mis esbozos por Felipe Zapata.

Si el talento como dice Saint-Beuve « es la
facultad de per-cibir y de penetrar en todos los asuntos
sometidos a la digestión o al estudio de las facultades
intelectuales » Felipe Zapata ha sido en mi opinión
la mas poderosa mentalidad que ha producido la República,
o, por lo menos entre el grupo de hombres notables que yo tuve
ocasión de conocer.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter