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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 6)



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Zapata era un hombre de tan pequeña estatura que
rayaba en lo inverosímil. Sobre un cuerpo de niño,
se levantaba una ca-beza desproporcionada, que parecía que
la naturaleza había agran-dado para poder contener su gran
cerebro. Sus ojos eran de un brillo intenso y tenían una
mirada que revelaba el fuego y el poder – de su talento. Hizo
estudios en el Colegio de Piedecuesta, dirigido por D. Victoriano
de Diego Paredes, ilustre Ministro de la célebre
Administración del General Hilario López. Los
estudios de Zapata frieron incompletos. Se dedicó
espe-cialmente a las Ciencias políticas, pero no obtuvo el
diploma de Doctor porque en esa época el espíritu
de exagerado liberalismo, rayano en anarquismo consideraba como
contrario a los principios democráticos la colación
de grados académicos.

Mas tarde, Zapata hizo estudios particulares que
formaron de él un verdadero sabio en heterogéneas y
antitéticas materias. Tomó parte en la
revolución de Santander contra el Dr. Ospina; cayó
prisionero en El Oratorio; fué miembro de la
Convención de Río Negro; concurrió a varios
Congresos; fué Secretario del Interior y Relaciones
Exteriores en la Administración Salgar, y Enviado
extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Inglaterra y
Francia.

Retirado de la vida pública, se dedicó al
comercio en asocio, de su pariente y amigo íntimo Dr.
Carlos Camacho, comerciante y banquero, tan probo cuanto
inteligente y laborioso.

En servicio de la nueva Casa de comercio, Zapata se
ausentó con su familia para establecerse en Europa y
despachar mercancías. Vivió entre Londres,
París y Bruselas hasta que murió en esta
última ciudad, a principios del presente siglo,
relativamente joven y después de haber dado una brillante
educación a su familia.

La inteligencia de Zapata era ágil y
privilegiada.

Brilló en todos los campos y en todos hizo
cosecha abundante y selecta.

Su facultad para percibir y asimilarse los conocimientos
que le procuraban sus estudios y sus libros, era múltiple
y extraordi-naria. Recordaré algunos hechos que comprueban
mi aseveración.

En ¡867, durante la última
Administración del General Mos-quera tres jóvenes,
grandes intelectuales y, tal vez los mas brillantes de su
época, Santiago Pérez, Tomas Cuenca y Felipe
Za-pata, se asociaron para fundar el primer Diario
político que apa-recía en Bogotá con el
objeto de emprender una campaña perio-dística de
oposición contra el Gran General, quien, exasperado por
las contrariedades que tenía en el Congreso radical,
pretendía establecer un gobierno casi
dictatorial.

Los tres jóvenes redactores de « El
Mensajero » pidieron una imprenta movida por vapor, a los
Estados Unidos, con el objeto de editar su Diario con toda
libertad e independencia, pues temían que en las pocas
imprentas de la Capital se suspendiera la pu-blicación por
temor a la cólera del Gran General,

El nuevo y gran Diario se anunció a
todos los vientos de la República. Las suscripciones
llovieron y la ansiedad era grande para ver la anhelada
publicación. Se anunció la aparición del
pri-mer número, fijando la fecha precisa. Pero en esos
momentos se tropezó con un obstáculo inesperado. La
imprenta había sido enviada a Bogotá sin
instrucciones del fabricante para su montaje y funcionamiento, y
como era la primera de esa clase que llegaba a la capital, los
empresarios de « El Mensajero » se vieron en las
mayores dificultades para cumplir el ofrecimiento solemne que
habían hecho al público de la aparición del
Diario.

Santiago Pérez, que era el jefe de la
pequeña, selecta asocia-ción, llamó a todos
los matemáticos y mecánicos de Bogotá para
rogarles que hicieran todo esfuerzo con el fin de poder montar la
imprenta de vapor. Nieto París, Codazzi, Ponce de
León, Liévano, Ferreira y los demás sabios
del ramo se declararon incapaces para hacer funcionar la nueva
prensa. Cuenca, el segundo empresario del Mensajero, hombre de
gran talento y de vasta ilustración. Secretario de
Hacienda del Dr. Murillo en su primera Adminis-tración,
era un gran matemático e ingeniero, y Pérez le
enco-mendó que hiciera esfuerzos para hacer funcionar la
imprenta, ya que él tenía conocimientos que lo
hacían apto especialmente para esa clase de estudios y
trabajos. Cuenca como los otros colegas se declaró
impotente para cumplir la comisión de Pérez, y
éste resolvió anunciar al público la
suspensión del periódico hasta que viniesen de
Norte América las correspondientes instrucciones para el
funcionamiento de la imprenta.

« Esperemos, dijo Zapata, unos tres días
antes de tomar esta grave resolución: yo voy a hacer un
esfuerzo y un estudio especial sobre la nueva imprenta. »
Se encerró Zapata con sus libros y todos los elementos de
la nueva prensa, alimentándose apenas, como Edison durante
sus labores, y antes de finalizar el tercer día que
había pedido de plazo, pre-sentó a sus
compañeros la imprenta perfectamente montada y en completo
funcionamiento. Esto me lo refirió el Dr. Santiago
Pérez.

Cuando se fundó la Academia Colombiana
correspondiente de la Española, los fundadores todos
pertenecientes al bando con-servador quisieron matizar el
personal nombrando a dos liberales. Escogieron a Santiago
Pérez y a Felipe Zapata para las dos plazas concedidas por
favor al partido opuesto. Ni Pérez ni Zapata qui-sieron
concurrir a la docta Academia, pero comí el fin de
estimular a uno de los dos para que tomase parte en las labores
encomendaron a Zapata el estudio de uno de los mas abruptos y
escabrosos asuntos de alta filología y
lexicografía, relacionado con el uso de los participios y
con las etimologías o raíces griegas, latinas y
árabes, de lengua castellana.

Zapata por cortesía hizo un profundo estudio
sobre esta ma-teria, el cual causó la admiración de
todos sus compañeros y se conservó en la Academia
como el mejor trabajo que se haya pre-sentado a esa
Corporación, según me lo dijo su Director, Don
José Manuél Marroquín.

Siendo Zapata Catedrático de Ciencia
constitucional en el Co-legio de Piedecuesta el Rector D.
Victoriano de Diego Paredes le suplicó que asistiese al
examen de un joven que quería con-cluir su carrera de
Ingeniero para volver a Pamplona, su ciudad natal. Zapata se
denegó por ser completamente ignorante en asuntos de
matemáticas y de ingeniería. Paredes
insistió porque hacía falta un catedrático
del Colegio que formara el quorum requerido por los reglamentos a
causa de que se habían ausentado otros pro-fesores de la
Facultad.

Para complacer Zapata al Rector pidió un plazo de
quince días con el objeto de leer un libro de
matemáticas que pudiera darle alguna instrucción,
siquiera fuese elemental, en esa materia. Después de haber
leído la obra de Don Lino de Pombo sobre aritmética
y álgebra, la cual no le satisfizo, consultó otros
autores y manifestó al Rector que estaba dispuesto a
concurrir al examen del joven y presunto Doctor.

Al reunirse el Cuerpo de examinadores, se
concedió la palabra a Zapata para que hiciera algunas
preguntas al sustentante y reveló en el examen, hecho
durante mas de tres horas, los cono-cimientos de un profesor de
matemáticas.

Esta anécdota me la refirió el Dr. Lorenzo
Codazzi, quien era el catedrático de matemáticas en
el Colegio de Paredes.

Con motivo de un pleito que sostuvo en pro de los
intereses de la familia de su esposa, hermana de Cuenca,
presentó al juzgado una extensa contestación a la
demanda, en la cual con claras y poderosas razones
jurídicas, trituró por completo a su adver-sario.
Esa contestación a la demanda, que tuvo la fuerza de un
sabio alegato en conclusión, bastó para el triunfo
jurídico de Zapata. Los eminentes abogados
Gutiérrez y Escobar, quienes me refirieron la anterior
anécdota, conservan como un tesoro de in-telectualidad, el
admirable trabájo de Zapata.

Cuando era Secretario de Relaciones Exteriores del
General Salgar, tuvo ocasión de dirigir notas muy
importantes a los Mi-nistros extranjeros, las cuales fueron
objeto del aplauso y admira-ción de Carlos Holguín,
quien regentaba la clase de Derecho in-ternacional en el Colegio
de Concha, padre del actual Presidente de la
República.

« No hay nada mas preciso, mas sobrio, ni mas
pleno de ciencia que las notas de Zapatita » me
decía Holguín su adversario político.
« Yo las ofrezco a mis discípulos como los mejo-res
modelos para imitar y aprender ».

En ¡867, siendo Presidente el Dr. Aquileo Parra,
llegó a Bogotá un ingeniero inglés muy
notable, de apellido Ross, para proponer al Gobierno la
construcción de un gran ferrocarril que, partiendo de
Bogotá atravesara toda la región del Norte de la
Re-pública y llegara a Paturia en el bajo
Magdalena.

La nota del sabio ingeniero contenía una serie de
proposicio-nes y de cálculos con apreciaciones
técnicas de alta ingeniería civil y de
construcciones ferroviarias.

El Secretario de Hacienda, Dr. Luis Bernal, a pesar de
su talento, se consideró incompetente para contestar la
comunicación de Ross y rogó a Zapata que le hiciere
ese trabajo.

Pocos días después se envió a Ross
una extensa contestación del Ministro de Hacienda, en la
cual se analizaban con cri-terio magistral las grandes cuestiones
presentadas por el inge-niero inglés.

En un banquete que Ross ofreció al Gobierno en el
Hotel español, estaba el Señor Parra Presidente un
centro de la mesa y tenía a su derecha a su Secretario de
Relaciones Exteriores, General Salgar, y a su izquierda su
Secretario de Guerra, Gene-ral Acosta.

Ocupaba el anfitrión el otroentro de la mesa,
teniendo a su derecha a Don Luis Bernal, Secretario de Hacienda,
y a su iz-quierda a mí, como Secretario del Tesoro
Nacional.

Durante la comida mas de una vez me manifestó el
Señor Ross en voz baja para no herir la modestia de
Bernalla admi-ración que le había causado la
profunda ciencia que revelaba la contestación del
Secretario de Hacienda.

Zapata no era orador, pero sí uno de los primeros
escritores

y publicistas de la República. Su estilo era
Sobrio, conciso, limpio y elegante. Todavía se recuerda el
famoso artículo que apareció en « El Relator
» con el mote de « la responsabilidad del partido
conservador ».

Este famoso escrito, que fué una especie de
Memorial de a-gravios contra los conservadores que,
aprovechándose de la defección de Nuñez,
tumbaron por completo todo el edificio político le-vantado
durante muchos años, en constante, leal y
filosófica labor, por el partido liberal, sé
atribuyó entonces a Dr. Santiago Pérez, la mejor
pluma de su época, pero finé obra exclusiva de
Felipe Zapata.

Durante su larga permanencia en Europa, Zapata hizo
serios estudios respecto de las maquinarias y telares de
Manchester y aun proyectó una reforma que debía
producir grande economía en los tejidos. De ese
célebre Centro comercial.

Este invento no pudo obtener desarrollo y remate, por su
inesperada y prematura muerte.

Los principios políticos de Zapata se modificaron
profunda-mente con su- larga permanencia en Inglaterra, de tal
manera que él decía que la mas avanzada
fórmula del progreso político era el sistema
parlamentario, tal como estaba organizado en la Gran
Bretaña, no obstante que creía que el
régimen monárquico era im-posible establecerlo en
la América latina, porque en esos pueblos jóvenes
faltaba la antigüedad que es base fundamental de los
go-biernos dinásticos. Opinaba también que, en
Colombia, debía ensa-yarse el verdadero régimen
parlamentario que dejando las puertas abiertas a las ambiciones
naturales en una Democracia, podría pro-porcionar los
medios de hacer efectivo el sufragio y el turno de los partidos
en el gobierno, eliminando con esto para siempre la causa de las
guerras civiles que no era otra, en su concepto, que la
circunstancia de que cada partido vencedor consideraba a los
ven-cidos como individuos de un país extraño
conquistado, sin mas derechos que el de pagar contribuciones y de
rendir parias al victorioso conquistador.

Viviendo ambos alguna vez, en Bruselas, nos
veíamos diariamente y de una de esas cordiales entrevistas
recuerdo la siguiente interesante anécdota.

Corría el año de 1894. Era Presidente de
la República el Sr.D. Miguel Antonio Caro, y Secretario de
Gobierno el Dr. Do-mingo Ospina Camacho célebre por su
carácter fuerte y por sus principios políticos
ultra-conservadores.

El Dr. Santiago Pérez, de quien me ocuparé
adelante, diri-gía y redactaba un gran Diario liberal,
« El Relator », con el esplendor de su pluma
inimitable.

Temeroso el Ministro de Gobierno de que la pluma de
Pérez viniera a convertirse en ariete demoledor del
grandioso edificio político que la reacción
conservadora, patrocinada por la defección del Presidente
Nuñez, había levantado sobre las ruinas del
libe-ralismo colombiano, resolvió inventar una
conspiración, como aque-llas que, según
Fouché, debe tener siempre listas en su bolsillo un
Ministro de Policía conocedor bien de su oficio, para
poder

deshacerse de la oposición que encabezaba y
fomentaba Pérez. Decretada la conspiración por el
Ministro de Gobierno, la imprenta de Pérez fué
allanada y confiscada por el Gobierno, el periódico
suspendido y su redactor en jefe, el insigne Dr. Pérez
ex-Presidente de la República, reducido a prisión y
extrañado del país, sin fórmula de juicio,
ni sentencia de Tribunal, por una simple resolución del
Ministro de Gobierno.

Hallábame en Bruselas, como llevo dicho, al mismo
tiempo que Felipe Zapata quien estaba ocupado en la capital de
Bélgica en la educación de su familia y en sus
negocios de comercio. Ambos vivíamos en la calle de
Florencia y éramos vecinos. Constantemente nos
veíamos. Con frecuencia comíamos juntos
jugábamos partidas de ajedrez y departíamos sobre
diversos asun-tos públicos y sociales. Yo me embelesaba-
con su conversación y aprovechaba las enseñanzas
que él, sin quererlo me proporcio-naba, porque Zapata era
un hombre de quien siempre se aprendía algo cuando con
él se conversaba.

Alguna mañana recibí el correo de
Bogotá con cartas y periódicos en que se noticiaba
la suspensión de « El Relator », el
allanamiento de la imprenta y el arresto y destierro del Doctor
Pérez.

Indignado por tan fatales noticias, volé a casa
de Zapata para participárselas y desahogarme con él
en "comentarios contra la injusta medida.

Por qué viene tan cariacontecido? me dijo Zapata
con su eterna sonrisa.

– Pues, no sabe, Felipe, lo que ha sucedido en
Bogotá? No ha leído los periódicos que ha
traído el último correo?

– Ud. sabe que yo nunca pierdo mi tiempo en leer los
insulsos periódicos de Colombia cuando puedo emplearlo en
ins-truirme en el diarísmo europeo. Los paquetes que me
envía Ca-macho, me sirven sin abrirlos de combustible para
mi chimenea.

Referíle entonces los acontecimientos de
Bogotá relativos al atentado contra Pérez agregando
a mi relato las expresiones que me dictaban el pesar y la
cólera que esos sucesos habían produ-cido en
m¡ ánimo.

Cuando yo esperaba hallar un eco de – mi sentimiento en
el de Zapata me sorprendió la frialdad con que éste
recibió la cruel noticia.

No se sulfure, me dijo y ponga diques a su fogosidad,
pues no hay motivo ni para la sorpresa, ni para, la
indignación que Ud. manifiesta.

Cómo es posible que Ud. me diga eso y que no se
rebele como yo contra el inicuo atentado?

Analicemos, replicó Zapata, con una frialdad
estoica. El país se ha dado las instituciones
autocráticas que hoy tiene. Conforme a las disposiciones
alfabéticas de la Constitución, el Gobierno tiene
facultad para allanar imprentas, suspender periódicos,
des-terrar y aun fusilar a los colombianos, cuando a su juicio
crea que conspiran contra el orden público. Porqué,
pues, se sorprende de lo que han hecho con Pérez? Este
tiene la culpa por meterse a escribir en un país en donde
no hay libertad de imprenta. Si el Gobierno creía a su
juicio que la labor de Pérez podía perturbar la paz
pública, no ha hecho otra cosa que ejercitar una facultad
constitucional.

Pero si el Dr. Pérez trabajaba por la paz como lo
decía siempre en El Relator, repliqué.

Mejor se trabaja por la paz no haciendo
oposición, dijo Zapata con sonrisa volteriana.

Irritado con esta frialdad de Zapata que me
parecía antipa-triótica y cruel, me retiré
enfadado.

Pocos años después murió Zapata,
víctima de una pulmonía fulminante, si mal no
recuerdo, en 1902, cuando aun no se había apagado en
Colombia el incendio revolucionario que devoró al
país en los años de 1899 a 1902. El último
escrito de Zapata fué una admonición
enérgica contra esa terrible revolución en
magistral escrito que también firmó el respetable
comerciante D, Clímaco Várgas. Fué el canto
del cisne que el gran pensador entonó como Ave funeraria
sobre los escombros de su patria.

Otro de los hombres prominentes de la
Administración Salgar fué el Dr. Salvador Camacho
Roldan, Ministro de Hacienda y una de las figuras sobresalientes
de la República. Poderosa men-talidad, espejo de virtudes
públicas y privadas y hombre dotado de vasta y
múltiple instrucción, el Dr. Camacho Roldan
brilló en todos los Ministerios que
desempeñó y es, sin duda, una de las mas puras
glorias históricas de Colombia.

Era el Dr. Camacho un hombre de regular estatura fornido
y enhiesto. De temperamento sanguíneo, nervioso, de tez
rosada, de mirada dulce y penetrante al mismo tiempo, su
físico era digno vaso de su gran mentalidad y de su
corazón rebosante siempre de amor a la Patria. Su verbo
era vibrante y pleno de majestad. De su boca agraciada
caía la palabra llena de animación, tanto en sus
parlamentos, como en las conferencias y aun en las simples
conversaciones. Su voz era aguda, pero simpática y como
siempre encerraba alguna enseñanza, los interlocutores y
los oyentes se em-belesaban al escucharlo.

Como escritor tenía un estilo original, galano,
conciso y ex-presivo, y, aun cuando no hubo publicado versos,
tanto en sus escritos como en sus oraciones se revelaba el poeta
de estro sublime.

El Dr. Camacho lució en todos los campos, pero
tuvo espe-cial inclinación a los estudios de
estadística y de agricultura. Como Ministro de Hacienda
del General Salgar, promovió y llevó a cabo una
Exposición nacional, que ha sido la mejor de Colombia y
fué muy útil y eficaz a las industrias
agrícola y pecuaria de la República.

Descendiente de próceres, hizo del amor a la
Patria el pri-mero de sus cultos; y no hubo acontecimiento o
solemnidad que se relacionara con las glorias nacionales en que
el Dr. Camacho dejara de participar con su palabra, con su pluma
o con su di-nero para el realze de la fiesta.

Alguna vez que se temió que hubiese una guerra
con la Re-pública de Venezuela, causada principalmente por
palabras y escritos del Dr. Camacho, hizo un manifiesto al
Gobierno en que le dijo:

« pongo a vuestra disposición mi persona,
mi familia, mi escasa fortuna y hasta mi honra (prometiendo
desdecirse) para servir a mi Patria ».

Hasta los asuntos más áridos, como son los
de estadística, los hacía amenos y de agradable
lectura, cuando él los adornaba con las galas de su
retórica y de su estilo, hasta el punto de que el General
Santos Gutiérrez, Presidente que fué de la
Repú-blica, dijera con agudeza espiritual: Este Salvador
es tan poeta que hace versos hasta con números
».

La vida de Camacho fué una serie continua de
servicios a su Patria, de especulaciones honorables, de
consagración a su fa-milia y del cumplimiento de todos los
deberes que incumben a un ciudadano a un jefe de hogar y a un
gran patriota.

La casa de Camacho Roldan que él fundó en
Bogotá y la gran librería fueron frutos del sus
labores particulares.

Sus numerosos escritos en diversos periódicos y
los varios libros que publicó, son un contingente muy
valioso a la literatura nacional y fieles exponentes de su
mentalidad e ilustración y la honorable familia que
él formó, y qué es gala de la sociedad
bogotana, la mejor epifanía de sus virtudes.

El General Sergio Camargo, Ministro de Guerra en la
Ad-ministración Salgar, era el tipo del militar valeroso y
gallardo.

De intrepidez heroica, era el primero en
los combates de ofensiva

y el último en la retirada. A su valor
incomparable, unía in ta-lento sólido y una
ilustración nada común. Notable figura del
liberalismo, ocupó muy joven el sillón presidencial
como primer Designado y por separación transitoria del
Presidente Titular, Dr. Aquileo Parra. Grato me fué servir
bajo sus órdenes como Mi-nistro del Tesoro en
1877.

Después de esa terrible revolución,
Camargo se esforzó en dulcificar la triste
condición de los vencidos, y en dar garantías al
bando conservador que se había rebelado contra el
Gobierno, pues Camargo, como todos los valientes, era
benévolo y generoso con los adversarios, especialmente
cuando estaban vencidos.

El General Julian Trujillo, hijo de Popayán,
fué uno de los militares que más se distinguieron
en la revolución de 1860, bajo las órdenes del
General Mosquera. Impávido y sereno en los combates,
fué también, como Camargo, noble y generoso con los
vencidos.

El General Trujillo limé el mas ilustre de mis
amigos, y su carrera rápida desde oficial cívico
hasta General en Jefe y Presi-dente de la República,
fué una serié de grandes servicios a su Patria y a
la causa de su partido, tanto en la administración civil
como en los campos de batalla, en los cuales siempre
cosechó laureles.

En alguna ocasión presenté un informe a la
Cámara de Re-presentantes sobre el General Trujillo con
extensos datos biográ-ficos, cuando el Congreso quiso
otorgarle el título de Gran Ge-neral de Colombia; y para
completar esta silueta, quiero reproducir aquí algunas
palabras que pronuncié en la tribuna fúnebre,
delante de su cadáver:

« El General Trujillo ha muerto, El Capitán
verdaderamente invicto, cuyos hechos guerreros siempre fueron
coronados por el triunfo en las batallas de los hombres, acaba de
ser vencido en la batalla de la vida. Pero la muerte esta
implacable e irresisti-ble vencedora de los grandes y de los
pequeños, ha podido ani-quilar la arcilla humana que
formaba su cuerpo, mas no ha al-canzado a alterar el perfume de
sus virtudes; ni el lauro de sus glorias, que hoy flotan
incólumes como la mejor corona sobre su
túmulo.

La vida pública del General Trujillo fué
el reflejo de su vida privada: modesta, austera y sin mancha. En
medio de las borrascas de la política; en el encontrado
embate de nuestras disen-ciones, el General Trujillo pudo
levantar con orgullo la cabeza sin dejar ver una gota de cieno
sobre su laureada frente. En los azares de la vida pública
pudo vérsele fatigado, pero no postrado, contrariado
algunas veces, pero jamás manchado, ni abatido.

No puede verse carrera más brillante que la que
recorrió en su corta vida. Jamás se hallaron en mas
estrecha alianza, sin chocarse nunca el patriotismo y la justa
ambición de gloria, el noble orgullo del guerrero y la
generosidad del valiente, la rec-titud del magistrado y el calor
del partidario, la ternura del hom-bre de hogar y el fuego del
político. Nunca el valor se vió me-jor servido por
la virtud y en el camino de la vida fué siempre guiado por
el sentimiento del deber, norte constante de todas sus
acciones.

Ejerció magistraturas de carácter
extraordinario y administró caudales públicos con
ilimitadas facultades, y sus manos, cuando guardaron su espada o
resignaron el emblema del Poder, se vie-ron puras, porque esas
manos no eran capaces de otra cosa que de empuñar
laureles, o de proteger a los débiles y a los
oprimidos.

Hoy, al morir el guerrero y el magistrado, en cuyas
manos estuvieron varias veces la suerte y las riquezas de la
República, no ha podido legar otra cosa que sus coronas,
espadas y meda-llas, obsequios todos del pueblo colombiano o de
Gobiernos ex-tranjeros, porque su tesoro estaba formado
únicamente por esos símbolos de sus victorias y de
su patriotismo.

CAPITULO XII.

Viaje a
Europa

SUMARIO. Concluidas las labores
legislativas emprendo un viaje con mi familia a Europa –
Dificultades de la navegación en el Magdalena. – Llegada –
a Saint-Nazaire el mismo día en que cayó el
Gobierno de M. Thiers (24 de Mayo de 1873). – Mis primeras
impresiones en Pa-ris. – Desagradable episodio en La
Glaciére
– Mi encuentro y mis relaciones con el Dr.
José Maria Torres Caicedo. – Boceto biográfico de
este célebre compatriota, que alcanzó en Europa
altísima posicion Antonio María Pradilla. – Este
distinguido diplomático me puso en relación con M.
Thiers. – Homenaje a este grande hombre
francés.

A principios de 1873 resolví emprender un viaje a
Europa como coronamiento de mi carrera de cuatro años que
había sido rápida y propicia a mis juveniles
ambiciones.

Para los suramericanos, y especialmente para los
provin-cianos de esas Democracias latinas, un viaje a Europa es
el sueño dorado de la juventud. Entre las multiplicadas
ambiciones que en la primera edad bullen en nuestros corazones,
confusas algunas, extravagantes otras, pero todas nobles e
inocentes, porque en esa época, tan feliz como fugaz,
nuestro espíritu está empapado en la miel de la
vida uno de los mas constantes ensueños es el de viajar y
conocer el viejo mundo, privilegiado por el arte, por las
ciencias, por el progreso humano, por la civilización en
fin en sus múltiples manifestaciones. Un viaje a Europa es
el desideratum de los jóvenes colombianos, y
realizarlo forma una de las páginas brillantes de nuestra
existencia

Contando con el éxito, que venía siendo
fiel aliado de mi vida, emprendí mi anhelado viaje en el
mes de Abril de 1873, en compañía de mi joven
esposa, y de dos niñas de pocos meses.

El largo y penoso trayecto de Bogotá a las
orillas del Mag-dalena sobre lomos de mulas haciendo una
travesía por entre riscos y montañas durante cuatro
días, con un descenso desde 2700 metros de altura hasta
las riberas del río (que apenas cuen-ta 200 metros sobre
el nivel del mar) me pareció una senda de flores, a pesar
de las cuestas que tenía que bajar y subir al paso lento
de las acémilas bajo los rayos de un sol tropical, y de
las malas posadas que eran albergues primitivos de pastores y
labradores con camas de cañas y juncos, generalmente
plagadas de chinches, escorpiones y otras sabandijas de la laya.
La ilusión de conocer a Europa y, sobre todo, a
París, la Villa luzel Centro de la civilización
mundial, el cerebro del planeta, amortiguaba las penalidades y
padecimientos físicos del viaje.

Cuando llegamos a Honda, antigua ciudad española,
formada por casas de mampostería y, en lo general, de
ladrillos y tejados rojos, con una temperatura constante de 30 a
33 grados porque está situada a orillas del Magdalena y
encerrada entre colinas, que interceptan toda ventilación,
tuvimos la primera contrariedad en nuestro viaje porque el
río estaba seco, lo cual quiere decir que no
tenía un caudal de agua suficiente para la
navegación por los vapores,

En Honda me encontré con el Sr. D. Onofre
Vengoechea. caballero cumplido y hombre de claro talento y vasta
ilustración, con quien me ligaban relaciones cordiales de
amistad desde mi lle-gada a Bogotá.

También se hallaba en Honda el Sr. D. Pedro
Blanco Gar-cía, Senador por el Estado de Bolívar,
detenido como Vengoecha por falta de agua en el río para
continuar el viaje.

A pesar de los calores caniculares de Honda, los tres
viajeros, detenidos en su marcha, salíamos todos los a la
playa del gran río para contemplar una piedra roja de la
opuesta orilla que era lo indicativo de la llegada de los
vapores, cuando el agua subía a determinado punto de ella.
Así pasamos seis días en me-dio de las penalidades
que nos proporcionaban los calores y las incomodidades de nuestro
alojamiento en Honda. Por primera vez estos padecimientos
físicos atravezaron la coraza de mis ilusiones, que de
ellos me había preservado en el camino de
tierra.

La esperanza de continuar el viaje empezó a
esfumarse y como yo me hallaba en compañía de mi
esposa y de dos niñas de pocos meses, que había
llevado en una cuna a espaldas de un carguero, resolví
desistir de mi tan deseado viaje y volverme a Bogotá para
esperar mejores tiempos. "Temía también la
enfer-medad de mi familia, porque el clima de Honda es
húmedo y siempre ocasionado a enfermedades
palúdicas. Mi mujer y mis hijas se hallaban literalmente
devoradas por los mosquitos que pululan en esa ardiente
región.

Vengoechea me hizo reflexiones en contra de mi
proyectado regreso; me animó para continuar el viaje y me
ofreció un pues-to en el champan que, en
compañía del Sr. Blanco García,
ha-bía aparejado para bajar el río hasta el puerto
de Nare, en donde debíamos encontrar un vapor para
continuar el viaje.

El champanembarcación primitiva del Magdalena
desde la época de los conquistadores españoles, era
una grande y tosca canoa, formada de un gran tronco de
árbol ahuecado a fuerza de golpes de hacha, para darle la
forma cóncava necesaria para flotar sobre las aguas. En
los dos extremos de esta gran canoa van los pilotos y los
remeros, y los elementos para la cocina; en el centro, bajo una
cubierta muy baja de hojas o de pajas, se halla la
habitación de los pasajeros, que no es otra cosa que un
tapizado de esteras o petates tejidos de juncos con toscas
al-mohadas y una sábana para cubierta. Los pasajeros
estaban obli-gados a permanecer como enfermos durante la
navegación, porque el toldo o cobertizo era tan bajo (para
conservar el equilibrio de la embarcación y evitar que los
vientos la volcaran) que no per-mitía siquiera sentarse
sobre la rústica cama.

Vengoechea dividió este estrecho albergue en dos
comparti-mentos dejando el uno para mi familia y reservando el
otro para él y su amigo. Así, y separados
únicamente por un tabique de guaduas, cubierto con las
ruanas, viajamos desde Honda hasta Nare en el primitivo
champan durante dos días y dos noches, comiendo
el sancocho de los remeros y sin podernos cambiar de
ropa, tanto por lo estrecho de la embarcación como porque
los equipajes se habían mandado en otra canoa.

Llegamos a Nare como a puerto de salvación, y tan
pla-centero me fué conocer un vapor del Magdalena como
pudo serlo a Colón la vista de la tierra
americana.

La vista del vapor con sus barandas recientemente
pintadas de diversos colores, con la maquinaria de la planta baja
con su agraciado salón y sus pintorescas cabinas, me
produjo la mas grata impresión. Creí yo que era una
avanzada de la civilización que venía a encontrarme
y recibirme.

A pesar de todos los inconvenientes que entonces
presen-taba la navegación del Magdalena, ella tiene
encantos especiales que no ofrece ninguna otra travesía
fluvial (ni la del Misisipi, ni la del Nilo) porque aun cuando en
estos grandes ríos se en-cuentran magníficos
vapores pequeños palacios flotantes con todos los
elementos modernos de conforte y de civilización, no
pre-sentan sus riberas la espléndida naturaleza que
ofrecen las ribe-ras del Magdalena y las espesas selvas de una y
otra orilla, con sus árboles seculares y sus pintorescas
llanuras que en muchas partes no han sido aun holladas por la
planta del hombre; El Magdalena recorre un trayecto de 200 leguas
de Honda a Bar-ranquilla y baña las tierras de siete
Estados ó Departamentos de la República,
presentando en sus mil revueltas y zig-zags, cuando culebrea
majestuoso su inmenso caudal de aguas, paisajes tan va-riados y
pintorescos que no podría pintarlos el paisajista
imagi-nativo de mas poderosa fantasía. El movimiento del
vapor es casi nulo, y la rapidez de su marcha atempera los
calores de la atmósfera, de tal manera que la brisa que se
recibe produce la sensación de una continuada caricia
sobre el cuerpo. El apetito se aviva con el aire puro de las
ondas y la alimentación primi-tiva, pero sencilla y sana,
conforta nuestros miembros y alegra nuestros espíritus. A
cada vuelta del vapor encuentra el pasajero admirables puntos de
vista, tan presto de un espeso bosque, ora de una llanura verde
entre la selva, o ya de una encenada o laguna formada por las
aguas cruzada por los pescadores en pe-queñas piraguas.
Las casitas de los habitantes de las orillas del río
tienen por lo general a su lado el leñateo, que es el
depósito de leña para proveer de combustible el
vapor.

El río, en su marcha majestuosa, va
enriqueciendo el caudal de sus aguas con los ríos
tributarios del trayecto, y forma islas pintorescas en
domíde por lo general están descansando y
atra-pando moscas los caimanes", o sean los cocodrilos
colombianos.

Durante la navegación, que dura por lo general de
seis a ocho días, y a veces diez y doce de subida, no
§e sienten, por lo menos durante el día los mosquitos
del Magdalena terror de los extranjeros que llegan a Colombia,
porque la brisa fuerte del río no permite a esos
incómodos dípteros detenerse en el vapor a devorar
sus víctimas.

Si la navegación del Magdalena se regularizara
con vapores confortables y lujosos, haciendo uso del
carbón como combustible y no de la lelia, si en las
cabinas hubiere- mas conforte y mas espacio para los pasajeros,
si en la cocina tuviesen mas esmero, sí los buques
estuvieran provistos de ventiladores y de abanicos, etc. etc.; la
navegación del Magdalena presentaría mas encantos y
atractivos, como llevo dicho, que las del Misisipi, del Rhin y
del Nilo, por lo mismo que los elementos de civilización
hacían contraste con una naturaleza salvaje, si se quiere,
pero majestuosa y espléndida.

Después de ocho días de navegación
llegamos a Barranquilla, ciudad formada durante el régimen
de la República y una de las mas florecientes y
progresistas de Colombia. Es el puerto principal del Magdalena;
cuenta con buenos edificios, hermosas casas de habitación,
villas primorosas, Colegios, Escuelas y muchas impren-tas. Es un
Centro intelectual y quizá el primero industrial de la
República. Su clima es ardiente, pero sano, y sus
habitantes son cultos y hospitalarios.

De Barranquilla a Sabanilla, o sea el puerto
marítimo, se hace la travesía en dos horas,
más o menos, y en la época en que me refiero en
estas Memorias, había necesidad de embarcarse en un
pequeño vapor de mar, porque entonces no existía el
her-moso muelle que construyó el célebre
emprendedor e ingeniero cubano, Don Francisco Javier Cisneros,
iniciador de 105 principales ferrocarriles con que cuenta hoy la
República.

En el trayecto de Sabanilla a San Nazario en Franciano
recuerdo otro incidente digno de contarse que el que paso a
referir.

Durante los pocos días que permanecí en
Barranquilla, me entretuve leyendo los periódicos de la
ciudad, y muy especial-mente la noticiosa y renombrada «
Estrella de Panama »,

En este periódico me impresionó la noticia
de la trágica muerte del célebre General Melgarejo,
antiguo dictador de Bolivia y ase-sinado en Lima por su
yerno.

Bajo estas impresiones, me instalé en el vapor
« Guadalupe

de la Compañía Transatlántica, que,
aunque viejo y pequeño, me pareció un palacio de
Neptuno, porque era el primero que se ofrecía a mi
vista.

El mayordomo del buque me instaló en una cabina
con mm familia en pequeñas camas, colocadas una sobre otra
en forma de anaquel, y en el comedor nos colocó "en una
mesa destinada especialmente para los pasajeros sur-americanos.
En el primer almuerzo que tuvimos se sentó a mi lado en la
mesa, el Cónsul del Perú en Barranquilla, con quien
yo me había relacionado durante mí permanencia en
esta ciudad. El me presentó a dos de sus com-patriotas,
que eran también comensales con nosotros: el General
Sánchez y el Dr. Casoz. Inmediatamente después de
la presen-tación, supliqué al General
Sánchez me diese algunos detalles sobre el horrible
asesinato del General Melgarejo, pues suponía que
había tenido lugar este crimen antes de salir de Lima
aquel General.

Este me contestó un poco extrañado de mis
apreciaciones violentas contra el homicida, al mismo tiempo que
mi amigo el Cónsul me hacia advertencia con el pié,
para que no siguiera en mis investigaciones. Comprendí que
alguna relación debía tener el General
Sánchez con el matador de Melgarejo y cambié de
tema de conversación.

Cuando nos levantamos de la mesa y fuimos a la sala de
fumar, el Cónsul peruano me llamó aparte y me
dijo:

« Tenga cuidado porque el General Sánchez,
a quien yo le presenté, es el asesino de Melgarejo y,
justamente, viene con su abogado para hacer una
publicación en Europa con el fin de justificar su conducta
en esa horrible tragedia ».

Completamente contrariado quedé yo con esta
advertencia y temí que el General Sánchez, quien,
según decían los que lo conocían, era de un
carácter violento y colérico, me buscase alguna
querella o desavenencia.

Afortunadamente nada de esto sucedió. Nunca se
volvió a hablar de la muerte de Melgarejo. El General
Sánchez se mani-festó muy asiduo y afectuoso
conmigo. Jugábamos partidas de ro-cambor y
departíamos amistosamente sobre temas políticos y
de carácter artístico y social.

El 24 de Mayo de 1873 ancló el vapor Guadalupe en
la hermosa rada de Saint-Nazaíre.

La vista del primar puerto europeo no me causó la
impre-sión que yo esperaba, porque me pareció
inferior al de Fort-de-France en la Martinica, el cual a pesar de
su ardiente clima ofrece los esplendores de una naturaleza
tropical y lujuriosa y la admi-tación de la hermosa
estatua de la Emperatriz Josefina.

Grande animación reinaba a nuestra llegada en la
pequeña ciudad de Saint-Nazaire, porque se acababa de
recibir la noticia de la caída de M. Thiers, el fundador
de la tercera república y el liberador del territorio
francés.

Después de haber pasado la noche en Nantes
llegué a París al siguiente día.

La vista de la Gare Saint-Lazare, con sus innumerables
gui-cheis y sus inmensos vestíbulos y
galerías, y el movimiento de los carruajes que esperan a
los viajeros, me causó una impresión de
admiración y de atontamiento al mismo tiempo.

Con alguna dificultad y después de tímidas
preguntas a los empleados de la estación, pude instalarme
con mi familia y mi equipaje en un pequeño
omnibus de familia que me condujo al Hotel Luisa de
Nóel, en la rue Vivienne, por haber leído en
Bo-gotá en el «Correo de Ultramar », que era
un hotel apropiado para hospedar a las familias suramericanas,
españolas y portuguesas. Como todas las cosas qué
se anuncian con mucho reclamo el hotel era malo, según
supe después, pero a mí me pareció muy
elegante y confortable, porque era el mejor que en mi corta
exis-tencia había conocido.

Al día siguiente pedí un
coche para ir a la oficina del Sr. Vengoechea presentarle las
letras de cambio traídas de Bogotá.

Di la dirección del N0 3rue d´
Hauteville, en donde estaba situada la oficina de aquel
célebre comisionista y emprendí mi marcha hacia el
boulevard.

Grande extrañeza me causó la larga carrera
del cochero en medio de los omnibus, tranvías y otros
vehículos que encon-traba a mi paso y que me causaban
estupor, y temor de un ac-cidente, porque en el hotel se me
había asegurado que la rue d´ Hauteville se halla
muy cerca de la rue Vivienne, en donde yo estaba
alojado.

Después de una marcha penosa y lenta de cerca de
media hora, el auriga detuvo el coche delante de unas ruinas que
parecían producidas por un incendio, porque aun se
veían piedras calcinadas y escombros ennegrecidos por el
humo.

Me sorprendió mucho que el Sr. Vengoechea tuviese
su ofi-cina en aquél extraño sitio.
Interrogué al cochero si era evidente que allí
estaba situado el local marcado con el N. 3 de la rue d´
Hauteville.

«No señor, me contestó el auriga,
pero yo creí comprender a Ud. cuando me dió las
señas en la rue Vivienneque Ud. deseaba que lo condujese a
ver las ruinas del Hotel de Ville destruido por la Comuna en 1871
y que aun no ha sido reedificado en la parte en que nos hallamos
».

No sé si por malicia, o por mi mala
pronunciación, tuvo lugar este incidente. Probablemente
por ambas causas porque el cochero que me condujo en seguida a la
rue d"Hauteville, y después al Hotel me pasó una
fuerte cuenta al terminar la doble carrera, aprovechándose
de mi ignorancia de extranjero.

Otro incidente de mi noviciado digno de referirse tuvo
lugar pocos días después, durante mi corta
permanencia en la rue Vi-víenne.

El extranjero, y sobre todo si éste es
provinciano de una nación nueva, de incipiente
civilización como era entonces Co-lombia, experimenta, al
llegar a París, sensaciones tan extrañas y tan
múltiples que perturban por completo su espíritu y
desvían su cri-terio estético. Sorpresa, estupor,
nerviosidad; mas que regocijo y admiración, dominan en el
ánimo del viajero novel. La magnificencia y belleza de
Paris, la primera ciudad del mundo, con sus soberbios edificios,
sus incomparables Avenidas, lo pintoresco de sus alma-cenes, su
feérico Bosque de Bolonia y sus majestuosos monumentos de
arquitectura y de arte, no pueden ser comprendidos por el
recién llegado hasta que no ha hecho la digestión
de las múltiples e tensas impresiones que en tropel
recibe. En los primeros momentos no se da cuenta nuestro
espíritu cómo es posible que Paris sea la
metrópoli universal por la ciencia el arte, y el conforte,
y que, desde los tiempos de San Luis, se haya considerado como el
faro mundial.

En alguna tarde del mes de Mayo salí del hotel
hasta el Boulevard Montmartre, para contemplar ese remolino
humano 4ue circula en esas grandes arterias de la ciudad. Al ver
la ex-traordinaria multitud moviéndose como las olas del
océano, de un lado y otro, en confusión con los
omnibus y los coches ex-perimenté una sensación de
tristeza y de cansancio porque me creía abandonado en un
desierto poblado, pues a nadie conocía. Queriendo
combatir este principio de nostalgia, tuve la audacia de tomar
puesto en un omnibus que atravesaba el boulevard con la siguiente
indicación en su corniza: « Du boulevard
Rochechon-art á la Glaciere
».
Creía yo que la Glaciére era el gran
de-pósito de hielos para servirse en el verano (que ya
empezaba) y tuve la curiosidad de conocerlo para matar el ocio y
fastidio en que me hallaba,

Durante mas de dos horas el omnibus, conducido por
caballos, siguió su marcha lenta y victoriosa, venciendo
todos los obs-táculos de las calles. Viajeros entraban y
salían a cada paso y yo seguía imperturbable en el
carruaje, con el deseo de llegar al término de mi viaje y
conocer Lii Glaciére.

Al fin se detuvo el omnibus fuera de las fortificaciones
de París en un lugar erial y casi desierto, de donde se
desprendía un poblacho de callejuelas estrechas y sucias.
No habiendo que-dado mas viajero en el omnibus que yo, el
conductor me dijo:

Aquí termina Señor la carrera. Dentro de
veinte minutos empren-derá el viaje de regreso a
París, pero si Ud. quiere esperarlo puede quedarse
aquí sentado y volver a la ciudad, pagando otro
pasaje

Inmediatamente bajé del omnibus después de
haber pregun-tado si allí era la
Glaciére.

Apoyado en la respuesta afirmativa me interné por
las callejuelas del pueblo en busca de los sótanos o
depósitos del hielo, con el mismo ánimo y
entusiasmo que tuvieron los conquistado-res españoles para
buscar El Dorado. Después de haber atrave-sado
unas cuantas callejuelas tortuosas y mal olientes,
encontré en una esquina a un muchacho zarrapastroso que
estaba tocando violín. Puse en sus manos una moneda de
cobre y le pregunte si él conocía la
Gíaciére.

El niño me miró sorprendido, pero al
conocer que yo era un extranjero novicio, me contesto animoso:
« Sígame, Se-ñor, y marchó adelante.
Llegamos a una puerta muy baja y muy estrecha que parecía
conducir a un oscuro y húmedo subsuelo, porque al abrir la
puerta una vieja de muy mal aspecto y cu-bierta con una cofia
mugrienta y aceitosa, vi que había una esca-lera que
servía para bajar, y no para subir.

Siga Ud. Señor, me dijo la extraña
dueña, y desapareció. Iba a salvar el umbral de la
puerta cuando sentí que alguien posaba por detrás
la mano sobre mi hombro. Volví inmediata-mente, la cara y
me encontré con un policía, quien me dijo: «
Cuando Ud. bajó del omnibus comprendí por su acento
y por el som-brero que lleva (tenía un
panamá) que Ud. era extranjero y que,
probablemente por error, venía a esta aldea.
Resolví seguirlo para protegerlo porque este es un lugar
en donde hay muchos ban-didos. La casa a la cual se
dirigía Ud. no ha sido allanada por la policía
porque no hay aun la prueba legal suficiente para hacer una
inquisición en ella. Yo no me opongo a que Ud. baje a esta
cueva pero me quedo en la puerta para auxiliarlo si corre
algún peligro.

Dos saltos hacia atrás y cruzar mi brazo con el
del policía, fueron la respuesta a mi generoso
protector.

« Mil gracias, Señor agente. Yo
venía a este lugar por una simple e inocente curiosidad,
y, probablemente, gracias a Ud. me he salvado de algún
gran peligro. No se como recompensar a Ud. su generosa
protección ».

Tuve la torpeza de ofrecerle un luis que él me
rechazó con cortesía pero con firmeza,
Estrechándome bien a su brazo, volví a tomar el
omnibus y cuando llegué a mi hotel al seno de mi familia,
creí haber nacido por segunda vez.

Desde ese día, ni las hornazas, ni los
depósitos de hielo vol-vieron a ser objetos de mis
excursiones y curiosidad.

Pocos días después de mi permanencia en el
hotel, recibí la visita del célebre Doctor
José María Torres Caicedo, antiguo re-dactor del
«Correo de Ultramar»; por haber visto figurar mi
nom-bre en la lista de los huéspedes del Hotel Luisa de
Nóel, que publicaba dicho periódico.

El Dr. Torres Caicedo, de quien me ocuparé
adelante, era el protector y el mentor de todos los
sur-americanos y, especial-mente, de los colombianos que llegaban
a Paris,

« Yo sigo con interés, me dijo, la marcha
de la política de mí patria y leo todos los
periódicos que de Bogotá me mandan Su némbre
de Ud. figura con honra en los Anales parlamentarios de la
República, con motivo de haber combatido el inicuo
proyecto de ley para violentar las conciencias de los
colombianos, con la impo-sición de textos de
enseñanza en los Colegios y Escuelas de la Nación,
contrarios a las creencias del pueblo colombiano. Por eso he
venido a visitarle y ofrecerle mis servicios en Paris
».

« Sea lo primero abandonar este hotel, que es de
segundo ór-den y en donde no puede Ud. continuar con su
tierna familia. He buscado para Ud. alojamiento en el Hotel du
Helder, calle de Helder, que tiene para mí la ventaja de
hallarse cerca de mi ha-bitación y poder ver a Ud. con
frecuencia.

Con esa actividad incomparable, que limé la causa
primera de su carrera brillante y de su engrandecimiento, el Dr.
Torres me instaló en un Hotel muy elegante y muy
confortable en la calle que comunica el Boulevard Haussmann con
el Boulevard de los Italianos.

Puedo afirmar, sin que se pueda motejárseme de
inexacto o de exagerado, que el Sr. Dr. José María
Torres Caicedo ha sido el ciudadano americano (sin excluir el
continente septentrional) que ha alcanzado mas alta
posición y mayor nombradía en los círculos
políticos, literarios y sociales de la Europa occidental y
especialmente en la nación francesa.

Su carrera fué rápida y brillante, la cual
quiero esbozar a grandes rasgos en este libro, como un homenaje
al distinguido amigo y al americano ilustre que tanta gloria
dió a Colombia.

Nacido en Bogotá de padre pobres y humildes, hizo
en la adolescencia estudios para entrar a la carrera del
sacerdocio. An-tes de recibir las órdenes mayores,
entró al servicio como familiar del gran Prelado D. Manuel
José Mosquera Arzobispo que fué de
Bogotá.

Dotado de un temperamento nervioso y activo, se
apasionó por la política, afiliándose en el
bando conservador.

Siendo muy joven, fué atacado violentamente por
los señores Joaquín Pablo Posada y German
Gutiérrez de Piñerez, quienes re-dactaban una
publicación periódica sangrienta contra lo mas
gra-nado de la sociedad de Bogotá, intitulada « El
Alacran » (escor-pión) y en la cual hacían
girones las mas respetables reputaciones que ofrecían en
pedazos a los maldicientes y envidiosos, como ha-cen las
revendedoras del mercado cuando presentan los trozos de las reses
degolladas.

Tórres Caicedo, al sentirse herido
por el aguijón envenenado del «Alacran»,
envió sus testigos al Sr. Posada Gutiérrez para
re-tarlo a un duelo a muerte, si no se desdecía de sus
calumnias infames.

Posada Gutiérrez manifestó a los emisarios
de Torres que él no era el autor del artículo
contra éste, que el responsable era el Sr.
Gutiérrez de Piñerez, su compañero de
redacción, y ellos habían convenido en que cada
cual respondiera personalmente de sus escritos y en tal virtud,
era a aquel a quien debía hacerse el
desafío.

Torres manifestó que él no se
batiría en ningún caso con Pi-ñerez, porque
éste era un hombre indigno, por su posición y su
conducta, de medir sus armas con el agredido, en el campo del
honor y que solamente con Posada, quien, a pesar de su
morda-cidad, era un caballero, podría tener lugar el
encuentro.

Posada aceptó y se concertó el
desafío; pero cuando todos se encontraron en el campo del
combate, Posada, que era reconoci-damente un hombre valeroso e
impertérrito manifestó que tenía miedo de
batirse. En tal virtud, los padrinos declararon que Torres se
hallaba en la necesidad de combatir con Piñerez que era el
pa-drino principal de Posada, y quien debía reemplazarlo,
según las leyes del duelo.

Con este subterfugio, Piñerez se batió con
Torres, quien no podía excusarse del combate sin incurrir
en nota de cobardía.

Torres resultó gravemente herido porque la bala
de su adver-sario atravesó el pulmón derecho, y
quedó exánime en el campo.

Los dos redactores del Alacrán se ausentaron del
lugar del combate haciendo votos por la muerte del
monzkrote Tórres, como se le llamaba vulgarmente,
por haber sido familiar del Arzobispo Mosquera y haber llevado
los hábitos sacerdotales cuando era
subdiácono.

«Y si el monigote muere»? preguntó
Posada a su compañero.

Pagará quien lo tuviere », contestó
Piñerez.

Tórres estuvo al bordo del sepulcro a
consecuencia de la he-rida, y como era indispensable la
extracción de la bala, so pena de producir un enfisema
pulmonar mortal, o acaso una consunción u atrofia del
pulmón, se decidió que era indispensable un viaje a
Europa porque entonces en Bogotá no había
cirujanos, ni instru-mentos que pudieran garantizar el
éxito de tan delicada operación.

Como Torres era pobre, se hizo una colecta entre sus
amigos con el fin de proporcionarle los fondos necesarios para su
translación a Francia.

De esta manera, el dardo envenenado de los alacranes
vino a ser causa del encumbramiento inaudito de Torres Caicedo en
Europa.

En virtud de recomendaciones de suscritores, fué
recibido por los redactores del « Correo de Ultramar
», periódico que en París se editaba en
español y que era muy popular en Nueva Granada, para
trabajar en la imprenta como cajista porque era hábil
tipógrafo.

Muy prontos los empresarios del periódico
conocieron y esti-maron los talentos de Torres y su incomparable
laboriosidad, y le ascendieron de cajista a corrector, y a
redactor en parte im-portante de la
publicación.

De entonces data su carrera admirable.

Dotado de una actividad que no tenía par, de una
laborio-sidad extraordinaria y de lícita ambición
para hacerse conocer y alcanzar una alta posición en
Paris, se relacionó con todos los diplomáticos
suramericanos y con todos los hombres políticos,
filósofos y publicistas mas en relieve en Paris, durante
el primer Imperio.

En esa época, la mayoría de los
diplomáticos de la América española
venían a Paris animados, mas que del propósito de
desempeñar bien su misión del deseo de conocer la
gran ciudad y de disfrutar de los intensos y variados goces que
ofrecen a los extranjeros sus grandes atractivos. Casi todos
aquellos eran visita-dos a su llegada por Torres, para ofrecerles
sus servicios.

Los diplomáticos, encontrando en él joven
granadino una actividad y laboriosidad de que ellos
carecían, le confiaban los asuntos que debían,
ventilar y quedaban sorprendidos de la eficacia j actividad del
encargado de ellos. Estas labores, además de pro-porcionar
a Torres entradas de dinero, decorosa y correctamente ganado, le
procuraban los medios de relacionarse con todos los altos y
pequeños empleados del Ministerio de Negocios Extranjeros
y sus afines.

Al mismo tiempo que desempeñaba con eficacia
extraordi-naria estas comisiones, escribía en los
periódicos españoles y edi-taba libros, mas o menos
interesantes, pero oportunos y vibrantes que le abrían
plaza en el campo de las letras.

Y de esta manera Torres Caicedo, que no era una
lumbrera, ni por su talento ni por su ilustración,
llegó a ocupar la mas alta posición, como llevo
dicho, en Francia, y a adquirir las mas hon-rosas relaciones,
debido principalmente a su deseo firme y cons-tante de alcanzar
renombre y gloria, a su propósito inquebran-table de
realizar sus ambiciones a este respecto, de su actividad,
laboriosidad y cortesanía, y todo esto a pesar de ser un
hombre pobre y de tener una figura corporal tan minúscula
que rayaba en lo inverosímil, porque el Dr. Torres Caicedo
era tan pequeño y mas delgado que Felipe Zapata,
célebre, entre otras cosas, por su pequeña estatura
y su gran talento.

Tórres trabajaba desde las seis de la
mañana hasta las doce de la noche. Vivía
modestamente y se alimentaba con una frugalidad de cenobita. Los
grandes placeres y distracciones de Paris no lograron
jamás apartarlo, ni del ascetismo de su vida, ni de la
intensidad de sus labores.

Muchas veces, cuando se retiraba a descansar, rendido
por las faenas del, día, encontraba en su modesto
alojamiento nuevas cartas que había recibido el portero;
inmediatamente se sentaba en su despacho privado y
procedía a contestarlas, y así, a veces como
Napoleón, no dormía mas de tres o cuatro
horas.

Nunca dejo de visitar a un suramericano recién
llegado, o a un relacionado en momentos de duelo o de felicitarle
por algún acontecimiento fausto. Siempre tenía el
propósito de contestar toda carta inmediatamente
después de recibida. Jamas faltó al mas elemental y
mínimo de los deberes de etiqueta, de cortesía y de
sociabilidad.

Algún escritor francés dice que la
actividad y laboriosidad suplen al genio, y que, en el gran
Napoleón, esas dotes singulares contribuyeron, mas que las
intelectuales y las procedentes de su genio, a su portentoso
encumbramiento.

Esta afirmación se confirma en pequeño con
la existencia de Torres Caicedo.

Declarándose el apóstol del americanismo
en París, formó muchas sociedades de propaganda en
favor de los intereses hispa-no americanos, y con el fin de hacer
conocer de estas viejas so-ciedades europeas a esos pueblos
jóvenes, de incipiente civiliza-ción, pero sin los
vicios de las civilizaciones caducas.

Y así, de escalón en escalón,
Torres Caicedo llegó a la cumbre de la mas elevada
posición en la Capital del mundo.

Tórres tuvo relaciones con el Emperador Napoleon
III y recibió atenciones en las Tullerías de este
monarca y de la Emperatriz, de quien conservaba una carta
autógrafa, que le escribió en agradecimiento a una
poesía a ella dedicada.

Mas tarde llegó a ser miembro del Instituto de
Francia en la Academia de ciencias morales y políticas y
grande oficial de la Legión de Honor.

Durante el régimen de la tercera
República, "Torres ocupó puestos
diplomáticos, entre otros el de Encargado de Negocios de
Venezuela de Ministro residente de Colombia, y de Ministro
Plenipotenciario del Salvador.

En sus libros se encuentran prólogos
encomiásticos de Jules Simon. Era amigo estrecho de
Castelar, de Cesar Cantú y de Victor Hugo.

Durante la grande exposición de
¡879fué designado por todo el Cuerpo
Diplomático de la América española para
pre-sidir el Consejo Directivo de la
Exposición.

Terminada ésta, Wadington, Ministro de Negocios
Extranjeros del Gobierno francés, dirigió a Torres
Caicedo una carta tan hon-rosa para él como para Colombia
que yo me permití copiar y, dice así: «
Excelencia: Al distribuir los obsequios para los principales
personajes que han intervenido en la Exposición, he
escogido dos hermosos jarrones de porcelana de Sévres,
consi-derados por los peritos como las dos mejores obras maestras
de nuestra célebre industria nacional y de los cuales he
destinado uno para ofrecerlo a V. E. como un tributo de
admiración y de reconocimiento por sus servicios en la
Exposición francesa. Me es grato agregar que el otro
ejemplar se ha destinado para Su Alteza Real el Principe de Gales
».

En cierta época tenía lugar un gran
Congreso literario e internacional, compuesto de Delegados de
todos los países latinos de Europa y de sus afines, que se
reunía alternativamente en Paris, Madrid, Lisboa, Roma y
Bruselas, en número considerable de representantes. Cuando
durante el Imperio tuvo lugar la reu-nión en la capital de
Bélgica, el corresponsal en Paris de uno de los grandes
diarios, dirigió el siguiente comunicado:

« Con gran solemnidad y pompa se ha instalado hoy
con cerca de tres mil Miembros el gran Congreso internacional y
literario. Por unanimidad, y por aclamación, fueron
elegidos los siguientes dignatarios: Presidente, S. M. el Rey de
los Belgas; Vice-Presi-dentes. Victor Hugo y Tórres
Caicedo ».

Cesar Cantú en su Historia de los últimos
treinta años dice:

« Si las Repúblicas de la América
española enviaran siempre como sus representantes
diplomáticos hombres tan eminentes como el Sr.
Tórres Caicedo, adquirirían prontamente el
crédito y estima-ción que merecen entre los pueblos
civilizados de Europa ».

Llegó a tal la nombradía de Torres Caicedo
que cuando se fundaron los Estados balcánicos desprendidos
de Turquia, el Figaro, en son de guasa, dijo lo
siguiente: « No nos explicamos copio se está
buscando un rey para Rumania cuando existe en Paris un hombre de
tanta nombradía como el Sr. Torres Caicedo
».

Recuerdo haber visto en un número del
célebre diario fran-cés, intitulado « El Gil
Blass », autógrafos de las principales cele-bridades
del día, con los siguientes cuatro nombres:

El Conde de Lesseps.

Pasteur.

Dumas (el gran químico)

Torres Caicedo.

Y sin embargo Torres Caicedo no era un gran intelectual,
propiamente dicho. No podía compararse su mentalidad con
la de Murillo, Núñez o Felipe Zapata, ni mucho
menos. Como escritor era fácil, pero carecía de
corrección y elegancia. No era orador, y a pesar de su
aplicación y de haber pasado toda su vida en Europa, no
consiguió poseer bien el francés. Carecía
pues de dotes intelectuales, brillantes y finas; pero
tenía un talento de buena clase de aquellos que
vulgarmente se llaman talentos prácticos, los cuales,
según un célebre escritor francés, consisten
en cono-cer su posición en todo momento y saberla dominar.
Como llevo dicho, el éxito asombroso de su vida
defendió casi únicamente de su fuerza de voluntad
para alcanzarlo, de su firme propósito, hijo de su
ambición, de elevarse en el medio social en que
existía, de su laboriosidad sin par, de su actividad
incansable, y, sobre todo, de su cultura, corrección y
costumbres intachables.

Pronto tendré ocasión de volverme a ocupar
de Torres Cai-cedo, refiriendo algunos incidentes de su vida en
Paris, que no relato ahora para no alterar el orden
cronológico que me he pro-puesto seguir rigurosamente en
la presente obra.

Mi permanencia en Paris, durante mi primer
viaje, fue corta y escasa de incidentes dignos de referirse en
estas Memorias. Me concreté a pasear y conocer los
admirables monumentos y los tesoros artísticos que
encierra la Capital del mundo. Tuve la desgracia de perder una de
mis niñas, lo cual me obligó a re-gresar a Colombia
seis meses después de mi llegada a Francia. Y, como no
pretendo escribir un libro de viajes y repetir, co-piando las
relaciones y descripciones que contienen las innume-rables obras
que se han publicado respecto de las maravillas de

la primera ciudad del Orbe, me
limitaré a referir el conocimiento que tuve de algunos
personajes salientes de Francia.

Durante mi permanencia en París, tuve la fortuna
de encon-trar por cicerone al muy distinguido colombiano
y amigo muy querido, a pesar de la gran diferencia de edades, Sr.
Dr. Antonio María Pradilla quien ocupaba en esos momentos
el elevado pues-to de Enviado Extraordinario y Ministro
Plenipotenciario de la República de Costa Rica, y a cuya
memoria, siempre venerada, quiero dejar un recuerdo en este
libro.

El Dr. Antonio Maria Pradilla, originario del
Departamento de Santander fué Presidente de esa importante
sección de la Confederación granadina en el
año de í 86o, y como tal cayó prisionero con
todo el personal del Gobierno y con su ejército, en la
célebre batalla del Oratorio, el ¡8 de agosto de
aquel año.

Conducidó prisionero a Bogotá bajo la
Administración nacional del Dr. Ospina, permaneció
en las cárceles hasta el 18 de Julio de 1861 en que fue
libertado por las fuerzas triunfadoras de Mosquera.

Bajo la administración liberal, ocupó
varios puestos consu-lares y diplomáticos en el extranjero
y aun el cargo de Ministro Plenipotenciario de
Colombia.

En el año de 1873, se hallaba en Paris
transitoriamente por-que su misión principal estaba
radicada en Londres como Agente fiscal del Gobierno de Costa Rica
ante quien había desempeñado el cargo de Enviado
Extraordinario de Colombia.

Pradilla era un hombre que reunía todas las
condiciones físicas, morales, intelectuales y sociales que
debe tener el verda-dero diplomático.

De figura apolínea, era célebre por su
belleza masculina. Su hermosa cabeza, cubierta de rizada
cabellera en la cual brillaban como adornos hilos de plata,
contenía las mas hermosas facciones que pudiera fantasear
un escultor helénico. Sus negros ojos de mirada intensa,
eran dulces y expresivos al mismo tiempo. Alto, flexible y
delgado, era el tipo del gentilhombre. Pulcro, correcto y
esmerado en el vestir y de maneras exquisitas, parecía a
pri-mera vista y antes de conocer su origen americano, que era un
lord inglés de hermoso modelo.

Dice Lamartine, hablando de Bossuet, que nació
pontífice porque tanto en su figura como en su voz y en
sus ademanes su majestuosa figura revelaba ser la de un Prelado
eminente. Lo mismo puede decirse de Pradilla: nació
diplomático, porque como llevo dicho, todas sus dotes, ya
emanaran de la naturaleza o del estudio, acusaban al Embajador de
alta alcurnia.

Pradilla era elegante y rumboso en sus maneras, en sus
re-laciones y en su modo de vivir. Siempre buscaba alojamiento de
primera clase. Sus vestidos eran hechos por los mejores sastres y
sus botas y sus camisas, eran tan irreprochables como las del mas
acicalado inglés.

Estas condiciones, que podemos llamar de carácter
externo, son muy apreciadas en los centros civilizados y son
medio eficaz para procurarse altas y distinguidas
relaciones.

Pradilla me ofreció ponerme en contacto con
algunos per-sonajes que eran objeto de mi admiración por
haber seguido en los periódicos y los libros el curso de
sus trabajos y de sus labores.

El hombre que más impresionaba mi
imaginación, juvenil era el célebre Adolfo Thiers,
primer Presidente de la República fran-cesa y fundador de
ella, quien había caído recientemente por motivos
que son bien conocidos. Pregunté a Pradilla que si
sería fácil conocer a Thiers personalmente y
él me manifestó que no tendría ningún
inconveniente, pues como él había
desempeñado alto puesto diplomático había
adquirido relaciones- con el eminente estadista, quien a la
sazón se hallaba en Versailles ocupando su puesto de
miembro de la Asamblea Nacional, para el cual fué elegido
des-pués del año terrible por 27
departamentos.

Fijado el día, emprendí gozoso mi viaje
para Versailles en compañía de Pradilla y tuve la
fortuna de oír a Monsieur Thiers en la tribuna, antes de
ser presentado a él.

Era Thiers un hombre de pequeña estatura (no
tanto como la de Felipe Zapata), pero fornido y enhiesto. Su
redonda Cabeza se movía con gracia y majestad sobre sus
hombros un poco le-vantados. Sobre su tez rosada y limpia
brillaban sus ojos con intenso fulgor, que era aumentado por las
lentes, que nunca aban-donaba. De su boca agraciada y carnuda,
llena de movimiento, salía la palabra con majestad y
gracia. Admirable orador me pareció, y entonces pude
comprender el éxito que había alcanzado su verbo
sublime.

Al terminar el discurso, las tribunas resonaron con los
aplausos y, poco después, salió a fumar un cigarro
en uno de los salones de pasos perdidos.

Pradilla aprovechó el momento que juzgó
oportuno para acercarse al gran tribuno y después de
cumplimentarlo por su triunfo parlamentario, le pidió
permiso para presentarme a él como un jóven
americano su admirador entusiasta. Confieso que me sentí
emocionado al cruzar mi mano con la de Monsieur Thiers, a quien
yo consideraba en mi entusiasmo por sus escritos y por su grande
obra política, como al primer hombre dé
Europa.

Me recibió con suma amabilidad y con noble
sencillez. Yo balbucée algunas palabras de elogio
especialmente por la Historia del Consulado y del Imperio, que
constituía para mí la lec-tura favorita.

Esa obras me dijo Monsieur Thiers, ha absorbido los
me-jores años de mi vida, la mas intensa de mis labores,
porque me propuse hacer un estudio completo y una estatua de
cuerpo entero, en dimensiones heroicas, del Gran Napoleón.
Para mis des-cripciones de las batallas hice viajes a los lugares
donde ellas se cumplieron, No solamente consulté los
archivos y leí todos los libros que sobre el gran
Emperador, se habían escrito en di-versas lenguas, sino
que tuve largas conversaciones con los glo-riosos sobrevivientes
del grande ejército. Creo haber coronado mi empresa y que,
a esa obra, se ha debido en gran parte el cambio de un
régimen político.

La figura política literaria e intelectual de
Monsieur Thiers, ha sido sin duda la mas preclara y culminante
que tuvo la fecunda Francia, a mediados del siglo XIX.

Como orador, ninguno limé superior en los
Parlamentos del tiempo de Luis Felipe. Como administrador
limé el primer Ministro del Rey ciudadano, y como escritor
e historiador nadie le ha su-perado, ni ha alcanzado a la altura
en que le colocó su inmortal Historia del Consulado y del
Imperio.

Lamartine en una de sus obras hace el mas pomposo y
me-recido elogio de esta obra incomparable y refiere que en 1850
o 1851, la Academia francesa recibió, en sesión
extraordinaria de-clarar por mayoría de votos secretos sin
discusión y sin previo acuerdo, como para la
elección del Papa cuál era la mejor obra producida
en Francia durante el medio siglo transcurrido, y, hecho el
escrutinio, resultó elegida por unanimidad la Historia del
Con-sulado y del Imperio.

Reconocido está por todos los historiadores que
en este libro incomparable es difícil determinar
cuál es lo mas digno de admi-ración que contiene,
por que el estilo majestuoso y fluido, lo interesante y
pintoresco de las narraciones, y las descripciones tan exactas,
corren parejas con las apreciaciones profundamente
filosó-ficas del eminente pensador.

Recuerdo que, al terminar uno de esos magníficos
capítulos,en el cual hace crítica severa el error
político en que el Em-perador había incurrido
alianza con la Rusia y con el Austria en vez de hacerla con la
Alemania, propiamente dicha, por gran-des razones que él
expone y en las cuales se reveló al Vate o
Adivinador del porvenir, se expresa así:

« Por qué emanando del mismo cerebro todos
los actos y pensamientos de un individuo este hombre
extraordinario era in-falible en los campos de batalla y
cometía graves errores en el campo de la diplomacia? La
respuesta es muy sencilla, porque Napoleón dirigía
la guerra con su genio y la política con sus pa-siones
».

Thiers creía que una alianza con la Prusia, este
Estado nuevo y recientemente formado, vecino de Francia,
habría sido un fiel aliado del Imperio francés
porque buscaría su protección contra la Austria y
la Rusia, Estados mas poderosos que él y vecinos
peligrosos.

Si esta alianza se hubiera realizado y conservado,
probable-mente el Imperio alemán no se habría
formado y las dos terri-bles guerras europeas de 1870 y de 1914,
no habrían tenido lugar.

Conocida es la historia de Monsieur Thiers, antes,
durante y después del año terrible. En esa
época, la historia contempo-ránea le presenta bajo
una aureola de gloria que ninguna nube pudo ocultar.

Opositor vehemente al Imperio despótico de
Napoleón III; pero mas patriota que adversario
político del Emperador, se opuso con todas sus fuerzas a
la declaración de la guerra a Alemania en 1870 porque
él preveía el desastre espantoso que sobrevino y
aunque esta guerra, como él lo decía,
acarrearía infaliblemente la caída del Imperio,
este arrastraría en su caída a la Francia como
aconteció en ¡ 814. Los Gobiernos personales no
crean nada. Su obra es efímera y transitoria. El soberbio
edificio que levantaron el gran Napoleón con su genio y el
segundo Napoleón, con su auda-cia y su sagacidad cayeron
al mismo tiempo que sus constructores.

Consumada la catástrofe Thiers se consagró
a restañar" las heridas que la guerra causó
á Francia. Mas aún, a pesar de su avanzada edad,
emprendió viaje para tocar a las puertas de todos los
Gabinetes europeos con el fin de solicitar un auxilio para
Francia desangrada y vencida por los germanos. Todos en-tonces
cerraron los oídos a las súplicas vehementes y
elocuentes de Thiers, desoyendo sus vaticinios proféticos.
« Si dejáis aniquilar la Francia por los teutones,
les decía Monsieur Thiers, el Imperio alemán se
reorganizará como en los tiempos de los monarcas del Sacro
Romano Imperio, arrebatándole la hegemonía a la
Austria y reconstituyéndose el Imperio de Oton el Grande y
aun de Car-lomagno. Entonces la Alemania querrá avasallar
la Europa y do–minar el Continente, y vosotros todos los
Gobiernos europeos que os encerráis en un egoísmo
suicida, tendréis que hacer inmensos sacrificios para
sacudir el terrible yugo germano. ¡ Qué
previsión y qué profecía!

Cuando sobre los escombros del Imperio, Thiers
levantó la tercera República, fué elegido
miembro de la Asamblea Nacional por el voto unánime Me las
dos terceras partes de los Departa-mentos de Francia.

Refiere un escritor en sus Memorias que, cuando Thiers
fué comisionado para tratar con Bismarck la
conclusión de la paz, no quiso marchar sólo a
Versailles y pidió un compañero. Aso-ciado a Jules
Fabre, se trasladó a Versailles y tuvo vehementes y
interesantes conferencias con el Canciller de Hierro.

Bismarck exigía la cesión de toda la
Alsácia y de toda la Lorena, de todos los fuertes
orientales de Francia, inclusive Bel-fort y de una
indemnización de 10 millares de francos.

Thiers se denegó a aceptar tan monstruosa
exigencia y de-mostró a Bismarck que la
indemnización sería imposible pagarla aun cuando la
Francia se extrajera hasta la última gota de su sangre, y,
que la desmembración del territorio haría imposible
la paz futura entre los dos pueblos, y con la paz armada que
exigiría el Tratado Alemania se vería forzada a
mantener un enorme ejército y preparar mas o menos tarde
una nueva y terrible guerra.

Al fin logró Thiers que la indemnización
se rebajara a la mitad, es decir a cinco millares, que no se
cediera toda la Lo-rena y que se dejara a Francia la fortaleza de
Belfort.

Con mano trémula firmó Thiers la paz que
impusieron los acontecimientos desastrosos del año
terrible, y sin perder un minuto de tiempo, se instaló en
su coche en compañía de Jules Fabre para volver a
París. Durante el trayecto hasta la capital refiere
Hanotaux, Thiers no habló una sola palabra con su
compañero. Profundamente conmovido, con la cabeza entre
las manos, lanzaba hondos suspiros por la suerte de su patria, y,
de tiempo en tiempo, llevaba la mano al bolsillo y sacaba un
pañuelo de seda para en-jugarse las lágrimas que
brotaban de sus ojos.

Fundador de la tercera república, fué
elegido por unanimidad Jefe único del Poder Ejecutivo, y
en el corto periodo de su Gobierno pudo ser el liberador del
territorio francés.

Tal fué la obra política de Monsieur
Thiers. Ninguna mas pura, ninguna mas gloriosa ninguna mas
grande.

CAPÍTULO XIII.

Francia y sus grandes
hombres

SUMARIO. Los principales grandes hombres del siglo XIX.
– Rápida ojea-da sobre los hechos portentosos de
Napoleón I. – Victor Hugo y su fama mundial. – Admirable
posición geográfica de Francia. Su riqueza, sus
industrias y su espíritu artístico. – La Historia
de Francia es la mas gloriosa del mundo. – Voto que hago por la
restauración de su gran-deza.

De las pocas dotes que me otorgó la naturaleza, –
por lo demás comunes a todo individuo de la humana
especie, la mas saliente, la constante de mi carácter, ha
sido el sentimiento estético. El amor a la belleza, en
todas sus formas y manifestaciones, ha pri-mado en mi
espíritu de español y americano. – Y como lo bello
en el orden psíquico es lo grande, y la mas alta
expresión de lo grande es el genio, siempre he tributado
culto preferente a la his-toria y a la memoria de los grandes
hombres que han aparecido en el espacio de los siglos como esos
astros errantes que de tiempo en tiempo se presentan en el
firmamento, deslumbrando con su fulgor los ojos de los hijos de
la tierra y dejando una estela de radiosas luces.

El siglo XIX fué fecundo en hombres ilustres y
pueden con-siderarse entre los primeros: Napoleón I el
Grande, Coloso de los siglos, que no ha tenido par en
ningún país, ni en ninguna edad; Bolívar que
realizó la emancipación de un Continente y la
crea-ción de cinco nacionalidades; Cavoura quien se debe
la unidad de Italia, después de quince siglos de hallarse
partida en frag-mentos; Bismarck que hizo revivir el Sacro Romano
Imperio y fué el autor de la Unidad germana bajo el cetro
de los Hohenzol-lern; Pasteur, que hizo una revolución en
las ciencias con sus ad-mirables estudios y observaciones; Edison
que arrancó a la electricidad sus misterios y es autor de
los mas sorprendentes des-cubrimientos; Wagner que rompió
todos los moldes viejos del arte musical para presentarlo bajo
una nueva y esplendente forma; León XIII que volvió
al Pontificado el esplendor de sus antiguos tiempos y
colocó la Cátedra de San Pedro sobre todos los
tro-nos temporales. Lincoln, segundo Emancipador de Norte
América porque fué el libertador de los esclavos e
hizo avanzar un paso enorme la gran República en el camino
del progreso militar; Glas-tone, el gran Reformador de las
añejas instituciones de la aris-tocracia inglesa y el
Regenerador de Irlanda; Thiers, el Creador de la tercera
República francesa y el Liberador del territorio de su
patria; Victor Hugo, el gran innovador de la literatura, faro
mundial que como el sol llevó la luz de su cerebro y el
calor de sus ideas, hasta las mas apartadas regiones del planeta;
Cánovas del Castillo, gran estadista, restaurador de la
monarquía borbónica en España; Castelar,
primer orador el siglo y Apóstol fundador de las grandes
libertades de la Democracia española.

Entre esta constelación de Genios se destacan, en
mi opi-nión, sobre los demás, como las
pirámides sobre las cumbres, los dos mas eminentes que
resplandecieron en el principio y en el fin del siglo, glorias
ambas de la nación francesa; estos dos hombres fueron
Napoleón I y Victor Hugo, a quienes quiero dedi-car un
homenaje especial en mis recuerdos de París.

No hay en la historia de la humanidad, desde que se
conser-van tradiciones de ella, ningún hombre que pueda
equipararse por sus múltiples y extraordinarias dotes
intelectuales y morales, a la figura colosal de Napoleón
I.

Ese guerrero portentoso, superior a Alejandro. a Cesar,
a Aníbal y a todos los mas ilustres Capitanes de la
antigüedad, (grie-gos y romanos) a Cesar Borgia y Alejandro
Farnesio, a Washing-ton y Federico el Grande y a todos los
guerreros de la Edad Media y de los tiempos modernos,
realizó, en espacio de pocos años, empresas tan
extraordinarias y hechos tan inauditos que la Historia toda
podría llenarse con su nombre y sus
hazañas,

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
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