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El Origen de las especies



  1. Concepto de
    especie
  2. Teorías

Concepto de
especie

En su libro el Origen, Darwin ofrece varios argumentos
contra la concepción morfológica de especie.
Así, recurre al dimorfismo sexual y otros polimorfismos
(la alternancia de las generaciones, de larvas frente a los
adultos y de las diferentes formas de flores que existen en una
serie de especies de plantas) para demostrar que el concepto
morfológico de especie no tiene ningún sentido como
base adecuada para la construcción de un lenguaje
biológico. Sin embargo, el concepto de especie defendido
por Darwin continúa siendo una cuestión
controvertida. Según Mayr, sus cuadernos de notas muestran
que hacia 1837 había abandonado el concepto
tipológico de especie, desarrollando un concepto
biológico basado en el aislamiento reproductivo. Sin
embargo, argumenta Mayr, quince años más tarde, a
partir de sus estudios de variedades de plantas, abandonó
el concepto biológico para volver a una definición
entre tipológica y nominalista como la defendida en el
Origen.

Teorías

El más pequeño fenómeno participa
de distintas continuidades o dimensiones cósmicas que no
pueden medirse según los mismos criterios. Tomemos como
ejemplo el hielo, que si bien está compuesto de la misma
materia que el vapor, corresponde por su estado a los cuerpos
sólidos. Del mismo modo, cuando una cosa está
formada por varios elementos, participa de sus diferentes
naturalezas siendo al mismo tiempo diferente de ellas; el
cinabrio, por ejemplo, es la síntesis de azufre y
mercurio, pero si bien se compone de estos dos elementos, posee
cualidades que no se encuentran ni en una ni en otra de esas
sustancias de base. Las cantidades se suman pero una cualidad no
es sólo la suma de otras cualidades mezclando el azul con
el amarillo se obtiene el verde; este tercer color, aun siendo la
combinación de los otros dos, no consiste simplemente en
la suma de sus cualidades, sino que representa una nueva y
única cualidad cromática. Esto en el llamado
círculo de los colores, se expresa por el hecho de que
cada color corresponde a una dirección distinta partiendo
del centro.

Del mismo modo, la naturaleza puede parecernos,
según desde qué punto de vista la contemplemos,
conexa o inconexa, o ambas cosas a un tiempo; posee una
característica intermitente que se manifiesta no tanto en
el campo de la materia puramente física como en el campo
de lo viviente: el pájaro que nace del huevo está
compuesto por los mismos elementos que el huevo, y, sin embargo,
no es el huevo; así como la mariposa que nace de una
crisálida no es ni una crisálida ni la larva que la
ha formado; aunque existe cierta afinidad entre todos estos
organismos, un contexto genético. Existe entre ellos, no
obstante, una diferencia cualitativa, y podemos decir que
«la naturaleza da un salto» de la larva a la
mariposa.

En cada punto del tejido cósmico hay, pues, una
trama y una urdimbre que se entrelazan, como lo expresa la
simbología tradicional del tejido: los hilos de la
urdimbre, que en el telar primitivo cuelgan verticalmente,
representan las esencias inmutables de las cosas, es decir, las
cualidades o formas esenciales, mientras que la trama que corre
horizontalmente de un lado a otro uniendo entre sí los
hilos de la urdimbre corresponde a la continuidad sustancial o
«material» del mundo. La misma ley se expresa en el
hylemorfismo clásico que distingue la «forma»,
el «sello» de la unidad esencial de una cosa o de un
ser, de la «materia» que, en cuanto sustancia
plástica, recibe esta marca confiriéndole una
determinada existencia. Ninguna teoría moderna ha podido
sustituir a esta antigua doctrina, ya que la realidad y toda su
riqueza no se explican reduciéndolas a una u otra de sus
«dimensiones». La ciencia moderna ignora lo que los
antiguos designaban como «forma», que es un aspecto
de las cosas que no puede aprehenderse cuantitativamente y no le
preocupa que un fenómeno -por ejemplo, un ser viviente-
sea bello o feo; la belleza de una cosa o de un ser es
precisamente la expresión del hecho de que su forma
corresponde a una esencia invisible, y esto no puede medirse ni
contarse.

Se hace necesario precisar aquí el doble
significado inherente al concepto de «forma»: por un
lado, designa la circunscripción de una cosa, siendo
ésta su acepción más corriente; en este
sentido la forma es parte de la materia o, en términos
más generales, de la sustancia plástica que
circunscribe y limita a las realidades ; por otra parte, la
«forma», en el sentido que le dan los
filósofos griegos y sus sucesores escolásticos, es
la quintaesencia de las cualidades de una cosa o de un ser y, por
tanto, la expresión o marca de su esencia
inmutable.

El mundo individual es el «mundo formal» en
tanto en cuanto está constituido por realidades que nacen
de la unión de una «forma» con una
«materia» física o psíquica.
Según desde qué punto de vista se miren las cosas,
el individuo se caracterizará bien por la
«materia» o bien por la «forma» que en
ella se expresa. Sin embargo, en su esencia la
«forma» no es nada individual, sino un prototipo
inmutable, un arquetipo.

Si prescindimos de su fenómeno material
particular y de su consistencia más o menos compuesta, la
forma es, en otras palabras, indivisible; es una unidad
cognoscitiva y, corno tal, está contenida primordialmente
en la unidad más amplia del Espíritu. Toda
diferenciación presupone unidad, y sin las
«formas» esenciales o arquetipos, el mundo no
sería sino arena que se esparce.

La filosofía racionalista que cree poder reducir
al absurdo la doctrina de los arquetipos, o, lo que es lo mismo,
la doctrina de las ideas de Platón, dando
irónicamente por supuesto que la multiplicación de
conceptos supondría una multiplicación correlativa
de arquetipos -y, por lo tanto, un número infinito de
ellos, por el concepto del concepto del concepto, y así
sucesivamente- yerra el blanco. En efecto, la multiplicidad en
sentido cuantitativo no es aplicable a las esencias
arquetípicas; pertenece al mundo material, que es
diferenciado, no al Espíritu puro, que diferencia en
virtud de las posibilidades arquetípicas en él
contenidas, ni al puro Ser: los arquetipos se distinguen
fundamentalmente, sin separación, en el interior del Ser y
en virtud de él, como si el Ser fuera un cristal
único y puro que, en su forma universal, contuviera todas
las cristalizaciones posibles. Con respecto a los individuos que
de ella dependen, la especie (species) es un arquetipo; es decir,
que no se trata sólo de la circunscripción
aproximada de un grupo, sino de una unidad lógica u
ontológica, una forma existencial indivisible; por lo
tanto, no puede «evolucionar», o sea, pasar
gradualmente a otra especie, aunque pueda comprender en sí
misma subespecies que representen otros tantos
«reflejos» de la única forma esencial que
siempre conservarán, como las ramas de un árbol
permanecen siempre unidas a su tronco.

Hay opiniones acertadas según las cuales toda la
teoría sobre la evolución gradual de las especies
inaugurada por Darwin se basa en la confusión entre
especie y subespecie: lo que en realidad no representa más
que una variante posible dentro de un tipo específico
dado, se interpreta como el principio de una especie nueva. Ni
siquiera esta eliminación de las fronteras entre las
especies sirve para colmar las innumerables lagunas que aparecen
en su supuesto árbol genealógico. Cada especie, no
sólo está separada de las demás por
diferencias abismales, sino que ni siquiera existen formas que
indiquen una posible conexión entre los diversos
órdenes de seres vivientes, como los peces, reptiles,
pájaros y mamíferos.

Si bien existen peces que utilizan sus aletas para
trepar a la orilla, en vano se busca en ellos el mínimo
indicio de articulación, que es lo único que
posibilitaría la formación de un brazo o de una
pata; del mismo modo, si bien hay semejanzas entre los reptiles y
los pájaros, sus esqueletos tienen una estructura
fundamentalmente diferente: las complejas articulaciones del
maxilar de un pájaro, por ejemplo, así como la
organización de su oído, corresponden a un plan
completamente diferente al de los órganos respectivos de
un reptil; no se concibe cómo uno haya podido derivar del
otro. El célebre pájaro fósil
arqueoptérix, que se suele citar como ejemplo de
eslabón intermedio entre reptil y pájaro, es en
realidad un auténtico pájaro a pesar de ciertas
particularidades que no son propias sólo de él,
como las uñas en los extremos de las alas, los dientes en
los maxilares y su larga cola en abanico.

Para poder explicar la ausencia de formas intermedias,
los defensores de la teoría de la evolución de las
especies se sirven a veces de tesis singulares según las
cuales, en razón de su imperfección y su
consiguiente precariedad, esas formas habrían
desaparecido; con ello contradicen claramente la ley de la
selección natural, responsable de toda la supuesta
evolución de las especies: en realidad, los
«proyectos» de una nueva especie deberían ser
mucho más numerosos que los antepasados que ya hubieran
alcanzado la forma por nosotros conocida. Por otra parte, si la
evolución de las especies representara, como se ha
afirmado, un proceso gradual y continuo, todos los eslabones
reales de la cadena, y no sólo los últimos y en
cierto modo definitivos, deberían ser, a la vez,
resultados conclusos e intermediarios; no se comprende, pues, por
qué unos iban a ser más esporádicos y
destructibles que los demás.

Los biólogos modernos más serios, o bien
rechazan completamente la tesis de la evolución de las
especies, o bien la mantienen provisionalmente como mera
«hipótesis de trabajo» al no poder concebir un
origen de las especies que no se sitúe en la
«horizontal» del devenir puramente físico y
temporal. Para Jean Rostand, por ejemplo, «el mundo que
postula el transformismo es un mundo fabuloso,
fantasmagórico, surrealista. El punto capital al que
siempre se vuelve es que nunca hemos asistido, ni siquiera en una
pequeña medida, a un fenómeno auténtico de
evolución… Tenemos la impresión de que la
naturaleza actual no puede ofrecernos nada que reduzca nuestro
embarazo frente a las metamorfosis orgánicas presupuestas
por la tesis transformista. Tanto si se trata del origen de las
especies como de la misma vida, Tenemos la impresión de
que las fuerzas que han constituido la naturaleza han
desaparecido ahora de ella». No obstante, este mismo
biólogo se mantiene fiel al transformismo: «Creo
firmemente, porque no veo en qué otra cosa podría
creer, que los mamíferos derivan de los reptiles, y
éstos de los peces; pero al afirmar o pensar una cosa
así, intento no pasar por alto en absoluto la
monstruosidad de este tipo de aserción y prefiero no
determinar el origen de estas irritantes metamorfosis antes que
añadir a su inverosimilitud la de cualquier
ridícula explicación».

La paleontología demuestra únicamente que
las distintas formas animales, en la medida en que se han
conservado como fosilizaciones en los estratos geológicos,
han aparecido en un orden más o menos
«ascendente» que progresa de formas relativamente
inarticuladas -pero de ningún modo simples – hacia formas
cada vez más ricas, aunque esta evolución
ascendente no se produzca dentro de una línea
unívoca e ininterrumpida; parece que da saltos, pues hay
categorías enteras de animales que aparecen de golpe sin
grados preliminares evidentes. Súbitamente, surgen mundos
animales completos con sus múltiples relaciones: la
araña, por ejemplo, aparece contemporáneamente a su
presa, y ya posee la capacidad de tejer.

¿Qué significa, en suma, el orden siempre
«ascendente» en la manifestación de las
especies? Significa que, en el plano material, lo que es
relativamente informe e inarticulado precede siempre a lo
más complejo, ya que toda «materia» es como un
espejo que refleja, invirtiéndola, la actividad de los
arquetipos; mientras la esencia de los arquetipos contiene
posibilidades riquísimas por ser indivisa, en el plano
material las formas simples iniciales son pobres y las ricas
están subdivididas; así, la semilla existe antes
que el árbol y el capullo antes que la flor. Lo que es
válido para el ser físico singular vale
también, en conjunto, para el mundo animal y vegetal.
Decimos «en conjunto» porque no puede tratarse de una
correspondencia exacta: el desarrollo de todo un mundo de vida no
es comparable con el crecimiento de un solo ser y, en realidad,
la aparición gradual de las diversas especies no parece un
desarrollo constante. La jerarquía de las especies y su
sucesión más o menos cronológica no
justifican la hipótesis de que han evolucionado
progresivamente una a partir de otra.

Por el contrario, lo que vincula a las diversas formas
animales entre ellas es una especie de modelo común, que
se transmite más o menos a través de sus
estructuras y que en los animales de conciencia más
elevada, como los pájaros y los mamíferos, es
más evidente que en los demás. Este modelo o plan
se revela especialmente en la simetría de las dos mitades
del cuerpo, en la colocación de los órganos
internos más importantes y en el número de miembros
y de órganos sensoriales. Se podría objetar que el
modelo y el número de ciertos órganos, sobre todo
de los órganos sensoriales, corresponden simplemente a su
entorno. El entorno, por otra parte, está determinado por
los «campos» de los órganos sensoriales, de
modo que podría volverse completamente del revés
tal argumentación. Así, pues, desembocamos de nuevo
en la visión cosmológica tradicional, que en el
modelo de los seres vivos terrestres descubre la expresión
de la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos, entre
mundo global y ser aislado. Con el trasfondo de este plano
cósmico común se descubrirá, por una parte,
que entre el hombre y el mosquito subsisten ciertas
analogías y, por otra, se descubrirán aún
más claramente las diferencias y cesuras que separan a una
especie de otra.

En lugar de los «eslabones perdidos» que los
partidarios del transformismo buscan en vano, la naturaleza nos
ofrece, como irónicamente, gran número de formas
animales que imitan a otras especies y órdenes, sin por
ello salir del marco de la especie propia; las ballenas, por
ejemplo, que en realidad son mamíferos, se parecen a los
peces por su forma y comportamiento; los colibríes tienen
el aspecto, el vuelo, el modo de alimentarse y también los
colores cambiantes de las mariposas; el armadillo está
cubierto de escamas como un reptil, aunque pertenece a los
mamíferos; hay especies de peces que hacen su nido como
los pájaros y ciertas pájaros que sólo usan
sus alas como aletas. La mayoría de las formas animales
«imitantes» pertenecen a géneros más
altos que las especies y órdenes imitados; así,
pues, no se concibe que puedan ser miembros intermedios de una
supuesta evolución de las especies. A lo sumo
podrían considerarse como ejemplos de la adaptación
al medio ambiente de una forma animal, pero también esto
es dudoso: ¿cuáles podrían ser las
semejanzas, por ejemplo, entre la forma media de un
mamífero terrestre y el delfín? Es probable que
también el pájaro prehistórico
arqueoptérix, del que hablábamos antes, se cuente
entre las formas animales «imitantes», que
representan una serie de posibilidades extremas.

Como todo orden animal representa un arquetipo que
comprende a los arquetipos de las especies correspondientes,
cabría preguntarse si la presencia de esas formas animales
«imitantes» no pone en duda la unidad de las formas
esenciales y, por lo tanto, también su carácter
arquetípico; en realidad no es así; la forma de las
especies o de los géneros no se ve alterada por las
características imitadoras; un delfín, por ejemplo,
es claramente un mamífero y posee todas las
características de este orden, incluidas su mirada y su
comportamiento psíquico, pese a su configuración
análoga a la de los peces. Es como si la naturaleza
quisiera demostrar el carácter inmutable de las formas
esenciales agotando hasta el límite las últimas
posibilidades contenidas en una forma. Después de haber
producido crustáceos y vertebrados, con sus respectivas
características claramente distintas, genera un animal
como la tortuga, que, si bien posee un esqueleto recubierto de
carne, lleva una coraza externa como la de muchos moluscos
invertebrados… Así, la naturaleza manifiesta su potencia
generadora de fertilísima fantasía aun
manteniéndose fiel a las formas esenciales, los nunca
difuminados arquetipos.

En el plano de los propios arquetipos, este
entrelazamiento de las formas que no conduce nunca a la
promiscuidad de los tipos verdaderos y propios, queda
ejemplificado en el hecho de que, aunque difieran entre
sí, los arquetipos no se excluyen mutuamente, a diferencia
de las formas limitadas expresadas en la materia. Todo arquetipo
o toda forma «esencial» es, por lo tanto, comparable
a un espejo que, sin modificarse, refleja a todos los
demás arquetipos que, a su vez, lo reflejan. El hecho de
que los tipos cósmicos estén comprendidos unos en
otros, remite en última instancia a la homogeneidad
metafísica de la existencia; en otras palabras, a la
unidad del Ser.

En razón de las lagunas y discontinuidades en la
sucesión paleontológica de las especies, algunos
biólogos han formulado la tesis de una evolución "a
saltos" basándose en el ejemplo de algunas abruptas
mutaciones dentro de ciertas especies vivientes. Estas mutaciones
se mantienen, no obstante, dentro del marco de deformaciones y
degeneraciones, como la súbita manifestación de
albinos, enanos o gigantes; incluso en el caso de que las nuevas
características se transmitieran hereditariamente, no
dejarían de ser malformaciones que nunca podrían
conducir a la aparición de nuevas especies. Para que una
nueva especie pudiera surgir, debería esconderse en la
sustancia viva de una especie existente algo que pudiera servir
de «materia plástica» a una forma
específica totalmente nueva; en la práctica, una o
más hembras de una especie ya existente deberían
engendrar espontáneamente frutos de una especie nueva.
Esto contradice, por otra parte, la ley de la división de
los sexos según la cual, dentro de una misma especie, la
receptividad de uno y la capacidad de engendrar del otro se
corresponden perfectamente. La herencia supone que la hembra
siempre lleva en sí misma al macho y el macho siempre
lleva en sí mismo a la hembra de la misma especie. A este
respecto, el hermetista Ricardo el Inglés escribía:
«Nada puede nacer de una cosa que no esté ya
contenido en ella; por eso toda especie, todo género y
todo orden natural evolucionan dentro de los límites que
le son propios y nunca de acuerdo con una ley esencialmente
distinta; todo lo que recibe una simiente debe estar hecho de la
misma simiente».

En última instancia, la tesis evolucionista es
una tentativa dirigida no tanto a negar completamente el
«milagro de la creación» -ya que esto es
perfectamente imposible- como a aislarlo, sustituyendo el proceso
cosmogónico -ampliamente suprasensorial- que representa
simbólicamente el relato bíblico de la
creación, por un proceso que se desarrollaría en la
horizontal del mundo físico. Pero esto no resulta posible
sin hacer derivar el más del menos, lo superior de lo
inferior y lo que tiene más calidad de lo que tiene menos.
Se admite esta contradicción desde el momento en que no se
quiere ni se puede comprender que el surgimiento
espontáneo de las especies presupone un proceso vertical
respecto al plano físico, el «descendimiento»
de prototipos no físicos. En resumidas cuentas, el
evolucionismo y todas sus contradicciones intrínsecas
resultan de la incapacidad -propia de la ciencia moderna- de
concebir «dimensiones» de la realidad que no sean
encadenamientos puramente físicos. Lógicamente, el
origen de las especies sólo se explica a partir de la
doctrina de la gradual «emanación» de las
realidades, en el sentido que hemos apuntado antes, que no tiene
nada que ver con una supuesta «emisión» de
sustancia, que contradice la trascendencia divina. Para mejor
comprender la descendencia «vertical» de las
especies, es preciso saber que la materia de la que está
hecho este mundo físico no siempre ha tenido el mismo
grado de dureza cósmica que hoy posee. Con esto no
pretendemos decir que en los tiempos primordiales, en los que
aún aparecían nuevas especies, las piedras hayan
sido necesariamente blandas; las cualidades físicas como
la dureza y la densidad siempre han existido. Lo que en cierto
modo se ha ido haciendo más duro y consistente es el
estado físico en su conjunto, por lo cual recibe menos
fácilmente la marca de las realidades suprasensibles
prefiguradas en la condición sutil o psíquica. Esto
no quiere decir que el estado físico pueda separarse del
psíquico, que representa su raíz ontológica
y le domina por completo; lo que falta en esta relación
entre ambos estados es el carácter creativo que
originalmente poseía; del mismo modo, un fruto maduro
está recubierto de una cáscara cada vez más
dura, pues absorbe cada vez menos savia del árbol. Por
otra parte, el gradual endurecimiento del estado físico se
debe al hecho de que sufre un proceso cíclico desde su
origen supracorpóreo, por lo cual su transformación
concluye con su retorno, esta vez imprevisto y
apocalíptico, al estado sutil. Todos los médicos o
hechiceros de los llamados pueblos primitivos saben por propia
experiencia que las realidades psíquicas pueden aún
hoy expresarse en la materia física, sin hablar ya de los
santos que, sin pretenderlo, llegan a experimentarlo. El mundo
moderno se apresura a pasar por alto o a negar estos
fenómenos tomando así involuntariamente partido por
el endurecimiento en cuestión.

A este proceso cósmico se le añade el
hecho de que, como dice Rostand, «las fuerzas que han
constituido la naturaleza parecen haber desaparecido ahora de
ella». En los tiempos primordiales, cuando la materia
física era más plasmable, una nueva forma
específica podría manifestarse físicamente a
partir del momento en que se «condensaba» en el
estado psíquico.

Esto significa que, en el plano de la existencia
inmediatamente superior al estado físico, los diversos
tipos de animales estaban ya presentes como formas no
físicas, sino revestidas de cierta «materia»,
la del mundo sutil. De allí
«descendían» a la existencia física en
cuanto ésta estuviera dispuesta para recibirlos. Podemos
imaginar este «descendimiento» como una
coagulación súbita de las capacidades sutiles, en
el curso de la cual la forma original no-espacial sufriera una
cierta limitación y fragmentación.

En el caso del hombre, la cosmología
indo-tibetana describe este descendimiento -o esta caída-
con la imagen de la lucha legendaria entre los dêvas y los
asuras, los ángeles y los demonios; tras la
creación del hombre por los dêvas con un cuerpo
fluido, proteico y transparente, es decir, con una forma sutil,
los asuras intentan destruirlo pasándolo gradualmente a un
estado de rigidez; se vuelve opaco y su esqueleto, que ya ha
llegado al estado de petrificación, se queda
inmóvil. Entonces, los dêvas, transformado el mal en
bien, crean las articulaciones, tras fracturar los huesos;
perforan el cráneo que amenaza con aprisionar -la sede de
la inteligencia y abren la vía de los sentidos.
Así, el proceso de gradual endurecimiento se ve detenido
antes de alcanzar su límite extremo, y algunos
órganos del hombre, como el ojo, aún conservan algo
de la naturaleza del estado no-corpóreo. La
descripción simbólica del mundo sutil en este
relato no debe inducir a error. De cualquier modo, sigue siendo
cierto que el proceso de materialización que va de lo
suprasensible a lo sensible, debe reflejarse de algún modo
dentro del mismo estado físico; por eso podemos admitir,
sin riesgo a equivocarnos, que las primeras generaciones de una
nueva especie no han dejado ningún rastro en el gran libro
de los estratos geológicos. Pretender encontrar en la
materia física los residuos de los antepasados de una
especie, en particular de la especie humana, es una empresa
vana.

Desde el momento en que el transformismo no se apoya
sobre ninguna prueba real, también su desembocadura y
corolario, a saber, la tesis del origen infrahumano del hombre,
permanece suspendida en el vacío. Los datos alegados en
favor de esta tesis se reducen, por otra parte, a algunos grupos
de esqueletos de cronología disparatada: tipos
únicos de esqueletos considerados como
«evolucionados», como el «hombre de
Steinheim», preceden a otros aparentemente más
primitivos, como el «hombre de Neanderthal», aunque
este último no haya sido realmente tan parecido al mono
como pretenden hacer creer tendenciosas
reconstrucciones.

Si en lugar de plantear siempre la cuestión de
dónde empieza la especie humana y a qué nivel
evolutivo corresponde tal o cual tipo considerado entre los
protohombres, nos preguntáramos hasta dónde llega
el simio, veríamos muchas cosas bajo otra luz, porque un
simple fragmento de esqueleto, aunque sea parecido al humano, no
es suficiente, en realidad, para demostrar la presencia de lo que
caracteriza al hombre, es decir, la razón , mientras que
es fácil imaginar gran cantidad de subespecies de simios
antropoides de anatomía más o menos análoga
a la humana.

Por paradójico que pueda parecer, la semejanza
anatómica entre el hombre y el mono antropoide se explica
precisamente en razón de que hombre y animal están
separados por dos planos de conciencia esencialmente diferentes:
puesto que en el plano puramente animal deben representarse todas
las formas que la ley de este plano permite, no puede faltar, por
lo tanto, una forma animal que desde un punto de vista puramente
anatómico sea afín a la humana, salvando algunas
diferencias cualitativas. En otros términos: el mono es
ciertamente una anticipación física del hombre,
pero no en el sentido de un preliminar evolutivo de éste,
sino sólo en virtud del hecho de que, en cada plano de la
existencia, se encuentran posibilidades
correspondientes.

En cuanto a los residuos fósiles atribuidos a los
hombres primitivos, surge otra pregunta: ¿pertenecieron
realmente a hombres algunos de esos esqueletos considerados como
antepasados del hombre de hoy, o son testimonios de la existencia
de algunos grupos supervivientes al cataclismo de un fin de era
cósmica para desaparecer, a su vez, antes del inicio de la
humanidad actual? Podría también tratarse, en lugar
de hombres primitivos, de hombres degenerados que hubiesen vivido
antes o al mismo tiempo que nuestros auténticos
antepasados. Sabemos que las leyendas y las fábulas de
casi todos los pueblos hablan de gigantes y enanos que parece ser
que, en un tiempo, vivían en parajes solitarios; por otra
parte, es sorprendente que entre los esqueletos encontrados haya
muchos casos de gigantismo.

Para concluir, queremos recordar que los cuerpos de los
primeros hombres no han dejado necesariamente huellas
sólidas, bien porque aún no estaban lo bastante
«solidificados», bien porque su espiritualidad,
combinada con las condiciones cósmicas de su era,
permitiera que, en el momento de la muerte, el cuerpo
físico se reintegrara en el «cuerpo»
sutil.

Ahora trataremos de otra tesis que goza de mucho favor
porque se presenta como una síntesis de ciencia
biológica y fe cristiana, mientras que en realidad no es
otra cosa que la sublimación puramente conceptual del
materialismo más grosero: está cargada de todos los
prejuicios típicos de esa clase de materialismo, empezando
por la fe en un progreso indefinido de la humanidad y terminando
por un colectivismo nivelador y totalitario, sin excluir la
veneración de la máquina en la que todo ello
está basado: se trata de la teoría de la
evolución de Teilhard de Chardin . Según este
paleontólogo, que pasa elegantemente por encima de las
innegables lagunas del sistema evolucionista
aprovechándose en gran medida del clima creado por la
prematura publicación de «pruebas» bastante
dudosas, el hombre no es más que un estadio pasajero en el
curso de una evolución que se inicia con los
animálculos unicelulares para desembocar en una especie de
entidad cósmica global asociada a Dios. La pasión
mental de querer referirlo todo a una sola línea evolutiva
ininterrumpida pierde aquí casi totalmente el contacto con
la realidad para lanzarse de cabeza a una fantasmagoría
abstracta, cuyo trabajo febril con cifras y esquemas pretende
ofrecer una ilusión de objetividad. Una
característica de este teórico es que expresa
cualquier relación circunstancial de hechos
científicos con esquemas gráficamente
simplificados, operando como si se tratase no de instrumentos
conceptuales, sino de realidades concretas. Así,
amplía, por ejemplo, el árbol genealógico de
las especies sin darse cuenta de que su unidad orgánica no
es más que una suerte de ilusión óptica, y
en realidad se trata de una variedad de elementos inconexos;
él diseña sus ramas como si se tratara de una
verdadera planta y construye la punta en la dirección en
la que se movería la especie humana. En base al mismo
razonamiento impreciso que mezcla lo concreto con lo abstracto y
confunde con impaciencia las diferenciaciones entre lo que es y
lo que se supone que es, asocia entre sí las más
diversas categorías de realidad, como las leyes humanas,
las fuerzas biológicas, las tendencias psíquicas y
los valores espirituales, en una profusión única de
conceptos pseudocientíficos.

Un ejemplo típico es la siguiente cita: «Lo
que explica la revolución biológica causada por la
aparición del Hombre es una explosión de
conciencia; y lo que a su vez explica esta explosión de
conciencia no es sino la irrupción de un rayo privilegiado
de «corpusculización», es decir, de un filo
zoológico en la superficie hasta aquel momento impermeable
que separa la zona del psiquismo directo de la del psiquismo
reflejo. Cuando, siguiendo este rayo particular, la Vida alcanza
un punto crítico de ordenación (o, como decimos
nosotros, un punto crítico de enroscamiento), se
hipercentra en sí misma, adquiere la facultad de prever y
de inventar…». La «corpusculización»,
que en el mejor de los casos representa un proceso físico,
implicaría la singular consecuencia de que un «filo
zoológico», que no es otra cosa que la
representación gráfica esquematizada de un proceso
genético, irrumpiría a través de la
superficie (puramente teórica) que separa dos diferentes
zonas psíquicas; y, en razón de este hecho, la
vida, que no es en sí algo corpóreo, se
enroscaría sobre sí, misma para engendrar
así, mediante esta singular convulsión
abstracto-mecánica, las facultades espirituales de
previsión e invención… Pero no hay que
extrañarse de esta incapacidad de discriminación
típica del pensamiento de Teilhard, dado que, según
su propia teoría, el espíritu no es más que
una fase avanzada en la transformación de la
materia.

Teilhard hace derivar siempre la cualidad de un aumento
de la cantidad; el aumento creciente de la vegetación en
todo el globo terrestre habría generado, con la
presión de su masa, la vida animal; y cuando, en un
futuro, la humanidad tecnificada haya ocupado el último
pedacito de tierra, la evolución general cerebral
promovida por la presión de esa masa lanzaría a la
noosfera una especie de molusco colectivo con facultades
espirituales superiores…

Sin alargamos sobre la singular teología de este
autor, para quien Dios se desarrolla al mismo tiempo que la
materia, y sin paramos en la embarazoso pregunta sobre qué
debía pensar de los profetas y sabios de la
antigüedad y del resto de seres
«subdesarrollados», comprobamos lo siguiente: si es
cierto que, tanto en un sentido físico como espiritual, el
hombre no es más que una fase de la evolución que
se extiende de la ameba al superhombre, ¿cómo puede
él mismo saber objetivamente dónde se halla
situado? Supongamos que tal evolución forma una curva, una
espiral: ¿puede el hombre, que no es más que un
fragmento (sin olvidar que el «fragmento» de un
movimiento no representa en sí mismo más que una
fase del mismo movimiento), salir de ese proceso y decirse:
«Yo no soy más que el fragmento de una espiral que
se enrosca en una dirección determinada»? En otras
palabras, ¿cómo puede el hombre, si todo en
él y en torno suyo, incluso su espíritu, cuya
esencia es el mismo Dios, «fluctúa»
constantemente, enunciar alguna cosa verdadera, válida y
general sobre sí mismo y el mundo? Teilhard de Chardin,
ese representante de la presente fase evolutiva de la humanidad,
cree poder hacerlo: ¿sobre qué base? Es cierto que
el hombre puede conocer su propia condición y rango entre
los seres vivos; por otra parte, es capaz de ello precisamente
porque, lejos de ser una simple fase dentro de un desarrollo
indefinido, representa esencialmente una posibilidad central y,
por lo tanto, irreemplazable y definitiva. Si la especie humana
estuviera destinada a evolucionar hacia una forma distinta,
más perfecta y más «espiritual», el
hombre no sería ya desde ahora el «punto de
intersección» del Espíritu divino con el
plano terrestre; el hombre no podría ser salvado ni
sería espiritualmente capaz de superar el flujo del
devenir. Comprobar la imperfección de la naturaleza humana
no autoriza a suponer que continuará evolucionando
biológicamente; esta ¡imperfección es, en
realidad, común a todo el mundo terrenal; el aspecto
absoluto y universalmente válido inherente al
espíritu humano, que le capacita para reconocer la propia
imperfección como tal, indica que la vía que lleva
de lo humano a lo divino no se sitúa en un plano material
y temporal, sino que es perpendicular a éste. Por decirlo
en los términos del Evangelio: ¿habría acaso
tomado Dios forma humana si ésta no hubiera sido ya
«Dios en la tierra», es decir, cualitativamente
única y, respecto al propio plano existencial,
definitiva?

Como síntoma de nuestro tiempo, la teoría
teilhardiana corresponde a una de esas fisuras que se producen en
la corteza del pensamiento materialista en razón del
progresivo endurecimiento de ese caparazón; no se abren
hacia arriba, hacia el cielo y su unidad verdadera y
trascendente, sino hacia abajo, hacia el campo de las corrientes
psíquicas inferiores. Cansado de sí mismo y del
abatimiento de su mundo cuantitativo, el pensamiento materialista
acepta fácilmente tal teoría pseudoespiritual
provista de ciertos requisitos científicos; la fe
equivocada, materializada y materialmente solidificada
-materialismo sublimado- de un Teilhard de Chardin se
sitúa dentro de esta tendencia.

Por sus concomitancias con el marxismo, por su
carácter antitradicional y pseudomístico, la
teoría moderna sobre la evolución de las especies
se revela como el Gran Fraude. Nunca una tesis de tan dudoso
cientifismo se había situado como base indiscutible de
importantes decisiones espirituales, y hay que preguntarse si el
simio no ha sido promovido antes que el hombre para que el hombre
pueda sustituir a Dios.

 

 

Autor:

Jorge Alberto Vilches Sanchez

 

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