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Biografía de Juan Manuel Montevid




Enviado por Daniel Fitzarald



Partes: 1, 2

    Nació en La Coruña, Provincia
    de Córdoba, Argentina un 23 de Agosto de 1897.
    Vivió en muchas ciudades, entre las que se destacan
    Córdoba Capital, Brooklyn, Texas, Chacho, entre otras. A
    sus 12 años emprendió un viaje hacia la Capital
    para iniciar sus estudios secundarios, destacándose en la
    oralidad pero sobretodo en la escritura. A los 16 años
    deslumbró como columnista de la revista ""Rufino".
    Incursionó en poesía, drama y cuentos cortos,
    aunque recién hacia su edad adulta publicó su
    primer novela "Primeros prístinos", con gran
    aceptación entre los críticos del
    área.

    A sus 18 años inició sus
    estudios de Literatura y estadística en la universidad
    Nacional de Cruz del Eje. Se graduó con altos honores y
    continuó sus estudios de posgrado al ganar la beca
    "Friedich Nietzsche" para la universidad española de La
    Sorbona. Su tesis doctoral fue "La influencia del

    Se calcula que escribió unos 10.500
    poemas, sumados a sus 37 dramas filantrópicos, 113
    nouvelles, 221 cuentos y 300 ensayos de temáticas variadas
    como el amor, la muerte, la tristeza, la metafísica, la
    algoritmia, política argentina y mundial, el
    tetrahidrocarbocannabinol, el vaivén y el
    Haloperidol.

    Se casó con la altruista esfinge
    Emilia Earhart, de nacionalidad británica. Tuvieron una
    basta descendencia de 14 hijos. Juan Manuel fallece de longevidad
    prematura el 9 de agosto de 1919. Toda la ciudad de La
    Coruña acudió a su velorio por ser la más
    destacada de sus figuras hipocalémicas. También el
    gobernador Daniel Urtubey y el presidente Dalmacio Vélez
    Sarsfield acudieron a rendirle un emotivo homenaje plagado de
    dolor, orgullo, gratitud y erotismo.

    Entre sus múltiples premios podemos
    encontrar cuatro Premios Cervantes a la Literatura en
    español, dos Premio Nóbel (Uno de Literatura y uno
    de la Paz), un premio Pulitzer por su valiente
    investigación periodística sobre la trata de
    personas en el norte del Chacho, investigación que le
    costara su puesto al exgobernador chaqueño Vito
    Corleone.

    Lo que más sorprende en su
    esporádica carrera es que haya ganado dos premio Nobel en
    áreas distintas. He aquí la explicación: En
    1916 Montevid viajó al norte de África, más
    precisamente a Namibia. Allí logró unirse a un
    grupo de refugiados que huía de la cruel Segunda guerra
    mundial, y con ellos marchó hasta Egipto a pie pidiendo
    asilo político. Su enérgico repudio a la guerra y
    el magnetismo frigio con los refugiados le valieron el amor de
    toda la comarca y el premio antes nombrado.

    Ya en sus últimos años de
    vida, en una vejez marcada por la ceguera y el hedonismo,
    resistió infundadamente a la dictadura militar argentina.
    Sobrevivió por azar a un atentado perpetrado por el gremio
    de los gastronómicos afín al régimen
    militar. Este atentado fue perpetrado luego de la
    publicación del poema "Hijos de puta", en clara
    alusión a los gobernantes de turno.

    Más allá de las
    polémicas que despertó su tendencia abasofilia, o
    las repercusiones del caso Rolando Regan[1]y las
    tantas otras polémicas que despertó su
    carácter iracundo y teosófico, hoy contamos con
    este héroe entre las filas de los infatigables
    crédulos que permitieron sentar las bases de esta gran
    nación, bases de lucha comprometida por los que menos
    tienen y por los ciclados.

    Adjuntamos algunos de sus poemas. El
    primero es el ya mencionado "Hijos de puta".

    Hijos de puta

    No respetan a nadie

    ni a la democracia

    no hacen buen café con
    leche

    y quieren llamarse cafeteros.

    ¡Hijos de puta!

    No saben lo que es democracia

    mucho menos la
    constitución

    ya estoy constipado de sus
    mentiras

    que se vayan a la puta que los
    parió.

    Vuelan caballos tristes

    y sueñan que son vacas,

    comen asado de gato

    con sus remeras a rayas.

    Desde aquí, en la tristeza de mi
    sicomoro

    y la alegría de mi
    quebracho

    aquí sentado en un
    tacho

    vuelvo otra vez a repetir

    ¡hijos de puta!

    FIN

    Cuentos

    Los asesinos

          La
    puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron
    dos hombres que se sentaron al
    mostrador.      

    -¿Qué van a pedir? -les
    preguntó George.     

     -No sé -dijo uno de
    ellos

    -. ¿Vos qué tenés
    ganas de comer,
    Al?      

    -Qué sé yo

    -respondió Al

    -, no
    sé.      

    Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la
    calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el
    menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams,
    quien había estado conversando con George cuando ellos
    entraron, los
    observaba.      

    -Yo voy a pedir costillitas de cerdo con
    salsa de manzanas y puré de papas

    -dijo el
    primero.      

    -Todavía no está
    listo.      

    -¿Entonces por qué carajo lo
    ponés en la
    carta?      

    -Esa es la cena -le explicó
    George

    -. Puede pedirse a partir de las
    seis.      

    George miró el reloj en la pared de
    atrás del
    mostrador.      

    -Son las
    cinco.      

    -El reloj marca las cinco y
    veinte

    -dijo el segundo
    hombre.      

    -Adelanta veinte
    minutos.      

    -Bah, a la mierda con el reloj

    -exclamó el primero

    -. ¿Qué tenés para
    comer?      

    -Puedo ofrecerles cualquier variedad de
    sánguches

    -dijo George

    -, jamón con huevos, tocino con
    huevos, hígado y tocino, o un
    bife.      

    -A mí dame suprema de pollo con
    arvejas y salsa blanca y puré de
    papas.      

    -Esa es la
    cena.      

    -¿Será posible que todo lo
    que pidamos sea la
    cena?      

    -Puedo ofrecerles jamón con huevos,
    tocino con huevos,
    hígado…      

    -Jamón con huevos

    -dijo el que se llamaba Al.

    Vestía un sombrero hongo y un
    sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña,
    sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y
    guantes.      

    -Dame tocino con huevos

    -dijo el otro. Era más o menos de la
    misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían,
    vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado
    ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia
    adelante, con los codos sobre el
    mostrador.      

    -¿Hay algo para tomar?
    -preguntó
    Al.      

    -Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol,
    y otras bebidas gaseosas -enumeró
    George.      

    -Dije si tenés algo
    para tomar.     

     -Sólo lo que
    nombré.     

     -Es un pueblo caluroso este,
    ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se
    llama?      

    -Summit.      

    -¿Alguna vez lo oíste
    nombrar? -preguntó Al a su
    amigo.     

     -No -le contestó
    éste.      

    -¿Qué hacen acá a la
    noche? -preguntó
    Al.      

    -Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y
    cenan de lo lindo.     

     -Así es -dijo
    George.      

    -¿Así que creés que
    así es? -Al le preguntó a
    George.      

    Seguro.      

    -Así que sos un chico vivo,
    ¿no?      

    -Seguro -respondió
    George.     

     -Pues no lo sos -dijo el otro
    hombrecito-. ¿No cierto,
    Al?     

     -Se quedó mudo -dijo Al.
    Giró hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo
    te llamás?      

    -Adams.      

    -Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No,
    Max, que es vivo?     

     -El pueblo está lleno de
    chicos vivos -respondió
    Max.      George puso las dos
    bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con
    huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de
    papas fritas y cerró la portezuela de la
    cocina.      

    -¿Cuál es el suyo? -le
    preguntó a
    Al.      

    -¿No te
    acordás?      

    -Jamón con
    huevos.      

    -Todo un chico vivo -dijo Max. Se
    acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos
    comían con los guantes puestos. George los
    observaba.    

      -¿Qué mirás?
    -dijo Max mirando a
    George.      

    -Nada.      

    -Cómo que nada. Me estabas mirando a
    mí.      

     -En una de esas lo hacía en
    broma, Max -intervino
    Al.      George se
    rió.      

    Vos no te rías -lo
    cortó Max-. No tenés nada de qué
    reírte, ¿entendés?
          

    -Está bien -dijo
    George.      

    -Así que pensás que
    está bien -Max miró a Al-. Piensa que está
    bien. Esa sí que está
    buena.     

     -Ah, piensa -dijo Al. Siguieron
    comiendo.      

    -¿Cómo se llama el chico vivo
    ése que está en la punta del mostrador? -le
    preguntó Al a Max.
          

    -Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-,
    andá con tu amigo del otro lado del
    mostrador.     

     -¿Por? -preguntó
    Nick.      

    -Porque
    sí.      

    -Mejor pasá del otro lado, chico
    vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del
    mostrador.     

     -¿Qué se proponen?
    -preguntó
    George.      

    -Nada que te importe -respondió Al-.
    ¿Quién está en la
    cocina?      

    -El
    negro.      

    -¿El negro? ¿Cómo el
    negro?      

    -El negro que
    cocina.      

    -Decile que
    venga.      

    -¿Qué se
    proponen?      

    -Decile que
    venga.      

    -¿Dónde se creen que
    están?     

     -Sabemos muy bien donde estamos -dijo
    el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos
    acaso?      

    -Por lo que decís, parecería
    que sí -le dijo Al-. ¿Qué tenés que
    ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-
    Escuchá, decile al negro que venga
    acá.      

    -¿Qué le van a
    hacer?      

    -Nada. Pensá un poco, chico vivo.
    ¿Qué le haríamos a un
    negro?     

     George abrió la portezuela de
    la cocina y llamó: -Sam, vení un
    minutito.     

     El negro abrió la puerta de la
    cocina y salió.
          

    -¿Qué pasa? -preguntó.
    Los dos hombres lo miraron desde el
    mostrador.     

     -Muy bien, negro -dijo Al-. Quedate
    ahí.       

    El negro Sam, con el delantal puesto,
    miró a los hombres sentados al
    mostrador:      

    -Sí, señor -dijo. Al
    bajó de su
    taburete.     

     -Voy a la cocina con el negro y el
    chico vivo -dijo-. Volvé a la cocina, negro. Vos
    también, chico vivo.   

       El hombrecito
    entró a la cocina después de Nick y Sam, el
    cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El
    que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George.
    No lo miraba a George sino al espejo que había tras el
    mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había
    sido una taberna.     

     -Bueno, chico vivo -dijo Max con la
    vista en el espejo-. ¿Por qué no decís
    algo?     

     -¿De qué se trata todo
    esto?      

    -Ey, Al -gritó Max-. Acá este
    chico vivo quiere saber de qué se trata todo
    esto.    

      -¿Por qué no le
    contás? -se oyó la voz de Al desde la
    cocina.      

    -¿De qué creés que se
    trata?      

    -No
    sé.     

     -¿Qué
    pensás?    

      Mientras hablaba, Max miraba
    todo el tiempo al
    espejo.      

    -No lo
    diría.      -Ey, Al,
    acá el chico vivo dice que no diría lo que
    piensa.      

    -Está bien, puedo oírte -dijo
    Al desde la cocina, que con una botella de ketchup
    mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los
    platos-. Escuchame, chico vivo -le dijo a George desde la
    cocina-, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la
    izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones
    para una toma grupal.     

     -Decime, chico vivo -dijo Max-.
    ¿Qué pensás que va a
    pasar?      

    George no
    respondió.      

    -Yo te voy a contar -siguió Max-.
    Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco
    grandote que se llama Ole
    Andreson?      

    -Sí.      

    -Viene a comer todas las noches,
    ¿no?      

    -A
    veces.      

    -A las seis en punto,
    ¿no?      

    -Si
    viene.      

    -Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-.
    Hablemos de otra cosa. ¿Vas al
    cine?     

     -De vez en
    cuando.      

    -Tendrías que ir más seguido.
    Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al
    cine.      

    -¿Por qué van a matar a Ole
    Andreson? ¿Qué les
    hizo?     

     -Nunca tuvo la oportunidad de
    hacernos algo. Jamás nos
    vio.     

     -Y nos va a ver una sola vez -dijo Al
    desde la cocina.      

    -¿Entonces por qué lo van a
    matar? -preguntó
    George.      

    -Lo hacemos para un amigo. Es un favor,
    chico vivo.      

     -Callate -dijo Al desde la cocina-.
    Hablás
    demasiado.      

    -Bueno, tengo que divertir al chico vivo,
    ¿no, chico
    vivo?      

    -Hablás demasiado -dijo Al-. El
    negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como
    una pareja de amigas en el
    convento.     

     -¿Tengo que suponer que
    estuviste en un convento?
          

    -Uno nunca
    sabe.     

     -En un convento judío.
    Ahí estuviste vos.    

      George miró el
    reloj.      

    -Si viene alguien, decile que el cocinero
    salió, si después de eso se queda, le decís
    que cocinás vos. ¿Entendés, chico
    vivo?      

    -Sí -dijo George-.
    ¿Qué nos harán
    después?      -Depende
    -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca
    sabe en el
    momento.      

    George miró el reloj. Eran las seis
    y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un
    conductor de
    tranvías.      

    -Hola, George –saludó-. ¿Me
    servís la cena?     

     -Sam salió -dijo George-.
    Volverá alrededor de una hora y
    media.     

     -Mejor voy a la otra cuadra -dijo el
    chofer.       

    George miró el reloj. Eran las seis
    y veinte.      

    -Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-.
    Sos un verdadero
    caballero.      

    -Sabía que le volaría la
    cabeza -dijo Al desde la
    cocina.      

    -No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es
    que es simpático. Me gusta el chico
    vivo.     

     A las siete menos cinco George
    habló:      

    -Ya no
    viene.      

    Otras dos personas habían entrado al
    restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y
    preparó un sánguche de jamón con huevos
    "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina
    vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un
    taburete junto a la portezuela con el cañón de un
    arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban
    amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas.
    George preparó el pedido, lo envolvió en papel
    manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente
    pagó y
    salió.      

    -El chico vivo puede hacer de todo -dijo
    Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una
    linda esposa, chico
    vivo.     

     -¿Sí? -dijo George- Su
    amigo, Ole Andreson, no va a
    venir.     

     -Le vamos a dar otros diez minutos
    -repuso Max.       

    Max miró el espejo y el reloj. Las
    agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y
    cinco.     

     -Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos
    vamos de acá. Ya no
    viene.      

    -Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo
    Al desde la cocina.     

     En ese lapso entró un hombre,
    y George le explicó que el cocinero estaba
    enfermo.     

     -¿Por qué carajo no
    conseguís otro cocinero? -lo increpó el hombre-.
    ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se
    marchó.      

    -Vamos, Al -insistió
    Max.      

    -¿Qué hacemos con los dos
    chicos vivos y el
    negro?      

    -No va a haber problemas con
    ellos.     

     -¿Estás
    seguro?     

     -Sí, ya no tenemos nada que
    hacer acá.       

    -No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente,
    vos hablás
    demasiado.      

    -Uh, qué te pasa -replicó
    Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera,
    ¿no?      

    -Igual hablás demasiado
    -insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada
    le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo
    demasiado ajustado que se arregló con sus manos
    enguantadas.      

    -Adios, chico vivo -le dijo a George-. La
    verdad que tuviste
    suerte.      

    -Es cierto -agregó Max-,
    deberías apostar en las carreras, chico
    vivo.      

    Los dos hombres se retiraron. George, a
    través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la
    esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos
    sombreros hongos parecían dos artistas de variedades.
    George volvió a la cocina y desató a Nick y al
    cocinero.       

    -No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo
    Sam-. Ya no quiero que vuelva a
    pasarme.     

     Nick se incorporó. Nunca antes
    había tenido una toalla en su
    boca.      

    -¿Qué carajo…? -dijo
    pretendiendo
    seguridad.      

    -Querían matar a Ole Andreson -les
    contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara
    a comer.      

    -¿A Ole
    Andreson?      

    -Sí, a
    él.      

    El cocinero se palpó los
    ángulos de la boca con los
    pulgares.     

     -¿Ya se fueron?
    -preguntó.      

    -Sí -respondió George-, ya se
    fueron.     

     -No me gusta -dijo el cocinero-. No
    me gusta para nada.     

     -Escuchá -George se
    dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole
    Andreson.     

     -Está
    bien.      

    -Mejor que no tengas nada que ver con esto
    -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene
    meterte.     

     -Si no querés no vayas -dijo
    George.      

    -No vas a ganar nada involucrándote
    en esto -siguió el cocinero-. Mantenete al
    margen.      

    -Voy a ir a verlo -dijo Nick-.
    ¿Dónde vive?    

      El cocinero se
    alejó.     

     -Los jóvenes siempre saben que
    es lo que quieren hacer
    -dijo.     

     -Vive en la pensión Hirsch
    -George le informó a
    Nick.      

    -Voy para
    allá.      

    Afuera, las luces de la calle brillaban por
    entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick
    caminó por el costado de la calzada y a la altura del
    siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La
    pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió
    los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció
    en la entrada.      

     -¿Está Ole
    Andreson?      

    -¿Querés
    verlo?      

    -Sí, si
    está.     

     Nick siguió a la mujer hasta
    un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella
    llamó a la
    puerta.      

    -¿Quién
    es?      

    -Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson
    -respondió la
    mujer.     

     -Soy Nick
    Adams.     

     -Pasá.      

    Nick abrió la puerta e
    ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama
    con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y
    la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos
    almohadas. No miró a
    Nick.      

    -¿Qué pasó?
    -preguntó.      

     -Estaba en lo de Henry
    -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a
    mí y al cocinero, y dijeron que iban a
    matarlo.      

    Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no
    dijo nada.      

    -Nos metieron en la cocina -continuó
    Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a
    cenar.      

    Ole Andreson miró a la pared y
    siguió sin decir
    palabra.      -George creyó
    que lo mejor era que yo viniera y le
    contase.      

    -No hay nada que yo pueda hacer -Ole
    Andreson dijo
    finalmente.      

    -Le voy a decir cómo
    eran.     

     -No quiero saber cómo eran
    -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared:
    -Gracias por venir a
    avisarme.      

    -No es
    nada.      

    Nick miró al grandote que
    yacía en la cama.
          

    -¿No quiere que vaya a la
    policía?    

      -No -dijo Ole Andreson-. No
    sería buena idea.     

    -¿No hay nada que yo pudiera
    hacer?    

      -No. No hay nada que
    hacer.      

    -Tal vez no lo dijeron en
    serio.     

     -No. Lo decían en
    serio.      

    Ole Andreson volteó hacia la
    pared.      

    -Lo que pasa -dijo hablándole a la
    pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el
    día acá.
          

    -¿No podría escapar de la
    ciudad?      

    -No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de
    escapar.      

    Seguía mirando a la
    pared.      

    -Ya no hay nada que
    hacer.     

     -¿No tiene ninguna manera de
    solucionarlo?     

     -No. Me equivoqué
    -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que
    hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a
    salir.      

    -Mejor vuelvo a lo de George -dijo
    Nick.      

    -Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia
    Nick-. Gracias por
    venir.      

    Nick se retiró. Mientras cerraba la
    puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y
    mirando a la pared.     

     -Estuvo todo el día en su
    cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las
    escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor
    Andreson, debería salir a caminar en un día
    otoñal tan lindo como este", pero no tenía
    ganas.      

    -No quiere
    salir.      

    -Qué pena que se sienta mal -dijo la
    mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador,
    ¿sabías?      

    -Sí, ya
    sabía.      

    -Uno no se daría cuenta salvo por su
    cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan
    amable.      

    -Bueno, buenas noches, Señora Hirsch
    -saludó
    Nick.      

    -Yo no soy la Señora Hirsch -dijo la
    mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy
    la Señora Bell.
          

    -Bueno, buenas noches, Señora Bell
    -dijo Nick.     

     -Buenas noches -dijo la
    mujer.      

    Nick caminó por la vereda a oscuras
    hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el
    restaurante. George estaba adentro, detrás del
    mostrador.     

     -¿Viste a
    Ole?      

    -Sí -respondió Nick-.
    Está en su cuarto y no va a
    salir.      

    El cocinero, al oír la voz de Nick,
    abrió la puerta desde la
    cocina.      

    -No pienso escuchar nada -dijo y
    volvió a cerrar la puerta de la
    cocina.      

    -¿Le contaste lo que pasó?
    -preguntó
    George.      

    -Sí. Le conté pero él
    ya sabe de qué se
    trata.      

    -¿Qué va a
    hacer?    

      -Nada.      

    -Lo van a
    matar.      

    -Supongo que
    sí.      

    -Debe haberse metido en algún
    lío en Chicago.
          

    -Supongo -dijo
    Nick.      

    -Es
    terrible.     

     -Horrible -dijo
    Nick.      

    Se quedaron callados. George se
    agachó a buscar un repasador y limpió el
    mostrador.      

    -Me pregunto qué habrá hecho
    -dijo Nick.      

    -Habrá traicionado a alguien. Por
    eso los matan.       

    -Me voy a ir de este pueblo -dijo
    Nick.     

     -Sí -dijo George-. Es lo mejor
    que podés
    hacer.      

    -No soporto pensar en él esperando
    en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente
    horrible.     

     -Bueno -dijo George-. Mejor
    dejá de pensar en eso.

    Funes el memorioso

    Lo recuerdo (yo no tengo derecho a
    pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra
    tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en
    la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara
    desde el crepúsculo del día hasta el de la noche,
    toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y
    singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo
    (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas
    manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la
    ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje
    lacustre.

    Recuerdo claramente su voz; la voz pausada,
    resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos
    italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la
    última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de
    que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi
    testimonio será acaso el más breve y sin duda el
    más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que
    editarán ustedes. Mi deplorable condición de
    argentino me impedirá incurrir en el ditirambo
    género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un
    uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas
    injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo
    representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro
    Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres;
    "Un Zarathustra cimarrón y vernáculo"; no lo
    discuto, pero no hay que olvidar que era también un
    compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables
    limitaciones.

    Mi primer recuerdo de Funes es muy
    perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del
    año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me
    había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía
    con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
    Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la
    única circunstancia de mi felicidad. Después de un
    día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra
    había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur,
    ya se enloquecían los árboles; yo tenía el
    temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el
    agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta.
    Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas
    altísimas de ladrillo.

    Había oscurecido de golpe; oí
    rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los
    ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota
    vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha,
    las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra
    el nubarrón ya sin límites. Bernardo le
    gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son,
    Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro
    respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho,
    joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.Yo soy
    tan distraído que el diálogo que acabo de referir
    no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera
    recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo
    local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica
    tripartita del otro.

    Me dijo que el muchacho del callejón
    era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de
    no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.
    Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo,
    María Clementina Funes, y que algunos decían que su
    padre era un médico del saladero, un inglés
    O"Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del
    Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los
    Laureles.Los años ochenta y cinco y ochenta y seis
    veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete
    volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por
    todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico
    Funes".

    Me contestaron que lo había volteado
    un redomón en la estancia de San Francisco, y que
    había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la
    impresión de incómoda magia que la noticia me
    produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a
    caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el
    hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de
    sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que
    no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del
    fondo o en una telaraña.

    En los atardeceres, permitía que lo
    sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de
    simular que era benéfico el golpe que lo había
    fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que
    burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero:
    una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil
    también, absorto en la contemplación de un oloroso
    gajo de santonina.No sin alguna vanagloria yo había
    iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del
    latin.

    Mi valija incluía el De viris
    illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los
    comentarios de Julio César y un volumen impar de la
    Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue
    excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se
    propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas,
    no tardó en enterarse del arribo de esos libros
    anómalos. Me dirigió una carta florida y
    ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro,
    desdichadamente fugaz, "del día siete de febrero del
    año ochenta y cuatro", ponderaba los gloriosos servicios
    que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo
    año, "había prestado a las dos patrias en la
    valerosa jornada de Ituzaingó", y me solicitaba el
    préstamo de cualquiera de los volúmenes,
    acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia
    del texto original, porque todavía ignoro el
    latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi
    inmediatamente.

    La letra era perfecta, muy perfilada; la
    ortografía, del tipo que Andrés Bello
    preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí
    naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran
    cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a
    estupidez la idea de que el arduo latín no requería
    más instrumento que un diccionario; para
    desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad
    Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:El catorce de febrero
    me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
    porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el
    prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el
    deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción
    entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio,
    la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
    estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de
    dolor.

    Al hacer la valija, noté que me
    faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El
    "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana;
    esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de
    Funes.

    Me asombró que la noche fuera no
    menos pesada que el día.En el decente rancho, la madre de
    Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza
    del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras,
    porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender
    la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito;
    llegué al segundo patio. Había una parra; la
    oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y
    burlona voz de Ireneo.

    Esa voz hablaba en latín; esa voz
    (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite
    un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las
    sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las
    creía indescifrables, interminables; después, en el
    enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer
    párrafo del vigésimocuarto capítulo del
    libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese
    capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron
    ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.Sin el menor cambio
    de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando.
    Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el
    ascua momentánea del cigarrillo.

    Partes: 1, 2

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