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La cultura como mecanismo de adaptación de los seres humanos



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Monografía destacada

  1. La
    fuerza de la conservación y la fuerza del cambio:
    fuerzas de la vida
  2. La
    cultura como cuenco y sistema cerrado
  3. La
    cultura como sistema abierto
  4. Del
    nomadismo al sedentarismo: el sedentarismo, otra forma de
    leer la realidad
  5. Retrato del experimento de El centésimo
    mono, de Ken Keynes Jr., aparecido en la obra Lifetide, del
    biólogo Lyan Watson, publicada en
    1979
  6. La
    vida está en peligro: el problema es el
    cuenco
  7. La
    crisis civilizatoria: crisis de los referentes culturales que
    sostienen la cultura hegemónica
  8. Precursores de "un mundo diferente":
    Jesús de Nazareth, Henry David Thoreau y León
    Tostói
  9. Gandhi y la lucha por los derechos civiles en
    EE.UU.: aportes a la cultura emergente de la
    Noviolencia
  10. La
    lucha por los derechos civiles en EE. UU.
  11. Discurso de Martin Luther King leído en
    las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica
    Marcha sobre Washington
  12. Aportes a la cultura emergente de la no
    violencia
  13. Matices y tonalidades al educar para la
    paz
  14. Posludio

La cultura, entendida como un mecanismo
de adaptación mediante el cual los seres humanos han
construido histórica y socialmente las capacidades de
adaptación y sobrevivencia, se remonta a la
aparición de la raza, la sapiens-sapiens, hace 100.000
años, como resultado de las fuerzas que impulsan el
universo y, por lo tanto, las que impulsan la vida sobre el
planeta hace unos 3.500 millones de años,
aproximadamente.

La construcción de la cultura es
entonces un elemento que determina a los seres humanos de forma
distinta de los demás seres vivos. Sin embargo, esta
determinación no le concede características
naturales a la cultura como algo inmanente a los seres humanos,
sino a la necesidad de hacer una construcción cultural
para poder sobrevivir, porque sin ella no se garantiza la
vida.

Las características de la cultura
son adaptables, cambiantes y definidas por seres
históricos y procesos concretos en condiciones
medioambientales y frente a retos específicos. En este
sentido, la cultura es el conjunto de construcciones
históricas y sociales que han posibilitado la
supervivencia de nuestra raza (Álvarez, 2005).

La construcción de algunas de estas
capacidades de adaptación a los medios planteados por las
diversas circunstancias geográficas y ambientales de la
vida del planeta, se han incorporado a los códigos
genéticos determinando el color de la piel, de los ojos,
del pelo, sin que hayan significado mayores diferencias entre los
hombres y mujeres de hoy respecto de aquellos grupos que lograron
sobrevivir a la extinción en los albores de la humanidad,
aunque sí existen diferencias en sus culturas.

Hay construcciones culturales que en un
momento determinado sirvieron a la vida y hoy pueden amenazarla,
entrando en un proceso de deslegitimación social. La
cultura como construcción social, en permanente cambio, es
histórica, no es una unidad monolítica y
está formada por un conjunto de imaginarios y
significaciones sociales que van dándole sentido a las
acciones humanas.

Esos imaginarios y significaciones sociales
son diversos, sin embargo, se han configurado algunos de esos
imaginarios y significaciones como centrales en la cultura y que
han trascendido la historia: se trata de los imaginarios
atávicos. Entendiéndose por estos aquellos
imaginarios que han surgido en relación directa con la
vida y que son aprendizajes colectivos que se trasmiten, que se
heredan, que se mantienen y reproducen.

La fuerza de la
conservación y la fuerza del cambio: fuerzas de la
vida

Las culturas, en tanto construcciones históricas
y sociales, son cambiantes como el medio en el que la vida se
desenvuelve, sin que esto signifique un proceso consciente y
voluntario. Al mismo tiempo, las culturas desarrollan la
capacidad de conservarse y permanecer, porque provienen de
aprendizajes necesarios para sobrevivir.

En este punto, como muy seguramente en el trascurso de
los 100.000 años de vida de la humanidad, nos encontramos
impulsados, ante la fuerza de protección de la vida, a
realizar profundas transformaciones en algunos de los imaginarios
culturales que la han sostenido y a resistir pertinazmente a
conservarlos al mismo tiempo, como producto del miedo y de la
incertidumbre que supone el cambio.

Si la fuerza de la cultura lograse acallar los avisos de
la vida, la especie humana estaría en inminente peligro de
extinción. La dependencia cultural ha distraído
probablemente nuestras capacidades genéticas para
sobrevivir, desconectándonos de la vida. Pero la fuerza de
la vida que nos interpela a protegerla no es exclusiva de los
seres humanos, sino que la vida misma tiene la capacidad de
autoprotegerse como lo evidencian experimentos y descubrimientos
que la ciencia ha hecho sobre ella.

La conservación y el cambio son dos fuerzas
aparentemente antagónicas que se complementan: conservamos
aquello que posibilita la vida y cambiamos lo que la impide o
amenaza. Nos encontramos, entonces, viviendo esta profunda
paradoja entre la necesidad de cambiar y las resistencias
pertinaces de la cultura a abandonar aquello que ha sustentado la
vida durante tanto tiempo.

En este camino, ya es un avance que estemos
diferenciando entre la capacidad humana para construir cultura y
las características concretas, históricas y
sociales de la misma. Confundir estos dos momentos nos ha llevado
al error de "naturalizar" los imaginarios atávicos como
una forma de garantizar su continuidad, dándoles
características de inmutabilidad, como si respondieran a
la existencia de leyes que definieran la naturaleza humana y el
devenir histórico, de la manera que estas formas
culturales que permiten la sobrevivencia, o los imaginarios
atávicos, se camuflan tras el manto de verdades inmutables
por su conexión directa con la vida, fortaleciendo su
resistencia a ser cambiadas, porque la vida misma depende de su
conservación.

La cultura como
cuenco y
sistema cerrado 

La cultura se ha construido a partir de imaginarios y
significaciones. Los imaginarios atávicos surgen en un
momento de amenaza para la vida y terminan configurándose
como disposiciones o leyes sobrenaturales o extraordinarias que
de alguna manera garantizan su permanencia y aceptación
social, y es lo que llamamos mitos. Los mitos no son otra cosa
que las construcciones sociales e históricas que han
adquirido especial relevancia en el universo simbólico de
los pueblos.

Detrás de los mitos se encuentran creencias que
han procurado la aceptación social de las normas, como
fuente oculta que ha coincidido con las percepciones de la
divinidad y que en esta conexión de la sacralidad ha
naturalizado la cultura.

La conexión con la divinidad ha contribuido a
comprender el sentido de la vida que está inmerso en la
misma y los imaginarios que la componen, su trascendencia, que no
es otra cosa que la construcción humana, que se
corresponde con su inmanencia, entendida como la capacidad de
autoprotección y posibilidad de continuidad.

No es posible la realidad si no existen significaciones
a través de las cuales entenderla: de alguna manera son
los símbolos socialmente aceptados los que le dan la forma
de cuenco cultural en el que se han de leer e interpretar los
sucesos de la vida misma. Cuando los hechos cambian y los mitos
continúan siendo esencialmente los mismos, es decir, sus
significaciones no se transforman, terminamos haciendo
interpretaciones iguales de circunstancias históricas
distintas.

Es entonces la cultura como un cuenco. Una realidad
delimitada y un universo cerrado de significaciones. De alguna
manera, la cultura es una especie de contenedor en el que se
vierte la realidad, determinando sus comprensiones, alcances y
limitaciones, así como las interpretaciones que se hacen
de la misma y sus niveles de significación.

La cultura es el cuenco: significaciones, mitos,
imaginarios y la realidad constituyen el líquido que se
deposita en él. Por lo tanto, toma la forma del cuenco y
se delimita por este, con pocas posibilidades de transformarse,
de tal manera que cuando los cambios no logran transformar los
imaginarios atávicos, estos terminan siendo leídos
desde las significaciones ya existentes.

Cambiar el cuenco de la cultura supone construir "nuevos
mitos" capaces de demostrar su capacidad para proteger la vida o
llenar de significaciones los mitos existentes, desde los retos
históricos del momento. Entonces, los imaginarios
atávicos que definen la estructura del cuenco cultural son
transformables a partir de la evidencia de una "crisis
civilizatoria", es decir, de una necesidad inaplazable de
proteger la vida de otra forma.

La cultura como
sistema abierto 

Si bien la cultura como cuenco es un
sistema cerrado, la cultura al mismo tiempo es un sistema abierto
y en permanente transformación: de nuevo las fuerzas de
cambio y de conservación en constante interacción,
conformando lógicas aparentemente opuestas, pero
profundamente complementarias.

La realidad para los seres humanos está formada
por las percepciones que tienen de la misma, definidas por un
conjunto de significaciones. Pero estas se clausuran y se tornan
heterónomas cuando se institucionalizan, perdiendo su
flexibilidad y su apertura a nuevos significados, su capacidad
para crear nuevos mundos.

Es entonces cuando la "sacralización" de las
expresiones culturales, a la que nos referíamos
anteriormente, se puede pervertir si dichas expresiones se
desconectan del cuidado de la vida y se mantienen solo con el
argumento de haber sido dictadas por una divinidad; su
intervención deja de ser consecuente con la vida y se
torna fundamentalismo, verdad suprahistórica que se
legitima por sí misma y no en función de la
conservación vital.

La imagen del cuenco nos es útil para legitimar
la permanencia y reproducción de determinados imaginarios
y significaciones: fuera de él solo existe el caos,
entendido como una situación que amenaza por principio
toda posible continuidad, el campo amenazante de lo incierto. Y a
dicha reproducción contribuyen todos los individuos que
forman parte de un universo cultural, en la medida en que todas
las instituciones sociales responden a su lógica, no
siendo ellas solo el resultado de sí mismas, sino
también la concurrencia de todo tipo de relaciones, desde
las más privadas hasta las más públicas,
desde lo más cotidiano hasta lo más
político.

Sin embargo, al tiempo que se dan estas condiciones para
garantizar la reproducción cultural de los imaginarios
dentro de unos límites aparentemente infranqueables,
paradójicamente también podemos evidenciar que el
"cuenco cultural" hace aguas por todas las esquinas,
posibilitando puntos de fuga que escapan a toda planeación
y que sugieren y van conformando (en gerundio) nuevos mundos, en
una lógica emergente.

Esta capacidad está siempre presente, siempre
está obrando, pero se manifiesta de manera más
evidente cuando hay una crisis de especiales proporciones. Son
estos puntos de fuga los que garantizan el carácter
abierto de la cultura y que se expresan especialmente en los
espacios de la periferia social.

El cambio suscitado a partir de una situación
percibida como punto de quiebre tiene siempre unos niveles
impredecibles y se mueve en el campo de la incertidumbre.
Acostumbrados como estamos a las planeaciones y a los marcos
lógicos (que intentan hacernos creer que la realidad es
manipulable si utilizamos los medios racionalmente ordenados en
la búsqueda de resultados con sus respectivos
indicadores), esta mirada del cambio no logra tener suficiente
cabida ni reconocimiento. Seguimos empeñados en creer que
los problemas se resuelven en la relación directa causa
efecto.

Moverse en el campo de lo incierto necesita un
permanente estímulo de la creatividad porque supone
imaginar lo que no existe, o lo que se necesita y se presiente.
Los gobiernos de cualquier tipo tienen como objetivo regularlo
todo, reglamentarlo todo, lograr que la ciudadanía
interiorice que todo está prohibido menos lo que
está permitido, y el indicador de logro está dado
por llegar a manejar todos los aspectos de la vida de los
ciudadanos. Eso supone un esfuerzo sistemático de
regulación de las personas en la cotidianidad. El Estado
es ejercido en la familia por los padres y su necesidad de
controlar la vida de los hijos. La escuela es otro espacio en el
que se repite el esquema. La religión y los ritos que la
acompañan se introducen incluso en la intimidad de las
personas para definir allí lo que está bien y lo
que está mal.

Sin embargo, a pesar de este trabajo social tan
sistemático, la creatividad no logra ser regulada, porque
responde a la lógica de cambio de la vida. A pesar de los
esfuerzos por lograr que los individuos interioricen la
obediencia a las normas, establecidas en todos los ámbitos
de la vida social, como lo bueno, lo deseable, lo positivamente
reconocido, el bien deseado por Dios, las personas terminan
desobedeciendo y aprendiendo que ello es una de las medidas de la
libertad.

La creatividad no surge solo en el pensamiento sino que
se expresa también, y de forma definitiva, en formas de
hacer. Cambiar la mirada de la realidad y de los imaginarios con
los que la leemos parte también de evidenciar que nuevas
formas son posibles porque ya se "hacen" en diferentes espacios
de la vida de la gente. Ello ha venido a revalorar la
cotidianidad como espacios de poder, porque de hecho es el
espacio de construcción de cultura por excelencia; es
allí donde se aprenden y se interiorizan tanto la
repetición de lo existente como las nuevas formas de
hacer.

Estos imaginarios nuevos se expresan más en la
creación de lo nuevo que en la confirmación o la
contradicción, y por ello conforman un mundo distinto
más que un mundo opuesto. Se debaten en la paradoja de la
continuidad y de la ruptura, porque lo que nace guarda
relación con lo que lo engendra, pero está siempre
abierto a posibilidades inesperadas y creativas. Lo primero,
evita la satanización de lo existente. Lo segundo, permite
trascender las fronteras establecidas como
inamovibles.

Del nomadismo al
sedentarismo: el sedentarismo, otra forma de leer la
realidad 

El tránsito de la cultura nómada a la
cultura sedentaria significó una revolución
profunda de los imaginarios que sustentaban el quehacer humano, y
que los cambios allí construidos son todavía la
esencia de los imaginarios atávicos que definen la cultura
hegemónica de hoy.

Este tránsito del nomadismo al sedentarismo
seguramente se dio entonces como ahora, en un momento de amenaza
a la vida: el dilema entre cambiar o vivir.

Tomar como referencia cultural este proceso largo y ya
lejano en el tiempo, en el que parte de los seres humanos
iniciamos el camino de transformar nuestra relación con el
mundo a través de una mirada distinta o, más bien,
desde una ubicación espacial diferente, nos
permitirá rastrear las formas culturales que hoy son
hegemónicas; porque, como iremos viendo, muchos de los
pretendidos cambios que hemos intentado desde entonces,
sólo han supuesto la construcción de nuevas formas
de legitimación de idénticos imaginarios
culturales.

Hasta hace unos 10.000 años, todos los grupos
humanos eran nómadas y vivían de la
recolección, de la caza y de la pesca,
desplazándose de forma permanente en busca del alimento
necesario para la subsistencia. Su organización social,
sus costumbres, sus creencias y sus mitos respondían a
esta necesidad. Durante 90.000 años, es decir, el 90 % de
la existencia de la especie, las culturas dependieron de las
condiciones y los retos propios de esta forma de
vivir.

Algunas características comunes a las culturas
que se gestaron en este largo periodo de la humanidad
son:

La lógica hegemónica, por
cuanto de ella dependía la vida, era la fuerza de
cambio
, como aquello que nos posibilita una lógica
cultural abierta a la contingencia, a la incertidumbre permanente
y al cambio permanente, en la medida que los retos eran
cambiantes para la supervivencia, se requería una
capacidad de adaptación.

El concepto de territorio era móvil,
como aquellos espacios por cuales se desplazaban los grupos en
busca de alimento, basando sus identidades colectivas en las
pertenencias familiares o de clan, y no en los límites y
las fronteras.

Los colectivos eran pequeños clanes
familiares 
en desplazamiento permanente, y su
supervivencia dependía en gran medida de la fertilidad de
las mujeres, como de la fuerza física de los hombres. La
caza, la pesca, la recolección eran tareas distribuidas
entre hombres y mujeres, niños y niñas,
según los peligros, las necesidades y los desplazamientos.
Siendo todas tareas y con ellas la fertilidad femenina necesarias
para la supervivencia, no tenían posición
jerárquica en el grupo, lo cual nos puede hacer pensar que
existieron sociedades más equitativas en sus relaciones de
género.

El ejercicio del poder, se puede inferir que
estuvo basado en estructuras más simples y menos
jerarquizadas, en tanto dependían de la dinámica de
clan y de las relaciones como grupo; la autoridad tenía un
fácil reconocimiento.

No existían actividades de
acumulación
, el desplazamiento o viaje continuado lo
impedía. Acumular era innecesario y no existía el
concepto de trabajo. La naturaleza proveía lo necesario
para vivir y, por lo tanto, había que tomar de ella
sólo lo que era necesario; en ese sentido, las relaciones
con la naturaleza eran interdependientes y de otras
significaciones más vitales.

Solidaridad para la supervivencia, como concepto
de clan, de colectivo, de esfuerzo conjunto, guardando
concordancia con las relaciones de poder poco
jerarquizadas.

Nos adentramos, entonces, en la hipótesis de una
mutua influencia entre población humana y territorio,
producto de los profundos cambios que este último tuvo
hace unos 10.000 años, y su incidencia en las
transformaciones culturales que surgieron como consecuencia de
esta relación.

¿Cómo se da el tránsito a una
cultura sedentaria? La disminución de la necesidad de
viajes largos durante generaciones debió incidir en la
pérdida de las costumbres y los aprendizajes sociales que
los hacían posibles. Es importante recalcar que los mitos
y sus aprendizajes se mantienen mientras son necesarios para
proteger la vida, lo que nos puede hacer pensar que algunos de
ellos, relacionados con los viajes permanentes y largos, fueron
reemplazados por los que justificaban una migración
cíclica en espacios más limitados.

Este cambio de los grandes y permanentes desplazamientos
por migraciones más cíclicas en un mismo territorio
o, lo que es lo mismo, la circunscripción del nomadismo a
espacios menos amplios, unido al aumento de la población
en los diferentes clanes, debió poner en peligro la
continuidad de la vida ante una mayor competencia por los
recursos.

Si la vida dependía de la fertilidad de las
mujeres, la carencia de alimentos para sobrevivir muy seguramente
presionó, como lo señala Pierre
Lévéque (1991), la búsqueda de alternativas
que impulsaron profundas transformaciones culturales. Es muy
posible que la agricultura haya surgido como alternativa
planteada por la escasez de la caza, la pesca y la
recolección, como producto del aumento demográfico
y su consecuente presión sobre la limitada
producción de alimentos, que además dependía
de los ciclos de la naturaleza. Solo así se explica que
vivir de lo que la naturaleza proveía haya sido
reemplazado por una actividad tan dura como la del
agricultor.

El mito fundante de un pueblo de la región en que
se registraron los primeros sedentarismos conocidos es el del
"paraíso terrenal", en el que aparece el nomadismo como
situación ideal, como un lugar que todo lo provee, una
naturaleza que es pródiga con sus huéspedes, una
divinidad que protege: la relación entre naturaleza,
divinidad y seres humanos es profundamente
armónica.

El cambio de este estado es percibido como un castigo,
como la consecuencia de un "pecado original", una
traición. De alguna forma, en esa lectura, el cambio es el
producto de un error cometido, consecuencia de algún
comportamiento inadecuado del grupo o de alguno de sus miembros:
en este mito podemos leer que dicho cambio no fue percibido como
un proceso natural, sino como un proceso
traumático.

Es en los momentos amenazantes cuando se dan las mayores
y más profundas transformaciones culturales. Este "mito
del paraíso", narrado en la Biblia, nos habla de este
tránsito: el abandono de una realidad nómada, en la
que la naturaleza proveía todo lo necesario, a la
obligación de "ganarse el pan con el sudor de la frente".
Da cuenta del difícil paso de una cultura nómada a
una cultura sedentaria. De hecho, en la predilección que
Dios tenía por las ofrendas del pastor Abel, podemos ver
que aquel colectivo valoraba de forma especial los restos del
nomadismo; sin embargo las ofrendas realizadas por el agricultor
no eran bien recibidas, en concordancia con la percepción
de que esta actividad era el resultado de un castigo.

Es tan difícil el tránsito entre las dos
culturas que hoy se puede evidenciar en lo que les cuesta a los
pueblos nómadas aún existentes asumir costumbres
sedentarias, a pesar de las múltiples presiones sociales y
políticas que han sufrido por siglos. Se cambian las
costumbres bajo la presión de la supervivencia, pero este
cambio se produce en medio de la incertidumbre que producen los
nuevos imaginarios, las nuevas formas de hacer, de creer y de
pensar, porque no existe una realidad que confirme que lo nuevo
va a ser capaz de sustentar la vida. Sólo se tiene la
certeza de que lo existente ya no es capaz de
sostenerla.

La cultura se fue transformando "haciendo", y se fue
legitimando socialmente a partir de evidenciar en el tiempo su
conexión con la protección de la vida. Ahora bien,
los cambios culturales no se dan a partir de rupturas absolutas
con el modelo anterior.

Este proceso pudo durar entre cinco y seis mil
años en el caso de la cultura sumeria, la primera
sedentarización importante hasta ahora conocida y que
comenzó hacia el año 8.000 a. C., lo que nos
demuestra que el tránsito del nomadismo al sedentarismo y
la configuración de este durante 10.000 años no es
un proceso sincrónico.

El sedentarismo institucionaliza la
domesticación 
como mecanismo necesario para la
sobrevivencia de la especie. Y domesticar tiene que ver con el
sometimiento de las fuerzas de cambio naturales de la vida, en
todas sus expresiones, desde la naturaleza (lo no humano), hasta
la vida en sociedad. Para sobrevivir, había que domesticar
a los animales, a las plantas y a las comunidades humanas,
sometiéndolas a la guía y vigilancia de una
autoridad superior fácilmente identificable. En esto se
encuentra la fuente del antropocentrismo, expresado en el mito de
la creación que aparece en la Biblia y se legitima a
través de una supuesta orden divina.

Con el asentamiento cambian varios de los imaginarios y
de las comprensiones que sostenían el nomadismo y se
reconfiguran otros.

Podemos apreciar que estos imaginarios culturales,
asombrosamente simples, construidos en el crisol de la vida, es
decir, con una demostrada capacidad para permitir la
sobrevivencia en un momento histórico determinado, siguen
siendo la base que explica muchos de los comportamientos humanos
ocho mil años después, y son la columna vertebral
de la cultura hegemónica de hoy.

La domesticación y el sometimiento se hace desde
los más fuertes, fragilizando al resto; pero la fuerza se
demuestra en la competencia permanente hasta construir un poder
único y centralizado que impone fronteras, que define lo
que está bien y lo que está mal, que legitima el
uso de la violencia, que desdibuja su propia violencia en el
imaginario social hasta "normalizar" y "naturalizar" esta cultura
instituyente a través de una supuesta pretensión
del bien de todos y de todas y de la sobrevivencia social. Pero
también podríamos decir que la supervivencia ha
suscitado mecanismos culturales a lo largo de su proceso
instituyente, que han sido leídos como la
intervención de una voluntad divina que procura la vida. Y
así podríamos construir múltiples y
distintos acercamientos. Con esto se pretende decir que no hay
una relación lógica, racional y jerarquizada entre
estos "imaginarios atávicos" que, citando a Elizalde
(2010), nos hablan poderosamente, pero sin dejarse ver, no son
explícitos, son la tierra que nutre nuestras
teorías.

En este contexto nos acercamos a los siguientes
imaginarios propios de esta nueva cultura sedentaria, que tiene
aproximadamente diez mil años y que se configuró a
partir del resultado social e histórico de una lucha
colectiva por la supervivencia:

La domesticación, que define unas
relaciones de dominación con la naturaleza. Esta se
concibe como una externalidad, un otro al que hay que someter y
dominar. El ser humano se escinde de ella, no es parte de
ella.

La construcción de fronteras, que cambia
el concepto de territorio. Entre las sociedades nómadas,
el territorio era móvil y es remplazado por uno estable,
fijo, definido por límites reconocidos. Con ello, cambia
también el concepto de pertenencia, al pasar de los
límites del clan a los límites del
territorio.

La supremacía de la fuerza
física, 
las relaciones de género y los
roles asignados a los hombres y a las mujeres pasan a ser
definidos por la posesión natural de la fuerza
física, no sólo necesaria sino fundamental para la
producción de los alimentos. La memoria, la agilidad y la
destreza, que entre los pueblos nómadas no
dependían de la pertenencia a determinado sexo, son
reemplazadas por la posesión o no de dicha fuerza
necesaria para labrar la tierra y someter a los animales. Por
otro lado, la fuerza física se torna esencial para la
defensa de los límites territoriales contra los
extraños. La solución de los conflictos es mediada
por la posesión o la ausencia de esta fuerza
física.

La Verdad solo puede ser una, lo que lleva a
construir un concepto de autoridad jerarquizado, patriarcal,
centralizado y autoritario. Se empiezan a consolidar las
sociedades patriarcales, como forma "natural" de
organización social. La espiritualidad, entendida como la
relación con la trascendencia, que incide y ayuda a la
conservación de la vida, se institucionaliza como
legitimadora de quienes tienen la fuerza. Los seres humanos
empiezan a percibir la divinidad como un hombre: esta
espiritualidad se institucionaliza y surgen las religiones que
legitiman un nuevo orden natural de las cosas que facilitan la
aceptación social de las nuevas condiciones, no como
imposición de unos intereses, sino como condición
de sobrevivencia.

De paso, se instituye la centralidad como
única fuente de poder
. La decisión del cambio
es característica exclusiva de quien detenta el poder.
Sólo el poderoso tiene la capacidad y sabiduría
para considerar la conveniencia o inconveniencia de un cambio.
Él es el tamiz y el ejecutor de cualquier posible
transformación. Por fuera de él solo existen la
anarquía y el caos; y el miedo a ellas garantiza la
obediencia y el sometimiento de los subordinados. Se instituye
laobediencia como virtud reconocida socialmente, que
supone la delegación del poder a los que se muestren
más fuertes.

El ahorro que surgió como necesidad de
sobrevivencia, conectado con la vida, se tornó
símbolo de prosperidad, es decir, se volvió un
medio de competencia en una sociedad que necesita definir
unas relaciones basadas en la jerarquización
. Esta
competencia rompe el sentido de solidaridad con que nació
el ahorro, porque ser solidarios no es posible entre quienes
necesitan competir.

La violencia al servicio del bien es buena y
útil para proteger la vida
. Surge también la
necesidad de utilizar la violencia sistemática como
método de defensa del territorio. La divinidad toma
partido por los nuestros, nos defiende y destruye a los enemigos;
legitima la institución armada a través del Dios de
los ejércitos y legitima desde arriba las normas que han
de guiar el comportamiento de la nueva sociedad.

El miedo como regulador social, que lleva al
sometimiento servil y a la autocomplacencia en el
servilismo.

La justicia inspirada en el Código de Hammurabi,
que legitima el ojo por ojo y diente por
diente 
o ley del talión, sigue siendo la
inspiración de la justicia retributiva o justicia basada
en el castigo ejemplar como medio para inhibir los
comportamientos considerados socialmente inadecuados.

La construcción de dualismos como
método para percibir la realidad 
y, por ende, la
división de la misma entre el bien y el mal. Se equipara
el bien con los nuestros, los amigos, los iguales; mientras el
mal está presente en los "ellos", los enemigos, los
diferentes. La violencia es el mecanismo que debe utilizar el
bien, y quienes lo encarnan, para acabar con el mal y con quienes
lo representan.

En resumen, esta cultura prioriza la
lógica de la conservación a la lógica de
cambio
, sacraliza las características de la primera:
la estabilidad, la seguridad, la construcción de normas
que deben ser aceptadas socialmente, la obediencia, la autoridad,
entre otras, y sataniza las que definen la segunda: el
movimiento, la inestabilidad, la desobediencia, el caos, la
libertad. La estabilidad y el equilibrio son definidos como falta
o ausencia de movimiento y como situación ideal y
pretendida.

Las construcciones culturales del sedentarismo no han
sido modificadas de manera fundamental desde entonces. Las
revoluciones que les han sucedido solo han reconstruido las
mismas estructuras y formas de pensamiento, con un sujeto
distinto. Han cambiado el contenido sin transformar el
contenedor, el cuenco.

Retrato del
experimento de El centésimo mono, de Ken
Keynes Jr.,
aparecido en la obra Lifetide, del biólogo Lyan Watson,
publicada en 1979 

El mono macaca fuscata fue observado en su estado
salvaje durante un período de más de treinta
años. En 1952, en la isla Koshima, los científicos
empezaron a proporcionarles a los monos patatas dulces, que
dejaban caer en la arena. A los monos les gustó el sabor
de aquellas patatas dulces y crudas, pero hallaban poco grata la
arena. Una hembra de 18 meses de edad, llamada Imo, vio que
podía solucionar el problema lavando las patatas en el
océano. Le enseñó el truco a su madre. Sus
compañeros de juego también aprendieron ese nuevo
método y también se lo enseñaron a sus
respectivas madres. Esta innovación cultural fue aprendida
gradualmente por varios monos ante la mirada de los
científicos. Entre 1952 y 1958, todos los monos
jóvenes aprendieron a lavar las patatas dulces para que
fuesen más sabrosas. Sólo los adultos que imitaron
a sus hijos aprendieron esta mejora social. Otros adultos
continuaron comiendo las patatas dulces con arena. Entonces,
sucedió algo asombroso. En el otoño de 1958, cierto
número de monos lavaba sus patatas dulces… si bien
se desconoce el número exacto de ellos. Supongamos que
cuando salió el sol una mañana, había 99
monos en la isla Koshima que ya habían aprendido a lavar
las patatas dulces. Supongamos también que aquella
mañana el mono número 100 aprendió a lavar
las patatas.

¡Y entonces sucedió! Aquella tarde
todos los monos lavaron las patatas antes de comerlas. ¡La
suma de energía de aquel centésimo mono
creó, en cierto modo, una masa crítica y, a
través de ella, una eclosión
ideológica!

Pero lo más sorprendente observado por los
científicos es que la costumbre de lavar las patatas
dulces cruzó espontáneamente el mar…
¡Las colonias de monos de otras islas y el grupo
continental de monos de Takasakiyama empezaron a lavar sus
patatas dulces!

Aunque el número exacto puede variar, el
fenómeno del centésimo mono significa que cuando un
número limitado de personas conoce un nuevo método,
sólo es propiedad consciente de tales personas; pero
existe un punto en que con una persona más que sintonice
con el nuevo conocimiento, ¡este llega a todo el
mundo!

 

Mapa conceptual: los imaginarios
atávicos de la cultura sedentaria

Monografias.com

La vida está
en peligro: el problema es el cuenco

Hemos visto que las culturas y los imaginarios que las
componen nacen y se legitiman por su consonancia con la vida, y
que, en consecuencia, cuando crecen las evidencias de que su
utilización sistemática la amenazan, entran en un
proceso de deslegitimación social que plantea una crisis
de civilización. Crisis, porque muchas de nuestras formas
de hacer y de pensar se empiezan a percibir como suicidas, sin
que aún hayamos construido alternativas. Sabemos que
muchos de los imaginarios que hoy guían nuestro actuar ya
no se sostienen, pero nos cuesta dejar de usarlos mientras no
existan otros que le den nuevo sentido a nuestras
relaciones.

El fragmento del texto de Gabriel García
Márquez llamado "El cataclismo de Damocles" (1989) nos
introduce de forma poética, pero no por ello menos
angustiosa, en el sentimiento de crisis cada vez más
compartido por un mayor número de ciudadanos, con que nos
ha correspondido transitar por la vida en los últimos cien
años. La amenaza nuclear es solo una dimensión de
esta crisis.

Los frágiles equilibrios construidos en la
historia del planeta, y de los que somos uno de sus resultados,
están cada vez más amenazados y deteriorados, sin
que alcancemos a vislumbrar si la capacidad de adaptación
de las diferentes expresiones de la vida responderá a unas
nuevas condiciones. Lo que más angustia produce es saber
que la intervención de los seres humanos es la responsable
directa de muchas de estas rupturas.

La "crisis civilizatoria" hace referencia a un
cuestionamiento profundo de la cultura que hasta ahora ha
soportado las relaciones entre los seres humanos y la
relación de estos con la naturaleza, basadas en la
violencia, entendida como el aprendizaje cultural a través
del cual resolvemos los conflictos. Esta crisis ya es innegable;
lo que puede existir son dos lecturas de la misma que nos llevan
a la búsqueda de distintas salidas: un momento de
readaptación de los patrones culturales hegemónicos
o un espacio de ruptura de dichos patrones o, al menos, de
algunos de ellos. La primera salida, que se construye sobre la
idea de que la capacidad humana para innovar y avanzar
tecnológicamente será capaz de resolver la crisis
coyuntural, solo ha de llevarnos a un aplazamiento temporal de la
misma. La segunda, supone develar aquellos imaginarios que han de
ser transformados y trabajar en los puntos de fuga que lo
posibiliten.

Dos son las situaciones que evidencian con mayor
profundidad el sentimiento cada vez más generalizado de
inviabilidad de nuestro esquema civilizatorio: la crisis
ambiental y la capacidad destructiva de la industria de la
guerra

La primera, es el resultado del imaginario cultural
atávico que plantea la dominación de la naturaleza
por parte del ser humano, con todas sus legitimaciones
antropocéntricas. Los avances tecnológicos han
estado al servicio de hacer cada vez "más efectiva" esta
dominación, acrecentada por un modelo económico que
basa su crecimiento en la explotación de los recursos
naturales renovables y no renovables, hasta el punto de poner
incluso a los primeros, que por definición se renuevan, en
la cercana posibilidad de no hacerlo. A modo de ejemplo, es cada
vez mayor la certeza de que si seguimos incrementando la
explotación pesquera, puede darse la desaparición
de especies marinas, pues el desarrollo de esta industria
está llevando a pescar más rápido de lo que
necesitan las propias especies para reproducirse, afectando el
frágil equilibrio de la biodiversidad, y estamos
entendiendo que existe una relación directa entre
biodiversidad y supervivencia de la especie.

El informe "Cambio Climático 2007: Evidencia
Científica", elaborado por más de 800 autores,
revisado por 2.500 científicos de 130 países, y
dado a conocer en la Reunión Internacional del Panel
Intergubernamental de Cambio Climático concluyó que
existen suficientes evidencias científicas para establecer
una relación entre las emisiones contaminantes del ser
humano durante los pasados 250 años y los
dramáticos cambios en el clima de la Tierra, los cuales
son una amenaza a su civilización y al futuro de nuestro
planeta (Quiroga, mayo de 2008, párr. 2).

La segunda situación que evidencia la crisis de
la sociedad humana responde al imaginario atávico que
legitima la violencia como método para dominar y destruir
el mal, encarnado en la figura del enemigo. La llamada "guerra
fría" respondió a este imaginario profundamente
simple. La percepción del enemigo ubicado en Oriente u
Occidente, dependiendo del lugar de sus protagonistas,
potenció a niveles inimaginables la industria de la guerra
con el fin de inhibir en el enemigo cualquier intención de
avanzar más allá de las fronteras establecidas al
finalizar la Segunda Guerra Mundial.

E. P. Thompson, importante pacifista inglés,
trabajó su tesis del exterminismo afirmando que esta
tendencia de la humanidad se mantiene y consolida en el sustento
permanente de este imaginario del enemigo. Detrás de la
amenaza constante, se legitimó la idea de un Estado de la
Seguridad que aún hoy justifica todo tipo de acciones
totalitarias y represivas a cuyo interés debe supeditarse
cualquier otra responsabilidad del poder, y se pretendió
también enmascarar los intereses económicos y
militares de las potencias enfrentadas, haciendo de esta
competencia el impulso de sus economías y sus sociedades
con base en la construcción de este enemigo permanente, y
acercando de paso la posibilidad de la destrucción de la
vida en el planeta.

La crisis
civilizatoria: crisis de los referentes culturales que sostienen
la cultura hegemónica

La realidad de los últimos cien
años está cuestionando o, al menos, poniendo en
entredicho los referentes culturales que nos siguen sustentando.
Estamos descubriendo que la obediencia, como virtud por
antonomasia, nos ha llevado a situaciones que nos
avergüenzan como especie; que las fronteras físicas e
ideológicas nos han conducido a construir enemigos
multiplicados a nuestro alrededor y hemos terminado levantando
muros de discriminación allí donde hemos observado
diferencias religiosas, políticas, por el color de la piel
o por la orientación sexual, por nombrar sólo
algunas. Nos estamos dando cuenta de que los unanimismos
empobrecen las culturas y amenazan la necesaria diversidad de la
vida, y que detrás de la verdad única hemos
legitimado despotismos capaces de cometer los peores
crímenes. Cada vez tiene menos fuerza el método de
construir chivos expiatorios, por su incapacidad para plantear
soluciones y transformar los conflictos. El miedo, como regulador
social por excelencia, ha ido perdiendo terreno y, con él,
la esencia de la justicia retributiva como única forma de
inhibir comportamientos considerados socialmente inadecuados. El
dualismo entre el bien y el mal y el predominio de la fuerza
física, que han construido éticas acomodaticias a
los intereses particulares de los más poderosos, se
está desmoronando en el crisol de la vida por su capacidad
para destruirla, sugiriendo la necesidad de nuevas éticas.
Y la columna vertebral de la cultura sedentaria, la violencia en
todas sus formas, ha ido perdiendo terreno no solo al develar sus
consecuencias, sino también al revelar su incapacidad para
construir mundos mejores.

Procuraremos adentrarnos en los
síntomas de la crisis de estos imaginarios aún hoy
hegemónicos, pero cada vez más
cuestionados:

 

La crisis de la
obediencia

 Durante milenios, la obediencia ha
sido una virtud social fundamental para garantizar la continuidad
de los aprendizajes colectivos. Es el sustento de las
instituciones jerarquizadas; de hecho, el funcionamiento de estas
depende del aprendizaje de la obediencia, y no es gratuito que
ella sea una de las características culturales que se
interiorizan desde la más tierna infancia.

El siglo XX ha puesto esta reflexión
en el centro de la preocupación humana. La mayoría
de los hechos que hoy nos avergüenzan han dependido, en
buena medida, del deber de la obediencia, como lo llama Pontara,
a partir de una identificación profunda entre quien
obedece y el poder que ordena:

El "súbdito" que obedece en base
a tal concepción del deber de obediencia es generalmente
un sujeto en el que la identificación con el poder (de
turno) tiende a ser muy profunda. Es un tipo de persona dotada de
ese carácter autoritario por el cual su disposición
a someterse y obedecer es automáticamente activada
allí donde él, o ella, ven a una persona, a un
grupo o a una institución potente (Pontara, en proceso de
publicación).

Para Hanna Arendt (2009) fue muy importante
profundizar en las razones que llevaron al nazismo a cometer sus
crímenes, tras descubrir que detrás de Eichmann
solo había un hombre que creía obrar bien,
obedeciendo las órdenes de sus superiores, como lo
hicieron también los que, de parte de los aliados,
bombardearon Dresde o Hiroshima. Qué diferencia hay entre
el testimonio de Eichmann, que manifestó su
disposición absoluta a obedecer, "…y dejó
bien sentado que hubiera matado a su propio padre si se lo
hubiesen ordenado" (p. 41), con las declaraciones del militar
británico Robert Saudby (1963, Prólogo), quien
participó en el bombardeo sobre Dresde, cuando
escribió que:

… ni él ni su superior
Arthur Harris eran responsables de la masacre, ya que su deber
era, justamente, "ejecutar del mejor modo posible" las
instrucciones recibidas del Ministerio de la Aeronáutica
que, a su vez, lo único que hacía era transmitir
las órdenes recibidas de quien, aún más
arriba en la jerarquía del poder, era el responsable
último de la conducta de la guerra.

Estos dos testimonios nos plantean el
problema moral que tiene la humanidad: Eichmann fue condenado a
muerte por obedecer órdenes que supusieron la muerte de
miles de inocentes. Saundby fue condecorado por la misma
razón.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5

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