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Ética profesional del abogado y su formación jurídica



Partes: 1, 2

  1. Consideración general
  2. Vocación profesional
  3. Preparación en la ética
    profesional de los estudiantes
  4. La
    ética profesional constituye un tema relevante para
    las Instituciones de Educación
    Superior
  5. Principios de la ética
    profesional
  6. Otros
    principios
  7. Investigaciones sobre ética profesional
    en República Dominicana
  8. Dimensiones del ejercicio
    profesional
  9. Conclusión
  10. Fuentes consultadas

Consideración
general

La abogacía es una actividad y un grupo social al
que pertenecen únicamente los profesionistas del Derecho
que se dedican habitualmente a brindar asesoramiento
jurídico y postular justicia ante los tribunales, pero en
un sentido amplio consagrado por el uso la abogacía
comprende a todos los individuos graduados en Derecho que se
dedican a cualquiera de las múltiples actividades
directamente relacionadas con el vastísimo campo de
acción a que dan lugar la creación,
interpretación y aplicación del orden
jurídico, es en este último sentido que hablaremos
de la abogacía.

Por culpa de los malos abogados que han sido y siguen
siendo por desgracia, ya que la abogacía carga sobre sus
espaldas una historia multisecular de burla y desprestigio
sancionada no sólo por el alma popular sino por muchos
espíritus selectos que no han dudado en lanzar contra ella
sus denuestos.

Nos guste o no nos guste, es cierto que durante siglos
una literatura mediocre y también una literatura de
más alto nivel han formado del abogado una imagen
pública como la de un ser codicioso vendedor de palabras o
descarado prestidigitador de la verdad y de la
justicia.

Cuál sería la imagen de la abogacía
en el siglo XVI que las autoridades españolas en
América por mucho que su acto sea discutible se vieron en
la penosa necesidad de prohibir su ejercicio en los territorios
recién conquistados. Los que del viejo mundo traían
también acerca del abogado un pensamiento que se expresa
en estas palabras cabales dichas lo mismo de la República
Dominicana, que por el de la ciudad de Buenos Aires "vengan
clérigos pero no abogados", ésta posición
quiere decir simplemente que, así como el clérigo
predica la paz y enseña la fraternidad entre los hombres,
el abogado hace lo contrario: un enredador y picapleitos que los
concita que perturba sus pasiones inferiores: que los enfrenta
para salir con el pez en su anzuelo que inventa los problemas
donde no los hay y con su arte y maña pone en juego, sale
a flote con lo suyo aunque se hundan los demás. En fin no
como un colaborador sino como un grave perturbador de la paz
social.

Sin embargo aún suponiendo que el juicio negativo
esté justificado, vale únicamente de los malos
abogados por numerosos que estos sean pero no de la
abogacía como profesión, pues ésta se define
y encuentra su razón de existir en su fin principal y
último la justicia. De aquí se desprende que la
abogacía comporta como exigencia esencial la necesidad de
ser exigida con un elevado sentido ético y que las
primeras cualidades que debe reunir el abogado son en el sentido
de la justicia y la rectitud moral.

Ni un picapleitos, ni un enredador, ni un leguleyo,
puede ser el abogado, el profesionista de la abogacía, si
el hombre que hay en el abogado fuere todo eso, lo será
como tal, pero no como abogado antes bien, traicionando su
profesión, porque no cabe el ejercicio de la
abogacía sin las directrices éticas que lo
gobiernan.

Consideramos en primer lugar, al abogado como un hombre
de probidad moral, quiere esto decir que siendo el
intérprete del derecho, ciencia cultural y teniendo por
fin último de su actividad la justicia, valoración,
cultura, también maneja categorías que son la
expresión del espíritu y de la conciencia de un
pueblo o sea categorías morales.

Por medio del derecho y de la ley se dirige la conducta
de los hombres hacia la justicia dando protección a los
bienes que garantizan el desenvolvimiento de la personalidad del
hombre, de la libertad. Todo esto quiere decir valores morales, y
estos valores morales sólo puede manejarlos debidamente
quien esté dotado, a su vez, de probidad moral por encima
de otros cualesquiera atributos; incluso el de la pericia, pues
esa probidad moral es base y sustento de la
abogacía.

Debemos de entender que hablar de la moral profesional
es asunto de responsabilidades propias del hombre cabal, de
aquél que es capaz de decidir consciente y reflexivamente
sobre su propia conducta y de asumir los riesgos de las propias
decisiones. El que consagra su vida a una profesión, a las
responsabilidades morales que ya tiene como ser humano,
añade de aquellas otras responsabilidades morales que son
propias del ejercicio de su profesión.

El cirujano que trabaja sobre el cuerpo humano, el
ingeniero que construye un puente o el abogado que tiene en sus
manos un problema de justicia, está asumiendo especiales
responsabilidades morales que no tienen aquellos que no se
dedican a sus respectivas profesiones, así el compromiso
de ejercer bien una profesión, significa asumir las
responsabilidades morales propias de ella. Esto es verdad de
cualquier profesión, sólo de esta manera se puede
lograr una convivencia social que merezca el calificativo de
humana.

La sociedad humana, se caracteriza entre otras cosas por
ser un entretejido de responsabilidades: de los padres para con
los hijos, de los cónyuges entre sí, de los
ciudadanos para con las autoridades y de éstas para con
los ciudadanos, de cada profesional para sus clientes y para la
sociedad.[1]

Vocación
profesional

A continuación haremos una breve reseña
sobre lo que debiera tomarse en cuenta para el ejercicio de una
profesión, ya que ante todo debe existir vocación
profesional.

Cuando la vocación es auténtica, es decir,
cuando corresponde a las potencialidades, habilidades, metas e
ideales de la persona, entonces el ejercicio profesional crea una
segunda naturaleza, y las actividades propias de la
profesión se facilitan hasta hacerse muchas de ellas de
manera casi automática. Entonces las responsabilidades
profesionales se aceptan sin dificultad.

La carga extra de responsabilidades no se resiente como
un gravamen que pesa sobre la conciencia y que podría
inhibir la actuación, sino que se toma gustosamente como
el acompañamiento natural del trabajo libremente
emprendido. Si no fuere por la especial ayuda de la
vocación, muchas personas responsables no se
atreverían a asumir los compromisos peculiares a
determinadas profesiones.

Acontece lo mismo que en el matrimonio, en el que las
tendencias naturales al mismo ayudan a sobrellevar las cargas que
implica. Pero hay una diferencia: la mayoría de las
vocaciones no son resultado sin más de tendencias
naturales, influjos del medio ambiente y decisiones libres. Por
eso hablamos de una segunda naturaleza, es decir, de una
conformación de la personalidad a la que se puede llegar
por medio de la práctica deliberada de actos y que una vez
lograda facilita las conductas concordantes con esos
hábitos. Lo que nos lleva a otra
reflexión.

La vocación, por perfecta que sea, no exime del
cuidado de mantenerla viva, no sólo debe ser cultivada
sino que, una vez lograda, debe seguir siendo atendida. La
vocación que no se ejercita y vigila acaba decayendo y se
puede perder, las responsabilidades morales que se asumen por
ella son inyecciones que la revitalizan, y, al contrario, cuando
se rehuye una responsabilidad moral propia de la vocación,
ésta se debilita.

Así una vocación vigorosa es aquella que
continuamente se enfrenta a las responsabilidades morales que le
son propias, las asimila con naturalidad y se complace en ellas,
los que tienen auténtica vocación no esperan
recompensas materiales de su ejercicio profesional; para ello es
suficiente la satisfacción del trabajo profesional bien
cumplido, una vida así se siente llena, a pesar de los
contratiempos e ingratitudes , porque se vive por un ideal mucho
más elevado que uno mismo, un ideal que se ama y que
merece todos los sacrificios.

Cuando se ama algo, no sólo desaparecen los
titubeos ante las responsabilidades morales que ese amor exige,
sino que las desea como ocasiones de afirmar ese amor. La fuerza
última y definitiva que hace posible una vocación y
las responsabilidades morales que se siguen de ella es el amor a
los ideales propios de la vocación, con amor todo es
llevadero, sin amor la vocación decae en un compromiso
social que apenas se puede soportar.[2]

De ahí que los aspectos normativos que regulan la
conducta humana no se agotan en las disposiciones
jurídicas, sino que, al lado de las reglas del Derecho,
existen las normas del trato externo y las normas morales o
éticas, por tanto, si las normas de la ética
profesional son normas morales, corresponden a un ámbito
no típicamente jurídico. Sobre la pertenencia de
las reglas de ética a la moral y no al Derecho, opina el
procesalista Ángel Francisco Brice que las reglas de
conducta respectivas "no tienen la fuerza coercitiva de la
legislación penal vigente; existen consignadas en los
reglamentos de los Colegios de Abogados y su violación da
lugar a las sanciones establecidas por esos
reglamentos.[3]

Sin embargo, las reglas de ética pertenecen al
dominio de la moral y ello es suficiente para que lleven en
sí la necesidad de cumplirse, so pena de merecer el
desprecio de la sociedad, el establecimiento y cumplimiento de
estas reglas son tan indispensables al decoro de la
abogacía que la preocupación por su efectividad ha
existido siempre.

Para Pedro Chávez Calderón, la
ética profesional comprende deberes hacia los miembros de
ese mundo y se dará prioridad a los deberes referidos a
los clientes; en segundo lugar, estarán los que aluden a
la institución donde trabaja; en tercero, los
correspondientes a los colegas; y en cuarto, los relativos a la
personas relacionadas con el círculo
social.[4]

La ética tiene una plena configuración
moral y no jurídica, ya que como lo establece el
Diccionario de la Lengua Española, "es la parte de la
filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del
hombre. Por lo que se refiere a la ética profesional, es
el conjunto de reglas de naturaleza moral que tienden a la
realización del bien, en el ejercicio de las actividades
propias de la persona física que se dedica a una
profesión determinada".

La ética profesional está integrada por
normas de conducta de naturaleza moral, lo que significa que se
trata de reglas de conducta con las características
propias de las normas morales, es decir; son unilaterales porque
frente al sujeto obligado no existe un sujeto pretensor con
facultades para exigir el acatamiento de las reglas de conducta.
Son internas porque no basta con que la persona se pliegue a la
exigencia de la norma, sino que es preciso que en su fuero
interno considere que con plena convicción, ha aceptado la
procedencia de la obligatoriedad y no se le forzará al
cumplimiento de la conducta debida. Esta característica va
ligada a la autonomía, porque la propia persona la hace
suya, y por último, no es coercible porque no tiene
sanción.[5]

Desde el punto de vista teleológico las normas
éticas tienen como finalidad la realización del
bien. El ser humano, poseedor de la libertad, está
capacitado conforme a su propia naturaleza y libre
albedrío, para conocer la suprema virtud del bien y para
identificar el mal. Aplicado a una profesión, la rectitud
de la conducta obliga a una actitud de respeto a todo lo
positivo, ya sea desde una perspectiva personal o desde la
perspectiva de nuestros semejantes.[6]

La intervención de la ética profesional en
el desenvolvimiento de la conducta humana de los profesionales es
muy conveniente para el beneficio común de los integrantes
de la comunidad. A este respecto coincido con Edgar Bodenheimer
que nos dice que sería equivocado asegurar que, en una
sociedad gobernada por el Derecho, la moral no tendría
lugar salvo como guía íntima del alma o conciencia
individual. En un verdadero sentido, la moralidad es el
establecimiento de una jerarquía de valores supremos que
han de gobernar a una sociedad.

La doctrina ética o moral nos aporta ciertos
criterios esenciales para evaluar los actos y la conducta humana,
en toda sociedad los valores morales que la guían se
reflejan de alguna manera incorporándose al Derecho. El
Derecho considera los motivos, intenciones y pensamientos de los
hombres como importantes y relevantes, de otro lado, la mayor
parte de las sociedades reconocen, además de las reglas de
moralidad que han ido incorporadas a las normas jurídicas,
otras normas morales.

Dentro de esa esfera el individuo es libre de actuar
según su voluntad, es esencial al régimen de
Derecho que no exista otro instrumento de carácter social
que pueda deshacer la obra que el Derecho ha realizado, si esas
reglas de moralidad que no han pasado al sistema jurídico
estuviesen dotadas de sanciones coactivas semejantes a las del
Derecho, quedaría prácticamente borrada la
significación específica de la regulación
jurídica.

El prestigio del individuo y de la profesión
misma dependen de la observancia de las reglas morales
integradoras de la ética profesional, por tal motivo,
Manuel de la Peña y Peña , hace referencia a que el
ejercicio de la abogacía es de suyo muy honroso y
recomendable, así como el abuso de algunos profesionales
lo hace odioso, vil y detestable. Incluso, a pie de
página, se refiere con amplitud a los apodos que suelen
darse a los malos abogados, y apunta que no sólo en el
lenguaje del vulgo quejoso, sino en el de escritores muy
juiciosos.

En consecuencia, la dignificación de la
profesión de abogado, ha de enaltecer el acatamiento a las
normas que derivan de la ética profesional, Para Manuel de
la Peña y Peña, la existencia de esas desviaciones
en la profesión de la abogacía ha de servir de
ejemplo a los abogados para ejercer la profesión con
integridad y decoro. Considera que la conducta de un mal abogado,
por desgracia, en los pocos justos, lleva a desacreditar a todos
los demás y aun se utiliza para hacer odiosa a la misma
profesión que, como indica Manuel de la Peña y
Peña, "es de lo suyo tan noble y provechosa, y que debiera
ser muy respetable y estimada".[7]

Al ilustre filósofo del Derecho, Luis
Recaséns Siches le ha preocupado la actitud a veces
denostante que suele emplearse contra la profesión de la
abogacía. Sobre ese particular expresa: "desde remotos
tiempos circulan por el mundo dos ideas contradictorias sobre la
profesión jurídica. Por un lado, la idea de que la
profesión de abogado y la de juez constituyen el ejercicio
de una nobilísima actividad. Por otra parte, abunda un
juicio irónico de acre sátira, contra los
juristas".[8]

La exigencia del apego a las normas de la ética
profesional es asentada en la Enciclopedia Omeba "Hablar del
abogado, implica, forzosamente, hablar de la ética
profesional. Por ser tal, el abogado debe ajustarse a normas de
conducta ineludibles, que regular su actuación, enaltecen
y dignifican a la profesión. El alto ministerio social que
cumple, los intereses de todo orden, la libertad, el patrimonio,
la honra, que le son confiados y el respeto que debe guardar a
sí mismo y al título universitario que ostenta,
exigen del abogado el cumplimiento fiel de las normas de
ética consagradas por la
tradición".[9]

En concepto de Rafael de Pina, es a veces tan
imprescindible la ética profesional que el Derecho se
encarga de recogerla y de convertirla en normas jurídicas.
Establece al respecto: "el hombre como es sabido no está
únicamente sujeto en su vida de relación a normas
jurídicas, sino que sobre él gravitan las normas
morales no menos importantes y eficaces". En opinión de
Carnelutti el Derecho es un medio dirigido a reducir a la moral
la conducta de los hombres.[10]

También juzga esencial a la profesión de
la abogacía la ética profesional el jurista
español Antonio Fernández Serrano, citado por
Carlos Arellano García, cuando afirma: "es éste un
requisito universalmente exigido, pues no se concibe que una
profesión que coopera a la sagrada función de la
administración de justicia y que radica en servicios de
confianza, pueda ser desempeñada por quienes no se
ajustasen a las normas de un vivir
honesto.[11]

El atributo esencial del abogado es su moral, la
abogacía es un sacerdocio; la nombradía del abogado
se mide por su talento y por su moral, y Osorio estima que" en el
abogado la rectitud de la conciencia es mil veces más
importante que el tesoro de los
conocimientos".[12] La conducta moral es la
primera condición para ejercer la abogacía, nuestra
profesión es ante todo, ética, el abogado debe
saber derecho, pero, principalmente, debe ser un hombre
recto.

En el siglo XVIII, se entendía por abogado "un
hombre de bien, capaz de aconsejar, defender a sus
conciudadanos", para otros la vida profesional se resume en una
sola palabra: "honradez". Tan importante es la ética
profesional, que el acatamiento a las normas jurídicas,
sin un adecuado contenido ético de tales reglas de Derecho
es sólo una fuerza que doblega, para que sea un
auténtico deber, es menester una presión interna de
la conciencia del sujeto obligado.

Conforme al criterio de Nicolai Hartman, el terreno de
la ética es el más difícil para el hombre
porque debe comprender a sus semejantes y no debe imponerse a los
demás. De las nociones analizadas derivamos la
reflexión de que la ética profesional es
imprescindible para matizar el contenido de las normas
jurídicas que regulan la actividad profesional del abogado
pero, además es indispensable para enaltecer la dignidad
de nuestra profesión y para mantener el decoro que apoye
el prestigio de una actividad tan noble puesto que su finalidad
es sostener la convivencia armónica en el seno de la
sociedad.

El abogado no puede ocupar el lugar de conductor de
hombres si no mantiene la aureola de dignidad propia de una
profesión que tiene como base la confianza de los
semejantes. La maldad es un motivo de repudio y de justa censura;
por tanto, el abogado en su actuación ha de apegarse a la
realización del bien en todas aquellas ocasiones en que el
obrar profesional lo coloque ante una disyuntiva de bien o mal.
Ese es el gran objetivo de la ética profesional que
justifica plenamente su existencia.

Por supuesto que no bastaría la existencia de las
reglas de ética profesional, sino que es preciso su
acatamiento. A tal efecto, Marco Tulio Cicerón expresaba:
"No ha de poseerse la virtud a la manera de un arte cualquiera,
sin practicarla, la virtud consiste precisamente en la
práctica". El abogado ha de creer en la ética
profesional y, concomitantemente, ha de apegar su conducta
cotidiana a los postulados de moralidad contenidos en
ella.[13]

Estamos ciertos de que el tema de la ética
profesional no deja de tener fuertes nexos con la
Filosofía, por ello, es oportuno citar a Rudolf Stammler,
quien con firma el enfrentamiento cotidiano con los principios de
la ética profesional. Determina este autor: "Cada
día que amanece trae para cada hombre nuevos problemas
interiores, nuevas dificultades que agitan su espíritu. Y
si quiere gozar de seguridad y sosiego tiene que dar a esos
problemas soluciones que pueda refrendar un juicio
crítico. Los deseos y los afanes hay que subordinarlos a
la ley suprema de la rectitud de voluntad y tomar ésta por
mira de orientación".[14]

Por tanto, no sólo es necesario tener en el
ejercicio profesional el constante contacto con la ética
profesional, sino que es de interés cotidiano. Por
supuesto que ante la posible dificultad que pudiera encontrarse
en la determinación de los principios éticos,
orientados hacia la realización del bien, es conveniente
examinar en particular los deberes que se han señalado
como integrantes de las reglas de conducta morales que conforman
la ética profesional.

Preparación en la ética
profesional de los estudiantes

Sobre la preparación de los estudiantes de
Derecho en la ética profesional, es indudable lo certero
de la serie de argumentaciones en el sentido de que debe
prepararse con la técnica y la ciencia jurídica,
simultáneamente, hacia el conocimiento de los deberes
morales que le darían el lugar de dignidad que corresponde
al especializado en Derecho.

En materia de formación profesional se
identifican, en muchos casos, perfiles profesionales de
licenciatura que no alcanzan a satisfacer la amplia diversidad y
movilidad de un ejercicio profesional cambiante, que exige
creatividad, espíritu emprendedor, motivación
permanente y una alta capacitación; no sólo en el
campo del conocimiento específico de que se trate, sino
además, en una gran gama de metodologías y sistemas
de información, sin olvidar por supuesto el elemento
valoral, el sustento ético que debe guiar toda
formación humana.[15]

A este respecto, en la Enciclopedia Jurídica
Omega con acierto se apunta: "Muchas veces los jóvenes
entran en la Facultad de Derecho y salen de ella, sin saber
qué es el abogado, en que consiste la abogacía y
cómo debe ejercitarse la profesión". Piensan que es
un medio de enriquecerse, desempeñando una
profesión lucrativa. El abogado es casi siempre, para
ello, un hombre diestro en el manejo de las leyes, conocedor de
toda clase de artimañas para defender, al mismo tiempo, lo
blanco y lo negro.[16]

Su tarea, para algunos, consiste en defender cualquier
cosa, mediante una paga. Ya no importa cuán injusta o
repudiable pudiera ser la causa defendida. La culpa no es de
ellos, sino de la defectuosa preparación, excesivamente
libresca, de nuestros planes de estudio, no se les enseña
a ser abogado, no se les instruye sobre las reglas de su conducta
profesional. Lo aprende por sí solo, a fuerza de golpes,
errores y fracasos, y en este aprendizaje suele dejar jirones, a
veces irreparables, de su propia moral.

La precariedad de la preparación ética de
los futuros profesionales del Derecho, es claramente marcada, por
Giorgio Del Vecchio, en las siguientes frases "es necesaria, la
preparación técnica de los juristas y de los
abogados una compleja organización didáctica que no
tiene correspondencia en el campo de la moral. Así
éste si se le compara con el jurídico se halla casi
abandonado y sin cultivar, se muestra muy deseable que la
enseñanza de la moral tenga un adecuado desarrollo, unida
a la del Derecho, como integradora del mismo y promotora de su
progreso".[17]

El antiguo director de la Escuela Nacional de
Jurisprudencia, José Castillo Larrañaga ha mostrado
inquietud por el abandono de la preparación ética
que se debe impartir a los estudiantes de Derecho: Considera que
una asignatura sobre la práctica jurídica "mejor
que en cualquier otra, caben las orientaciones morales y
éticas dolorosamente abandonadas en nuestras escuelas. Es
la clase de práctica el lugar en donde los jóvenes
juristas deben conocer a los guías que por su virtud y
saber influyan de modo eficaz en el prestigio de la
abogacía por haberla honrado en su ejercicio".

Herrera expone a este respecto que "la sociedad en su
conjunto demanda de profesionales que: a) Sean capaces de
abstraer globalmente los procesos con los que trabajan; b)
dominen las estrategias cognoscitivas que les permitan analizar
datos formalizados; c) posean herramientas conceptuales y
metodológicas que les aseguren administrar y conseguir
recursos extraordinarios; d) funcionen con esquemas de
pensamiento anticipatorio que promuevan el impulso de los
elementos de mayor potencialización de futuro y
conducción estratégica de la producción y;
e) tengan capacidad de diálogo con todos los niveles de la
organización.[18]

De este modo, la formación de los profesionales
deberá descansar en la incorporación de mayores
niveles de conocimiento, fomento del trabajo en equipo, capacidad
de interacción simbólica, amplio conocimiento del
proceso productivo, desarrollo de un pensamiento innovador y
anticipatorio y la construcción de mentalidades
críticas y prepositivas.[19]

Se puede afirmar que el joven sistema de
educación superior mexicano fue desarrollándose no
con la planeación y evaluación que los educadores
hubieran querido; en gran parte, la elección para el
establecimiento de los programas de licenciatura se
realizó repitiendo los ya existentes y copiando los planes
y programas de estudio.

En materia de desarrollo curricular se identifican
también avances, en particular para finales del siglo XX.
Las instituciones de educación superior (IES)
tenían un importante desarrollo en esta materia. En el
caso de las universidades públicas se consideran entre
otros avances: la actualización de contenidos y
diversificación de carreras; el haber superado estructuras
curriculares en las que se contemplan verdaderas cadenas de
seriación que iban del inicio al final de la licenciatura
y sólo con asignaturas teóricas que no
incluían la parte práctica del conocimiento
profesional; la reducción de la duración de las
licenciaturas a ocho o nueve semestres en promedio y la
eliminación de semestres previos y terminales; la
delimitación de perfiles profesionales y
explicitación de programas de estudio, así como la
ampliación de las opciones de
titulación.[20]

Los rasgos más representativos del desarrollo
curricular en República Dominicana, en las últimas
décadas fueron las que a continuación se indican:
Se establecieron sistemas de créditos; se superó el
sistema anual por el semestral; se logró romper con el
mito de las seriaciones; se pudieron establecer programas con
tronco y asignaturas comunes; se incorporaron talleres,
seminarios, prácticas de campo, clínicas, etc., en
la formación profesional, que aborda la parte
práctica, además de las teorías y
metodologías.

Se concluye en este punto que, en materia de
formación profesional, el elemento rector de su
orientación, lo constituyen los planes y programas de
estudio, integrados en un sistema de valores, contenidos,
metodologías y estrategias educativas que determinan las
actividades y funciones académicas de una
universidad.

Sin embargo, el desempeño consecuente de nosotros
los docentes no se logra por efecto de compartir
ideológicamente tales lineamientos, ni sólo el
sentido de responsabilidad con que realicemos nuestra tarea,
tampoco únicamente de de la vocación, aunque todo
esto es importante, la docencia en ética exige un proceso
de renovación y formación permanente que nos
permita, entre otras cosas:

  • Superar visiones fragmentarias del conocimiento y la
    educación, de las que se deriva que educar en materia
    de ética es asunto exclusivo de filósofos o de
    carreras humanistas;

  • Enriquecer nuestro arsenal de opciones
    metodológicas para abordar cuestiones éticas
    relacionadas con el ejercicio profesional de los
    estudiantes;

  • Desempeñarnos como profesores reflexivos y
    transformativos, además de especialistas en nuestra
    área de conocimientos;

  • Asumirnos como profesionales de la docencia un
    compromiso ético, además de
    pedagógico.

Con todo, esto comienza por develar supuestos generales,
en buena medida arraigados en la institución educativa y,
¿por qué no decirlo?, en nuestras prácticas
docentes. Supuestos tales como: que el objetivo de la
educación universitaria es preparar profesionistas
sólo en el dominio de su disciplina; que la
educación inevitablemente reproduce el orden social,
más la universidad por suponer que ahí los
estudiantes ya tienen formada y definida su personalidad y sus
valores; que para ser buen docente es suficiente el dominio en la
asignatura.

Por el contrario, educación es
construcción, no sólo de conocimientos
disciplinares, así sea a nivel profesional, sino
también de sujetos que participan y construyen con sus
acciones procesos y situaciones sociales. Educar es formar seres
humanos con algo más que cognición:
imaginación, ideas, emociones y valores, que
también toman parte en sus decisiones y sus
actividades.

La educación no sólo reproduce,
también implica retos y posibilidades de acción
para que el trabajo docente sea espacio de innovación y
transformación pedagógica con sentido ético.
Actualmente nuestros planes de estudios y programas de asignatura
con que trabajamos contemplan cuestiones éticas, pero en
lo particular como materia optativa, pareciera contravenir lo
previsto particularmente. Sin embargo, como profesionistas
sabemos de su importancia para el ejercicio profesional, la vida
personal y social.

Tal vez, incorporar el tratamiento de cuestiones
éticas en nuestra práctica dé lugar a
actuar, una vez más, a contracorriente de circunstancias
materiales, administrativas y económicas que a veces
limitan las posibilidades de acción. También es
cierto que las cosas no siempre son tan rígidas, los
docentes contamos con márgenes de autonomía y
flexibilidad que nos permiten actuar como algo más que
simples mecanismos de transmisión.

Puesto que los docentes somos quienes dinamizamos las
prácticas pedagógicas reales, podemos redimensionar
nuestro quehacer con relación a los contenidos
temáticos, a la vida escolar, al ejercicio de la
autoridad, a las relaciones entre estudiantes-profesores y al
intercambio de maneras de concebir el mundo, a la sociedad y al
ser humano, lo que implica valores y opciones éticas. Por
ello debemos de asumir un papel más importante que el de
transmisores de información, debemos ser mediadores
pedagógicos, es decir, creadores y organizadores de las
situaciones de aprendizaje, con relación a la asignatura
que impartimos, pero también a las cuestiones
éticas implicadas en la vida personal y
profesional.

Nuestra experiencia docente, nuestro conocimiento de la
profesión y nuestra creatividad son elementos
especialmente valiosos para planear y organizar esas situaciones
de aprendizaje que articulen la preparación especializada,
con la reflexión y el análisis de situaciones
concretas en forma de problemas éticos. Renovar nuestra
práctica docente implica planear procesos educativos en
los que se presenten situaciones, algunas vinculadas al mundo de
la profesión, que den pie a la reflexión y al
análisis de la situación expuesta y de referentes
documentales útiles para fundamentar dicho
análisis.

Para esto, por supuesto, es especialmente importante no
perder de vista que el docente como persona es portador de
conocimientos, de cultura y también de valores, con base
en los cuales interpreta, selecciona, jerarquiza y presenta a los
estudiantes actividades y contenidos temáticos, pero que
no debe ser para imponerlos sino para dar ocasión a que el
alumno sea quien piense, actúe, se exprese y construya el
conocimiento con base en esas situaciones de aprendizaje
participativas planeadas y puestas en marcha por el
docente.

Así las cosas, planear significa diseñar
formas diferentes de promover el aprendizaje, de organizar los
contenidos, de dirigirse a los estudiantes y relacionarse con
ellos. La planeación no ha de desembocar necesariamente ni
en propuestas rígidas de acción que limiten al
educador, ni en programas ideales fuera de contexto. Se busca
propiciar la reorientación de nuestra práctica
docente con la dimensión ética, no precisamente con
el discurso teórico y filosófico alejado de la
realidad escolar, sino a través de la revisión
juiciosa de nuestras prácticas, así como de los
valores que subyacen en ellas, en todos los planos; el
establecimiento de los objetivos educativos; la selección
de contenidos y las actividades para su tratamiento
pedagógico; los roles docente-estudiante y las formas
comunicativas de interacción en el aula y la propia
facultad; nuestras nociones de enseñanza, aprendizaje,
disciplina y evaluación; las actitudes a promover en los
estudiantes, así como las de los profesores en su
intervención .[21]

Es cierto que existen funcionarios inmorales, pero no es
la regla, hay muchos abogados, que prestan sus servicios en las
diversas dependencias de la administración pública
o del poder judicial que son absolutamente honrados. Que cumplen
sus funciones con limpieza, con dignidad. Muchos han vivido
durante muchos años en forma modesta, sin pretensiones,
sin aparecer en los lugares de lujo, preocupados por sostener un
hogar en la mejor forma con sus bajos ingresos, deseosos de
educar a sus hijos de la mejor manera, con muchos sacrificios
para pagar sus estudios.

Encontramos también abogados litigantes en los
que los clientes pueden tener confianza absoluta, porque no son
capaces de engañarlos, ni de pedirles algo que no les
corresponde, que luchan por ellos con fe y con convicción;
pero siempre dentro del terreno de la ley; que se
sentirían manchados si tuvieran necesidad de obtener un
fallo por medio del soborno, que trabajan infatigablemente, a
veces con ingresos reducidos, pero cuya satisfacción es
que nadie pueda con justicia imputarles un engaño o una
deslealtad.

Por lo tanto, al enseñarse el Derecho,
también debe de mostrarse al alumnado el contenido de las
reglas morales que tendrán vigencia en su vida profesional
si quiere conservarse como un hombre y un profesionista digno de
la alta investidura de la abogacía. La ética
profesional dotaría al estudiante del instrumental moral
para realizar con eficacia las actividades profesionales. Pero se
sabe de la existencia de una realidad en que un sector de los
profesionistas jurídicos, actúan utilizando toda
clase de triquiñuelas y maniobras, en la mayoría de
los casos por falta de una preparación adecuada,
provocando una actitud de desconfianza del hombre común
hacia el hombre de derecho. Por lo que es importante respaldarse
la necesidad de la preparación adecuada en la ética
profesional en la abogacía y que lo óptimo
sería encargar tal cátedra a quien se ha
distinguido por honrar la profesión en su ejercicio
cotidiano.

Nos interesa formar profesionistas no sólo con
conocimientos de tal o cual especialidad, sino también en
cuanto a cualidades éticas y humanas para un
desempeño responsable y de calidad, habremos de concluir
que la educación en ética debe estar presente en
toda formación profesional y que todo docente tiene parte
de responsabilidad en esa tarea, tomando como base la
relación entre el ejercicio de la profesión y la
actitud ética del profesionista.

Para tal efecto, sin pretender que todos los docentes se
conviertan en especialistas de ética, es indispensable que
cuenten con fundamentos conceptuales y criterios
metodológicos, para introducir en sus espacios
curriculares aspectos éticos, preferentemente ligados con
la aplicación del conocimiento de cada carrera y con el
desempeño profesional.

En este sentido, lo conducente es que la
formación ética no consista solamente en una
asignatura más y de manera exclusiva en algunas
especialidades o maestrías, sino que se convierta en una
dimensión educativa presente en múltiples puntos de
las asignaturas que integran el currículum de toda carrera
profesional e incida y complemente el desarrollo intelectual de
los profesionistas con su formación como personas y como
ciudadanos.

Puesto que la formación ética guarda su
propia naturaleza una estrecha conexión con la vida, por
lo que se hace indispensable abordar sus contenidos y tratamiento
con relación a situaciones comunes de la vida personal y,
sobre todo, profesional. Esto entraña una doble
posibilidad: por un lado, la oportunidad de superar
procedimientos didácticos convencionalmente apegados al
libro de texto y a prácticas expositivas de los maestros;
por otro, la incertidumbre respecto a cómo proceder ante
la ausencia de un temario cerrado y una técnica centrada
en el profesor.

Asimismo, existe el riesgo de generar prácticas
moralistas más que éticas, basadas exclusivamente
en el sentido común o en las personales creencias morales
de cada profesor. Por ello es importante contar con fundamentos
de ética y responsabilidad social para la formación
profesional, así como con criterios y procedimientos
didácticos básicos para el proceso de
enseñanza-aprendizaje en dicha temática.

Respecto a esto último, "el método de
casos" se presenta como una estrategia especialmente valiosa para
el tratamiento de contenidos de ética en la
educación profesional superior, por retomar situaciones
concretas como materia desencadenante de problematización,
reflexión y análisis, donde se vinculen los
contenidos conceptuales con los actitudinales ya que éstos
son decisivos en la formación integral de los futuros
profesionistas.[22]

Inclusive darse una orientación ética a
los que están por egresar en su ejercicio profesional y
crear conciencia de que la abogacía es una
profesión al servicio de la colectividad. Pero
¿cuál es el procedimiento a seguir?, estimamos que
esto sería con los seminarios que se impartieran en los
dos últimos semestres, que podría ser un estudio de
los principios establecidos en la ética
profesional.

En conclusión la formación ética es
una necesidad inaplazable en las universidades, tanto a nivel de
las propias instituciones, como de todos sus actores. El papel
socializador de las universidades en esta tarea sigue siendo
crucial, no basta con preparar buenos profesionales, en
conocimientos y habilidades en ciencia, tecnología y
cultura, si no se incluye la reflexión de principios y
valores, en las disciplinas científicas, hay en general,
un mayor énfasis en la preparación cognoscitiva y
técnica que en la formación
ética.

Sin embargo, ésta última, añade
consistencia moral al contenido científico y
técnico y a las propias disciplinas. La ética, en y
desde las universidades, es una oportunidad para la
consolidación intelectual y moral de la vida universitaria
y de la sociedad en su conjunto, ya que la universidad ha sido,
desde sus orígenes la encargada de formar profesionales y
especialistas en las diversas áreas del conocimiento para
contribuir en la formación de los ciudadanos ya que el
conocimiento ha sido siempre la base de conformación de
las profesiones.

La ética
profesional constituye un tema relevante para las Instituciones
de Educación Superior

Las instituciones educativas tienen significativas
funciones sociales y culturales en la construcción de la
sociedad y con respecto a los importantes cambios que se
están produciendo en el mundo, sobre todo cuando buscan
modos diversos de disminuir la inequitativa distribución
de la riqueza, promover la movilidad social y estudiar y formular
opciones de solución para problemas prioritarios. Los
valores y el comportamiento ético son parte de estos
asuntos.

Las profesiones y los profesionales, de todas las
áreas del conocimiento, ocupan un lugar significativo en
el mundo social, pues aportan bienes y servicios que requiere la
propia sociedad. Su desempeño y actuación
están siempre en la mira de los sectores, grupos e
individuos (a nivel local, regional, nacional e internacional).
El comportamiento es parte intrínseca de la
profesión y del sentido y proyectos de vida de los
sujetos. Constituye, además, junto con la competencia
profesional y técnica, lo que las personas mejor pueden
apreciar de su labor.

Hoy se vive una especial sensibilidad y demanda social
de ética con respecto a los profesionales. Se insiste con
mayor frecuencia en la importancia de incorporar elementos
éticos en su formación y en el ámbito de
investigación científica y socio-cultural.
Paulatinamente se han ido introduciendo asignaturas de
ética y deontología profesional en las titulaciones
universitarias y en las instituciones de educación
superior y en los países de Europa Occidental y en los
Estados Unidos de América y Canadá se han
multiplicado los comités de ética, principalmente
en los ámbitos de la ciencia.

Han aparecido recientemente en sectores muy diversos,
como son: universidades, empresas, ministerios y organismos, a
escala nacional e internacional. Se hace referencia, en muchos
discursos y propuestas, a la necesidad de que la universidad
cambie, no para adaptarse mecánicamente a los lineamientos
de las agencias internacionales, sino en el reconocimiento de las
nuevas necesidades, estructuras y discursos que aparecen desde
finales del siglo XX a nivel mundial y que marcan la
situación de inicios de este siglo. En esta
transformación, la formación de valores y el
aprendizaje ético son una opción
significativa.

Se multiplican los conflictos éticos en el
ejercicio profesional; entre otras razones porque se han
desarrollado (o han sido adaptadas como tales) nuevas
profesiones, se han generado campos de frontera
interdisciplinarios y los profesionales se incorporan cada vez al
trabajo en instituciones públicas y privadas. Esta
incorporación puede limitar su independencia y su
capacidad de tomar las decisiones más importantes,
incluyendo las de carácter ético. Se suma a esto,
la crítica en los casos de comportamiento inmoral de los
profesionales, tanto cuando actúan por cuenta propia, como
con respecto a los que forman parte de las diversas
organizaciones.

Partes: 1, 2

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