En el diccionario de Patrice Pavis leemos
"Escondiendo el rostro, se renuncia voluntariamente a la
expresión psicológica, que generalmente proporciona
al espectador gran cantidad de informaciones y, a menudo, las
más exactas. El actor se ve obligado a compensar esta
pérdida de sentido y esta falta de identificación
con un esfuerzo corporal considerable. El cuerpo traduce el fuero
interno del personaje de una manera mucho más amplificada
y exagerando cada gesto. La teatralidad y la puesta en espacio de
los cuerpos se reforzarán considerablemente. La
oposición entre una cabeza inanimada y un cuerpo en
perpetuo movimiento, es una de las
consecuencias estéticas
fundamentales de llevar máscara. La máscara,
por
otra parte, no tiene que representar
necesariamente un rostro. La máscara neutra o la semi
máscara bastan para inmovilizar la mímica y
concentrar la atención en el cuerpo del actor. La
máscara desrealiza al personaje, introduciendo un cuerpo
extraño en la relación de identificación del
espectador con el actor." Fin de la cita.
Por otra parte, el uso de la máscara
postula actualmente una reteatralización, desde el momento
en que no oculta su juego, dando por tierra con el ilusionismo y
exponiendo las reglas
y las convenciones más teatrales,
presentando el espectáculo únicamente en su
realidad de ficción lúdica. La
interpretación del actor indica la diferencia entre
personaje y actor y la puesta en escena apela a los dispositivos
tradicionalmente teatrales, como por ejemplo la expresión
corporal llevada al extremo.
Estas informaciones con ser valiosas, no
contestan, sin embargo, una serie de preguntas:
¿Para qué la máscara?
¿Cuál fue su función? ¿Pudor?
¿Protección de la
personalidad en el desencadenamiento de la
pasión y de la embriaguez? ¿Estimulante de las
peores osadías? ¿Retorno a los instintos primitivos
frenados por las religiones y los códigos, llevados al
paroxismo bajo los falsos rostros más cercanos a la bestia
que al hombre, la boca extremadamente grande, la nariz enorme y
aplastada, los ojos demasiado pequeños, el aspecto de
perro, de gato, de cerdo, de sapo?
Un hecho ha sido comprobado: la
máscara es uno de los inventos más antiguos de la
humanidad. La cultura paleolítica nos presenta al hombre
ya usándola. Es pues coetánea del hacha de
sílex, de la piedra sin pulimentar.
¿Por qué entonces esa
necesidad de transformarse, de ser otro, casi tan antigua como la
humanidad?
No hace muchos meses, presencié en
el Teatro Stella una obra de la Comedia del Arte, puesta por una
compañía italiana.
Los actores se presentaron ante el
público con el atuendo de sus respectivos personajes:
Pantalón, Arlequín, los Enamorados, pero llevaban
en cambio las máscaras en la mano. Nos las mostraron,
explicaron a cuáles personajes correspondían y con
dos movimientos muy precisos se las calzaron en el rostro,
colocándolas en el primero contra la nuca y
bajándola en el segundo sobre la cara. Más
allá de la excelencia del espectáculo, me
llamó poderosamente la atención el cuidado, la
delicadeza, los movimientos de ritual con que los actores
sostenían y manejaban sus máscaras. No se trataba
desde luego del cuidado que se debe tener con un objeto
frágil, ya que estábamos ante máscaras muy
fuertes, fabricadas con cuero. En ese momento no entendí
con claridad esa gesticulación, pero indagando sobre el
tema, llegué a esta conclusión: El que se pone una
máscara, se siente interiormente transformado y asume las
cualidades del ser que la representa. Esto conduce al hecho de
que las máscaras no solo puedan ser concebidas como un
disfraz de la cara, sino que se absoluticen, es decir, se
conciban como un ente religioso y artístico independiente.
Las máscaras que los cómicos del arte
sostenían en sus manos eran pues, " el otro" la otra
realidad que instantes después se calzarían sobre
el rostro y los transformaría.
El cazador primitivo tiene necesidad de
enmascararse, de cubrirse con la piel del animal que desea cazar,
porque sus armas son muy elementales y si quiere tener
éxito en la caza a campo descubierto debe disimular su
apariencia y debe, sobre todo, disimular su olor. Pero imaginemos
a ese mismo cazador, cuando de regreso al campamento
después de haber tenido éxito, cuenta a sus
compañeros su hazaña. Entonces se desdobla y es a
la vez el cazador y la presa, se imita a sí mismo y al
animal, herido,
agonizante, muerto. Puede haber habido
pues, una primera razón del enmascaramiento unida a la
imprescindible necesidad de supervivencia. Pero observen que
cuando de regreso, cuenta, danza y mima, aparece no solo la
necesidad sino también el placer, el juego.
Cuando esa danza y ese discurso se separen
de la necesidad de obtener una buena presa o de hacer llover,
habrá nacido el teatro.
Por otra parte, desde Adán y Eva, el
hombre quiso ser como los dioses. Cuando hizo la experiencia
más radical que sobre la realidad de su vida le cabe
hacer, descubrir que es una realidad limitada por todos lados, en
todas direcciones, quiso ser otro. Descubrió que puede
algunas cosas que quiere, pero esto no hace más que
subrayarle todas las cosas que quiere y que no puede. Tal
experiencia produce la imaginación de otra realidad, en la
cual puede, sin limitación, todo lo que quiere. Se postula
en él, el afán de querer ser precisamente eso que
no es; participar de esa otra realidad superior, conseguir
traerla a la suya limitada, procurar que lo omnipotente colabore
con su nativa impotencia. Y para ello, se enmascara. Adopta la
máscara del dios, y es el dios, en esa operación
que considera como idéntico, lo que tiene que ver entre
sí. Se trata ni más ni menos que del pensamiento
mágico de con-fundir las cosas, suponiendo que las cosas
que tienen que ver en cualquier sentido, unas con otras, son lo
mismo.
Pero no nos apresuremos. Vayamos a Grecia y
pensemos en el actor trágico en plena acción. El
cuerpo de ese actor -su verdadero cuerpo-, desaparece bajo un
segundo cuerpo, un espeso acolchado (relleno en los hombros,
torso, vientre y nalgas), antes de vestir el traje del personaje
excepcional que le ha sido
encomendado. Oculta su verdadero rostro, su
cara de todos los días, bajo la máscara: un yelmo
de paños enyesados, modelado a imitación del rostro
humano, pero simplificado, sublimado, de mayor tamaño que
el natural, con una amplia frente, (el onkos) bajo la peluca de
crin y el peinado sabiamente aderezado y complicado. Ante estas
estatuas policromadas en movimiento, grandiosas, extrarreales, el
trágico moderno, aun el mejor, el más aplaudido, el
más estimado y genial, aparece pobre, pequeño,
limitado. El actor griego debe asumir interior y
físicamente el sentimiento de dejar de ser quien es, para
tornarse en el intérprete de los dioses y de los
hombres.
En la época de Esquilo, la
máscara parece no haber tenido una expresión
determinada; era una superficie neutra, levemente atravesada por
una ligera arruga en la frente. Por el contrario, en la
época helenística, en la tragedia, la
máscara es patética hasta la exageración, de
rasgos desmesuradamente convulsos y otros rasgos (color del pelo
o la tez) se clasifican sobre todo en la comedia según
tipos, cada uno de los cuales se corresponde evidentemente con un
trabajo, una edad, o un modo de ser: son las máscaras de
carácter. ¿Y para qué servían?
Podemos mencionar las utilizaciones superficiales: permitir que
los rasgos se distingan de lejos y encubrir las diferencias de
los verdaderos sexos, ya que eran hombres los que
desempeñaban los papeles femeninos. Pero, indudablemente,
su función más profunda ha variado a lo largo de
las épocas; en el teatro helenístico, la
máscara está al servicio de una metafísica
de las esencias psicológicas, no escondían sino que
exhibían, y ciertamente constituían un antecedente
del maquillaje actual. Pero antes, en la época
clásica, parece ser que su función era exactamente
la contraria: desorientaba; en primer lugar, al clausurar la
movilidad del rostro, los matices, las sonrisas, las
lágrimas, no son reemplazados por ningún signo por
general que fuera; en segundo lugar, al alterar la voz,
haciéndola más profunda, cavernosa, extraña,
como de ultratumba; mezclando la inhumanidad con una humanidad
enfatizada, constituía una función capital de la
ilusión trágica cuya misión era dejar que se
captara la comunicación entre los dioses y los hombres. La
misma función tiene el disfraz, a la vez real e irreal.
Real, porque su estructura era la del traje griego,
túnica, manto, clámide; irreal en su versión
trágica, porque es el traje del dios (Dioniosos) o al
menos el de su gran Sacerdote, de una riqueza de colores y
bordados evidentemente desconocida en la vida real, a todo lo que
se agregaba el esbozo de un código vestimentario: el manto
purpúreo de los reyes, la larga túnica de los
adivinos, los harapos de la miseria, el negro manto de la
desgracia.
¿Y qué ocurre después
en Roma? Parece probable que en general, todos los actores de la
escena romana, excepto los mimos, usaban normalmente
máscaras. En cuanto a la farsa popular, la
Atelana, en ella aparecen ciertos personajes populares,
todos enmascarados. De los títulos existentes de las
atelanas escritas, reunimos los nombres de cuatro o cinco.
Maccus, Bucco, Pappus, Dossenus, Manducus. Todos estos personajes
parecen haber tenido cierto parecido familiar con rústicos
toscos y glotones, cuyas características carnales eran
capaces de divertir a un auditorio primitivo, siempre
dispuesto a reírse de la
glotonería, la borrachera, la acción ruda y los
chistes obscenos. Macco y Bucco son tontos; Pappus aparece como
el viejo, antecedente del Pantalón de la Commedia
dell" arte. Dossenus parece haber sido jorobado y es
significativa la joroba que hereda el Polichinela, también
de la Commedia. Ambos son voraces. Manducco es el
masticador, una especie de ogro de ruidosas mandíbulas.
Nos ha llegado también, por Pólux una
descripción detallada de 44 máscaras utilizadas en
la comedia: 9 para viejos, 11 para jóvenes, 7 para
esclavos, 3 para viejas, 5 para muchachas, 7 para cortesanas y 2
para sirvientas. Por los colores de su atuendo así como
por su máscara, los espectadores se enteraban a menudo
inmediatamente de la edad, la condición y el
carácter de los personajes que entraban en escena. La
máscara cubría totalmente la cabeza del actor y el
cabello-el de la máscara-, se coloreaba para adecuarlo al
papel. El viejo aparecía con cabellos grises, el joven los
tená por lo común oscuros y los esclavos rojos. Un
historiador de la época, afirma que los personajes de la
comedia Media y de la Nueva llevaban máscaras exageradas
hasta lo repulsivo, para evitar todo peligro de parecido
accidental con algún jerarca.
En la Edad Media, investigadores serios
como Joseph Bédier hacen provenir el teatro cómico
medieval del teatro religioso. Según él y otros,
también prestigiosos, el teatro medieval habría
nacido en el atrio de la
iglesia, con el drama litúrgico a
principios del siglo XIII. Sin embargo, la firmeza de esta
opinión se basa casi exclusivamente en que hay documentos
escritos sobre el teatro religioso y son muy escasos los
existentes sobre el profano. Pensemos en Aristóteles y en
su Poética. A pesar de la generosidad y la
imaginación de Umberto Eco, que hace perdida la parte de
la Poética en que Aristóteles escribe sobre la
comedia, la verdad es que Aristóteles no escribió
sobre esta forma, sencillamente porque la encontraba indigna. Es
que lo cómico es siempre irreverente y siempre
iconoclasta.
El teatro cómico representó
sistemáticamente, una contracultura que presentaba una
diferencia extremadamente acusada con las formas de culto y las
ceremonias oficiales de la Iglesia y del estado feudal, ya que
ofrecía un aspecto del mundo, del hombre y de las
relaciones humanas totalmente distinto y deliberadamente no
oficialista, ajeno a la Iglesia y al Estado, un segundo mundo,
una segunda vida donde todos los hombres participaban de
idénticas posibilidades, inmersos en la misma escala
social y donde no había privilegios para los grandes ni
humillaciones para los vasallos.
Esto quizá explica que de l450 a
l550 aparezcan más de 200 obras cómicas y haya
desaparecido casi totalmente la tragedia en el mismo
período de tiempo. Y como es verdad que la ortodoxia
cristiana no practicó una religión de la
alegría –por lo menos de la alegría terrena-,
también es cierto que no fue el rito el que
desarrolló el gusto por lo jocoso, sino más bien
fue este último lo que se infiltró en el rito. El
pueblo reía en la plaza antes de sonreír en la
iglesia o en el atrio. No eran necesarias la religión ni
las ceremonias litúrgicas para dar rienda suelta a los
recursos espontáneos, propios de la alegría. Cuando
el teatro religioso sale a la calle y la liturgia se enriquece
con las formas de la risa, es porque ingresa a los misterios el
actor profesional que ya estaba en la calle, en las plazas, en
los mercados. A pesar de las interdicciones de la Iglesia, el
elemento burlesco tiene ya su lugar en el drama litúrgico,
y luego en los misterios. Cuando las Tres Marías van a
comprar esencias para ungir el cuerpo de Cristo, ya chocan con la
palabrería y los regateos del vendedor. Apresurado por
llegar al sepulcro, el apóstol Simón tropieza y cae
cuan largo es. La burra del profeta Balaán habla; el rey
Herodes provoca la risa con su cólera. Se introducen en la
ceremonia dramática intermedios cómicos y farsas.
La raza errante de los que divierten al público,
pululará muy pronto recorriendo países enteros. Se
los encontrará en la corte real, en los salones de los
castillos y en las plazas públicas, yendo de una feria a
la otra, convidados a los regocijos locales o a las bodas. Un
texto del siglo XIII los clasifica por especialidades: los que
cambian las formas de sus cuerpos "transformando y
transfigurando", los que "hacen danzas y ademanes indecentes",
casi desnudos y llevando "horribles máscaras", otros que
lanzan oprobios e ignominias a las gentes, o por medio de
imágenes deshonestas hacen aparecer a manera de fantasmas,
"ora por encantamiento, ora por otros medios". Solo escapan a la
reprobación de la Iglesia los que, recurriendo a la
música "consuelan a los hombres de sus tristezas y
angustias." Se ha conservado el epitafio de un cierto mimo
Vitalis de la época galo-romana: "Yo imitaba el rostro,
los gestos, y la manera de hablar de los diversos interlocutores
y se creía que estaban ahí, presentes, hablando por
una sola boca. La muerte, al llevarme, arrastra conmigo a todos
los personajes que vivían en mi cuerpo."
La eficacia, una eficacia medio muerta de
hambre para criticar, y para hacer reír con sus
repeticiones, sus enumeraciones interminables, aliteraciones,
juegos de palabras, retruécanos, así como toda una
extensa gama de jergas y dialectos ininteligibles que
servían para confundir a los interlocutores, está
suficientemente probada en nuestro tiempo por Darío Fo,
que con sobrios movimientos corporales y cambios de tono compone
en minutos 2, 3, 5 personajes diferentes, canta, baila, adopta
máscaras insólitas y habla a toda velocidad
cambiando el ritmo del discurso en un italiano que no se entiende
porque no es italiano, porque es la jerga del juglar que
él ha recogido. Ese mismo Darío Fo que no hace
mucho tiempo ganó el remio Nobel, pero que comenzó
su carrera como un juglar del siglo XX haciendo teatro en la
calle y en los colectivos.
Otro ejemplo: En la Inglaterra anterior a
la Reforma , el domingo siguiente a la Epifanía, la
duodécima noche, los trabajadores de los campos desfilaban
por los pueblos adornados con cintas, la camisa encima de las
ropas, arrastrando un arado, y saltando, cantando y bailando al
son de las gaitas y los tambores. En la época de la
cosecha, paseaban en una carreta un inmenso maniquí hecho
de paja que les serviría de pretexto para la chanza y los
propósitos burlescos. Alrededor del árbol de Mayo,
se interpretaba la historia de Robin Hood y se mimaba el combate
de san
Jorge y el Dragón. Y, naturalmente,
como consecuencia de los instintos desencadenados, "de diez
doncellas que van a festejar la Noche de mayo en los bosques,
nueve ya no lo son cuando vuelven." En Navidad y durante seis
semanas, transcurren sus activas y ruidosas bacanales cuyo
desenfreno, un puritano llamado Stubbs en su "Anatomía de
los abusos" estigmatizaba de este modo: "Todas las cabezas locas
de la parroquia se reúnen para elegir un rey, el Rey del
Desorden" Le acompañan bufones y locos montados en
caballos de pacotilla o disfrazados de sátiros y
bestias,"enmascarados, embadurnados, haciendo escaramuzas con la
muchedumbre" agitando campanillas y cascabeles, soplando
instrumentos,
golpeando calderos. El Viejo Diablo conduce
la acción asistido por su compadre el Vicio, tan horrible
y grotesco como él. Entran aullando, vociferando,
voltereteando suelto entre la muchedumbre, provocando miles de
gritos, risas, apretujones, caídas, gestos, pullas
obscenas.
Esta horda de diablos tiene los mismos
personajes que la descrita por Rabelais: "…cubiertos con pieles
de lobo y de cordero, guarnecidos con cabezas de carnero, cuernos
de buey y grandes ganchos de cocina, palos trenzados con gruesas
correas de las que pendían cencerros de vaca y campanillas
de mulo y ruido terrífico….
Algunos tenían en las manos palos
negros en forma de huso; otros llevaban largos tizones encendidos
sobre los cuales en cada encrucijada, echaban puñados de
resina, con gran contento del pueblo y gran terror de los
niños." Este Decamerón Anglosajón
ofrecía una inmensa fuente de temas: las malas pasadas al
vecino, desdenes, riñas, maravillosas desventuras de toda
suerte: maridos burlados, monjes sensuales, médicos,
boticarios y charlatanes diversos, mujeres habladoras y
presuntuosas, purgatorio de sus maridos a los que hacen reventar
de despecho y a quienes buscan sustituto la noche misma del
entierro desde mucho antes deseado y preparado. Marlowe, Ben
Jonson, Shakespeare y todos los contemporáneos de la
época isabelina, permanecerán fieles a esta
tradición, mezclando el humor con las más altas
manifestaciones del espíritu de
celebración.
Un capítulo aparte merece la
Commedia dell" arte. Commedia dell"arte significa
"comedia del oficio, del saber hacer". Y en primer lugar, no hay
que olvidar su origen popular, en oposición a la Comedia
Literaria (Comedia sostenuta) de origen
académico. Comediantes dedicados a estos menesteres desde
la infancia, elaboran en común la materia cómica,
en función de la época y de las diversas
contingencias, y en la medida del equipo de creación
así constituido. Esta materia cómica nace de temas
que vienen de un fondo tradicional de cuentos, y también
de la comedia sostenuta. Establecido el esqueleto de la
acción (la ossatura) el diálogo y los
juegos respectivos quedan casi enteramente librados a la
inventiva de los comediantes (Scena come va) .La
compañía supone un número reducido de
personajes fijos (Tipi fissi o máscaras). Cada personaje
tiene sus poderes y sus limitaciones. Todo les está
permitido, pero de acuerdo con su habilidad y su inventiva
propia, y con la condición de respetar la Reglas de esta
partida, de esta batalla siempre parecida en sus proposiciones
aunque llena de imprevistas sorpresas en su desarrollo. Los
personajes del juego dramático, son: Dos Viejos (Los
Vecchi. Pantalone e il Dottore; dos lacayos (Los
Zanni); cada provincia, cada compañía
creará los suyos: Brighella, Scapino, Arlechino
Truffaldino, Trivelino, Pulcinella,Stenterello; dos enamorados
(inamorati);dos enamoradas Inamorate) y una
criada, que sirve o no sirve a las intrigas amorosas.
También ésta lleva, según la
compañía y la provincia, nombres diversos
Franceschina,Smeraldina, Pasquetta, Colombina, Marinetta,
etcétera. A todo ello hay que agregar el personaje
tradicional del Soldado Fanfarrón (El Capitán) que
ya encontramos entre los griegos y latinos y en las farsas y
moralidades medievales. Se llama Spavento, Rinoceronte,
Francassa, Cocodrilo, etcétera.
Cada uno de estos tipi fissi habla su
dialecto de origen: boloñés, el Doctor; bergamasco,
Arlequín; Pantalone, el veneciano; Pulcinella, el
napolitano.
Solo los enamorati hablan el puro idioma
toscano. Se trata de comedia de improvisación, pero
sería un grave error creer que el arte de improvisar tan
espontáneamente en apariencia, se adquiere sin ejercicios
ni estudios previos. Existían para este fin tratados y
también compilaciones manuscritas o impresas de generici,
contrasti, dialoghi, soliloqui, lazzi, etcétera, que los
comediantes se trasmitían de padres a hijos, de familia en
familia, aprendiéndolos de memoria, modificándolos
y enriqueciéndolos ya fuera con sus propios hallazgos, ya
con extractos de buenos autores; todo un acervo tradicional, en
el que cada uno buscaba enriquecer la trama según el
personaje.
Salvo los enamorados, y Pierrot o
Pedrolino, todos los personajes de la Comedia del Arte estaban
enmascarados y la máscara era tan característica,
que permitía reconocer al personaje apenas entraba en
escena. Esta manera de hacer arte exige dotes particulares y un
adiestramiento del que pocos actores son capaces. Nicolo
Barbieri, uno de los maestros del género declaraba que "di
dieci que si pongono a recitare all´improviso, nove nascono
buni. ( De diez que se pongan a actuar improvisando, nueve no
sirve).
Por lo tanto, el mayor cumplido que
podía soñar el escenógrafo y el director de
Don Juan de Moliére, fue hecho por su detractor, de nombre
ya olvidado, Benois, que calificó el espectáculo
como "Bufonada de feria elegantemente adornada". Después
del período clásico, el teatro de máscaras
fue siempre un teatro de feria y la noción del arte del
actor está fundada en la máscara, el gesto, el
movimiento y ligada al tablado de feria. Así pues, cuando
el drama litúrgico sale de la iglesia, lo estaba esperando
el juglar con una máscara, oropeles abigarrados para su
vestido, galones, plumas, cascabeles; en resumen, todo lo que
confiere al espectador brío y ruido.
Pero volviendo a Moliére ¿
qué hace de Don Juan sino un portamáscaras? Unas
veces es la máscara de un libertino, de un cortesano
hipócrita y cínico, otras la del autor que acusa, o
también la máscara de la pesadilla bajo la que el
autor se ahogaba. Solamente al final de la obra es cuando
Moliére esboza su marioneta con una máscara de
rasgos parecidos a los del Burlador de Sevilla que tomó de
los actores italianos.
Si pasamos a Shakespeare, es asombroso
apreciar cómo en treinta y tres obras dramáticas
encontramos en el plano natural una variedad de bufones,
graciosos, bailarines, músicos, clowns y en el de lo
sobrenatural espectros, espíritus, sombras, hadas. Y si
pensamos en un teatro con pocos recursos, con representaciones a
la luz del día: ¿es posible imaginar al Espectro
del padre de Hamlet sin máscara? Y en "Sueño de una
noche de verano", sin contar a los personajes del
entremés, Oberón, rey de las hadas, ¿sin
máscara? ¿Titania, con el rostro descubierto?
¿Qué pensar de las brujas de "Macbeth", del
espectro de Banquo o los espectros de los asesinados que acosan a
Ricardo la noche anterior a la batalla final? No debemos, claro
menospreciar la habilidad de los isabelinos para un buen
maquillaje, pero Shakespeare tenía demasiado cerca la
Commedia dell"arte como para no aprovecharla.
Y ya más cerca de nuestro tiempo, el
propio Jarry, el precursor del teatro de Vanguardia, propuso para
su Ubú, un personaje con máscara: Escribió:
"Una máscara para el personaje principal, Ubú, la
cual máscara yo mismo se la podría proporcionar si
fuese preciso. Aparte de que, según creo, usted mismo se
ha ocupado ya de la cuestión máscaras." Jarry
afirmó que las máscaras trasmiten el
carácter eterno del personaje y pueden ser confeccionadas
con el propósito de expresar variaciones en el estado de
ánimo, utilizando los efectos de luz y sombra en unos
movimientos básicos.
A comienzos del siglo XX, el inglés
Gordon Craig recoge la idea de la máscara, para crear lo
que él llamó " la supermarioneta". Para Gordon
Craig, el teatro es una revelación y además de
revelar lo visible, debe revelar lo invisible. Para él, el
conjunto escénico estará formado por la
combinación del gesto, la palabra, la línea, los
colores y el ritmo. Para lograr resumir todos esos elementos en
una perfecta armonía, era necesario trasponer cada uno de
ellos sintéticamente y llevando su postulado hasta lo
absoluto, observó que el actor, al ser conducido por sus
emociones, el gesto no sería nunca perfecto y
escapará más o menos a su control; lo que el actor
nos presenta no es una obra de arte, sino una serie de
confesiones involuntarias, una serie de accidentes. Por eso
propone reemplazar al actor, por la supermarioneta, un
autómata que representará el cuerpo en estado de
éxtasis y que será capaz de dar los ritmos
más simples.
Con el teatro del absurdo, Ionesco propone
también el uso de máscaras, ya que por ejemplo en
"Rinocerontes" todo el mundo se va transformando en rinoceronte,
máscaras de fuerzas irracionales y brutales pero
profundamente hipnóticas, hasta que queda un solo hombre,
y en "La cantante calva" todos parecen ser Bobby Watson. Los
Smith y los Martin no saben ya hablar, porque no saben ya pensar,
y no saben pensar porque ya no saben conmoverse, ya no tienen
pasiones; pueden transformarse en cualquier persona, en cualquier
cosa, pues al no ser ya, no son sino los otros, el mundo de lo
impersonal; son intercambiables, y podrían perfectamente
usar máscaras neutras, en razón de que son
personajes sin caracteres, fantoches, seres sin
rostro.
Por su parte, el Director polaco Grotowski
propone que el actor cree por sí mismo una máscara
orgánica mediante sus músculos faciales. Mientras
el cuerpo entero se mueve de acuerdo con las circunstancias, la
máscara permanece fija en una expresión de
sufrimiento, de desesperación o de indiferencia. Para
Grotowski, el entrenamiento del actor tiene por objeto controlar
cada músculo de la cara, trascendiendo la mímica
estereotipada. Incluye la conciencia y la utilización de
cada uno de los músculos faciales del actor. Es muy
importante ser capaz de poner en movimiento
simultáneamente, pero siguiendo diferentes ritmos, los
distintos músculos de la cara. Por ejemplo, hacer que las
cejas se muevan muy rápido, mientras los músculos
de la mejilla tiemblan despacio y el lado derecho de la cara
reacciona con vivacidad mientras el izquierdo está
enojado.
En lo que respecta a las máscaras de
O´Neill, superan su simple condición de recursos
escénicos y se vuelven símbolos conceptuales que
separan entre sí a sus personajes, subrayando la
incomunicación que existe entre ellos. Le inspiraban tanto
entusiasmo las posibilidades que le brindaban las máscaras
que declaró: "-¿Por qué no presentar todas
las reposiciones clásicas futuras con máscaras?
"Hamlet", por ejemplo. Las máscaras librarían a
esta obra de su condición actual de exclusivo
vehículo de grandes actores". Podríamos "ver el
gran drama que ahora solo tenemos el privilegio de leer.
Podríamos identificarnos con la figura de Hamlet, como una
proyección simbólica de un destino que está
en cada uno de nosotros, en vez de observar, simplemente a un
gran actor que nos da su versión de un gran papel
representativo. Y agregaba: He aquí un dogma para el nuevo
teatro con máscaras: la vida exterior de uno, transcurre
en una soledad acosada por las máscaras de los
demás; su vida interior, en una soledad obsesionada por
las máscaras de uno mismo."
Autor:
Hugo Mieres