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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton



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Monografía destacada

  1. Treinta
  2. Treinta y
    uno
  3. Treinta y
    dos
  4. Treinta y
    tres
  5. Treinta y
    cuatro
  6. Treinta y
    cinco
  7. Treinta y
    seis
  8. Treinta y
    siete
  9. Treinta y
    ocho
  10. Treinta y
    nueve
  11. Cuarenta
  12. Cuarenta y
    uno
  13. Cuarenta y
    dos
  14. Cuarenta y
    tres
  15. Cuarenta y
    cuatro
  16. Cuarenta y
    cinco
  17. Cuarenta y
    seis
  18. Cuarenta y
    siete
  19. Cuarenta y
    ocho
  20. Cuarenta y
    nueve
  21. Cincuenta
  22. Cincuenta y
    uno
  23. Cincuenta y
    dos
  24. Cincuenta y
    tres
  25. Cincuenta y
    cuatro
  26. Cincuenta y
    cinco
  27. Epílogo

Treinta

El domingo 17 de enero, Al y Tipper Gore, y Hillary y yo
empezamos la semana de la investidura con una visita a
Monticello, seguida de una reflexión, ante un
público de jóvenes, sobre la importancia de la
figura de Thomas Jefferson para Estados Unidos.

Después del acto, nos subimos a nuestro
autobús para el viaje de vuelta a Washington, a unos 190
kilómetros. El autobús simbolizaba nuestro
compromiso de devolver el gobierno federal a la gente.
Además, recordábamos con cariño los momentos
felices que habíamos pasado en él y
queríamos realizar un último viaje. Nos detuvimos
para una breve misa en Culpeper, una pequeña localidad del
precioso valle de Shenandoah, y luego proseguimos hasta
Washington. Al igual que durante la campaña, la gente nos
saludaba y nos daba ánimos, aunque también hubo
unos pocos detractores, a lo largo del camino.

Cuando llegamos a la capital, ya estaban en marcha los
preparativos de nuestra investidura, que llevaba por
título «Una reunión americana: nuevos
comienzos y esperanzas renovadas». Harry Thomason, Rahm
Emanuel y Mel French, un amigo de Arkansas que durante mi segundo
mandato fue jefe de protocolo, habían organizado una
extraordinaria serie de actos y se habían esforzado para
que el mayor número de ellos fueran de gratuitos o, como
mínimo, a un precio asequible para los votantes que me
habían elegido. El domingo y el lunes, en el bulevar entre
el edificio del Capitolio y el monumento a Washington, se
celebró un festival al aire libre con comida,
música y muestras de artesanía. Esa misma noche
celebramos en los peldaños del monumento a Lincoln un
concierto de «Llamamiento a la reunión», en el
que actuaron artistas famosos como Diana Ross y Bob Dylan, que
supieron emocionar a las más de doscientas mil personas
que abarrotaron el espacio entre el escenario y el monumento a
Washington. De pie, debajo de la estatua de Lincoln,
pronuncié un breve discurso en el que apelé a la
unidad nacional y dije que Lincoln «insufló nueva
vida a la idea de Jefferson de que todos hemos nacido libres e
iguales».

 

Después del concierto, la familia Gore y la
mía encabezamos una procesión de miles de personas
que sostenían linternas. Cruzamos el río Potomac
por el puente Memorial, hasta Lady Bird Johnson Circle, justo
enfrente del cementerio nacional de Arlington. A las 6 de la
tarde tañimos una réplica de la Campana de la
Libertad, para que las «Campanas de la Esperanza»
repicaran por todo Estados Unidos, e incluso a bordo de la nave
espacial Endeavour. Luego hubo fuegos artificiales, seguidos por
diversas fiestas de bienvenida. Cuando volvimos a Blair House, la
residencia oficial de huéspedes, situada justo enfrente de
la Casa Blanca, estábamos eufóricos pero
derrengados, y antes de caer rendido repasé brevemente el
último borrador de mi discurso de toma de
posesión.

Aún no estaba satisfecho. En comparación
con mis discursos de campaña, parecía que se
quedaba corto. Sabía que tenía que ser más
solemne, pero no quería que se hiciera pesado. Me gustaba
un pasaje en concreto, que giraba en torno a la idea de que
nuestro nuevo comienzo había «hecho llegar la
primavera» a Estados Unidos en este frío día
de invierno. Era idea de mi amigo el padre Tim Healey, ex rector
de la Universidad de Georgetown. Tim había fallecido
repentinamente, de un ataque cardíaco, mientras cruzaba el
aeropuerto de Newark, pocas semanas después de las
elecciones. Cuando sus amigos fueron a su apartamento,
encontraron en su máquina de escribir el principio de una
carta dirigida a mí, en la que entre otras cosas me
proponía expresiones para el discurso inaugural. Su frase
«hacer que llegue la primavera» nos impresionó
mucho a todos y yo quería emplearla en su
memoria.

El lunes 18 de enero se celebraba el cumpleaños
de Martin Luther King Jr. Por la mañana di una
recepción para los representantes diplomáticos de
las demás naciones en el patio interior de Georgetown y
pronuncié un discurso desde los peldaños del
edificio Old North. Era el mismo lugar en el que habían
hablado George Washington, en 1797, y el gran general
francés, y héroe de la guerra de la Independencia,
Lafayette, en 1824. Dije a los embajadores que mi política
exterior se basaría en tres pilares: la seguridad
económica del país; la reestructuración de
las fuerzas armadas para hacer frente a los retos del mundo que
había nacido después de la Guerra Fría; y el
apoyo a los valores democráticos en todo el globo. El
día anterior, el presidente Bush había ordenado un
ataque aéreo contra un emplazamiento iraquí
sospechoso de ser una fábrica de armas, y esa misma
mañana en que yo hablaba en Georgetown los aviones
norteamericanos bombardearon las defensas antiaéreas de
Sadam Husein. Yo apoyaba cualquier esfuerzo que obligara a Sadam
a cumplir las resoluciones de Naciones Unidas y pedí a los
diplomáticos que hicieran hincapié en esto cuando
transmitieran mi mensaje a sus gobiernos. Después del acto
diplomático, hablé ante estudiantes y graduados de
Georgetown, entre ellos algunos de mis antiguos
compañeros, y les insté a que apoyaran mi
iniciativa sobre el servicio nacional.

De Georgetown, fuimos en coche a la Universidad de
Howard para una ceremonia de homenaje al doctor King, y luego a
un almuerzo en la preciosa Biblioteca Folger al que asistieron
más de cincuenta personas a las que Al, Tipper, Hillary y
yo habíamos conocido a lo largo de la campaña y que
nos habían impresionado profundamente por diversos
motivos. Los llamamos «los rostros de la esperanza»,
a causa de su valor frente a la adversidad o a la original manera
en que se habían enfrentado a los desafíos de su
época. Queríamos agradecerles la inspiración
que nos habían dado y también recordar a todo el
mundo, en medio del glamour de la semana de investidura, que
muchos norteamericanos lo estaban pasando mal.

Entre los «rostros de la esperanza»
había dos ex miembros de bandas rivales de Los
Ángeles, que unieron sus fuerzas, después de los
disturbios, para poder ofrecer un futuro mejor a los chicos; dos
de los veteranos de Vietnam que me habían enviado sus
medallas; un director de escuela que había hecho de su
centro un santuario libre de violencia, en el vecindario con el
índice de criminalidad más alto de Chicago, y cuyos
estudiantes normalmente sacaban notas superiores a la media
estatal y nacional; un juez de Texas que había ideado un
innovador programa para adolescentes con problemas; un joven de
Arizona que me hizo comprender las presiones familiares que
causaban las horas extra que su padre se veía obligado a
trabajar; un doctor nativo americano, de Montana, que trabajaba
para mejorar las condiciones de atención de los enfermos
mentales de su tribu; hombres que habían perdido sus
empleos a causa de la competencia de países extranjeros
donde se pagaban salarios más bajos; gente enferma que
luchaba por hacer frente a los costosos tratamientos sanitarios
que necesitaban, sin que el gobierno les prestara ninguna ayuda;
un joven emprendedor que luchaba por obtener el capital inicial
para lanzar su empresa; responsables de centros comunitarios para
familias rotas; la viuda de un policía cuyo esposo fue
asesinado por un desequilibrado que había salido de un
hospital psiquiátrico y pudo adquirir el arma sin que se
realizara ninguna verificación previa; un mago de las
finanzas de dieciocho años, que ya trabajaba en Wall
Street; una mujer que había empezado un gran programa de
reciclaje en su fábrica, y muchos otros. Michael Morrison,
el joven que fue en silla de ruedas por una autopista helada de
New Hampshire para trabajar en mi equipo, también se
encontraba allí. Y Dimitrios Theofanis, el inmigrante
griego de Nueva York que me pidió que su hijo disfrutara
de la suficiente libertad para poder salir a la calle sin
miedo.

Todos los «rostros de la esperanza» me
habían enseñado algo acerca del dolor y de la
promesa de Estados Unidos, en 1992, pero nadie tanto como Louise
y Clifford Ray, cuyos tres hijos eran hemofílicos y
contrajeron el virus VIH cuando recibieron transfusiones de
sangre contaminada. También tenían una hija que no
se había infectado. La gente de su pequeña
comunidad de Florida, asustada, hizo que echaran a los hijos de
Ray de la escuela por miedo a que contagiaran a sus
pequeños si los niños se herían y la sangre
tocaba a sus hijos. Los Ray presentaron una demanda para defender
el derecho de sus hijos a quedarse en la escuela y llegaron a un
acuerdo extrajudicial. Después, decidieron trasladarse a
Sarasota, una ciudad más grande, donde los representantes
escolares les dieron la bienvenida. Era obvio que el hijo mayor,
Ricky, estaba gravemente enfermo y luchaba por seguir vivo.
Después de las elecciones, llamé a Rick al hospital
para darle ánimos e invitarle a la investidura.
Tenía muchas ganas de venir pero, lamentablemente, no pudo
ser. A los quince años perdió su batalla; justo
cinco semanas antes de que me convirtiera en presidente. Me
alegré muchísimo de que los Ray vinieran al
almuerzo a pesar de todo. Cuando tomé posesión del
cargo, ellos se volcaron en defender la causa de los
hemofílicos con SIDA, y presionaron, con éxito,
para que el Congreso aprobara el Fondo de Ayudas para la
Hemofilia de Ricky Ray. Pero eso les llevó ocho
años, y su dolor aún no había acabado. En
octubre de 2000, tres meses antes del final de mi presidencia, el
segundo hijo de los Ray, Robert, murió de SIDA, a los
veintidós años. Ojalá el tratamiento con
medicamentos retrovirales hubiera existido unos años
antes. Ahora que ya es una realidad, paso mucho tiempo tratando
de que esas medicinas lleguen a los Ricky Ray de todo el mundo.
Quiero que ellos también sean «rostros de la
esperanza».

El martes por la mañana, Hillary y yo empezamos
el día con una visita a las tumbas de John y Robert
Kennedy, en el cementerio nacional de Arlington.
Acompañados de John Kennedy Jr., Ethel Kennedy, algunos de
sus hijos y el senador Ted Kennedy, me arrodillé frente a
la llama eterna y pronuncié una breve plegaria;
agradecí a Dios sus vidas y sus obras y recé para
tener la sabiduría y la fuerza necesarias para llevar a
cabo las grandes empresas que me esperaban. A las doce,
ofrecí un almuerzo a mis colegas gobernadores en la
Biblioteca del Congreso y les agradecí todo lo que
había aprendido de ellos durante los pasados doce
años. Después de un acto celebrado por la tarde en
el Kennedy Center en honor de los niños de Estados Unidos,
fuimos en coche hasta el Capitol Centre, en Landover, Maryland,
para un concierto de gala, donde Barbra Streisand, Wynton
Marsalis, k.d. lang, las leyendas del rock Chuck Berry y Little
Richard, Michael Jackson, Aretha Franklin, Jack Nicholson, Bill
Cosby, la compañía de baile Alvin Ailey y otros
artistas nos deleitaron con un espectáculo que duró
horas. Fleetwood Mac hizo que la gente se quedara embelesada con
nuestro himno de campaña, «Don't Stop (Thinking
About Tomorrow)».

Después del concierto, asistimos a una misa a
última hora de la noche en la Primera Iglesia Bautista; ya
era pasada la medianoche cuando volví a Blair House.
Aunque había mejorado, aún no estaba contento con
mi discurso de toma de posesión. Mis redactores, Michael
Waldman y David Kusnet, sin duda se tiraban de los pelos, porque
mientras ensayábamos entre la una y las cuatro de la
mañana del día anterior a la toma de
posesión, yo seguía haciendo cambios. Bruce
Lindsey, Paul Begala, Bruce Reed, George Stephanopoulos, Michael
Sheehan junto con Tommy Caplan y Taylor Branch, que tenían
un don para las palabras, se quedaron hasta tarde para ayudarme.
También Al Gore colaboró. El fantástico
personal de la Blair House estaba acostumbrado a cuidar de jefes
de estado que tenían todo tipo de horarios, así que
habían preparado litros de café para mantenernos
despiertos y aperitivos para que conserváramos un
razonable buen humor. Cuando me fui a dormir, para descansar tan
solo un par de horas, estaba más satisfecho del
discurso.

El miércoles por la mañana amaneció
frío y despejado. Empecé el día con una
reunión de seguridad a primera hora, en la que
recibí instrucciones acerca de cómo mi asesor
militar se ocuparía del tema del lanzamiento de cabezas
nucleares. El presidente tiene cinco ayudantes militares,
jóvenes oficiales destacados de cada uno de los cuerpos
del ejército, y uno de ellos permanece a su lado a todas
horas. Aunque un conflicto nuclear parecía impensable tras
el final de la Guerra Fría, asumir el control de nuestro
arsenal era un serio recordatorio de las responsabilidades que
caerían sobre mis hombros al cabo de unas horas. Hay mucha
diferencia entre conocer la presidencia y ser realmente el
presidente. Es difícil describirlo con palabras, pero
abandoné la Blair House con un sentimiento de humildad que
atemperó mi entusiasmo.

La última actividad antes de la ceremonia de
investidura fue una misa celebrada en la Iglesia Episcopal
Metodista Africana Metropolitana. Era importante para mí.
Aconsejado por Hillary y Al Gore, yo mismo había elegido a
los pastores y cantantes que intervendrían, así
como la música. La familia de Hillary y la mía
estuvieron presentes. Madre estaba exultante y Roger
sonreía, feliz, absorto en la música. Los dos
pastores de nuestras iglesias de Arkansas participaron en el
servicio, al igual que los ministros de Al y Tipper y el padre de
George Stephanopoulos, el diácono griego ortodoxo de la
Catedral de la Sagrada Trinidad de Nueva York. El padre Otto
Hentz, que casi treinta años atrás me había
pedido que considerara la posibilidad de hacerme jesuita,
pronunció una oración. El rabino Gene Levy, de
Little Rock, y el imán Wallace D. Mohammad también
hablaron, al igual que algunos clérigos negros que eran
amigos míos; el doctor Gardner Taylor, uno de los
más importantes predicadores de Estados Unidos de
cualquier raza o confesión, pronunció el
sermón principal. Mis amigos pentecostales de Arkansas y
Louisiana cantaron, junto con Phil Driscoll, un fabuloso cantante
y trompetista que Al conocía de Tennessee. Carolyn Staley
cantó «Be Not Afraid», uno de mis himnos
preferidos y una buena lección para ese día. Las
lágrimas se agolparon en mis ojos varias veces durante el
oficio; cuando terminó me sentía animado y
dispuesto para las horas que me esperaban.

Volvimos a Blair House para echar un último
vistazo al discurso; había mejorado mucho desde las cuatro
de la mañana. A las diez, Hillary, Chelsea y yo cruzamos
la calle hasta la Casa Blanca, donde nos reunimos en los
peldaños delanteros con el presidente y la señora
Bush. Nos acompañaron al interior, para tomar un
café con los Gore y los Quayle. Ron y Alma Brown
también estaban ahí. Yo quería que Ron
compartiera este momento, por el que tanto había hecho
para que se convirtiera en realidad. Me impresionó lo bien
que el presidente y la señora Bush llevaban una
situación dolorosa y una despedida triste. Era obvio que
tenían una excelente relación con algunos miembros
del personal, a los que echarían de menos, y viceversa.
Hacia las once menos cuarto todos subimos a las limusinas.
Siguiendo la tradición, el presidente y yo fuimos juntos,
con el portavoz Foley y Wendell Ford, el senador de voz rasposa
de Kentucky, que copresidía el Comité Conjunto del
Congreso de Ceremonias de Investidura y que había
trabajado mucho para que Al y yo lográramos la ajustada
victoria que obtuvimos en su estado.

Afortunadamente, el proyecto de restauración del
Capitolio había exigido que las tres últimas
investiduras tuvieran lugar en el lado oeste del edificio. Antes,
se celebraban en el otro lado, frente a la Corte Suprema y la
Biblioteca del Congreso. La mayor parte de la gente que
asistió no podría haber seguido la ceremonia si se
hubiera celebrado en ese lugar. Según las estimaciones del
Servicio Nacional de Parques, la multitud que llenaba toda la
extensión de la explanada, seguía por el paseo y
llegaba hasta las avenidas Constitution y Pennsylvania, era de
entre 280.000 y 300.000 personas. Cualquiera que fuera la
cantidad de gente, era una muchedumbre compuesta de personas de
todo tipo, ancianos y jóvenes, de todas las razas y de
todas las creencias, de todas las clases y condiciones sociales.
Me hacía feliz que tantos de los que habían hecho
que este día fuera posible, tuvieran la ocasión de
compartirlo conmigo.

Los muchos «Amigos de Bill» que asistieron
daban buen ejemplo de hasta qué punto yo estaba en deuda
con mis amigos personales: Martha Scott y Martha Whetstone, que
organizaron mis campañas en el norte de California, eran
viejas amigas de Arkansas; Sheila Bronfman, jefa de los Viajeros
de Arkansas, había vivido a la vuelta de la esquina de
nuestra casa cuando yo era fiscal general; Dave Matter, mi jefe
en el oeste de Pennsylvania, me había sucedido como
presidente de promoción en Georgetown; Bob Raymar y Tom
Schneider, dos de mis recaudadores de fondos más
importantes, eran amigos de la facultad y nos veíamos
también en los fines de semana del Renacimiento.
Había mucha gente como ellos, que habían hecho que
este día fuera posible.

La ceremonia empezó a las once y media. Los altos
cargos desfilaron por la plataforma, siguiendo el orden
protocolario, junto con sus acompañantes del Congreso. El
presidente Bush salió justo antes que yo, con la banda de
los marines, dirigida por el coronel John Bourgeois, tocando
«Hail to the Chief» para ambos. Contemplé la
inmensa multitud.

Entonces, Al Gore juró el cargo. Le tomó
juramento el juez de la Corte Suprema Byron White. En principio
estaba previsto que lo tomara el juez jubilado de la Corte
Suprema Thurgood Marshall Jr., un gran abogado de los derechos
civiles al cual el presidente Johnson había designado juez
del alto tribunal, el primero de raza negra, pero se había
puesto enfermo. No era habitual que un juez jubilado hiciera los
honores, pero el hijo de Marshall, Thurgood III,
pertenecía al equipo de Al. Otro hijo, John, era un
policía estatal en Virginia y había abierto nuestro
desfile en automóvil desde Monticello hasta Washington.
Marshall murió cuatro días después de la
investidura. La mayoría de ciudadanos norteamericanos
lloraron por él, le echaron de menos y apreciaron
profundamente la importancia de su figura, pues recordaban
cómo era el país antes de que él se
propusiera cambiarlo.

Después de la jura, la gran mezzosoprano Marilyn
Horne, a la que conocí cuando actuó en Little Rock
unos años atrás, interpretó un
popurrí de canciones clásicas norteamericanas.
Luego llegó mi turno. Hillary se quedó de pie a mi
izquierda, sosteniendo nuestra Biblia familiar. Con Chelsea a mi
derecha, puse mi mano izquierda sobre la Biblia, levanté
la derecha y repetí las palabras del juramento que
pronunciaba el presidente de la Corte Suprema Rehnquist;
juré solemnemente «ejecutar fielmente» el
mandato presidencial, y «con todas mis fuerzas y mi
voluntad, conservar, proteger y defender la Constitución
de los Estados Unidos, con la ayuda de Dios».

Estreché la mano del presidente de la Corte
Suprema y la del presidente Bush, luego abracé a Hillary y
a Chelsea y les dije que las quería. A continuación
el senador Wendell Ford me convocó a la tribuna como
«el presidente de Estados Unidos». Empecé
situando el momento actual en el marco de la historia de Estados
Unidos:

Hoy nos hemos reunidos para celebrar el misterio de la
renovación norteamericana. Esta ceremonia se desarrolla en
lo más profundo del invierno. Pero con las palabras que
pronunciamos y los rostros que mostramos al mundo, hemos hecho
llegar la primavera. Una primavera renacida de la democracia
más antigua del mundo, que trae consigo la visión y
el valor necesarios para reinventar
Norteamérica.

Cuando nuestros fundadores declararon valientemente la
independencia de Norteamérica frente al mundo, y nuestra
resolución con el Todopoderoso, sabían que
Norteamérica, para sobrevivir, tendría que
cambiar… Cada generación de ciudadanos tiene que
redefinir lo que significa ser norteamericano.

Después de saludar al presidente Bush,
describí la situación actual:

Hoy, una generación nacida a la sombra de la
Guerra Fría asume nuevas responsabilidades en un mundo
cálido gracias a los rayos de la libertad, pero aún
amenazado por los antiguos odios y las nuevas plagas. Nos criamos
durante una etapa de prosperidad sin par y heredamos una
economía que sigue siendo la más fuerte del mundo,
pero que está debilitada… Fuerzas profundas y poderosas
agitan y transforman nuestro mundo y la pregunta más
urgente de nuestro tiempo es si podemos hacer del cambio nuestro
amigo, en lugar de nuestro adversario… No hay nada de lo que
hoy aflige a Norteamérica que no pueda curarse con lo
bueno que tiene Norteamérica.

Sin embargo, advertí que «no
resultaría fácil; requerirá sacrificios…
Debemos cuidar de nuestra nación del mismo modo que una
familia cuida de sus hijos». Pedí a mis
conciudadanos que pensaran en la posteridad, en «el mundo
que vendrá después de nosotros, el mundo para el
que preservamos nuestros ideales, para el que pedimos prestado
nuestro planeta, al que debemos una sagrada responsabilidad.
Debemos hacer lo que Norteamérica sabe hacer mejor:
ofrecer más oportunidades para todos y exigir más
responsabilidades a todos».

Dije que, en nuestra época,

No existe ya una clara división entre lo que es
extranjero y lo que es nacional. La economía mundial, el
entorno mundial, la crisis mundial del SIDA, la carrera
armamentística mundial, nos afectan a todos…
Norteamérica debe seguir liderando el mundo, que tanto
hemos trabajado para crear.

Cerré mi discurso con un reto al pueblo
norteamericano; dije que con sus votos «habían hecho
llegar la primavera», pero que el gobierno solo no
podía crear la nación que ellos deseaban.
«Ustedes también deben desempeñar un papel en
nuestra renovación. Ofrezco este reto a una nueva
generación de norteamericanos jóvenes: un tiempo de
responsabilidades… Hay tanto que hacer… Desde la jubilosa
cima de esta montaña de celebración, nos llega una
llamada para luchar en el valle. Hemos oído las trompetas.
Hemos cambiado la guardia. Y ahora, cada uno a nuestra manera, y
con la ayuda de Dios, debemos responder a la
llamada.»

Aunque algunos comentaristas criticaron mucho el
discurso, argumentando que carecía tanto de frases
pegadizas como de precisiones convincentes, yo me sentí
muy satisfecho. Tenía destellos de elocuencia y era claro.
Decía que íbamos a reducir el déficit, al
tiempo que aumentaríamos las inversiones clave para
nuestro futuro; retaba al pueblo norteamericano a hacer
más por ayudar a los necesitados y para curar las
divisiones que nos herían. Además era corto, el
tercer discurso de investidura más corto de la historia,
después del segundo que pronunció Lincoln en su
investidura, que fue el mejor de todos, y el segundo de
Washington, que duró menos de dos minutos. Esencialmente,
Washington solo había dicho algo así como
«Gracias, vuelvo al trabajo, y si no lo hago bien, que me
riñen». Por el contrario, William Henry Harrison
pronunció el discurso más largo de la historia, en
1841; habló, en un frío día y sin abrigo,
durante más de una hora. Terminó enfermo de una
neumonía mal curada que treinta y tres días
más tarde le costó la vida. Al menos yo fui
compasiva e inusualmente breve; la gente sabía mi forma de
ver el mundo y qué tenía intención de
hacer.

Las palabras más bellas de ese día las
pronunció sin duda Maya Angelou, una mujer alta con una
voz profunda y fuerte, a la que pedí que escribiera un
poema para la ocasión, el primer poeta que lo hacía
desde que Robert Frost habló durante la ceremonia de toma
de posesión del presidente Kennedy, en 1961. Yo
había seguido la carrera de Maya desde que leí su
autobiografía, Yo sé por qué canta el
pájaro enjaulado, que habla de su infancia
traumática, cuando era una niña muda en una
comunidad negra y pobre en Stamps, Arkansas.

El poema de Maya, «On the Pulse of Morning»,
encandiló a la gente. A partir de la poderosa imagen de
una roca en la que erguirse, un río donde descansar y un
árbol con raíces en todas las culturas y razas que
conforman el mosaico de Estados Unidos, el poema era una
súplica apasionada bajo la forma de una amable
invitación:

Lift up your faces, you have a piercing
need

For this bright morning dawning for
you.

History, despite its wrenching pain,

Cannot be unlived, but if faced

With courage, need not be lived
again.

Lift up your eyes upon

This day breaking for you.

Give birth again

To the dream.

………………….

Here on the pulse of this new day

You may have the grace to look up and
out

And into your sister's eyes, and
into

Your brother's face, your country

And say simply

Very simply

With hope

Good morning.*

Billy Graham puso fin a nuestro buen día con una
breve bendición y Hillary y yo abandonamos el escenario
para acompañar a los Bush por la escalera posterior del
Capitolio, mientras el helicóptero presidencial, el Marine
One, esperaba para llevarles durante la primera etapa de su
regreso a casa. Volvimos dentro para almorzar con el
Comité del Congreso y luego condujimos por Pennsylvania
Avenue, hacia la tarima situada frente a la Casa Blanca desde
donde contemplaríamos el desfile de la investidura.
Salimos del coche con Chelsea y andamos durante las
últimas manzanas de la ruta, para poder saludar a toda la
gente que había a lo largo del camino.

Después del desfile, entramos por primera vez en
nuestro nuevo hogar, con apenas dos horas para saludar a todo el
personal, descansar, y prepararnos para la noche. Milagrosamente,
los transportistas ya habían trasladado todas nuestras
pertenencias durante las ceremonias de toma de posesión y
el desfile.

A las siete, dimos comienzo a nuestra maratoniana velada
con una cena, seguida de una visita a cada uno de los once bailes
de investidura que se celebraban. Mi hermano cantó para
mí en el Baile Juvenil de la MTV, y en otro yo
toqué un dúo de saxo, basado en «Night
Train», con Clarence Clemons. Sin embargo, en la
mayoría de los bailes Hillary y yo decíamos unas
breves palabras de agradecimiento y luego bailábamos
algunos compases de alguna de nuestras canciones preferidas,
«It Had to Be You» en las que ella lucía su
precioso vestido de color púrpura. Mientras tanto, Chelsea
estaba de fiesta con sus amigos de Arkansas en el Baile Juvenil y
Al y Tipper se ciñeron a su propia agenda. En el baile de
Tennessee, Paul Simon les obsequió con su famoso
éxito «You Can Call Me Al». En el baile de
Arkansas, presenté a Madre a Barbra Streisand y les dije
que creía que se llevarían bien. Hicieron
más que eso. Se hicieron rápidamente amigas
íntimas; Barbra llamó por teléfono a mi
madre cada semana, hasta que murió. Aún tengo una
fotografía de las dos, caminando cogidas de la mano la
noche de la investidura.

Cuando volvimos a la Casa Blanca ya eran más de
las dos de la madrugada. A la mañana siguiente,
teníamos que levantarnos temprano para asistir a una
recepción pública, pero yo estaba demasiado animado
para irme a dormir. Teníamos a todo el mundo en casa: los
padres de Hillary, Madre y Dick, nuestros hermanos, los amigos de
Chelsea de Arkansas y nuestros amigos Jim y Diane Blair, y Harry
y Linda Thomason. Solo nuestros padres se habían ido a
dormir.

Quería echar un vistazo. Ya habíamos
estado en las salas del segundo piso antes, pero ahora era
distinto. Empezaba a darme cuenta de que realmente íbamos
a vivir allí y que tendríamos que convertirlo en un
hogar. La mayoría de las estancias tenían techos
altos y muebles bellísimos y muy cómodos. El
dormitorio y la sala de estar presidenciales miraban al sur;
había una pequeña habitación justo al lado,
que se convertiría en la salita de Hillary. Chelsea
tenía una habitación y un estudio al otro lado del
vestíbulo, pasados el comedor oficial y la cocina
pequeña. Al final del vestíbulo, al otro lado,
estaban los dormitorios principales para invitados, uno de los
cuales había sido la oficina de Lincoln y contiene una de
sus copias manuscritas del Discurso de Gettysburg.

La Sala de Tratados está al lado del dormitorio
Lincoln; se llama así porque el tratado que puso fin a la
guerra entre Estados Unidos y España se firmó
allí, en 1898. Durante muchos años fue el despacho
privado del presidente; generalmente, allí había un
panel de televisores de modo que el presidente del ejecutivo
pudiera ver todos los programas de noticias a la vez. Creo que el
presidente Bush tenía cuatro televisores ahí. Yo
decidí que quería convertirlo en un lugar tranquilo
donde poder leer, reflexionar, escuchar música y mantener
reuniones reducidas. Los carpinteros de la Casa Blanca hicieron
estanterías desde el suelo hasta el techo y el personal
trajo la mesa en la que se había firmado el tratado de paz
entre España y Estados Unidos. En 1869, fue la mesa de
gabinete de Ulysses Grant; había suficiente espacio para
que se sentaran el presidente y sus siete jefes de departamento.
Desde 1898, la habían utilizado para firmar todos los
tratados, incluida la prohibición temporal de pruebas
nucleares, bajo el mandato del presidente Kennedy, y los acuerdos
de Camp David bajo el del presidente Carter. Antes de que
terminara el año, yo también la
usé.

Acabé de completar la habitación con un
sofá Chippendale de finales del siglo XVIII, el mueble
más antiguo de la colección de la Casa Blanca, y
una mesa antigua que compró Mary Todd Lincoln, sobre la
cual pusimos la copa de plata conmemorativa del tratado de 1898.
Cuando puse mis libros y mis CD, y colgué algunas de mis
viejas fotografías, entre ellas una imagen de 1860 de
Abraham Lincoln y la famosa fotografía de Churchill hecha
por Yousuf Karsh, el ambiente de la estancia se volvió
apacible y cómoda. Pasé muchísimas horas
allí en los años siguientes.

Durante mi primer día de presidente, llevé
a Madre al Jardín de Rosas para mostrarle el lugar exacto
donde estreché la mano del presidente Kennedy, casi
treinta años atrás. También cambiamos la
práctica habitual y abrimos las puertas de la Casa Blanca
al público; habíamos dado una entrada a dos mil
personas seleccionadas por sorteo. Al, Tipper, Hillary y yo
estuvimos allí de pie y estrechamos la mano de todos los
afortunados, así como de los que esperaban bajo la
fría lluvia su oportunidad de acercarse a la entrada sur y
entrar en la Sala de Recepciones Diplomáticas para
saludar. Recuerdo a un joven muy decidido, sin entrada, que
había viajado toda la noche haciendo autoestop hasta la
Casa Blanca; llevaba por todo equipaje un saco de dormir.
Después de seis horas, tuvimos que parar, de modo que
salí fuera para hablar con el resto de la gente congregada
en la Jardín Sur. Esa noche, Hillary y yo estuvimos de pie
durante unas horas más, recibiendo a nuestros amigos de
Arkansas y a nuestros compañeros de Georgetown, Wellesley
y Yale.

Unos meses después de la toma de posesión,
se publicó un libro lleno de hermosas fotografías
que captan la alegría y el significado de la semana de la
investidura, con un texto explicativo de Rebecca Buffum Taylor.
En el epílogo de su libro, Taylor escribe:

Hace falta tiempo para que cambien los valores
políticos. Incluso si tienen éxito, deben pasar
meses o incluso años para que se vean con claridad, para
que la perspectiva se amplíe y luego se reduzca de nuevo,
hasta que se halla un punto medio que se funde con lo que podemos
ver hoy.

Eran palabras profundas y probablemente ciertas. Pero yo
no podía esperar años, meses o incluso días
para ver si la campaña y la ceremonia de toma de
posesión efectivamente habían transformado los
valores, habían hecho más profundas las
raíces y habían ampliando el alcance de la
comunidad norteamericana. Tenía demasiado que hacer y, una
vez más, la tarea pasó rápidamente de la
poesía a la prosa, y no toda fue bonita.

Treinta y
uno

El año siguiente trajo una sorprendente
combinación de grandes logros legislativos, frustraciones
y éxitos en política exterior, acontecimientos
imprevisibles, tragedias personales, errores sin mala
intención y tontas violaciones de las costumbres de
Washington, que, combinadas con la manía compulsiva de
filtrarlo todo que sufrían algunos nuevos miembros del
equipo, hicieron que la prensa se volcara sobre nosotros como no
sucedía desde las primarias de Nueva York.

El 22 de enero, anunciamos que Zoë Baird
había retirado su nombre de la lista de posibles
candidatos a fiscal general. Puesto que nos habíamos
enterado de que había empleado inmigrantes ilegales y de
que no les había pagado la Seguridad Social durante el
proceso de selección al cargo, no me quedó
más remedio que reconocer que no habíamos evaluado
el problema de forma conveniente y que era yo, y no ella, el
responsable de la situación. Zoë no nos había
engañado en ningún momento. Cuando contrató
a aquellos asistentes domésticos acababa de conseguir un
trabajo nuevo y su marido tenía vacaciones de verano de
sus clases universitarias. Al parecer, ambos creyeron que el otro
se había encargado de la cuestión de los impuestos.
Yo la creí y seguí trabajando para que se aprobara
su designación durante tres semanas más,
después de que me ofreciera retirarse. Más adelante
nombré a Zoë miembro de la Junta Asesora de
Inteligencia Extranjera, donde contribuyó de forma
significativa a la labor del grupo del almirante
Crowe.

Ese mismo día, la prensa se enfureció con
la Casa Blanca cuando les negamos el privilegio, que
habían tenido durante años, de caminar desde la
sala de prensa, situada entre el Ala Oeste y la residencia, hasta
la oficina del secretario de Prensa, en el primer piso, cerca de
la sala del gabinete. Durante sus continuos paseos se quedaban
por los pasillos y acribillaban a preguntas al primero que
pasaba. Aparentemente un par de ex altos cargos de la
administración Bush mencionaron esta circunstancia a sus
respectivos sucesores y añadieron que restaba eficiencia y
aumentaba las filtraciones; así que decidimos cambiarla.
No recuerdo que me consultaran sobre ello, pero es posible que lo
hicieran. La prensa puso el grito en el cielo, pero nosotros
mantuvimos la decisión; suponíamos que al final lo
aceptarían. No hay ninguna duda de que esta nueva norma
facilitó la libertad de movimientos y las conversaciones
entre el personal de la Casa Blanca, pero huelga decir que no
valió la pena dada la animadversión que
generó. Y puesto que durante los primeros meses la
administración tuvo más filtraciones que una
cabaña de cartón con goteras en el techo y agujeros
en las paredes, no se puede afirmar que confinar a la prensa en
su sala fuera demasiado útil.

Aquella tarde, la del aniversario de «Roe contra
Wade», dicté diversas órdenes ejecutivas. Una
de ellas anulaba la prohibición de Reagan y Bush sobre la
investigación con tejidos fetales. Otra derogaba la
llamada regla de Ciudad de México, que prohibía dar
ayudas federales a agencias de planificación
internacionales que estuvieran de alguna forma relacionadas con
los abortos. Por último, acabé con la «Ley de
la Mordaza» de Bush, que impedía dar
información sobre el aborto en las clínicas de
planificación familiar que recibían fondos
federales. Me había comprometido a todo ello en
campaña y eran decisiones en las que creía. La
investigación con tejidos fetales era esencial para
encontrar tratamientos mejores para el Parkinson, la diabetes y
otras enfermedades. La regla de Ciudad de México
había hecho que no se produjeran menos, sino más
abortos, pues no había permitido repartir
información sobre otros medios de planificación
familiar. Y la ley de la mordaza utilizaba los fondos federales
para impedir que las clínicas de planificación
familiar dieran a las mujeres embarazadas —a menudo
jóvenes asustadas y solas— información sobre
una opción que la Corte Suprema había definido como
un derecho constitucional. Los fondos federales todavía no
podían usarse para financiar abortos, ni en el país
ni en el extranjero.

El 25 de enero, el primer día de Chelsea en su
nueva escuela, anuncié que Hillary iba a encabezar un
grupo de trabajo cuyo objetivo sería elaborar un plan
completo para la sanidad. La ayudarían Ira Magaziner, que
sería el vínculo principal con el gabinete, la
asesora de política interior Carol Rasco y Judy Feder, que
había dirigido nuestro equipo de transición sobre
sanidad. Yo estaba encantado de que Ira hubiera aceptado
dedicarse a la sanidad. Éramos amigos desde 1969, cuando
fue a Oxford como becario Rhodes un año después que
yo. Ahora era un empresario de éxito que había
trabajado en el equipo económico de nuestra
campaña. Ira creía que ofrecer cobertura sanitaria
universal era un imperativo tanto moral como económico. Yo
sabía que Hillary obtendría de ellos el apoyo que
necesitaba para la agotadora tarea que nos esperaba.

Que la primera dama dirigiera los esfuerzos para
reformar la sanidad era algo nunca visto, como también lo
fue mi decisión de dar a Hillary y a su equipo oficinas en
el Ala Oeste, que es donde está la acción
política, en oposición al tradicional espacio que
tenía a su disposición la primera dama en el Ala
Este, donde tenían lugar los actos sociales de la Casa
Blanca. Ambas decisiones generaron mucha polémica. En lo
referente al papel de la primera dama, parecía que
Washington era más conservadora que Arkansas.
Decidí que Hillary debía dirigir el esfuerzo en
sanidad porque sabía que el tema le importaba mucho,
porque tenía tiempo para hacer bien el trabajo y porque
creía que sería una juez justa entre las agencias
gubernamentales, los grupos de consumidores y los diversos
intereses que competían en la industria sanitaria. Yo era
consciente de que se trataba de una empresa difícil; el
intento de Harry Truman de ofrecer cobertura sanitaria universal
casi había acabado con su presidencia, y ni Nixon ni
Carter consiguieron que sus proyectos de ley fueran más
allá del comité. Con el Congreso más
demócrata en muchas décadas, Lyndon Johnson
consiguió Medicare para los ancianos y Medicaid para los
pobres, pero ni siquiera trató de asegurar al resto de los
que se quedaron sin cobertura. Sin embargo, yo creía que
debíamos aspirar a la cobertura universal, de la que todas
las demás naciones ricas hacía tiempo que
disfrutaban, tanto por razones de salud como por motivos
económicos. Casi cuarenta millones de personas no
tenían seguro médico, pero nos gastábamos el
14 por ciento de nuestro PIB en sanidad, un 4 por ciento
más que Canadá, el país que tenía el
siguiente porcentaje más alto.

La noche del veinticinco, la Junta del Estado Mayor
solicitó una reunión de urgencia para discutir la
cuestión de los gays en el ejército. A primera hora
de aquel día, el New York Times había informado que
debido a la fuerte oposición militar al cambio, yo
demoraría la redacción de un reglamento formal que
levantaría la prohibición de que sirvieran en el
ejército durante un período de seis meses, mientras
consultaba la opinión de funcionarios más veteranos
y reflexionaba sobre los aspectos prácticos del asunto.
Era algo muy razonable. Cuando Harry Truman ordenó la
integración racial de las fuerzas armadas, dio al
Pentágono todavía más tiempo para decidir
cómo llevarla a cabo de una forma que fuera coherente con
su misión fundamental de mantener una fuerza de combate
bien preparada, cohesionada y con la moral alta. Durante esos
seis meses, el secretario Aspin pediría al ejército
que dejara de preguntar a los reclutas su orientación
sexual y que terminaran los licenciamientos de los hombres y
mujeres homosexuales, a menos que se les hubiera descubierto
realizando actos homosexuales, pues estos constituían una
violación del Código de Justicia Militar, que
seguiría vigente.

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