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El antes y el después de la independencia de República Dominicana



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

    LA ESPAÑA BOBA: La
    España Boba en Santo Domingo. El período de la
    España Boba se inicia en Santo Domingo en 1809,
    despuès de la derrota del ejército Francés
    en la batalla de Palo Hincado.

    LA RECONQUISTA Y LOS HATEROS: La
    Guerra de la Reconquista fue obra de los hateros. Los hateros
    fueron el único grupo social importante Que quedó
    en el país a raíz del Tratado de
    Brasilea

    En 1795.

    JUAN SÀNCHEZ RAMÌREZ:
    España, ocupada en su lucha contra la invasión
    francesa. No podía hacerse cargo de la colonia de Santo
    Domingo. Por esta razón no podía enviar un
    gobernador. Fue así Como Juan Sánchez
    Ramírez ocupó el cargo de gobernador de la colonia
    en 1809. La permanencia de Juan Sánchez Ramírez en
    el poder Fue efímera. En 1811 Sánchez
    Ramírez murió, pero el Panorama de Santo Domingo no
    había cambiado. Desde 1809.La falta de toma de medidas por
    parte de Sánchez Ramírez había tornado la
    situación de la Colonia muy delicada.

    INVASIÓN HAITIANA
    (1822-1844):
    Una mañana del año de 1830,*
    del terrible año a que alude la profecía de Gabriel
    Rosseti, zarpa del viejo puerto de Santo Domingo de Guzmán
    una pequeñaembarcación sobre cuyo mástil
    flota, acariciada por las brisas que sacuden los árboles a
    ambas riberas del Ozama, la bandera de España. Sobre la
    cubierta de la frágil embarcación, casi tan
    débil como las mismas en que algunos siglos antes entraron
    por aquel río legendario los descubridores, se halla de
    pie un adolescente de ojos azules y de finos cabellos
    ensortijados. Su vista permanece suspensa, mientras se aleja la
    nave, de un grupo de personas que desde el muelle agitan sus
    pañuelos en señal de despedida. En el centro del
    grupo se destaca el padre del viajero, un hidalgo de noble
    continente que ha abandonado ese día sus quehaceres para
    dar el último abrazo al hijo a quien envía a
    España en busca de la cultura que no podía ya
    ofrecerle el país con su creciente pobreza y su
    universidad clausurada. Junto a él, apoyándose en
    su brazo y con el año más probable del viaje de
    Duarte a los Estados Unidos y Europa, según algunos
    historiadores, es el de 1827. Los ojos llenos de lágrimas,
    se divisa la silueta de una matrona alta y delgada, en quien es
    fácil reconocer a la madre por el tesoro de ternura que
    pone en el ademán con que agita la mano para despedir al
    que se ausenta. Y entre ambos, llenas de. inquietud pero al
    propio tiempo felices por las esperanzas que despierta en su
    corazón aquel viaje, las cuatro hermanas del adolescente
    de pupilas azules siguen con ansiedad la estela que va dejando la
    nave sobre el río de mansas ondas rizadas. El joven que se
    ausenta en aquella mañana de primavera, a bordo de una
    endebleembarcación española, es Juan Pablo Duarte,
    segundo hijo del matrimonio de Juan José Duarte y de
    doña Manuela Diez Ximenes. Cuenta a la sazón con
    poco menos de diecisiete años pero ya denuncia en los
    profundos surcos de la frente y en la mirada soñadora su
    inclinación al estudio y cierta vaga curiosidad por la
    ciencia y la filosofía. Su porte, tal como se descubre
    bajo la oscura casaca que desciende 'irreprochablemente de los
    hombros, es de una distinción que sorprende en aquel joven
    cuyo semblante varonil contiene algunos rasgos femeninos que
    comunican al conjunto de su figura un aire de persona enfermiza y
    delicada. Hasta la frente alta y tersa descienden, en efecto,
    algunas hebras doradas, y las mejillas tienen una palidez de
    nácar que se torna más intensa merced a la dulzura
    que despide su mirada candorosa. Todavía quienes le
    conocieron en la plenitud de la vida, cuando ya las líneas
    de su rostro se habían endurecido por los años y
    cuando ya el dolor había abierto en su frente los surcos
    que desgarran prematuramente a los grandes desengañados,
    hablan con admiración de sus mejillas suaves como las
    rosas y de sus ojos acariciadoramente bondadosos.

    Algunos detalles, sin embargo,
    atenúan el narcisismo que asoma en ciertos rasgos de la
    figura y del semblante de este adolescente afiebrado. El bozo, en
    primer término, apunta ya nerviosamente sobre su labio, y
    tiende a adquirir un color oscuro que contrasta con el oro
    pálido de la cabellera ensortijada; el mentón
    anguloso acentúa por su parte el aire varonil, y bajo la
    mansedumbre de la mirada, no obstante despedirse de ella una
    suavidad extraordinaria, se adivina la energía del
    carácter, tal como por el brillo de lahoja se infiere el
    temple del acero. Cuando la nave abandona el río y se
    adentra en el mar, sereno en aquel momento bajo la plenitud de la
    mañana, los ojos de Duarte se clavan en la Torre del
    Homenaje, el viejo bastión erguido frente al
    Océano, y de súbito su semblante de adolescente se
    entristece: la última visión de la patria que
    contempla allá en la lejanía es la de la bandera de
    Haití, enseña intrusa que flota sobre la fortaleza
    colonial como un símbolo de esclavitud y de ignominia. Tal
    vez desde ese instante nació en su pensamiento el
    propósito de volver un día a redimir a su pueblo de
    tamaña afrenta y a bajar de aquella torre la enseña
    usurpadora.

    Era aquélla la primera vez que
    Duarte se desprendía del calor de su hogar, en donde
    había hasta entonces vivido como un niño mimado.
    Desde que nació, el 26 de enero
    de 1813, apuntaron en él, junto con una
    simpatía cautivante, presente siempre en el candor de la
    sonrisa y en la profundidad azulosa de las pupilas que
    tenían algo de k inocencia del agua, del agua que debe el
    color azul a su pureza, las fallas propias de una
    constitución delicada. Su naturaleza enfermiza dio
    naturalmente lugar a que sus padres lo regalaran desde la cuna
    con los cuidados y atenciones de una vigilancia amorosa. La
    sorprendente inteligencia del niño, unida a su
    índole dulce y a su carácter blando, tendieron a
    aumentar con los años la "solicitud paterna. La madre,
    doña Manuela Diez, se encargó personalmente de
    dirigir sus primeros pasos y de rasgar ante sus ojos los velos
    del alfabeto. Con tal interés desempeñó su
    misión, secundada por el propio discípulo que supo
    responder desde el primer día a esa ternura, que ya a la
    edad de seis años dominaba Duarte el abecedario y
    repetía de memoria el catecismo, enseñanza que
    sembró en su alma los primeros gérmenes de una viva
    sensibilidad religiosa.

    Pero no es sólo del corazón
    de los padres de donde fluye la ola de ternura que rodea a Duarte
    en los días felices de la infancia. Su dulzura y su
    docilidad naturales le conquistan también el amor de los
    extraños. La sirvienta que ayuda en los quehaceres
    domésticos a doña Manuela, una mestiza de ojos
    pardos y de genio locuaz, no puede esconder sus preferencias por
    el niño de guedejas doradas. Los vecinos acuden a su vez a
    prodigar sus caricias al predilecto de la casa. Una dama
    principal, la señora doña Vicenta de la Cueva,
    esposa del señor Luiz Méndez, regidor del Ilustre
    Ayuntamiento de Santo Domingo, lleva a Duarte a la pila del
    bautismo, el 24 de febrero de 1813, y desde entonces lo hace
    objeto de una predilección apasionada. Una amiga
    íntima de doña Manuela, la señora de
    Montilla, cautivada por la precocidad de Duarte, se ofrece
    espontáneamente a guiar la educación del infante.
    Bajo su dirección realiza el tierno discípulo
    progresos extraordinarios. Ya a los siete años posee todos
    los conocimientos que necesita para poder ingresar en una de las
    escuelas públicas que aún sostiene el Ayuntamiento
    en la antigua capital de la colonia. El primer día que
    asiste a este plantel, donde la enseñanza se reduce al
    catecismo y a nociones científicas rudimentarias, escribe
    en su cuaderno toda una plana que el maestro enseña 
    a los demás alumnos como un modelo de limpieza y de primor
    caligráfico.

    Pocos meses después es admitido en
    la mejor escuela para varones que existe en la ciudad: la que
    dirige don Manuel Aybar, persona que tiene reputación de
    instruida y a quien confían la educación de sus
    hijos las familias principales. Aquí aprende,
    además de Gramática y Aritmética avanzadas,
    teneduría de libros. Desde el primer momento se
    destacó en las clases por su fina inteligencia y por su
    receptividad asombrosa. Sus condiscípulos, seducidos por
    su carácter dulce y por sus maneras suaves, le perdonaban
    de buen grado la superioridad que demostraba en todas las
    asignaturas y le vieron sin envidia ascender a «primer
    decurión», título que en las escuelas de la
    época se confería al alumno que por su buena
    conducta y por sus progresos en los estudios se hacía
    digno de ocupar en la clase un sitio de preferencia y de recibir
    en las fiestas del plantel las distinciones más
    señaladas. Cuando ya estuvo en aptitud de emprender
    estudios superiores, vio sus esperanzas frustradas por la orden
    del gobierno de Boyer que cerró la Universidad y
    empezó a perseguir en todas sus formas la cultura. Los
    dominicanos más instruidos de la época, como el
    doctor Juan Vicente Moscoso y el presbítero don
    José Antonio Bonilla, trataron de acudir en ayuda del
    estudiante, famoso ya entre los jóvenes de entonces por
    sus inquietudes intelectuales y por sus aficiones literarias, y
    se empeñaron en suplir con sus consejos y sus libros la
    falta de un centro de enseñanza superior donde Duarte
    pudiera completar su formación
    científica.

    El presbítero Gutiérrez, para
    quien la aplicación y la inteligencia del discípulo
    de don Manuel Aybar no habían pasado inadvertidas,
    solía lamentarse, cuando hablaba con su colega, el
    presbítero Bonilla, acerca de los horrores que
    había desencadenado sobre el país la
    ocupación haitiana, de la pérdida de tantas
    inteligencias forzadas a languidecer en medio de una servidumbre
    vergonzosa. El caso de Duarte salía siempre a relucir en
    aquellas conversaciones teñidas de pesimismo. «Si
    este joven -subrayaba a menudo el presbítero
    Gutiérrez- hubiera nacido en Europa, ya a esta hora
    sería un sabio.» Duarte se aproxima a la
    adolescencia rodeado por todas partes de regalos y de afectos. El
    terror haitiano es la única sombra que se interpone en su
    camino, pero su razón es todavía demasiado tierna
    para que aquella iniquidad logre distraerlo de las preocupaciones
    inocentes de su juventud estudiosa. La esclavitud sólo
    alcanza a hacérsele presente por la falta de
    estímulos con que tropieza su ansia de sabiduría.
    Afortunadamente sus "padres disponen de recursos holgados y
    podrán sin ningún sacrificio, "cuando la
    ocasión se ofrezca, proporcionarle los medios necesarios
    para salir de esta atmósfera asfixiante. Mientras llega
    esa oportunidad, insistentemente reclamada por el
    presbítero Gutiérrez y esperada con ilusión
    por Juan Vicente Moscoso, Duarte se solaza en la dulce intimidad
    de los amores hogareños. Sus horas transcurren muellemente
    y una divinidad amable preside sus pensamientos y guía sus
    pasos como en los días aún cercanos de la
    niñez dichosa. ¡ Se diría, en presencia de
    toda la felicidad que a la sazón le sonríe, que
    Dios se propuso hacer al niño esos presentes de ventura
    como en compensación de la dureza con que el hombre
    sería bien pronto perseguido por el infortunio y golpeado
    por la vida! Duarte viajaba en compañía de don
    Pablo Pujol, un comerciante catalán residente desde
    hacía largos años en Santo Domingo, en donde
    había aumentado considerablemente sus bienes de fortuna.
    Pujol, quien visitaba con frecuencia el hogar de Juan José
    Duarte y de doña Manuela Diez, vio crecer a Juan Pablo y
    le fue cobrando poco a poco una extraordinaria afición:
    sin saber por qué, se sentía atraído por la
    viva inteligencia del adolescente y por su natural bondadoso.
    Cuando el comerciante catalán realizaba una de aquellas
    visitas, las cuales se habían hecho más frecuentes
    después de la ocupación haitiana, sin duda por la
    necesidad que el elemento español sentía entonces
    de reunirse para comunicarse sus esperanzas o sus aprensiones en
    medio de la atmósfera de recelo que por todas partes lo
    envolvía, se aproximaba a Juan Pablo para interrogarlo
    sobre el curso de sus estudios y sobre los progresos logrados en
    el inglés y en otras lenguas extranjeras.

    La conversación se deslizaba muchas
    veces por un terreno casi vedado, pero lleno de seducciones para
    el adolescente y para el visitante. Pujol hablaba de los
    días de la colonia como de una edad dorada. Pintaba con
    cierta voluptuosa complacencia el contraste entre el gobierno de
    Boyer y el del brigadier Kindelán, a quien
    atribuía, como a todos sus antecesores, aptitudes de mando
    excepcionales. No ocultaba su antipatía por el doctor
    José Núñez de Cáceres, el autor de la
    independencia efímera de 1821, porque en su concepto las
    tribulaciones presentes tenían su origen en aquel acto de
    infidelidad a España, ejecutado sin tacto y en el momento
    menos recomendable. Duarte gustaba sobremanera de las
    descripciones que le solía hacer su viejo amigo. Pero
    ignoraba por qué razón le parecían injustas
    las críticas dirigidas a Núñez de
    Cáceres y las preferencias con que el comerciante
    catalán aludía al elemento llegado de la
    Península cuantas veces debía oponerle como
    término de comparación el elemento
    nativo.

    Pero salvo el disgusto con que oía
    las referencias poco agradables de Pujol a los criollos, aquellas
    conversaciones cobraban para el adolescente interés cada
    vez más vivo. Con frecuencia era él quien
    interrogaba a su amigo sobre la política española o
    sobre las causas que habían dado lugar a la
    separación de la metrópoli de sus grandes
    posesiones ultramarinas. En el barco que ahora conduce a ambos
    viajeros a los Estados Unidos, esos diálogos se reanudan y
    cobran mayor libertad y mayor animación en pleno
    Océano, bajo las noches estrelladas de los mares del
    trópico. El capitán de la nave, un marino
    español de palabra ruda y torrentosa, se mezcla con
    frecuencia en las conversaciones de don Pablo Pujol y de su joven
    acompañante. Cuando el comerciante catalán alude,
    en tono siempre peyorativo, "al mestizo dominicano, por el apoyo
    que muchos de ellos prestaron a la obra de Núñez de
    Cáceres y por la resignación con que después
    se plegaron a las tropelías de la soldadesca haitiana, el
    marino secunda con vigor sus puntos de vista y carga la frase de
    palabras gruesas para referirse a los nativos de la parte
    española de la isla, gente en la cual el patriotismo,
    según aquel viejo lobo de mar, se había perdido en
    la servidumbre, y en la cual había evidentemente
    degenerado el sentimiento de la raza 
    colonizadora.

    Duarte, ruborizado por aquellas censuras,
    en gran parte justificadas por la tremenda realidad que estaba a
    la sazón viviendo su país nativo, no osaba replicar
    a sus interpelantes, pero en su conciencia avergonzada se iba
    formando un sentimiento de protesta contra la esclavitud, no
    sólo contra la que Haití había impuesto a su
    patria, sino también contra la menos oprobiosa, pero no
    menos dura, que trajeron a América los conquistadores.
    Cuando llega al puerto de Nueva York y divisa las primeras luces
    que parpadean en las profundidades de la noche, las ideas que se
    han ido acumulando en su cerebro, al calor de las conversaciones
    que ha sostenido desde que puso el pie en la nave, toman forma
    definitiva y empiezan a estallar en su alma como voces
    acusadoras. Nueva York despierta de improviso la
    imaginación de este visitante de diecisiete años.
    La babel monstruosa, con la fiebre de construcción que
    hierve en su seno durante aquellos días de 1830, empieza
    por aturdirlo y por penetrar como una explosión gigantesca
    en sus sentidos maravillados. Pero después, cuando ya ha
    salido de su estupor y comienza a moverse con tranquilidad en la
    urbe cosmopolita, se siente feliz en aquel ambiente donde los
    hombres parecen circular impelidos por ambiciones desmesuradas y
    donde cada persona se siente dueña de un imperio como si
    en su fuero Íntimo oyera fermentar las energías de
    una individualidad poderosa.

    Cuestiones de negocios obligan a don Pablo
    Pujol a prolongar su permanencia en los Estados Unidos. Duarte,
    conquistado ya por el ruido de Nueva York y por el
    carácter norteamericano, se regocija de tal
    determinación y se dedica con ahínco a aprender la
    lengua inglesa. Un yanqui de cultura no común,
    míster W. Davis, le da lecciones de Geografía
    Universal y a la vez que siembra en su mente el amor por los
    viajes, excita su curiosidad por los fenómenos del mundo
    físico y por las costumbres y las características
    de las razas humanas.

    De estas enseñanzas, que el
    discípulo recibió con avidez durante muchas
    semanas, conservó Duarte una rara afición a las
    ciencias geográficas y a los descubrimientos
    etnológicos. Más tarde, cuando se inicie para
    él la hora de las renunciaciones, se refugiará en
    el desierto acompañado de una Geografía Universal y
    de varios Atlas, y se dedicará con entusiasmo al estudio
    de las costumbres y de los orígenes de las tribus
    semisalvajes radicadas en las selvas del Orinoco. Del
    último libro que se desprenderá, cuando lo urja el
    hambre y lo estreche la miseria, será de la
    Geografía adquirida durante su destierro en Hamburgo,
    consuelo de su proscripción y refugio espiritual en los
    ocios obligados de la vejez prematura. Siempre en
    compañía de don Pablo Pujol, a quien su padre
    había dado el encargo de dirigir los pasos del adolescente
    hasta poner a éste en manos de sus parientes en
    España, Duarte emprende viaje algún tiempo
    después con destino a Inglaterra. Su estancia en Londres
    fue más corta que en Estados Unidos. Pujol, a quien su
    compañero de viaje, ya iniciado en los secretos del
    inglés, auxiliaba eficazmente en sus actividades
    comerciales, decidió apresurar su marcha a Francia y
    tomó un barco que condujo a los dos viajeros al
    Havre.

    Pocos días después se
    establecieron en Paris, en el París de 1830, con sus
    calles y sus plazas cubiertas todavía por los restos de
    las barricadas sobre las cuales alzó la revolución
    de julio el trono de Luis Felipe. Un ciudadano francés
    residente en Santo Domingo, monsieur Brouat, había
    iniciado a Duarte en la lengua de Moliére antes de que el
    discípulo entrara en la adolescencia.

    Las nociones adquiridas en la niñez
    le facilitaron el aprendizaje de este nuevo idioma, que
    llegó a dominar al cabo de pocos meses de estancia en la
    capital francesa. Don Pablo Pujol, asombrado de la
    aplicación de Duarte y de la avidez con que se dedicaba al
    estudio, no se mostraba menos sorprendido de la poca
    atracción que ejercían los bulevares de
    París sobre su acompañante. Su espíritu,
    indiferente a cuanto se le ofreciera bajo la forma de seducciones
    frívolas, tendía, por el contrario, a tornarse
    más reflexivo con las enseñanzas recogidas a lo
    largo de aquel viaje. El comerciante catalán no acertaba a
    comprender la causa de toda aquella madurez de carácter
    que parecía impropia de la edad en que visitaba a Paris el
    estudiante dominicano. Don Pablo Pujol, a quien la
    melancólica seriedad de su pupilo le permitía
    descargarse de sus incómodos deberes de tutor y de
    entregarse desembarazadamente a sus propias atenciones,
    dejó, pues, que Duarte visitara con toda libertad la
    capital francesa. Rara vez coincidían, además, los
    gustos de los dos viajeros: mientras el uno buscaba los centros
    comerciales y los sitios de diversión, el otro se
    sentía particularmente atraído por el París
    monumental, lleno de recuerdos napoleónicos y con sus
    foros y sus paseos invadidos por lápidas y columnas
    conmemorativas de las glorias pasadas.

    El contacto con aquel mundo eterno, con el
    mundo arqueológico de los frisos y de las estatuas que
    comunicaron al imperio de Napoleón un aire cesáreo
    y un fondo de galería romana, despertó en Duarte el
    sentimiento de la grandeza militar y el de la gloria guerrera.
    Siempre persistirá en él, tocado por una especie de
    fascinación inconsciente, el amor a la milicia, y nada le
    halagará tanto como el oírse llamar por Pedro
    Alejandrino Pina, en los días más negros de su
    ostracismo, «Decano de los generales de Santo
    Domingo» y «General en Jefe de sus Ejércitos
    Libertadores». Pero París es en aquellos
    años, en 1829 y en 1830, centro de una nueva
    revolución que debía sacudir los espíritus
    con el mismo ímpetu con que la tormenta bonapartista
    sacudió los pueblos y los tronos: el romanticismo, con
    todas las ideas de orden político que en el fondo
    arrastraba esa corriente literaria, removía a Europa y
    anunciaba el nacimiento de una nueva época y de una nueva
    esperanza en el espíritu humano. Con todas esas
    impresiones, recogidas al pasar en el ambiente de París,
    esto es, con los recuerdos aún vivos de la tempestad
    desencadenada por Bonaparte sobre Europa, y con los clamores
    levantados por la representación de «Hernani»
    en los grandes escenarios de Francia, se nutre el corazón
    del viajero, ávido de libertad y obediente, en su divina
    inconsciencia, a las fuerzas secretas que dirigen desde la
    niñez la vida de los predestinados.

    Para dirigirse a España, meta de su
    travesía, don Pablo Pujol resuelve viajar por tierra y
    recorrer el sur de Francia atravesando los Pirineos y recogiendo
    durante algunos días los aires de la ciudad de Bayona.
    Cuando Duarte y el comerciante catalán pisan poco
    después tierra española, Pujol trata de reanudar
    otra vez aquellos diálogos familiares con que desde un
    principio se propuso infundir a su acompañante el amor a
    la estirpe de sus mayores.

    Pero el pensamiento de Duarte se hallaba absorbido por
    una realidad más dolorosa a la que parecía
    empujarlo el sentimiento ya despierto de su predestinación
    histórica: la isla natal, más digna de su solicitud
    y de su amor que la tierra sagrada donde había nacido su
    padre y donde habían sido abiertas las tumbas de sus
    antepasados. Aunque cuidó de que no trascendiera a Pujol,
    quien durante el viaje había herido frecuentemente sus
    fibras patrióticas con alusiones despectivas a su tierra y
    a sus conciudadanos, Duarte sintió en toda su intensidad
    la emoción de todo criollo que llega por primera vez a
    España. La tierra que pisaba tenía derecho a ocupar
    en su corazón siquiera una mínima parte del afecto
    reservado para su patria nativa. Su padre, en efecto,
    procedía de legítima solera andaluza; y era,
    además, un ciudadano español de finísimo
    espíritu y de abolengo distinguido. Nacido en un pueblo de
    Andalucía, no lejos de Sevilla, Juan José Duarte
    perteneció a una familia de cuna no vulgar, en la que
    sobresalieron hombres de armas y de letras, sobre todo varones de
    muchísimas virtudes que se distinguieron en la carrera
    religiosa.

    Todavía muy joven, emigró a Santo Domingo,
    y gracias a sus conocimientos en náutica pudo abrir, en la
    antigua calle de la Atarazana, vieja arteria de la urbe colonial
    que tenía fácil acceso a los muelles del Ozama por
    la vecina Puerta de San Diego, un establecimiento donde los
    buques que arribaban en aquella época a la isla se
    proveían de forros y de otros artículos similares.
    El almacén de Juan José Duarte se hizo pronto
    popular entre la marinería que abordaba el Ozama
    procedente de los puertos de Europa, en naves con frecuencia
    averiadas por los vendavales del trópico o por las largas
    navegaciones. El inmigrante sevillano, cuyos negocios prosperan
    no obstante las vicisitudes por las cuales atraviesa la colonia a
    causa de la cesión a Francia, lo que hizo cundir la
    pobreza y el disgusto entre los naturales, contrae hacia 1800
    matrimonio con una criolla por cuyas venas circulan a la par la
    sangre indígena y la sangre española: doña
    Manuela Diez, hija legítima de don Antonio Diez, oriundo
    de la villa de Osorno, y de doña Rufina Jiménez,
    natural de Santa Cruz del Seybo. Entre los ascendientes de
    doña Manuela figuran un sargento mayor de la plaza del
    Seybo, don Juan Benítez, y una clarísima dama de la
    misma villa, doña Francisca Bexarano.

    El matrimonio con una dama vinculada, por poderosos
    vínculos de familia, al suelo dominicano, acaba por unir
    definitivamente a don Juan José Duarte a su nueva patria
    adoptiva. Los cambios desfavorables que ocurren en la isla, antes
    y después de la hazaña de Palo Hincado, no influyen
    en la decisión por él adoptada, y mientras muchos
    de sus compatriotas abandonan a Santo Domingo cuando se hace
    efectivo el traspaso a los franceses o cuando la soldadesca
    haitiana implanta el terror entre las familias españolas,
    Juan José Duarte figura entre el elemento peninsular que
    resuelve correr la suerte de la gente oriunda del país y
    solidarizarse en la desgracia con la población nativa. Los
    motivos de orden sentimental que le dictan esa
    determinación parecen obedecer, en su oculto origen, a
    influencias misteriosas.

    El segundo de sus hijos, aquel a quien la Providencia
    destinaba para libertador de la patria, no había
    aún nacido cuando ocurre la cesión a Francia, y
    todavía no ha salido de la niñez cuando la barbarie
    llega al país con los soldados de la ocupación
    haitiana. Si Juan José Duarte sigue el ejemplo de la
    mayoría de sus compatriotas y emigra como ellos a Cuba o
    Venezuela, el elegido de Dios se hubiera seguramente apartado de
    la vía a que lo predestinaban sus genios tutelares. Pero
    la inteligencia suprema que dirige la marcha de los pueblos y
    traza a los hombres su trayectoria inexplicable, dispuso que no
    se rompiera el lazo que vinculaba al país el hogar en
    donde debía nacer el Padre de la Patria. No es éste
    el único misterio que rodea la vida de Juan José
    Duarte y que hace que el inmigrante español obedezca,
    desde que se radica en la isla, a ciertos designios
    sobrenaturales.

    Los españoles residentes en Santo Domingo,
    especialmente los de origen catalán, se plegaron de buen
    grado, en 1822, a la ocupación haitiana, e hicieron
    manifestaciones públicas de adhesión al gobierno de
    Boyer por espíritu de represalia contra las medidas
    dictadas cuando Núñez de Cáceres
    proclamó la separación de la parte oriental de la
    isla de la corona de España. En el acta constitutiva del
    gobierno provisional que se creó a raíz de la
    proclamación de la independencia de 1821, se
    incluyó, en efecto, un artículo en virtud del cual
    fueron eliminados de los empleos y magistraturas civiles todos
    los funcionarios de nacionalidad española. Poco
    después, por instigación del propio
    Núñez de Cáceres, el gobierno provisional
    impuso al comercio un empréstito de sesenta mil pesos
    destinado a cubrir las necesidades más urgentes del
    servicio público, en vista de que la perezosa
    administración de don Pascual Real, último
    gobernador de la colonia, había dejado exhaustas las cajas
    del tesoro, y fueron principalmente los comerciantes catalanes,
    los únicos que disponían de riqueza en el
    país esquilmado por los tributos y arruinado por la
    cesión a Francia y por otras vicisitudes, los que debieron
    soportar las consecuencias de esa medida imperiosa.

    El resentimiento producido entre el elemento peninsular
    por la expulsión de los españoles del servicio
    público, llegó con la nueva providencia a tal grado
    de irritación que el señor Manuel Pers y el
    señor Buenjesús se pusieron a la cabeza de los
    comerciantes catalanes y realizaron una verdadera guerra de
    propaganda contra el gobierno que acababa de decretar la
    independencia del país de la monarquía
    española. Cuando Boyer arriba a la ciudad de Santo Domingo
    al frente de sus compañías de granaderos, el
    comercio español se apresuró a dirigirle un
    manifiesto en que se declaraba en desacuerdo con la
    República creada por Núñez de Cáceres
    y se adhería al nuevo orden que iba a ser implantado por
    la soldadesca haitiana. Juan José Duarte, a quien se
    invitó a firmar ese documento ignominioso, no sólo
    se negó a estampar su nombre al pie del manifiesto, sino
    que desaprobó públicamente aquel acto como indigno
    de la hidalguía española. Juan José Duarte
    soporta durante veintidós años los horrores de la
    ocupación haitiana. Durante ese tiempo se retrae de todo
    contacto con los invasores y trata de levantar su familia al
    margen de la atmósfera impura con que Borgellá y
    sus continuadores se empeñan en corromper la sociedad
    dominicana. Cuando aquel de sus hijos en quien ve mejor
    reproducidas las grandes virtudes de su raza, llega a la
    adolescencia, se preocupa por sustraerlo del ambiente nativo,
    más sucio a la sazón que un establo, y lo
    envía a Estados Unidos y a Europa, donde espera que las
    fibras de su carácter, aflojadas por la servidumbre, se
    endurezcan en el estudio y adquieran la templanza requerida por
    la situación de su país gracias al contacto con un
    centro de cultura avanzada. Cuando Duarte, reincorporado ya a su
    medio, empieza su obra revolucionaria y se expone a sí
    mismo y expone a su familia a la saña de los invasores, el
    hidalgo sevillano mira con secreta simpatía y con
    íntimo orgullo la empresa acometida por su hijo para
    rescatar a su patria del dominio extranjero. Doña Manuela,
    a quien cierto egoísmo de familia pudo haber conducido a
    emplear el ascendiente que tenía sobre su vástago
    para disuadirlo de una obra tan arriesgada como era la de demoler
    el despotismo haitiano, no entorpeció tampoco la labor del
    más amado de sus hijos, heredero de la ejemplar entereza
    de aquella mujer de gallardía espartana. Cuando le
    llegó la hora de sacrificar sus bienes para que su propio
    hijo los convirtiera en fusiles y en cartuchos, o la hora de
    expatriar-se para sobrellevar los sinsabores de su viudez en
    tierra extraña, afrontó la adversidad con
    intrepidez conmovedora.

    El espíritu de sacrificio con que la madre
    asiste, en actitud silenciosa, primero a sus trabajos
    revolucionarios y después a su larguísima
    expiación, es una de las causas que más
    poderosamente contribuyeron a sostener el carácter de
    Duarte, que jamás se doblegó ni bajo el peso del
    infortunio ni bajo el rigor de las persecuciones. Los padres
    fueron, sin duda, dignos del hijo, y éste fue, a su vez,
    digno de la estirpe moral de sus progenitores. Pila bautismal de
    la iglesia de Santa Bárbara, donde fue bautizado Juan
    Pablo Duarte. La llegada de Duarte a España coincide con
    un periodo de intensa agitación política en la
    península y, en general, en toda Europa. A la
    irrupción napoleónica, especie de vendaval que
    levantó, sobre las ruinas del antiguo régimen, el
    derecho de los pueblos a reinar sobre los tronos carcomidos,
    seguía ahora un sacudimiento de la conciencia
    democrática que empezaba a golpear las bases de las
    monarquías ya en muchas partes quebrantadas. Duarte, desde
    su arribo a la Madre Patria, puede así recoger en su
    corazón el eco de los tumultos callejeros que
    sacudían a Europa de un extremo a otro. La tierra que pisa
    este joven desconocido es tierra caldeada por tremendas pasiones
    y en todas partes, en el teatro, donde la reacción
    romántica, encabezada por Martínez de la Rosa
    ofrece al pueblo, como en las tragedias de Alfieri, héroes
    febriles que declaman arrebatados por las musas de la libertad;
    en la plaza pública, invadida también por las
    furias de la revolución, y en las asambleas
    parlamentarias, el aire que se respira es aire henchido de
    protestas cívicas y de reivindicaciones
    humanas.

    Duarte había presenciado en su propio
    país, casi desde que nace, un espectáculo
    diametralmente opuesto: su patria yacía en la esclavitud y
    las conciencias parecían dormidas bajo el yugo impuesto
    por Haití a los dominicanos. El aire que allí se
    respiraba era aire de servidumbre, y todo, hasta la Iglesia, se
    hallaba cubierto de tinieblas, silenciado bajo un borrón
    de infamia. La Universidad no existía; las principales
    familias de la colonia habían emigrado a Cuba y a otras
    tierras vecinas; el clero, único apoyo del hogar durante
    aquel siniestro cautiverio, permanecía también
    enmudecido bajo la mordaza oprobiosa, y todos, todos los hombres,
    no disfrutaban de más derechos que el de comer afrentados
    el duro pan que se come al arrullo de las cadenas. El contraste
    entre esas dos realidades debió, sin duda, de conmover
    profundamente el alma de este estudiante débil y
    aparentemente tímido, pero de naturaleza
    apasionada.

    La primera idea que lo asalta, al medir en toda su
    intensidad, desde el suelo libre de Europa, la tragedia de sus
    compatriotas, es la de dedicarse con fervor al estudio y la de
    prepararse intelectualmente para emprender luego en la patria, el
    día que retorne, la empresa de redimir a su pueblo de la
    miseria moral en que permanece sumido. No se preocupa por
    adquirir una profesión que le permita hacerse dueño
    de grandes bienes de fortuna, y más bien trata de
    apresurar sus tareas intelectuales y de orientarlas hacia
    aquellas ramas de las ciencias y de las humanidades que mejor
    podrían servirle para ejercer sobre sus conciudadanos una
    especie de magisterio apostólico. La filosofía es,
    entre todas las asignaturas que cursa en la Madre Patria, la que
    más le atrae, y a ella dedica largas horas de
    lectura.

    Su mente se va así fortaleciendo para el
    sacrificio y todas las fibras de hombre sufrido, de hombre
    inconcebiblemente abnegado que había en su alma, se
    templan hasta la rigidez en aquel aprendizaje digno de una
    conciencia romana. Las noticias furtivas que el estudiante recibe
    de su país son desconsoladoras. La tiranía de Jean
    Pierre Boyer, el astuto gobernante haitiano que mantiene toda la
    isla sometida a su despotismo irrefrenable, se torna cada
    día más pesada. La pobreza aumenta cada año,
    la vigilancia del sátrapa y de su soldadesca es cada vez
    más grande, y la reclusión de las familias en sus
    hogares, único signo de protesta que se vislumbra en medio
    de la abyección, sólo sirve para excitar la
    cólera de los invasores. El gobernador militar de Santo
    Domingo y las autoridades del departamento del Cibao se
    empeñan en desterrar el idioma español de las pocas
    escuelas que continúan abiertas, y la lengua de los
    dominadores es la que preferentemente se emplea en todos los
    documentos oficiales.

    El estrago y la ruina se extienden por todas partes, y,
    mientras tanto, envilecida en medio de aquel desierto, la
    conciencia nacional permanece aletargada. La estancia en
    Cataluña se le hace a Duarte insoportable. Su sensibilidad
    patriótica, herida hasta lo más profundo por los
    informes que recibe desde la isla distante, no puede resistir
    aquella prueba. Ya el hombre, por otra parte, ha visto de cerca
    la libertad, y ha contemplado cara a cara, con sus ojos
    asombrados de estudiante de filosofía, el nacimiento de un
    nuevo mundo moral que empieza a remover a Europa y que brota
    lentamente de las entrañas de sus pueblos
    cansados.

    En lo sucesivo, un solo pensamiento lo domina: el de
    anticipar su regreso para emprender en su patria la obra de
    convencimiento y de conspiración necesaria hasta que logre
    arrancar y sustituir por otra que ya ondea en sus sueños
    la odiosa bandera que al partir dejó flotando sobre la
    vieja fortaleza española.

    Finaliza el año de 1833 cuando Juan Pablo Duarte
    abandona a Europa y emprende el camino del regreso. Los parientes
    que sobre el viejo y destartalado muelle del puerto de Santo
    Domingo de Guzmán lo reciben una mañana en sus
    brazos, ante la indiferencia de los soldados haitianos, que
    vigilan los contornos y efectúan el registro de las
    embarcaciones que de cuando en cuando llegan al Ozama, quedan
    sorprendidos de la transformación experimentada por el
    viajero y de la cual el rostro muestra algunos signos visibles:
    la fisonomía se ha vuelto más severa y en los ojos
    azules se ha hecho más-honda y más frecuente la
    nube de la melancolía.

    La casa de don Juan José Duarte y de doña
    Manuela Diez se llena pocas horas más tarde de familiares
    y amigos que acuden a saludar con júbilo al recién
    llegado. Entre ellos se filtran muchos curiosos ávidos de
    noticias del exterior, y algunos jóvenes de
    espíritu inquieto a quienes una secreta afinidad aproxima
    al futuro Padre de la Patria. Las miradas de Duarte se detienen
    con atención en algunos de sus compañeros de
    infancia. Allí está Juan Isidro Pérez, un
    estudiante de alma tierna que parece excederlos a todos en
    adhesión inconsciente y pasional al que desde aquel mismo
    día reconocerá por maestro; Juan Alejandro Acosta,
    ya a la sazón marino experimentado y visitante asiduo del
    almacén abierto por Juan José Duarte en la calle
    de La Atarazana,. José María
    Serra y algunos jóvenes más de temperamento
    romántico que no habían visto otras costas que las
    de su país nativo, pero que en la cautividad se
    habían refugiado en la meditación soñadora.
    Entre las personas de viso que con mayor entusiasmo celebran el
    retorno de Duarte figuran el presbítero José
    Antonio Bonilla y el doctor Manuel María
    Valverde.

    Este último interrumpe súbitamente las
    expansiones amistosas de los visitantes, para hacer a Juan Pablo
    una pregunta que no produjo en ninguno de los presentes la menor
    sorpresa: -¿Y qué fue lo que
    más te impresionó en tus viajes por Europa? Cuando
    todos, inclusive el interpelante, esperaban una respuesta
    frívola, Duarte responde con voz trémula pero
    teñida de emoción y de firmeza: -Los fueros y las
    libertades de Cataluña; fueros y libertades que espero
    demos un día nosotros a nuestra patria. La frase
    cayó en medio de la sala como un proyectil fulminante
    José María Serra se levantó electrizado de
    su asiento, y Juan Isidro Pérez, vibrante como una cuerda
    golpeada, tembló desde los pies a la cabeza. El doctor
    Valverde, desconcertado primeramente por aquella respuesta
    inesperada, se adelantó luego hacia su amigo para decirle
    con voz cálida: -Si algún día emprendes esa
    magna obra, cuenta con mi cooperación

    Algunas semanas después, Duarte se reúne
    con los amigos y condiscípulos que se congregaron en su
    hogar el día de su llegada. Pero durante estos primeros
    encuentros, no denuncia a nadie sus propósitos ni deja
    traslucir en sus palabras el motivo de sus preocupaciones. Todos
    sus pasos, por el contrario, parecen obedecer a una cautela
    asombrosa. Su primera medida debe consistir en una obra de
    captación personal, y a lo que tiende, por el momento es a
    atraerse a los hombres que por razones de edad y de sentimiento
    son más susceptibles de adherirse con entusiasmo a la
    empresa que ya tiene proyectada. El medio que utiliza para esta
    labor de atracción es el de ascendiente moral que sobre
    muchas de esas almas jóvenes podía entonces darle
    la superioridad de la cultura. Gracias a los conocimientos que
    adquirió durante su estancia en Barcelona y a cierto don
    de simpatía personal con que lo dotó abundantemente
    la naturaleza, le fue fácil convertirse en el mentor de
    aquella juventud ansiosa de enseñanza.

    El almacén de la calle de La
    Atarazana 
    se transforma en una especie de ágora,
    a donde acuden muchos jóvenes a recibir cada día de
    labios de Juan Pablo Duarte lecciones de latinidad, de
    matemáticas, de literatura, de filosofía y de otras
    ramas del saber humano. El maestro habla a sus discípulos
    sin petulancia, pero subraya sus palabras con el ademán
    persuasivo del que convence y del que crea. Aquellas lecciones,
    que tenían más bien el carácter de un
    diálogo que el de una cátedra, despiertan en muchos
    de los que escuchan fibras que durante el cautiverio
    permanecieron ignoradas: en José María Serra nace
    la vena del escritor y del poeta emotivo; en Pedro Alejandrino
    Pina empiezan a vibrar, con resonancias de himno
    patriótico, las cadencias de la cuerda oratoria; y en los
    demás brota, con impetuosa energía, el sentimiento
    nacionalista, revuelto a veces con el de la inspiración
    literaria.

    Las ciencias y las letras crean desde aquel momento,
    entre Duarte y sus discípulos, una fraternidad que en lo
    sucesivo se irá haciendo más estrecha con el
    sufrimiento y las persecuciones. Creado el vínculo
    indestructible mediante esa especie de relación
    enigmática que tiene la palabra de los grandes redentores,
    Duarte se decide a desnudar su pensamiento a aquellos de sus
    compañeros a quienes considera más adictos a
    él o más aptos para la labor de propaganda secreta
    que la libertad de la patria hará en lo adelante
    necesaria.

    Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

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