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El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

El 13 de julio se trasladó Duarte a la casa en
donde se hallaba Pina, por considerarla más segura que la
de don Luciano de Peña. Al día siguiente,
volvió a cambiar de asilo y se acogió entonces a la
hospitalidad del señor Manuel Hernández.
Aquí permaneció dos días. El 16 circularon
en la ciudad rumores de que el nuevo escondite había sido
descubierto, y el perseguido, informado a tiempo por sus
copartidarios, aguardó la noche para reunirse con Juan
Isidro Pérez en la casa que ocupaba la familia de don
Jaime Yepes, al pie de la cuesta de San Lázaro. De
aquí pasó luego, gracias a la eficaz
mediación del coronel Teodoro Ariza, al hogar de don
Eusebio Puello, situado en la calle conocida hoy con el nombre de
Isabel la Católica. La casa de don Eusebio Puello se
hallaba próxima al edificio ocupado por los padres del
apóstol, y el 18 de julio pasó el fundador de
«La Trinitaria» por el dolor de presenciar desde su
nuevo escondite la ofensa hecha a su familia por varios oficiales
haitianos que intentaron sorprender a Rosa Duarte
invitándola a bordarles en una bandera las armas de la
Gran Colombia. Juan José Duarte rechazó con
energía la pretensión de los intrusos
significándoles que su hija no sabía bordar ni
conocía el escudo colombiano. La actitud decidida del
padre del caudillo provocó la ira de los visitantes, cuyas
amenazas, proferidas en voz alta, dieron lugar a que se reuniera
en los alrededores una multitud indignada. El comandante del
batallón destacado en los cuarteles de la calle de El
Comercio acudió atraído por el escándalo e
hizo retirar a los gendarmes intimándolos con denunciar el
hecho al gobernador y con hacerles aplicar medidas
disciplinarias. La persecución contra Duarte
continuó en forma cada vez más encarnizada. El 24
de julio fue allanado por el oficial Hipólito Franquil, al
frente de un pelotón de gendarmes, el hogar de los padres
del prócer y el de uno de sus tíos maternos. La
pesquisa, acompañada por el oficial haitiano de
incalificables actos de sevicia, se prolongó hasta las
seis de la tarde. Salvado en esta ocasión por Juan
Alejandro Acosta, el apóstol logró burlar la
saña de sus perseguidores. En su nuevo refugio se
encontró con Pedro Alejandrino Pina, obligado como
él a cambiar constantemente de asilo. Varios días
después, el 29 de julio pasó con su
acompañante a la casa del señor José
Botello, quien residía en un edificio de pared situado en
la antigua calle del Conde. En la madrugada del 30 de julio
recibió Duarte inesperadamente la visita de uno de los
pocos dominicanos que habían desertado del partido
separatista: con muestras de arrepentimiento, el recién
llegado encareció al perseguido que buscara un nuevo
escondite porque le constaba que el actual no tardaría en
ser conocido de las autoridades haitianas. Para subrayar la
sinceridad de sus palabras, el visitante expresó que el
premio ofrecido por Charles Hérard al que entregara a
Duarte, esto es, tres mil pesos y unas charreteras de coronel,
era muy bajo precio por la vida del jefe de una revolución
patriótica. El caudillo prestó oído al
tránsfuga, y esa misma noche salió, bajo copiosa
lluvia, hacia un lugar desierto de la playa del Ozama. En
compañía de Juan Alejandro Acosta, de Pedro
Alejandrino Pina y de Tomás de la Concha, prometido de su
hermana Rosa, tomó un bote en la margen occidental del
río y se dirigió hacia la residencia del
señor Pedro Cote, situada en un sitio agreste del
caserío denominado «Pajarito». El coronel
Esteban Roca, comandante de la guarnición de San
Cristóbal a raíz del pronunciamiento reformista del
24 de marzo, obtuvo que un barco de vela lo condujese con sus
acompañantes a alguna isla cercana. El día 2 de
agosto abordó al fin una goleta que partía hacia
Saint Thomas. La circunstancia de reinar una calma absoluta
aquella noche, y de no poder el barco de vela que lo
conducía alejarse mucho de la costa, le permitió
contemplar durante toda la mañana siguiente, desde la
borda de la nave, a la «ciudad objeto de su ternura»,
víctima en aquel momento «de la más negra
opresión». -Con la ausencia de Duarte
desapareció aparentemente el ideal separatista. La obra
realizada por el apóstol durante más de ocho
años había, sin embargo, echado hondas
raíces en la conciencia nacional, y  nada
sería ya capaz de extinguir la idea ni de apagar la llama
encendida por el prócer en el corazón de la
juventud formada en esa escuela de sacrificio que se llamó
«La Trinitaria». La estancia en Saint Thomas fue
apenas de unos días. El 18 de agosto de 1843 salió
Duarte con destino a la Guaira. El 23 llegó a bordo de la
goleta venezolana «La Felicidad» al puerto de
destino. Durante los cinco días que duró la
travesía disfrutó de la conversación de sus
acompañantes, Juan Isidro Pérez y Pedro Alejandrino
Pina. Dos extraños, los señores Diego
Ramírez y Santos Semidisi, viajaban como pasajeros en la
misma nave, y participaron durante ese tiempo de las inquietudes
que embargaban el ánimo de los tres expatriados. El
capitán del pequeño buque de vela, señor
Nicolás E. Damers, dispensó a Duarte las atenciones
a que le hicieron siempre acreedor su distinción personal
y el aspecto severo y melancólico que fue rasgo
inseparable de su fisonomía majestuosa. Al día
siguiente de su llegada a la Guaira, partió Duarte con
rumbo a la capital de Venezuela. Su tío, José
Prudencio Diez, lo acogió en su hogar y lo hizo objeto,
desde el primer instante, de la solicitud más
calurosa.

La primera preocupación del apóstol y de
sus compañeros fue la de apresurar el regreso. Ninguno de
los desterrados pensó en establecerse por mucho tiempo en
tierra venezolana. Estarían allí únicamente
los días necesarios para preparar la vuelta a suelo
dominicano. Pero como su única idea era la de ser
útil a la Patria y la de proseguir sin descanso la obra
emprendida hacia ya varios años, desde su arribo a Caracas
dedicaron largas horas al aprendizaje de la esgrima, arte en que
se ejercitaron sobre todo Duarte y Pedro Alejandrino Pina,
quienes recibieron asiduamente lecciones de Mariano Diez, de
José Patín y del mismo Juan Isidro Pérez,
reputados en su propio país como dignos de figurar en
«el número de las primeras espadas». El tiempo
que no utilizaba en ejercicios de esgrima, lo empleaba Duarte en
establecer contactos provechosos para su obra de
emancipación política. Muchos venezolanos
distinguidos oyeron su prédica y le dieron demostraciones
de adhesión, que fueron muchas veces subrayadas con
promesas de ayuda o con ardientes votos de simpatía hacia
la causa dominicana. Algunos personajes influyentes, como el
licenciado Manuel López Umares y el doctor Montolio, a
quienes impresionó gratamente la juventud del proscrito,
trataron de persuadirlo para que abandonase su misión
patriótica y prosiguiera sus estudios en la facultad de
derecho de la universidad caraqueña. Duarte rechazó
la proposición con muestras de gratitud, pero al propio
tiempo con dignidad y energía. «Mi pensamiento, mi
alma -ha escrito él mismo al referirse a aquella oferta
amistosa-, yo todo no me pertenecía; mi carísima
patria absorbía mi mente y llenaba mi corazón, y
estaba resuelto a sólo vivir para ella.» El
día 10 de septiembre provocó el apóstol una
reunión de sus compatriotas residentes en Caracas y de
numerosos personajes de nacionalidad venezolana. La junta se
efectuó en el hogar de don José Prudencio Diez, y
en ella se discutieron los planes que había madurado
Duarte para emprender de nuevo la cruzada separatista. La
opinión que prevaleció entre los asistentes fue la
de que convenía reanudar el contacto con los elementos
adictos a la causa de la independencia que permanecían en
Santo Domingo. Duarte propuso entonces que se comisionara a Pedro
Alejandrino Pina y a Juan Isidro Pérez, sus dos
compañeros de destierro, para que se dirigieran a Curazao
y desde allí se pusieran en relación, por
vías confidenciales, con los viejos luchadores de
«La Trinitaria». La sugerencia tuvo aceptación
unánime, y dos días después salieron Pina y
Juan Isidro Pérez- hacia la colonia holandesa.

Duarte se despidió de ellos en el puerto de la
Guaira. Tan pronto regresó a Caracas, en
compañía de su tío, José Prudencio
Diez, el prócer buscó el medio de entrevistarse con
el general Carlos Soublette, a la sazón presidente de
Venezuela, con el fin de solicitar su concurso en favor de la
independencia dominicana. Una distinguida dama dominicana
residente en Caracas, la señora doña María
Ruiz, se prestó a servirle de intermediaria, y gracias a
ella se le franquearon rápidamente las puertas
presidenciales. Soublette lo recibió con gran
cortesanía y con afabilidad exquisita. Elogió la
cruzada emprendida por Duarte y le ofreció la
cooperación de su gobierno en armas y dinero. Cuando
salió del despacho del mandatario, el gran idealista
sintió avivada su esperanza y bendijo la mano providencial
que lo había conducido, al través de
innúmeras vicisitudes, a tierras venezolanas. Pasaron
varios días sin recibir noticias de los dos agentes
enviados desde principios de septiembre a Curazao. La
incomunicación en que permanecía Duarte del
país era absoluta. Todos los mensajes que se le enviaban
desde Santo Domingo, o los que Pina y Juan Isidro Pérez
remitían desde Curazao; eran interceptados por los
enemigos de la independencia que obraban de concierto con las
autoridades haitianas. Duarte decidió entonces enviar a su
sobrino Enrique y al señor Juan José Blonda al
puerto de la Guaira en busca de noticias. El primero de octubre
salieron de Caracas los dos comisionados. Pero sólo dos
meses después, el 30 de noviembre de 1843, recibe el
caudillo las primeras comunicaciones procedentes de Santo Domingo
y Curazao. Por conducto del señor Buenaventura Freites,
uno de los muchos venezolanos que se adhirieron de corazón
a la causa dominicana, recibió la siguiente carta de Pedro
Alejandrino Pina: «Curazao, 27 de noviembre de 1843.
Señor Juan Pablo Duarte. Muy estimado
amigo:  Por las cartas que el amigo Freites le lleva y
que yo y nuestro muy estimado Pérez tuvimos la
satisfacción de abrir, validos de la confianza que
mutuamente nos hemos dispensado, como también de la
seguridad que teníamos de que entre ellas venían
cartas para nosotros, por estas cartas, repito, verá usted
lo que ha progresado el partido duartista, que recibe vida y
movimiento de aquel patriota excelente, del moderado, fiel y
valeroso Sánchez, a quien creíamos en la tumba.
Ramón Contreras es un nuevo cabeza de partido,
también duartista. El de los afrancesados se ha debilitado
de tal modo que sólo los Alfaus y Delgados permanecen en
él; los otros partidarios, unos se han entregado al
nuestro y los demás están en la indiferencia. El
partido reinante le espera como general en jefe para dar
principio a su grande y glorioso movimiento revolucionario que ha
de dar la felicidad al pueblo dominicano. Hágase acreedor
a la confianza que depositan en usted. Le esperamos por momentos;
Pérez y yo conservamos intacto el dinero de nuestro
pasaje, favor del señor Castillo. De suerte es que puede
contar con dos onzas. Su familia está desesperada con las
amenazas que sufre y con la enfermedad de don Juan: si este pobre
anciano no puede recobrar la salud, démosle al menos el
gusto de que vea antes de cerrar sus ojos que hemos coadyuvado de
todos modos a darle la salud a la patria. El portador le
instruirá de todo verbalmente. Un duartista: Pedro
Alejandrino Pina.»

La carta de Pina reflejaba la situación del
país al través de los informes recibidos de labios
de viajeros llegados a Curazao. Las noticias traídas a su
vez por Buenaventura Freites le dieron a Duarte la
sensación de que su obra no había perecido con la
ausencia y de que manos fraternales velaban en la patria oprimida
porque el ideal que dejó sembrado al partir no se
extinguiera. El prócer supo por su informante que
Sánchez, a quien creía en la tumba, trabajaba
activamente desde su escondite en favor de la revolución
separatista, y que José Joaquín Puello y su hermano
Vicente Celestino Duarte, apoyados principalmente por la juventud
y con la cooperación de don Tomás Bobadilla, quien
había decidido abandonar a los nuevos amos de la
situación para incorporarse al núcleo de los
partidarios de la independencia, eran a la sazón el centro
del movimiento revolucionario. Juntamente con estas buenas
noticias, llegaban otras desconsoladoras a atormentar el
corazón del proscrito: el partido de los afrancesados
había adquirido nuevamente vigor y utilizaba al
cónsul de Francia, André Nicolás Levasseur,
para negociar la separación de las dos partes de la isla
sobre la base de un protectorado. Duarte, colocado entre esas
informaciones antagónicas, comprendió que la
necesidad de apresurar la revolución era ya imperiosa. Por
una parte, era preciso sorprender al ejército de
ocupación en el momento mismo en que creía el
movimiento definitivamente dehesado, y, por otra parte,
urgía adelantarse a los planes de los anexionistas que
trabajaban en favor de una patria semiesclavizada. Pero ¿
dónde obtener los recursos indispensables? ¿
Dónde encontrar pólvora para fabricar los cartuchos
y unas cuantas docenas de fusiles para asaltar la fortaleza o
para oponerse a las primeras acometidas de los invasores? Cuando
se hallaba asaltado por estas zozobras, y sumergido en un mar de
dudas y de cavilaciones, recibió Duarte inesperadamente en
su destierro de Caracas la visita de un antiguo compañero
de esfuerzos revolucionarios: Ramón Hernández
Chávez, extranjero que simpatizaba ardientemente con la
causa de la independencia nacional, y a quien Charles
Hérard había hecho salir de Santo Domingo por su
actitud desfavorable a los usurpadores. Su expulsión se
debió tal vez a Manuel Joaquín del Monte,
colaborador entusiasta del dictador haitiano, y fue la revancha
con que el astuto político cobró a Hernández
Chávez la siguiente sátira, una de las más
crueles de cuantas se popularizaron a raíz de la guerra
literaria que después de la reforma se desencadenó
entre los partidarios de la independencia y los haitianizados:
Del monte en la oscuridad se oculta el tigre feroz, y su
condición atroz sacia con impunidad. Allí su
horrible maldad ejerce ya sin temor, saboreando con dulzor la
víctima que divide, pero es preciso no olvide que no falta
un cazador. Hernández Chávez entregó a
Duarte una carta en que su hermano Vicente Celestino y Francisco
del Rosario Sánchez le describían la
situación del país y le hablaban con entusiasmo de
sus actividades revolucionarias.

El 8 de diciembre, un nuevo mensajero, el señor
Buenaventura Freites, puso en sus manos la siguiente carta de
Sánchez y de Vicente Celestino: «Juan Pablo: Con el
señor José Ramón Hernández
Chávez te escribimos imponiéndote del estado
político de la ciudad y de la necesidad que tenemos de que
nos proporciones auxilios para el triunfo de nuestra causa; ahora
aprovechamos la ocasión del señor Buenaventura
Freites para repetirte lo que en otras te decíamos, por si
no han llegado a tus manos. «Después de tu salida
todas las circunstancias han sido favorables; de modo que
sólo nos ha faltado combinación para haber dado el
golpe: a esta fecha, los negocios están en el mismo estado
en que tú los dejaste, por lo que te pedimos, así
sea a costa de una estrella del cielo, los efectos siguientes:
2.000 ó 1.000, ó 500 fusiles, a lo menos; 4.000
cartuchos; 2 y medio ó 3 quintales de plomo; 500 lanzas, o
las que puedas conseguir. En conclusión: lo esencial es un
auxilio por pequeño que sea, pues éste es el
dictamen de la mayor parte de los encabezados. Esto conseguido,
deberás dirigirte al puerto de Guayacanes, siempre con la
precaución de estar un poco retirado de tierra, como una o
dos millas, hasta que se te avise, o hagas señas, para
cuyo efecto pondrías un gallardete blanco si fuere de
día, y si fuera de noche pondrías encima del palo
mayor un farol que lo ilumine todo, procurando, si fuere posible,
comunicarlo a Santo Domingo, para ir a esperarte a la costa el
nueve de diciembre, o antes, pues es necesario temer la audacia
de un tercer partido, o de un enemigo nuestro estando el pueblo
tan inflamado. Ramón Mella se prepara para ir para
allá; aunque nos dice que va a Saint Thomas, y no conviene
que te fíes de él, pues es el único que en
algo nos ha perjudicado nuevamente por su ciega ambición e
imprudencia. Juan Pablo: volvemos a pedirte la mayor actividad, a
ver si hacemos que diciembre sea memorable. Dios, Patria y
Libertad» Este llamamiento acabó por herir en lo
más vivo la sensibilidad patriótica de
Duarte.

Su primer pensamiento fue el de dirigirse nuevamente al
presidente Soublette en solicitud de ayuda. Las pruebas
que tenía acerca del estado de cosas reinante en Santo
Domingo y acerca de la urgencia de proceder sin tardanza bastaba
a su juicio para decidir al mandatario venezolano a hacer
efectiva la contribución de la patria de Bolívar a
un pueblo de las Antillas que no era la primera vez que intentaba
incorporarse a la comunidad americana. El patriota dominicano
hizo llegar al palacio presidencial otro mensaje angustioso.
Bolívar, fundador de cinco naciones, estaba considerado
por sus compatriotas como el Genio de la Libertad, y en sus
documentos más hermosos el héroe de Pichincha
había proclamado enérgicamente la indisolubilidad
del destino de todos los pueblos del Nuevo Mundo. Los dominicanos
habían creído siempre en las palabras del
libertador de Venezuela, y ya en 1821, al separarse de
España, José Núñez de Cáceres,
antiguo rector de la universidad de Santo Domingo, había
enarbolado el pabellón de la Gran Colombia y había
puesto la independencia de la República Dominicana bajo el
amparo de esos colores relampagueantes.
Si en 1821 no
les llegó la colaboración solicitada y el Estado
naciente pereció a causa de la frialdad con que fue
recibida su decisión de incorporarse a la poderosa
confederación creada bajo el nombre de la Gran Colombia,
hasta el extremo de que ni siquiera hubo protesta alguna ni acto
de apoyo moral cualquiera por parte de Bolívar ante el
atropello de que fue víctima, apenas tres meses
después de nacida, la república proclamada por
José Núñez de Cáceres, era
lógico esperar que ahora, bajo el imperio de
circunstancias distintas a las de entonces, la hidalguía
venezolana no se mostrara sorda a los requerimientos del
prócer dominícano. Duarte había visto varias
veces a Soublette, y su fisonomía abierta, de hombre
salido del cuartel y elevado al solio de Bolívar por una
revolución triunfante, le inspiraba sin saber por
qué cierta confianza. Aquel soldado de espaldas cuadradas
y de ojos vivaces, a quien sus amigos atribuían prendas de
carácter y de inteligencia no vulgares se había
expresado con simpatía sobre los proyectos
independentistas de Duarte.

Los días pasan, sin embargo, y a los oídos
del apóstol no llegan sino promesas vagas por conducto de
doña María Ruiz y de algunos amigos venezolanos que
se habían interesado de veras por la suerte de sus
demandas en los ambientes oficiales. Los subterfugios con que una
y otra vez lo despiden cortésmente llevan a su
ánimo el convencimiento de la inutilidad de sus visitas al
palacio presidencial y abandona desalentado sus gestiones. Tal
vez Soublette, piensa el proscrito dominicano, ha oído a
última hora los consejos de algunos de sus íntimos
que le recuerdan a Petión y aluden con propósitos
encubiertos a la acogida que halló Bolívar en
Haití cuando el héroe arribó a la isla en
una misión parecida a la que ahora llevaba a Duarte a
Caracas. No obstante, el apóstol quiso hacer una postrer
tentativa y habló a sus intermediarios de la
situación desesperante de su país, sumergido desde
hacia veinte años en el cieno y hasta insinuó la
posibilidad de que la ayuda prestada por el presidente
Petión a Bolívar hubiese obedecido, como aseguraba
el general Morillo, al deseo de que se le cediera la Guayana
Holandesa para fundar allí un establecimiento de colonos
de raza puramente africana. Las personas de quienes Duarte se
valía para comunicarse con Soublette, hartas
también de promesas sin consecuencia, acabaron por hablar
al apóstol en tono pesimista, y le instaron a dirigirse a
Colombia o a otros países sudamericanos en demanda de
auxilio para la independencia dominicana.

Duarte sale el 15 de diciembre de Caracas con destino a
La Guaira. Lleva, como él mismo ha dicho, la muerte en el
corazón. En la Guaira permanece algunos días en
espera de que se presente una ocasión para salir con rumbo
a Curazao. En estos largos días de espera infructuosa no
cesa de cavilar sobre la suerte de su país y sobre su
propio destino. Ha comprendido al fin que no puede contar sino
consigo mismo para salvar a su patria, y toma entonces una
resolución heroica. Escribirá a su madre y a sus
hermanas para que vendan los bienes de fortuna que aún
poseen y consagren el fruto de la venta a la adquisición
de pertrechos y fusiles para la revolución separatista. En
el camino de la Guaira a Curazao emplea las horas en meditar
hondamente sobre el sacrificio que se ha decidido a imponer a sus
hermanas y a su madre casi inválida. No piensa en su
propia suerte porque hace tiempo que no vive sino para la patria.
Su espíritu halla al fin, sin embargo, el reposo que
ansía, porque al término de tantas cavilaciones ha
tomado una resolución definitiva y ya no habrá
consideración humana que lo aparte de sus
propósitos. Cuando el 20 de diciembre arriba a Curazao, su
primer acto, después de instalarse en una modesta casa de
huéspedes, es escribir la carta cuyos párrafos
lleva ya clavados como lanzas de fuego en su memoria. Cuando una
tarde, en el viejo muelle de Curazao, puso aquella carta
histórica en manos de quien había de llevarla
ocultamente a los suyos, respiró profundamente como si
hubiese descargado su conciencia de una deuda abrumadora. Su
hermano Vicente Celestino y el coronel Francisco del Rosario
Sánchez le habían pedido con urgencia un sacrificio
que debía consumarse aun a costa de una estrella del
cielo: lo que con aquella carta entregaba excedía en
magnificencia y en grandeza a la ofrenda que le había sido
pedida: lo que iba a dar a la patria era, en efecto, el pan de su
madre y sus hermanas, cosa que para aquel hombre bueno y sensible
significaba más que todo el firmamento estrellado. La
primera noticia del país que Duarte recibió en
Curazao fue la que le anunciaba la muerte de su padre. Hasta el
momento en que recibe este golpe, puñalada demasiado honda
para su corazón ya próximo a estallar, no se
había preocupado por la suerte de ningún miembro de
su familia.

La causa de la patria había absorbido por
completo su pensamiento. Desde que llegó en 1833 de Europa
no había clavado una sola vez sus ojos con atención
ni en el padre enfermo ni en la madre agobiada por hondos
sufrimientos morales. La enfermedad de Juan José Duarte
había pasado para él inadvertida. Perdido en una
atmósfera de romanticismo patriótico, prendado
hasta la exageración de sus sueños y pendiente
noche y día de la empresa que embargaba su- alma y sus
sentidos, no paró mientes en el cuadro de su propio hogar
ni tuvo nunca en cuenta los sufrimientos de los suyos.
¿Cómo iba a pensar en el destino de los seres
amados cuando ante sus ojos estaba a toda hora presente una
realidad más vasta e incomparablemente más
apremiante y angustiosa? Pero ahora la carta que ha recibido,
bañada por las lágrimas de su madre inconsolable y
de sus pobres hermanas, despierta. súbitamente su
corazón a la realidad de un cariño más
tierno y de un afecto más humano. Lee varias veces aquella
carta y ve reflejada en cada una de sus líneas la pena de
la mujer que lo llevó en sus brazos y que por primera vez
confiesa su dolor y habla con amargura de la vida. Allí
están también presentes los suspiros de sus
hermanas huérfanas que parecen pedir apoyo con palabras
que bajo su mansedumbre melancólica y bajo su dulce
resignación insinúan tímidamente un reclamo.
Esos renglones, todavía húmedos, atraviesan como
espadas inexorables el corazón del proscrito.
¿Tenía acaso él el derecho de comprometer el
porvenir de aquellos seres inocentes? ¿ No había
sido en gran parte a causa de su locura de soñador que se
habían acortado los días del padre enfermo y
anciano? ¿ No podía acusarse a sí mismo de
ingratitud por no haber siquiera reparado, en medio de su
embriaguez patriótica, que las preocupaciones que sus
actividades de conspirador habían llevado al hogar eran
uno de los motivos de que la salud de su padre fuese cada vez
más precaria? Todos estos pensamientos sombríos se
presentaban por primera vez a su imaginación afiebrada.
Pero quizá había tiempo de enmendarse y de correr
con una palabra de arrepentimiento al hogar enlutado. Con su
propio esfuerzo y con el crédito heredado de su
progenitor, hombre integérrimo que dejaba tras sí
una memoria intachable, podía levantar de nuevo el
almacén de la calle de «La Atarazana». Sus
ambiciones patrióticas, ¿no eran después de
todo sino vanas quimeras que sólo habían
conquistado el fervor de un grupo de elegidos?
¿Cuál es el premio que los hombres reservan a sus
grandes redentores? Tras cada cruzada por el bien ajeno, ¿
no hay siempre una higuera maldita que se niega a dar frutos o
que se cubre de hojas venenosas? ¿ La historia no le
había enseñado esas verdades amargas que en la vida
de todos los grandes hombres suelen aparecer como experiencias
cotidianas? Aquella carta, recibida en el destierro, era como un
acta de acusación para el iluso.

El mismo hecho de que su madre y sus hermanas no
hubieran allí insinuado siquiera una palabra de
desaprobación a su actitud, un reproche a su alejamiento y
a su abandono, hacía la misiva más punzante y
más dura. Esa designación verdaderamente cristiana,
esa ternura infinita que no osaba traducirse en recriminaciones y
que se desgranaba como una mazorca de perdón en la carta
todavía húmeda, merecían una respuesta capaz
de llevar el consuelo, a aquellas almas injustamente heridas. Las
espinas de esas vacilaciones atravesaron durante algunos
días el corazón de Duarte. ¿Qué
hombre, por extraordinario que fuese, no las hubiera
también sentido? Piénsese sólo en la fuerza
inconcebible que tuvo que alcanzar esa tempestad en el pecho
amoroso de este visionario que parecía nacido para sentir
los golpes más débiles en su naturaleza apasionada.
Por espacio de algunas semanas Duarte permanece anonadado. Pero
su patriotismo, purificado por el dolor, sale de aquella prueba
más fuerte, más cristalino, más poderoso.
Lector asiduo de la Biblia, en cuyas páginas descansa
todas las noches su pensamiento que se apoya en la fe como la
yedra en el muro, recuerda aquel pasaje donde uno de los
Evangelistas refiere que Jesús, devuelto a su patria
después del destierro de Egipto. desaparece
inesperadamente de su casa y al ser hallado por su madre que lo
ha buscado con ansiedad durante varios días, entabla con
ella este diálogo: -¿Por qué lo has hecho
así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos. -¿Por qué me buscabas? No
sabías que debo ocuparme en las cosas de mi reino?
También Duarte habrá de dar contestación un
día a la de su madre con palabras crueles pero que no
serán nunca olvidadas. La carta de Duarte
llegó a principios del mes de febrero de 1844 a manos de
su madre.

Toda la familia se reunió aquel día
alrededor de la anciana para devorar el primer mensaje que tras
largos e interminables meses de ausencia remitía el
desterrado. La sorpresa no pudo ser más grande cuando
aquellos seres tiernos, a quienes el reciente duelo
mantenía con la sensibilidad excitada, recorrieron con
ojos empañados por el llanto el documento memorable. El
mensaje, lejos de ser un grito de angustia y de venir lleno de
lágrimas, no hablaba más que de la patria y de la
necesidad de redimirla aun a costa de los sacrificios más
heroicos. Allí no asomaba en ningún renglón
el alma del hijo ya huérfano, sino la del patriota
ejemplar y la del óptimo ciudadano. La única
alusión al desaparecido se concretaba a mencionar su
«crédito ilimitado» y sus «conocimientos
en el ramo de la marina» para que el sacrificio exigido no
cerrara la puerta a la esperanza y no apareciera a primera vista
como un acto terriblemente oneroso. Doña Manuela Diez
viuda de Duarte volvió a leer la carta con emoción
mal contenida: «El único medio que encuentro para
reunirme con ustedes es el de independizar la patria; y para
conseguirlo se necesitan recursos, recursos supremos. Es
necesario que ustedes, de mancomún conmigo, y nuestro
hermano Vicente, ofrenden en aras de la patria lo que a costa del
amor y trabajo de nuestro padre hemos heredado. Independizada la
patria, puedo hacerme cargo del almacén, y, a más,
heredero del ilimitado crédito de nuestro padre, y de sus
conocimientos en el ramo de la marina, nuestros negocios
mejorarán y no tendremos por qué arrepentimos de
habernos mostrado dignos hijos de la patria.» La infeliz
anciana se estremeció ante la magnitud del sacrificio
propuesto por el hijo soñador cuyas locuras
patrióticas habían precipitado la muerte del padre,
y sumido el hogar común en congojas y en tribulaciones.
¿Qué clase de alma era la de este hijo sublime,
pero incorregiblemente romántico, que se mostraba
impávido ante la muerte e inexorable ante los más
grandes dolores? La pobre madre, colocada por el destino frente
al deber de velar por la suerte de las hijas y  por el
porvenir de la familia, abarcó de un golpe con el
pensamiento el cuadro que aquella carta, propia de un ser
inconcebiblemente abnegado, ponía fríamente ante
sus ojos: la pérdida del techo solariego, la ancianidad
sin refugio, el pan escaso, las hijas desamparadas. Y todo,
¿para qué? Para que todo aquello fuese devorado por
un ideal tal vez irrealizable. La independencia soñada por
su hijo sólo era hasta entonces la quimera de unos cuantos
ilusos.

El invasor disponía de recursos poderosos y
contaba además con el apoyo de muchos nativos que por
temor o por falta de fe secundaban sin escrúpulos sus
planes. La mayoría de los dominicanos de más
autoridad y de más prestigio no creían en la
utopía de la «pura y simple» y consideraban
más favorable al país un entendido con una potencia
extranjera. ¿Para qué entonces aquel sacrificio sin
nombre? ¿No era evidentemente una locura escuchar el
consejo de aquel hijo tan vehemente en el patriotismo como
solía serlo en la amistad y en los amores? Pero, al fin y
al cabo, aquel hijo había nacido de sus entrañas, y
ella, doña Manuela, tenía también sus dejos
de mujer romántica y tampoco era insensible a las
ilusiones y a los sueños. Quizá en ella
existían fibras de heroína, o tal vez oculta en lo
más puro de su alma había una flor de sentimiento y
de poesía que se marchitó en la prosa del hogar y
en los afanes de la existencia cotidiana. El llamamiento del hijo
soñador, la locura del hijo desterrado, no cayó,
pues, en el vacío. Algo de la madre había pasado al
vástago, y ella misma, muchas veces, cuando lo acariciaba
de niño entre sus brazos, había descubierto en sus
ojos azules un poco de aquella fiebre que había ardido en
su corazón de mujer durante los días ya distantes
de la juventud soñadora. La voz de Duarte se abrió
camino sin esfuerzo en el corazón de la madre. Mas
¿y las hermanas? La herencia de Juan José Duarte
permanecía indivisa y ellas también debían
ser llamadas a opinar antes de que se dispusiera de lo suyo. La
mayor, Rosa Duarte, era una niña apasionada y
pálida a quien también había tocado parte de
la herencia sentimental de los progenitores. Participó
desde el principio de los sueños de su hermano y
sintió como él en carne viva la angustia de la
patria. Una extraña afinidad de inclinaciones y de
sentimientos la aproximaba a quien ella creía destinado a
poner fin a aquella situación bochornosa. Llegado el
momento, fabricaría balas para la rebelión y
alentaría con su palabra cálida a los rezagados y a
los vacilantes. Ramón Mella y José Diez no
necesitaron insistir mucho cerca de Rosa Duarte para decidirla al
sacrificio. Su alma estaba fundida en el mismo molde de la de su
hermano, del Cristo de la familia, y ella también
viviría soñando inútilmente con el amor para
acabar entregando su corazón de virgen a la muerte como la
margarita cortada por el arado. Las otras hermanas del
apóstol, aunque sin la efusión que la primera
ponía en sus afectos, pertenecían también a
la raza de las mujeres sufridas y abnegadas.

Oyeron en silencio la carta, y escucharon después
a Ramón Mella, José Diez y a otros conjurados,
deseosos de que el sacrificio se hiciera para que el país
quedara libre de sus dominadores, e inclinaron con
resignación la cabeza como la rama bajo la cuchilla
inexorable. Sólo la menor, una niña
lánguida, de ojos soñadores y de aspecto enfermizo,
osó insinuar débilmente una protesta: «Si
todo se pierde, nosotras, ¿de qué vivimos?»
La propia Rosa Duarte ha referido, con palabras inolvidables, la
escena del sacrificio. Mella habló, en aquella especie de
consejo de familia provocado por el inaudito requerimiento del
prócer, de la grandeza de aquel acto que la historia
consignaría admirada. José Diez, tío de las
protagonistas de este holocausto digno de una de las tragedias
que inspiró en otras épocas el patriotismo romano,
invocó sus vínculos de sangre con las
huérfanas, y dijo que los que sobrevivieran a  la
revolución trabajarían para que no faltara el pan a
quienes entregaran a la patria sus bienes de fortuna. Otros
conjurados se refirieron, sin duda para halagar el amor propio de
la madre y de las hermanas del apóstol, a la gloria que
esperaba a Duarte y a la posibilidad de que el caudillo fuera el
primer presidente de la República que iba a ser creada.
Aquellas instancias cayeron en tierra fértil y alcanzaron
el fruto deseado. Todos los bienes que dejó Juan
José Duarte y que constituían el único
patrimonio de su familia, fueron entregados sin vacilación
para que varios días después la República,
coronada con los despojos de una viuda y de varias
huérfanas, se alzara triunfante como sobre el altar de un
sacrificio. Mientras Duarte buscaba ansiosamente en Curazao un
buque que lo condujera a costas dominicanas, los acontecimientos
se precipitaban en el país con rapidez inesperada. El
sentimiento separatista ganaba cada vez mayor número de
prosélitos, y entre las mismas filas de los afrancesados
crecía la repulsión contra las autoridades
haitianas. Las medidas desacertadas de Charles Hérard,
quien se inspiraba en los mismos sistemas despóticos de su
antecesor, pero quien carecía del instinto político
de que este último dio más de una vez
demostraciones evidentes y gracias al cual pudo mantenerse en el
poder durante casi un cuarto de siglo, habían dado lugar a
que el patriotismo de los habitantes de la parte del Este se
excitara y a que el descontento invadiera aun a los grupos que
hasta entonces se habían mostrado más adictos a los
dominadores": El sentimiento anti haitiano se extendía ya
sin excepción a todos los nativos. Este estado de
espíritu era común así a los duartistas,
partidarios de la libertad sin restricciones, como a los que
abogaban por una República constituida bajo la
protección extranjera. El fracaso de los principios que se
proclamaron aparatosamente en Praslín, cuna de la
revolución que se denominó «La
Reforma», decepcionó a Buenaventura Báez y a
todos los grandes caudillos que militaban en el partido
afrancesado. En la Asamblea Constituyente que sesionó en
Puerto Príncipe hasta el 4 de enero de 1844, el propio
jefe del sector que aceptaba la fórmula del protectorado,
se pronunció enérgicamente contra el
propósito racista de prohibir a los blancos el goce de los
derechos civiles, e hizo pública la consigna de que era
preferible, antes que depender de Haití, resignarse a ser
esclavo de una nación cualquiera.

Los que participaban de estas ideas se apresuraron a
renovar las negociaciones entabladas con los agentes consulares
de Francia, Levasseur y Saint Denys, para constituir una
República semiindependiente en la parte española.
Las maniobras de los afrancesados dieron motivo a su vez para que
los parciales de Duarte, con José Joaquín Puello y
Francisco del Rosario Sánchez a la cabeza, activaran sus
propios trabajos revolucionarios. Un manifiesto redactado por don
Tomás Bobadilla y suscrito por un grupo de ciudadanos
notables el 16 de enero de 1844, circuló clandestinamente
en todo el país y puso en tensión los ánimos
ya excitados por las tropelías de las- hordas haitianas.
Juan Evaristo Jiménez, uno de los portadores de ese
memorial de agravios, leyó la proclama en juntas
públicas y produjo en todas partes enormes explosiones
populares. Un campesino dominicano que oyó leer el
manifiesto, el señor Manuel Maria Frómeta,
ofreció la carne de sus propios hijos para que sirviera de
cartuchos a los revolucionarios. La erupción estaba ya
próxima y los invasores carecían de recursos para
contener los ánimos enardecidos. El partido duartista,
defensor acérrimo de la «pura y simple»,
consideró necesario, por otra parte, anticipar el golpe
para sorprender al mismo tiempo a los esbirros de Charles
Hérard y a los afrancesados. Al seno de los
discípulos de Duarte habían llegado, en efecto,
informes alarmantes sobre el propósito de Buenaventura
Báez, de Remigio del Castillo, de Juan Nepomuceno Tejera y
del presbítero Santiago Díaz de Peña, de
adelantarse a proclamar un estado independiente de Haití,
pero supeditado a Francia, que, a cambio de su protección,
retiraría, entre otras ventajas, la de aprovecharse
económicamente de su prosperidad futura. Se sabía
también que ya los amigos de Francia tenían listo
el documento en que se explicarían los motivos que la
parte oriental de la isla iba a invocar en apoyo de su
aspiración a disponer a medias de sus propios destinos
acogiéndose al expediente del protectorado. Patriotas
insospechables que conocían los planes de este grupo y que
se habían filtrado en sus conciliábulos para dar en
el momento oportuno la voz de alerta a los caudillos de «la
pura y simple», aseguraban que el documento sería
hecho público en Azua, plaza fuerte de Buenaventura
Báez, el día primero de enero de 1844, y que
sería publicado originalmente en la lengua de Francia, que
era al mismo tiempo la de la nación usurpadora. Duarte,
informado de esas versiones, trató de desembarcar antes
del 9 de diciembre en Guayacanes, en la costa sur de la isla,
entre la bahía de Andrés" y el puerto de San Pedro
de Macoris, sitio donde debían unirse a él algunos
de sus partidarios. Todos los .esfuerzos que realizó para
fletar un buque y salir hasta el punto convenido con los
pertrechos que había logrado reunir en Venezuela y
Curazao, resultaron infructuosos a causa de la insuficiencia de
sus recursos. Los directores del movimiento separatista en
ausencia del fundador de «La Trinitaria», los
señores Vicente Celestino Duarte, José
Joaquín Puelío y Francisco del Rosario
Sánchez, urgían mientras tanto al apóstol
para que desembarcara en el país antes de la fecha fijada
para proclamar la independencia. La depresión moral que le
causa el hecho de verse reducido, por circunstancias superiores a
su enorme entereza de ánimo, a permanecer inactivo en su
refugio de la colonia holandesa mientras sus discípulos lo
urgen para que se dirija a encabezar su propio movimiento, lo
abate hasta el extremo de tener que guardar cama desde el 20 de
diciembre hasta el 4 de febrero. Una violenta fiebre cerebral se
apodera de si organismo y lo reduce al lecho, en donde delira
como un poseso durante varias semanas. Los que lo rodean temen
por si razón y espían con ansiedad ese desorden
súbito de sus facultades mentales. El nombre de la patria
de sus sueños asoma una y otra vez en sus pesadillas. Pero
al fin logra ponerse en pie y dominar la postración casi
en vísperas del día en que presume que sus
partidarios iniciarán la revuelta. Tan pronto la luz
vuelve a su razón, el héroe, el hombre dotado de
tremen das energías morales, se sobrepone a sus quebrantos
físicos reanuda las gestiones para obtener un buque que lo
conduzca Guayacanes. Pero ninguno de los capitanes de las goleta
que pueden prestarle ese servicio accede a sus demandas hechas en
el tono patético propio de su estado de ánimo, y
otra vez la desesperación se apodera de su alma y nuevos
trastorno amenazan sus nervios despedazados.

Urgidos por la necesidad de impedir que los afrancesado
les arrebaten el triunfo y malogren, con su independencia medias,
los principios proclamados cuando se fundó «La
Trinitaria», los duartistas que permanecen en la isla
deciden lanzarse a la revolución aun en ausencia del
iniciador del movimiento. Uno de los centros principales de la
conspiración es el propio hogar de la madre de Duarte. Una
hermana del caudillo separatista, la insigne Rosa Duarte,
reúne en secreto a un grupo de mujeres, iniciadas por ella
en los trabajos revolucionarios, y se dedica con su
colaboración a fabricar cartuchos para el ejército
llamado a sostener la independencia. En el almacén de su
padre, quien por largos años explotó el comercio de
artículos de marinería, quedaban apreciables
existencias del Plomo que se utilizaba para los forros de los
buques, y la heroína se apoderó de ese material
precioso para la fábrica de cartuchos que improvisó
en sus propias habitaciones. La noche del 27 de febrero de 1844
los separatistas, encabezados por Vicente Celestino Duarte, por
Manuel Jiménez y por Francisco del Rosario Sánchez,
desfilaron en pequeños grupos por las calles silenciosas
con sus armas ocultas para no excitar" la sospecha de los pocos
transeúntes que después de las nueve de la noche se
aventuraban a salir de sus hogares mientras duró el terror
impuesto por la soldadesca haitiana. Cerca de las doce, la hora
convenida para lanzar el grito de redención o muerte, las
viejas piedras del Baluarte del Conde se hallaban rodeadas de
patriotas que acudían desde los cuatro extremos de la
ciudad para la cita histórica. Uno de los del grupo,
mordido por la intrepidez o la impaciencia, se adelantó
entre las tinieblas e hizo al aire un disparo. El estampido
repercutió en todos los ámbitos de la ciudad
amurallada, y desde la fortaleza Ozama, refugio principal de los
haitianos, se movilizaron tropas que poco después
volvieron a replegarse a sus cuarteles. La aurora del siguiente
día envolvió en sus resplandores una nueva bandera
que se elevaba sobre el cielo purísimo de la mañana
para anunciar como una trompeta de colores el fin de una larga
noche que duró veintidós años; noche llena
de ignominia, durante la cual la patria permaneció
postrada sobre un lecho de estiércol. La bizarría
de los separatistas sorprendió a los invasores, que no
esperaban semejante golpe de audacia. La intención de
resistir en los recintos fortificados, tales como la
capitanía del puerto y la Fortaleza Ozama, fue desechada
por el gobernador Desgrotte cuando varios regimientos, casi
totalmente compuestos por elementos nativos, se asociaron a sus
compatriotas y volvieron las armas contra las autoridades
haitianas. El cónsul de Francia, Juchereau de Saint Denys,
quien había servido de conducto a Buenaventura Báez
y a los que participaban de la idea de constituir un nuevo Estado
bajo la tutela de -un gobierno extranjero, intervino cerca de los
ocupantes para convencerlos de la inutilidad de cuantos esfuerzos
pudieran hacer para impedir el triunfo de la rebelión
iniciada en la Puerta del Conde, y el gobernador Henri Etienne
Desgrotte capituló, abandonando la capital de la antigua
colonia española casi sin efusión de sangre. Varios
días después, las armas dominicanas consolidaron en
Azua y en Santiago de los Caballeros, con espléndidas
victorias sobre las fuerzas de ocupación, la
República creada por Duarte y por los que como él
creyeron en la utopía de la independencia absoluta. Con el
nombre de Junta Central Gubernativa fue constituido, el 6 de
Marzo de 1844, un organismo llamado a ejercer el poder
público y a preparar el país para el disfrute de su
soberanía, vaciando la república incipiente en
moldes constitucionales.

El pueblo, libre ya de toda servidumbre y dueño
por primera vez de sus destinos, reclamó la presencia de
Juan Pablo Duarte, creador de aquella realidad portentosa que
superaba los sueños de los más optimistas, y la
Junta Provisional, presidida por Ramón Mella, envió
un buque a Curazao en busca del proscrito. Uno de los nueve
idealistas que fundaron «La Trinitaria», el
prócer Juan Nepomuceno Ravelo, recibió el encargo
de notificar al apóstol la constitución de la
República, y de invitarlo a reintegrarse a la heredad por
él emancipada. Muchos amigos del desterrado pidieron que
se les incorporara a la comitiva, deseosos de compartir con
Ravelo el honor de acompañar al seno de la Patria al
más grande de sus hijos, y la Junta Central Gubernativa,
dominada por el entusiasmo público, se inclinó ante
la voluntad de los admiradores de Duarte, y autorizó la
salida, el primero de marzo de 1844, de la goleta
«Leonora», la primera embarcación que
paseó por los mares de América el pabellón
enarbolado dos días antes en la Puerta del Conde. Otro
prócer, Juan Alejandro Acosta, fue honrado con el mando de
la nave, que despegó aquel día de las costas
dominicanas. Mientras la goleta «Leonora» "navegaba
hacia Curazao, Duarte esperaba con angustia en aquella isla
nuevas de la Patria. El 28 de febrero, un día
después de haberse proclamado la independencia,
recibió una carta en que su madre le anunciaba que la
familia había aceptado el sacrificio por él pedido,
y que todos los bienes que dejó Juan José Duarte se
entregarían inmediatamente para hacer posible,
según sus deseos, el movimiento revolucionario. El mismo
día recibió también cartas de su hermano
Vicente Celestino y de algunos de sus partidarios más
fervorosos. Todas estas comunicaciones respiraban optimismo, y en
ellas se traslucía un entusiasmo incontenible por la
proximidad del momento en que estallaría la revuelta. Para
calmar las ansias del proscrito, doña Manuela Diez le
anunciaba que un buque costeado por la familia, iría en su
busca antes de que la independencia fuese proclamada. Desde aquel
día Duarte, acompañado de Pina y de Juan Isidro
Pérez, no se apartaba del muelle de Curazao, desde donde
oteaba sin cesar el horizonte en la dirección en que
debía llegar el barco deseado. El 6 de marzo, los tres
próceres alcanzaron a ver, al fin, en alta mar, un barco
de vela que lucía en el mástil un pabellón
para ellos bien conocido: era aquélla una insignia nunca
vista en aquel puerto, centro de una constante actividad
comercial, adonde acudían naves procedentes de todos los
países del mundo. Cuando el barco atracó al muelle,
Duarte, poseído de alegría frenética,
saltó ágilmente sobre cubierta y se arrojó
en brazos de Juan Nepomuceno Ravelo.

El corazón del caudillo separatista latió
con más violencia que nunca al abrir el sobre de la carta
en que la Junta Central Gubernativa le decía lo siguiente:
«El día 27 de febrero último llevamos a cabo
nuestros proyectos. Triunfó la causa de nuestra
Separación con la capitulación de Desgrotte y de
todo su Distrito. Azua y Santiago deben a esta hora haberse
pronunciado. El amigo Ravelo, portador de la presente, les
dará amplios detalles de lo sucedido, y les
informará de lo necesarios que son el armamento y los
pertrechos. Regresen tan pronto como sea posible para tener el
honor y el imponderable gusto de abrazarnos; y no dejen de traer
el armamento y los pertrechos, pues los necesitamos por temor a
una invasión.» La escena que luego se
desarrolló entre los próceres, sobre la cubierta de
la goleta «Leonora», fue de una emotividad
inenarrable: toda la tripulación se aglomeró en
torno a los proscritos, y Duarte, el más alegre de todos,
conoció aquel día la felicidad, una felicidad
semejante al gozo que invade el corazón del hombre cuando
le anuncian el nacimiento de un hijo. Los amigos que los
desterrados habían hecho en Curazao se unieron al regocijo
de los patriotas dominicanos y las autoridades de la colonia,
informadas del arribo del buque, empavesado con una bandera en
cuyo centro lucía una cruz blanca, hicieron desde aquel
momento objeto de manifestaciones de calurosa simpatía al
joven apóstol, a quien todos los recién llegados
aclamaban como el fundador de la nueva república que
acababa de nacer en la cuenca antillana. Bajo la tolerancia
amistosa de la policía insular, Duarte se dedicó en
los días siguientes a reunir las armas y pertrechos que la
Junta Central Gubernativa reclamaba con urgencia, y en la noche
del catorce de marzo arribó en la goleta
«Leonora» al puerto del Ozama. La ciudad de Santo
Domingo esperaba ansiosamente desde hacía varios
días la llegada del iniciador del movimiento separatista.
Varios miembros de la Junta Central Gubernativa habían
ofrecido un valioso obsequio al primero que avistara en el
horizonte el navío. Algunas personas, entre ellas un lobo
de mar a quien se daba popularmente el nombre de «Pedro el
Vigía», velaban a toda hora desde las atalayas del
puerto del Ozama. La circunstancia de haber entrado el buque en
la ría después de la medianoche, dio lugar a que el
arribo se efectuara en silencio. Los tres proscritos quisieron
saltar en seguida al muelle para dirigirse a sus hogares. Pero el
capitán de la «Leonora», el ilustre marino
Juan Alejandro Acosta, pidió a los viajeros que
permanecieran a bordo hasta el siguiente día, porque su
deber era dar parte primero de la llegada a la Junta Central
Gubernativa. El capitán de la nave bajó luego al
muelle y se internó embozado en la ciudad silenciosa.
Sólo Pedro, el Vigía, se dio cuenta a última
hora del arribo de aquel buque que llegaba rodeado del mayor
misterio, y siguió discretamente los pasos a Juan
Alejandro Acosta.

El gran marino atravesó la Puerta de San Diego y
subió hacia la calle del Comercio para dirigirse a la
morada de doña Manuela Diez viuda de Duarte. Su seguidor
le vio golpear en una de las ventanas de la casa número 96
de la misma calle, y pocos minutos después tropezó
con Vicente Celestino Duarte, que corría en
dirección al muelle. Estos indicios bastaron a Pedro el
Vigía para adivinar el sentido de tales actitudes, y sin
perder tiempo empezó a golpear con sus anteojos las
puertas del vecindario y a gritar a voz en cuello: «
¡Albricias, albricias, el general Duarte ha llegado!»
Sorprendida en su lecho por los gritos de Pedro el Vigía,
la ciudad entera despertó alborozada. Las luces se fueron
encendiendo como por encanto, y en muchos hogares, a pesar de lo
avanzada de la hora, se adornaron las ventanas con banderas. La
casa de doña Manuela Diez fue invadida por una multitud
fervorosa. La gente acudía en espera de que el
apóstol llegara de un momento a otro. Tomás de la
Concha, prometido de Rosa Duarte, puso término a la
expectación general anunciando que el desembarco no se
efectuaría, según orden de la Junta Central
Gubernativa, que deseaba recibir dignamente a los recién
llegados, hasta el siguiente día en la mañana. El
15 de marzo amaneció agolpada una inmensa multitud en los
alrededores de la Puerta de San Diego. Una comisión de la
Junta Central bajó al muelle a las siete de la
mañana con el objeto de ofrecer al libertador los saludos
oficiales. Cuando Duarte puso el pie en tierra, las tropas,
alineadas frente al puerto, le rindieron honores, y las
baterías del Homenaje le saludaron con los disparos de
ordenanza. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante fue
el primero en estrechar entre sus brazos al apóstol y en
darle la bienvenida, en nombre del pueblo y de la Iglesia, con
las siguientes palabras: «Salve, Padre de la Patria.»
El desfile desde el muelle hasta el Palacio de Gobierno se
inició en medio de aclamaciones incesantes. Al llegar la
comitiva a la Plaza de Armas se levantó de improviso un
clamor unánime para pedir a la Junta Central Gubernativa
que confiriera al prócer el titulo de General en Jefe de
los Ejércitos de la República.

Desde el Palacio de Gobierno, en donde la Junta Central
le entregó las insignias de General de Brigada, el Padre
de la Patria se encaminó, seguido por una muchedumbre
frenética, hacia la casa que ocupaba su familia en la
calle del Comercio. El nuevo desfile, revestido de proporciones
apoteóticas, fue un acontecimiento nunca visto hasta
entonces en la Ciudad Primada. Banderas flamantes, bordadas en
aquellos mismos días de embriaguez patriótica,
lucían en las puertas de todos los hogares. Los
vítores al caudillo de la separación atronaban el
espacio, y de todas las bocas salían bendiciones para el
patriota sin mácula que rescató el territorio
nacional del dominio extranjero. En el hogar esperaban al
Libertador su madre, doña Manuela Diez, y sus hermanas,
convertidas desde el amanecer del 27 de febrero en centro de la
devoción del pueblo, que veía reflejada en aquellas
mujeres la gloria del recién llegado. El traje negro que
vestía la anciana avivó de golpe en la memoria del
apóstol el recuerdo del desaparecido. En medio del
júbilo general, del entusiasmo de los viejos
discípulos de «La Trinitaria» y de los vivas
de las multitudes aglomeradas ante la casa del Padre de la
Patria, aquel recuerdo dominaba el ambiente y se sentía
flotar en todas partes como un huésped incómodo.
Doña Manuela y sus hijas compartían, con más
título que nadie, la alegría de la ciudad
embanderada. Pero su dolor, aún reciente, no les
permitía gozar en toda su plenitud del entusiasmo y el
fervor generales. Fue preciso que José Diez y Ramón
Mella hicieran a la viuda y a las huérfanas reconvenciones
cariñosas para que abrieran al pueblo las puertas de su
hogar en duelo y participaran también de las
satisfacciones de aquel día de júbilo. El
presbítero Bonilla secundó las súplicas
anteriores dirigiendo a doña Manuela esta
amonestación afectuosa: -Los goces no pueden ser completos
en la tierra. Si su esposo viviera, el día de hoy le
proporcionaría una de esas dichas de las que sólo
es dable disfrutar en el cielo. ¡Dichosa la madre que ha
podido dar a la patria un hijo que tanto la honra! Aunque el
recuerdo de su padre, a quien la muerte prematura no
permitió gozar del triunfo de su hijo ni de la
independencia de la patria, ennegrecía el pensamiento de
Duarte, fue aquél, sin duda, el único día
feliz para este hombre limpio y virtuoso. Fue el único de
toda su vida en que se sintió unánimemente querido,
y en que fue festejado. El 15 de marzo de 1844 fue también
el único día en que tuvo la sensación de
haber recibido sobre la frente el beso de la popularidad y el
beso menos cálido, pero más duradero, de la gloria.
La noche del mismo día de su llegada, Duarte se
reunió con sus discípulos. La rapidez con que los
acontecimientos se habían desarrollado, desde que la
rebelión fue iniciada en la Puerta del Conde, hacia
indispensable la presencia activa en la vida pública de
los verdaderos trinitarios, único modo de impedir que el
Estado naciente sucumbiera ante un nuevo intento de
invasión de los haitianos o ante la ambición ya
despierta de algunos elementos nativos de ideas poco liberales.
Muchos dominicanos que habían colaborado con el invasor o
que juzgaban indispensable la protección de una potencia
europea o la de los Estados Unidos, se habían incorporado
al movimiento de la Puerta del Conde y estaban ya, a los pocos
días de fundada la República, ocupando en la nueva
administración posiciones de importancia. Tomás
Bobadilla, hombre de confianza de Boyer en un momento dado,
presidía la Junta Central Gubernativa. Otros, como
Buenaventura Báez y el doctor José María
Caminero, aspiraban al poder para sí mismos o para medrar
a la sombra de alguna medianía autoritaria. Al
ánimo de Duarte se llevaron esos recelos, que hubieran
fácilmente prendido en una conciencia menos elevada. Para
muchos era él el llamado a recibir, como un premio a su
abnegación sin medida, los honores del mando. Los
qué ya empezaban a hacer ambiente a la candidatura del
general Pedro Santana, sin tener en cuenta que aún
había fuerzas extranjeras en la heredad nacional, eran los
que menos entusiasmo habían mostrado por la causa de la
independencia y aquellos precisamente que habían venido a
sumarse al movimiento redentor cuando ya la victoria estaba a la
vista y la libertad casi alcanzada. Entre los mismos trinitarios
había algunos a quienes esa propaganda inspiraba hondos
temores. Acaso el propio Ramón Mella, la figura que
más se destacó en la hazaña de la Puerta del
Conde, acariciaba desde mucho tiempo atrás la idea de que
Duarte fuese el escogido para el gobierno que surgiera de la
primera apelación al sufragio. Pero en esta reunión
de Duarte y sus discípulos, la primera que no se celebraba
en secreto y bajo el ojo siempre abierto de los dominadores, no
se habló más que de la necesidad de consolidar la
independencia, aún vacilante, y de mantenerla
después en forma absoluta frente a cualquier posible
renacimiento del ya antiguo plan de los afrancesados. El respeto
que el apóstol inspiraba a sus amigos hubiera hecho
repugnante para los mismos trinitarios cualquier
insinuación capaz de herir la pureza de aquel hombre de
honradez verdaderamente inmaculada. Todos se sentían en su
presencia tocados por algo de la probidad casi divina que
resplandecía en su conciencia y asomaba como una luz
interna a su semblante bondadoso. Pero si allí no se
habló de nada que pudiese ofender la albura de aquel
varón virtuoso, sí se ratificó el juramento
hecho el 16 de julio de 1838 en la morada de Juan Isidro
Pérez: la patria debía ser libre,
íntegramente libre, y la república así
constituida debía organizarse interiormente sobre el
respeto a le ley y a los fueros de la persona humana. Toda
manifestación de barbarie, capaz de retrotraer el
país a la era de terror que acababa de ser clausurada,
debía ser rechazada por los soldados de «La
Trinitaria», sociedad constituida para librar a la patria
del yugo de los haitianos y para establecer luego una
república en donde los hombres pudiesen vivir al abrigo de
las leyes, y en donde ningún déspota pudiera
alzarse con el señorío de las conciencias
oprimidas.

Con esta consigna iban a terciar en la política,
tan pronto como el suelo nacional quedara libre del último
soldado invasor, los filorios, a quienes la
patria debía su libertad. Pero ante todo era preciso
tender por todos los medios a la unión de los dominicanos
de ideas opuestas, único medio de impedir que la discordia
pudiese causar heridas irreparables a un pueblo que necesitaba
vivir en pie de guerra frente a un vecino codicioso. La autoridad
constituida sería, pues, respetada. Si el poder
público recaía en ministros indignos de ejercerlo,
el deber de todo trinitario era ceñirse a sus mandatos y
contribuir, por medios pacíficos, a que la
República adquiriera una fisonomía cada vez
más democrática. Con lo que no se
transigiría era con ninguna medida encaminada a privar al
país de un jirón cualquiera de su independencia o
su soberanía. Duarte y sus discípulos, no obstante
la repugnancia que a todos inspiraba la violencia,
apelarían a las armas, en caso necesario, para frustrar
cualquier atentado a la honra nacional. Estas ideas,
expresión del inextinguible idealismo de los creadores de
«La Trinitaria», servirían de molde a la
conducta de estos hombres de pensamiento liberal, y aun aquellos
que, como Ramón Mella, necesitaban satisfacer en alguna
forma los arranques de su temperamento impetuoso, ávido de
acción e hirviente de amor a la República,
sacrificarían a esos empeños generosos su sed de
jerarquía y sus ambiciones personales. La Junta Central
Gubernativa, impresionada por el ascendiente que Duarte
había adquirido sobre el pueblo y por la espontaneidad y
el calor del recibimiento que se le tributó el día
de su retorno, confió al joven patricio, el 21 de marzo de
1844, la dirección de las operaciones militares en el sur
de la República, zona a la sazón amenazada por un
cuerpo de ejército haitiano que se había abierto
paso a través de las fronteras con el propósito de
ahogar la independencia nacional en su cuna. El mando de las
tropas debía ser compartido con el general Pedro Santana,
vencedor hacía apenas dos días del ejército
¿le Charles Hérard en los campos de Azua. El
nombramiento de Duarte fue recibido con entusiasmo por la
juventud dominicana. No era precisamente el fundador de «La
Trinitaria» un militar de escuela. Su educación, por
el contrario, era más bien la de un patricio de
fisonomía eminentemente civil, formado al calor de las
humanidades. Pero el nuevo jefe expedicionario, designado por la
Junta Central Gubernativa para compartir con Santana la
dirección de la campaña, no era del todo
extraño a la carrera de las armas, y poseía sobre
algunas ciencias estrechamente unidas a la milicia nociones no
vulgares. Durante su permanencia en España había
prestado especial atención al estudio de las
matemáticas, y había conocido en sus viajes por
Francia y Alemania, a muchos supervivientes de las guerras
napoleónicas, en tiempos en que la fama de las proezas del
gran soldado estaba fresca y mantenía aún
electrizada la conciencia del mundo. Del contacto con aquel
ambiente y con aquella generación, llenos todavía
de resonancias marciales, y vibrantes aún con el grandioso
espectáculo militar que pocos años antes
había estremecido a toda Europa, quedaron en el
ánimo de Duarte fuertemente impresas las hazañas
bélicas más extraordinarias y brillantes que la
historia había hasta entonces registrado. Pero por encima
de toda otra consideración, Duarte poseía el don
supremo de hacerse obedecer por el amor que inspiraba gracias a
la eterna niñez de su espíritu y a su
simpatía caudalosa. Su misma figura era por si sola un
espectáculo: severo el continente, enérgicos los
rasgos de la fisonomía, la estatura marcial, el aire lleno
de distinción y dignidad, algo de la limpieza interior
trascendía fuera y denunciaba al hombre extraordinario a
quien la naturaleza había colocado por encima de todas las
miserias humanas. Si esas prendas no hubiesen bastado por si
solas para crearle una atmósfera de respeto y para formar
en torno suyo una aureola de superioridad, ahí estaba su
obra realzada a los ojos de sus conciudadanos por una pureza
insólita y por un desprendimiento sin nombre. Revestido de
esa especie de imperio natural compareció Duarte ante
Santana. Cuando los dos se hallaron por primera vez frente a
frente, el hatero no pudo reprimir un sentimiento de invencible
admiración hacia aquel rival que le deparaba
inesperadamente el destino. Santana confirmó con sus
propios ojos los encarecimientos que su hermano Ramón le
había hecho del extraño personaje que en abril de
1843 visitó en misión de propaganda revolucionaria
las haciendas de «El Prado». Ramón Santana no
había podido olvidar, en efecto, a aquel joven de figura
atrayente, a aquel realizador con trazas de visionario, con
mirada algo abstraída, y con palabra llena de
fascinación en medio de su sencillez desconcertante.
Ignoraba por qué le había simpatizado aquel
conspirador que con tanto brío hablaba de su causa y por
quien se dejó convencer tan fácilmente. Sólo
en un punto no habían estado de acuerdo cuando por primera
vez se encontraron: en la confianza, que al hatero se le antojaba
excesiva, que el joven patriota mostraba en la capacidad de la
república para subsistir, una vez creada, sin la
cooperación de ninguna potencia extranjera. Pero en lo
esencial, esto es, en la necesidad de arrojar del suelo patrio a
los haitianos, sus sentimientos coincidieron desde el primer
instante. Pedro Santana, aunque hombre de temperamento más
receloso que el de su hermano Ramón, no pudo
sustraerse del todo al extraordinario don de simpatía con
que dotó la naturaleza al caudillo separatista. Duarte se
percató acto seguido de los sentimientos del batero, y no
sólo se empeñó en infundirle confianza en la
colaboración que debía prestarle, por
órdenes superiores sino que hizo además cuanto
estuvo a su alcance para atreverse a aquella voluntad imperiosa.
Varios días duró la lucha entre los dos hombres: el
uno, lleno de desprendimiento y de nobleza, interesado en no
aparecer como un rival a los ojos de su gratuito adversario; y el
otro, ahíto de orgullo y de ambición, deseando
librarse de la influencia que el primero ejercía sobre su
voluntad y que en el fondo contrariaba sus designios de soldado
que ya aspiraba al poder y cuyo instinto militar tendía a
la unidad de mando. Pero todas las artes del Padre de la Patria
se estrellaron ante la inflexible terquedad de
Santana.

El vencedor de Azua era partidario de permanecer en la
inacción y no entendía de otra actitud que la de
conservar la defensiva. El ejército bajo su mando, aunque
desmoralizado por la retirada a Baní, hecho que
malogró la victoria obtenida contra Charles Hérard
el 19 de marzo, hervía de impaciencia, ansioso de caer
sobre el resto de las fuerzas invasoras. Las tropas con que a su
vez había salido Duarte de la capital de la
República, compuestas en su mayor parte de jóvenes
pertenecientes a las familias más distinguidas de la
sociedad dominicana, reclamaban a voces una operación
ofensiva. Pedro Alejandrino Pina y todos los miembro del Estado
Mayor de Duarte, desbordantes de patriotismo deseosos de recibir
en los campos de batalla los primeros espaldarazos de la gloria
guerrera, pedían que el ataque se iniciara antes de que el
ejército invasor se atrincherase en Azua y consolidara en
el sur sus posiciones. El primero de abril, después de
largos días de inactividad en los cantones, el caudillo
separatista abandonó su cuartel de Sabanabuey y fue a
Baní resuelto a agotar todos los recursos del patriotismo
y de la dialéctica en un esfuerzo desesperado para
convencer a Santana. El jefe del ejército del sur
oyó con atención el plan de Duarte: éste
atacaría por la retaguardia a las tropas haitianas
acantonada: en Azua, y el propio Santana, con el grueso de sus
fuerzas saldría al encuentro del invasor para obligarlo a
combatir o rendirse en caso de que intentase abandonar la plaza
por moti vos de orden estratégico. Pedro Santana no
adelantó objeción alguna, pero dijo que necesitaba
consultar a los oficiales que militaban bajo sus órdenes
antes de emitir un juicio sobre e plan propuesto. Duarte se dio
cuenta, sin embargo, de que nada induciría al hatero a
variar sus planes defensivos, y que en su actitud no sólo
influía la falta de sentido militar, sino ante todo su
poca fe en la causa separatista, y regresó a Sabanabuey
decidido a proceder con la independencia que las circunstancias
hicieran necesaria. Su Estado Mayor le aconsejo que desobedeciera
las órdenes de la Junta Central y que iniciar por su
propia cuenta la ofensiva. Toda la juventud del apóstol de
«La Trinitaria» ardía el deseos de consagrar
en el campo de la función guerrera su presillas de general
de brigada. Pero el pudor cívico, siempre Vigilante en su
conciencia pulquérrima, lo contuvo en esta ocasión
como en otras muchas de su vida política: desobedecer a la
Junta equivaldría a burlar la autoridad legítima y
a herir de muerte las instituciones manchando desde la cuna su
pureza republicana.

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