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Apuntes Para la Vida de Sócrates (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

Cuando terminó el juicio, dijo
Sócrates:. "Pues bien, señores, quienes instruyeron
a los testigos haciéndoles ver que debían
testimoniar con perjurio contra mí y los que se dejaron
sobornar por ellos deben ser conscientes de haber cometido un
grave delito de impiedad y una gran injusticia. En cuanto a
mí, ¿por qué me voy a sentir menos orgulloso
que antes de mi condena, puesto que no he sido convicto de haber
cometido ninguno de los delitos por los que me acusaron? Nunca se
me ha visto, en efecto, haciendo sacrificios a nuevos dioses en
vez de hacerlos a Zeus, Hera y los dioses que les
acompañan, ni jurando ni reconociendo a otros dioses. Y en
cuanto a los jóvenes,¿cómo podría
corromperlos acostumbrándolos a una vida de dureza y
frugalidad? En lo que se refiere a los delitos castigados con la
pena de muerte, el saqueo de templos, el robo con escalo, la
esclavitud de un hombre libre, la traición al Estado, ni
siquiera mis propios adversarios me imputan ninguno de ellos. Por
ello me pregunto con asombro cómo pudo pareceros que yo
había llevado a cabo una acción digna de
muerte."

"Sin embargo, tampoco por el hecho de morir
injustamente tengo que tener menos alta la cabeza, porque la
vergüenza no es para mí sino para quienes me
condenaron. Me consuela todavía el recuerdo de Palamedes,
que murió de manera muy semejante a la mía. Aun
ahora sigue inspirando cantos muchos más hermosos que
Odiseo, que injustamente ocasionó su muerte. Sé que
también testimoniarán en mi favor el futuro y el
pasado, haciendo ver que jamás hice daño a nadie ni
volví peor a ninguna persona, sino que hacía el
bien a los que conversaban conmigo, enseñándoles
gratis todo lo bueno que podía".

Después de pronunciar estas palabras
se retiró con semblante, actitud y paso sereno, muy de
acuerdo con las palabras que acababa de pronunciar. Pero al darse
cuenta de que sus acompañantes estaban llorando, dijo:
"¿Qué es eso? ¿Es ahora cuando os
ponéis a llorar? ¿Acaso no sabéis hace mucho
tiempo que desde que nací estaba condenado a muerte por la
naturaleza? Sin embargo, si muero prematuramente en medio de una
inundación de bienes, es evidente que tendré que
lamentarme tanto yo como mis amigos, pero si libero mi vida de
las amarguras que me esperan, creo que todos vosotros
debéis congratularos pensando que soy feliz".

Estaba presente un tal Apolodoro, amigo
apasionado de Sócrates, pero persona simple por lo
demás, que dijo: "Lo que peor llevo, Sócrates, es
ver que mueres injustamente". Y entonces Sócrates,
según se cuenta, le respondió, acariciándole
la cabeza: "¿Preferirías entonces,
queridísimo Apolodoro, verme morir con justicia?", y al
mismo tiempo le sonrió.

Se cuenta también que, al ver pasar
a Ánito, dijo: "Ahí tenéis a ese hombre
lleno de orgullo, convencido de que ha llevado a cabo una
hazaña grande y noble con haberme hecho matar porque, al
ver que la ciudad le honraba con las mayores distinciones, dije
que no debía educar a su hijo en el oficio de curtidor.
¡Pobre desgraciado, que no sabe, al parecer, que aquel de
nosotros dos que haya dejado hechas las obras más
útiles y más hermosas para siempre, ése
será el vencedor!"

"Pero – siguió diciendo – tal como
Homero ha atribuido a algunos de sus personajes en el momento de
su muerte pronosticar el porvenir, también yo quiero hacer
una profecía. Tuve una breve relación con el hijo
de Ánito y me pareció que no era de espíritu
débil, por lo que afirmo que no permanecerá en la
vida servil que su padre preparó para él, sino que
por no tener ningún consejero diligente caerá en
alguna pasión vergonzosa y llegará lejos en la
carrera del vicio".

Y no se equivocó con estas palabras,
pues aquel muchacho le tomó gusto al vino y no dejaba de
beber ni de día ni de noche, y al final no fue de ninguna
utilidad para nadie, ni para su ciudad, ni para sus amigos, ni
para si mismo. En cuanto a Ánito, por la mala
educación dada a su hijo, y por su propia falta de juicio,
incluso después de muerto conserva su mala
reputación.

Al ensalzarse a sí mismo ante el
tribunal, Sócrates despertó el odio de los jueces y
los impulsó más aún a votar su condena. Por
mi parte, creo que ha alcanzado un destino grato a los dioses,
pues abandonó lo más duro de la vida y
encontró la más fácil de las muertes.
Demostró así la fortaleza de su espíritu,
pues cuando se dio cuenta de que para él era preferible
morir a seguir viviendo, lo mismo que no se opuso a los otros
bienes de la vida, tampoco se acobardó ante la muerte,
sino que la aceptó y la recibió con
alegría.

Es evidente que se dijeron muchas
más cosas, tanto por parte de Sócrates como de los
amigos que hablaron en su defensa pero yo no puse todo el
empeño en contar todo lo que se dijo en el proceso, sino
que me conformé con hacer ver que Sócrates se
preocupó por encima de todo en dejar claro que no
había cometido ninguna impiedad con los dioses ni
injusticia con los hombres; y en cuanto a no morir, él no
creía que debía suplicar para evitarlo, sino que
incluso pensaba que era un buen momento para terminar su
vida.

En segundo lugar, cuando sus amigos
quisieron sacarlo de la cárcel furtivamente, no lo
consintió, e incluso pareció burlarse de ellos al
preguntarles si conocían algún lugar fuera del
Ática inaccesible a la muerte.

Por mi parte, cuando pienso en la
sabiduría y nobleza de espíritu de aquel hombre, ni
puedo dejar de recordarlo ni, al acordarme de él, puedo
dejar de elogiarle. Si alguno de los que aspiran a la virtud tuvo
trato alguna vez con alguien más beneficioso que
Sócrates, considero que tal hombre debe ser tenido por muy
feliz.

 

Las
últimas horas de Sócrates

"Sócrates: ¿Cómo vienes tan
temprano, Critón? ¿No es aún muy de
madrugada?

Critón: Es cierto.

Sócrates: ¿Qué hora puede
ser?

Critón: Acaba de romper el
día.

Sócrates: Extraño que el alcaide te
haya dejado entrar.

Critón: Es hombre con quien llevo alguna
relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe
algunas atenciones.

Sócrates: ¿Acabas de llegar, o hace
tiempo que has venido?

Critón: Ya hace algún
tiempo.

Sócrates: ¿Por qué has estado
sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de
despertarme en el acto que llegaste?

Critón: ¡Por Júpiter!
Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu
lugar, temería que me despertaran, porque sería
despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que
estoy aquí, me he admirado verte dormir con un
sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con
intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En
verdad, Sócrates, desde que te conozco he estado encantado
de tu carácter, pero jamás tanto como en la
presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y
tranquilidad.

Sócrates: Sería cosa poco racional,
Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la
muerte.

Critón: ¡Ah¡
¡cuántos se ven todos los días del mismo
tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes la edad no
impide lamentarse de su suerte!

Sócrates: Es cierto, pero en fin,
¿por qué has venido tan temprano?

Critón: Para darte cuenta de una nueva
terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la
temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus
amigos; es la nueva más triste y más aflictiva para
mí.

Sócrates: ¿Cuál es? ¿Ha
llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de
mi muerte?

Critón: No, pero llegará sin duda
hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio, donde
le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy
aquí, y mañana, Sócrates, tendrás que
dejar de existir.

Sócrates: Enhorabuena, Critón, sea
así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin
embargo no creo que llegue hoy el buque.

Critón: ¿De dónde sacas esa
conjetura?

Sócrates: Voy a decírtelo: yo no debo
morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese
buque.

Critón: Por lo menos es eso lo que dicen
aquellos de quienes depende la ejecución.

Sócrates: El buque no llegará hoy,
sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he
tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi
parecer, que no me hayas despertado.

Critón: ¿Cuál es ese
sueño?

Sócrates: Me ha parecido ver cerca de
mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco,
que me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres
días estarás en la fértil Phtia.

Critón: ¡Extraño sueño,
Sócrates!

Sócrates: Es muy significativo,
Critón.

Critón: Demasiado sin duda, pero por esta
vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque
en cuanto a mí si mueres, además de verme privado
para siempre de ti, de un amigo de cuya pérdida nadie
podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no
nos conocen bien ni a ti ni a mí, crean que pudiendo
salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado.
¿Y hay cosa más indigna que adquirir la
reputación de querer más su dinero que sus amigos?
Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que
eres tú el que no has querido salir de aquí cuando
yo te he estrechado a hacerlo.

Sócrates: Pero, mi querido Critón,
¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del
pueblo? ¿No basta que las personas más racionales,
las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de
qué manera han pasado las cosas?

Critón: Yo veo sin embargo que es muy
necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu
ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar
desde los más pequeños hasta los más grandes
males a los que una vez han caído en su
desgracia.

Sócrates: Ojalá, Critón, el
pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta
manera sería también capaz de hacer los más
grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no puede
ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los
hombres sabios o insensatos. El pueblo juzga y obra a la
aventura.

Critón: Lo creo; pero respóndeme,
Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que
puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a
mí y a tus demás amigos, acusándonos de
haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos
obligados a abandonar nuestros bienes o pagar crecidas multas o
sufrir penas mayores? Si éste es el temor,
Sócrates, destiérrale de tu alma. ¿No es
justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y
aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido
Sócrates, no resistas; toma el partido que te
aconsejo.

Sócrates: Es cierto. Critón, tengo
esos temores y aun muchos más.

Critón: Tranquilízate, pues, porque
en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de aquí,
no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la
situación mísera que rodea a los que podrían
acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para
cerrarles la boca; y mis bienes, que son tuyos, son harto
suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi
ofrecimiento, hay aquí un buen número de
extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo
Sunmias de Tébas ha presentado la suma suficiente; Cebes
está en posición de hacer lo mismo y aún hay
muchos más.

Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti
el deseo de salvarte, y en cuanto a lo que decías uno de
estos días delante de los jueces, de que si hubieras
salido desterrado, no hubieras sabido dónde fijar
tú residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier
parte del mundo a donde tú vayas, serás siempre
querido. Si quieres ir a Thesalia, tengo allí amigos que
te obsequiarán como tú mereces, y que te
pondrán a cubierto de toda molestia. Además,
Sócrates, cometes una acción injusta
entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y
trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más
desean en su ardor por perderte. Faltas también a tus
hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas
alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte
espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener
hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su
educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido
del más indolente de los hombres, cuando deberías
tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo,
que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida
otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates,
que me da vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se
crea que todo lo que está sucediendo se ha debido a
nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer
lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando pudo
evitarse; luego por el curso de tu proceso; y en fin, como
término de este lastimoso drama, por haberte abandonado
por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado;
y se dirá también, que tú mismo no te has
salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con
sólo que nosotros te hubiéramos prestado un
pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido
Sócrates; con la desgracia que te va a suceder
tendrás también una parte en el baldón que
va a caer sobre todos nosotros. Consúltate a ti mismo,
pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y
no hay que escoger; es preciso aprovechar la noche
próxima. Todos mis planes se desgracian, si aguardamos un
momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que
te digo.

Sócrates: Mi querido Critón, tu
solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la justicia;
pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más
grande es, se hace más reprensible. Es preciso examinar,
ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no
deberemos; porque no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que
tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas,
después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la
fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las máximas de
que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre
las mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das
razones más fuertes, debes persuadirte de que yo no
cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra
mí, y para aterrarme como a un niño, me amenazase
con sufrimientos más duros que los que me rodean, cadenas,
la miseria, la muerte. Paro ¿cómo se verifica este
examen de una manera conveniente? Recordando nuestras antiguas
conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir
que hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que
debemos despreciar. ¿O es que esto se pudo decir antes de
ser yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto,
que si se dijo entonces, fue como una conversación al
aire, no siendo en el fondo más que una necedad o un juego
de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi
nueva situación, si este principio me parece distinto o si
le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o
seguirle.

Es cierto, si yo no me engaño, que aquí
hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con
formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que
son dignas de la más alta estimación y otras que no
merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses,
¿te parece esto bien dicho? Porque, según todas las
apariencias humanas, tú no estás en peligro de
morir mañana, y el temor de un peligro presente no te
hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien.
¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no
es preciso estimar todas las opiniones de los hombres sino tan
sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente,
sino tan sólo de algunos? ¿Qué dices a esto?
¿No te parece verdadero?

Critón: Mucho.

Sócrates: ¿En este concepto, no es
preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar las
malas?

Critón: Sin duda.

Sócrates: ¿Las opiniones buenas no
son las de los sabios, y las malas las de los necios?

Critón: No puede ser de otra
manera.

Sócrates: Vamos a sentar nuestro principio.
¿Un hombre que se ejercita en la gimnasia podrá ser
alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo
por el que sea médico o maestro de gimnasia?

Critón: Por este sólo sin
duda.

Sócrates: ¿Debe temer la
reprensión y estimar las alabanzas de éste
sólo y despreciar lo que le digan los
demás?

Critón: Sin duda.

Sócrates: Por esta razón ¿debe
ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este maestro
y no dejarse dirigir por el capricho de todos los
demás?

Critón: Eso es incontestable.

Sócrates: He aquí sentado el
principio. ¿Pero si desobedeciendo a este maestro y
despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las
caricias y alabanzas del pueblo y de los ignorantes, no le
resultará mal?

Critón: ¿Cómo no le ha de
resultar?

Sócrates: ¿Pero este mal de
qué naturaleza será? ¿a qué
conducirá? ¿y qué parte de este hombre
afectará?

Critón: A su cuerpo, sin duda, que
infaliblemente arruinará.

Sócrates: Muy bien, he aquí sentado
este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas las
demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo
honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo malo, que eran en este
momento la materia de nuestra discusión, ¿nos
atendremos más bien a la opinión del pueblo que a
la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy
hábil, por el que sólo debamos tener más
respeto y más deferencia que por el resto de los hombres?
¿Y si no nos conformamos al juicio de este único
hombre, no es cierto que arruinaremos enteramente lo que no vive
ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la justicia, y
que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer
que todo eso es una farsa?

Critón: Soy de tu dictamen,
Sócrates.

Sócrates: Estame atento, yo te lo suplico;
si adoptando la opinión de los ignorantes, destruimos en
nosotros lo que sólo se conserva por un régimen
sano y se corrompe por un mal régimen, ¿podremos
vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida?
Ahora tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es
verdad?

Critón: De nuestro cuerpo sin
duda.

Sócrates: ¿Y se puede vivir con un
cuerpo destruido o corrompido?

Critón: No, seguramente.

Sócrates: ¿Y podremos vivir
después de corrompida esta otra parte de nosotros mismos,
que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la
injusticia destruye? ¿O creemos menos noble que el cuerpo
esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia y
la injusticia?

Critón: Nada de eso.

Sócrates: ¿No es más
preciosa?

Critón: Mucho más.

Sócrates: Nosotros, mi querido
Critón, no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino
sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo
injusto, y este juez único es la verdad. Ves por esto, que
sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que
debíamos hacer caso de la opinión del pueblo sobre
lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarias. Quizá me
dirás: pero el pueblo tiene el poder de hacernos
morir.

Critón: Seguramente que se
dirá.

Sócrates: Así es, pero, mi querido
Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo
que acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es
un principio sentado, que el hombre no debe desear tanto el vivir
como el vivir bien?

Critón: Estoy de acuerdo.

Sócrates: ¿No admites igualmente, que
vivir bien no es otra cosa que vivir como lo reclaman la probidad
y la justicia?

Critón: Sí.

Sócrates: Conforme a lo que acabas de
concederme, es preciso examinar ante todo, si hay justicia o
injusticia en salir de aquí sin el permiso de los
atenienses; porque si esto es justo, es preciso ensayarlo; y si
es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto
a todas esas consideraciones, que me has alegado, de dinero, de
reputación, de familia ¿qué otra cosa son
que consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin
razón, y que sin razón quisiera después
hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros,
conforme a nuestro principio, todo lo que tenemos que considerar
es, si haremos una cosa justa dando dinero y contrayendo
obligaciones con los que nos han de sacar de aquí, o bien
si ellos y nosotros no cometeremos en esto injusticia; porque si
la cometemos, no hay más que razonar; es preciso morir
aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar
injustamente.

Critón: Tienes razón,
Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.

Sócrates: Veámoslo juntos, amigo
mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando
yo hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro
caso cesa, te lo suplico, de estrecharme a salir de aquí
contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría
complacidísimo de que me persuadieras a hacerlo, pero yo
necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la manera con
que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis
preguntas lo más sinceramente que te sea
posible.

Critón: Lo haré.

Sócrates: ¿Es cierto que jamás
se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido cometerlas
en unas ocasiones y en otras no. ¿O bien, es absolutamente
cierto que la injusticia jamás es permitida, como muchas
veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de convenir?
¿Y todos estos juicios, con los que estamos de acuerdo, se
han desvanecido en tan pocos días? ¿Sería
posible, Critón, que, en nuestros años, las
conversaciones más serias se hayan hecho semejantes a las
de los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello?
¿O más bien es preciso atenernos estrictamente a lo
que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa y funesta al
que la comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea
mal el que resulte?

Critón: Estamos conformes.

Sócrates: ¿Es preciso no cometer
injusticia de ninguna manera?

Critón: Sí, sin duda.

Sócrates: ¿Entonces es preciso no
hacer injusticia a los mismos que nos la hacen, aunque el vulgo
crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en
ningún caso puede tener lugar la injusticia?

Critón: Así me lo parece.

Sócrates: ¡Pero qué! ¿es
permitido hacer mal a alguno o no lo es?

Critón: No, sin duda,
Sócrates.

Sócrates: ¿Pero es justo volver el
mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es
injusto?

Critón: Muy injusto.

Sócrates: ¿Es cierto que no hay
diferencia entre hacer el mal y ser injusto?

Critón: Lo confieso.

Sócrates: Es preciso, por consiguiente, no
hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el mal,
cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten
presente, Critón, que confesando esto, acaso hables contra
tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas
personas que lo admitan, y siempre sucederá lo mismo.
Desde el momento en que están discordes sobre este punto,
es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de
opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco.
Reflexiona bien, y mira, si realmente estás de acuerdo
conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que
en ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver
injusticia por injusticia, mal por mal; o si piensas de otra
manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a
mí, pienso hoy como pensaba en otro tiempo. Si tú
has mudado de parecer, dilo, y exponme los motivos; pero si
permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a
decir.

Critón: Permanezco fiel y pienso como
tú; habla, ya te escucho.

Sócrates: Prosigo pues, o más bien te
pregunto: ¿un hombre que ha prometido una cosa justa, debe
cumplirla o faltar a ella?

Critón: Debe cumplirla.

Sócrates: Conforme a esto, considera, si
saliendo de aquí sin el consentimiento de los atenienses
haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen.
¿Respetaremos o eludiremos el justo compromiso que hemos
contraído?

Critón: No puedo responder a lo que me
preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.

Sócrates: Veamos si de esta manera lo
entiendes mejor. En el momento de la huida, o si te agrada
más, de nuestra salida, si la ley y la república
misma se presentasen delante de nosotros y nos dijesen:
Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿la
acción que preparas no tiende a trastornar, en cuanto de
ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque
¿qué Estado puede subsistir, si los fallos dados no
tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares?
¿Qué podríamos responder, Critón, a
este cargo y otros semejantes que se nos podían dirigir?
Porque ¿qué no diría, especialmente un
orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que
los fallos dados sean cumplidos y ejecutados?
¿Responderemos nosotros, que la Republica nos ha hecho
injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que
responderíamos?

Critón: Sí, sin duda, se lo
diríamos.

Sócrates: «¡Qué!
dirá la ley ateniense, Sócrates, ¿no
habíamos convenido en que tú te someterías
al juicio de la república?» Y si nos
manifestáramos como sorprendidos de este lenguaje, ella
nos diría quizá: «no te sorprendas,
Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes costumbre
de proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues,
¿qué motivo de queja tienes tú contra la
república y contra mí cuando tantos esfuerzos haces
para destruirme? ¿No soy yo a la que debes la vida?
¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a
la que te ha dado a luz? ¿Qué encuentras de
reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el
matrimonio?» Yo la responderé sin dudar: nada.
«¿Y las que miran al sostenimiento y
educación de los hijos, a cuya sombra tú has sido
educado, no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu
padre que te educara en todos los ejercicios del espíritu
y del cuerpo?» Exactamente, diría yo. «Y
siendo esto así, puesto que has nacido y has sido
mantenido y educado gracias a mí, ¿te
atreverás a sostener que no eres hijo y servidor nuestro
lo mismo que tus padres? Y sí así es,
¿piensas tener derechos iguales a la ley misma, y que te
sea permitido devolver sufrimientos por sufrimientos, por los que
yo pudiera hacerte pasar? ¿Este derecho, que jamás
podrían tener contra un padre o contra una madre, de
devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por golpe,
¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley?
Y si tratáramos de perderte, creyendo que era justo,
¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu
patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que
haces profesión de no separarte del camino de la virtud?
¿Tu sabiduría te impide ignorar que la patria es
digna de más respeto y más veneración
delante de los dioses y de los hombres, que un padre, una madre y
que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en
su cólera, tener con ella la sumisión y miramientos
que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u
obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que
quiera que se sufra, aun cuando sea verse azotado o cargado de
cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser
allí heridos o muertos, es preciso marchar allá;
porque allí está el deber, y no es permitido ni
retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y
que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales,
que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere
la república, o emplear para con ella los medios de
persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una
impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor
hacerla a la patria?». ¿Qué responderemos a
esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice
verdad?

Critón: Así me parece.

Sócrates: «Ya ves, Sócrates,
continuaría la ley, que si tengo razón, eso que
intentas contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he
alimentado, te he educado; en fin, te he hecho, como a los
demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin
embargo, no me canso de decir públicamente que es
permitido a cada uno en particular, después de haber
examinado las leyes y las costumbres de la república, si
no está satisfecho, retirarse a donde guste con todos sus
bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros
usos, quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay
uno entre vosotros que se oponga a ello y puede libremente
marcharse a donde le acomode. Pero también los que
permanecen, después de haber considerado detenidamente de
qué manera ejercemos la justicia y qué
policía hacemos observar en la república, yo les
digo que están obligados a hacer todo lo que les mandemos,
y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones:
porque no obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian
a quien los ha alimentado; porque, estando obligados a
obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de
convencerme si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no
haga más que proponer sencillamente las cosas sin usar de
violencia para hacerme obedecer, y que les dé la
elección entre obedecer o convencernos de injusticia,
ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí,
Sócrates, la acusación de que te harás
acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho
más culpable que cualquiera otro ciudadano.» Y si yo
le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la
boca diciéndome, que yo estoy más que todos los
demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones.
«Yo tengo, me diría, grandes pruebas de que la ley y
la república han sido de tu agrado, porque no hubieras
permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la
estancia en ella no te hubiera sido más satisfactoria que
en todas las demás ciudades. Jamás ha habido
espectáculo que te haya obligado a salir de esta ciudad,
salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos;
jamás has salido que no sea a expediciones militares;
jamás emprendiste viajes, como es costumbre entre los
ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar
otras ciudades, ni de conocer otras leyes; tan apasionado has
sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según
nuestras máximas, que aquí has tenido hijos,
testimonio patente de que vivías complacido en ella. En
fin, durante tu proceso podías condenarte a destierro, si
hubieras querido, y hacer entonces, con asentimiento de la
república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo.
Tú que te alababas de ver venir la muerte con
indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro,
ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin
respeto a las leyes, puesto que quieres abatirlas, haces lo que
haría el más vil esclavo, tratando de salvarte
contra las condiciones del tratado que te obliga a vivir
según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen
ciudadano; ¿no decimos la verdad, cuando sostenemos que
tú estás sometido a este tratado, no con palabras,
sino de hecho y a todas sus condiciones?».
¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué
partido podríamos tomar más que
confesarlo?

Critón: Sería preciso hacerlo,
Sócrates.

Sócrates: La ley continuaría
diciendo: «¿Y qué adelantarías,
Sócrates, con violar este tratado y todas sus condiciones?
No has contraído esta obligación ni por la fuerza,
ni por la sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para
pensarlo. Setenta años han pasado, durante los cuales has
podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las
condiciones que te proponía no te parecían justas.
Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas
leyes han sido constantemente un objeto de alabanza en tu boca,
ni tampoco has dado esta preferencia a ninguna de las otras
ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú,
como los cojos, los ciegos y todos los estropeados, jamás
has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible de que
te ha complacido vivir en ella más que a ningún
otro ateniense; y bajo nuestra influencia, por consiguiente,
porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable?
¡Y ahora te rebelas y no quieres ser fiel a este pacto!
Pero si me crees, Sócrates, tú le
respetarás, y no te expondrán a la risa
pública, saliendo de Atenas; porque reflexiona un poco, te
lo suplico. ¿Qué bien resultará a ti y a tus
amigos, si persistís en la idea de traspasar mis
órdenes? Tus amigos quedarán infaliblemente
expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder
sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad
vecina, a Tebas o Megara, como son ciudades muy bien gobernadas,
serás mirado allí como un enemigo; porque todos los
que tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza
como un corruptor de las leyes. Les confirmarás igualmente
en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo
corruptor de las leyes pasará fácilmente y siempre
por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante.
¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en
esas sociedades compuestas de hombres justos? Pero entonces,
¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O
tendrás valor para aproximarte a ellos, y decirles, como
haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las
costumbres deben estar por cima de todo y ser objeto del culto y
de la veneración de los hombres? ¿Y no conoces que
esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo,
Sócrates. Tendrías necesidad de salir
inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia
a casa de los amigos de Critón, a Tesalia donde reina
más el libertinaje que el orden, y en donde te
oirían sin duda con singular placer referir el disfraz con
que habías salido de la prisión, vestido de harapos
o cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier
manera como acostumbran a hacer todos los fugitivos. ¿Pero
no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano,
que no pudiendo ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego
está por el ansia de vivir, que no ha dudado, por
conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas?
Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie; pero al
menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas
indignas de ti; vivirás esclavo y víctima de todos
los demás hombres, porque ¿qué remedio te
queda? Estarás en Tesalia entregado a perpetuos festines,
como si sólo te hubiera atraído allí un
generoso hospedaje. Pero entonces ¿a dónde han ido
a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre
la virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte
quizá para dar sustento y educación a tus hijos?
¡Qué! ¿será en Tesalia donde los has
de educar? ¿Creerás hacerles un bien
convirtiéndolos en extranjeros y alejándolos de su
patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que,
ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo
tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado de ellos.
Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia,
¿no lo tomarán igualmente después de tu
muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te
prestarán los mismos servicios, si es cierto que puedes
contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis
razones, sigue los consejos de la que te ha dado el sustento, y
no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en ninguna otra
cosa, sea la que sea, más que en la justicia, y cuando
vayas al infierno, tendrás con qué defenderte
delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces
lo que has resuelto, si faltas a las leyes, no harás tu
causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más
justa, ni más santa, sea durante tu vida, sea
después de tu muerte. Pero si mueres, morirás
víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los
hombres; en lugar de que si sales de aquí vergonzosamente,
volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás
al pacto que te liga a mí, dañarás a una
porción de gentes que no debían esperar esto de ti;
te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a
tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando
hayas muerto, nuestras hermanas las leyes que rigen en los
infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor,
sabiendo que has hecho todos los esfuerzos posibles para
arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón y
sí los míos.»

Me parece, mi querido Critón, oír estos
acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír las
flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma,
y me hacen insensible a cualquiera otro discurso, y has de saber
que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto
puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo,
si crees convencerme, habla.

Critón: Sócrates, nada tengo que
decir."[45]

Fedón.

"ECHECRATES.- Dime, Fedón, ¿estuviste
tú mismo con Sócrates cuando en la prisión
bebió la cicuta, o lo que sabes de sus últimas
horas te lo refirió alguien?

FEDÓN.- Estuve yo mismo.

ECHECRATES.- ¿Qué dijo Sócrates
antes de morir y cómo murió? Me agradaría
saberlo, porque no hay hoy día un fliasio que esté
en relación con Atenas y desde hace mucho tiempo no ha
venido nadie de Atenas que nos haya podido dar más
informes de este asunto sino que Sócrates murió
después de beber la cicuta. Más, no hemos
sabido.

FEDÓN.- ¿Entonces ignoras cómo
instruyeron su proceso?

ECHECRATES.- Esto sí; alguien nos dijo, y nos
extrañamos mucho, que Sócrates no murió
hasta mucho tiempo después de pronunciada la sentencia.
¿A qué se debió esto,
Fedón?

…………..

ECHECRATES.- ¿Quiénes eran
ésos?

FEDÓN.- Atenienses: estaban Apolodoros, como ya
te he dicho. Critóbulo y su padre Critón,
Hermógenes, Epígeno, Esquino y Antístenes;
también estaban Ctesippo de Peanea, Menexenes y
todavía algunos más del país; creo que
Platón estaba enfermo.

ECHECRATES.- ¿Había
extranjeros?

FEDÓN.- Sí: Simmias de Tebas, Cebos y
Fedondes, y de Megara, Euclides y Terpsión.

ECHECRATES.- ¿Estaban también Aristipo y
Cleombroto?

FEDÓN.- No: se dijo que estaba en
Egina.

ECHECRATES.- ¿Quién más
había?

FEDÓN.- Creo haber nombrado a casi todos los que
estaban.

ECHECRATES.- Entonces cuéntame lo que
hablasteis.

………..

No tienes más que decirle la cosa tal como es,
respondió Sócrates; que no ha sido por cierto para
ser su rival de poesía, porque sabía lo
difícil que es hacer versos, sino únicamente
buscando la explicación de ciertos sueños para
obedecerlos, si por casualidad era la poesía aquel arte
bello en el que me ordenaban me ejercitara. Porque toda mi vida
he tenido un mismo sueño, que unas veces en una forma y
otras en otra me recomendaba siempre lo mismo: Sócrates,
ejercítate en las bellas artes. Hasta ahora había
tenido esta orden por una simple advertencia, como la que por
costumbre se hace a los que corren en la liza, en la creencia de
que este sueño me ordenaba solamente que continuara
viviendo como había vivido prosiguiendo el estudio de la
filosofía, que constituía toda mi ocupación
y que es la primera de las artes. Pero después de mi
sentencia, como la fiesta de Apolo aplazó su
ejecución, pensé que aquel sueño me ordenaba
ejercitarme en las bellas artes como los otros hombres, y que
antes de partir de este mundo estaría más seguro de
haber cumplido con mi deber componiendo versos para obedecer al
sueño. Empecé por este himno al dios cuya fiesta se
celebraba, pero en seguida reflexioné que para ser
verdaderamente poeta no basta hacer discursos en verso, sino que
es preciso inventar ficciones, y no ocurriéndoseme ninguna
recurrí a las fábulas de Esopo y versifiqué
las primeras que me acudieron a la memoria. Ya sabes, pues, mi
querido Cebes, lo que tienes que contestar a Eveno; dile
también de mi parte que se conduzca bien y que si es sabio
me siga, porque todo hace prever que hoy partiré, puesto
que los atenienses lo ordenan.

¿Qué consejo, Sócrates, es el que
das a Eveno?, exclamó Simmias. Le veo muy a menudo y por
lo que sé de él estoy seguro de que no te
seguirá por su gusto.

¿Cómo?, replicó Sócrates,
¿acaso no es filósofo Eveno?

Creo que lo es, respondió Simmias.

Entonces querrá seguirme, dijo Sócrates,
lo mismo que todo hombre que dignamente haga profesión de
serlo. Sé muy bien que no se matará, porque se dice
que eso no está permitido. Y al decirlo, levantó
las piernas de la cama, puso los pies en el suelo y sentado de
esta manera continuó hablando el resto del
día.

Cebes le preguntó: ¿Cómo puedes
poner de acuerdo, Sócrates, que no es lícito
suicidarse y que el filósofo, sin embargo, deba querer
seguir a cualquiera que se muera?

¿Será posible, Cebes, replicó
Sócrates, que ni tú ni Simmias no hayáis
oído hablar nunca de esto a vuestro amigo
Filolao?

Nunca se ha explicado con mucha claridad,
Sócrates, respondió Cebes.

De mí puedo aseguraros, añadió
Sócrates, que no sé más que lo que he
oído decir y no os ocultaré nada de lo que he
podido saber. No creo que exista ocupación que convenga
más a un hombre que muy pronto va a partir de este mundo,
que la de examinar bien y procurar conocer a fondo qué es
precisamente este viaje y descubrir la opinión que de
él tenemos. ¿Qué cosa mejor podríamos
hacer mientras esperamos la puesta del sol?

¿En qué puede fundarse uno,
Sócrates, dijo Cebes, para asegurarnos que el suicidio no
es lícito? A Filolao, cuando estaba con nosotros, y a
otros varios, les oí decir que estaba mal hecho. Pero ni
él ni nadie nos han dicho nunca nada claro acerca de esta
cuestión.

Ármate de valor, dijo Sócrates, porque
quizá vas a saber más hoy, pero te
sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres
una necesidad invariable, una necesidad absoluta, aun para
aquellos para los que la muerte sería mejor que la vida;
verás también como algo asombroso, que no
está permitido, se procuren el bien por sí mismos
aquellos para los que la muerte es preferible a la vida y que
estén obligados a esperar a otro libertador.

………

¡Ah mi caro Simmias!, replicó
Sócrates sonriendo dulcemente. Qué gran trabajo me
costaría persuadir a los otros hombres de que no considero
una desgracia la situación en que me encuentro, puesto que
no sabría persuadiros a vosotros mismos, que me
creéis más difícil de tratar que nunca he
sido. Me juzgáis, pues, muy inferior a los cisnes en lo
que se refiere a los presentimientos y a la adivinación,
porque cuando sienten que van a morir cantan mejor que nunca
cantaron, alegres porque van a encontrar al dios a quien sirven.
Pero los hombres, por el temor que les inspira la muerte,
calumnian a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y cantan de
tristeza. Y no reflexionan que no hay pájaro que cante
cuando tiene hambre o frío o sufre por cualquier otra
causa, ni siquiera el ruiseñor, la golondrina ni la
abubilla, de los que se dice que su canto no es más que un
efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de
tristeza, y creo que menos aún los cisnes, que
perteneciendo a Apolo son adivinos; y como prevén los
bienes de que se disfruta en la otra vida, cantan y se regocijan
más que nunca ese día. Y yo pienso que sirvo a
Apolo tan bien como ellos y que como ellos estoy consagrado a
este dios, que no recibo menos que ellos de nuestro común
maestro el arte de la adivinación y que no estoy
más disgustado que ellos de partir de esta vida. Por esto
mismo no os privéis de hablar tanto cuanto os
placerá ni preguntarme todo el tiempo que tengan a bien
permitir los Once.

…………

Todo hombre, pues, que durante su vida renunció a
la voluptuosidad y a los bienes del cuerpo,
considerándolos como perniciosos y extraños, que no
buscó más voluptuosidad que la que le proporciona
la ciencia y adornó su alma, no con galas extrañas,
sino con ornamentos que le son propios, como la templanza, la
justicia, la fortaleza y la verdad, debe esperar tranquilamente
la hora de su partida a los infiernos, dispuesto siempre para
este viaje cuando el destino lo llame. Vosotros dos, Simmias y
Cebes, y los demás, emprenderéis este viaje cuando
el tiempo llegue. A mí me llama hoy el hado, como
diría un poeta trágico, y ya es hora de ir al
baño, porque me parece mejor no beber el veneno hasta
después de haberme bañado, y además
ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar un
cadáver.

Al acabar de hablar Sócrates, le dijo
Critón: Bien está, Sócrates, pero ¿no
tienes que hacernos a mí o a los otros ninguna
recomendación referente a tus hijos o a algún otro
asunto en que te pudiéramos servir?

Nada más, Critón, que lo que siempre os he
recomendado: que tengáis cuidado con vosotros mismos, y
con ello me haréis un favor, y también a mi familia
y a vosotros mismos, aunque ahora nada me prometáis;
porque si os abandonarais y no quisierais seguir los consejos que
os he dado, de muy poco servirían todas las promesas y
protestas que me hicierais hoy.

Haremos cuantos esfuerzos podamos para conducirnos
así. Pero dinos, ¿como quieres que te
enterremos?

Como se os ocurra, contestó Sócrates; si
es que lográis apoderaros de mí y no me escapo de
vuestras manos.

Y mirándonos al mismo tiempo que iniciaba una
sonrisa, añadió: Me parece que no conseguiré
convencer a Critón de que soy el Sócrates que
charla con vosotros y que pone en orden todas las partes de su
discurso; él se imagina que soy aquel al que va a ver
muerto dentro de un instante, y me pregunta cómo me
enterrará. Y todo este largo discurso que acabo de
pronunciaros para probaros que en cuanto tome el veneno no
estaré ya con vosotros, porque os dejaré para ir a
disfrutar de la felicidad de los bienaventurados, me parece que
ha sido en vano para Critón, que creo se figura que
sólo he hablado para consolaros y consolarme. Os ruego,
pues, que salgáis garantes por mí cerca de
Critón, pero de una manera muy contraria a como él
quiso serlo para mí ante los jueces, porque
respondió por mí que me quedaría; vosotros
diréis por mí, os lo ruego, que apenas haya muerto
me iré, a fin de que el pobre Critón soporte
más dulcemente mi muerte y que al ver quemar o enterrar mi
cuerpo no se desespere como si yo sufriera grandes dolores y no
diga en mis funerales que expone a Sócrates, que se lleva
a Sócrates y que entierra a Sócrates, porque es
preciso que sepas, mi querido Critón, que hablar
impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se
dice, sino hacer daño a las almas. Hay que tener
más valor y decir que sólo es mi cuerpo lo que
entierras y entiérralo como te plazca y de la manera que
juzgues más conforme con las leyes.

Sin añadir una palabra más se
levantó y pasó a una habitación inmediata
para bañarse. Critón le siguió y
Sócrates nos rogó le esperáramos; así
lo hicimos hablando de lo que nos había dicho,
examinándolo todavía y comentando lo desgraciados
que íbamos a sentirnos, considerándonos como
niños privados de su padre y condenados a pasar el resto
de nuestra vida en la orfandad.

Cuando salió del baño le llevaron sus
hijos, porque tenía tres, dos muy niños y uno
bastante grande, y al mismo tiempo entraron las mujeres de la
familia. Las habló algún tiempo en presencia de
Critón y dióles órdenes; después hizo
que se retiraran las mujeres y los niños, y volvió
a reunirse con nosotros. El Sol se acercaba ya a su ocaso, porque
Sócrates había estado bastante tiempo en el
baño. Al entrar se sentó sobre el borde de la cama
sin tener tiempo de decirnos casi nada porque el servidor de los
Once entró a la vez y acercándose a él le
dijo: Sócrates, no tendré que hacerte el mismo
reproche que a los otros, porque en cuanto les advierto de la
orden de los magistrados que es preciso beban el veneno, me
increpan y me maldicen. Pero tú no eres como ellos; desde
que entraste en la prisión te he encontrado el más
firme, el más bondadoso y el mejor de cuantos aquí
han estado presos, y estoy seguro de que de este momento no me
guardas ningún rencor; únicamente lo
sentirás contra los que son causa de tu desgracia, y los
conoces muy bien. Ya sabes, Sócrates, lo que he venido a
anunciarte; adiós y procura soportar con ánimo
viril lo que es inevitable. Volvióse derramando
lágrimas y se retiró. Sócrates le
siguió con la mirada y le dijo: También yo te digo
adiós y haré lo que me dices. Ved, dijo al mismo
tiempo, qué honorabilidad la de este hombre y qué
bondad: todo el tiempo que he pasado aquí ha estado
visitándome constantemente; es el mejor de los hombres, y
ahora llora por mí. Pero vamos, Critón,
obedezcámosle con agrado. Que me traigan el veneno si
está preparado, y si no que lo prepare él
mismo.

Pero se me figura, Sócrates, que el Sol
está todavía sobre los montes y aún no se ha
puesto: sé que muchos no apuraron el veneno hasta mucho
tiempo después de recibir la orden; que comieron y
bebieron cuanto les plugo, y que algunos hasta disfrutaron de sus
amores; por esto no tengas prisa. Todavía tienes
tiempo.

Los que hacen lo que dices, Critón, dijo
Sócrates, tienen sus razones; creen que es tiempo ganado,
y yo tengo las mías para no hacerlo. Porque lo
único que creo que ganaría retardando el beber la
cicuta sería poseerme el ridículo ante mí
mismo al verme tan enamorado de la vida que quisiera economizarla
cuando ya no tengo más. Así, pues, caro
Critón, haz lo que te digo y no me atormentes
más.

Critón hizo una seña al esclavo que
tenía cerca y que salió, volviendo un rato
después con el que debía dar el veneno que llevaba
preparado en una copa. Al verle entrar le dijo Sócrates:
Muy bien, amigo mío, pero ¿qué es lo que
tengo que hacer? ¡Instrúyeme!

Pasearte cuando hayas bebido, contestó aquel
hombre, y acercarte a tu lecho en cuanto notes que se te ponen
pesadas las piernas. Y al mismo tiempo le tendió la copa,
que Sócrates cogió, Echecrates, con la mayor calma,
sin mostrar emoción, y sin cambiar de color ni de
fisonomía, sino mirando al hombre tan firme y seguro de
sí mismo como siempre: Dime, dijo, ¿se puede hacer
un libamen con esta bebida?

Sócrates, respondió el hombre, no
preparamos más que lo necesario para ser
bebido.

Comprendo, dijo Sócrates, pero al menos
estará permitido, porque es justo elevar sus plegarias a
los dioses a fin de que bendigan y hagan próspero nuestro
viaje; es lo que les pido: ¡que escuchen mi ruego! Y
arrimando la copa a los labios la apuró con una
mansedumbre y tranquilidad admirables.

Hasta entonces habíamos tenido casi todos fuerza
de voluntad para contener nuestras lágrimas, pero al verle
beber, y después que hubo bebido, nos echamos a llorar
como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto,
que no tuve más remedio que cubrirme con mi manto para
desahogarme llorando, porque no lloraba por la desventura de
Sócrates, sino por mi desgracia al pensar en el amigo que
iba a perder. Critón empezó a llorar antes que yo y
salió fuera, y Apolodoros, que desde el principio no
había hecho más que llorar, empezó a gritar,
lamentarse y sollozar de tal manera, que nos partía a
todos el corazón, menos a Sócrates. Pero
¿qué es esto, amigos míos?, nos dijo.
¿A qué vienen esos llantos? Para no oír
llorar a las mujeres y tener que reñirlas las mandé
retirar, porque he oído decir que al morir sólo se
deben pronunciar las palabras amables. Callad, pues, y demostrad
más firmeza. Estas palabras nos avergonzaron tanto, que
contuvimos nuestros lloros. Sócrates, que continuaba
paseándose, dijo al cabo de algún rato que notaba
ya un gran peso en las piernas y se echó de espaldas en el
lecho, como se le había ordenado. Al mismo tiempo se le
acercó el hombre que le había dado el
tóxico, y después de haberle examinado un momento
los pies y las piernas, le apretó con fuerza el pie y le
preguntó si lo sentía; Sócrates
contestó que no. En seguida le oprimió las piernas,
y subiendo más las manos nos hizo ver que el cuerpo se
helaba y tornaba rígido. Y tocándolo nos dijo que
cuando el frío llegara al corazón nos
abandonaría Sócrates. Ya tenía el abdomen
helado; entonces se descubrió Sócrates, que se
había cubierto el rostro, y dijo a Critón: Debemos
un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda. Fueron
sus últimas palabras.

Lo haré, respondió Critón; pero
piensa si no tienes nada más que decirme.

Nada, contestó; un momento después se
estremeció ligeramente. El hombre entonces le
descubrió del todo; Sócrates tenía la mirada
fija, y Critón al verlo le cerró piadosamente los
ojos y la boca.

Ya sabes, Echecrates, cuál fue el fin del hombre
de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que
hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más
sabio y el más justo de los
hombres."[46]

"Se reconoce efectivamente que ninguno de los hombres de
los que se tenga memoria soportó su muerte de una manera
más bella. Y así, se vio obligado a vivir
después del juicio treinta días, por caer en dicho
mes las fiestas Delias y no permitir la ley que nadie muriera por
ejecución pública hasta que regresara de Delos la
peregrinación; durante ese tiempo llevó a la vista
de todos sus familiares un régimen de vida en absoluto
diferente al de tiempo anterior. Lo cierto es que todo el mundo
sintió siempre por él la máxima
admiración por su buen ánimo y su carácter
alegre. ¿Cómo podría haber muerto con una
muerte más bella? ¿O qué muerte
podría haber más bella que la de quien muere de la
manera más hermosa? ¿Qué muerte
podría ser más feliz que la más hermosa
muerte? ¿Qué muerte más grata a los dioses
que la más feliz?"[47]

Ejemplos de la
impiedad de los atenienses y despedida de Diógenes y
reflexión de Seneca

"No fue sólo con Sócrates con
quien los atenienses se portaron así, sino también
con otros muchos, pues multaron a Homero con cincuenta dracmas,
teniéndolo por loco. A Tirteo lo llamaron demente, y lo
mismo a Astídamante, imitador de Esquilo,
habiéndolo antes honrado con una estatua de bronce.
Eurípides en su Palamedes también objeta
a los atenienses la muerte de Sócrates,
diciendo:

Matasteis, sí, matasteis al
más sabio,a la más dulce musa, que a nadie fue
molesta ni dañosa.

……

El epitafio mío a Sócrates es el
siguiente:

Tú bebes con los dioses,oh
Sócrates, ahora. Sabio te llamó Dios, que es
sólo el sabio.Y si los atenienses la cicuta te
dieron, brevemente se la bebieron ellos por tu
boca."[48]

"Lo mismo hace la fortuna, la cual busca los más
fuertes y que le sean iguales: a los otros déjalos con
fastidio: al más erguido y contumaz acomete, poniendo
contra él toda su fuerza. En Mucio experimentó el
fuego, en Fabricio la pobreza, en Rutilio el destierro, en
Régulo los tormentos, en Sócrates el veneno, y en
Catón la muerte. Ninguna otra cosa halla ejemplos grandes
sino en la mala fortuna."[49]

Sócrates
en el infierno

"MENIPO.- De todos, los únicos que están
alegres son esos, Eaco. ¿Y ese cadáver cubierto de
ceniza que parece pan cocido lleno de ampollas, quién
es?

EACO.- Empédocles, que llegó totalmente
chamuscado del Etna.

MENIPO.- Querido amigo que llevas sandalias de bronce,
¿por qué motivo hiciste eso?

EMPÉDOCLES.- Lo hice en un ataque de
melancolía.

MENIPO.- No, no fue esa la causa; fueron la vanidad, la
soberbia y tu gran tontería. Ellas te carbonizaron con
sandalias y todo, pues te lo merecías. Además, tu
comedia no sirvió de nada, pues se descubrió que
estabas muerto. ¿Y dónde está
Sócrates, Eaco?

EACO.- Normalmente está por ahí diciendo
tonterías en compañía de Palamedes y
Néstor .

MENIPO.- Pues si está aquí, me
gustaría verlo.

EACO.- ¿Ves ese calvo de ahí?

MENIPO.- Todos lo son; por tanto, es una señal
que hace igual a todos.

EACO.- Me refiero al más chato.

MENIPO.- Ocurre lo mismo. La gran mayoría son
chatos.

SÓCRATES.- ¿Me buscas a mí,
Menipo?

MENIPO.- Sí, Sócrates.

SÓCRATES.- ¿Qué ocurre en
Atenas?

MENIPO.- Muchos jóvenes que afirman filosofar y,
por su forma de andar, parecen eminentes
filósofos.

SÓCRATES.- Conozco a muchos de
ésos.

MENIPO.- Y has visto también, según creo,
cómo llegaron ante ti Aristipo o el mismo Platón:
uno, siempre perfumado, y el otro, con aspecto de haber aprendido
muy bien a adular a los tiranos de Sicilia.

SÓCRATES.- Y, ¿qué piensa Atenas de
mí?

MENIPO.- Eres un hombre muy afortunado, Sócrates,
en lo que a eso se refiere. Todos te recuerdan como un hombre
admirable, con un conocimiento universal, a pesar de lo poco que
sabías en realidad.

SÓCRATES.- Yo les decía lo mismo, pero
ellos creían que bromeaba .

MENIPO.- ¿Quiénes son los que están
junto a ti?

SÓCRATES.- Carmides, Fedro y el hijo de
Clinias.

MENIPO.- Enhorabuena, Sócrates: veo que
aquí también te dedicas a cultivar tus artes y sin
despreciar la belleza.

SÓCRATES.- ¿Y qué otra cosa mejor
podría hacer? ¡Échate junto a nosotros, si lo
deseas!

MENIPO.- No, por Zeus. Me voy con Creso y
Sardanápalo, quiero establecerme junto a ellos. Tengo la
impresión de que sus quejas me van a hacer mucha
gracia.

EACO.- Yo también debo irme, si no, puede fugarse
algún muerto durante mi ausencia. Menipo, ya verás
el resto en otra ocasión.

MENIPO.- Ve pues, Eaco. Te estoy muy
agradecido."[50]

"MENIPO.- Cerbero, ya que somos del mismo linaje, ambos,
perros. Dime, pues, por la laguna Estigia, cómo se
portó Sócrates cuando bajó a veros. Supongo
que tú, siendo un dios, en ocasiones, además de
ladrar, hablas como los hombres.

CERBERO.- Mira, Menipo. De lejos, daba la
impresión de acercarse con cara de persona
impertérrita. Parecía no temer en absoluto a la
muerte y desde luego quería dar esta imagen ante nuestros
ojos; pero al asomarse al interior del abismo y ver las
tinieblas, tuve que cogerle de un pie, pues, embotados sus
miembros por la cicuta, se demoraba, y de repente se puso a
llorar como un niño, nombrando a sus hijos mientras su
rostro cambiaba continuamente de color.

MENIPO.- Entonces, ¿era un hipócrita que
no despreciaba a la muerte de verdad?

CERBERO.- No, pues cuando vio que la muerte era
necesaria, se tranquilizó, resignándose a sufrir de
buena gana lo inevitable, para que los demás le admirasen.
En fin, de él y de otros que se le parecen, puedo decirte
que cuando llegan a la entrada son muy valientes, pero dentro es
donde se prueban realmente sus temples.

MENIPO.- Y mi comportamiento, ¿qué te
parece?

CERBERO.- Diógenes y ahora tú, sois la
excepción. Llegasteis con la dignidad que exige vuestro
linaje: entrasteis libremente y sin empujones, de buena gana,
despreocupados y entre risas."[51]

 

 

Autor:

Humberto R. Méndez
B.

Santiago, República Dominicana
año 2015.

[1] Diógenes Laercio, VIDAS, OPINIONES
Y SENTENCIAS DE LOS FILÓSOFOS MÁS ILUSTRES,
párrafo 20. Nota; Targelión es nuestro mes de
abril. Como las Olimpiadas se comenzaron a celebrar en el
año 776 A. C. Sócrates en el año 468 A. C.
Sócrates vivió durante 18 Olimpiadas, las cuales
eran cada cuatro años, por lo cual vivió unos 71
años; por lo cual murió cerca del año 397
A.C. En la Apología, Sócrates dice tener
más de 70 años.

[2] Diógenes, Ob. Cit. Párrafo
1.

[3] Platón, el Teétetes o De la
Ciencia.

[4] Platón, Eutifrón o de la
Santidad.

[5] Platón, el primer
Alcibíades.

[6] Platón, Ion, o De la
Poesía.

[7] Platón, Eutidemo

[8] Diógenes, Párrafo 8.

[9] Platón, Apología de
Sócrates.

[10] Diógenes, Párrafo 2.

[11] Diógenes, párrafo 3.

[12] Platón, Teétetes o De la
Ciencia.

[13] Platón, Eutidemo.

[14] Jenofonte, el Banquete, 1V. 19
«¿Cómo es eso?», dijo
Sócrates, «¿te estás jactando de esa
manera convencido de que eres más hermoso que yo?»
«Sí, ¡por Zeus!», respondió
Critobulo, «o tendría que ser más feo que
todos los silenos que salen en los dramas
satíricos». ¡Sócrates, en efecto, se
les parecía!”..

[15] Platón, El Simposio o de la
erótica..

[16] Platón, El Simposio.

[17] Protágoras, o de los
Sofistas.

[18] Platón, Gorgias o de la
Retórica.

[19] Platón, El Simposio.

[20] Platón, El Simposio.

[21] Platón, el primer
Alcibíades.

[22] Platón, el primer
Alcibíades.

[23] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
libro 4.

[24] Aristóteles, Metafísica,
libro 13, Cáp. 4.

[25] Diógenes, Párrafo 21.

[26] Diógenes, Párrafo 1.

[27] Diógenes, párrafo 2.

[28] Platón. Felón o del
Alma.

[29] Diógenes Laercio, ,
Párrafo 5.

[30] Marco Tulio Cicerón, De la
Vejez.

[31] Platón, Clitofon.

[32] Séneca, De la constancia del
Sabio, Cáp. XV111.

[33] Séneca, De la Bienaventuranza,
Cáp. XXV.

[34] Marco Aurelio, Meditaciones, libro
primero, párrafo 16.

[35] Diógenes, Párrafo 9.

[36] Séneca, De la Divina Providencia,
Cáp. 3.

[37] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
libro primero.

[38] Séneca, De la Divina Providencia,
Cap. 26.

[39] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
libro primero.

[40] Platón, Teétetes o de la
Conciencia, último párrafo.

[41] Platón, Eutifrón o de la
Santidad.

[42] Diógenes, párrafos 16 y
17.

[43] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
Libro primero.

[44] Diógenes, párrafo 18.

[45] Platón, Critón.

[46] Platón, Fedón o Del
Alma.

[47] Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
libro 1V.

[48] Diógenes, Párrafos 20 y
21.

[49] Séneca, De la Divina
Providencia.

[50] Luciano de Samosata, CAPÍTULO XX,
Menipo, Eaco y varios Muertos

[51] Luciano, Cáp. XX1.

Partes: 1, 2, 3, 4
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