Monografias.com > Otros
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Las cinco dificultades para decir la verdad, de Bertolt Brecht



  1. El valor de
    escribir la verdad
  2. La inteligencia
    necesaria para descubrir la verdad
  3. El arte de hacer la
    verdad manejable como arma
  4. Cómo saber a
    quién confiar la verdad
  5. Proceder con
    astucia para difundir la verdad
  6. Conclusión
  7. Bibliografía

El presente texto apareció en noviembre de 1963
en el Boletín del Seminario de Derecho Político de
la Universidad de Salamanca (España), publicación
dirigida en aquella época por el profesor Enrique Tierno
Galván, de cuyo fallecimiento se cumplieron dieciocho
años el pasado 19 de enero.

Ensayista y político, Tierno Galván fue
fundador del Partido Socialista Popular (PSP),
organización que se integró en 1978 en el PSOE.
Elegido alcalde de Madrid al frente de una coalición del
Partido Socialista y el Partido Comunista de España (PCE)
en abril de 1979, renovó su cargo en 1983 y se mantuvo al
frente del consistorio madrileño hasta su
muerte.

«¿De qué sirve escribir
valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice
claramente por qué?», se pregunta Bertolt Brecht en
el texto que hoy les presentamos. Sirva entonces como homenaje de
La Insignia a un hombre que buscó respuestas. Y
que a veces, las encontró.

El que quiera luchar hoy contra la mentira y la
ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo
menos cinco dificultades.

Tendrá que tener el valor de escribir la verdad
aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria
para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el
discernimiento indispensable para difundirla.

Tales dificultades son enormes para los que escriben
bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los
expulsados, y para los que viven en las democracias
burguesas.

El valor de
escribir la verdad

Para mucha gente es evidente que el escritor debe
escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni
deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe
engañar a los débiles. Pero es difícil
resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los
débiles.

Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a
la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario.
Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente
renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita
mucho valor.

Cuando impera la represión más feroz gusta
hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita
valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como
la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier
aparece la consigna: «No hay pasión más noble
que el amor al sacrificio».

En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay
que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían
el trabajo que se ensalza.

Cuando se clama por todas las antenas que el hombre
inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido,
hay que tener valor para plantearse el interrogante:
¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas
perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir:
¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean
taras?

También se necesita valor para decir la verdad
sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos
pierden la facultad de reconocer sus errores, la
persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos
persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran
perseguidas por su bondad.

En realidad esa bondad ha sido vencida. Por
consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad
incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la
debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron
vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles
requiere cierto valor.

Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la
verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son
estas las brechas por donde se desliza la mentira.

El mentiroso se reconoce por su afición a las
generalidades, como el hombre verídico por su
vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles.
No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad
del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con
estruendo el triunfo del espíritu en países donde
éste es todavía concebible.

Muchos se creen apuntados por cañones cuando
solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan
reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y
reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca.
También reclaman una libertad general: la de seguir
percibiendo su parte habitual del botín.

En síntesis sólo admiten una verdad: la
que les suena bien.

Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en
cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán
qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz
sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no
conocen la verdad.

La inteligencia
necesaria para descubrir la verdad

Tampoco es fácil descubrir la verdad.

Por lo menos la que es fecunda. Así, según
opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en
la barbarie extrema. Y una guerra intestina que se desarrolla
implacablemente puede degenerar en cualquier momento en un
conflicto generalizado que convertiría nuestro continente
en un montón de ruinas.

Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar
que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de
este género. Son como el pintor que cubría de
frescos las paredes de un barco que se estaba
hundiendo.

El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura
una cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan
engañar por los poderosos, pero ¿escuchan los
gritos de los torturados? No; pintan imágenes. Esta
actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no
dejan de sacar provecho; en su lugar otros buscarían las
causas.

No creáis que sea cosa fácil distinguir
sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al
principio parecen importantes, pues la operación
artística consiste precisamente en dar importancia a algo.
Pero mirad la cosa de cerca: os daréis cuenta que no dejan
de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.

También están los que por falta de
conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen
las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria.
Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres
a veces muy bellos. Para ellos el mundo es demasiado complicado:
se contentan con conocer los hechos e ignorar las relaciones que
existen entre ellos.

Me permito decir a todos los escritores de esta
época confusa y rica en transformaciones que hay que
conocer el materialismo dialéctico, la economía y
la historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en
la práctica si no falta la necesaria
aplicación.

Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e
incluso verdades enteras. El que busca necesita un método,
pero se puede encontrar sin método, e incluso sin objeto
que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar
la explicación de la verdad: los que la lean serán
incapaces de transformar esa verdad en acción. Los
escritores que se contentan con acumular pequeños hechos
no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues
bien, la verdad no tiene otra ambición. Por consiguiente
esos escritores no están a la altura de su
misión.

El arte de hacer
la verdad manejable como arma

La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias
sobre la conducta de los que la reciben.

Hay verdades sin consecuencias prácticas. Por
ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la barbarie: el
fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha
abatido sobre varios países, como una plaga natural.
Así, al lado y por encima del capitalismo y del socialismo
habría nacido una tercera fuerza: el fascismo. Para mi, el
fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por
consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo.

En un país fascista el capitalismo existe
solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y
bajo su forma más cruda, más insolente, más
opresiva, más engañosa.

Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad
sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el
capitalismo que lo origina? Una verdad de este género no
reporta ninguna utilidad práctica.

Estar contra el fascismo sin estar contra el
capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la
barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a
sacrificarlo.

Los demócratas burgueses condenan con
énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos,
y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que
éstos olvidan que tales métodos se practican
también en sus propios países.

Ciertos países logran todavía conservar
sus formas de propiedad gracias a medios menos violentos que
otros. Sin embargo, los monopolios capitalistas originan por
doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en
las minas y en los campos.

Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a
los capitalistas, sin recurso a la violencia, la posesión
de los medios de producción, la barbarie se reconoce en
que los monopolios sólo pueden ser defendidos por la
violencia declarada.

Ciertos países no tienen necesidad, para mantener
sus monopolios bárbaros, de destruir la legalidad
instituida, ni su confort cultural (filosofía, arte,
literatura); de ahí que acepten perfectamente oír a
los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por
haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento
suplementario en favor de la guerra.

¿Puede decirse que respetan la verdad los que
gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy la
verdadera patria del «mal», la oficina del infierno,
el trono del anticristo»? No. Los que así gritan son
tontos, impotentes gentes peligrosas.

Sus discursos tienden a la destrucción de un
país, de un país entero con todos sus habitantes,
pues los gases asfixiantes no perdonan a los
inocentes.

Los que ignoran la verdad se expresan de un modo
superficial, general e impreciso. Peroran sobre el
«alemán», estigmatizan el «mal», y
sus auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser
alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos para que
el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre
la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para
suscitar la acción. En realidad no se dirigen a
nadie.

Para terminar con la barbarie se contentan con predicar
la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura.
Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena
de las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas
fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las
fuerzas que preparan las catástrofes.

Un poco de luz y los verdaderos responsables de las
catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una
época en que el destino del hombre es el
hombre.

El fascismo no es una plaga que tendría su origen
en la «naturaleza» del hombre. Por lo demás,
es un modo de presentar las catástrofes naturales que
restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza
combativa.

El que quiera describir el fascismo y la guerra grandes
desgracias, pero no calamidades «naturales» debe
hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas desgracias
son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de
producción contra masas obreras.

Para presentar verídicamente un estado de cosas
nefasto, mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe que
la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.

Cómo saber
a quién confiar la verdad

Un hábito secular, propio del comercio de la cosa
escrita, hace que el escritor no se ocupe de la difusión
de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario, las
distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que
quieren entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor
habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus palabras
jamás llegan a todos, y los que las escuchan no quieren
entenderlo todo.

Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las
suficientes. Transformar la «acción de escribir a
alguien» en «acto de escribir» es algo que me
parece grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente
escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa
utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad
juntos.

Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien
escuchado, pero la verdad debe ser dicha con astucia y
comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es
importante saber a quién la decimos y quién nos la
dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos
decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad debe
venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un
solo sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de
entendernos.

Hasta los verdugos son accesibles, con tal que comiencen
a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se
oponían a todo cambio de régimen, se hicieron
permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que sus
hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos al paro
forzoso.

La verdad tiene un tono. Nuestro deber es
encontrarlo.

Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido:
«yo soy incapaz de hacer daño a una mosca».
Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha.
No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero no
podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad
es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la
mentira, sino de los embusteros.

Proceder con
astucia para difundir la verdad

Orgullosos de su valor para escribir la verdad,
contentos de haberla descubierto, cansados sin duda de los
esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan
impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les
parezca vano proceder con astucia para difundir la
verdad.

Confucio alteró el texto de un viejo almanaque
popular cambiando algunas palabras: en lugar de escribir
«el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan»,
escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al
filósofo Wan».

En el pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano
Sundso, «muerto en un atentado», reemplazó la
palabra «muerto» por «ejecutado»,
abriendo la vía a una nueva concepción de la
historia.

El que en la actualidad reemplaza «pueblo»
por «población», y «tierra» por
«propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas
mentiras, privando a algunas palabras de su magia.

La palabra «pueblo» implica una unidad
fundada en intereses comunes; sólo habría que
emplearla en plural, puesto que únicamente existen
«intereses comunes» entre varios pueblos. La
«población» de una misma región tiene
intereses diversos e incluso antagónicos.

Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo modo, el que
dice «la tierra», personificando sus encantos,
extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las
mentiras de la clase dominante. Al fin y al cabo,
¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor del
hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que
importa es el precio del trigo y el precio del trabajo. El que
saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y
«el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en
Bolsa. El término justo es «propiedad
rural».

Cuando reina la opresión, no hablemos de
«disciplina», sino de «sumisión»
pues la disciplina excluye la existencia de una clase
dominante.

Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale
más que la palabra «honor», pues tiene
más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de
gente se precipita para tener la ventaja de defender el
«honor» de un pueblo, y con qué liberalidad
los ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan
para enriquecerlos.

La astucia de Confucio es utilizable también en
nuestros días. También la de Tomás Moro.
Este último describió un país utópico
idéntico a la Inglaterra de aquella época, pero en
el que las injusticias se presentaban como costumbres admitidas
por todo el mundo.

Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar,
quiso dar una idea de la explotación de Sajalín por
la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el
Japón y Sajalín por Corea.

La identidad de las dos burguesías era evidente,
pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la censura
dejó pasar el trabajo de Lenin.

Hay una infinidad de astucias posibles para
engañar a un Estado receloso. Voltaire luchó contra
las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la
historia galante de «La Doncella de Orleans»:
describiendo en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la
vida de los grandes.

Voltaire llevó a éstos a abandonar la
religión (que hasta entonces tenían por
caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los
propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a
la policía que defendía sus privilegios. La actitud
de los grandes permitió la difusión ilícita
de las ideas del escritor entre el público burgués,
hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.

Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus
versos para la propagación de su ateísmo
epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden
favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer
que a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la
necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas
ocasiones.

Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera
en una novela policíaca -género literario
desacreditado- la descripción de condiciones sociales
intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría
completamente la novela policíaca.

En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo
de verdad propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante
el cadáver de César. Afirmando constantemente la
respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que hace
de él es mucho más aleccionadora que la del
criminal. Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca
de ellos su fuerza de convicción mucho más que de
su propio juicio.

Jonathan Swift propuso en un panfleto que los
niños de los pobres fueran puestos a la venta en las
carnicerías para que reinara la abundancia en el
país.

Después de efectuar cálculos minuciosos,
el célebre escritor probó que se podrían
realizar economías importantes llevando la lógica
hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía con
pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de
denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una
solución más sensata que la suya, o al menos
más humana; sobre todo, aquellos que no habían
comprendido a dónde conducía este tipo de
razonamiento.

Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma
que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos. En
efecto, los gobernantes al servicio de los explotadores
consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo
que es útil para los pobres es pobre. La obsesión
que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su
hambre, es baja.

Es bajo menospreciar los honores militares cuando se
goza de este favor inestimable: batirse por un país cuando
se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la
desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo
efectúa es asimismo una cosa baja, y baja también
la protesta contra la locura que se impone y la indiferencia por
una familia que no aporta nada.

Se suele tratar a los hambrientos como gentes voraces y
sin ideal, de cobardes a los que no tienen confianza en sus
opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de
vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar,
etc.

Bajo semejante régimen, pensar es una actividad
sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender
a pensar? A todos los lugares donde impera la
represión.

Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en
ciertos dominios en que resulta indispensable para la
dictadura.

En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la
utilización de las técnicas. Resulta indispensable
pensar para remediar, mediante la invención de tejidos
«ersatz», la penuria de lana. Para explicar la mala
calidad de los productos alimenticios o la militarización
de la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero
recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra,
al que nos incitan los nuevos maestros del
pensamiento.

Así, la cuestión ¿cómo
orientar la guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena
hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo
evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil
plantear esta cuestión en público hoy. Pero
¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a
la verdad? Evidentemente no.

Si en nuestra época es posible que un sistema de
opresión permita a una minoría explotar a la
mayoría, la razón reside en una cierta complicidad
de la población, complicidad que se extiende a todos los
dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en
sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los
descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de
poner en peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se
inquietó.

La policía no veía en ello nada nocivo.
Los últimos descubrimientos físicos implican
consecuencias de orden filosófico que podrían poner
en tela de juicio los dogmas irracionales que utiliza la
opresión. Las investigaciones de Hegel en el dominio de la
lógica facilitaron a los clásicos de la
revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos de un
valor inestimable. Las ciencias son solidarias entre sí,
pero su desarrollo es desigual según los dominios; el
Estado es incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros
de la verdad pueden encontrar terrenos de investigación
relativamente poco vigilados. Lo importante es enseñar el
buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a
propósito de sus caracteres transitorios y
variables.

Los dirigentes odian las transformaciones:
desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser
posible durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol
interrumpiese su carrera. Entonces nadie tendría hambre ni
reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando
ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la
última.

Subrayar el carácter transitorio de las cosas
equivale a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás
recordar al vencedor que toda situación contiene una
contradicción susceptible de tomar vastas
proporciones.

Semejante método -la dialéctica, ciencia
del movimiento de las cosas- puede ser aplicado al examen de
materias como la biología y la química, que escapan
al control de los poderosos, pero nada impide que se aplique al
estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la
atención.

Cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian
sin cesar; esta verdad es peligrosa para las
dictaduras.

Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas
narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los
hombres a la miseria quieren evitar a todo precio que, en la
miseria, se piense en el Gobierno.

De ahí que hablen de destino. Es al destino, y no
al Gobierno, al que atribuyen la responsabilidad de las
deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a
las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que
llegue al Gobierno.

Pero en general es posible reclinar los lugares comunes
sobre el destino y demostrar que el hombre se forja su propio
destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja
islandesa sobre la que pesaba una maldición.

La mujer se había arrojado al agua, el hombre se
había ahorcado. Un día, el hijo se casó con
una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de
tierra. De golpe, se acabó la maldición.

En la aldea se interpretó el acontecimiento de
diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la
joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los
propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases.

Incluso un poeta que describe un paisaje puede servir a
la causa de los oprimidos si incluye en la descripción
algún detalle relacionado con el trabajo de los hombres.
En resumen: importa emplear la astucia para difundir la
verdad.

Conclusión

La gran verdad de nuestra época -conocerla no es
todo, pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de
cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro
continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de
los medios de producción se mantiene por la violencia.
¿De qué sirve escribir valientemente que nos
hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué?
Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de
los medios de producción.

Ciertamente, esta afirmación nos hará
perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la tortura,
creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas
actuales de propiedad.

Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras
que reinan en nuestro país; así será posible
suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de
producción. Digámoslo a los que sufren del
statu quo y que, por consiguiente, tienen más
interés en que se modifique: a los trabajadores, a los
aliados posibles de la clase obrera, a los que colaboran en este
estado de cosas sin poseer los medios de producción.
(tomado de La Insignia).

Bibliografía

Basado en el libro "Las cinco dificultades para decir la
verdad", de Bertolt BrechtBerlín (Alemania), 1934.
Presentación: J.G.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD
DE INFORMACION"®

Monografias.com

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR
SIEMPRE"®

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter