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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Todos los mensajes que se le enviaban desde Santo
Domingo, o los que Pina y Juan Isidro Pérez
remitían desde Curazao; eran interceptados por los
enemigos de la independencia que obraban de concierto con las
autoridades haitianas. Duarte decidió entonces enviar a su
sobrino Enrique y al señor Juan José Blonda al
puerto de la Guaira en busca de noticias. El primero de octubre
salieron de Caracas los dos comisionados. Pero sólo dos
meses después, el 30 de noviembre de 1843, recibe el
caudillo las primeras comunicaciones procedentes de Santo Domingo
y Curazao. Por conducto del señor Buenaventura Freites,
uno de los muchos venezolanos que se adhirieron de corazón
a la causa dominicana, recibió la siguiente carta de Pedro
Alejandrino Pina: «Curazao, 27 de noviembre de 1843.
Señor Juan Pablo Duarte. Muy estimado
amigo:  Por las cartas que el amigo Freites le lleva y
que yo y nuestro muy estimado Pérez tuvimos la
satisfacción de abrir, validos de la confianza que
mutuamente nos hemos dispensado, como también de la
seguridad que teníamos de que entre ellas venían
cartas para nosotros, por estas cartas, repito, verá usted
lo que ha progresado el partido duartista, que recibe vida y
movimiento de aquel patriota excelente, del moderado, fiel y
valeroso Sánchez, a quien creíamos en la tumba.
Ramón Contreras es un nuevo cabeza de partido,
también duartista. El de los afrancesados se ha debilitado
de tal modo que sólo los Alfaus y Delgados permanecen en
él; los otros partidarios, unos se han entregado al
nuestro y los demás están en la indiferencia. El
partido reinante le espera como general en jefe para dar
principio a su grande y glorioso movimiento revolucionario que ha
de dar la felicidad al pueblo dominicano. Hágase acreedor
a la confianza que depositan en usted. Le esperamos por momentos;
Pérez y yo conservamos intacto el dinero de nuestro
pasaje, favor del señor Castillo. De suerte es que puede
contar con dos onzas. Su familia está desesperada con las
amenazas que sufre y con la enfermedad de don Juan: si este pobre
anciano no puede recobrar la salud, démosle al menos el
gusto de que vea antes de cerrar sus ojos que hemos coadyuvado de
todos modos a darle la salud a la patria. El portador le
instruirá de todo verbalmente. Un duartista: Pedro
Alejandrino Pina.»

La carta de Pina reflejaba la situación del
país al través de los informes recibidos de labios
de viajeros llegados a Curazao. Las noticias traídas a su
vez por Buenaventura Freites le dieron a Duarte la
sensación de que su obra no había perecido con la
ausencia y de que manos fraternales velaban en la patria oprimida
porque el ideal que dejó sembrado al partir no se
extinguiera. El prócer supo por su informante que
Sánchez, a quien creía en la tumba, trabajaba
activamente desde su escondite en favor de la revolución
separatista, y que José Joaquín Puello y su hermano
Vicente Celestino Duarte, apoyados principalmente por la juventud
y con la cooperación de don Tomás Bobadilla, quien
había decidido abandonar a los nuevos amos de la
situación para incorporarse al núcleo de los
partidarios de la independencia, eran a la sazón el centro
del movimiento revolucionario.

Juntamente con estas buenas noticias, llegaban otras
desconsoladoras a atormentar el corazón del proscrito: el
partido de los afrancesados había adquirido nuevamente
vigor y utilizaba al cónsul de Francia, André
Nicolás Levasseur, para negociar la separación de
las dos partes de la isla sobre la base de un protectorado.
Duarte, colocado entre esas informaciones antagónicas,
comprendió que la necesidad de apresurar la
revolución era ya imperiosa. Por una parte, era preciso
sorprender al ejército de ocupación en el momento
mismo en que creía el movimiento definitivamente dehesado,
y, por otra parte, urgía adelantarse a los planes de los
anexionistas que trabajaban en favor de una patria
semiesclavizada. Pero ¿ dónde obtener los recursos
indispensables? ¿ Dónde encontrar pólvora
para fabricar los cartuchos y unas cuantas docenas de fusiles
para asaltar la fortaleza o para oponerse a las primeras
acometidas de los invasores? Cuando se hallaba asaltado por estas
zozobras, y sumergido en un mar de dudas y de cavilaciones,
recibió Duarte inesperadamente en su destierro de Caracas
la visita de un antiguo compañero de esfuerzos
revolucionarios: Ramón Hernández Chávez,
extranjero que simpatizaba ardientemente con la causa de la
independencia nacional, y a quien Charles Hérard
había hecho salir de Santo Domingo por su actitud
desfavorable a los usurpadores. Su expulsión se
debió tal vez a Manuel Joaquín del Monte,
colaborador entusiasta del dictador haitiano, y fue la revancha
con que el astuto político cobró a Hernández
Chávez la siguiente sátira, una de las más
crueles de cuantas se popularizaron a raíz de la guerra
literaria que después de la reforma se desencadenó
entre los partidarios de la independencia y los haitianizados:
Del monte en la oscuridad se oculta el tigre feroz, y su
condición atroz sacia con impunidad. Allí su
horrible maldad ejerce ya sin temor, saboreando con dulzor la
víctima que divide, pero es preciso no olvide que no falta
un cazador. Hernández Chávez entregó a
Duarte una carta en que su hermano Vicente Celestino y Francisco
del Rosario Sánchez le describían la
situación del país y le hablaban con entusiasmo de
sus actividades revolucionarias. El 8 de diciembre, un nuevo
mensajero, el señor Buenaventura Freites, puso en sus
manos la siguiente carta de Sánchez y de Vicente
Celestino: «Juan Pablo: Con el señor José
Ramón Hernández Chávez te escribimos
imponiéndote del estado político de la ciudad y de
la necesidad que tenemos de que nos proporciones auxilios para el
triunfo de nuestra causa; ahora aprovechamos la ocasión
del señor Buenaventura Freites para repetirte lo que en
otras te decíamos, por si no han llegado a tus manos.
«Después de tu salida todas las circunstancias han
sido favorables; de modo que sólo nos ha faltado
combinación para haber dado el golpe: a esta fecha, los
negocios están en el mismo estado en que tú los
dejaste, por lo que te pedimos, así sea a costa de una
estrella del cielo, los efectos siguientes: 2.000 ó 1.000,
ó 500 fusiles, a lo menos; 4.000 cartuchos; 2 y medio
ó 3 quintales de plomo; 500 lanzas, o las que puedas
conseguir.

En conclusión: lo esencial es un auxilio por
pequeño que sea, pues éste es el dictamen de la
mayor parte de los encabezados. Esto conseguido, deberás
dirigirte al puerto de Guayacanes, siempre con la
precaución de estar un poco retirado de tierra, como una o
dos millas, hasta que se te avise, o hagas señas, para
cuyo efecto pondrías un gallardete blanco si fuere de
día, y si fuera de noche pondrías encima del palo
mayor un farol que lo ilumine todo, procurando, si fuere posible,
comunicarlo a Santo Domingo, para ir a esperarte a la costa el
nueve de diciembre, o antes, pues es necesario temer la audacia
de un tercer partido, o de un enemigo nuestro estando el pueblo
tan inflamado.

Ramón Mella se prepara para ir para allá;
aunque nos dice que va a Saint Thomas, y no conviene que te
fíes de él, pues es el único que en algo nos
ha perjudicado nuevamente por su ciega ambición e
imprudencia. Juan Pablo: volvemos a pedirte la mayor actividad, a
ver si hacemos que diciembre sea memorable. Dios, Patria y
Libertad» Este llamamiento acabó por herir en lo
más vivo la sensibilidad patriótica de Duarte. Su
primer pensamiento fue el de dirigirse nuevamente al presidente
Soublette en solicitud de ayuda. Las pruebas que tenía
acerca del estado de cosas reinante en Santo Domingo y acerca de
la urgencia de proceder sin tardanza bastaba a su juicio para
decidir al mandatario venezolano a hacer efectiva la
contribución de la patria de Bolívar a un pueblo de
las Antillas que no era la primera vez que intentaba incorporarse
a la comunidad americana. El patriota dominicano hizo llegar al
palacio presidencial otro mensaje angustioso. Bolívar,
fundador de cinco naciones, estaba considerado por sus
compatriotas como el Genio de la Libertad, y en sus documentos
más hermosos el héroe de Pichincha había
proclamado enérgicamente la indisolubilidad del destino de
todos los pueblos del Nuevo Mundo. Los dominicanos habían
creído siempre en las palabras del libertador de
Venezuela, y ya en 1821, al separarse de España,
José Núñez de Cáceres, antiguo rector
de la universidad de Santo Domingo, había enarbolado el
pabellón de la Gran Colombia y había puesto la
independencia de la República Dominicana bajo el amparo de
esos colores relampagueantes. Si en 1821 no les llegó la
colaboración solicitada y el Estado naciente
pereció a causa de la frialdad con que fue recibida su
decisión de incorporarse a la poderosa
confederación creada bajo el nombre de la Gran Colombia,
hasta el extremo de que ni siquiera hubo protesta alguna ni acto
de apoyo moral cualquiera por parte de Bolívar ante el
atropello de que fue víctima, apenas tres meses
después de nacida, la república proclamada por
José Núñez de Cáceres, era
lógico esperar que ahora, bajo el imperio de
circunstancias distintas a las de entonces, la hidalguía
venezolana no se mostrara sorda a los requerimientos del
prócer dominícano. Duarte había visto varias
veces a Soublette, y su fisonomía abierta, de hombre
salido del cuartel y elevado al solio de Bolívar por una
revolución triunfante, le inspiraba sin saber por
qué cierta confianza. Aquel soldado de espaldas cuadradas
y de ojos vivaces, a quien sus amigos atribuían prendas de
carácter y de inteligencia no vulgares se había
expresado con simpatía sobre los proyectos
independentistas de Duarte.

Los días pasan, sin embargo, y a los oídos
del apóstol no llegan sino promesas vagas por conducto de
doña María Ruiz y de algunos amigos venezolanos que
se habían interesado de veras por la suerte de sus
demandas en los ambientes oficiales. Los subterfugios con que una
y otra vez lo despiden cortésmente llevan a su
ánimo el convencimiento de la inutilidad de sus visitas al
palacio presidencial y abandona desalentado sus gestiones. Tal
vez Soublette, piensa el proscrito dominicano, ha oído a
última hora los consejos de algunos de sus íntimos
que le recuerdan a Petión y aluden con propósitos
encubiertos a la acogida que halló Bolívar en
Haití cuando el héroe arribó a la isla en
una misión parecida a la que ahora llevaba a Duarte a
Caracas. No obstante, el apóstol quiso hacer una postrer
tentativa y habló a sus intermediarios de la
situación desesperante de su país, sumergido desde
hacia veinte años en el cieno y hasta insinuó la
posibilidad de que la ayuda prestada por el presidente
Petión a Bolívar hubiese obedecido, como aseguraba
el general Morillo, al deseo de que se le cediera la Guayana
Holandesa para fundar allí un establecimiento de colonos
de raza puramente africana. Las personas de quienes Duarte se
valía para comunicarse con Soublette, hartas
también de promesas sin consecuencia, acabaron por hablar
al apóstol en tono pesimista, y le instaron a dirigirse a
Colombia o a otros países sudamericanos en demanda de
auxilio para la independencia dominicana. Duarte sale el 15 de
diciembre de Caracas con destino a La Guaira. Lleva, como
él mismo ha dicho, la muerte en el corazón. En la
Guaira permanece algunos días en espera de que se presente
una ocasión para salir con rumbo a Curazao. En estos
largos días de espera infructuosa no cesa de cavilar sobre
la suerte de su país y sobre su propio destino. Ha
comprendido al fin que no puede contar sino consigo mismo para
salvar a su patria, y toma entonces una resolución
heroica. Escribirá a su madre y a sus hermanas para que
vendan los bienes de fortuna que aún poseen y consagren el
fruto de la venta a la adquisición de pertrechos y fusiles
para la revolución separatista. En el camino de la Guaira
a Curazao emplea las horas en meditar hondamente sobre el
sacrificio que se ha decidido a imponer a sus hermanas y a su
madre casi inválida. No piensa en su propia suerte porque
hace tiempo que no vive sino para la patria. Su espíritu
halla al fin, sin embargo, el reposo que ansía, porque al
término de tantas cavilaciones ha tomado una
resolución definitiva y ya no habrá
consideración humana que lo aparte de sus
propósitos. Cuando el 20 de diciembre arriba a Curazao, su
primer acto, después de instalarse en una modesta casa de
huéspedes, es escribir la carta cuyos párrafos
lleva ya clavados como lanzas de fuego en su memoria. Cuando una
tarde, en el viejo muelle de Curazao, puso aquella carta
histórica en manos de quien había de llevarla
ocultamente a los suyos, respiró profundamente como si
hubiese descargado su conciencia de una deuda abrumadora. Su
hermano Vicente Celestino y el coronel Francisco del Rosario
Sánchez le habían pedido con urgencia un sacrificio
que debía consumarse aun a costa de una estrella del
cielo: lo que con aquella carta entregaba excedía en
magnificencia y en grandeza a la ofrenda que le había sido
pedida: lo que iba a dar a la patria era, en efecto, el pan de su
madre y sus hermanas, cosa que para aquel hombre bueno y sensible
significaba más que todo el firmamento
estrellado.

Muerte de Juan
José Duarte

La primera noticia del país que Duarte
recibió en Curazao fue la que le anunciaba la muerte de su
padre. Hasta el momento en que recibe este golpe, puñalada
demasiado honda para su corazón ya próximo a
estallar, no se había preocupado por la suerte de
ningún miembro de su familia. La causa de la patria
había absorbido por completo su pensamiento. Desde que
llegó en 1833 de Europa no había clavado una sola
vez sus ojos con atención ni en el padre enfermo ni en la
madre agobiada por hondos sufrimientos morales. La enfermedad de
Juan José Duarte había pasado para él
inadvertida. Perdido en una atmósfera de romanticismo
patriótico, prendado hasta la exageración de sus
sueños y pendiente noche y día de la empresa que
embargaba su- alma y sus sentidos, no paró mientes en el
cuadro de su propio hogar ni tuvo nunca en cuenta los
sufrimientos de los suyos. ¿Cómo iba a pensar en el
destino de los seres amados cuando ante sus ojos estaba a toda
hora presente una realidad más vasta e incomparablemente
más apremiante y angustiosa? Pero ahora la carta que ha
recibido, bañada por las lágrimas de su madre
inconsolable y de sus pobres hermanas, despierta.
súbitamente su corazón a la realidad de un
cariño más tierno y de un afecto más humano.
Lee varias veces aquella carta y ve reflejada en cada una de sus
líneas la pena de la mujer que lo llevó en sus
brazos y que por primera vez confiesa su dolor y habla con
amargura de la vida. Allí están también
presentes los suspiros de sus hermanas huérfanas que
parecen pedir apoyo con palabras que bajo su mansedumbre
melancólica y bajo su dulce resignación
insinúan tímidamente un reclamo. Esos renglones,
todavía húmedos, atraviesan como espadas
inexorables el corazón del proscrito. ¿Tenía
acaso él el derecho de comprometer el porvenir de aquellos
seres inocentes? ¿ No había sido en gran parte a
causa de su locura de soñador que se habían
acortado los días del padre enfermo y anciano? ¿ No
podía acusarse a sí mismo de ingratitud por no
haber siquiera reparado, en medio de su embriaguez
patriótica, que las preocupaciones que sus actividades de
conspirador habían llevado al hogar eran uno de los
motivos de que la salud de su padre fuese cada vez más
precaria?

Todos estos pensamientos sombríos se presentaban
por primera vez a su imaginación afiebrada. Pero
quizá había tiempo de enmendarse y de correr con
una palabra de arrepentimiento al hogar enlutado. Con su propio
esfuerzo y con el crédito heredado de su progenitor,
hombre integérrimo que dejaba tras sí una memoria
intachable, podía levantar de nuevo el almacén de
la calle de «La Atarazana». Sus ambiciones
patrióticas, ¿no eran después de todo sino
vanas quimeras que sólo habían conquistado el
fervor de un grupo de elegidos? ¿Cuál es el premio
que los hombres reservan a sus grandes redentores? Tras cada
cruzada por el bien ajeno, ¿ no hay siempre una higuera
maldita que se niega a dar frutos o que se cubre de hojas
venenosas? ¿ La historia no le había
enseñado esas verdades amargas que en la vida de todos los
grandes hombres suelen aparecer como experiencias cotidianas?
Aquella carta, recibida en el destierro, era como un acta de
acusación para el iluso. El mismo hecho de que su madre y
sus hermanas no hubieran allí insinuado siquiera una
palabra de desaprobación a su actitud, un reproche a su
alejamiento y a su abandono, hacía la misiva más
punzante y más dura. Esa designación verdaderamente
cristiana, esa ternura infinita que no osaba traducirse en
recriminaciones y que se desgranaba como una mazorca de
perdón en la carta todavía húmeda,
merecían una respuesta capaz de llevar el consuelo, a
aquellas almas injustamente heridas. Las espinas de esas
vacilaciones atravesaron durante algunos días el
corazón de Duarte. ¿Qué hombre, por
extraordinario que fuese, no las hubiera también sentido?
Piénsese sólo en la fuerza inconcebible que tuvo
que alcanzar esa tempestad en el pecho amoroso de este visionario
que parecía nacido para sentir los golpes más
débiles en su naturaleza apasionada. Por espacio de
algunas semanas Duarte permanece anonadado. Pero su patriotismo,
purificado por el dolor, sale de aquella prueba más
fuerte, más cristalino, más poderoso. Lector asiduo
de la Biblia, en cuyas páginas descansa todas las noches
su pensamiento que se apoya en la fe como la yedra en el muro,
recuerda aquel pasaje donde uno de los Evangelistas refiere que
Jesús, devuelto a su patria después del destierro
de Egipto. desaparece inesperadamente de su casa y al ser hallado
por su madre que lo ha buscado con ansiedad durante varios
días, entabla con ella este diálogo:

-¿Por qué lo has hecho así con
nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos.

-¿Por qué me buscabas? No sabías
que debo ocuparme en las cosas de mi reino?

También Duarte habrá de dar
contestación un día a la de su madre con palabras
crueles pero que no serán nunca olvidadas.

El
sacrificio

La carta de Duarte llegó a principios del
mes de febrero de 1844 a manos de su madre. Toda la familia se
reunió aquel día alrededor de la anciana para
devorar el primer mensaje que tras largos e interminables meses
de ausencia remitía el desterrado. La sorpresa no pudo ser
más grande cuando aquellos seres tiernos, a quienes el
reciente duelo mantenía con la sensibilidad excitada,
recorrieron con ojos empañados por el llanto el documento
memorable. El mensaje, lejos de ser un grito de angustia y de
venir lleno de lágrimas, no hablaba más que de la
patria y de la necesidad de redimirla aun a costa de los
sacrificios más heroicos. Allí no asomaba en
ningún renglón el alma del hijo ya huérfano,
sino la del patriota ejemplar y la del óptimo ciudadano.
La única alusión al desaparecido se concretaba a
mencionar su «crédito ilimitado» y sus
«conocimientos en el ramo de la marina» para que el
sacrificio exigido no cerrara la puerta a la esperanza y no
apareciera a primera vista como un acto terriblemente oneroso.
Doña Manuela Diez viuda de Duarte volvió a leer la
carta con emoción mal contenida: «El único
medio que encuentro para reunirme con ustedes es el de
independizar la patria; y para conseguirlo se necesitan recursos,
recursos supremos. Es necesario que ustedes, de mancomún
conmigo, y nuestro hermano Vicente, ofrenden en aras de la patria
lo que a costa del amor y trabajo de nuestro padre hemos
heredado. Independizada la patria, puedo hacerme cargo del
almacén, y, a más, heredero del ilimitado
crédito de nuestro padre, y de sus conocimientos en el
ramo de la marina, nuestros negocios mejorarán y no
tendremos por qué arrepentimos de habernos mostrado dignos
hijos de la patria.» La infeliz anciana se
estremeció ante la magnitud del sacrificio propuesto por
el hijo soñador cuyas locuras patrióticas
habían precipitado la muerte del padre, y sumido el hogar
común en congojas y en tribulaciones. ¿Qué
clase de alma era la de este hijo sublime, pero incorregiblemente
romántico, que se mostraba impávido ante la muerte
e inexorable ante los más grandes dolores?

La pobre madre, colocada por el destino frente al deber
de velar por la suerte de las hijas y  por el porvenir de la
familia, abarcó de un golpe con el pensamiento el cuadro
que aquella carta, propia de un ser inconcebiblemente abnegado,
ponía fríamente ante sus ojos: la pérdida
del techo solariego, la ancianidad sin refugio, el pan escaso,
las hijas desamparadas. Y todo, ¿para qué? Para que
todo aquello fuese devorado por un ideal tal vez irrealizable. La
independencia soñada por su hijo sólo era hasta
entonces la quimera de unos cuantos ilusos. El invasor
disponía de recursos poderosos y contaba además con
el apoyo de muchos nativos que por temor o por falta de fe
secundaban sin escrúpulos sus planes. La mayoría de
los dominicanos de más autoridad y de más prestigio
no creían en la utopía de la «pura y
simple» y consideraban más favorable al país
un entendido con una potencia extranjera. ¿Para qué
entonces aquel sacrificio sin nombre? ¿No era
evidentemente una locura escuchar el consejo de aquel hijo tan
vehemente en el patriotismo como solía serlo en la amistad
y en los amores? Pero, al fin y al cabo, aquel hijo había
nacido de sus entrañas, y ella, doña Manuela,
tenía también sus dejos de mujer romántica y
tampoco era insensible a las ilusiones y a los sueños.
Quizá en ella existían fibras de heroína, o
tal vez oculta en lo más puro de su alma había una
flor de sentimiento y de poesía que se marchitó en
la prosa del hogar y en los afanes de la existencia cotidiana. El
llamamiento del hijo soñador, la locura del hijo
desterrado, no cayó, pues, en el vacío. Algo de la
madre había pasado al vástago, y ella misma, muchas
veces, cuando lo acariciaba de niño entre sus brazos,
había descubierto en sus ojos azules un poco de aquella
fiebre que había ardido en su corazón de mujer
durante los días ya distantes de la juventud
soñadora.

La voz de Duarte se abrió camino sin esfuerzo en
el corazón de la madre. Mas ¿y las hermanas? La
herencia de Juan José Duarte permanecía indivisa y
ellas también debían ser llamadas a opinar antes de
que se dispusiera de lo suyo. La mayor, Rosa Duarte, era una
niña apasionada y pálida a quien también
había tocado parte de la herencia sentimental de los
progenitores. Participó desde el principio de los
sueños de su hermano y sintió como él en
carne viva la angustia de la patria. Una extraña afinidad
de inclinaciones y de sentimientos la aproximaba a quien ella
creía destinado a poner fin a aquella situación
bochornosa. Llegado el momento, fabricaría balas para la
rebelión y alentaría con su palabra cálida a
los rezagados y a los vacilantes. Ramón Mella y
José Diez no necesitaron insistir mucho cerca de Rosa
Duarte para decidirla al sacrificio. Su alma estaba fundida en el
mismo molde de la de su hermano, del Cristo de la familia, y ella
también viviría soñando inútilmente
con el amor para acabar entregando su corazón de virgen a
la muerte como la margarita cortada por el arado. Las otras
hermanas del apóstol, aunque sin la efusión que la
primera ponía en sus afectos, pertenecían
también a la raza de las mujeres sufridas y abnegadas.
Oyeron en silencio la carta, y escucharon después a
Ramón Mella, José Diez y a otros conjurados,
deseosos de que el sacrificio se hiciera para que el país
quedara libre de sus dominadores, e inclinaron con
resignación la cabeza como la rama bajo la cuchilla
inexorable. Sólo la menor, una niña
lánguida, de ojos soñadores y de aspecto enfermizo,
osó insinuar débilmente una protesta: «Si
todo se pierde, nosotras, ¿de qué vivimos?»
La propia Rosa Duarte ha referido, con palabras inolvidables, la
escena del sacrificio. Mella habló, en aquella especie de
consejo de familia provocado por el inaudito requerimiento del
prócer, de la grandeza de aquel acto que la historia
consignaría admirada. José Diez, tío de las
protagonistas de este holocausto digno de una de las tragedias
que inspiró en otras épocas el patriotismo romano,
invocó sus vínculos de sangre con las
huérfanas, y dijo que los que sobrevivieran a  la
revolución trabajarían para que no faltara el pan a
quienes entregaran a la patria sus bienes de fortuna. Otros
conjurados se refirieron, sin duda para halagar el amor propio de
la madre y de las hermanas del apóstol, a la gloria que
esperaba a Duarte y a la posibilidad de que el caudillo fuera el
primer presidente de la República que iba a ser creada.
Aquellas instancias cayeron en tierra fértil y alcanzaron
el fruto deseado. Todos los bienes que dejó Juan
José Duarte y que constituían el único
patrimonio de su familia, fueron entregados sin vacilación
para que varios días después la República,
coronada con los despojos de una viuda y de varias
huérfanas, se alzara triunfante como sobre el altar de un
sacrificio.

Realización del sueño de
Duarte

Mientras Duarte buscaba ansiosamente en Curazao un buque
que lo condujera a costas dominicanas, los acontecimientos se
precipitaban en el país con rapidez inesperada. El
sentimiento separatista ganaba cada vez mayor número de
prosélitos, y entre las mismas filas de los afrancesados
crecía la repulsión contra las autoridades
haitianas. Las medidas desacertadas de Charles Hérard,
quien se inspiraba en los mismos sistemas despóticos de su
antecesor, pero quien carecía del instinto político
de que este último dio más de una vez
demostraciones evidentes y gracias al cual pudo mantenerse en el
poder durante casi un cuarto de siglo, habían dado lugar a
que el patriotismo de los habitantes de la parte del Este se
excitara y a que el descontento invadiera aun a los grupos que
hasta entonces se habían mostrado más adictos a los
dominadores": El sentimiento antihaitiano se extendía ya
sin excepción a todos los nativos. Este estado de
espíritu era común así a los duartistas,
partidarios de la libertad sin restricciones, como a los que
abogaban por una República constituida bajo la
protección extranjera. El fracaso de los principios que se
proclamaron aparatosamente en Praslín, cuna de la
revolución que se denominó «La
Reforma», decepcionó a Buenaventura Báez y a
todos los grandes caudillos que militaban en el partido
afrancesado. En la Asamblea Constituyente que sesionó en
Puerto Príncipe hasta el 4 de enero de 1844, el propio
jefe del sector que aceptaba la fórmula del protectorado,
se pronunció enérgicamente contra el
propósito racista de prohibir a los blancos el goce de los
derechos civiles, e hizo pública la consigna de que era
preferible, antes que depender de Haití, resignarse a ser
esclavo de una nación cualquiera.

Los que participaban de estas ideas se apresuraron a
renovar las negociaciones entabladas con los agentes consulares
de Francia, Levasseur y Saint Denys, para constituir una
República semiindependiente en la parte española.
Las maniobras de los afrancesados dieron motivo a su vez para que
los parciales de Duarte, con José Joaquín Puello y
Francisco del Rosario Sánchez a la cabeza, activaran sus
propios trabajos revolucionarios. Un manifiesto redactado por don
Tomás Bobadilla y suscrito por un grupo de ciudadanos
notables el 16 de enero de 1844, circuló clandestinamente
en todo el país y puso en tensión los ánimos
ya excitados por las tropelías de las- hordas haitianas.
Juan Evaristo Jiménez, uno de los portadores de ese
memorial de agravios, leyó la proclama en juntas
públicas y produjo en todas partes enormes explosiones
populares. Un campesino dominicano que oyó leer el
manifiesto, el señor Manuel María Frómeta,
ofreció la carne de sus propios hijos para que sirviera de
cartuchos a los revolucionarios. La erupción estaba ya
próxima y los invasores carecían de recursos para
contener los ánimos enardecidos. El partido duartista,
defensor acérrimo de la «pura y simple»,
consideró necesario, por otra parte, anticipar el golpe
para sorprender al mismo tiempo a los esbirros de Charles
Hérard y a los afrancesados. Al seno de los
discípulos de Duarte habían llegado, en efecto,
informes alarmantes sobre el propósito de Buenaventura
Báez, de Remigio del Castillo, de Juan Nepomuceno Tejera y
del presbítero Santiago Díaz de Peña, de
adelantarse a proclamar un estado independiente de Haití,
pero supeditado a Francia, que, a cambio de su protección,
retiraría, entre otras ventajas, la de aprovecharse
económicamente de su prosperidad futura. Se sabía
también que ya los amigos de Francia tenían listo
el documento en que se explicarían los motivos que la
parte oriental de la isla iba a invocar en apoyo de su
aspiración a disponer a medias de sus propios destinos
acogiéndose al expediente del protectorado. Patriotas
insospechables que conocían los planes de este grupo y que
se habían filtrado en sus conciliábulos para dar en
el momento oportuno la voz de alerta a los caudillos de «la
pura y simple», aseguraban que el documento sería
hecho público en Azua, plaza fuerte de Buenaventura
Báez, el día primero de enero de 1844, y que
sería publicado originalmente en la lengua de Francia, que
era al mismo tiempo la de la nación usurpadora. Duarte,
informado de esas versiones, trató de desembarcar antes
del 9 de diciembre en Guayacanes, en la costa sur de la isla,
entre la bahía de Andrés" y el puerto de San Pedro
de Macoris, sitio donde debían unirse a él algunos
de sus partidarios.

Todos los .esfuerzos que realizó para fletar un
buque y salir hasta el punto convenido con los pertrechos que
había logrado reunir en Venezuela y Curazao, resultaron
infructuosos a causa de la insuficiencia de sus recursos. Los
directores del movimiento separatista en ausencia del fundador de
«La Trinitaria», los señores Vicente Celestino
Duarte, José Joaquín Puelío y Francisco del
Rosario Sánchez, urgían mientras tanto al
apóstol para que desembarcara en el país antes de
la fecha fijada para proclamar la independencia. La
depresión moral que le causa el hecho de verse reducido,
por circunstancias superiores a su enorme entereza de
ánimo, a permanecer inactivo en su refugio de la colonia
holandesa mientras sus discípulos lo urgen para que se
dirija a encabezar su propio movimiento, lo abate hasta el
extremo de tener que guardar cama desde el 20 de diciembre hasta
el 4 de febrero. Una violenta fiebre cerebral se apodera de si
organismo y lo reduce al lecho, en donde delira como un poseso
durante varias semanas. Los que lo rodean temen por si
razón y espían con ansiedad ese desorden
súbito de sus facultades mentales. El nombre de la patria
de sus sueños asoma una y otra vez en sus pesadillas. Pero
al fin logra ponerse en pie y dominar la postración casi
en vísperas del día en que presume que sus
partidarios iniciarán la revuelta. Tan pronto la luz
vuelve a su razón, el héroe, el hombre dotado de
tremen das energías morales, se sobrepone a sus quebrantos
físicos reanuda las gestiones para obtener un buque que lo
conduzca Guayacanes. Pero ninguno de los capitanes de las goleta
que pueden prestarle ese servicio accede a sus demandas hechas en
el tono patético propio de su estado de ánimo, y
otra vez la desesperación se apodera de su alma y nuevos
trastorno amenazan sus nervios despedazados. Urgidos por la
necesidad de impedir que los afrancesado les arrebaten el triunfo
y malogren, con su independencia medias, los principios
proclamados cuando se fundó «La Trinitaria»,
los duartistas que permanecen en la isla deciden lanzarse a la
revolución aun en ausencia del iniciador del movimiento.
Uno de los centros principales de la conspiración es el
propio hogar de la madre de Duarte.

Una hermana del caudillo separatista, la insigne Rosa
Duarte, reúne en secreto a ur grupo de mujeres, iniciadas
por ella en los trabajos revolucionarios, y se dedica con su
colaboración a fabricar cartuchos para el ejército
llamado a sostener la independencia. En el almacén de su
padre, quien por largos años explotó el comercio de
artículos de marinería, quedaban apreciables
existencias del Plomo que se utilizaba para los forros de los
buques, y la heroína se apoderó de ese material
precioso para la fábrica de cartuchos que improvisó
en sus propias habitaciones. La noche del 27 de febrero de 1844
los separatistas, encabezados por Vicente Celestino Duarte, por
Manuel Jiménez y por Francisco del Rosario Sánchez,
desfilaron en pequeños grupos por las calles silenciosas
con sus armas ocultas para no excitar" la sospecha de los pocos
transeúntes que después de las nueve de la noche se
aventuraban a salir de sus hogares mientras duró el terror
impuesto por la soldadesca haitiana. Cerca de las doce, la hora
convenida para lanzar el grito de redención o muerte, las
viejas piedras del Baluarte del Conde se hallaban rodeadas de
patriotas que acudían desde los cuatro extremos de la
ciudad para la cita histórica. Uno de los del grupo,
mordido por la intrepidez o la impaciencia, se adelantó
entre las tinieblas e hizo al aire un disparo. El estampido
repercutió en todos los ámbitos de la ciudad
amurallada, y desde la fortaleza Ozama, refugio principal de los
haitianos, se movilizaron tropas que poco después
volvieron a replegarse a sus cuarteles. La aurora del siguiente
día envolvió en sus resplandores una nueva bandera
que se elevaba sobre el cielo purísimo de la mañana
para anunciar como una trompeta de colores el fin de una larga
noche que duró veintidós años; noche llena
de ignominia, durante la cual la patria permaneció
postrada sobre un lecho de estiércol.

El beso de la
gloria

La bizarría de los separatistas sorprendió
a los invasores, que no esperaban semejante golpe de audacia. La
intención de resistir en los recintos fortificados, tales
como la capitanía del puerto y la Fortaleza Ozama, fue
desechada por el gobernador Desgrotte cuando varios regimientos,
casi totalmente compuestos por elementos nativos, se asociaron a
sus compatriotas y volvieron las armas contra las autoridades
haitianas. El cónsul de Francia, Juchereau de Saint Denys,
quien había servido de conducto a Buenaventura Báez
y a los que participaban de la idea de constituir un nuevo Estado
bajo la tutela de -un gobierno extranjero, intervino cerca de los
ocupantes para convencerlos de la inutilidad de cuantos esfuerzos
pudieran hacer para impedir el triunfo de la rebelión
iniciada en la Puerta del Conde, y el gobernador Henri Etienne
Desgrotte capituló, abandonando la capital de la antigua
colonia española casi sin efusión de sangre. Varios
días después, las armas dominicanas consolidaron en
Azua y en Santiago de los Caballeros, con espléndidas
victorias sobre las fuerzas de ocupación, la
República creada por Duarte y por los que como él
creyeron en la utopía de la independencia absoluta. Con el
nombre de Junta Central Gubernativa fue constituido, el 6 de
Marzo de 1844, un organismo llamado a ejercer el poder
público y a preparar el país para el disfrute de su
soberanía, vaciando la república incipiente en
moldes constitucionales. El pueblo, libre ya de toda servidumbre
y dueño por primera vez de sus destinos, reclamó la
presencia de Juan Pablo Duarte, creador de aquella realidad
portentosa que superaba los sueños de los más
optimistas, y la Junta Provisional, presidida por Ramón
Mella, envió un buque a Curazao en busca del proscrito.
Uno de los nueve idealistas que fundaron «La
Trinitaria», el prócer Juan Nepomuceno Ravelo,
recibió el encargo de notificar al apóstol la
constitución de la República, y de invitarlo a
reintegrarse a la heredad por él emancipada. Muchos amigos
del desterrado pidieron que se les incorporara a la comitiva,
deseosos de compartir con Ravelo el honor de acompañar al
seno de la Patria al más grande de sus hijos, y la Junta
Central Gubernativa, dominada por el entusiasmo público,
se inclinó ante la voluntad de los admiradores de Duarte,
y autorizó la salida, el primero de marzo de 1844, de la
goleta «Leonora», la primera embarcación que
paseó por los mares de América el pabellón
enarbolado dos días antes en la Puerta del Conde. Otro
prócer, Juan Alejandro Acosta, fue honrado con el mando de
la nave, que despegó aquel día de las costas
dominicanas. Mientras la goleta «Leonora» "navegaba
hacia Curazao, Duarte esperaba con angustia en aquella isla
nuevas de la Patria. El 28 de febrero, un día
después de haberse proclamado la independencia,
recibió una carta en que su madre le anunciaba que la
familia había aceptado el sacrificio por él pedido,
y que todos los bienes que dejó Juan José Duarte se
entregarían inmediatamente para hacer posible,
según sus deseos, el movimiento revolucionario. El mismo
día recibió también cartas de su hermano
Vicente Celestino y de algunos de sus partidarios más
fervorosos. Todas estas comunicaciones respiraban optimismo, y en
ellas se traslucía un entusiasmo incontenible por la
proximidad del momento en que estallaría la revuelta. Para
calmar las ansias del proscrito, doña Manuela Diez le
anunciaba que un buque costeado por la familia, iría en su
busca antes de que la independencia fuese proclamada. Desde aquel
día Duarte, acompañado de Pina y de Juan Isidro
Pérez, no se apartaba del muelle de Curazao, desde donde
oteaba sin cesar el horizonte en la dirección en que
debía llegar el barco deseado.

El 6 de marzo, los tres próceres alcanzaron a
ver, al fin, en alta mar, un barco de vela que lucía en el
mástil un pabellón para ellos bien conocido: era
aquélla una insignia nunca vista en aquel puerto, centro
de una constante actividad comercial, adonde acudían naves
procedentes de todos los países del mundo. Cuando el barco
atracó al muelle, Duarte, poseído de alegría
frenética, saltó ágilmente sobre cubierta y
se arrojó en brazos de Juan Nepomuceno Ravelo. El
corazón del caudillo separatista latió con
más violencia que nunca al abrir el sobre de la carta en
que la Junta Central Gubernativa le decía lo siguiente:
«El día 27 de febrero último llevamos a cabo
nuestros proyectos. Triunfó la causa de nuestra
Separación con la capitulación de Desgrotte y de
todo su Distrito. Azua y Santiago deben a esta hora haberse
pronunciado. El amigo Ravelo, portador de la presente, les
dará amplios detalles de lo sucedido, y les
informará de lo necesarios que son el armamento y los
pertrechos. Regresen tan pronto como sea posible para tener el
honor y el imponderable gusto de abrazarnos; y no dejen de traer
el armamento y los pertrechos, pues los necesitamos por temor a
una invasión.» La escena que luego se
desarrolló entre los próceres, sobre la cubierta de
la goleta «Leonora», fue de una emotividad
inenarrable: toda la tripulación se aglomeró en
torno a los proscritos, y Duarte, el más alegre de todos,
conoció aquel día la felicidad, una felicidad
semejante al gozo que invade el corazón del hombre cuando
le anuncian el nacimiento de un hijo. Los amigos que los
desterrados habían hecho en Curazao se unieron al regocijo
de los patriotas dominicanos y las autoridades de la colonia,
informadas del arribo del buque, empavesado con una bandera en
cuyo centro lucía una cruz blanca, hicieron desde aquel
momento objeto de manifestaciones de calurosa simpatía al
joven apóstol, a quien todos los recién llegados
aclamaban como el fundador de la nueva república que
acababa de nacer en la cuenca antillana. Bajo la tolerancia
amistosa de la policía insular, Duarte se dedicó en
los días siguientes a reunir las armas y pertrechos que la
Junta Central Gubernativa reclamaba con urgencia, y en la noche
del catorce de marzo arribó en la goleta
«Leonora» al puerto del Ozama. La ciudad de Santo
Domingo esperaba ansiosamente desde hacía varios
días la llegada del iniciador del movimiento separatista.
Varios miembros de la Junta Central Gubernativa habían
ofrecido un valioso obsequio al primero que avistara en el
horizonte el navío. Algunas personas, entre ellas un lobo
de mar a quien se daba popularmente el nombre de «Pedro el
Vigía», velaban a toda hora desde las atalayas del
puerto del Ozama. La circunstancia de haber entrado el buque en
la ría después de la medianoche, dio lugar a que el
arribo se efectuara en silencio. Los tres proscritos quisieron
saltar en seguida al muelle para dirigirse a sus hogares. Pero el
capitán de la «Leonora», el ilustre marino
Juan Alejandro Acosta, pidió a los viajeros que
permanecieran a bordo hasta el siguiente día, porque su
deber era dar parte primero de la llegada a la Junta Central
Gubernativa.

El capitán de la nave bajó luego al muelle
y se internó embozado en la ciudad silenciosa. Sólo
Pedro, el Vigía, se dio cuenta a última hora del
arribo de aquel buque que llegaba rodeado del mayor misterio, y
siguió discretamente los pasos a Juan Alejandro Acosta. El
gran marino atravesó la Puerta de San Diego y subió
hacia la calle del Comercio para dirigirse a la morada de
doña Manuela Diez viuda de Duarte. Su seguidor le vio
golpear en una de las ventanas de la casa número 96 de la
misma calle, y pocos minutos después tropezó con
Vicente Celestino Duarte, que corría en dirección
al muelle. Estos indicios bastaron a Pedro el Vigía para
adivinar el sentido de tales actitudes, y sin perder tiempo
empezó a golpear con sus anteojos las puertas del
vecindario y a gritar a voz en cuello: « ¡Albricias,
albricias, el general Duarte ha llegado!» Sorprendida en su
lecho por los gritos de Pedro el Vigía, la ciudad entera
despertó alborozada. Las luces se fueron encendiendo como
por encanto, y en muchos hogares, a pesar de lo avanzada de la
hora, se adornaron las ventanas con banderas. La casa de
doña Manuela Diez fue invadida por una multitud fervorosa.
La gente acudía en espera de que el apóstol llegara
de un momento a otro. Tomás de la Concha, prometido de
Rosa Duarte, puso término a la expectación general
anunciando que el desembarco no se efectuaría,
según orden de la Junta Central Gubernativa, que deseaba
recibir dignamente a los recién llegados, hasta el
siguiente día en la mañana. El 15 de marzo
amaneció agolpada una inmensa multitud en los alrededores
de la Puerta de San Diego. Una comisión de la Junta
Central bajó al muelle a las siete de la mañana con
el objeto de ofrecer al libertador los saludos oficiales. Cuando
Duarte puso el pie en tierra, las tropas, alineadas frente al
puerto, le rindieron honores, y las baterías del Homenaje
le saludaron con los disparos de ordenanza. El Arzobispo don
Tomás de Portes e Infante fue el primero en estrechar
entre sus brazos al apóstol y en darle la bienvenida, en
nombre del pueblo y de la Iglesia, con las siguientes palabras:
«Salve, Padre de la Patria.» El desfile desde el
muelle hasta el Palacio de Gobierno se inició en medio de
aclamaciones incesantes. Al llegar la comitiva a la Plaza de
Armas se levantó de improviso un clamor unánime
para pedir a la Junta Central Gubernativa que confiriera al
prócer el titulo de General en Jefe de los
Ejércitos de la República. Desde el Palacio de
Gobierno, en donde la Junta Central le entregó las
insignias de General de Brigada, el Padre de la Patria se
encaminó, seguido por una muchedumbre frenética,
hacia la casa que ocupaba su familia en la calle del Comercio. El
nuevo desfile, revestido de proporciones apoteóticas, fue
un acontecimiento nunca visto hasta entonces en la Ciudad
Primada. Banderas flamantes, bordadas en aquellos mismos
días de embriaguez patriótica, lucían en las
puertas de todos los hogares. Los vítores al caudillo de
la separación atronaban el espacio, y de todas las bocas
salían bendiciones para el patriota sin mácula que
rescató el territorio nacional del dominio extranjero. En
el hogar esperaban al Libertador su madre, doña Manuela
Diez, y sus hermanas, convertidas desde el amanecer del 27 de
febrero en centro de la devoción del pueblo, que
veía reflejada en aquellas mujeres la gloria del
recién llegado. El traje negro que vestía la
anciana avivó de golpe en la memoria del apóstol el
recuerdo del desaparecido. En medio del júbilo general,
del entusiasmo de los viejos discípulos de «La
Trinitaria» y de los vivas de las multitudes aglomeradas
ante la casa del Padre de la Patria, aquel recuerdo dominaba el
ambiente y se sentía flotar en todas partes como un
huésped incómodo. Doña Manuela y sus hijas
compartían, con más título que nadie, la
alegría de la ciudad embanderada. Pero su dolor,
aún reciente, no les permitía gozar en toda su
plenitud del entusiasmo y el fervor generales. Fue preciso que
José Diez y Ramón Mella hicieran a la viuda y a las
huérfanas reconvenciones cariñosas para que
abrieran al pueblo las puertas de su hogar en duelo y
participaran también de las satisfacciones de aquel
día de júbilo. El presbítero Bonilla
secundó las súplicas anteriores dirigiendo a
doña Manuela esta amonestación
afectuosa:

-Los goces no pueden ser completos en la tierra. Si su
esposo viviera, el día de hoy le proporcionaría una
de esas dichas de las que sólo es dable disfrutar en el
cielo. ¡Dichosa la madre que ha podido dar a la patria un
hijo que tanto la honra! Aunque el recuerdo de su padre, a quien
la muerte prematura no permitió gozar del triunfo de su
hijo ni de la independencia de la patria, ennegrecía el
pensamiento de Duarte, fue aquél, sin duda, el
único día feliz para este hombre limpio y virtuoso.
Fue el único de toda su vida en que se sintió
unánimemente querido, y en que fue festejado. El 15 de
marzo de 1844 fue también el único día en
que tuvo la sensación de haber recibido sobre la frente el
beso de la popularidad y el beso menos cálido, pero
más duradero, de la gloria.

Otra vez con sus
discípulos

La noche del mismo día de su llegada, Duarte se
reunió con sus discípulos. La rapidez con que los
acontecimientos se habían desarrollado, desde que la
rebelión fue iniciada en la Puerta del Conde, hacia
indispensable la presencia activa en la vida pública de
los verdaderos trinitarios, único modo de impedir que el
Estado naciente sucumbiera ante un nuevo intento de
invasión de los haitianos o ante la ambición ya
despierta de algunos elementos nativos de ideas poco liberales.
Muchos dominicanos que habían colaborado con el invasor o
que juzgaban indispensable la protección de una potencia
europea o la de los Estados Unidos, se habían incorporado
al movimiento de la Puerta del Conde y estaban ya, a los pocos
días de fundada la República, ocupando en la nueva
administración posiciones de importancia. Tomás
Bobadilla, hombre de confianza de Boyer en un momento dado,
presidía la Junta Central Gubernativa. Otros, como
Buenaventura Báez y el doctor José María
Caminero, aspiraban al poder para sí mismos o para medrar
a la sombra de alguna medianía autoritaria. Al
ánimo de Duarte se llevaron esos recelos, que hubieran
fácilmente prendido en una conciencia menos elevada. Para
muchos era él el llamado a recibir, como un premio a su
abnegación sin medida, los honores del mando. Los
qué ya empezaban a hacer ambiente a la candidatura del
general Pedro Santana, sin tener en cuenta que aún
había fuerzas extranjeras en la heredad nacional, eran los
que menos entusiasmo habían mostrado por la causa de la
independencia y aquellos precisamente que habían venido a
sumarse al movimiento redentor cuando ya la victoria estaba a la
vista y la libertad casi alcanzada. Entre los mismos trinitarios
había algunos a quienes esa propaganda inspiraba hondos
temores. Acaso el propio Ramón Mella, la figura que
más se destacó en la hazaña de la Puerta del
Conde, acariciaba desde mucho tiempo atrás la idea de que
Duarte fuese el escogido para el gobierno que surgiera de la
primera apelación al sufragio. Pero en esta reunión
de Duarte y sus discípulos, la primera que no se celebraba
en secreto y bajo el ojo siempre abierto de los dominadores, no
se habló más que de la necesidad de consolidar la
independencia, aún vacilante, y de mantenerla
después en forma absoluta frente a cualquier posible
renacimiento del ya antiguo plan de los afrancesados. El respeto
que el apóstol inspiraba a sus amigos hubiera hecho
repugnante para los mismos trinitarios cualquier
insinuación capaz de herir la pureza de aquel hombre de
honradez verdaderamente inmaculada. Todos se sentían en su
presencia tocados por algo de la probidad casi divina que
resplandecía en su conciencia y asomaba como una luz
interna a su semblante bondadoso.

Pero si allí no se habló de nada que
pudiese ofender la albura de aquel varón virtuoso,
sí se ratificó el juramento hecho el 16 de julio de
1838 en la morada de Juan Isidro Pérez: la patria
debía ser libre, íntegramente libre, y la
república así constituida debía organizarse
interiormente sobre el respeto a le ley y a los fueros de la
persona humana. Toda manifestación de barbarie, capaz de
retrotraer el país a la era de terror que acababa de ser
clausurada, debía ser rechazada por los soldados de
«La Trinitaria», sociedad constituida para librar a
la patria del yugo de los haitianos y para establecer luego una
república en donde los hombres pudiesen vivir al abrigo de
las leyes, y en donde ningún déspota pudiera
alzarse con el señorío de las conciencias
oprimidas. Con esta consigna iban a terciar en la
política, tan pronto como el suelo nacional quedara libre
del último soldado invasor,
los filorios, a quienes la patria debía
su libertad. Pero ante todo era preciso tender por todos los
medios a la unión de los dominicanos de ideas opuestas,
único medio de impedir que la discordia pudiese causar
heridas irreparables a un pueblo que necesitaba vivir en pie de
guerra frente a un vecino codicioso. La autoridad constituida
sería, pues, respetada. Si el poder público
recaía en ministros indignos de ejercerlo, el deber de
todo trinitario era ceñirse a sus mandatos y contribuir,
por medios pacíficos, a que la República adquiriera
una fisonomía cada vez más democrática. Con
lo que no se transigiría era con ninguna medida encaminada
a privar al país de un jirón cualquiera de su
independencia o su soberanía. Duarte y sus
discípulos, no obstante la repugnancia que a todos
inspiraba la violencia, apelarían a las armas, en caso
necesario, para frustrar cualquier atentado a la honra nacional.
Estas ideas, expresión del inextinguible idealismo de los
creadores de «La Trinitaria», servirían de
molde a la conducta de estos hombres de pensamiento liberal, y
aun aquellos que, como Ramón Mella, necesitaban satisfacer
en alguna forma los arranques de su temperamento impetuoso,
ávido de acción e hirviente de amor a la
República, sacrificarían a esos empeños
generosos su sed de jerarquía y sus ambiciones
personales.

Frente a
santana

La Junta Central Gubernativa, impresionada por el
ascendiente que Duarte había adquirido sobre el pueblo y
por la espontaneidad y el calor del recibimiento que se le
tributó el día de su retorno, confió al
joven patricio, el 21 de marzo de 1844, la dirección de
las operaciones militares en el sur de la República, zona
a la sazón amenazada por un cuerpo de ejército
haitiano que se había abierto paso a través de las
fronteras con el propósito de ahogar la independencia
nacional en su cuna. El mando de las tropas debía ser
compartido con el general Pedro Santana, vencedor hacía
apenas dos días del ejército ¿le Charles
Hérard en los campos de Azua. El nombramiento de Duarte
fue recibido con entusiasmo por la juventud dominicana. No era
precisamente el fundador de «La Trinitaria» un
militar de escuela. Su educación, por el contrario, era
más bien la de un patricio de fisonomía
eminentemente civil, formado al calor de las humanidades. Pero el
nuevo jefe expedicionario, designado por la Junta Central
Gubernativa para compartir con Santana la dirección de la
campaña, no era del todo extraño a la carrera de
las armas, y poseía sobre algunas ciencias estrechamente
unidas a la milicia nociones no vulgares. Durante su permanencia
en España había prestado especial atención
al estudio de las matemáticas, y había conocido en
sus viajes por Francia y Alemania, a muchos supervivientes de las
guerras napoleónicas, en tiempos en que la fama de las
proezas del gran soldado estaba fresca y mantenía
aún electrizada la conciencia del mundo. Del contacto con
aquel ambiente y con aquella generación, llenos
todavía de resonancias marciales, y vibrantes aún
con el grandioso espectáculo militar que pocos años
antes había estremecido a toda Europa, quedaron en el
ánimo de Duarte fuertemente impresas las hazañas
bélicas más extraordinarias y brillantes que la
historia había hasta entonces registrado. Pero por encima
de toda otra consideración, Duarte poseía el don
supremo de hacerse obedecer por el amor que inspiraba gracias a
la eterna niñez de su espíritu y a su
simpatía caudalosa. Su misma figura era por si sola un
espectáculo: severo el continente, enérgicos los
rasgos de la fisonomía, la estatura marcial, el aire lleno
de distinción y dignidad, algo de la limpieza interior
trascendía fuera y denunciaba al hombre extraordinario a
quien la naturaleza había colocado por encima de todas las
miserias humanas. Si esas prendas no hubiesen bastado por si
solas para crearle una atmósfera de respeto y para formar
en torno suyo una aureola de superioridad, ahí estaba su
obra realzada a los ojos de sus conciudadanos por una pureza
insólita y por un desprendimiento sin nombre.

Revestido de esa especie de imperio natural
compareció Duarte ante Santana. Cuando los dos se hallaron
por primera vez frente a frente, el hatero no pudo reprimir un
sentimiento de invencible admiración hacia aquel rival que
le deparaba inesperadamente el destino. Santana confirmó
con sus propios ojos los encarecimientos que su hermano
Ramón le había hecho del extraño personaje
que en abril de 1843 visitó en misión de propaganda
revolucionaria las haciendas de «El Prado».
Ramón Santana no había podido olvidar, en efecto, a
aquel joven de figura atrayente, a aquel realizador con trazas de
visionario, con mirada algo abstraída, y con palabra llena
de fascinación en medio de su sencillez desconcertante.
Ignoraba por qué le había simpatizado aquel
conspirador que con tanto brío hablaba de su causa y por
quien se dejó convencer tan fácilmente. Sólo
en un punto no habían estado de acuerdo cuando por primera
vez se encontraron: en la confianza, que al hatero se le antojaba
excesiva, que el joven patriota mostraba en la capacidad de la
república para subsistir, una vez creada, sin la
cooperación de ninguna potencia extranjera. Pero en lo
esencial, esto es, en la necesidad de arrojar del suelo patrio a
los haitianos, sus sentimientos coincidieron desde el primer
instante. Pedro Santana, aunque hombre de temperamento más
receloso que el de su hermano Ramón, no pudo
sustraerse del todo al extraordinario don de simpatía con
que dotó la naturaleza al caudillo separatista. Duarte se
percató acto seguido de los sentimientos del batero, y no
sólo se empeñó en infundirle confianza en la
colaboración que debía prestarle, por
órdenes superiores sino que hizo además cuanto
estuvo a su alcance para atreverse a aquella voluntad imperiosa.
Varios días duró la lucha entre los dos hombres: el
uno, lleno de desprendimiento y de nobleza, interesado en no
aparecer como un rival a los ojos de su gratuito adversario; y el
otro, ahíto de orgullo y de ambición, deseando
librarse de la influencia que el primero ejercía sobre su
voluntad y que en el fondo contrariaba sus designios de soldado
que ya aspiraba al poder y cuyo instinto militar tendía a
la unidad de mando. Pero todas las artes del Padre de la Patria
se estrellaron ante la inflexible terquedad de Santana. El
vencedor de Azua era partidario de permanecer en la
inacción y no entendía de otra actitud que la de
conservar la defensiva. El ejército bajo su mando, aunque
desmoralizado por la retirada a Baní, hecho que
malogró la victoria obtenida contra Charles Hérard
el 19 de marzo, hervía de impaciencia, ansioso de caer
sobre el resto de las fuerzas invasoras. Las tropas con que a su
vez había salido Duarte de la capital de la
República, compuestas en su mayor parte de jóvenes
pertenecientes a las familias más distinguidas de la
sociedad dominicana, reclamaban a voces una operación
ofensiva. Pedro Alejandrino Pina y todos los miembro del Estado
Mayor de Duarte, desbordantes de patriotismo deseosos de recibir
en los campos de batalla los primeros espaldarazos de la gloria
guerrera, pedían que el ataque se iniciara antes de que el
ejército invasor se atrincherase en Azua y consolidara en
el sur sus posiciones. El primero de abril, después de
largos días de inactividad en los cantones, el caudillo
separatista abandonó su cuartel de Sabanabuey y fue a
Baní resuelto a agotar todos los recursos del patriotismo
y de la dialéctica en un esfuerzo desesperado para
convencer a Santana. El jefe del ejército del sur
oyó con atención el plan de Duarte: éste
atacaría por la retaguardia a las tropas haitianas
acantonada: en Azua, y el propio Santana, con el grueso de sus
fuerzas saldría al encuentro del invasor para obligarlo a
combatir o rendirse en caso de que intentase abandonar la plaza
por moti vos de orden estratégico. Pedro Santana no
adelantó objeción alguna, pero dijo que necesitaba
consultar a los oficiales que militaban bajo sus órdenes
antes de emitir un juicio sobre e plan propuesto.

Duarte se dio cuenta, sin embargo, de que nada
induciría al hatero a variar sus planes defensivos, y que
en su actitud no sólo influía la falta de sentido
militar, sino ante todo su poca fe en la causa separatista, y
regresó a Sabanabuey decidido a proceder con la
independencia que las circunstancias hicieran necesaria. Su
Estado Mayor le aconsejo que desobedeciera las órdenes de
la Junta Central y que iniciar por su propia cuenta la ofensiva.
Toda la juventud del apóstol de «La
Trinitaria» ardía el deseos de consagrar en el campo
de la función guerrera su presillas de general de brigada.
Pero el pudor cívico, siempre Vigilante en su conciencia
pulquérrima, lo contuvo en esta ocasión como en
otras muchas de su vida política: desobedecer a la Junta
equivaldría a burlar la autoridad legítima y a
herir de muerte las instituciones manchando desde la cuna su
pureza republicana. Desde el cuartel general de Baní
solicitó por tercera vez de la Junta, el primero de abril
de 1844, la autorización indispensable «para obrar
sólo con la división bajo su mando».
«Las tropas que pusisteis bajo mi dirección -dice en
esa oportunidad al gobierno-, sólo esperan mis
órdenes, como yo espero las vuestras, para marchar sobre
el enemigo.» El 4 de abril recibió por toda
respuesta la siguiente nota: «Al recibo de ésta, se
pondrá usted en marcha con sólo dos oficiales de su
Estado Mayor para esta ciudad, donde su presencia es
necesaria.» Ya Bobadilla, presidente a la sazón de
la Junta, se hallaba en connivencia con Santana, y ambos
maquinaban en la sombra para poner en práctica el
sueño de los afrancesados: el de una independencia a
medias y una República mediatizada por la ingerencia
extranjera. Duarte, obediente a la Junta Central Gubernativa, se
trasladó a la ciudad de Santo Domingo.

El gobierno provisional lo recibió con
demostraciones de aprecio y le reiteró con franqueza los
motivos de la decisión adoptada: el general Santana, en
quien todos reconocían la aptitud necesaria para conducir
al triunfo a los ejércitos de la República, no
admitía otra colaboración que la de sus
conmilitones y soldados; contrariarlo equivaldría a
introducir la discordia en las filas de las tropas llamadas a
consolidar la independencia de la patria; los servicios del
fundador de «La Trinitaria», cuyo prestigio era ante
todo el de un caudillo civil, podrían mientras tanto
utilizarse en otros campos donde su influencia y su ascendiente
moral eran a la sazón indispensables. Duarte renovó
a la Junta sus sentimientos de lealtad, y acto seguido hizo
entrega a ese organismo de más de las cuatro quintas
partes de la suma de mil pesos que le fue suministrada cuando el
21 de marzo se le confió la dirección de un nuevo
ejército expedicionario. La Junta recibió las
cuentas con asombro, porque aun en el seno de aquellas
generaciones, entre las cuales la probidad política era
una especie de moneda corriente, la pulcritud del caudillo de la
separación causó sorpresa. Pero al propio tiempo
que la Junta Central Gubernativa rendía homenaje a la
honradez de este varón eximio, más próximo a
los santos que a los hombres por su desprendimiento y su pureza,
muchos de los políticos profesionales que la integraban
tuvieron desde aquel día la evidencia de que el
dueño de la nueva situación sería Santana.
Duarte era demasiado limpio para el medio, accesible
únicamente para un hombre sin grandes escrúpulos
que fuera capaz de dejar caer con energía sobre las
multitudes sus garras de caudillo. La elección no era,
pues, dudosa. Con Duarte estaría en lo sucesivo una
minoría insignificante, la misma minoría idealista
que sembró la semilla de la independencia, pero que
carecía de suficiente sentido práctico para recoger
el fruto de lo que había sembrado; y en torno de Santana,
voluntad ferozmente dominante, se agruparían todos los
hombres para quienes el pan era más necesario que los
principios y el orden, aun con despotismo, más deseable
que el ideal con anarquía.

El
sacrilegio

El triunfo obtenido por Santana en la acción del
19 de marzo demostró que Haití no era invencible.
Aunque sus tropas eran incomparablemente más numerosas y
disponían de mayores recursos, el ejército invasor
carecía de cohesión moral, y el arma blanca, usada
con verdadera maestría por los soldados nativos,
tenía la virtud de hacer cundir el pánico en las
filas haitianas. El ejemplo dado por Santana y por los oficiales
que operaron en Azua bajo su mando, sirvió de
lección a las fuerzas destacadas en la ciudad de Santiago:
bastó que un grupo de andulleros, traídos de las
sierras y adiestrados por el coronel Fernando Valerio,
irrumpieran armados de machetes en las primeras columnas lanzadas
contra la capital del Cibao, para que el invasor volviera la cara
sin ofrecer casi resistencia en su huida vergonzosa. Mientras la
guerra se reducía a una serie de escaramuzas en las
comarcas fronterizas, en donde el general Duvergé
realizaba cada día, con un puñado de héroes,
verdaderas hazañas, en la capital de la República
asomaba su faz la intriga palaciega. La Junta Central Gubernativa
se había dividido en dos bandos: el de los que pensaban,
como los fundadores de «La Trinitaria», que el Estado
naciente disponía de todos los elementos de defensa
necesarios para subsistir sin ayuda extraña frente a
cualquier nuevo intento de invasión de sus vecinos, y el
de los que, por el contrario, creían, como Buenaventura
Báez y Manuel Joaquín del Monte, que sin la
protección de los Estados Unidos o de una potencia europea
la República no tardaría en caer de nuevo en la
barbarie pasada. Duarte, deseoso de sustraerse a la pugnacidad de
los dos grupos, reducida todavía a maquinaciones sin
sentido patriótico, se dirigió el día 10 de
mayo a la Junta Central Gubernativa para pedirle que se le
sustituyera en el cargo de comandante del departamento de Santo
Domingo y se le permitiera incorporarse al ejército
expedicionario que debía cruzar la cordillera y
encaminarse hacia San Juan de la Maguana con el fin de desalojar
a los haitianos de las posiciones que aún ocupaban en la
banda fronteriza. Bobadilla, árbitro a la sazón del
gobierno provisional, se opuso a la aceptación del
ofrecimiento hecho por el caudillo separatista, y el 15 de mayo
se dio respuesta a la comunicación del apóstol
pidiéndole que continuase en el «ejercicio de sus
actuales funciones, donde sus servicios « se consideraban
más útiles».

La hostilidad contra Duarte siguió predominando
en el gobierno provisorio. Pocos días después del
rechazo de su solicitud, la oficialidad del Ejército de
Santo Domingo pidió a la Junta que se ascendiese al Padre
de la Patria al grado de General de División, alegando que
el recomendado había permanecido durante largos
años al servicio del país, y que a su sacrificio y
a su esfuerzo debía su libertad el pueblo dominicano. Los
peticionarios, entre los cuales figuraban Eusebio Puello y Juan
Alejandro Acosta, terminaban subrayando que el nombre de Duarte
era tan sagrado para sus compatriotas que había sido el
único que se oyó pronunciar inmediatamente
después del lema invocado por los defensores de la
República: Dios, Patria y Libertad. La Junta
contestó secamente que ya Duarte «había sido
altamente recompensado por los servicios hechos a la causa de la
independencia, en circunstancias en que era preciso combatir al
enemigo», y que el premio a que se le juzgase acreedor se
le ofrecería cuando «el gobierno definitivo fuera
legítimamente instalado». La lucha entre las dos
corrientes en que la Junta Central se hallaba dividida se
recrudeció en los primeros días del mes de junio,
al saberse que el viejo Plan Levasseur resurgiría y que se
reanudarían pronto las negociaciones para convertir la
República en un protectorado. Este propósito,
anunciado por el Arzobispo don Tomás de Portes e Infante
en una reunión convocada al efecto por el propio don
Tomás Bobadilla, alarmó a los trinitarios, y
algunos de temperamento impulsivo requirieron el empleo de medios
drásticos para salvar la patria de la nueva maniobra
urdida por los afrancesados. Duarte no quería autorizar,
sin embargo, el uso de la violencia. Toda medida de fuerza
repugnaba a sus sentimientos de magistrado, de hombre
eminentemente civil, a quien un golpe de mano le parecía
un ejemplo funesto que podría dar por resultado la ruina
de las instituciones. Si ellos, los que habían hecho la
independencia y tenían ya adquirida fama de ciudadanos
probos y de repúblicos virtuosos, iniciaban en el
país la era de los pronunciamientos a mano armada, la
República se desviaría irreparablemente del camino
de la ley y sería arrastrada al despotismo militar o a la
locura reaccionaria. Pero en vista de que el movimiento
antipatriótico de los enemigos de «la pura y
simple» había tomado cuerpo y estaba ya a punto de
malograr el principio de la independencia absoluta, el
apóstol accedió a los requerimientos de
Sánchez y de otros separatistas exaltados en favor de una
decisión impuesta por medio de la fuerza. El 9 de junio se
apoderaron Francisco del Rosario Sánchez y Ramón
Mella de la Junta Central Gubernativa y expulsaron de ella a
quienes carecían de fe en la patria y en su estabilidad
futura. Sánchez asumió la presidencia del organismo
así herido de muerte y privado ya de toda autoridad moral.
Duarte prefirió mantenerse alejado de todo cargo de honor,
y después de haber reasumido la jefatura del departamento
sur, en su condición de general de brigada, salió
el 20 de junio hacia el Cibao, investido por la nueva Junta con
la misión de poner en aquella zona su prestigio al
servicio de la libertad sin merma del territorio y sin pactos
públicos o secretos con ninguna potencia extranjera. En la
carta que le dirigió el 18 de junio de 1844, la Junta
Central Gubernativa, a la sazón presidida por Francisco
del Rosario Sánchez, confiaba al apóstol
separatista el encargo de «intervenir en las discordias
intestinas y restablecer la paz y el orden necesarios para la
prosperidad pública». Independientemente de esa
misión política, Duarte debía, según
las instrucciones de la Junta, «proceder a la
elección o restablecer los cuerpos municipales», de
acuerdo con la promesa hecha a los pueblos de la parte
española de la isla en el manifiesto del 16 de enero. Los
pueblos del Cibao recibieron al enviado de la Junta con palmas y
banderas. El 25 de junio llegó con los oficiales de su
Estado Mayor a la ciudad de La Vega, en donde fue vitoreado por
una muchedumbre entusiasta encabezada por el presbítero
José Eugenio Espinosa. Era la primera vez que Duarte
visitaba las comarcas del valle de La Vega Real, y este viaje,
hecho a lomo de caballo y con la lentitud que exigía
entonces el desastroso estado de los caminos, fue para él
un nuevo motivo de fe en el futuro de la República
recién creada. La magnificencia de la naturaleza en
aquellas regiones, las más fértiles del
país, y la abundancia de las corrientes de agua que se
desprenden de la Cordillera Central para vestir de un verde
lujoso aquellos prados, le permitieron entrever lo que este
emporio aún baldío significaría en un
porvenir acaso no distante. Las fuentes de producción
estaban allí totalmente abandonadas. Pero era
evidentemente la escasez de población y la falta de
caminos para sacar los productos a los centros de consumo, lo que
hacia que toda aquella riqueza permaneciera inactiva. El
día, sin embargo, en que el país gozara de una paz
estable, y se abrieran vías de comunicación para
sacar de su aislamiento a las zonas productoras, la
República no sólo se transformaría en una
tierra próspera, capaz de alimentar con largueza a sus
hijos y de ofrecer seguro albergue a millares de ciudadanos de
otras partes del mundo, sino que su mismo desarrollo material le
daría el poder económico y militar necesario para
garantizar su propio destino y hacer sagrada y respetable para
todos su propia independencia. Mientras la naturaleza del Cibao
excitaba el patriotismo de Duarte y servia de estímulo a
su imaginación vivísima, las multitudes
salían a su encuentro para aclamar en él al Padre
de la Patria. Santiago, teatro de la hazaña del 30 de
marzo, lo recibió el 30 de junio con manifestaciones
jubilosas. Los regimientos que se cubrieron de gloria bajo las
órdenes de Imbert y de Fernando Valerio, desfilaron ante
el eminente ciudadano, que sonrió aquel día, desde
la cumbre de su modestia ejemplar, al recibir con irreprimible
emoción el homenaje de las armas libertadoras. Cuatro
días después de la llegada del apóstol a la
ciudad de Santiago, el 4 de julio de 1844, los ciudadanos
más notables de la capital del Cibao visitaron a Duarte
para comunicarle que el pueblo y el ejército se
habían pronunciado algunas horas antes en su favor y
deseaban investirlo con los poderes de presidente de la
República, para que a ese titulo asumiera la defensa del
país contra cualquier intento de supeditar su
independencia a una nación extranjera.

El acta que se puso en manos del caudillo separatista le
encarecía la convocación de una asamblea
constituyente que votase la Ley Orgánica por la cual
debía regirse el Estado, y señalaba al gran
repúblico como el ciudadano más digno de realizar
esa misión, por ser él la personificación
del patriotismo y el símbolo más alto de la
libertad dominicana. Duarte leyó con sorpresa el acta que
acababa de serle entregada y quiso corresponder a ese testimonio
de adhesión popular inclinándose ante la voluntad
allí expresada por la mayoría de sus conciudadanos.
Pero su conciencia, llena de pudor cívico, se
sintió acto seguido alarmada por aquel pronunciamiento
inesperado. Su sacrificio hubiera sido estéril si la
independencia alcanzada se utilizase para erigir el motín
en fuente creadora de las nuevas instituciones. La
República no tardaría en hundirse si la primera
Constitución nacía manchada por la violencia. Si
había en el país alguien capaz de levantar la
bandera de la discordia, y de asumir una presidencia surgida del
seno de una insurrección triunfante, sobre la frente de
ese ambicioso debía caer la maldición de la
historia y la repulsa de la conciencia nacional ofendida. -Con
palabras corteses, pero enérgicas, el Padre de la Patria
rechazó la presidencia que acababa de serle
ofrecida: «Yo no aceptaría ese
honor sino en el caso de que se celebraran elecciones libres y
que la mayoría de mis compatriotas, sin presión de
ninguna índole, me eligiera para tan alto cargo.»
Los notables de Santiago salieron de aquella entrevista
confundidos por la probidad sin nombre de aquel patriota que nada
aspiraba para sí y que se contentaba con servir de ejemplo
altísimo a sus conciudadanos. Algunos se sintieron
defraudados por esa honestidad que les parecía exagerada.
Duarte era indudablemente un santo, y la política no
estaba hecha para hombres tan puros. Acaso sería necesario
inclinarse, como pensaban ya muchos ciudadanos eminentes de la
capital de la República y de las comarcas del Este, ante
el astro militar que ya se barruntaba en el horizonte y cuyos
primeros resplandores podían señalarse como signo
infalible de su trayectoria poderosa El día 8 de julio
salió Duarte con rumbo a Puerto Plata.

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